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ALBERTO TUGUES

Lugar de perdici贸n

DIBUJOS ROC ESPINET MOMENT ANGULAR



ALBERTO TUGUES

LUGAR DE PERDICIÓN

Dibujos ROC ESPINET

emboscall


© Alberto Tugues © De los dibujos: Roc Espinet © De esta edición: Emboscall Primera edición convencional: marzo 2006 Depósito legal: B-14852-2006 ISBN: 84-96443-68-X Primera edición digital: abril de 2012


DIARIO DE SOSPECHAS NOTAS SOBRE UN POETA SOSPECHOSO Y OTRAS CONFIDENCIAS



Si habíamos descifrado casualmente un signo, ¿cuántos otros nos podían pasar inadvertidos, ocultos en medio del orden natural de las cosas? W. GOMBROWICZ



19... 8 enero Allí enfrente de mi ventana, sentado en un rincón, es donde suele escribir poemas en prosa un vecino; de trato afable cuando sube y baja por la escalera, pero tan desalmado como los ayudantes que le rodean cuando escribe, de cinco a ocho de la tarde. De momento, será mejor no entrar en pormenores y dejar a un lado las muecas ofensivas que me hacen sus ayudantes, abriendo y cerrando la ventana, obedeciendo sin duda órdenes suyas. 10 enero Un silencio. Un poco de lluvia en el lado derecho, frente al postigo de la ventana. Media tristeza pegada a la pared de esta habitación, desde ayer. Un silencio, cabizbajo, pero un silencio que permanece allí, en la misma pared, debajo de la media tristeza. Mientras tanto, ha desaparecido la lluvia en el lado derecho, frente al postigo de la ventana desde donde lo puedo ver todo. No diré nada más. Sólo un rayo de sol separando las palabras caídas. 24 junio Ayer fue la verbena de san Juan. A las diez y media de la noche, me quedé solo junto a una hoguera de sillas y puertas desvencijadas: entre las llamas vi trozos de infancia, crepitando. Mi vecino, por mucho

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que se afane escribiendo, nunca alcanzará visiones de tal fuerza ígnea. 22 octubre Decía: «Todos me oyeron mal, y me quedé solo a partir de entonces». Ahora, desde hace unos meses, anda encorvado para reducir –afirma, enderezándose un momento–, para reducir la presencia de su vida. 19... 27 febrero Un día calculó bien las dimensiones y la temperatura de un lugar, a medio camino entre su casa y los nombres que no quería recordar: allí, en aquel rincón, pudo al fin modificar todos sus recuerdos. Hoy sigue todavía en el mismo lugar, y, pese a la renovación de la memoria, que le permite ya aceptar visitas, nadie se ha acercado aún al rincón, a su lado, donde ahora podría explicarles todos los detalles técnicos que le han conducido a un nuevo destino. No ignora, por tanto, que sus técnicas corren el riesgo de ser por siempre ignoradas. Por eso a veces sale de su lugar, del gran rincón, y va de un lado a otro en busca de conversación, aunque de todos es sabido –indica, impasible– que él, en realidad, estará siempre parado en otro sitio. Un lugar –dice– para toda la vida, del que sólo sale unos minutos para divulgar las nuevas técnicas de su felici10



dad, aplicadas con tal afán en el rincón, que apenas hay –cita a alguien– «ventana ni balcón donde no se asomen los pacíficos vecinos, turbado el sueño por el estruendo de la calle». Así pues, un lugar para toda la vida, con una tristeza más larga que ancha en el suelo. Sea como fuere, acaso por todo ello nadie ha sabido nunca qué edad tiene en realidad, ni cuándo desaparecieron sus familiares, ni si éstos habían fallecido tiempo atrás; o si, por el contrario, más vivos que él, lo abandonaron al observar los primeros indicios obscenos de su destino. Pero de todo eso hace ya demasiado tiempo, y no siempre es bueno –dice, profesoral– manosear la falsa estructura de los primeros recuerdos. Y mucho menos ahora –prosigue–, que dispone de una colección completa de recuerdos renovados, de nombres y días de piel fresca. Dice que prefiere ser visitado a cualquier hora de cualquier día. Que su rincón está abierto a todo el mundo. 30 mayo Esta mañana, con el dedo meñique, he trazado nueve palabras, definitivas, sobre el polvo de la puerta acristalada de la portería de mi casa: «Nunca más encenderé su nombre en círculos de nieve». Después, abrochándome bien el cuello de la camisa, he subido despacio por la escalera, aparentando indiferencia a las corrientes de aire que fluían hacia el

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portal. Ya sentado en casa, la soledad se ha extendido por todos los rincones tristes, sin que la memoria, no obstante, se haya resuelto en polvo. Ahora, confortado por las voces de otros lugares, abro la nevera y me extravío por ignotos caminos y bosques de hielo, encendidos. Pero, como he escrito antes, nunca más encenderé su nombre en círculos de nieve. 31 mayo Hoy, cuando he bajado por la escalera, sin prisa, contando los escalones, he descubierto de pronto un residuo de infinito en el rellano del sengundo piso, bajo la estera gastada, alrededor de una baldosa. De momento, no puedo expresar nada más. Toda precaución es poca si tratamos del infinito: algunos vecinos no ven más allá de sus manos, y ciertas noches de luna menguante se vuelven peligrosos. 2 junio Continúa el silencio, debemos ser prudentes. Dejemos que el tiempo siga pasando, mientras nosotros disimulamos contemplando las flores de los balcones. (Porque, lo diré en voz baja, el residuo de infinito permanece allí, donde ya sabemos). 27 junio La tristeza me llega hasta las rodillas; así no es fácil salir en busca de palabras.

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No diré su nombre. Pese a todas mis dudas, no volveré a decir su nombre. 29 junio Nada que añadir a lo ya escrito. «A mis recuerdos voy, de mis recuerdos vengo». Nadie lo sabe aún: el origen de todo palpitando bajo una estera gastada. 30 junio Entre paredes de hielo, sílabas que pugnan por salir y desvelar todo el misterio, aquí, entre paredes de hielo. 2 octubre Dicen que su destino fue breve: durante unos años, al tardecer, inclinaba la cabeza hacia las sombras, poniendo una mano encima de la otra. Una mañana desapareció sin dejar rastro alguno. Ahora, sin embargo, no recuerdo cuál era su primer apellido. 8 octubre Una mano encima de la otra, quemando papeles en el suelo. 10 octubre Al mediodía, con la cabeza que va y viene de la eternidad. Esto no quiere decir nada tampoco. Salvo que estés muy triste y sólo tengas a mano unas cuan-

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tas palabras: entonces, cualquier hilo, una mota de polvo, un redondel húmedo, un sonido, una gota, un destello, una caricia pálida, cualquier mirada, un rasguño..., pueden señalarte el nombre que ignorabas. Y si no es así, tampoco debes preocuparte demasiado. 12 octubre Abro la ventana y una ráfaga de aire, fría, me devuelve un par de recuerdos, muy usados, que un día dejé escritos y olvidados al lado mismo del vecino que se dice poeta. Aquella ventana y sus destellos... Desde más arriba me saludan los espectros elegantes del barrio. 13 octubre Ya es la segunda vez que pasa Juan de Mena, con el sombrero ladeado, y también hoy escribe unos versos en la pared de enfrente. Vuestros ojos que miraron con tan discreto mirar, firieron y no dexaron en mí nada por matar. Le saludo con la mano, desde la barandilla con geranios de mi balcón; en el aire, mariposas disecadas, trozos de amor mal envueltos. Hasta mañana.

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15 octubre Escribo estas notas, a veces, para desviar los pasos del ser cuyo nombre jamás evocaré. En casa, me oculto entre los pliegues de fantasía de otras vidas, de otros aniversarios. En la calle, ando de aquí para allá, ora haciéndome el cojo, ora hablando en falsete; siempre cambiando, en suma, tanto el gesto como la mirada, un paso atrás, un paso adelante y un salto a la derecha, como si yo fuese otro, de cinco a nueve de la noche, que es lo que suelen durar mis paseos dubitativos. 17 octubre Me he levantado a medianoche, he comprobado la muerte de todo y luego qué importa lo que has hecho, mientras las paredes se resquebrajaban, ¿heridas de infancia? 18 octubre Bajaban por la acera. Se ponían a mi lado. Y tapándose las orejas con las manos, recordaban todas las cosas que acaecieron demasiado tarde, y todas las cosas que no sucedieron nunca. Después, cuando ya no bajaban por la acera, vivir se convirtió en otra manera de andar. Y ahora voy renqueando de una palabra a otra. 19 octubre Volver. Nada más. La realidad entrelazando los pies. Con menos infinito en el dorso de las manos. 18


Un nombre descolorido en el bolsillo. Y unos cuantos pasos hacia..., hacia abajo, a mano derecha. Gotas de lluvia con sol entre los dedos. 20 octubre Ayer escribí: Con menos infinito en el dorso de las manos. Esta mañana escribo: No siempre fue así, cuando las palabras te despertaban lejos del dominio de la realidad. 22 octubre De noche, si de pronto él volvía la cabeza y dudaba otra vez delante de un nombre o de una pared, el mismo trozo de realidad triste, muy sensible al frío, le rayaba el cuerpo de arriba a abajo, por fuera y por dentro; hasta que el alba y la memoria cerraban las manos de ese extraño ser, a rayas, al cual ya nadie podía reconocer. Pero ahora debo guardar silencio, y regresar por esta calle sin que nadie me vea. 24 octubre Dicen que empezó a demorarse detrás de puertas y recuerdos, una mañana, cuando llamó por teléfono a casi todo el mundo para hacerles saber que él, pese a su costumbre metafísica de vivir ladeado, no carecía del todo de buena voluntad: noche tras noche, intentaba desnudarse a medida que iba ladeán19



dose cada vez más, hasta que toda su vida se echaba de bruces sobre las baldosas y desaparecía más allá de las ramas del suelo. (Aún hoy algunos desconfían del final lírico de ese comunicado). 27 octubre Andar por la calle, solo, sin nombre, sin domicilio. Andar, solitario, con el nombre olvidado, por este domicilio cerrado, sin ninguna calle iluminada. 30 octubre Simplemente eso, que ahora no recuerdas bien, u otra cosa, y la vida meneando la cola como de costumbre. 3 noviembre Todos los vidrios rotos. Cuando recordaba aquellos nombres se le ponía frío un lado del cuerpo, y los días se tambaleaban sin ningún orden cronológico. En tales momentos, incapacitado para hablar, podía entregar a cualquiera un manojo de alambres plateados, con un diminuto corazón reseco en el centro. Cuando recordaba aquellos nombres, aquellos días, un trozo de realidad gastada le subía hasta la cintura, y las palabras, entonces, no eran sino interminables manchas de ceniza que se movían por dentro del cuerpo. Todos los vidrios rotos.

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4 noviembre No mires más. El sospechoso, el poeta sospechoso se ha caído por las escaleras y esta noche ya no volverá. Y mañana, cuando regrese, veremos que es más sospechoso y menos poeta. Siempre hay que saber esperar. 5 noviembre Ser mármol veteado, sonreír, tal vez encogerse de hombros y de alma. 6 noviembre Mirar dos veces y acaso nada más. 7 noviembre Mármol veteado. 8 noviembre Ser y desaparecer entre los árboles. 9 noviembre Sólo un nombre entre las raíces. 10 noviembre Entre las raíces. 17 noviembre Varias veces saca la mano del bolsillo –siempre el mismo bolsillo quemado por fuera– y, al final, me da una postal octogonal donde ha estampado, dice, parte de su vida, noche tras noche. Él mismo, con22



fiesa, ha escrito en el dorso, con tinta amarillenta, las borrosas líneas: A los veintinueve años un amor breve me dejó sin habla. Desde entonces voy de una casa a otra, y pregunto si han visto pasar a alguien con mis palabras. Mañana vendrá el vecino de enfrente, y celebraremos mi aniversario con pastas y sarcasmos. Hace muchos años de esto. Redactado el texto con desmedida caligrafía, al terminar de leer la tarjeta postal me roza con la pierna y, sonriendo, extrae del bolsillo una nota adjunta, medio folio, doblado, con el resto de la escritura, las últimas líneas, dice, de su destino: Hace muchos años de esto: en una esquina, una silueta oscura me dejó sin palabras. Y ahora «el ser amado se halla en un lugar de fiesta donde nosotros no podemos estar». Mañana vendrá el vecino de enfrente, me dará un beso y celebraremos mi aniversario con vino y sarcasmo. Al despedirnos, una silueta oscura dijo mi nombre desde una esquina. Ausente, proseguí mi camino, con la tarjeta postal y la nota adjunta bien guardadas en el bolsillo. 24 noviembre Vuelve a pasar por la acera de enfrente. Ahora cruza la calle y se pone debajo de mi ventana. No sabemos qué intrigas poéticas estará urdiendo en mala prosa. Miremos de reojo, y no bajemos la guardia mientras él permanezca debajo de la ventana. Precaución, cautela, mucha cautela. 24


25 noviembre Aquí detrás ya no hay nada. Silencio, unos pasos que se acercan. Unos pasos. No se detienen, se alejan. Y queda la sospecha de siempre, entre papeles arrugados y motas de polvo. Silencio. 25 noviembre (más tarde) Hay días en que es mejor saltar y no decir nada. Así, dar un salto por el pasillo, taconear en el aire y olvidarse de las paredes, que tanto saben de conspiraciones metafísicas. 25 noviembre (algo más tarde) Me han llevado al hospital, a «urgencias». Nada importante, sin embargo. Una simple fractura en el pie al taconear en el aire húmedo del pasillo. Tantas atenciones me han colmado de felicidad, y he descubierto la esencia de la poesía, fuera de mi casa, lejos del poeta sospechoso, que anda por arriba y abajo de mi mundo, alterando las cosas, descomponiendo mis textos. 27 noviembre En mi último paseo, mientras los transeúntes se afanaban en llegar a la calle principal, en fiestas, introduje la mano en una papelera del jardín cerrado, a fin de ordenar, como de costumbre, los restos de vida que pudiera contener. De súbito, mis dedos palparon la encuadernación blanda de un manuscrito, cuyas páginas, de autor anónimo (si bien algunos indicios y manchas apuntan directamente al 25



poeta vecino), cuyas páginas, decía, me dispongo ahora mismo a leer, en penumbra, a las once y media de la noche, junto a la ventana. (LECTURA DE LA PRIMERA PARTE DE UN CUADERNO TITULADO «EL REPARTIDOR DE VERSOS») EL REPARTIDOR DE VERSOS (ESCALERA INFINITA DE OBSTÁCULOS) I ¿Llegará a ser cuerdo o lo parecerá en los restantes días el extraviado confidente? ¿Cuál será su existencia cotidiana? Jorge Guillén Ni infancia, ni tristeza, ni primer amor. Sólo diremos que repartía hojas secas de tilo. ........... Nada del otro mundo, en realidad. Cuando llueve, su lado derecho se pone más triste que el izquierdo. Por tanto, nada del otro mundo. Pasa un espectro y me da un pellizco en el brazo. Un vecino melancólico advierte: «Ahora llevo siempre una hoja seca de tilo en la oreja». .............

