Propietaria y fundadora de la escuela de escritura creativa El Laboratorio de Sueños.
Y, después de dos años desde el último, aquí está el número 4 del fanzine de la escuela.
Dos años en los que mi gato Batman estuvo perdido en una playa de Alcossebre (tranquilidad, ya está en casa). Dos años en los que viví como nómada en una furgoneta Volkswagen clásica de los 90. Dos años haciendo kilómetros por España y Marruecos. Dos años aprendiendo algunas palabras en darija y árabe. Dos años mejorando el inglés mientras conversaba con otras personas viajeras, provenientes del Norte de Europa, en los campings donde reponíamos fuerzas e higiene personal. Dos años haciéndome amiga de la soledad más extrema. Dos años desayunando con los pies sobre la arena de alguna playa desconocida. Dos años preguntándome si debo regresar y a dónde regresar.
Dos años sin mi escuelita.
Pero, después de estos dos locos e imprevisibles años, he regresado a donde debía regresar. A Zaragoza con mi verdadera familia, la elegida y seleccionada cuidadosamente. Y con la escuelita a tope. Y con los talleres a tope. Y con los proyectos colaborativos de la escuela a tope.
Y con este fanzine, que tienes entre tus manos, a tope.
Por favor, léenos con cariño y respeto. Como si fuéramos tus amig@s de toda la vida. Así te trataremos cuando vengas a vernos. Porque en mi-nuestra escuelita cabe todo lo que venga —y quien venga— con cariño y respeto.
¡Gracias por leernos!
Indice de contenidos:
Iratxe DuBa | Ilustración portada
Ada Menéndez
→ Thelma al borde del precipicio | 6
Adrián Gracia Gómez
→ El frágil camino de la esperanza | 7
→ El arte de sobrevivir a la mañana del día de después | 8
Almudena Pellejero
→ Eru, Zagal y Crono | 9
Astrid García
→ Astronauta | 12
→ Mi jardín | 13
→ Poder | 14
Ángel Larraz
→ La cena | 15
→ Los pendientes | 17
Idoya González
→ El bando de los locos | 18
→ El impacto | 19
→ Fuente de acción | 21
Iratxe Duran
→ El hombre que veía a través del Sol | 23
→ El espejo | 24
Jara Álvarez
→ El señor de las piedras | 25
→ La abuela Marga y su arcoiris | 27
→ Maraña | 29
Cecilia Picazo
→ Tatuaje | 31
Ana Jurado
→ Palabras | 32
Katerina Chatzinikolaou Laborda @Katelabordaje
→ Acantilado | 33
Lurdes Muñoz
→ Amor | 35
María José Sánchez Malo
→ Cenizas del pasado | 36
→ Esperé una vida | 37
Lola Soguero
→ Entrevista a Lola Sánchez | 38
Juan Pérez
→ Poema 12 | 40
Vita
→ Casilla de salida | 41
→ Próxima vida | 42
Thelma al borde del precipicio
por Ada Menéndez.
¿Y si diez o quince tequilas se agarran a mi garganta, si el aceite Johnson unta mis piernas hasta la pelvis?
¿Y si Tennessee Williams me escribe una escena, si el verano de Zaragoza me hace sudar sexy?
¿Y si camino desnuda por casa sabiendo que me ven, si tú y yo nunca más volvemos a hablar sobre el amor?
Balancead vuestras cabezas al ritmo del funky
o de un blues de una mujer pelirroja de Covent Garden, que yo estaré escupiendo hip hop.
Y si el punto G se escribe con J de Joderteviva, nada me hará más feliz que pasearme en un Ford Thunderbird del 66.
El frágil camino de la esperanza
por Adrián Gracia Gómez.
Así es su rutina, no la intentes cambiar. Él seguirá repitiéndola igualmente en un ciclo sin fin de dolor y añoranza. A pesar de que ya ha olvidado incluso su nombre, a pesar de los años que han pasado desde esa puñetera mañana en que llamaron a su puerta dos tipos con brillantes medallas. A pesar de todo, él seguirá colocando un plato más en la mesa para su hijo pequeño. Qué importa ya qué guerra fue. Qué importa ya en qué bando estuviera luchando, si ni siquiera tuvo la elección. Lo cogieron por el pescuezo y se lo llevaron obligado a luchar en una guerra que no le incumbía, porque a algún imbécil le habían llamado canijo en una fiesta de señoritos adinerados. Putos asquerosos, obligando a quien no quiere, a luchar por gilipolleces que no se atreven a solucionar a puñetazos entre ellos. Porque, por supuesto, no pretendas que lo solucionen con palabras, el cerebro no les funciona lo suficientemente bien como para usar la lengua en algo que no sea empaparla de coñac caro y humo de puro Cohiba. Así es, desde aquella triste mañana, no ha dejado ni un solo día de poner un plato más en la mesa. Porque, según ellos, su hijo no estaba muerto. No habían conseguido identificar su cuerpo en el campo de batalla. Pero tampoco estaba vivo. Su hijo estaba «desaparecido en combate». ¿Pero qué narices significa eso? Pues, lo único que significa, es que Enrique mantiene una débil esperanza. Una débil y dolorosa esperanza que le hace seguir poniendo cada miserable día de su vida un plato más en la mesa. Esperando. Siempre esperando a que llegue el día en que su hijo se siente a su lado a comer con él, y siempre con el dolor de que nunca, hasta ahora, ha llegado ese día.
