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82_ FICCIONARIO

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al maestro. No digo que el hombre no ganara por sus propios méritos los primeros veinte o treinta programas. Pero a partir de ahí, nadie va a desbancarlo, está claro, el programa necesita crear un personaje para ganar audiencia. –Pues en esta casa ya ha ganado suficiente… –protestaba mi madre. Le pedíamos a mi padre, entre burlas y veras, que nos contase cosas del maestro Urbano. ¿Eran amigos? ¿Era lo suficientemente insignificante en clase como para que nadie pudiera esperar de él que un día, en el futuro, los demás lo admirasen y se enorgulleciesen de haber compartido aula con él? ¿Le robó alguna novia? ¿Quién ganaba en las carreras de la clase de gimnasia? Mi padre apenas se avenía a responder con frases que aunque suscitaban nuevas preguntas, se quedaban quietas, incapaces de generar nuevos recuerdos, porque ya era la hora, y el programa iba a comenzar en media hora, y mi padre tenía que concentrarse. Era un aburrimiento de niño. Tenía el cromo de Boronat, que era muy difícil que te saliera, y no lo cambiaba por nada del mundo, hasta que uno de un curso superior consiguió robárselo. No se ganaba fácilmente la simpatía de las niñas. Si no hubiera salido en la tele, no creo que me habría vuelto a acordar de él como me acuerdo todavía de Frankie Campos, de Bernal, de Monedero, de Azurmendi, que estaba buenísima, de la Longobardo, con su acento del norte, de Ariza, muy buen futbolista, de Mancilla, el que más corría. Urbano, qué aburrimiento de tipo. Pero ahí está Urbano. Venciendo a un nuevo candidato con facilidad. La puntuación comparada con mi padre arroja una victoria por la mínima del campeón televisivo. Ya tenemos a mi padre de mal humor mañana. Mi hermano le pica, y mi madre le pide que se saque de encima esa amargura, y que coja al toro por los cuernos, y envíe de una vez su solicitud al programa, pero él susurra: todavía no, todavía no. En realidad está deseando que alguien le derro-

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te en su nombre para no tener que ir a la televisión a arrebatarle el cetro a Urbano. Anima claramente a los oponentes del maestro, y les insulta cuando, después de que aparezcan en pantalla las letras, Urbano anuncia que tiene una palabra de cinco y su oponente nos decepciona con una «sólo de cuatro». Hasta yo habría conseguido una palabra de seis. –Lo veis, está clarísimo que todo esto está amañado. Hasta tú has conseguido una palabra de seis, y ese idiota se queda en cuatro cuando, qué casualidad, si hubiese conseguido una de seis se habría puesto por delante en el marcador. –Habría sido la primera vez que alguien adelantaba al maestro Urbano –digo yo. –No digas memeces. Yo le he adelantado un montón de veces –me responde mi padre. Poco a poco mi hermano y yo le cogemos el gusto a jugar a Cifras y Letras, y retrasamos la hora de cenar, y no echamos de menos a Los Simpson. Eso sí, aún no hemos llegado a armarnos con cuadernos y bolígrafos, y hacemos todos nuestros ejercicios mentalmente. Sin hacer ruido, para no molestar a padre. Es difícil, francamente, sobre todo en las palabras, cuando te sale una sola vocal repetida, rodeada de consonantes poco prometedoras. BABAKLAOS. ¿Bakalaos? Eso es lo que dice la candidata, riéndose, sabe que no se la van a dar por buena, ni aunque diga que los jóvenes escriben así la palabra, no refiriéndose al pescado sino a un baile y a una ruta de discotecas que está de moda en la costa. El diccionario se encoge de hombros. Idiota, opina mi padre. El maestro Urbano gana diciendo simplemente LAOS. También podía haber dicho SOLA. Mi padre tiene BABA. Mi hermano tiene BOLA. Pero yo, ah, yo tengo ABABOL. Llevar la contabilidad se hace ya un martirio, porque en esta jugada yo me habría llevado los puntos, pero entre mi padre y Urbano se los habría llevado mi padre, que al ocupar el puesto del candidato tenía la vez en esta tirada, y en caso de empate el que habla primero se lleva los puntos, así que al cómputo


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