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Todo crece a su alrededor con presagios de ceniza, fue durante un tiempo el poema de su vida, hasta que le indicaron el verdadero significado del mismo: salió tan corriendo hacia el puerto, evitando a los desconocidos petrificados, a los transeúntes de hielo, a los novios desconsiderados, que se dejó la mitad de sus frases delicadas por el camino. Tal vez por eso se vuelve de espaldas, como ausente, cuando alguien descubre un mensaje suyo debajo de una piedra. No, de nuevo se confunden, quien ha escrito ese mensaje cultiva flores amarillas en aquella ventana. ................ Son las seis de la tarde, y mi amigo cada vez más transparente; me lanza un chorro circular de agua a la cabeza, no reacciono bien y le piso el dedo meñique... ha pasado un minuto de pena, y ya con media sonrisa nos sentamos ambos mirando al suelo, junto a la boca de riego. ............... Dejaba que los sueños fluyeran por la acera, calle abajo. Y se quedó así, mirándolos fluir, zigzagueantes, como él mismo (su voz, su mirada, su memoria, su noviazgo). No sabemos nada más de su vida. ................. 29



Siempre escribió el mismo verso: Deje que los labios de estas palabras se adhieran a su voz. Cuando al fin pudo salir de su casa, lo primero que hizo fue depositar este verso en el buzón del piso de arriba, de cuyo suelo –recordaba- procedía el ruido melódico de las pisadas de su vecina. Nunca entendió por qué todos los vecinos le negaron el saludo cuando modificó una palabra del verso, que ahora decía así: Deje que los labios de estas palabras se adhieran a su espalda. Por eso me confiaba de nuevo, cogiéndome del brazo: «El sujeto de buen entendimiento comprende fácilmente, a diferencia de esos vecinos». ................... Esto lo supieron más tarde: iba de una casa a otra, subiendo y bajando escaleras, números, palabras, recuerdos, postales desafiantes, mensajes amorosos, preciándose de saber y observar las leyes del duelo a espadas. Y en cada buzón, unos versos líricos, factibles de ser mejorados, unas metáforas generalmente dedicadas a la señora, a la dama de la casa. Como esta balada, a modo de ejemplo, de la cual me ofreció una copia: Entre sueños, le dijo así: Bienamada vecina, ser quisiera el alquimista de vuestro vientre,

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y en pétalos y tallos de oro convertir todo aquello que el dulce cuerpo deseche. Ser quisiera, os digo, bienamada, la sombra que os desnuda en vuestra estancia, y, como el filo seco de un sueño, separar los labios de vuestra herida blanca, que ahora se derrama, amorosa, entre mis dedos. En suma, vecina bienamada, ser quisiera de vuestros dedos las yemas, que de noche sin mengua os acarician. Precavido, sin embargo, el día en que mandó su balada por debajo de la puerta, salió de la escalera más raudo que otras veces. ................... Será perseguido y transmutado, así en la forma como en el fondo, todo aquel que introdujera más poemas obscenos en este nuestro buzón del 4º 2ª. Tiempo después, lo que mejor recordaba de este aviso, era el color ámbar de la tinta. Y me decía, a escondidas, que ahora ya no profanaba las tinieblas de ese buzón con nuevos y delicados poemas: desde aquel día (ellos salían perdiendo), sólo les enviaba frases sueltas de género neutro. ...................... No siempre nos encontrábamos los sábados por la noche: a veces, el azar lo llevaba lejos de nuestras calles, entonces la tristeza le crecía alrededor de los brazos, 32



y cuando regresaba, frotándose los codos, ya era demasiado tarde para todo. ....................... Cuando por sexta vez pasábamos por delante de la casa de su amada, sepultaba sus dedos en las hombreras de mi americana, y empezaba a andar más despacio que yo. Preguntaba a los transeúntes cuál era el verdadero pasado de ella; mientras repetía la pregunta una y otra vez, yo me escondía dentro de los portales, e imitando su ejemplo hacía ver que repartía cartas y folletos para enamorados. .................... Damos una voltereta en la acera, y me dice, de súbito: «En el orden y graduación de las cosas, dícese de la que es última y menos que las demás, como yo». (No en vano, antes de repartir versos, había sido vendedor de diccionarios usados). Damos otra voltereta. Luna menguante, ventanas iluminadas, suelo de lluvia. ..................... Un día me entregó un sobre lleno de fotocopias –entre ellas, su último poema amoroso–, y se fue en dirección desconocida, 34



a mano derecha de cualquier sueño. Este nuevo poema se inspiraba (según refería en nota adjunta) en un martes de noviembre, a las ocho y cuarto de una fría mañana, justo cuando la volvió a encontrar bajando por una escalera de caracol, era ella misma en persona y no su cuerpo fingido, como en otras ocasiones. Más esquiva y lozana que nunca. Pero esta vez se contuvo, experimentado, y disimuló el poema breve que ya se le formaba, ineluctable, entre las cuerdas vocales. Así, de tales brevedades líricas, resultó un largo poema, reiterativo y harto fisiológico a veces, titulado Poema secreto de la aparición, y del cual ahora sólo citaremos los dos últimos versos: Después, todo será despojo y la aparición tendrá tu voz. Según dicen los vecinos más ancianos del lugar, un día vino la aparición con otra voz, con otro perfil, y ya no se reconocieron. Y entonces, con las manos tristes, comenzó a repartir versos por calles solitarias, iglesias y escaleras. Así fue como nos conocimos, con las serpentinas de un sueño entre las piernas. ....................

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Cuando la tristeza le subía más arriba de la cintura, las palabras no le bastaban y sólo mediante el lenguaje de los gestos podía seguir viviendo su espectáculo, su destino. Los poemas gestuales, sin embargo, eran a veces peor comprendidos que los escritos (nunca dominó el movimiento de sus manos, y lo que debía ser delicado parecía de mal gusto). Cuando una noche, a falta de palabras, representó de mil maneras los hallazgos de su Poema secreto de la aparición, un crítico espontáneo que pasaba por el barrio le dio una interpretación contundente, un golpe en la boca y en otras partes menos líricas. Durante unos meses dejó de frecuentar la calle, y se ocultaba mañana y tarde en la catedral, haciendo ver que oraba entre velas votivas, o confundiéndose con los grupos de extranjeros que deambulaban admirados por el claustro. Colgó, prudente, delicado, un cartel en la puerta de su casa, haciéndose el ausente, que decía así (caligrafía barroca): «He ido al Café del cementerio; si no hay nadie, volveré pronto. Recuerdos». ...................... Con una cerveza en la mano herida, todas las novias del mundo eran convocadas a su alrededor, 37


y no había espejo que lo venciera. Más tarde, los espectros habituales del bar, con sus refranes cínicos y otros cantares, complicaban la ilusión del enamorado. Cuando llegaba a su casa, mojados los pies, tembloroso, como una palabra suelta dejada en el suelo, sólo le quedaba un resto de luz de neón en las manos. ................... Adolescente hasta los cuarenta y dos años, sólo entonces dejó de tener una mano más solitaria que la otra. Tal equilibrio de soledades, le permitió fundamentar el arte poética que, día tras día, desarrollaba con ambas manos sobre papel marrón cuadriculado. Que, ciertas noches de lluvia, una de las dos manos reptara más que la otra bajo la mesa, no alteraba en modo alguno la mesura sentimental conseguida a través de los nombres; rigurosamente distribuidos éstos en el espacio de la escalera, así como en los buzones henchidos de mensajes, buzones siempre anhelantes, dispuestos a recibir nuevos epitalamios, nuevos elogios, redactados, erróneamente al principio de su carrera, según una receta para Soledades gongorinas: Úsese mucho de líquido y de errante, su poco de nocturno y de caverna. 38



Ha tiempo, sin embargo, que reduce a otra forma, a otro ritmo los líquidos errantes y nocturnos de sus sueños. De ahí que también haya aprendido a fugarse a tiempo de las dulces prisiones, de las escaleras infinitas donde habita el deseo, y donde, también, el pie fracturado se convierte en destino. .......................... Me enseña una tarjeta postal inglesa encontrada en el urinario del claustro: «Por una bailarina morena de un nightclub me he consumido, por un colegial muerto, por una luminosa y angelical arpía he llorado en vano. Si tuviese que morir esta mujer atolondrada, nada habría por lo cual vivir; si esta muchacha infiel me olvidase, ya nadie habría para quien escribir». Él mismo, el repartidor de versos, el baladista sin hogar es quien ha versificado el texto escrito en la tarjeta postal, de espaldas a la ventana, con indescriptible paciencia métrica... Antes de pedir un descafeinado con anís, nos agachamos hasta más allá –cristales de nieve en los zapatos–, y con un lápiz de la infancia entreabrimos los labios del abismo, antes de pedir un descafeinado con anís. Si la tristeza se te sube a la cabeza, 40


ven con nosotros a repartir versos, folletos de amor, ven con nosotros a la escalera. Y no digas nada más. ....................... Desde hace unos días viene también con nosotros un espectro, de habla parsimoniosa y memoria escasa, pero afable. Tres, el repartidor lírico, el espectro lento y el cronista de bagatelas, tres sombras cojas recorriendo el barrio de sol a sol, fieles, perplejos a veces, con una esquirla húmeda que nos pasamos de un bolsillo a otro, para fingir menos orfandad, menos vacío en la chaqueta y entre los dedos. ...................... Se ponía detrás de mí, contaba hasta diez, imitaba al vacío, y me decía que ya podía volverme, lentamente, como una estatua, pero él no estaba ya, demasiado tarde, decía una voz, entonces comprendí que debía ir a buscarlo, en el vacío, más allá de las palabras, tanteando en la noche, silencio tras silencio, a mano derecha, silencio tras silencio, a mano izquierda, sin preguntar, esquina oscura, tristeza de aceras, números desprendidos, y estaba allí, sentado sobre un par de libros, justo al final de la calle, saludando con la mano a los espectros rosados que me flanqueaban, y pellizcándome el antebrazo me indicaba que, en realidad, ninguno de los dos 41



había perdido, y volvíamos a ser felices rescatando palabras de los charcos. Decir ahora que un amor difunto salía de un portal y se reunía con nosotros, sólo confirma que la amistad venía de la noche. Andar así, los tres juntos, era más fácil, todo recto hacia el estanque donde aún giraban las primera palabras. Y se diría que así, rodando los tres juntos, el perfil de las tinieblas blancas se desvanecía mejor entre los dedos, y todos los recuerdos se alzaban del suelo y nos reconocían de lejos. (FINAL DEL DÍA 27 DE NOVIEMBRE) 28 noviembre Decepción, a la una y cuarto de la madrugada. Apago la luz. Con todo, no carece en algunas páginas (secciones de portal, escaleras...) de ritmo vivencial y lírico a un tiempo. Decepción, sí, pero... Habrá que hacer una segunda lectura de los fragmentos más impuros, esto es, plagiados. Sin más comentarios, de momento. Me voy a dormir, sin dejar de mirar a la ventana, convencido de que yo soy el verdadero protagonista de este cuaderno.

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29 noviembre Leo el cuaderno por tercera vez: en una palabra, sorpresa. Me quedo así unas horas, asombrado, al comprobar cómo algunos hechos de la vida amorosa y poética del autor del cuaderno, coinciden extraordinariamente con mi propia adolescencia. Aunque en él, la vida y el arte amatoria redundan en metáforas «gastadas y deslucidas por el uso», que diría el coleccionista de manuales que vive en la casa de enfrente. 30 noviembre Hoy, mientras caminaba por la acera, alguien me ha lanzado a la cabeza una bola de papel verdoso: era un poema arrugado y con algunos versos rasgados por el medio, ¿tal vez con una hoja de afeitar? Conviene no perder de vista esos mensajes, indicios de otra realidad oculta, sin duda peligrosa. Porque, en definitiva, ¿quién ha tirado esta verdosa bola de poesía sobre mi cabeza, y desde qué balcón? 1 diciembre Al entrar en el portal de mi casa, una paloma coja ha pasado entre mis piernas. Tal como se precipitan las cosas, cabe sospechar de todos los balcones y ventanas, pero vigilando también a lo desconocido que acecha en la oscuridad de los portales.

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2 diciembre Acurrucado en la esquina, sonriendo a las costras de humedad de la pared, esperando que unos recuerdos introduzcan un pie en el lazo de hilo rosa que les has tendido en la acera, y te digan entonces, prendidos, cuál es tu vida, tu muerte, cuál es tu nombre. 3 diciembre Se sentaba en cualquier parte, cruzaba las manos y los pies, y esperaba, esperaba que alguien, al pasar, se confundiera de recuerdos y se lo llevara lejos, prestándole otro amor, otro destino, otro perfil tal vez, con medio silencio alrededor. Cuando se sentaba en cualquier parte, la tristeza ya no decía nada. 4 diciembre Todo lo que le venía sucediendo en los últimos tiempos –me dijo por sexta vez en una semana–, y que en nada le favorecía, como podía ver cualquiera; todo, pues, comenzó realmente una noche en que se volvieron insoportables algunos rumores, obligándole a disimular la tristeza y a ser feliz. Pero eso sí, con una condición –exigió–, tan sólo aceptaría reducir la tristeza y ser feliz durante un tiempo, dos horas, de siete a nueve de la noche exactamente, y con preferencia en días alternos. A causa de todo eso –decía por sexta vez–, ahora tenía enroscada al cuello una especie de eternidad

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que no le permitía ordenar los momentos preferidos de su vida; y que, además, le pellizcaba, ofendida, cuando él intentaba evitarla haciéndose el distraído y enumerando, al azar, la cantidad de noviazgos interrumpidos de sus vecinos, que ella –esa especie de eternidad– no había conocido. Al despedirnos para siempre (es decir, hasta pasado mañana), me escribía siempre dos veces la misma frase en un trocito de papel arrugado, que depositaba en mi mano: «Adiós para siempre, y no dejes de alternar los días claros con los lluviosos». 5 diciembre Me han devuelto un ejemplar de mi IV ensayo sobre poesía y conocimiento, con esta nota justificando la no-reseña: «No basta que un hecho acontezca o un libro se publique para que deba hablarse de ellos. La información extensiva sólo sirve para confundir más al espíritu, favoreciendo lo insignificante en detrimento de lo selecto y eficaz. Nuestra Revista reservará su atención para los temas que verdaderamente importan y procurará tratarlos con la amplitud y rigor necesarios para su fecunda asimilación». J.O. Mañana lo volveré a mandar por correo certificado a otra sección de la misma revista.

