Ejemplar para distribución gratuita, queda prohibida su venta
Editorial
Por Ada Menéndez
Propietaria y fundadora de la escuela de escritura creativa El Laboratorio de Sueños.
En este preapocalíptico mundo que se nos está quedando, conservamos el optimismo suficiente como para crear una nueva edición de nuestro fanzine con textos construidos desde la honestidad y humildad de nuestro alumnado.
Aquí encontrarás poemas y microrrelatos de diferentes géneros literarios, algunos nacidos durante los talleres de la escuelita; y otros crecidos a través de las técnicas de creatividad que cada semana practicamos en los diferentes grupos de escritura creativa.
Sus autores/as son de diferentes edades, siendo la más joven de dieciséis años.
Nos cuentan sus historias y reflexiones respecto a la soledad, la pasión de un amor o un desamor, las fuerzas de la Naturaleza, la cotidianeidad de la vida y todo aquello que mueve y remueve la conciencia de una persona que plasma sobre un cuaderno sus sentimientos y emociones.
Este fanzine está íntegramente confeccionado por el alumnado de la escuelita, no solo los textos, sino también el diseño de la portada (por la más joven de nuestras alumnas, Cecilia Falo Picazo) e incluso la maquetación. Así pues, tienes entre manos un ejemplar de la creatividad de un grupo de personas que sueñan con una vida llena de vida.
Gracias por leernos.
Indice de contenidos:
Ada Menéndez
→ La exmadame | 6
Adrián Gracia Gómez
→ La llamada | 7
Almudena Pellejero
→ Hasta las muelas | 9
→ Olor navideño | 10
Astrid García
→ Tormenta en la ciudad | 11
→ Borracha llorica | 12
→ Sin titulo I | 14
→ Sin titulo II | 15
Ángel Larraz
→ Atracción fatal | 16
→ Diego | 17
Carlos del Caso López
→ El gato que quería ser humano | 18
→ Todo por un trabajo | 21
Cecilia Falo
→ Descansa en paz, espero que ahora estés en un lugar mejor | 23
→ El amor será ley y tú serás rey | 24
Cristina Trullenque
→ Al Norte y al Sur de tu cuello | 25
→ Te regalo parte de mi tiempo | 27
Henar Gella
→ Poema vertebrado | 28
→ Renuncia a la emoción | 29
Iratxe Duran
→ Tejedora de sueños | 30
María José Sánchez Malo
→ La última huella del verano | 32
→ Manos que dan vida | 33
Ilustraciones:
Cecilia Falo | Ilustración portada
Iratxe Duran | La tejedora
Katua Bakarrik
La exmadame
por Ada Menéndez.
En el barrio del Gancho hay una exmadame que compra en la plaza y pilota un carrito con verduras.
Tiene la sonrisa envejecida.
Desconozco si ejerció voluntaria u obligada, desconozco si fue feliz o infeliz, desconozco si se arrepiente de su pasado o siente orgullo.
Solo sé que, de pequeña, cuando le preguntaron en el cole qué quería ser de mayor, no respondió «puta».
La exmadame sigue siendo astronauta o veterinaria.
La llamada
por Adrián Gracia Gómez.
Todo mi ser pertenece a este lugar o, quizá, más bien, yo le pertenezca. Por muy lejos que la vida me haya llevado, por mucho que las fuerzas del destino traten de arrancarme de este sitio, siempre termino volviendo.
Aquí me siento en paz, aquí vuelvo a ser yo. Solo el mar me acompaña, enfurecido. Bravo. Quizá culpándome de todo el tiempo que he estado sin visitarlo. Le pido disculpas en silencio, desde el pequeño banco del acantilado que tantos atardeceres me ha regalado. Recuerdo cómo, en las largas tardes de verano, mi padre volvía del trabajo y, antes de que pudiera saludar después de abrir la puerta, yo ya estaba preparada para cogerle de la mano y caminar a través del pequeño sendero que llevaba desde nuestra casa hasta el mirador. Todas las enseñanzas importantes de la vida las tuve aquí, frente a mi mar.