El arte de sobrevivir a la mañana del día de después
por Adrián Gracia Gómez.
Mis ojos se abren con cuidado ante la semioscura habitación. Solo unas líneas osadas de luz solar se cuelan a través de la persiana molestando a mis pupilas. Mi cabeza se hace notar llamando mi atención con un dolor intenso, como si se tratara de un centrifugado, intentando secar los empapados recuerdos de la noche anterior. Agua, necesito agua. Estoy a pocos pasos de convertirme en una tenebrosa obra de arte disecada. Apenas llego a coger la botella de la mesilla. Mi cuerpo se resiste a moverse. Noto cómo inicia una encarnizada lucha contra mí. ¿He ganado si lo hago contra mi propio cuerpo? Una punzada en la cabeza me sirve de recordatorio: Hoy no es el día para creerse un filósofo.
Líquido transparente milagroso. Noto con cada sorbo, cómo mi cuerpo se va hidratando. Mis labios vuelven a brillar, haciendo ver al mundo que vuelven a ser felices. Sin embargo, mi estómago opina todo lo contrario. Quizá temeroso de volver a encontrarse con otro líquido que no le sea beneficioso, se revuelve nervioso.
Mientras resisto implacable el empuje de mi estómago rechazando mi ofrecimiento de paz, comienzan a llegarme, mezclados con tamborileos de dolor, flashes de la noche anterior:
Luces de neón.
Música demasiado alta.
Ciervos verdes…
Mi cerebro va a explotar. Cierro los ojos para dejar a mi cuerpo continuar con su necesario descanso. Noto cómo el sueño me va atrapando y, entre dolores, me repito un mantra que sé que no llegaré a cumplir: «no vuelvo a beber más».
Eru, Zagal y Crono
por Almudena Pellejero.
El gran incendio asoló con todo lo que pudo y más. En la familia de los pájaros estaban muy tristes.
Eru, el pájaro más sabio, recogió las primeras ramas y musgo que vio para formar su nido. Hizo un nido precioso. Sin embargo, las lluvias de la primavera arrasaron con él a la primera de cambio. Ya no tenía las mismas fuerzas que cuando era joven y su nido cayó al suelo como un trozo de papel mojado.
Eru voló hacia otro árbol y se posó en una de sus ramas. Desde allí observaba a un joven e inexperto pajarillo. Volaba rápido. Estaba intentando hacer un nido para su recién estrenada familia de polluelos. Zagal era un pájaro con mucha energía, pero andaba un poco perdido.
— Hey, jovenzano, si quieres, aunque apenas tengo fuerzas para volar ya, puedo ayudaros a hacer un nido fuerte — dijo Eru.
Zagal y su familia se giraron sorprendidos por aquella voz tan grave. Sintieron gran alivio. Los polluelos necesitaban el calor del hogar lo antes posible y estar seguros en sus primeros días de vida.
— Qué suerte la mía, pues, la verdad, es que no sé muy bien cómo unir todo esto que tengo aquí — dijo Zagal, señalando el montón de ramas y hojas que guardaba a los pies del árbol.
Zagal ejecutaba cada acción rápido y decidido siguiendo las indicaciones de Eru. La obra avanzaba a buen ritmo, pero, una tarde de viento huracanado, el nido salió volando.
Eru y Zagal estaban cansados y tristes. No sabían muy bien qué hacer.
Apareció entonces un tercer pájaro. No era un pájaro viejo. Tampoco era un pájaro fuerte.
— Creo que entre los tres podremos hacer un nido que soporte lluvia y viento para que vuestra familia esté a salvo — dijo Crono.
Observaron escépticos el aspecto de Crono, un tanto enclenque. Sus plumas estaban faltas de pelo y tan solo tenía un ojo. Sin embargo, les sorprendió con su capacidad de organización. En tan solo unos minutos tenía un plan de construcción completo.
