José Ángel Ordiz

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José Ángel Ordiz

donde expiden el pasaporte oficial para el cielo de los católicos, y ya la he visto persignarse en varias ocasiones, entre rezo y rezo previo, particular. Sabía yo que el párroco es un hombre bueno, tierno con los desventurados, capaz de detener la misa y acudir a interesarse en persona, sin demora alguna, por esa mujer joven que el niño desganado y parlanchín tomó por una figura, por una santa —la madre del chiquillo y esa profesora deberían permitirle que pregunte cuanto quiera, tiempo tendrá de darse cuenta de que hay más preguntas que respuestas; no preguntará tanto al percatarse—. Pero ahora, que sé más de él, incluso lo que no he preguntado, aprecio aún más su bondad, su humanidad: humano y humanitario hasta los tuétanos. El páter y padre alcanza el altar en silla de ruedas. Se apea, el sacristán temporal e hijo maduro le aproxima el andador, toma posición el sacerdote. En pie. Santigüémonos con fe o sin ella, respetemos en cualquier caso, no era obligatoria la asistencia y hay excusas de todo tipo. Sentados ahora. Después vendrá el Padrenuestro corregido, mal escrito antes, tal vez corrijan también lo del celibato algún día, señora, ya es suficiente para mí que un cura, éste, sin ir más lejos, sea un hombre bueno, ya es bastante sacrificio para mí el de la bondad a destajo; sobran, para mí, los clavos del enfrentarse a las hormonas en esa crucifixión diaria, tan pesada por sí sola la cruz del consolar a otros con un tumor propio en el espinazo, donde sea, en el alma, en el corazón del cerebro. ¡Mirad! Ahí llega nuestra novia. Y no llega sola, minifaldera ella y trajeado el primo del difunto. La novia se detiene, desorientada, en el pasillo central, cuánta gente, prejubilados y funcionarios a montones. Se equivoca, pretende un asiento, dos, a la izquierda. La orienta el novio actual. Por aquí. Los funcionarios a la derecha, 70


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