El anaranjado sol aprovecha sus últimas fuerzas del día para calentar mi rostro, acompañándome en mi camino de descenso por el acantilado. Me descalzo al llegar a la playa. Mis pies necesitan sentir el árido contacto con la arena. El resto de la ropa también me sobra. Lanzo el vestido al aire, como si de un sacrificio se tratara, que danza con el viento hasta perderse en la distancia. No me importa, ya no lo necesitaré. La ropa interior resbala por mi piel, acariciándome suavemente. Despidiéndose. No quiero que nada se interponga entre el mar y yo. Quiero sentir su contacto plena y puramente. Cuando entre, dejaré de fingir lo que no soy. El mar desgarrará las partes más superficiales de mi ser y, por fin, liberará a mi verdadero ser. Seremos uno. Seremos libres.
El rugido de las olas rompiendo se cuela en mis oídos, llamándome y, a pesar de la violencia con la que chocan contra la tierra, el sonido me relaja. Siempre fiel a mi mar, acepto la llamada. Acercándome, comienzo a sentir la humedad en la arena, que acepta mis pies y los dibuja en forma de huella, pero el mar es celoso y no permite que la arena retenga mis huellas durante mucho tiempo. Soy suya, así lo he decidido.
El mar me acaricia los pies, como adivinando mis pensamientos. Siento su frío tacto contrastando con mi cálida piel, que me pone los pelos de punta. No por frío, sino por placer. He echado de menos sus gélidas corrientes.
Me paro un segundo a disfrutar de ese momento. Lleno mis pulmones con el aire salado del mar. Me siento bien.
El sol desaparece en el horizonte para darnos intimidad. Hoy la luna no aparecerá. Esta noche, solo mío es el mar.
Él sabe también que ya estamos solos. Sus aguas se han calmado y ahora solo parece un gigantesco lago tranquilo.
Todo está en calma.
Mi cuerpo entero roza ya sus aguas, que me mecen suavemente. Me acarician. Estoy en casa. Estoy en paz.
Somos uno.
Hasta las muelas
por Almudena Pellejero.
No he pasado una buena noche, sin embargo, la pena ha sido, como dicen los mayores, «menos pena» porque ha estado ahí.
Sus manos son billete hacia la calma. Me han transportado a un mar en la más absoluta calma.
El dolor en la boca es insoportable. De mis encías comienzan a asomar algo así como unos pequeños alfileres. Deben ser los dientes. Con lo bien que estaba yo con el biberón de leche y las papillas de fruta, qué necesidad de este cambio.
A los mayores que me ven por la calle les hago mucha gracia cuando sonrío mientras me hacen pedorretas en la tripa.
—¡Ay, qué mona! ¡Si le están saliendo los dientes ya! Hay que ver cómo pasa el tiempo y lo mayores que nos hacen —dice la señora María mientras friega el suelo de la escalera.
Pero nadie sabe lo que duelen esas dos odiosas piezas punzantes. Dios mío, qué agonía. No saben lo que lloro. Ella sí.
Mientras estoy en la cuna soñando con gatear cada vez más rápido, me despierto. Todo está oscuro. No se oye ni la tele ni la radio. No puedo más con este dolor. Desesperada, empiezo a llorar. Oigo unos pasos. Sí, alguien viene a ayudarme. Menos mal. Siento un aliento calentito que se aproxima a mí. El dolor mengua.
Sus manos me acunan suave, como una brisa suavecita. Suavecita como ese algodón de azúcar rosa tan rico y tan dulce que mamá y papá me dieron a probar en ese lugar lleno de luces por donde una bruja perseguía a niños con una escoba y había caballos que subían y bajaban.
Me veo de pronto con los ojos abiertos, un bibe calentito de leche en mis labios. Chupo como si no hubiese un mañana. Eructo. Miro a mamá, tiene unas bolsas debajo de los ojos muy grandes. Mientras bosteza empieza a reírse.
¡Qué guapa es!
Siento que ella va a estar desde los incisivos hasta la última muela. Y soy feliz, no quiero nada más. Bueno, sí, otro bibe, que ese era muy pequeño.
Olor navideño
por Almudena Pellejero.
El olor de la cáscara de la naranja y matalahúva se podía sentir hasta en el rincón más alejado de la casa.
Diciembre y, como de costumbre, mi abuela, empezaba con los preparativos para un dulce que, desde bien chica, ha estado presente en la cocina.
El momento más divertido era el del amasado. Yo construía un volcán de harina y ella vertía en el medio el aceite aromatizado. Me encantaba jugar pringándome las manos en el lebrillo hasta que la masa se despegaba de los dedos. Ese. Ese era el momento en el que la masa estaba en su punto para dejarla reposar. Después, cuando ya había crecido mágicamente hasta el doble de su tamaño, recuerdo sus arrugadas y pequeñas manos tomar harina del bote y echarla sobre la encimera. Con el rodillo, extendía la masa hasta que quedaba bien finita.
