Doble funeral

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DOBLE FUNERAL por Fermín Castro


Salvador no destacaba en nada. Nunca se le oyó defender una postura política, o los colores de un equipo de futbol y jamás se le oyó discutir con nadie. A veces en situaciones en la que se veía impelido a tomar partido lo máximo que despertaba en el él era un patizambo encogimiento de hombros. De esta forma su espíritu diplomático y plano consiguió imantar el odio de todos. Para empeorar las cosas cierto día acertó el euro millón y ante el estupor de todos no hizo lo que se esperaba, lo que cualquier ciudadano honrado haría; no se compró un coche de lujo, ni se mudó a una suntuosa casa de la gran ciudad, ni dio la vuelta al mundo, ni acaparó para sí a las mujeres más bellas. Siguió realizando su diario reparto de cartas como si la fortuna no lo hubiera bendecido. Lo que en realidad era simpleza los lugareños comenzaron a tomarlo como una maquiavélica forma de humillarlos, verlo calle arriba abajo con su puñado de cartas y su uniforme azul marino era un recordatorio de su pobreza. Era como si cada vez que entregaba una misiva dijera: «aquí tienes pobre diablo». Como suele ocurrir en estos casos llovían las miradas de odio sobre la cabeza de Salvador, pero él no se enteraba. Después apretó la tormenta en forma de cuchicheos y rumores venenosos, comentarios dichos sin aparente mala intención, retazos de conversaciones que fueron tejiendo una tela de araña en la que los propios ciudadanos de la comarca iban cayendo. Un día la mina de cobre cerró. Allí estaba el sonriente Salvador con esa blanda amabilidad repartiendo la correspondencia por toda la comarca, cartas de despido. Ocurrió en domingo, enterraban al señor Campoy, que había sido durante treinta años el hombre más poderoso de la comarca, el capataz y perro


guardián de la Carbón Com. La Iglesia tocaba a muerto. El hijo del muerto y otros tres operarios de pompas fúnebres introducían el ataúd en la iglesia ante la mirada brillante de los congregados. La viuda lloraba en silencio y agachaba la mirada bajo la húmeda tristeza del momento. Entre el público se escuchaban algunas risas no lo suficientemente ahogadas. El cura esparcía incienso entorno al ataúd y salmodiaba latinajos. En ese instante como si hubiera sido conjurado apareció Salvador, acalorado se bajó tropezando de la bicicleta. Dio un timbrazo arrepintiéndose de inmediato. —Lo siento, llego tarde —aclaró sin dirigirse a nadie en concreto. Decenas de miradas se vertieron sobre él. —No empezaríamos sin ti —exclamó un ronco murmullo a su alrededor como de tormenta, y el cura obedeciendo al corazón (que tan bien conocía de su rebaño) procedió a incensar a Salvador.


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