Eru era el más sabio y, por experiencia, sabía cuáles eran los mejores materiales y la manera de unirlos.
Zagal era el más rápido y fuerte, por lo que se encargó de recoger todos los materiales
— Creo que ya lo tenemos todo — dijo Zagal.
— Así es, tenemos ramas, hojas y el mejor cemento que hay para unirlos — dijo Eru.
Sonó un estruendo en el bosque. El cielo se oscureció. Todos los pájaros dejaron de cantar. Los corazones de los tres pájaros se aceleraron. Les inundaba el miedo. Los polluelos temblaban de frío y cada vez se acercaba más la tormenta.
— Ahora tenemos que creer en nosotros y continuar — dijo convencido Crono.
Creer en ellos era creer en sus mejores virtudes, aunque el tiempo quisiera estar en su contra.
La sabiduría de Eru. La fuerza de Zagal. La planificación de Crono. Construyeron un nido robusto y precioso de colores marrón, amarillo y verde.
Zagal recogió a su familia y la metió rápidamente dentro.
— Eru, Crono, venid aquí adentro, esto también es vuestro, mi casa siempre será vuestra casa. Sin vosotros, no hubiera sido posible.
A la mañana siguiente, el sol salió y el nido lucía radiante con todos los pajarillos dentro. Todos sanos y salvos. Todos piando alegres.
Astronauta
por Astrid García.
Quisiera ser astronauta
Para poner un anclaje a la luna y bajarla a mi ventana
para mí misma.
Mi jardín
por Astrid García.
Penetraste a mi jardín como si fueses el dueño de todo.
Arrasaste con cada flor que planté con delicadeza; talaste cada árbol que comenzaban a ser gigantes; podaste cada arbusto eliminando la posibilidad de que broten de nuevo; devoraste cada fruta
Que encontraste a tu paso.
Entraste en mi jardín sin ningún permiso y te fuiste, con aires de conquistador, dejándome arrasada.
Poder
por Astrid García.
Si me teletransportase, Coleccionaría los ocasos de cada rincón del mundo, reflejados en tus ojos.
La cena
por Ángel Larraz.
Había anochecido en el Castillo de Mediano. A través de las ventanas abiertas se oían los grillos.
— Qué día más caluroso para celebrar la boda de nuestra hija — le dijo la Condesa a su marido.
Nada más acabar esta frase, se oyó un grito agudo y un estruendo de vajilla hecha añicos, estampada contra la pared.
— ¡Aggh! ¡Un bicho! — había gritado una de las invitadas, mientras se levantaba de la silla para huir a la sala contigua, donde más adelante tendría lugar el baile.
— ¿Quién ha ordenado abrir las ventanas? — preguntó el Conde.
— He sido yo, que hoy ha hecho un calor… Además, algunos invitados se han quejado precisamente — explicó el jefe del convite.
— ¡Aquí quien da las ordenes soy yo! ¡Deja todo y vete a tu alcoba, Jorge te sustituirá!
— replicó el conde.
Al encargado del banquete le temblaron las piernas y las manos. Se veía cosido a latigazos, o algo peor, que todos conocían el genio del Conde. Llegó a la alcoba, se golpeó la cabeza contra la pared y perdió el conocimiento.
Los pendientes
por Ángel Larraz.
Miré al cielo, el sol en mis ojos, quitándome telarañas de silencio, picoteando mi córnea como un pájaro carpintero, lanzándome tus gritos desgarrados de otros tiempos. Al bajar la vista a nuestra mesilla y ver el destello de tus pendientes de oro, se incrustó en mi mente aquel último beso, el que sirve de bálsamo a mis recuerdos.
El bando de los locos
por Idoya González.
De allí nadie volvía, era un averno de camisa de fuerza, lobotomía, celdas acolchadas, electroshock y barbitúricos.
Fue tumba de inadaptados, desterrados de la sociedad y de mi vocación de psiquiatra novato con ganas de salvar el mundo.
Adquirí pronto la certeza de cuál era el bando de los locos y mi papel en la historia.
Resultó fácil sustituir los sedantes por anfetaminas, abrir los candados y liberar a mis niños grandes.
Me senté y disfruté del espectáculo, de sus juegos, risas, anarquía y sangre derramada de monstruos de bata blanca sin alma.
Por fin, algo de diversión para mis chicos...
El impacto
por Idoya González.
Abril de 2022
Soy Naia Aguirre, abogada de familia, mi vida transcurría más o menos apacible, hasta que un trágico suceso alborotó mi existencia:
Paladeaba una cerveza en Gros, el clima había decidido dar una tregua por fin, por lo que la terraza y el paseo marítimo estaban llenos de vida.