La miraba mientras cortaba piezas en forma de triángulo. Me recuerdo esperando ansiosa el momento de que me prestase el cuchillo para intentar hacer pequeños arbolitos de Navidad.
El aceite casi burbujeante indicaba la temperatura perfecta. Freír todavía era cosa de mayores, pero cuando me dejaban bañarlos en miel de romero, le echaba un puñado de anisetes de colores y le pegaba un bocado, aun a riesgo de quemarme. Ay, aquello… Aquello eran fuegos artificiales, música de villancico en el paladar.
Hoy juego con mis manos intentando acercarla a este lado y logro verla con los ojos cerrados. Un perfecto concierto de Navidad dentro de la cocina, con el olor del perfume más valioso: sus pestiños.
Tormenta en la ciudad
por Astrid García.
Huele a lluvia, mis zapatos se resbalan en una acera llena de chicles.
La ciudad ruge en la locura del alquitrán deshaciéndose con el roce de las ruedas.
Las sirenas chillan en mis oídos, el humo vuela por mis fosas nasales: una mezcla de humedad y tabaco encrespa mis pensamientos.
Y me pregunto, si la locura se contagia ya que las voces se inyectan en mi cerebro palpitando como una señal de socorro.
Borracha llorica
por Astrid García.
Yo, borracha, escapo de la embriaguez de cada cerveza que he bebido.
Yo, borracha, exploto la tinta de cada bolígrafo ensuciando cada centímetro de este minúsculo espacio.
Yo, borracha, hago añicos cada libro que hablaban de ti.
Yo, borracha, recolecté cada lágrima en una botella para que tu recuerdo sea, abono para el olvido.
En la mesa rebosan pañuelos, pañuelos llenos de moco viscoso mezclado de lágrimas de una borracha llorica.
Otro día de mierda, mis ojeras arañan las sábanas y mi cuerpo lucha por salir de las arenas.
El café alimenta mi ansiedad pero ya no es el león que un día fue.
Decido abrir la puerta para que el aire empuje las paredes de una casa chiquitita.
Y ahora que sé quién soy, descubro que las arañas me protegían de mis temores.
Ahora que sé quién soy, zurzo mi destino para que mis ojeras sean hogar. por Astrid García.
por Astrid García.
Somos egoístas
Pero, dime, qué harías tu por mí.
Atracción fatal por Ángel Larraz.
El cuchillo de tu voz corta el aire que respiro, llenando mis pulmones de sangre al perder el oxígeno. Privado de libertad en este laberinto, de batallas encontradas por mi destino, llegando a dañar mi cerebro cautivo, en esta cárcel que es mi deseo contigo.
Diego por Ángel Larraz.
Era mediodía, mi madre vino a mi habitación y me llamó para que saliera a comer.
—Diego, sal a comer, la mesa está puesta.
—No tengo hambre, me quedo aquí —respondí.
—Llevas días sin salir de la habitación, largo en la cama. ¿Tú crees que esto es normal?
—Vete, yo estoy bien aquí.
—¡Y una mierda, a ti te pasa algo! ¡Hemos ido a ver al doctor García con tu padre y mañana por la tarde vendrá a casa a verte!
Unas cadenas mentales estrangularon mi cerebro dormido, hasta entonces, en placenteros sueños. La cama se tornó de trono real donde mi imaginación campaba a sus anchas. A silla de castigo con clavos candentes como una que había visto años atrás en una exposición de la Inquisición, donde mi ser se precipitaba herido de muerte a la realidad de las heridas del alma. Grité encolerizado, fuera de mí:
—¡Vete a la mierda, puta, tú y el doctor! ¡Como venga aquí le saco los ojos!
Mientras, de un empujón, la eché larga al suelo.
—¡Ah! —gritó.
Mi padre, que estaba en la cocina y lo había oído todo, gritó:
—¡Qué pasa ahí! —vino corriendo y abrió la puerta.
Sentí cómo las cadenas reventaban mi cerebro y todo mi ser junto a mi corazón se rajaban abriéndose en canal al caer al suelo. Acorralado y ciego, un latigazo encendió mis reflejos. Salté al techo sin pensar, dominado por los nervios, agarré la lámpara con las manos, plegué las piernas y sentí un agudo dolor en la cabeza.
