Revista Eco 6

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VIVIR EN UN PUEBLO Luis González, maestro y vecino de Bielva

Si todos tuviésemos que hablar de la vida en el pueblo, seguro que cada uno lo haría desde sus vivencias y recuerdos. Unos con la nostalgia de la infancia, otros con las evocaciones de la vida dura y sufrida del campo, algunos con carácter idílico de la belleza y maravilla de la existencia en contacto con la Naturaleza. Yo quisiera abordar el tema desde el realismo, el análisis y la crítica de lo que está aconteciendo en el medio rural. En los albores del siglo XXI, cuando la mayor parte de la población de Cantabria se ha establecido en grandes pueblos industriales o en los alrededores de la hermosa bahía de Santander, el vivir en un pequeño pueblo del interior de la región podría parecer ir contra corriente de la demanda de progreso y bienestar. La emigración de la población rural hacia la ciudad o hacia núcleos más grandes ha sido galopante, quedando los pequeños núcleos rurales medio vacios y llenos de gente envejecida. La ganadería base de la economía rural de Cantabria ha sufrido una fuerte reconversión, siendo cientos los ganaderos que se han acogido a las jubilaciones anticipadas o han abandonado Mauricio la producción láctea. El relevo generacional de antaño tampoco se ha producido y el sector ganadero de aquí a poco tiempo, de no cambiar mucho las cosas, será un mero recuerdo. El abandono de la ganadería trae parejo la pérdida de fincas y tierras de labor que nuestros abuelos trabajaron hasta los últimos días de su sacrificada vida.

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La soledad parece ser la compañera de los escasos habitantes que aún residen en los pueblos altos de las cabeceras de nuestras comarcas. Sin embargo eso no parece importar a los sufridos aldeanos, que mientras puedan, prefieren aguantar los

rigores del invierno y el aislamiento que recurrir al asilo o a la acogida de los hijos en la ciudad. Muchos son los que de mala gana tuvieron que dejar su terruño para buscar unas mejores condiciones de vida en la ciudad y eso lo manifiestan cuando a la primera ocasión que se les presenta vuelven al pueblo a visitar a sus padres o a interesarse por los bienes heredados. El tiempo inmisericorde no perdona, los que de jóvenes marcharon ya son mayores y los hijos de estos ya no sienten el mismo cariño por los bienes que ahora a muchos de ellos les toca administrar. Los pocos jóvenes que han decidido continuar su existencia en el pueblo o bien han acondicionado las ganaderías a las exigencias del mercado o bien se han buscado la vida por los alrededores en trabajos esporádicos de la construcción o en labores forestales. El turismo rural aunque ha atraído algunos jóvenes y ha ayudado a mantener las viviendas e incluso a rescatar edificaciones condenadas al abandono, tampoco parece que sea suficiente como para fijar una población estable a lo largo de todo el año. La poca consistencia de los trabajos trae consigo que los jóvenes no se aventuren a formar familias, con lo que la población infantil también es muy reducida. Este panorama tan poco halagüeño para el medio rural no siempre fue así. Hace apenas cincuenta años los pueblos estaban llenos de juventud y la vida en ellos palpitaba por los cuatro costados. Cuando uno vuelve la vista atrás parece haber viajado en estos últimos años a una velocidad de vértigo, mientras los pueblos parecen haberse detenido en el tiempo. EL progreso que para unos ha llegado tan rápido para otros acaba de empezar. Todavía se están terminando de finalizar obras en la mejora


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