Amaba ese lugar, el mar Cantábrico, custodiado por los montes Urgull y Ullia, entre el añil y el verde oscuro, respiré profundo un segundo para apreciar mejor el olor a sal y a tierra húmeda.
25 grados y sin nubes a la vista, ya podemos aprovechar, ¡quién sabe cuánto durará esto! interrumpí mis pensamientos para hablar con Maitane.
Sentada en la terraza de la Zurriola, jugueteaba con Nevada, un pompón blanco de raza Pomerania que adoraba. La regla de que los perros se asemejan a sus dueños se cumplía con exactitud, rubia platino, con aire eslavo y ojos casi acuáticos, era el tipo de mujeres que se sabe bella y lo potencia, con naturalidad y sin excesos.
Mañana es el gran día, por fin publicas tu libro. ¿Estás nerviosa? le pregunté. No tuvo tiempo de responder, porque nos interrumpió la melodía de su móvil. Se me escapó una carcajada, como siempre cuando escuchaba esa melodía de Alaska… A quién le importa lo que yo diga….
Tuerce el gesto mientras habla, reparo en las arrugas alrededor de sus ojos y su boca, cada vez más frecuentes gracias al tabaco, los años y las angustias. Había vuelto a perder peso, lo que no me sorprende, su separación está siendo épica.
Le escucho decir: «Claro, por supuesto que voy ahora mismo».
¡Naia, tengo que irme! exclamó a la vez que se incorpora de un salto . Es Pablo, ha tenido una pelea, está en el hospital, me han llamado de su instituto. Se ha debido plasmar la sorpresa en mi rostro, porque sigue : No han conseguido localizar a Ion, por favor, cuida de Nevada, voy a ver si está bien…
Pablo, su hijo, vivía con su padre en Bilbao y apenas mantenía relación con él, salvo algunos wasaps esporádicos y llamadas en fechas señaladas.
¡No puedes conducir así! — le increpé, a lo que respondió su típico : ¡Naia, no seas pesada! Voy a ir y punto.
tenía sentido discutir con ella. Observé cómo se alejaba y decidí quedarme a apurar mi cerveza, mientras revisaba el correo electrónico de mi móvil.
Un sonido aterrador interrumpió ese momento, silenciando de golpe el alboroto primaveral de ese día, una fuerte colisión seguida de un ruido agudo, estridente y metálico.
Me levanté de un salto, para atisbar la impresionante escena que se desarrollaba ante mí.
Una moto derrapa por la calzada, un hombre y una mujer en un baile macabro, el primero se desplomó en el lateral, y la segunda, sale despedida como una muñeca rota.
En ese momento, chillé: «¡Una de ellas no lleva casco!», erré pensando que eran dos los ocupantes del vehículo.
Ella se desliza de espaldas por el cemento unos cincuenta metros, frenando en seco. Al golpear su cabeza con el bordillo de la acera, sus ojos se abren de golpe en un movimiento antinatural.
Alguien a mi lado gritó: «¡Es un atropello, esa moto se ha saltado el semáforo, es la chica que estaba aquí jugando con la perra!».
El mundo se paró de repente a mi alrededor y las piernas me fallaron, al ser consciente de que es Maitane la que yacía en el suelo.
Fuente de inspiración
por Idoya González.
Esa ansiedad en la boca del estómago no me abandonaba desde que mi editor lanzó ese ultimátum con forma de fecha de entrega, o le mandaba el borrador antes del 1 de junio o podía ir buscando otro trabajo. Había ido capeando sus demandas de páginas escritas con la misma habilidad que un mago hace desaparecer una moneda ante tus ojos.
Otra vez la misma angustia ante la página en blanco, me levanté, era inútil, mi cabeza era peor que el Sahara en esos momentos, mi bloqueo era total.
El sonido de la puerta al abrirse le recordó que eran las ocho de la tarde y que Iván regresaba a casa del trabajo. Por fin, un momento de paz. Le recibió con un abrazo de bienvenida, pero mi inquietud evitó cualquier sentimiento romántico.
—Es el 1 de junio —susurré con voz pequeñita.
—¿El que? —preguntó él, con un tono de calma exasperante.
—¿Cómo que el qué?, la entrega del borrador. —Sin poder evitarlo, alcé un poco la voz.
—¿Tienes algo?
Miró a su pareja como si la viera por primera vez, ese «tienes algo» había sonado terrible, estaba claro que la despreciaba por ser una mierda de escritora sin ideas.