Lo siguiente que recuerdo es despertar en una cama de hospital y encontrarme frente a frente con el doctor García.
—Estoy en el infierno —pensé.
El gato que quería ser humano
por Carlos del Caso López.
Érase una vez un gato que se hallaba cansado de ser gato, sin nombre pues ningún gato necesita uno. Era atigrado de finos bigotes y ojos color caramelo con los que observaba a la luna todas las noches. Pero con ellos también observaba a los humanos, moviéndose por todas partes, haciendo cosas que no fueran merodear en los tejados y perseguir ratones. Ellos hacían cosas y él también quería hacerlas. Sentía curiosidad.
Así pues, saltó de su tejado, bajó por las ramas del árbol y se posó de forma grácil en el suelo. Tras limpiarse los bigotes con su pata, caminó por la calle hasta el punto donde tres sombras se juntaban y se internó en la oscuridad. Avanzó como solo los gatos eran capaces de hacer, seguros a pesar de no saber el camino, sin doblegarse a las paredes de la realidad pues ellos eran supremos a todas ellas. Sus patas seguían en la fina línea que separaba el mundo terrenal del espiritual, pasando por los desiertos de la mente y navegando por los mares de los muertos hasta llegar a una pequeña cueva, profunda y oscura. Ahí se paró, sentándose sobre sus patas y observando a la entrada, todavía sin el miedo en su cuerpo.
Una figura apareció en la cueva. Dos lunas por ojos le miraron, una creciente y otra decreciente. El cuerpo de una pantera le siguió, grácil y oscuro como la noche más intensa. Era el Dios de los Gatos, superior a todos ellos y a la vez inferior a todos ellos pues sus súbditos y creadores eran lo bastante inteligentes para reconocer su poder, pero sobre todo para no reconocerlo sobre ellos mismos.
—¿Quién eres tú, que vienes a verme, pequeña criatura?
—Quién soy no te importa. Solo mi deseo debería hacerlo.
—¿Y cuál es el deseo que te lleva ante mí?
—Quiero ser un humano.
—¿Humano? ¡Humano! —Una risa, capaz de derribar montañas, llenó el lugar. El pequeño gato no se inmutó—. ¿Por qué querrías ser humano?
—Mis motivos no te incumben. ¿Acaso no puedes conceder mi deseo? ¿Tan bajo has caído, oh, Dios de los Gatos?
Toda risa desapareció y ambas lunas, llena y nueva, se fijaron en el pequeño gato. El Dios parpadeó y soltó su aliento sobre el animal que tan fijamente lo miraba, sin parpadear.
—Muy bien, pequeña criatura, así sea. Que no se diga que tu Dios negó tu deseo, por estúpido que fuera.
Érase una vez un humano que no quería ser más un humano. Estaba en su trabajo, sentado a su mesa, frente al ordenador y su nombre era Alberto. Removía su pelo, anaranjado con algún cabello oscuro, según miraba por la ventana con sus ojos color caramelo, directamente a aquel gato de pelaje negro. Suspiró antes de volver al trabajo. Ojalá fuera un gato.
Todo por un trabajo
por
Carlos del Caso López.
En lo más profundo de los nueve círculos del infierno, sobre un lago helado donde los traidores más taimados se hallan sumergidos completamente en el hielo que forma el cuerpo de Lucifer, se hallaba un pequeño demonio. Sin nombre, pues no había aparecido en las historias de la Humanidad, caminando por sus cuartos traseros cabriles, acariciando la punta de uno de sus cuernos con una de sus manos peludas mientras con la otra revisaba unos documentos en forma de pergaminos viejos y amarillentos que debería haber entregado esa misma mañana. Andaba nervioso, dando pequeños saltos mientras esquivaba a los que allí sufrían, a los traidores y condenados, notando cómo perdía pezuña y tropezaba en el momento que un pequeño agujero se encontraba bajo sus patas.
Cayó tan largo como era, provocando un estrépito en todo el hielo y pudiendo ver con sus pequeños ojos de pez cómo aquellos pergaminos volaban de sus manos. Soltó un pequeño grito cuando los encontró lejos de él, transportados por los vientos infernales hacia otro agujero. Uno hondo, oscuro y del que una presencia emanaba, poniéndole los pelos de punta. Esto no le iba a gustar a su señor Astaroth.