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6 diciembre Salía, por ejemplo, a dar un paseo y, al cabo de unos instantes, lo que veía y podía oír le resultaba tan sorprendente, que la cabeza se le ponía más triste, y ya no sabía dónde esconderse cuando se dirigían a él y le hablaban como si nunca le hubiesen olvidado. Él, justamente, que no conocía a nadie desde que una llamada telefónica le dejó desconocido para el resto de sus días. Aquella tarde, no obstante los inconvenientes de la cabeza triste y el clima frío, salió a pasear y dispuesto a hablar de su vida con la primera persona que apareciera a su lado, y cuyo perfil, por supuesto, no careciera de ternura –añadía–. Y así lo hizo, bien por curiosidad de solitario, bien con la intención de acercarse a la piel de otro ser, aunque, a decir verdad, ignoramos qué palabras intercambiaron a las seis y cuarto de aquella fría tarde. Así pues, no sabemos lo que allí se dijo de valioso o inútil, antes de que se alejara calle arriba, presuroso, con la cabeza pálida tapada con una bufanda (para disimular); y diciendo que sólo regresaría cuando cesara todo ruido sobre la tierra. Ahora que ya no está, puedo confesar que siempre me saludaba con la mirada, prudente. Y de esta forma, ambos predestinados al silencio por culpa de una llamada telefónica –la suya fue sin duda más estridente–, nos queríamos a distancia, mirándonos el uno al otro desde tan lejos que apenas nos veíamos; y discutiendo a veces (de una acera a otra), 49


mediante gestos, sobre cuánto había aún de misterioso en el amor. Ahora, pues, que ya no está aquí, voy con el alma vendada de cualquier manera, de un sitio a otro, para que los cristales de los escaparates no reflejen esta historia íntima más allá del barrio. 9 diciembre (Una larga frase ilegible, de cuarenta y ocho palabras) 10 diciembre (Parodia de mal gusto, irreproducible) 11 diciembre Llueve... Casi nada. Ventana entreabierta. Casi nada. 12 diciembre Al entrar en la habitación 112 de aquel modesto hotel, una mañana de invierno, lo primero que hizo fue revisar el mecanismo de los grifos del baño, la calidad y temperatura del agua, la solidez de la construcción del lavabo (algo rayado), así como la textura del papel higiénico. Todo parecía a simple vista en orden, no obstante ciertas resquebrajaduras y asperezas sin duda mejorables. Lo más sorprendente, sin embargo, era que apenas si había papel higiénico en el soporte de porcelana, pero no quiso llamar a nadie. Se dijo que no tenía importancia, debía esperar al menos hasta mañana. Pero, ex50



trañamente, al día siguiente las brevedades de papel siguieron estando ahí, delante de sus ojos, cada vez más atónitos. Pasaron los días, y casi todo iba siendo repuesto, miniaturas de jabón, conjunto de toallas, casi todo salvo aquella ya misteriosa escasez de papel que le habían asignado en la escena íntima del hotel. Por consiguiente, empezó a preocuparse seriamente; por la mañana, al atardecer, incluso de noche se despertaba, obsesionado, ajeno por completo al destino de su viaje, y se dirigía velozmente al cuarto de baño y observaba, otra vez, cómo iba menguando peligrosamente el rollito de papel. Lo hacía rodar con la punta del dedo pulgar, lo desenrollaba con temor y delicadeza, calculando una vez más lo que restaba para el final de todo, midiendo los escasos metros de que disponía, y lo volvía a enrollar, desolado, mirando a un lado y a otro con vergüenza, como si buscara una explicación. Pero allí, a su lado, no había más que el rumor furtivo de la calle, y se quedaba perplejo para el resto de la noche. Y así fue como pasaron otros días, otras noches: pese a algunas esperanzas, las brevedades de papel no eran repuestas por otras que otorgaran serenidad a nuestro viajero; el cual, también, fue menguando progresivamente, en secreto, convertido ya en pura contemplación de la brevedad. Hasta que un día, los empleados del hotel, alarmados, tuvieron que forzar la puerta de la habitación: lo hallaron enroscado en el suelo, reducido al tamaño muerto de su infancia, 52


en la lívida mano el cilindro de cartón del rollito, de la brevedad de papel, despellejado hasta la transparencia, en cuya última capa alguien había escrito, a modo de broma póstuma: «Lo que importa es preparar tu corazón a manera de un blanco papel, donde pueda la divina sabiduría formar los caracteres a su gusto. ¡Oh, qué grande obra será para tu alma estar en la oración las horas enteras, muda, resignada y humillada, sin hacer, sin saber ni querer entender nada!» 13 diciembre 14 diciembre 15 diciembre 16 diciembre 17 diciembre Al final, él también lo comprendió. Hay costumbres polvorientas que molestan: por ejemplo, caminar hacia atrás; llevaba demasiado tiempo caminando hacia atrás, sin decir nada, sin ver a nadie, levantando polvo entre los recuerdos, pero sosteniendo con tenacidad el objeto de su empeño: seguir retrocediendo, continuar andando hacia allí, donde todos, sin excepción, decía, esperaban su llegada desde hacía unos diez años. No podía evitarlo, debía retroceder a pesar de las molestias que ello pudiera causar, y por eso pedía disculpas a los desconocidos. 53



Pero un mal día, al anochecer, apareció aquel ser cruzándose en medio del camino, ocupando con el cuerpo, de perfil, tanto espacio que era imposible pasar indemne por su lado. En efecto: primero fue una suave zancadilla; un golpe bajo, después, cerca de la ingle, que le hizo perder el sentido de la orientación; y cayéndose de bruces introdujo sin querer las manos en el vientre de aquel ser, que ya le agarraba de las orejas y lo volteaba arriba y abajo, rítmicamente, hasta vaciarle las hojas secas del bolsillo y otras cosas del alma. Agusanado, pues, en mitad del camino, tal hueso de fruta en selva oscura, con la senda derecha ya perdida, ajeno al infinito por culpa de un perfil, ya no pudo continuar retrocediendo como antes, a fin de llegar un día a su verdadero destino, en donde, como decíamos, todos le estaban esperando desde hacía casi diez años. Ahora, extraviado en la ciudad, sin familia, sin amigos, con dos trozos de eternidad reseca en el bolsillo secreto, prefiere no dirigirse a ninguna parte conocida. Y sólo de vez en cuando vuelve la cabeza y recuerda: entonces sube a su casa y se lava a oscuras, aseándose, dice, para después. Al mismo tiempo, mientras se asea sin luz, entreabre un poco la ventana del cuarto de baño y hace más ruido de lo habitual para que los vecinos oigan que su vida, que su cuerpo translúcido no carece de destino: a decir verdad, lo abruman con tantas llamadas y peticiones, no puede atenderlas todas, y cada noche debe acu55


dir a una nueva cita, sugerente, ambigua, que tendrá lugar esta vez detrás mismo de las estrellas de aluminio, en la plaza de las palmeras. Esto pasó en otro tiempo, cuando los transeúntes volvían la cabeza y guardaban restos de eternidad, chupados, en el bolsillo. (Nota. Al parecer, el portero de su casa había leído a Dante y le recitaba algunos versos en el ascensor). 18 diciembre Siempre la misma ausencia en las manos, un mensaje en el rincón musgoso. 19 diciembre El placer de la reiteración, modificando aquí un silencio, allí un recuerdo. Una línea de cortezas de infinito, en una pequeña bolsa; cromos, vidas repetidas. 20 diciembre (LECTURA DE LA SEGUNDA PARTE DEL CUADERNO TITULADO “EL REPARTIDOR DE VERSOS”) EL REPARTIDOR DE VERSOS EN OTRA ESCALERA II Hacía ya tiempo que no había ninguna postal debajo de aquella piedra. Sin embargo, nos acercábamos a ella con la misma devoción que antes, pero 56


resbalando un poco más al apoyarnos en los escaparates. Debajo de aquella piedra, no había ninguna postal nueva, y el ojo derecho era un trozo de hielo que parpadeaba, y el recuerdo subía hasta la cintura en un ejercicio inútil, y todo en la calle era un trozo de hielo que parpadeaba, una superficie de serrín sobre el alma, una vidriera rota dentro del cuerpo, una vidriera rota. Después, venían y pasaban otras cosas, la palabra moviéndose entre las rodillas, sorprendida como un ramo de sombra. A veces, a escondidas, depositábamos una magnífica postal bajo aquella piedra, y nos deleitaba recibir breves noticias amorosas de tan lejos. No era un destino fácil, pero al final aprendimos de memoria a derretirnos como la nieve; desde entonces pernoctamos entre las hormigas, escarbando el silencio de las estancias soleadas de una tarjeta postal, bajo aquella misma piedra. ......................... «1 2 3 4 5 6 7, he pasado siete veces por delante de su puerta, hacen ver que no me reconocen, hasta que el portero me echa del portal con malos modos, abofeteándome con un cuaderno de sonetos (tapas verdes). Volveré en cuanto haya concluido mis rimas. Furtivamente, subiré otra vez por la escalera de mármol, y la escasa luz del patio interior nimbará el pequeño cofre oculto en mis manos: cien baladas más, éstas pulcramente encuadernadas, que depositaré bajo el felpudo de su casa». Nadie sabe lo que pasó aquel día, entre balada y 57



balada, bajo el felpudo, en el rellano de la escalera. Pero desde entonces tiene un lado del rostro como azulado y más delicado, al que sólo puede rozar un pañuelo de batista (con un bordado de violetas). 1 2 3 4 5 6 7. ...................... «Detrás de esta silla de mimbre no hay ningún misterio; detrás, silla verde o negra o amarilla, no hay nada, sólo una mueca de polvo acaso». Ésta era su frase predilecta, que pronunciaba en cualquier bar para solitarios escolásticos y novias muertas. Cuando se ponía de espaldas, miraba de reojo a las palabras que le caían cerca, y se encorvaba hasta lo desconocido, de tal modo que las tinieblas se le escapaban del bolsillo al preguntar: «¿Tú no lo sabes? ¡Yo tampoco!» Al cabo de unas horas salía del bar reptando a mi lado... colocándose la flor en el ojal... y con la eternidad coja de ambos pies, como si también él enseñara anatomía de espectros en Toulouse. Sobrándole disposición para las acrobacias, se iba, acomodaticio, con la memoria a favor del viento haciendo números de circo o de ceniza; sin pedir direcciones trascendentes a la vida, o al transeúnte que ahora volvía la cabeza, intrigado. ...................... Su manera de ser procedía, seguramente, de un amor difunto. La piel de aquel tiempo, aquella cita, un sábado noche, aquel nombre con demasiados tirabuzones, no le habían favorecido nada el camino 59



(por lo demás, poco iluminado y mal señalado). Pero no le gustaba hablar de esas cosas, del cráneo pelado, ya sin tirabuzones, de ese amor difunto. ...................... Todo le vino entre el ojo derecho y la oreja izquierda, mientras buscaba una revelación entre los dedos de su amada. Le entró un aire frío por las mangas, el mundo se oscureció de pronto. Aquello no podía ser. Un sueño muerto, de uñas pintadas, cruzó por su rostro, en diagonal, y le dejó un rastro de baba entre la oreja izquierda y el ojo derecho. Nieve quemada en la memoria. ...................... Se alejó tanto de los demás, por callejuelas de vidrio, más allá de las farolas de luz de gas, que luego, compungido, se equivocó al elegir de noche el camino de regreso, y ahora nadie sabe decirle dónde, en qué acera se esconde su novia. Otra postal bajo la lluvia, con el texto siguiente: «Se alejó demasiado de los otros, rastreando esquinas con vidrieras de colores, más allá...» Mariposas de polvo salen volando del interior de un apellido, y se acercan a ti todas aquellas serpentinas, que aún te reconocen, y tropiezas con ellas, feliz, hasta el fondo de la noche. Mariposas de polvo. ...................... No mires más. Allí no hay nadie. No te espera ningún secreto, en cuclillas, tras esa puerta verde. Escribir una tarjeta a los Elementos es el único secreto. ...................... 61


«Epicteto de Hierápolis, de Frigia (50-138 d.c.), hijo de una esclava, fue tan maltratado que cojeó toda su vida». ....................... Lo encontraron tendido en el suelo, con un collar de insectos blancos entre las piernas. Una carta de amor cosida al bolsillo. Un zapato junto al pie. Costuras de hilo azul, deshilachadas, en el forro de la americana. Un pañuelo, con dos iniciales bordadas. Gotas de mar en los labios. ........................ El repartidor de versos me ha dado una estampa, con este escrito: «Túmulo o altar que el Jueves Santo se forma en las iglesias, colocando en él, en una arquita a manera de sepulcro, la segunda hostia que se consagra en la misa de aquel día, para reservarla hasta los oficios del Viernes Santo, en que se consume». Nadie logró descubrirlo: sustituyó la segunda sagrada forma por una Oda a Ella, y el asombro aún hoy perdura entre las piedras. Ella, cuando lo supo, a pesar de la repulsión, se desnudó más lentamente que otras veces. O eso al menos le confió su mejor amigo; era suficiente, no quería conocer más detalles, le bastaba eso, decía, para ser feliz algunas noches. El repartidor de versos me ha dado una estampa, y todas las calles se han vuelto lejanas de repente. Ajenas, sin buzones. ...................... Decíamos: ajenas, sin buzones. Palabras ausentes en medio de la calle, que no dicen tu nombre, que no 62


dicen nada. Sólo palabras ausentes, aquí, sobre la acera o en mitad de la calle. ...................... No sé quién me espera en la esquina. Voy por la calle haciendo señas a los desconocidos, pero ninguno de ellos recuerda al repartidor de versos. Llego a la esquina y no hay nadie. Un clavo oxidado en la pared, del que pende una cinta. ........................ Cuando, un año y medio después, nos volvimos a encontrar, un viernes por la noche, ni él ni yo éramos los mismos; ya no recordábamos, por ejemplo, quién saludaba primero a los más solitarios, antes de entrar en la plazuela de la necrópolis romana (con un gato pardo al fondo, entre cubos rotos y arbustos). Nos sentábamos en un banco hasta las dos de la madrugada: de doce a una hablábamos de los noviazgos que se concertaban bajo las piedras, que los de arriba nunca sabrían imitar; o bien, de una a dos, modificábamos frases y direcciones de cartas que nadie había querido leer aún. Así vivíamos hasta las dos de la madrugada. Luego, regresábamos de las estancias poco transitadas, a tientas (las sombras nos deslumbraban), hasta llegar al zaguán de la vida cotidiana, donde nos despedíamos cruzando los dedos, sabedores de la apariencia monstruosa que nos esperaba al final de la escalera. Así vivíamos, haciendo guiños al guiñapo del ser, hasta las dos de la madrugada tocadas. Lo demás, carece de importancia. 63