—Ya sabes que no, por favor, necesito tu ayuda, te voy a leer algo que puede funcionar como microrrelato. —Rebusqué entre mis papeles, desordenados como mi mente y con la mano temblona y sudorosa, presenté ante sus ojos una página garabateada con mil tachones.
Él la leyó con aparente concentración, soltando algún «uhmmm» de vez en cuando. Intenté no mostrar mi impaciencia ni desesperación en esos momentos eternos.
—Bueno, no está mal.
Estaba claro que le parecía basura, la cabeza empezó a darme vueltas de una forma loca, esto era insoportable.
—La descripción está bastante bien, tiene estilo y como introducción está bien, pero no hay acción. No sucede nada, tienes que continuarlo.
Era inaudito, llevaba ocho meses con un cretino, estaba claro, pero si igual había leído diez libros en su vida, qué narices sabía él.
Una enorme rabia roja empezó a subir por mi estómago, era imparable, lo sabía, había podido controlarse un tiempo, pero ya no quiso frenarla.
En la mesilla cercana había un trofeo de escritora, lo agarré y le golpeé con él con toda esa furia caliente que me brotaba desde dentro, en medio de la frente, haciendo desaparecer esa sonrisa y su mirada estúpida de golpe.
Mientras observaba embobada la sangre que brotaba del hundimiento que había provocado en su cabeza, pensé: «Ya tengo fuente de inspiración».
El espejo
por Iratxe Duran.
No puedo dejar de mirarte. Quiero acariciarte, pero me enrojezco de solo pensarlo. Quiero besarte, pero temo no saber hacerlo. Te tengo en frente y aún no me has dicho nada.
El hombre que veía a través del Sol
por Iratxe Duran.
Y ahí estaba, como cada tarde, el hombre que veía a través del Sol. Así lo llamaban en el pueblo al viejo y delgaducho de August.
Desde niño visitaba el lago, donde cada tarde podía apreciar la puesta de sol. Todo el lago brillaba como si cientos de diamantes flotaran en la superficie, anunciando el cierre de telón de aquel soleado día.
August cerró complacido los ojos. El día había transcurrido como de costumbre; el panadero había hecho el pan de siempre, las niñas y niños seguían retando a la imaginación, las vacas habían pastado sin preocupación y el olor dulzón de las lilas seguía impregnando las calles del pequeño pueblo.
August suspiró.
El chapoteo de los últimos patos saliendo del agua lo devolvieron al presente. Aún con los ojos cerrados, escuchó cómo las ranas ya habían empezado a croar junto con el revoloteo de los murciélagos que despedían al último rayo de sol.
—Un trato es un trato —susurró sonriente—. Hasta mañana, viejo amigo.
Tardó unos minutos antes de desplegar el bastón blanco que le ayudaría a volver a casa.
El señor de las piedras por Jara Álvarez.
Cuando conocí al Señor de las Piedras, estaba inmerso en la tarea de colocar una tras otra alrededor de lo que me pareció un avellano joven, piedras pardas y blancas. Tenían un tamaño mayor de un palmo y para nada las colocaba al azar. Perdía unos segundos en elegir cuál sería la vecina de la anterior, así hasta que completó el círculo. Digo que le conocí ese día, pero en realidad esa era la tercera ocasión que se cruzaba en mi camino.
La primera vez que le vi, era una mañana soleada de invierno cerca del mediodía. Caminaba hacia mí con paso ligero. Botas de montaña, vaquero holgado y jersey gris de lana con una cremallera que le subía el cuello. Deduje que venía de trabajar algún campo, además de por los restos de tierra que ensuciaban sus pantalones, por una azadilla que colgaba de su mano izquierda. Hecho que, en lugar de extrañarme — pues nos cruzamos en mitad de una de las avenidas principales de la ciudad—, me hizo gracia. En mi cara debió dibujarse una sonrisa que él me devolvió con complicidad. El Señor de las Piedras sonreía con toda la cara, aunque las comisuras de sus labios apenas se elevasen un milímetro. Trasmitía calma. Me recordó, y así lo confirmé cuando empezamos a charlar, a esa alegría pausada que reflejan en las fotos los Swamis. Sabiduría y paz.