Miró a su alrededor, observó a los condenados y a sus carceleros y se preguntó qué debía hacer. Realmente, necesitaba aquellos documentos, pues de ellos dependía mantener aquel trabajo, no podía volver a tratar con los filósofos del primer círculo. No lo podría aguantar.
—Me cago en todo —dijo antes de ponerse en marcha.
Tras agacharse, clavó las pezuñas en el hielo que componía al primer caído, usando su fuerza para cavar pequeñas hendiduras que usaría luego para sus manos. Tragando saliva comenzó a bajar, mirando sobre sí mismo para asegurarse de que ninguna de las arpías pudiera verlo en aquella situación, pues eran unas chismosas de cuidado.
Poco a poco fue descendiendo, bajando con todo el cuidado que pudo para no resbalarse y llegando a un pequeño asidero en la carne helada. Ahí tomó un respiro y girando sobre sí mismo se asomó al borde del precipicio, intentando ver cuánto le quedaba hasta el fondo y hasta los documentos, sólo para descubrir una gran superficie escamosa ocupando todo el lugar, moviéndose en rítmicos balanceos según una respiración que poco a poco derretía el hielo que se encontraba frente a la nariz de la serpiente dormida. Era Jörmungandr, la serpiente del mundo y conocida no solo
por ser el reptil más grande de toda la creación, sino por tener el peor despertar que pudiera existir.
Tragó saliva, preparándose para poner pezuñas en polvorosa y salir de ahí, cuando un leve movimiento entre las escamas le llamó la atención. Unos trozos de pergamino destacaban entre la oscuridad que componía la serpiente, justo entre ambos ojos. Los miró primero y luego hizo lo propio hacia el cielo rojo que todavía se veía más allá del agujero donde se hallaba metido y pensó en los filósofos. Maldijo su suerte y se decidió a terminar de bajar.
Llegó al punto donde con un simple paso podría subirse a las escamas calientes de la serpiente, caminar agarrándose a los bordes que separaban una con otra y pisando con toda la ligereza que pudiera hasta llegar a los viejos y amarillentos pergaminos que recogió con la mayor rapidez posible. Una vez en sus manos, los contó, suspirando aliviado al ver que tenía todos. Una alegría lo comenzó a recorrer desde la punta de sus pezuñas hasta el final de sus cuernos, no iba a tener que volver con los filósofos y seguro que el Señor Astaroth le recompensaría ascendiéndole. No pudo evitar gritar para compartir con los nueve círculos del infierno su alegría. Con los nueve círculos y con Jörmungandr, que lo miraba con sus ojos abiertos y una pinta de no estar nada contento por su futuro ascenso.
Pudo notar cómo bajo sus pezuñas las escamas comenzaban a moverse, cómo se elevaba subiendo por aquel agujero mucho más rápido de lo que había bajado. Se agarró con una mano a los documentos mientras con la otra lo hacía a la serpiente, sabedor de que su vida dependía de ambos agarres.
Notó cómo salían al frío aire del noveno círculo y la cabeza de la serpiente se retorcía en todas las direcciones en un intento por alcanzar a su almuerzo. El pequeño demonio gritó, pero no se soltó. Sentía cómo todo su cuerpo intentaba seguir con la inercia del movimiento, pero el miedo dentro de él lo impedía. Movió sus piernas en un intento por hacer pezuña y asegurar su posición, pataleando en cualquier dirección que pudiera patalear incluyendo los ojos de la serpiente.
Pudo sentir cómo se hundían en algo blando, bulboso y cálido en su interior. Su agarre a las escamas se soltó y todo su cuerpo siguió a sus patas, insertándose todavía más dentro del ojo. Jörmungandr soltó un rugido que se oyó hasta en la Tierra, se retorció y cayó presa del dolor, mandando al pequeño demonio lejos de ahí.
Libre de cualquier agarre, el pequeño demonio voló sin control alguno, cruzó el hielo que formaba el cuerpo de Lucifer ante la mirada de arpías y condenados por igual, hasta llegar al palacio que se hallaba en el centro. Como un tren descarrilado, atravesó las paredes, presentándose en una nube de agua y polvo en un despacho finamente decorado, ante la mirada de los demonios que ahí se encontraban.
—A... a... aquí tiene los documentos que me pidió, Señor.
Descansa en paz, espero que ahora estés en un lugar mejor
por Cecilia Falo.