.................... (Nota explicativa: Estuvo más de veinte años sentado, impasible, frente a su máquina de escribir, corrigiendo siempre la misma carta. Hasta que un día, de pronto, se incorporó hacia delante y sonrió a un lado, abrazándose a la máquina. Lo había conseguido, ya tenía el texto preciso, inmejorable, de la carta. Pero ahora... Se levantó, impasible otra vez, salió a la calle y empezó a repartir versos de juventud, harto defectuosos, por tiendas y escaleras, mientras, en las pausas de su destino poético, intentaba recordar el nombre del destinatario de su bella carta). ...................... «En aquel tiempo, cuando nadie había muerto, salíamos disfrazados al patio interior (figuras, incrustaciones del más allá en el blanco de la pared), y celebrábamos la fiesta de lo que aún tardaría en acontecer». Así dice en la primera nota; y en la segunda: «Luego se escondieron los números y las palabras, y me extravié escuchando los primeros sucesos del barrio.» ..................... Los que se practican por algunos días, retirándose de las ocupaciones del mundo. Se llaman también ejercicios espirituales. ...................... Por las mañanas, trabaja como dependiente en un bazar (mostrador de mármol junto al escaparate, para vender objetos desechados, que si el cliente quiere serán envueltos en papel de regalo, estampado). 65



Viene el repartidor de versos y me llama. Pasearemos un rato calle abajo, más torpes que difuntos, intentando evitar la separación del cuerpo y el alma. ..................... Durante unos días sustituiré al repartidor de versos: un dolor reumático al lado del corazón le impide salir de casa. Y alguien debe responsabilizarse de la distribución de sus visiones amorosas. (Cuando no me vea, intercalaré epigramas míos en el legajo interminable de sus, a veces, imprudentes baladas). Me recompensará, dice, con una bella dedicatoria, dos líneas metafóricas que irán y vendrán de la eternidad. ...................... Ayer salí corriendo de una escalera, con un poema encendido incrustado en la espalda. No todos –diría el repartidor– entienden el noble arte de la palabra. ...................... «Cuando me gritaron desde un balcón: Se rompen los versos antiguos, cuánto más los recientes, resbalé sobre el musgo y, con el labio partido, me quedé sin palabras bajo el cielo». Me contó este fragmento de su vida un domingo por la noche. ..................... Sin embargo, el poema, su inacabado poema no fue comprendido. En contra de mi parecer, el repartidor continuó subiendo y bajando versos a todas horas, dejando su vida por las escaleras. 67


Cuando se desplomó entre mis brazos, una mujer sonreía desde una ventana. Y el poema inacabado, húmedo, se fue secando en mi bolsillo. (FINAL DEL DÍA 20 DE DICIEMBRE) Lo reafirmo: yo soy el único protagonista de todas estas historias. 22 diciembre Ayer recibí una nota: «Todos tenemos, en efecto, un lado diurno y un lado nocturno, y algunos se convierten, con el crepúsculo, en personas diferentes». En principio, de acuerdo. Pero algún día demostraré al mundo cruel que esta nota, en esencia, procede de un texto antiguo, de autor anónimo, del cual, hace tiempo, un vecino de mi familia tradujo unos cuantos fragmentos que nunca publicó. Así pues, en principio, de acuerdo. Son ahora las diez de la noche: voy a regar las plantas del balcón, ejerciendo acaso mi lado nocturno. Espero no tropezar con el abismo. De momento, ningún comentario sobre la lectura. A partir de mañana demostraré, con nuevas prosas poéticas, hasta qué punto he sido plagiado.

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23 diciembre TEXTO HEREDADO DE MI FAMILIA PROSA POÉTICA DE LA BOLA DE PAPEL En aquel tiempo soñábamos más, pero aún no sabíamos que una bola estrujada de papel determinaría su vida para siempre, y éramos dichosos confundiéndonos de nombre y de realidad; subiendo y bajando calles y silencios de otros mundos, hasta que un día la realidad no pudo más y se rompieron las lunas de todos los escaparates. Esto sucedió una mañana, cuando él regresaba fatigado de un breve encuentro. Impelida por una ráfaga de viento, apareció una hoja de papel, estrujada a modo de bola, que se movía en vaivén rodando sobre sus pliegues arrugados, e intentó pasar entre los pies de él (los cuales, previamente, al advertir que la bola asimétrica se acercaba a ellos, habíanse abierto formando un túnel que le permitiera pasar sin dificultad). Pero no llegó a pasar del todo, se quedó allí rozándole los bajos del pantalón adondequiera que fuese. Al contrario de lo que algunos habían supuesto, dicha bola de papel no contenía ninguna confesión escrita, ningún recuerdo: era sólo papel cuadriculado, en blanco, con una estrella chamuscada en la parte inferior, cuyas puntas le rozarían largo tiempo. Sin embargo, una noche él se distrajo mirando a los lados, y la bola, sucia ya de tanto esperar, se disgregó en fragmentos húmedos, rizados, y desapareció por una alcantarilla, dejando al hombre haciendo túneles, solo, ridículo

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bajo la lluvia. Y el día siguiente fue aún más oscuro. La ausencia de aquellos roces de papel, las preguntas mal intencionadas sobre los pliegues arrugados de la hoja ausente, de aquel verdadero estropajo de papel, algunos comentarios insinuados; todo, incluso el crujir húmedo de los zapatos, todo contribuyó a despojarle de la palabra, a estrujar su vida; dejó de hablar con los hombres, y fue cada vez más una bola de papel arrojada a los pies de un transeúnte cualquiera. (De joven, antes de regresar de aquel breve encuentro, de aquel lugar abandonado, coleccionaba sobres vacíos y blondas de cuarenta y dos centímetros de largo). En aquel tiempo soñábamos más. 25 diciembre TEXTO HEREDADO... GUÍA ESPIRITUAL Un palmo de eternidad en la cintura, dos centímetros de musgo entre la palabra y el silencio, un dedo de ceniza en la memoria y unos gramos de olvido detrás de la oreja. No se requiere nada más para alcanzar la perfecta incomodidad de vivir, que resulta de moverse así, cargado de ausencias, de una puerta a otra, preguntando a los desconocidos si aún se acuerdan de ti; de lo mucho que deseaste verlos petrificados a tu alrededor, cuando la vida se volvía tan extraña que todos los recuerdos se te iban por el lado más triste, y todo parecía resolverse en polvo, en un 71


destino espolvoreado de miradas muertas; pero, de súbito, cuando ya fingías no esperar nada, te saludaba un espectro sonriente, y entonces veías otra luz en la ventana; despojos de vida alegre, tu destino era un trozo de postal borrosa en manos de los demás, y, contento, dabas las gracias a la luz de aquella ventana cuyo interior no ignorabas, en tanto seguías andando con los ojos cerrados y una astilla en el alma; hasta que pronunciabas un nombre en voz demasiado queda, y un golpe que salía de la tierra húmeda te hacía caer más allá de la ventana, de la realidad; y luego no sabías cómo regresar, un palmo de eternidad en la cintura, dos centímetros de musgo entre la palabra y el silencio, un dedo de ceniza en la memoria y unos gramos de olvido en los pliegues del codo; tu vida, un espectro sonriente, una ausencia con trozos de postal borrosa en cada mano, ausencia, borrosa, postal, en cada mano un trozo de nombre. 26 diciembre Desconfianza en el ojo derecho. Una palabra cierra tus ojos, tristeza en el derecho. Sospechas sobre su alma. Sobre todo, lo más importante, lo fundamental: sonidos de sospecha durante el paseo. Lo veré todo desde aquí, desde este bar. 27 diciembre Un reguero de lluvia, tiras de serpentinas cruzando la piel de aquellos días. Y lo otro, subiendo por detrás.

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29 diciembre «Con nocturnidad, le clavaron una palabra en la parte descubierta de la nuca; al día siguiente, el sospechoso se lavó las manos con jabón líquido, y nadie investigó; después, el hilo de sangre, literario, que había quedado prendido en la toalla azul del lavabo público». (Leído en un número de la revista mensual de la «Asociación de antólogos de crímenes y poemas»). 30 diciembre TEXTO HEREDADO... UNA RECETA BAJO LA VENTANA Ahora que ya no vas a cuatro patas en busca de un recuerdo, es el momento más idóneo para situarse en un rincón solitario y empezar la mezcla: una bolsita de blancas tinieblas, cincuenta gramos de serrín de pino, oloroso aún, una cita hecha a rodajas finas, medio, sólo medio frasco de lluvia, un puñado de granos de arroz (no olvides la nutrición), dos pulgaradas de lejanía fresca, y todo, recuerda, bien mezclado. Sólo así podrás elevarte, ascender por encima de tus agujeros y sacudirte un poco el polvo de la infancia. De este modo, al cabo de un tiempo, ya no esperarás de la vida sino las cosas opacas de la vida, soñando por otros a ciertas horas, y si la forma no viene, qué hacer, recoger añoranzas arrugadas y vuelta a empezar con las cosas opacas de la vida, a estas alturas de la sombra no importa demasiado si tienes o no tiempo, si 74



tienes o no angustia velada. Es decir, restrégate el silencio a media luz, en tanto asistes a la subasta de las bagatelas inacabadas de la muerte, a cuyas ofertas no prestarás ninguna atención, ahora que ya no vas a gatas buscando un recuerdo, y te ríes a veces de los cuentos inacabados de la muerte. Pero alguien te hace señas, desde una casa, increpándote por esconder un retrato en el musgo seco del bolsillo: ten cuidado, hay hábitos que deberías evitar al pasar por el otro lado, no es bueno husmear tanto rato en la falsa sombra que, deslizándose a trompicones, baja de las ventanas abiertas de enfrente; mientras, dos cabezas se asoman por una de ellas y adivinan tu presencia en la noche, cuando sueñas que ya no vas a cuatro patas en busca de un recuerdo. (Fragmento para un homenaje a todos los poetas difuntos, que debe ser leído un día de lluvia, a la sombra de un ciprés de cartón mal pintado). 19... 1 enero TEXTO HEREDADO... BREVE SEMBLANZA DE UN AMIGO DEL ALMA Recién cumplidos los cuarenta y seis años, a finales del mes de octubre de hace un lustro, se puso las manos en los bolsillos con firmeza, hondamente, hasta descoserlos en parte, y ya no hubo más ademanes cotidianos, resultando por completo olvidada la manera con que saludaba a los 76


hombres, todos los días, de ocho a nueve de la mañana. Una noche en que las cosas y las personas dejaron de acudir a su vida, se remangó el dobladillo de los pantalones y se sentó, y al volver la cabeza ya no era el mismo, con toda aquella soledad serpenteando ceñida al cuello; como si la infancia y el domicilio familiar sólo fueran lo que viven los demás, un secreto del que nunca participó. A partir de ahora –murmuraba a los cuatro vientos de la calle-, el nombre de ninguna dama, el sobre de ninguna carta urgente conseguirían alterar su postura, nada ni nadie lo movería de allí, de su sitio al fin propio y definitivo. Dicen los transeúntes mal pensados que fue una confusión de amor la que lo arrastró por el cuello de la camisa, hasta llegar a la acera solitaria en donde permanecía sentado, de espaldas a los conocidos y desconocidos. Algunos días, cuando estaba de buen humor, comentaba que ya era demasiado tarde en su cuerpo, y que así no había manera de levantarse a la altura de la vida cotidiana; en consecuencia –proseguía–, es mejor no moverse de aquí, y dejar para otro día el deseo de palpar el musgo de otra piel. Lejos siempre, por tanto, de las efusivas confusiones de amor, si bien es verdad –reconocía en los últimos tiempos– que hubiera sido más razonable disimular y no exagerar la confusión; dado que todo aquello, en suma, fue tan precipitado, tan denso y misterioso el líquido que provenía de la oscuridad, que a esas horas ambiguas cualquiera seguramente se habría confundido, con el perfil cada vez más asombrado, viendo cómo las palabras eran absorbidas por los intersticios de la oscuridad; sin dejar más rastro que unas moscas de papel sobre el alma, trozos de las últi77


mas cartas diseminados a lo largo de los portales, cerrados para siempre. Ocioso es decir que murió solo y sentado, con el torso doblado sobre sí, una pierna en la calzada y la otra estirada a poniente sobre el bordillo de la acera; una mano abierta junto a la rodilla, como si al final hubiera querido despedirse de alguien, tal vez de ese líquido que en otro tiempo surgió de la oscuridad, enigmático, denso. Me dejó como legado unas cuantas palabras secretas dentro de un sobre, que nunca más he vuelto a pronunciar. Era un amigo del alma. 2 enero Un día desconectó el teléfono de su casa para siempre: no quería que le hablasen más de la vida. Y desde entonces se mueve como una sombra y salta de un adoquín a otro, solo y melancólico entre los demás; a quienes, en el fondo, no desprecia, pero, después de aquella noche, sólo le está permitido dirigirse a lo remoto mediante señas, o moviendo los labios hacia uno y otro lado, aunque sin proferir palabra alguna. También él, es cierto, tenía ideas vagas de las cosas – me contó un día, hace tiempo–, pero jamás se le ocurrió pensar, ni vagamente siquiera, que deambular por la calle, enamorado, fuese en realidad tan peligroso. Tenía la costumbre de andar feliz por la ciudad, de un barrio a otro, eludiendo sombras y dando nombre a lo desconocido, cuando, de pronto –evocaba, deformando, lírico-, se encontró a unos 78



pasos de lo desconocido: la mano de ella, su falsa enamorada, guiaba ya a otro ser por el sendero prohibido de la noche. Y así fue como empezó a buscar excusas para no amar, evitando por cualquier medio (por ejemplo, desconectar el teléfono) escuchar las voces que vienen de la vida; y desde entonces, como hemos referido, tan sólo le está permitido hacer señas a lo remoto. 3 enero Si hoy, 3 de enero... 7 enero (