Algunas semanas después, temprano por la mañana, atravesaba yo un descampado cercano a mi casa para hacer más corto mi camino al trabajo. Solo pasaba por allí si ya clareaba, pues no me daba mucha confianza. Tras unos cuantos pasos, algo llamó mi atención: el lugar estaba diferente. No había basura ni suciedad y habían limpiado la mala hierba. «Por fin, el Ayuntamiento se ha acordado de nuestro barrio—, pensé. Continué caminando y vi todo un río de piedras blancas que serpenteaba por el suelo. Seguí con la vista el curso del río y al final allí estaba él. Cuando pasé por su lado, estaba agachado colocando la última de tres grandes piedras con las que había construido una miniatura de dolmen que levantaba algo menos de dos palmos del suelo, haciendo que, en ese preciso instante, el Sol que terminaba de salir entrase con su luz por el centro de las tres piedras. «¿Habrá sido casualidad?», me pregunté. En ese momento, él levantó la cabeza con una amplia sonrisa de satisfacción. «No, no era casualidad», sonreí.
El tercer día, como digo, me acerqué a él con prudencia, no por miedo ni vergüenza, sino con la prudencia de no molestar a un artista. No quería interrumpir la tarea del maestro.
Cuando se percató de mi presencia, ladeó ligeramente la cabeza y yo, sabiendo que no iba a sonar como un bicho raro, le dije:
—El avellano es símbolo de sabiduría.
—No me considero un sabio, pero escucho a las plantas y a las piedras, los animales y la Naturaleza y aprendo de ellas a diario —contestó tras una sutil carcajada, conti nuando con su tarea.
«La base de la sabiduría», pensé para mis adentros.
—Si crees que la sabiduría es la felicidad de seguir buscando y aprendiendo, entonces sí, quizá esté camino de volverme un poco sabio —continuó diciendo como si me hubiera leído el pensamiento.
Se incorporó de su posición de cuclillas invitándome a seguirle hacia un tronco talado que había unos metros más allá, se agachó de nuevo con mucha ligereza, su falta de pelo y las arrugas de su rostro revelaban que llevaba muchos años en la Tierra, pero su actitud y sus movimientos indicaban que carecía de edad. Puso uno de sus pulgares bocarriba y, señalando las líneas del tronco y las de su huella dactilar, me dijo: «¿Ves? Los humanos y los árboles somos hijos de la misma tierra».
Desde entonces, cada cierto tiempo, el Señor de las Piedras y yo nos sentamos a la sombra del avellano a conversar acompañados del murmullo de una acequia cercana. Yo, alumna disciplinada, absorbo cada una de sus enseñanzas, descubriendo que, después de tantos años de formación, por primera vez asisto con gusto a la escuela.
La abuela Marga y su arcoíris por Jara Álvarez.
Mientras observo el ramillete de margaritas que he plasmado en mi piel para siempre, recuerdo el día que me hablaste de la gente que vive al otro lado del arcoíris. Las personas que nos dejan —me dijiste— cruzan el arcoíris y viven en su lugar favorito. Es algo inevitable, todos lo cruzaremos algún día, incluida tú.
—Yo no sé cuál es mi lugar favorito, hay muchos sitios que me gustan —te contesté.
—No te preocupes por eso, todos tenemos un lugar favorito en nuestro corazón y el arcoíris lo sabe. Incluso la gente que se va demasiado pronto y pareciera que no han tenido tiempo de escoger. Como ese niño que dejó de venir al parque al que sus papás bajaban de la silla de ruedas y sentaban en el arenero. Ahora estará en una playa infinita rodeado de palas, cubos, rastrillos y sus formas de animales de colores. O como mi madre, tu bisabuela, que aprendió a leer ya de adulta a la luz de un candil, sé que ella estará divirtiéndose en alguno de esos mundos imaginarios que la sacaban de aquella vida de servicio y crianza que le tocó vivir. Otra cosa que debes saber es que nuestro lugar favorito puede ser real o inventado.
Hoy te has ido para siempre. Sé que no vas a volver pero conocer la historia del arcoíris me tranquiliza. Me gusta pensar que lo has cruzado y ahora estás feliz paseando con tu Antonio por las afueras del pueblo mientras recogéis moras. Pues como me contaste aquella tarde, ya tenías elegido tu lugar favorito.
Maraña
por Jara Álvarez.
Me encanta no hacer la cama. Me encanta acostarme con las sábanas recién puestas. Me encanta el pan con aceite. Me encanta desayunar dos veces. Adoro el frío y me encanta el verano. Me encanta la liviandad de la paz mental. La rabia que se apodera de mí ante las injusticias también me encanta. Me encanta el olor a café y que nunca me amargue un dulce. Me encanta el silencio. Me encanta el bullicio en un concierto. Me encanta el orden de la rutina. Me encanta el cosquilleo de lo inesperado. Me encanta que se me peguen las sábanas el fin de semana. Me encanta madrugar. Me encanta caminar descalza.
Soy una maraña.
Soy contradicción.
Soy humana.
Y me encanta.
Tatuaje
por Cecilia Picazo.