Yo ya estoy muerta
Electrocución, asfixia, caída, sobredosis, yo tampoco recuerdo.
Nunca me han gustado las tragedias, como la de aquel famoso Rey de Dinamarca, también obligado por la eternidad, a andar por las noches sólo para por el día con hambruna sufrir la llamada de las llamas sulfurosas Por eso, por nuestro bien, me invento una nueva historia cada día sobre una brillante estudiante británica o un experimento social venido a menos, maravillas de la robótica nunca antes vistas, de árboles genealógicos que crecen con olor a roble.
¿Cómo será amar algo intangible? Líquido, gas. ¿Cómo amar a la máscara o al actor? Imaginario, ficticio.
Al andar por las calles me rodea el polvo, el humo, telarañas volando como golondrinas en el aire Y cuando pises los restos de cosas a medio acabar, alguna vez pensarás en mí, edificio derrumbado, escombros de mármol. Pensarás en mi boceto, en mi sombra, en mis labios y crearás un nuevo yo.
Monstruo de Frankenstein hecho de fotos borrosas y recuerdos (tan falsos como mis historias). Y entonces, sólo entonces, tú te disculparas y yo no te responderé porque yo ya estoy muerta y tú me mataste.
El amor será ley y tú serás rey
por Cecilia Falo.
Al despertar, lo primero que veo es a ti y tu cuerpo de formalina. He pensado en enterrarte, he pensado en enterrarte, he pensado en enterrarte y dejarte ir. Sería fácil, no habría nadie que te echara de menos, nadie jamás buscaría tu cuerpo ni nadie jamás lloraría en tu funeral. Pero al final nunca lo hago, el sol frío de la primavera quizás realmente mejore mi actitud, aunque lo más probable es que sea porque soy un cobarde. No cocinas, no limpias, simplemente te quedas mirándome fijamente. No importa, puedo cocinar por dos, puedo limpiar por dos y puedo hablar por dos. Hacer pasar mis manos por las tuyas, en la mesa, en el tenedor y en la cama. Me preguntaré a mí mismo cómo ha ido el día o cómo sabe el estofado
Seré la sombra de tu sombra, de tu nariz, de tu boca, de tu meñique y de tu corazón, soy un hombre versátil
Recuerdo aquella canción francesa que tú tanto detestabas, demasiado melodramática, tú nunca fuiste parcial a la tan particular melancolía francesa. Eras un hombre de acción, de sangre caliente y de sexo caliente. Quizás nacido de tu madre, pero fruto de tu país.
Tu carne ahora es estéril, vacía, un retrato robot de quién solías ser. Sin embargo, en tu (mi) delirio, cuando te sientas a mi lado, en la punta izquierda de la cama.
Durante unos pocos minutos, puedo ignorarlo todo y simplemente tarareo: «Ne me quitte pas, ne me quitte pas, ne me quitte pas».
Al Norte y al Sur de tu cuello por Cristina
Trullenque.
Norte.
Aunque no te escriba, ocupas mi cerebro. Mi hipocampo, mi tálamo, mis lóbulos frontal, parietal, occipital y temporal. Mi cerebelo y mi bulbo raquídeo.
Me encantan tus pabellones auditivos, tu canal auditivo externo, tu estribo, tus nervios auditivos y vestibular… tu manera de saber escuchar.
Hoy en día, todo un arte en vías de extinción.
Me gusta tu memoria a corto y largo plazo. Tus datos, tu manera intelectual de ver el mundo. Norte.
Eres alquimia entre virilidad y feminismo. Entre sensibilidad y energía masculina dormida.
Despierta.
Escucha a tu cuerpo. Hónralo.
Tu paladar. Tu piel. Tu espalda. Tus hombros. Tus muslos. Tus gemelos. Tu entrepierna. Tus glúteos. Tus empeines. Tus falanges.
Eres más que un cuerpo físico que transporta un cerebro. Un cerebro valioso y único. Sur.
Ecuador.
Me apetece sentirte físicamente cerca, pero esa coraza impenetrable donde te veo demasiado cómodo me impide acercarme.
¿Puedo asomarme? ¿Puedo entrever tu alma? ¿Tu corazón? ¿Desde dónde se accede?
A tu ritmo. A mi ritmo. Sin prisas.
Llevamos casi un año viéndonos y todavía no me he atrevido a sentir.
Mi cerebro sabe, mis sentidos también; pero a mi miedo se unen tus faltas de señales. Señales de aproximación.
