Si tuviéramos que resumir a este artista en una palabra (en realidad, esta palabra sirve para cualquier pintor que haya sido relevante dentro del expresionismo abstracto), podríamos utilizar el término trinchera. Enfrentado estéticamente a la cultura de la posguerra española, pero sin abandonar mental y temáticamente su tierra, fue en Nueva York donde encontró y desarrolló plenamente su profunda investigación del color. Mi estudio es un campo de batalla —dejó escrito en sus notas—, donde el combate tiene lugar cada día, con alegría. En efecto, la obra de Guerrero contiene una viveza y una personalidad que le concedió un espacio y un lenguaje propios junto a expresionistas como Rothko con quien compartió conversaciones y talleres, y que le permitió dialogar con la abstracción de Paul Klee, con un interés muy similar por el color como herramienta. Los cuadros de Guerrero son sensitivos, físicos. Atrapan la mirada del visitante con su rica textura. Si en los años cincuenta del siglo XX su obra (caracterizada por instantes explosivos de color sobre fondos tenues) encajó bien entre la modernidad estadounidense, en las dos décadas posteriores hizo cristalizar un trabajo fundamentado en formas más concretas y que guardaban relación con la imagenería castellana y su propia biografía: arcos, óvalos, cruces, fósforos… en sugerentes y extraños colores como el morado y el verde, o buscando la fiereza
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