)

8 enero (Una sospecha más) 14 enero (

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27 febrero No continuar así. No continuar. No... 3 marzo Sí. Después de seguir la pista de algunos espectros; después de analizar las huellas de muchas palabras, me es dado sospechar que el «cuaderno amatorio» 80


no estaba allí, en dicha papelera, por casualidad ni abandono, sino todo lo contrario: alguien (seguramente el vecino de enfrente, que tiene aún la manía de escribir, ignorando los comentarios, los consejos de estilo que, mediante frases metafóricas pero rigurosas y sensatas, le reiteré en la misma escalera), sabiendo de mi afición a las papeleras de jardín, sin duda dejó el manuscrito a mi alcance, a fin de provocarme estéticamente. Averiguar en qué momento de la noche ideó tal conspiración, no es ahora lo más urgente. No. Lo fundamental, en este delicado capítulo de la historia, es no dejarse dominar por las palabras leídas, fingir plena ignorancia y desencuentro respecto al manuscrito, y proseguir con la redacción de mis días, con la crónica espiritual de mis sospechas. 4 marzo Debemos ser prudentes. Continúa el silencio. Disimulemos contemplando las flores de los balcones, dejemos que el tiempo siga pasando. Porque el residuo de infinito permanece todavía allí, bajo una estera gastada, alrededor de una baldosa de la escalera. 5 abril Lo afirmo categóricamente. Aun sabiendo que la precaución es hija de la prudencia, y la cautela lo es de la astucia, debo afirmar, concluyente, sin temor alguno, que es sólo él, el vecino de enfrente, el poeta interminable, quien ha urdido toda la trama lírica 81



para atentar contra mi destino: distraerme con sus operaciones poéticas y acabar así, de un golpe bajo y certero, con todos mis versos, convirtiéndome acto seguido en prosista de sus fechorías verbales, en cronista de sospechas. 6 abril No sé por qué tiene la ventana cerrada desde ayer. Y lo más sospechoso de todo: no se ve ninguna luz encendida detrás de los visillos. OTRAS PRUEBAS DIVIDIDAS EN OCHO MATERIALES DE PROSA POÉTICA, REESCRITOS, PLAGIADOS POR EL VECINO Y AUTOR SOSPECHOSO, Y ENTREGADOS COMO REGALO DE ANIVERSARIO AL POETA AUTOR DE ESTE DIARIO DE SOSPECHAS MATERIAL PRIMERO Ayer, al regresar de aquel breve encuentro, dejé de calzarme al revés y volví la cabeza a otra realidad. En primer lugar, di unos cuantos pasos, vacilante, fijando la mirada, la orientación; después, vi a mi lado, expuestos en un escaparate, mal abiertos, dos estuches forrados de seda verde. No sueño más que otras veces si digo que ellos –los dos estuches– me ayudaron a entreabrir, con suavidad, la puerta en cuya madera alguien había dibujado una silueta.

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Así penetré en la estancia que tiene una mesita de noche, coja, situada en el rincón de la derecha; y sobre la cual no había ningún estuche como los que vi ayer, mal abiertos, en un escaparate, sobre otra mesita de noche. De ahí, acaso, estas hebras blancas de tristeza que me suben a veces por detrás, sin previo aviso. En suma: esos dos estuches forrados de seda verde, no contienen lo que vi encerrado en otro lugar, pero sí me ayudan, como he dicho, a entreabrir la puerta y pasar en silencio a la estancia donde hay otra mesita de noche, y una silueta caída sobre un trozo, manchado, de seda verde. MATERIAL SEGUNDO Un sobre de carta en el suelo: lo abro, y por la calle se desparraman secretos de piel y despedidas, vidrios, líquidos de palabras entre los dedos. Sigo retrocediendo, el alma vendada entre las piernas, cayendo por todas partes, bolsillos embastados con hilachas del ser, me siento en la acera: despojos de tiempo alrededor. Alguien me guiña el ojo desde la otra esquina.

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MATERIAL TERCERO Queda alguien que pasa y se detiene: Aquí vivía tanto ausente. Juan Gil-Albert No sé cuánto tiempo hace que me viene siguiendo: mañana y tarde cruza las calles detrás de mí, murmurando sueños de los que apenas si recuerdo las iniciales. Este aparecido, constante y pulcro, no me deja a sol ni a sombra, tergiversando el horario de las anécdotas más puras de mi infancia. Dice que lo hace por mi propio bien. No quiere que, después, otros menos considerados desordenen en mi tumba los huesos diminutos que aún le resten a mi esqueleto, y con una rama de almendro empiecen a remover, debajo de ellos, las últimas mariposas de polvo de mis deseos. MATERIAL CUARTO Cada noche, cuando no pasaba nadie por la calle, depositaba largas cartas de amor en los buzones de correos. Atadas mediante un cordel plateado, las deslizaba suavemente hasta el fondo del buzón, controlando a la perfección todos los pormenores del descenso, a fin de evitar que fuera dañado el contenido amoroso de las mismas. Después, cortaba el cordel con una navajita de Melilla, escuchaba un momento el rumor oscuro de las palabras dentro del buzón, y vuelta a empezar con otra carta y el 86



cordel plateado. Si luego ellas, las destinatarias, no respondían a sus declaraciones urgentes, no era, a buen seguro, por falta de ganas, sino más bien debido al exceso de postración a que eran sometidas por los vigilantes del lugar. Hay, por supuesto, amores que matan, y, a pesar de infinitas precauciones, amar así a las damas fugaces era uno de ellos. Por otro lado, no quería que nadie le dijera adiós una vez depositado su amor en la cripta de los buzones. MATERIAL QUINTO ¿Qué señal me lo hará conocer? Dime la señal. (Poema de Gilgamesh) Como nunca le llamaron por su nombre, un día, de tanto esforzarse, estirando el cuello de un lado a otro, perdió el oído al intentar escuchar un poco las enigmáticas palabras de amor que los demás se intercambiaban, al anochecer, por umbrales y plazas. Tampoco entonces –el cuello entumecido, el oído ausente–, cuando fingió que introducía el pie fatal en un lazo de alambre, tampoco entonces hubo nadie a su lado, en la calle, para enderezarlo ligeramente y llevarlo hasta el rincón iluminado, transparente, donde se concertaban los sueños ajenos y las palabras.

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Quizá por eso prefirió no levantarse en seguida, y se quedó allí, tendido en la sombra amarillenta del suelo, con las piernas cruzadas junto a una alcantarilla, colocadas de modo que no obstruyeran el paso del destino de los demás. Los pliegues de la memoria se le fueron arrugando como hojas y su vida se encogía cada vez más entre los escalones rotos de la realidad y las citas amorosas de los demás; se encontraban y se despedían en torno suyo, bajo la lluvia nocturna, sin advertir la postura yacente de su cuerpo, que a lo sumo se distraía mirando las flores de las ventanas bajas. Ahora más cerca que otras veces de aquel día, cuando lo dejaron encorvado contra la pared blanca, escribiendo postales a desconocidos, con el nombre del remitente demasiado borroso. Pero los mismos sonidos de siempre le sorprendieron de nuevo con el alma desprevenida, en medio de la calle, más torcido aún el cuello entumecido, sin saber adónde mirar, y luego ya no pudo escribir otra postal. Así fue perdiendo el escaso ser a través de esquinas y recuerdos pelados, hasta que al fin cayó exhausto, fragmentado, sobre siluetas de polvo irreconocibles..., también esta vez sin palabras, con un trozo de vacío reseco en la boca, ya eternamente sorprendido.

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MATERIAL SEXTO Cuando me querrás ver, no verás nada. (Libro de Job, Fray Luis de León) Cuando recibió la última palabra, se estremeció hasta lo desconocido, alejándose de sí mismo de pies a cabeza, un hilo de musgo rozándole de los ojos al corazón, echada el alma más allá de la piel; y al verse rodeado de labios petrificados, sólo se atrevió a sugerir que aún no había terminado de vivir, y enseñó como prueba las hojas roídas de un calendario que estaba restaurando. Desde entonces las palabras no le dejan ni atarse los zapatos. Se asoma a la calle, indefenso, y me busca para compartir un estuche de postales que nadie le envió, o una lata de conserva de apellidos muertos. Al alba, tenemos el ser tan disgregado por el suelo húmedo, que no acertamos a encontrar el lugar del primer amor; y entonces el nombre, roedor, se vuelve contra nosotros y nos conduce hasta los dominios del abismo transparente –de seis ángulos encendidos–, maniatados y con los pies confundidos. Después, al cabo de unas horas, nos será dado regresar por otro camino. Pero tanto ir y volver por calles desconocidas, mal alumbradas, nos cambia la mirada, y la forma de andar se hace más culpable y solitaria, misteriosa. Ayer me dijo que no quiere salir más, que se quedará para siempre en la otra acera, tras los cristales 91


empañados, contemplando día y noche cómo llegan a su ventana y dicen su nombre los espectros de otra ciudad. Ayer me dijo, también, que guarda una bolsa de serpentinas para después de la muerte. Y me deseó buenos días y buenas noches. No nos hemos vuelto a encontrar detrás de ningún recuerdo. MATERIAL SÉPTIMO Hacía tiempo que por allí no había transeúntes. Nadie venía del otro lado diciendo tu nombre, doblando esquinas para verte otra vez. Por donde ahora, sin embargo, súbitamente aparece el perfil de una cabeza transparente, que me señala moviendo las cejas y me dice, de lejos: «No podía evitarlo. Cuando alguien le dirigía la palabra y, al azar, descubría pormenores de su pasado, o bien, sin querer, se acercaba demasiado a su espalda..., entonces, lo primero que hacía, falto de palabras, era contraerse hasta el mismo suelo y ocultarse detrás de la muerte de los demás, la que tuviera más próxima: siempre habría algún ser –decía– cuyo vacío piadoso no le negaría hospitalidad, y le dejaría vivir lejos del nombre y de la edad. No podía evitarlo. Estuvo toda su vida midiendo aceras desconocidas; poniendo el pie dolorido más allá de la realidad; ordenando las cosas menos importantes de sus encuentros lastimosos, que los de92



más siempre recordaban mejor que él, fatalmente. No obstante, ahora –resumió el perfil de la cabeza transparente–, de él sólo vislumbro su frágil manera de andar, desviándose cada vez más del lugar adonde quería ir al principio, lejos de su propia vida, que nadie, por otra parte, llegó nunca a conocer». Desaparece la cabeza transparente, se borran las señales, alguien apaga las luces amarillas, y todo se desvanece arrastrando una cola de pliegues arrugados por el suelo, y una servilleta arrollada en un aro de plata. MATERIAL OCTAVO Cada mañana daba quince vueltas, con preferencia a paso lento, por las arcadas de la plaza de las palmeras; de vez en cuando, se paraba a descansar un momento, lustraba las puntas de sus zapatos, sonriendo, y reemprendía la marcha; algunos días, introducía la mano en el agua del estanque y se refrescaba el perfil menos favorecido. También, casi a diario, hacía señas al cielo, mirando a los pisos más altos de la plaza, en donde, tras los visillos –aseguraba–, se transformaban en arena blanca todas las conversaciones de la vida que tenían más de quince días. Al dar la última vuelta, con mayor lentitud si cabe, miraba siempre de soslayo al otro lado, junto al escaparate de los animales disecados, para comprobar si aquello aún seguía allí, bajo la manta de la que iba saliendo un bordado húmedo, como hojas 94


de serrín empapado. Hacía ver que se sorprendía otra vez, y me apretaba el hombro, enternecido, y sólo decía que aquello no había cambiado de forma ni de lugar, después de tanto tiempo. De tal manera que no teníamos por qué alterar nuestros hábitos, y regresábamos con los ojos cerrados, andando de puntillas hacia atrás, contando los pasos e identificando los arcos resquebrajados de la plaza. Y así, al atardecer, llegábamos hasta las falsas paredes cubiertas de flores, que nadie podía tocar, y donde era fácil hablar y reír con los desconocidos; sin prisa, cerca ya de los seres que nos esperaban desde hacía tiempo, con un ramillete de fracasos para ti, decía: «Aunque los demás, quizá por temor, disimularan y no quisieran decírtelo, a ti, el más enyesado del grupo, el más torpe de los ausentes, que nunca te moviste de allí, de aquel portal profundo, mirando fijamente el líquido que se escapaba del bulto que la manta cubría, que la manta cubre desde entonces día y noche. Y cuya humedad bordada ya siempre se extenderá calle abajo, llevándose consigo tu nombre, tu mirada, más allá de las falsas paredes, más allá de las flores que nadie puede tocar». Luego me daba un pellizco y me decía que no me esperaba a mí necesariamente el ramo de fracasos. 8 abril (después de recopilar y transcribir los materiales en prosa poética del falso poeta, y corregidos algunos errores sintácticos) 95


Pronto averiguaré por qué tiene la ventana cerrada todo el día, y las luces encendidas toda la noche. Necesito encontrar una prueba más, y los visillos quedarán descorridos para siempre, y será revelada la falsedad de su vida, de su obra. De tal manera se hará la luz, que jamás volverá a escribir poesía, copiando mis palabras, copiando mi alma; jamás, pues, volverá a repartir versos por las escaleras este malvado poeta, este vecino falso hasta el infinito. Pronto daré noticia de cada una de sus fechorías, redactadas en prosa o en verso, pero fechorías al cabo de la peor especie. De momento, será mejor no decir nada más y proseguir con la investigación de los gestos y las palabras. Cualquier indicio estético, una irregularidad en su vida privada, cualquier detalle mínimo puede ser fundamental para resolver este caso poético.