Creo en la libertad de elegir cómo y con quién pasar mi tiempo.
Tiempo finito en este cuerpo mortal.
Yo también soy cerebral, pero sé que, holísticamente, algo falta.
Conexión. Cuerpo. Mente y Espíritu.
Fácilmente me podría instalar en una isla desierta.
Se podría convertir en mi zona de confort.
También sé que soy muy sociable. Equilibrio.
Disfruto estando sola y disfruto estando contigo. Ecuador.
Cuando tu cuerpo despierte, tu alma se desperezará.
¿Qué tienes que hacer? Nada.
¿Confías en mí?
Yo sólo te muestro la puerta. Eres tú quien tiene que atravesarla.
Apaga tu cerebro.
Escúchate.
Confía en ti.
Tanto al Norte como al Sur de tu cuello encontrarás las respuestas.
Los susurros que agazapados no dejas salir. No les tengas miedo.
Conecta. Conéctate.
Eres Norte. Eres Sur.
Eres independencia y dependencia.
Eres Ying y eres Yang.
No hay por qué elegir.
Elige todo.
Vita.
Te regalo parte de mi tiempo
por Cristina Trullenque.
¡Feliz cumpleaños!
Este es mi regalo: pasar tu cumpleaños juntos.
Pronto será el mío e, inevitablemente, se hace balance.
Paso el Ecuador de mi vida. Ya entro en el tiempo de descuento contando que viva noventa años…
Este es mi regalo de cumpleaños.
Mis palabras y parte de mi tiempo.
Priorizo más cómo y con quién comparto mis minutos, mis horas, mis días, mis noches, mis amaneceres, atardeceres y madrugadas.
Tiempo para ir al cine, a bailar, a ver las estrellas, a disfrutar de un concierto, a pasear descalza por la playa, a cocinar, a beber, a amar…
De todos mis minutos restantes, parte te los regalo a ti.
Te elijo, te prefiero.
Regalo económico y barato en tiempos de economía de guerra.
En tiempos de la prisa, del estrés, de gente sin rumbo ni brújula.
Sé lo que quiero.
Regalarte mis letras, mis puntos, mis comas, mis párrafos.
Y parte de mi tiempo. También disfruto al repartirlo entre familia, amistades y conmigo misma. Equilibrio.
Estas palabras te pertenecen. Son tuyas. Envueltas con papel de regalo.
Feliz vuelta al Sol.
Poema vertebrado
por Henar Gella.
Te invito a la luna y de vuelta con menos peso en mi vientre incendiar la sombra que somos en tres segundos de placer
«Invito a la luna y con mi sombra somos tres»
Gloria Fuertes
Renuncia a la emoción
por Henar Gella.
La lista de espera avanzaba y cada vez estaba más cerca. Recibió una carta: «Requisitos imprescindibles para vivir como un ermitaño». Tembló (todavía podía permitirse hacerlo). Ser un eremita era su mayor y último deseo, conquistar una vida apasional lejos del dolor y de todas las vidas. Lo que fue leyendo le llenó el cuerpo de esas demoniacas chinches: las emociones.
Enhorabuena.
Ha demostrado ser paciente ante el silencio de siete meses y siete días, tenaz en su escritura diaria para la admisión y tener fe suficiente para no abandonar por el camino.
Sírvase de estas tres virtudes para realizar la prueba de acceso, consta de tres ejercicios. No será difícil si su actitud es ecuánime
• Ejercicio 1. Adjunto encontrará un cubo de basura del tamaño de una taza de café donde tiene que depositar todo lo accesorio en su vida. El resto tendrá que llevarlo con usted. Suponemos no será ningún problema, es lo que con tanto esfuerzo ha conseguido en este tiempo.
• Ejercicio 2. Podrá ver que acompañan a estas letras tres botes de cristal. En ellas depositará las lágrimas de las tres personas de su vida que más vayan a llorar su marcha. Se alegrará al saber que permanecerán en su mesilla hasta que se evaporen, ese día, se habrán olvidado de usted.
• Ejercicio 3. Por último, la guitarra, su camino directo a los corazones con la que un día, ella, sonrío. La verá todos los días durante una hora, en la que recordará agradecido toda la música que ya no suena, y por qué renunció al amor.
Tejedora de sueños
por Iratxe Duran.