Paula, pese a sus numerosos años de experiencia en el mundo del tatuaje, nunca había tatuado un corazón.
El cliente, un hombre rollizo de nariz aguileña, se encontraba tumbado en un viejo sofá de cuero que olía a una mezcla entre sudor y perfume barato, una intravenosa en su brazo derecho conectada a un cóctel de anestésicos que se negaba a explicar de dónde había conseguido.
El cliente proporcionó el diseño, un retrato de un hombre delgado con cara alegre y dientes desalineados, vestido de mariachi con unas maracas en las manos, la mano de otro desconocido en el hombro y una fecha en el margen de la página.
Con las persianas cerradas y la pesada luz fluorescente encendida, Paula, con el tintero abierto y aguja esterilizada correctamente, realizó una incisión en el pecho, abriendo la parrilla costal para extirpar el corazón.
Palabras
por Ana Jurado.
Las palabras fueron primero dibujos.
Círculos, rectas y tangencias.
Juegos de manchas de colores sobre el blanco.
Letras capitales, adornos e inclinaciones.
Una sola palabra me hipnotizaba.
Había algo escondido en ella que me hablaba.
El significado llegó después.
Astronauta
por Katerina Chatzinikolaou Laborda @Katelabordaje.
Lo confieso
he vuelto a soñar con el precipicio, como cuando era niña, sorteando con los dedos de los pies los huecos del desfiladero.
Lo confieso
he vuelto a entumecer mis huesos como cuando me anhelaba agua, agarrando con mis brazos disolutos las ráfagas de quebrantos marinos.
Lo confieso
he vuelto a vestirme de plumas porque quise ser vuelo libre mojando con mi cola irisada las rocas del acantilado dominante.
Lo confieso
me he desnudado de escamas porque quise ser sirena acariciando con mi torso subversivo los lindes del océano establecido.
Lo confieso
me he vuelto mutable, erótica y hostil porque soy la némesis del deseo el pez que quiso penetrar al Sol el ave que se zambulle en el abismo.
Lo confieso
porque he vuelto a soñar con el precipicio como cuando era niña.
Amor
por Lurdes Muñoz.
El despertador no ha sonado esta mañana, tenía que ser precisamente hoy, ella que nunca llega tarde.
Ha empezado mal el día. Un café rápido para despejarse, las prisas han hecho que lo derramara sobre su blusa de seda y ha habido que cambiarla. Le ha costado elegir otra un buen rato, la que llevaba es su preferida, diez minutos más de demora. Se está empezando a poner un poco nerviosa.
Ha salido de casa lo más rápido que le permiten esos zapatos que le compró en Italia, en aquel viaje sorpresa que hicieron el año pasado. Se conoce bien el trayecto y los tiempos. Como ya se esperaba, ha perdido el bus y esta línea es infernal, podría decirse que los que la diseñaron querían dar una nueva dimensión a la palabra frecuencia. Ya acumula veinticinco minutos de retraso. Él no se lo perdonará, lo sabe, con la impuntualidad no transige.
Saluda a Pepa, la florista, y compra esta vez unos girasoles con la intención de agradecerle la espera. Son su flor preferida.
Ya queda poco para el encuentro, camina con el nerviosismo de la primera vez.
Levanta la cabeza en un cortés gesto cuando ve al guarda y por fin llega a su cita, reposa en una tumba, allí, en lo más alto de la ciudad.
Cenizas del pasado
por María José Sánchez Malo.
Escuece la nostalgia de otra rutina, de noches de carcajada, pasillos de neón y olor a nuevo, de agostos de pupilas ardiendo, salitre en la piel y purpurina en las pestañas.
Bailo perdida entre atascos, facturas y semáforos, con escarcha en los pies, miedo y migrañas.
Mientras yo me coso las heridas de una infancia caducada, otras se desgarran y dan al mundo fogonazos de vida.
No quiero enfadarme con el paso del tiempo, sólo quiero, de vez en cuando, volver a ser cerilla sin estrenar, mecha prendida, relámpago adolescente en mitad de la oscuridad.
Hacer de las cenizas mi amuleto.
Siempre quise ser ave fénix.
Esperé una vida
por María José Sánchez Malo.
Esperé una vida que marzo llegara a tiempo, me trajera atardeceres en llamas, cerezos en flor, volcanes en erupción, la segunda oportunidad a punto de estrenar.
Esperé por ser fiel a las piernas temblando, por aferrarme a tu olor a melón recién partido, al terremoto que desataban tus pisadas, a tus guiños de tequila con veneno.
Esperé tiritando en mitad del incendio, aprendí a ver a través del humo, me afilié a las noches borrosas, a los viernes pasados de frenada.