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NO ERAN CUENTOS DE HADAS



Eso pasó, y quedaba para los días venideros una vida hecha de sobras Ricardo Güiraldes, Raucho



CUENTOS DE LAS OCASIONES PERDIDAS



ABRIR Y CERRAR UNA PUERTA Para explicarlo mejor y ser debidamente comprendido, hubiera tenido que remontarse al episodio más triste de su vida, como le sugerían algunos amigos del barrio. No obstante, debía animarse, mostrar fuerza de voluntad por lo menos una vez en la vida, si de veras pretendía ir hasta las casas desde cuyas terrazas se veía todo el cielo, y asistir a las fiestas donde la gente, decían, se amaba hasta el amanecer. No podía seguir así, dando vueltas interminables cerca de las fiestas que con tanto esmero organizaban los demás, o sin asistir a los numerosos actos a que era invitado por las agendas de los periódicos; o malogrando citarse con alguien los viernes por la noche, siempre por ese temor a explicar lo que realmente sucedió años atrás, durante el comienzo de una fiesta de aniversario, y que al parecer le complicó después la mitad de la vida. Cada vez menos cuerpo, cada vez más espíritu, no se le cayeron, sin embargo, los regalos de las manos cuando, esforzándose de nuevo, abrió un poco la puerta y la volvió a cerrar en seguida antes de abandonar el lugar, casi deslizándose, donde también esa noche se celebraba otra fiesta. No negaba que hubiera deseado conocer mejor el interior de aquella fiesta, que apenas había entrevisto, pero a la vez temía que nadie pudiera reconocer su voz, y que

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sus palabras, con la sílaba final inaudible, cayeran al suelo y reventaran entre aceitunas pisoteadas. Pero era más conveniente y seguro abrir y cerrar puertas con urgencia, todas las puertas, como si no hubiera nadie en las casas que visitaba, nadie en el mundo, ni siquiera él mismo: nadie, por tanto, si no había nadie, ya podía disponerse a salir, aun antes de entrar, de aquellas casas donde se representaban las fiestas humanas y el amor; y regresar lo más deprisa posible a no sabemos dónde, pero en cuyo espacio debía sentirse más protegido, más a gusto. Un día, dicen, mientras repasaba los años de su vida, en casa, cuando sólo tenía a su lado la sombra de un sobre, cuyo contenido, triste, le había partido el alma…, dicen que se puso al corriente de todo lo que había entrevisto y perdido tras las puertas, en el interior de las fiestas. Aunque ya no le afectaban como antes aquellas noticias, se fue sin embargo por otra calle, hacia abajo, muy lejos del barrio y de nosotros. Una noche lo encontraron muerto detrás de una puerta, indocumentado, con una herida profunda en el cuello.

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EL MÉTODO DEL RIDÍCULO Algunos vecinos habían interpretado mal sus palabras, cuando les dijo que le gustaría hacer el ridículo hasta el último momento, junto a ellos, en el mismo edificio, y desde entonces más de uno le negaba el saludo. La verdad es que tampoco habían entendido aún por qué, cada siete de enero, entraba en una papelería del barrio y pedía un calendario de hoja mensual; para al menos tener, decía, una referencia del tiempo que aún le faltaba para ser llamado por su nombre y amado por ella, a quien había soñado desde su adolescencia, aunque de esto hacía mucho tiempo. Pero nunca llegaba el día deseado, a pesar de las buenas predicciones que un vecino espiritista le hacía el siete de enero de cada año. Sin embargo, quería seguir viviendo así, con cierta esperanza, aunque le dijeran que de nada le valdría deshojar calendarios todo el año, ya que en modo alguno sería amado. No debía hacer caso del vecino espiritista. Por mucho que esperara y deshojara, nunca le amaría nadie. Ni conocería, por tanto, el contacto directo con lo sublime, ni los rituales del barrio, con ramos y guirnaldas de flores en portales, puertas y ventanas; ni tendría nunca intermediarios líricos, como por ejemplo una novia. Debería conformar-

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se, pues, con el futuro de una vida discreta, sin grandes pasiones ni altibajos por el camino. Pero él, una vez más, estaba dispuesto a hacer el ridículo hasta el último momento, allí mismo, junto a ellos, sus vecinos. Y siguió esperando.

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UNA MESA PARA CUATRO No era médium ni poeta, no era actor, pero a veces le parecía que otro, una especie de doble, ocupaba su lugar, substituyéndole al momento cuando una necesidad perentoria le obligaba a retirarse de una reunión, de un encuentro. Era un doble diligente, que se levantaba de la silla, ágil, y daba un salto hasta el mismo sitio que ahora ocuparía ante los demás, mientras él, que no era médium ni poeta, se hallara ausente. Pero un día tuvo menos suerte, y no comprendía luego cómo pudo llegar a pasarle todo aquello, faltándole además en aquella ocasión la presencia urgente de un doble hábil y oportuno que le habría ayudado en medio de la reunión. Diremos, pues, que fue un día aciago en su vida, sin la protección de un doble, y aún hoy le dolían, al recordarlo después de tantos años, las cuatro puntas de un tenedor que él mismo se clavó en una pierna, junto a la rodilla. Hace mucho tiempo, en otra ciudad, un mes de febrero, debía encontrarse en un restaurante con tres personas, al mediodía. Demasiado puntual siempre, llegó a la cita media hora antes de lo convenido, pero no dudó en entrar al restaurante y solicitar ya una mesa para cuatro, mejor si podía ser en un rincón, fuera de las corrientes de aire. Sin embargo, también allí dentro, en el confortable rincón, le molestaba un poco de aire, y pasaba el tiem109


po, y seguían sin aparecer los tres comensales. En realidad, hacía ya un rato que no sabía qué hacer con las manos, sentado a gusto, sí, bien arrinconado, pero inquieto, sospechando lo peor. Desamparado, solo ante aquella mesa para cuatro, ignorando aún cómo podría salir del restaurante. De momento, aceptó que le sirvieran unos platillos y una bebida, restos de menú a esta hora, platos improvisados, le sugirieron, pero él no se inmutó y los recibió con agrado, añadiendo incluso que le parecía maravilloso poder contar, pese al tiempo transcurrido, con tales sugerencias culinarias, con un verdadero menú accidental. Luego de atragantarse cuatro o cinco veces, decidió sobrevivir como fuese, de cualquier manera; entonces fue cuando sintió en la mano el frío insoportable del tenedor; y en un impulso lo escondió debajo de la mesa y, agachándose un poco, se lo clavó dos veces en la pierna derecha, junto a la rodilla. Acto seguido, se incorporó de la silla, pidiendo auxilio con los pantalones ensangrentados. Lo entrelazaron por la cintura y le dieron toda clase de atenciones personales y médicas, saliendo por fin del restaurante acompañado por dos enfermeras, la cocinera y algunos camareros. A pesar del dolor ésta fue, decía después, la manera menos deshonrosa de salir y dejar abandonada la mesa para cuatro, con tres sillas vacías desde el principio, y la otra, la suya, manchada de sangre.

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LAS OCASIONES PERDIDAS Ahora, a sus treinta y cinco años, comprendía que no era tan fácil como le habían dicho estar dentro pero con un pie fuera. Hablaba de la realidad, del mundo de los otros. Porque, decía, cada vez se requería más preparación física y concentración para esquivar los bultos que venían de las calles, de las casas, de cualquier parte. Los bultos, aquellos obstáculos de la vida. Mal asesorado desde un principio, a su edad ya no sabía qué hacer con los fragmentos del alma que había ahorrado a lo largo de ese tiempo de soltero, mientras aguardaba la llegada discreta de alguien que se fijara en él. Alguien que supiera apreciar, con la debida atención, la cantidad de alma ahorrada desde la infancia. Una cantidad nada desdeñable, por cierto, como ya habían podido apreciar algunos, en aquella época no tan lejana, cuando pasaba las tardes con aquellas señoras del parque, dando largos paseos con ellas y hablando sin cesar de los ahorros del alma, o de las impurezas adheridas a las cosas y las palabras. Hasta que, en las últimas tardes, reaccionando de una forma insólita, tuvo la osadía de compartir con una de aquellas señoras, entre los árboles, algo más que el alma ahorrada, olvidadas por un momento las impurezas de la vida, y alcanzando ambos, sobre el césped, tal grado de abandono y silencio, que al día siguiente determi111


naron suspender los largos paseos y las palabras, a fin de no volver a coincidir entre los árboles, sobre el césped de ningún parque. Así pues, ya no hubo otras tardes, ya no daría fácil conversación a las señoras por las calles y jardines, ni mencionaría con tanta ligereza los ahorros del alma ni las impurezas de las cosas. Debía preservar mejor el alma ahorrada. De modo que así fue transcurriendo su vida, empeñado en comprar un ramo de flores cada semana, acaso esperando, aún, que se abriera una puerta secreta y que, de pronto, apareciera alguien a quien poder descubrir sus ahorros de alma, preservados entre las flores. Aunque, también como siempre, tuviera que guardarlo todo más tarde, por la noche, cuando se quedaba absorto repasando su vida. Y antes de dormirse, se lamentaba por una plegaria mal atendida, por su mala suerte, por no haber tenido aún, a su edad, una buena ocasión para descubrir al mundo su alma ahorrada, aquellos restos de alma ahorrados con tanto afán y silencio, sin las impurezas de las cosas ni las palabras gastadas, como decían aquellas señoras en el parque.

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LA VITA NUOVA, O LA BALADA DE LOS VECINOS Ahora, a sus treinta y nueve años, habiendo regresado por segunda vez al barrio donde había nacido, con el propósito de residir allí el resto de su vida, y dando por finalizados los llamados asuntos exóticos del amor; liberado, en suma, de las angustias del cuerpo y del azar de los fines de semana, dispondría de la pequeña reserva de energías para emplearla en una vida nueva. Era lo menos que podía hacer, a su edad, para complacer a los vecinos. Después de haberles amargado más de una vez con su silencio, o con la presencia esquiva de los asuntos exóticos del amor, que algunos de ellos no entenderían nunca, lo menos que podía hacer, pues, era corregir aquellas esperanzas y aplicarse en cuerpo y alma a una nueva vida. Una vida que ya no diera que hablar, sin exotismos ni murmuraciones, una vida de la que sus vecinos pudieran sentirse orgullosos, cada uno abriéndole las puertas de su casa para descansar juntos, apaciblemente, todas las futuras noches del mundo. Y que, al día siguiente, se despertaran alegres, sorprendidos al verle tan animado en la escalera, saltando los escalones de dos en dos. Incluso los más reacios a ese cambio de vida anunciado por él, acabarían por reconocer que, en los descansillos de la escalera, cosas peores se habían 113


visto. Y también lo tratarían como antes, cuando todo el mundo se quería y nadie había muerto; cuando él aún no los despreciaba, ni había entrevisto siquiera los asuntos exóticos del amor, que ellos jamás comprenderían. Y todos volvieron a ser felices, desde la trastienda al piso último, en aquel edificio de una calle estrecha, junto al puerto.

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DESHONRAS DE LA VIDA COTIDIANA I Todo consistía en saber comenzar a tiempo. Cualquier resultado era posible. Ya le habían advertido que a todos les ocurría más o menos lo mismo al principio, y que por tanto no debía desesperar en modo alguno. La primera vez, en todas las cosas, en cualquier fiesta, en cualquier relación, uno era siempre mirado a distancia, con cierta indiferencia, como si hubiera entrado un sospechoso en la felicidad, en la fiesta de los otros. Hasta aquí nada fuera de lo normal, nada que no haya sorprendido también a todos los que empiezan. Pero debía sobreponerse en seguida a las miradas esquivas y a los olvidos que te empujan al rincón menos frecuentado. Sin llamar la atención, con naturalidad, debía dar a entender que ya tenía resueltas las cosas de la vida, y que no iba a flaquear ahora, sentado en el centro de la fiesta, con una copa en la mano. Pero lo cierto era que a su edad, no obstante haberlo intentado infinidad de veces, no tenía en absoluto la vida resuelta, seguía con los mismos reparos y comprendiendo cada vez menos las necesidades y caprichos de este mundo. Sabemos, por otras personas, que vivió solo la mayor parte de su tiempo, aunque en dos ocasiones, dicen, intentó probar

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lo que llamamos vida en común, sin obtener con ello más que disgustos. Y al parecer no era por falta de entrega: los primeros días se esforzaba por ilusionarse y corresponder a cualquier presunción de amistad, de amor, pero no tardaba en quedarse estupefacto y balbuciente ante las reacciones diurnas y nocturnas de las nuevas amistades. También dicen ahora que, tal vez, si no hubiera sido por aquel ruido en la habitación, una noche…, las patas de aquella silla, crujiendo, rascando el abismo del suelo, aquel sonido estridente que le hería por dentro, que le despojaba el alma a trozos, los cuales eran aplastados entre las baldosas rayadas y las patas de la silla arrastrada sin miramientos, toda la vida sangrando al borde de la cama… Pero de esto hace mucho tiempo y los ejercicios de la memoria se contradicen a menudo, añadiendo aquí, allá quitando, modificando sin cesar el ruido de la silla y las palabras de esta historia. Al final, durante los últimos años, acabó por rehuir cuanto pudo a los seres amados, arguyendo que no estaba dispuesto a aceptar más deshonras en esta vida. Ni más dedicatorias ni más regalos, decidido a no dejarse querer por nadie, sin llamar a ninguna puerta, solitario y feliz en el abandono, puro y libre de las deshonras de la vida cotidiana, hasta el último día.

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II Ahora, con toda seguridad, ya no habría más inocencia en su vida, ni volvería a salir jamás de su casa impunemente. Aquel último, sin duda, había sido un año importante, un año principal, en el que se alternaron días de actividad social, recreo íntimo y utilidad (decía copiando frases de un anuario). O por lo menos, así fue hasta que llegó el mes de mayo, mes en que debía celebrarse la gran ceremonia. Pero el miedo le entró en las manos, en los pies, volviéndolo inútil para los usos de la vida cotidiana. Sin embargo, aún pudo dar unos cuantos pasos más y simular buena voluntad antes de alejarse de las personas que le preparaban una vida feliz. Cansado de moverse por iniciativa ajena, la angustia le dobló la espalda y solicitó permiso para ausentarse, para huir de aquella ceremonia, para huir de todos, luego de haber saludado y protagonizado el espectáculo más triste de este mundo: asistir a una ceremonia sucio y ensangrentado por un accidente en la escalera de su casa. La boda, pues, no se celebraría. Afortunadamente, había recuperado el habla después de muchos meses de silencio, al tropezar en el rellano de la escalera con una vecina, en cuyo cuerpo esponjoso e infinito se había precipitado al perder el equilibrio; y del cual se despidió, sucio y ensangrentado, para asistir a la ceremonia, recordaba luego con melancolía. Así pues, había sabido reaccionar a tiem117


po cuando le exigieron, al comenzar la ceremonia, que se callara otra vez y dejara de hacerse el gracioso contando aventuras de escalera, ya que él ignoraba, decían, lo que significaba una auténtica vida feliz. A trompicones, clavando un pie aquí y el otro más allá, agachándose y levantándose, consiguió salir de la iglesia, mirando al cielo nublado, y fue a esconderse días y días por callejuelas y jardines solitarios; lejos del mundo, hasta que por fin llegó a su domicilio, de donde ya nadie, ninguna vida feliz, podría hacerle bajar a la calle para tentarlo de nuevo. Desde entonces, como su capacidad de amar, de formalizar deseos de compañía, decía él, se había resuelto tan mal, se abstendría en lo sucesivo de fomentar peligrosas relaciones sentimentales; por lo cual, era más recomendable provocar una caída en la escalera que volver a salir corriendo de una ceremonia, previniendo así cualquier tentación de vida en común. Ahora viviría de otro modo a como había soñado tiempo atrás, ingenuamente; ahora, quizá su vida sería un tanto anómala, y seguramente le recriminarían por hacer el ridículo hasta el último momento, sí, todo eso es cierto, pero se trataría de su propia vida, sin ceremonias de ninguna clase, ridículo hasta el día último, si quieren, pero siempre por iniciativa propia.

