CRONICA SEGUNDA OPORTUNIDAD

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ambos hechos se dieron al tiempo. Yo encontré un amplio y bonito local en inmediaciones de los sanandrecitos de Soacha, el mismo día que Javier retiraba la plata del banco por la venta de la camioneta. El tío Jorge fue quien más nos colaboró. Apenas se enteró de nuestros propósitos, se puso a la orden, y en menos de un mes estábamos inaugurando nuestro negocio. Mi mamá y el tío estaban seguros de que nosotros andábamos ennoviados. Cuando se enteraron de que solamente éramos socios, no lo creyeron. —Pero mijita —decía mamá—, a ese pelado le llorosean los ojitos cuando la mira a su merced... —No, mamá. Él tiene sus viejas y yo no quiero meterme en otros líos. A Javier lo quiero mucho pero sólo es mi amigo. Lo cual ya no era cierto. Después de tantas vueltas y de tantas atenciones terminé enamorada de Javier. Lo que pasaba era que Javier parecía haber tomado muy en serio el pacto entre nosotros y desde que acordamos ser sólo amigos no volvió a insinuarme nada. Me vine a dar cuenta de que estaba enamorada de él, un día viernes, cuando sin motivo aparente me evadió. Teníamos costumbre de tomarnos unas cervezas y pegarnos una bailadita para inaugurar el fin de semana. Íbamos al Restrepo, nos divertíamos y más tarde regresábamos, cada quien a su casa, justo después de la medianoche. Pero aquel viernes me dijo que tenía un compromiso y que no podía estar conmigo, se despidió y se fue, así, sin más. No volvió a llamarme sino hasta el lunes siguiente, como si nada, mientras yo trinaba de la rabia y del desconsuelo. El asunto se complicó cuando una mujer le empezó a dejarle razones en el teléfono del almacén del tío. Lo duro de todo esto era cuando recordaba que yo misma le había puesto distancias, y por lo tanto, no tenía ningún derecho al pataleo. La propuesta de Javier de volvernos socios me cayó como anillo al dedo. Pero, durante las vueltas de la venta de la camioneta, Javier pareció alejarse aun más de mí. Las cervecitas y las bailaditas de los viernes se volvieron a repetir pero, en adelante, no faltó el sapo o la sapa que siempre se hacía invitar y me impedía estar a solas con él. Así empezó a pasar el tiempo, y Javier cada vez más distante. Sin aguantar más, aproveché el día de la inauguración de nuestro pequeño negocio para tomarme algunas cervezas demás. Apenas vi la oportunidad, me le acerqué y le dije que quería hablar a solas con él. —Claro, mi doctora —me dijo—, para eso estamos. De un día para otro había empezado a llamarme dizque «doctora», palabreja que entre más usaba más me fastidiaba. —¿De qué se trata, mi doctora? —me volvió a repetir. Tragué saliva y, haciendo acopio de fuerzas, respondí:

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