Esperé con los ojos vendados por las ganas, la náusea en el estómago, los cristales en la garganta, el cenicero vacío y las excusas en los dedos.
Esperé con la duda latiendo en la sien y la esperanza muriendo en las entrañas. Ojalá haber sabido disparar a bocajarro, pero tú me enseñaste a matar lento.
Esperé hasta que entendí que el hielo nunca se derretiría, que como todas las primaveras que cerraste la puerta y congelaste mi destino, marzo nunca llegaría a tiempo.
Entrevista a la ilustradora Lola Sánchez
por Lola Soguero Sánchez.
—¿Dónde será la exposición?
R: Tenemos prevista una exposición en julio en Biescas y otra en Zaragoza en el mes de septiembre en un pequeño local del centro.
—¿De qué trata la exposición?
R: Son acuarelas que imitan la técnica japonesa del kinsugi, reflejan a mujeres que han salido de algún tipo de problema y se han reparado haciéndose más fuertes y empoderándose. Son problemas relacionados con la maternidad, la soledad y la superación.
—¿Es una exposición solo de tus obras?
R: No, tengo la suerte de exponer junto con mi hermana, Cristina Sanchéz, y textos de Tery Logan.
—Tú eres diseñadora gráfica. ¿Cómo surgió exponer tus obras?
R: Siempre he dibujado, desde que soy pequeña he tenido el impulso de pintar, en ese aspecto soy autodidacta, creo que mi formación como diseñadora me ha ayudado para mejorar mi técnica. Pero esta es mi primera exposición, nunca me había atrevido a enseñar algo que para mí es muy personal.
Poema 12
por Juan Pérez.
Entre susurro y silencio pasaron tardes bajo aquella palmera. Piernas pesadas hundidas en la arena.
Hoy estamos lejos, dibujamos los recuerdos con detalle de novela.
Las algas y los desechos del mar transfiguran en hermosas criaturas .
El romper de las olas recupera sus matices metal y humo.
Mientras sigo oliendo sal y peces en los charcos de sudor al levantarme.
Próxima vida
por Vita.
Para una próxima vida:
Resérvame más días de playa. Más noches alrededor de tus brazos de ébano. Más planes. Más hijos. Más bailes. Más vino blanco. Más sangría… Porque en esta vida… Ya no te veo. Ya no paseamos entrelazando nuestras manos. Ya no beso tus labios afroamericanos. Ya no compartimos la ducha… ¿Se da cuenta ella de lo afortunada que es? ¿Se despierta en mitad de la noche para observarte mientras duermes? ¿Sostiene tu cabeza entre sus pechos y protege con sus manos tus sueños y tus miedos?
En la próxima vida:
Resérvame más clases de cocina y baile. Más retos. Más viajes a los confines del mundo. Resérvame más noches de sofá, masajeando mis preciados pies. Con tus manos de gladiador. Fuertes y delicadas a la vez. Para nosotros, reserva la próxima vida.
Mientras tanto:
Guardo nuestros recuerdos en mi alma, en mi alma guerrera que está aprendiendo a mantener la paz y la paciencia. Nuevos retos nos esperan. Como Penélope tejiendo y destejiendo, ansío volver a encontrarnos. Entre tantos sueños, entre tanta gente. Seremos de nuevo los dueños de las riendas del hilo rojo.
Para una Próxima Vida
Casilla de salida
por Vita.
Vuelvo al punto de partida. A la casilla de salida del tablero en el que trascurre mi vida. Jugar al billar me transporta como un flashback a otra época. Como si volviese al instituto, universidad… y tuviésemos toda la vida por delante. Años decisivos en el proceso de construcción de ilusiones, de expectativas, de sueños, de futuro. Las decepciones, los mitos caídos, anhelos y las promesas todavía quedaban lejanas, presentes inevitablemente, pero a cierta distancia. ¿Qué le dirías al adolescente que fuiste? ¿Es la vida adulta como esperabas? Mantengo mi libertad, más dinero en el banco, más deudas, más sabiduría, más vivencias. La portada de la Superpop ya llevaba a confusión. ¿Guapo o inteligente? Guapo y con gafas, inteligente, con sentido del humor, buen gusto… seguro que eras de los que te sentabas en la fila de atrás. Serías el tipo de chico adolescente, germen de hombre, con quien pasaría horas hablando de música, de libros, de cine, filosofía, de viajes, del sentido de la vida y de la muerte. La diferencia y la ventaja es que ya tengo un bagaje y ya sé qué hacer. Aun así, me pones nerviosa. Esto no estaba previsto. Me toca lanzar los dados. Casilla de salida.