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CONSIDERACIONES SOBRE LA ALEGRÍA No podía continuar viviendo de este modo. De seguir así, todos, todas las cosas se alejarían de él, para no volver, y cada vez le sería más difícil la convivencia en la ciudad. Algún día, cuando ya fuera demasiado tarde, comprendería la falta de prudencia que es vivir así tan alegremente, sin un poco de tristeza en el ojo, riéndose a cada instante como si en realidad viviera en otro mundo, mostrando una alegría casi ofensiva. Si quería hacer un poco de historia en el barrio, y que sus hechos fueran narrados con orgullo por sus conocidos, era necesario que aprendiera cuanto antes a reírse menos. Porque si esperaba mucho y se demoraba en cualquier nimiedad, luego se arrepentiría toda la vida. No era la primera vez. Ya le habían advertido en varias ocasiones que su manera de vivir, que su alegría también podía resultar peligrosa para él mismo, ya que no todos adivinarían que ésta, su alegría, era sólo la de un pobre iluso, sin malicia alguna, sin mala intención en sus contracciones labiales, festivas. Debía, pues, considerar las ventajas e inconvenientes de todo ello, incluso, como decían, por su propio interés. Últimamente, su falta de dominio le hacía perder la compostura en cualquier reunión profesional o encuentro amoroso; donde, ante la perplejidad de todos los presentes, se veía obligado a 119


ofrecer disculpas, ya que debía retirarse con urgencia en dirección al lavabo, en cuyo recinto, sin vigilancia, sin compromisos, podría reírse con tanto ímpetu que seguramente se oiría desde fuera. Al cabo de unos minutos, abriría la puerta del lavabo, ya más tranquilo pero algo avergonzado, con la mano intentando cubrirse los labios, donde aún temblaba un ligero espasmo de alegría. Había de saber, le advertían, que si a partir de hoy no se dominaba cada vez más, caería sin remisión en el ridículo absoluto. Le aconsejaban muy seriamente que lo pensara por la noche. Pues conseguir hacer sólo la mitad del ridículo, le decían, era una mejora para él que bien merecía un esfuerzo por su parte. De tal modo, que su vida, con más recato y dominio de los músculos faciales, con una mejor disciplina para las imprudencias, sería más digna de mención y recuerdo en el barrio. Una vida, al fin, resuelta a hacer sólo la mitad del ridículo que hasta ahora había hecho en reuniones y encuentros inesperados. Porque sólo así, insistían, el ridículo de su vida quedaría reducido a la mitad.

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UN DÍA DE ÉXITO Sobre todo hay que tener siempre las ideas claras, decía tiempo atrás. Las ideas claras, repetía, cuando aún no le habían alterado el alma con rumores sobre la vida, sobre su vida. Pero lo cierto es que ahora ya no pensaba lo mismo, ya no mostraba tanto aprecio por las ideas claras, y a la vez había empezado a tener malos pensamientos sobre sus primeros amigos; también sobre ella, que le confió mentiras de muerte, falsedades de piel, quince meses después de haberse instalado juntos en la casa de la colina, recordaba negando con la cabeza. Y así estuvo largo tiempo, retocando las puntas de sus malos pensamientos, cada vez más abundantes. Hasta que un día, un día de éxito, exclamaba él, tuvo una segunda oportunidad, en la calle, cerca de su casa (pero entonces ya no vivía en la colina). En suma, vio a otra persona, e hizo lo adecuado para coincidir con ella por tiendas y calles. Sólo entonces, desde que había visto a otra persona, acercándose a ella cada vez más, podríamos decir que de nuevo comenzó a dar señales de vida, y a disfrutar, exclamaba él, de la prolongación de un día de éxito. Si bien, eso sí, habría que omitir cualquier referencia al tiempo pasado, ya que en su estado actual, y no obstante querer reanudar el trato y la conversación con los demás, sería harto peligroso soportar el peso de una pregunta sobre su pasa121


do. Porque todo era muy frágil en su vida, tanto, que si no se hablaba con cierta cautela, sus días podrían quedar fatalmente resquebrajados, roto para siempre el fino cristal de un día de éxito. Y aunque él también quería ser feliz, sumarse a la fiesta de la vida que representaban los demás, había también allí, finalmente y como siempre, más de un silencio, demasiada crueldad y algún resto de ternura, algún resto. Porque nunca, decía, es completamente distinta la vida. Y desde entonces procuró ponerse donde su día de éxito no estorbara a nadie, bien acurrucado, bien disimulados sus días felices en el olvido del mundo.

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PROMESAS DE FUTURO MALOGRADAS Aquello que se venía murmurando desde hacía tiempo y no se quería decir claramente, sucedió porque los elogios que alguien hizo a su vida pesaron más que los reparos; y así, animado de cuerpo y alma, cualquiera puede dar un paso en falso y cometer una torpeza, un roce, una palabra involuntaria: declarar, por ejemplo, su entusiasmo por el comportamiento generoso de otra persona hacia él, cuya vida, había que recordarlo, no estaba por entonces sobrada de atenciones ni de reconocimiento vecinal. Antes al contrario, en los últimos tiempos, más de uno, más de dos vecinos hubieran querido empujarlo por su cuenta y hacerle ver, de modo contundente, que no todos le guardaban un poco de respeto, ni por supuesto coincidían con él en la manera de mostrarse alegres. No era lo más sensato dar saltos de alegría por la escalera por cualquier bagatela, por cualquier motivo. Y en su caso mucho menos, ya que fue justamente en aquella escalera, en el rellano que él ya sabía, donde cometió varias imprudencias; e incluso, se murmuraba, fue allí donde llevó a cabo alguna que otra indecencia, junto a la barandilla de la escalera, alargando con facilidad la mano hacia las puntillas de encaje de las vecinas más ingenuas o revoltosas, ya que tanto le daba, decían algunos.

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Él, que había tenido un futuro tan prometedor, ahora arrastraba sus flaquezas, su cuerpo menguante, por jardines y parques, tropezando detrás de los árboles, con una mano en el abismo y la otra en el bolsillo, temblando, desamparado entre las ramas, observando con miedo el movimiento de los otros cuerpos sobre el césped…, tal y como se venía murmurando desde tiempo atrás y ahora ya se decía claramente para que lo oyera todo el mundo. Malogradas, pues, todas las promesas de futuro, acabaría sus días y sus noches, solitario, cruzando a la deriva calles, jardines y plazas, con una mano cayendo al vacío y la otra temblando en el bolsillo.

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LA ÚLTIMA CENA Como en tantas otras ocasiones, también esta vez se angustiaba demasiado. Sin embargo, había conseguido llegar hasta el portal de la casa. Cuando pulsó el botón del ascensor, y sobre todo al bajar en la cuarta planta, ya se había preparado y estaba dispuesto a resistir lo mejor posible cualquier frase o mirada de los otros convidados; e incluso, aprovechando el menor descuido, tenía la pretensión de ser feliz, moderadamente feliz. Así se sentía cuando llamó al timbre de la puerta, sonriendo. Pero de momento no salía nadie a recibirle, y la puerta se abrió automáticamente, como en una oficina, de tal modo que entró y avanzó a solas por el pasillo, muy iluminado, que daba al gran salón, donde ya todos los presentes le esperaban para cenar, tres hombres y dos mujeres. Se saludaron y en seguida se sentaron a la mesa ovalada del salón comedor. Esta precipitación, por lo demás acompañada de palabras amables, le hizo balbucear una ocurrencia, una especie de gracia inacabada, mientras le indicaban ya cuál era su sitio en la mesa, su silla, por cierto la más cómoda, decían las dos mujeres; silla aterciopelada, a la que él se aferró para no balbucear más. Así pues, dio comienzo aquella cena. Hay que decir, a favor de las cinco personas, que trataban al invitado recién llegado con toda clase

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de buenos modales, de simpatía, y que él agradecía de corazón los halagos, las atenciones de que era objeto en el gran espacio del salón, en un extremo de la mesa; pero, con todo, no podía dejar de sentir la angustia de aquella presencia, tan poderosa… Sí, no diría ni una palabra sobre ello, pero aquella presencia…, la belleza compacta de aquellas cinco personas, le resultaba insoportable. Ahí estaban, a su lado, cinco cuerpos elegantes, armoniosos, cinco bellezas puras levantándose y sentándose, yendo y viniendo angelicales, casi danzando con un plato en la mano, también éste reservado para él. Sin haber reparado acaso en la falta de proporción física del último invitado, o no dándole mayor importancia a ese defecto, los tres hombres y las dos mujeres alargaban sus manos hacía él, hacia sus hombros cada vez más encogidos; le colmaban de felicidad, le ofrecían los cinco aromas de sus cuerpos alegres, frescos, el rumor turbador de sus vestidos, pero él ya no podía resistir más la contemplación de tanta belleza. Se veía atado a la silla por lazos de colores, serpenteantes, cálidos, que parecían surgir de aquellos labios, de aquellos ojos que le rodeaban. Y no sabía qué hacer, cómo recibir el amor que le prodigaban de cerca y de lejos, en la misma mesa o desde la cocina, anonadado por aquella presencia que flotaba en torno a él, y que ahora le traía ya otro plato, uno más pequeño, donde una forma rectangular, almendrada, oscilaba en un líquido espeso. Como respuesta a tales atenciones, no se atrevía a 126


decir sino gracias, una y otra vez gracias, mientras escondía las manos entre el borde de su plato y la mesa, pellizcando el mantel y alisando luego las arrugas; intentado en vano ahogar la mirada en copas y vasos, o bien pinchándose ligeramente los dedos con un tenedor. O sea que estaba, podríamos decir, herido de muerte. La contemplación de aquella presencia, de la belleza de aquellos cinco comensales, le había dejado al desnudo en el gran salón, avergonzado por delante y por detrás, perplejo entre platos y servilletas bordadas, cada vez más deforme en la silla aterciopelada, superfluo, cada vez más muerto en medio de los postres infinitos. Así fue como terminó la cena, entre licores verdes y blancos; resplandecientes, iluminados de belleza los tres hombres y las dos mujeres, en tanto él, fatigado, acabado para siempre, se levantaba y abandonaba la mesa, aturdido, sin cuerpo, sin alma. Cuando se despidió bruscamente de los cinco, abriendo y cerrando las manos abatidas en los bolsillos, dando la espalda a tanta felicidad, un aroma de aquella belleza entró en el ascensor, bajó con él hasta el portal, y ambos salieron juntos a la calle, ya de madrugada. Durante días y días tuvo aquel aroma dentro de sí, impregnando su carne humillada, su alma herida. No sabía aún que había asistido seguramente a la última cena, a su última cena con los hombres y las mujeres, y que ya nunca más sería objeto de tantas y variadas atenciones en esta vida.

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MALAS COMPAÑÍAS I Reconocía, y ahora sin excusa alguna, que se había portado mal en los últimos tiempos; reconocía, por ejemplo, que no trataba bien a los amigos, o por los menos que no los trataba igual que antes, cuando aún, según dicen, no frecuentaba las malas compañías. Sin embargo, le costaba reconocer que, desde entonces, y a pesar de su timidez, hablaba de continuo, sin venir a cuento, de sus experiencias con la felicidad. Y lo hacía con tal descaro, murmuraban algunos, que no podían soportar escuchar más de una frase, incómodos, sin enrojecer. Pretendía, con ello, no sólo hablar bien de su propia vida, sino también despreciar los hallazgos amorosos de los demás, sin duda más cuantiosos pero de menor calidad, afirmaba. Y acto seguido, sacando una mano del bolsillo, mostraba una copia de la lista de anécdotas vividas recientemente con sus novias, cuya enseñanza, decía, muchos haríamos bien en recordar antes de acudir a la cita con una desconocida. Pero la vida cambia y el dolor y la felicidad te hablan de otra manera, como dice un vecino. Lo cierto es que últimamente ya no hablaba tanto como antes de sus experiencias con el infinito amoroso; y sólo en muy contadas ocasiones volvía a mostrar la 128


famosa y deseada lista de sus novias, nombres por lo demás ya todos ausentes, cuando no inventados, como indicaban los menos tolerantes. II Dicen que todo le fue de mal en peor, viéndose cada vez más solo, por haberse obstinado en vivir sin atender al reclamo de lo cotidiano, como si nadie le hubiera avisado del peligro de vivir así. Como siempre ocurre, lo que muchos no sabían era que él ya había intentado llevar otra vida, una vida semejante a la de todos ellos, pero en el momento más inesperado apareció alguien en medio de la calle que no le dejó continuar. La realidad y las personas se complicaron, todo parecía secreto y con tales dificultades diarias no había modo de compartir ni un recuerdo gastado, mucho menos las aspiraciones del alma. A tal extremo llegó la imposibilidad de relacionarse, de nombrar a alguien familiar o simplemente conocido, que empezó a salir con desconocidos, a frecuentar lo que se decía malas compañías, lejos, muy lejos de cualquier casa donde se organizara una fiesta, una cena, un regalo que también sería para él si no lo evitaba a tiempo. Porque a su edad, decía, ya no tenía más que tristeza, y prefería andar solo, embelleciendo por dentro y por fuera las fealdades de su vida. Ahora ya no podía hacer otra cosa. 129