Como cada noche, Aura comenzó a cepillar su largo cabello plateado, recogiendo en cada mechón los deseos que había atendido a lo largo de aquel día soleado. «Salud para mi madre», «encontrar mi amor verdadero», «quiero ser más alto», «trabajo en la capital», «que a mi familia no le falte de nada». Las púas del cepillo separaban con delicadeza el cabello de la muchacha, recreando un estampado similar al de un bosque de hayas.
Cada persona solo tenía la oportunidad de pedir un único deseo a lo largo de su vida. Lo que lo convertía en una decisión muy complicada. La nueva no tardó en surcar los ríos y mares, provocando una cantidad desmesurada de ruegos y deseos.
Pese a su negativa, Reinas, Reyes, Duquesas y Duques habían intentado internarla en sus propiedades a cambio de oro, bienes y tierras, pero en cuanto Aura salía del pueblo, perdía el don, manifestándose en un cambio de color en el cabello y perdiendo la audición.
Así pues, tras varios intentos, dejaron que la muchacha permaneciera en aquel humilde pueblo. Intentaron construir alrededor de él varias casas de campo que permitieran la cercanía y la comodidad de toda aquella persona pudiente interesada en tenerla cerca, pero la tierra no lo permitió. Todo aquel cimiento que se intentaba poner, se hundía bajo tierra o provocaba una grieta en el suelo, provocando grandes disputas que acabarían en resignación.
Aura cerró los ojos una vez más. Dejó que su mano aminorara al ritmo de su respiración. Inhaló el dulce olor de lavanda que se colaba por la ventana, contrarrestando el amargo olor que había dejado una de las velas al apagarse. El ulular de un búho la detuvo.
«Te tengo», pensó satisfecha mientras agarraba con delicadeza un fino mechón. «Tú serás el primero en conocer la Luna», susurró mientras lo contemplaba con ternura. Estiró el brazo hacia la mesita de madera que tenía enfrente para alcanzar el ovillo de lana. Y así, como cada noche, comenzó a rodear calmadamente el primer mechón que había elegido, el primero de muchos deseos. Deseos que se convertirían en estrellas y, más adelante, dependiendo de la Luna, en realidad.
La lana que rodeaba el mechón iluminó la pequeña estancia en la que se encontraba, para segundos más tarde, convertirse en una pequeñita esfera luminosa y salir flo-
tando por la ventana.
Aura se levantó del suelo emocionada. Nunca se cansaba de ver cómo los deseos se convertían en luces brillantes. Cómo cada deseo generaba un color nuevo, así como diferentes intensidades.
Este primer deseo se había convertido en una esfera tan clara que apenas podía percibirse pigmento en ella. Flotaba con la calma de una pompa de jabón alejándose con un brillo tan puro capaz de aliviar cualquier alma.
No podía dejar de mirarla y apoyada en el marco de la ventana la vio marchar hacia el cielo. Un cielo despejado que la arroparía por cientos de años.
Aquella esfera brillante era el comienzo del espectáculo de luces de aquella noche. Aún le quedaba mucho por hacer e inhalando nuevamente el exquisito aroma a lavanda, giró sobre sí para continuar tejiendo los deseos que aguardaban ser escuchados.
¿Y tú? ¿Qué deseo pedirías?
La última huella del verano
por María José Sánchez .
Agosto se hace de rogar, los días pesan húmedos, se barrunta la nostalgia, pero al final las piedras tocan a mi ventana, la música se oye más cerca, la distancia empieza a encoger.
Nunca es tarde para ser septiembre, caminar en chanclas y en familia, atar bien las manos, acompasar las llamas, aflojar el nudo de la corbata y la soledad, refrescar un corazón que lleva meses sin parar de sudar.
Nunca es tarde para ser la última huella del verano.
Manos que dan vida
por María José Sánchez .
Escondía en sus cicatrices el paso del tiempo, las heridas abiertas por el puñal de la miseria. Su piel manchada por culpa de un sol en llamas que le vio nacer hace noventa veranos.
Eran frías y dulces, como el sabor de una horchata a la orilla del mar. Y a la vez fuertes y suaves, como un cactus viejo, pero que aún florece.
Guardaban entre sus dedos noches desveladas, eneros de sabañones, lágrimas y pan duro, julios de sudor, miedo y sacrificio, pero siempre abiertas, cercanas y a tiempo.
Coger sus manos era agarrarse a la vida. Soltarse de ellas, caer al vacío.
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