Después de todo, aquel resto de vida, aquella tristeza, no era tan mala compañía como decían algunos. Y siguió así cada vez más callado, cada vez más ausente, eludiendo cualquier especie de reclamo, cualquier lugar en fiestas, donde él ya no podría ser feliz como antes; y por tanto era mejor para todos que él continuara saliendo con desconocidos, con malas compañías, a cuyo lado, sin compartir ningún sentimiento, podía dedicarse a embellecer las fealdades de su vida, por dentro y por fuera. III Al verle tan acompañado, paseando arriba y abajo sin descanso, aún salían algunos a la acera y le avisaban: “Valiera más solo que mal acompañado, cambiar de vida y reposar en alguna parte”. Pero él, fingiendo distracción, cerraba suavemente la puerta de su casa y bajaba otra vez al encuentro de las malas compañías. Poco experto en almas, prefería no abusar de las intimidades, de las confidencias, y por eso evitaba siempre que podía cualquier referencia a su vida privada. Hablar lo menos posible de sí mismo y controlar el exceso de ausencias, tales eran de momento sus dos objetivos más inmediatos. De modo que siempre acababa yendo a algún sitio donde sabía que habría alguien, algún desconocido con quien pasear una hora más, sin palabras íntimas, 130


sin aquellos excesos físicos ni espirituales que tanta ausencia le hacían sentir después, cuando se separaban hasta otro lunes o domingo. Quizás era verdad que ahora, en el fondo, vivía más solo, como señalaban algunos. Estaba dispuesto a aceptarlo, y dejar la vida, su vida pasada, entera, en manos de los vecinos, mientras él se ponía al lado de las nuevas amistades, de las malas compañías, aunque ello supusiera vivir a medias. Así, pues, quedaban las cosas. Viviría de un modo más imperfecto, si quieren, incompleto por dentro y por fuera, pero mejor una vida a medias, decía, que no seguir soportando el exceso de recuerdos magullados, de ausencias muertas, que le arrojaban sus vecinos, decepcionados. IV Ya lo había hecho en otras ocasiones. Por eso le advertían que ésta sería la última vez que lo hiciera, por lo menos en el barrio. Por supuesto, ya no tenía la excusa de la edad como antes, cuando hacía preguntas sobre las relaciones que mantenían las primeras y las últimas cosas, las primeras y las últimas personas. Porque entonces, aunque él no lo recordara, su cuerpo era menos grande y tenía más pureza en las manos, y sus palabras, sus preguntas, así dichas, con dulzura, no podían ofender a nadie. En definitiva, que él ya no era el mismo, y por lo 131


tanto debía aceptar que ahora, como vecino, no resultaba nada grata su presencia; ni sus bobadas en la escalera tampoco eran graciosas como antes, cuando las dedicaba exclusivamente a las niñas de su misma edad. Así pues, en pocas palabras, no tenía ninguna gracia. Cada vez más aburrido, feo y torpe, era un mal ejemplo para toda la comunidad, cuyo desprecio ya le fue anunciado mediante un golpe seco de taco de billar en la cabeza; un golpe que le dejó el alma y la camisa perdidas de sangre. Él, que tan feliz había sido jugando al billar con sus vecinos, se palpaba ahora la cabeza y la camisa, ambas manchadas, y volvía a su casa sin haber podido defenderse, con toda la vida herida, mal combinados los recuerdos, y algunas palabras ya podridas bajo una mesa de billar. Fue precisamente entonces cuando empezó a salir con malas compañías. Pero, decía, no se trataba de comenzar de nuevo, de volver a intercambiar nombres, sentimientos o cosas parecidas. No, ahora no se trataba, insistía, de conocer a otra persona, la última persona, ni de preparar, a escondidas, una vida feliz con otro ser, distinto. En realidad, todo era mucho más simple: limitarse a entrar y salir de casa, indiferente a las opiniones, tapándose los oídos, sin dedicar más bobadas a las niñas, tan sólo saliendo a pasear un rato más, sin grandes esperanzas, a buen paso, eso es todo, aunque para ello tuviera que recurrir a las malas compañías. 132


De todos modos, las cosas no cambiarían. Se había vuelto aburrido, lo confesaba, y también feo y torpe, no lo discutía. Sin embargo, nadie podría impedirle hablar con otras personas, quizá poco recomendables, ahora que había pasado su mejor edad; ahora que, según decían, nunca más volvería a ser invitado a ninguna fiesta, ni llamado para presidir alguna reunión. Por muchos rumores que divulgaran en su contra, no bastarían para estorbarle sus frecuentes paseos con desconocidos, con malas compañías. V Hubo un día en que, muy ofendidos, cansados de tanto esperar, llamaron con violencia a su casa y se lo dijeron: hacía ya tiempo que se había roto para siempre el espejo mágico, el cuerpo reflejado no era el mismo de antes, ahora tenía la mirada esquiva, una cicatriz arrugándole la boca, el labio inferior; en suma, a ellos no les gustaban las cosas ambiguas, y mucho menos aquel rostro suyo tan abstraído, roto en mil pedazos como un espejo mágico tirado a la basura. Ambigua y arrugada, tal era su vida desde el primer día en que aparecieron por el barrio aquellas nuevas amistades preguntando por él. Era la suya una historia para olvidar cuanto antes, con el cuerpo cada vez más gastado y el alma impúdica, a tro133


zos abandonada aquí y allá, en manos desconocidas. Él, cuyo nombre avergonzaba a su propia familia, ya no era querido por nadie de la escalera, donde, en otro tiempo, los hombres y las mujeres eran felices viéndolo subir y bajar, y lo habían tratado como a un ser realmente amado. Pero llega un día, una noche en que todo se acaba, y la fealdad se apodera del alma y traza líneas oscuras en la piel, y eres ya una mera sombra rota, si uno se abandona y entrega su vida a unas manos desconocidas. Eso es todo. Había crecido, y ahora no les gustaba.

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VIDA SECRETA Vivía sin pretensiones. Pero a él también le hubiera gustado, alguna vez, hablar sobre otra persona, decir que, aparte de él, había otro ser en su casa, compartiendo las cosas y proyectando alguna que otra fiesta, que no se celebraría. Por desgracia, siempre que estuvo a punto de contarlo, cuando iba a poner en claro de quién se trataba y cómo se llamaba, una tristeza se interponía en mitad de la frase y ya no podía continuar. Por eso mismo, empezaron a difundir sospechas sobre él por todo el vecindario, y más de uno se dedicaba, al atardecer, a espiar cualquiera de sus movimientos desde las ventanas de enfrente. Mediante ese obstinado espionaje, se pudo contemplar al fin el cuerpo vestido de esa otra persona, que, según ciertos indicios, convivía con él desde hacía poco tiempo, dos o tres meses a lo sumo. Puede afirmarse, sin duda alguna, que no vinieron juntos a instalarse en el barrio. Aunque no se había logrado averiguar de quién se trataba ese cuerpo vestido, aunque no se sabía siquiera cómo se llamaba, algunos observaron desde las ventanas los primeros indicios, serios, de mala convivencia entre ambos. Sospechas que él, por otro lado, no podía aclarar, ya que seguía viviendo sin pretensiones, tropezando, balbuciendo siempre la misma tristeza en medio de una frase.

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Sin embargo, los rumores nocturnos, los gestos de este o aquel espía, en suma, la oscuridad, como había leído en un libro de juventud, iba “cerrándose finalmente en torno a él y la fatiga y un poco de miedo comenzaban a apoderarse de su ánimo”. Sin pretensiones.

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UNA HISTORIA MÁS Un día cruzó la calle, ilusionado, decidido a hacerlo también él. Dispuesto a añadir sus aventuras a esos ejemplos, a esas historias que uno oía cada mañana por calles y tiendas. También él contaría a todos su propia historia, acaso de menor categoría en apariencia, pero cuya comparación con las anteriores, a la larga, no le sería desfavorable. Es más, con un poco de suerte, incluso podría ser considerada más atractiva, más valiosa que otras; tras lo cual, la narración de su propia historia le convertiría de inmediato en uno de los seres más queridos del vecindario, prestigio por el que luchaba afanosamente desde su juventud sin haberlo conseguido hasta el momento. Pero esto cambiaría pronto si podía añadir su propia historia a las otras, y empezaran a quererle, y mejorara su vida de principio a fin. Y entonces, pensaba, ya no habría nadie que le dijera lo mismo que alguien solía decirle a menudo: que nunca le faltaría nada para ser feliz, de mayor, nada, excepto el amor de los otros.

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TODOS MENOS ÉL Todos lo sabían menos él. Todos menos él. Unos y otros habían comentado, en el ascensor, en la escalera, los temas a tratar en la reunión convocada para hoy por la Administración de Fincas. A decir verdad, no era sino una reunión anual, rutinaria, de propietarios, convocados para discutir sobre gastos y mejoras de la finca. Pero él, propietario reciente, creía que se le invitaba a asistir a una especie de fiesta de propietarios, cuyo anuncio le llegó por correo certificado con un mes de antelación, casi (lo cual, tanta antelación y por certificado, era en un principio lo que más le había extrañado). Por otro lado, todo el mundo sabía que él no tenía con quién presentarse acompañado a dicha reunión, pero había ideado un par de buenas excusas que justificarían, con pocas palabras, la soledad de cualquiera, y mucho más la de él, que movería las manos sonriendo al cruzar el umbral de la fiesta. Sin embargo, ahora, lo más importante era no esperar más, no perder más tiempo con sospechas ni seres humanos, ya que todo estaba a punto de comenzar. Si no se demoraba más, pronto llegaría a la casa adonde habían sido citados mediante una primorosa invitación; en la que figuraban incluso los horarios de inicio y final de la fiesta, así como los temas más recomendables para una amena y grata conversación entre los invitados. 138


Al poco rato, contando con impaciencia los minutos que faltaban, subió de prisa por una calle, se dio la vuelta y regresó por la acera, acaso para serenarse y preparar las palabras de excusa y salutación, pero en seguida volvió a subir por la misma calle y, ya seguro de sí, con la vida bien organizada por lo menos durante una tarde, una tarde de fiesta, entró en el portal de la casa y llamó al piso donde todos estarían esperando. Después de saludarse, le invitaron a tomar asiento y a que prestara un poco de atención, en vez de tanto sonreír y mover las manos entre las personas allí convocadas. Porque le notificaban ya, con los mejores modales, que en la reunión llevada a cabo unos momentos antes de su precipitada aparición, se había decidido por amplia mayoría que, si no se comportaba de otro modo, se verían obligados a expulsarlo de aquella comunidad por falta de higiene y trato peligroso. Avergonzado, nunca más volvió a su casa. Todos regresaron menos él; volvieron a sus casas todos menos él.

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LLAMADAS TELEFÓNICAS PARA UNA FIESTA Desde entonces ya no pudo llamar a la puerta de otra casa, ni acudir físicamente a ninguna fiesta, ni llegar a sitio alguno cuyo paisaje desconociera. Desde entonces, se distraía solo entre las paredes de su propia casa, hablando cada vez más con un espacio vacío, al lado derecho de su cuerpo. Cada día, pues, más solitario, encogido de pies y manos, y un poco avergonzado de esa vida cotidiana cuyo dominio, por otra parte, no quería rehuir. Sin embargo, aún le quedaba al parecer un resto de actividad normal, ya que, pese a su vida retirada, de vez en cuando era invitado a una fiesta por una buena amiga. Luego de pensárselo durante seis o siete días, hacía un supremo esfuerzo y lograba participar de esas fiestas llamando por teléfono en el momento mismo de la celebración. Es decir, se duchaba mejor que el día anterior, se vestía de domingo (tenía un par de trajes para tales ocasiones), y después, con las manos perfumadas, pulsaba el número de teléfono de los anfitriones de la fiesta. Y entonces preguntaba si había llamado, si se había presentado demasiado pronto…, pedía que le contasen cómo estaba el ambiente, que le hablaran de la música, de la luz, quién había llegado y quién no, cómo vestía éste o aquélla, qué perfume usaban. Preguntaba también por el estado de salud de un amigo determinado…, 140


o por el clima de la noche, o por la calidad de los vinos espumosos, por el aspecto de los manjares servidos; así como por los nombres de la última pareja que acababa de entrar, saludando a voz en grito, o por aquella amiga, dulcísima, que hablaba con otros invitados y cuyas palabras apenas si oía por el auricular del teléfono. Se interesaba, asimismo, por las conversaciones y rarezas de cada uno de ellos, a tal punto los recordaba y apreciaba. Para finalizar, antes de despedirse y dejar que los invitados realmente viviesen la noche, se dirigía a todos, uno por uno, y les deseaba un buen fin de fiesta. A continuación, daba las gracias a la amiga, a los anfitriones, por todo, pues hacía tiempo, decía, que no había disfrutado tanto en una fiesta, que sin duda sería inolvidable. En resumen, y ahora sí que ya se despedía de verdad, nunca antes había sido tan feliz como hoy, esta noche de octubre, y por eso no sabía cómo agradecerles que le hubieran recordado e invitado a esa fiesta única, de serpentinas y vinos de todos los colores, esa fiesta a la que acababa de asistir por teléfono. Y colgaba. Podríamos decir que él también era feliz a su modo, pero en realidad no sabemos nada más. Todo eso ocurría desde entonces.

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EL INTRUSO Sin duda, era un intruso. Pero, se preguntaba a veces, ¿cómo obrar de otro modo, cómo entrar en las cosas de la vida sin parecer un extraño a primera vista? Porque él, además, no era solamente un intruso ocasional, sino que era en realidad un intruso por completo, de los pies a la cabeza, lo que se dice un verdadero intruso, sin ningún remedio al alcance de la mano para modificar ese permanente estado de intromisión. Por lo tanto, un intruso, un entrometido absoluto en la vida de los demás, tanto si estaban presentes como ausentes. No podía vivir de otro modo. Desde que tenía malos recuerdos, le era imposible levantarse y acercarse a la vida de otro modo; no podía entrar en ningún sitio, en oficinas, tiendas, reuniones de amigos, en sitio alguno, pues, le era dado entrar y comenzar una relación normal, sin primero interrumpir o incluso asustar a quienes habían sido felices hasta entonces, hablando tranquilos antes de su impertinente llegada. No. Su entrada debía ser furtiva siempre, y entrometerse en las conversaciones en el momento más delicado. Por ejemplo, cuando parecía que terminaban ya de hablar sobre un asunto determinado, y se disponían sin más demora a saborear unos pastelitos y un licor, aparecía él de pronto en medio del camino, con un tartamudeo de sonidos agudos, que se prolongaban más allá del pasillo, y provoca142


ba el correspondiente carraspeo de gargantas y líquidos, todos alborotados por esa última pregunta, su pregunta, que llegaba tarde y fuera de lugar, como él mismo. Un conocido suyo, que lo había tratado años atrás, consideraba que dicho intruso, con sus variadas y largas intromisiones, no pretendía sino averiguar algo más de las técnicas y recursos que empleaban los demás para vivir y disfrutar a cada instante. Él, por el contrario, se pasaba todo el tiempo luchando en vano, intentando parar la mudanza de las cosas, de su vida privada, mudanza que le era siempre adversa. Y así se fueron sucediendo los meses, los años, y él inmiscuyéndose aún en la felicidad, en la belleza ajenas, pero sin alcanzar nada salvo otro fracaso. Hasta que un día se acabaron para él todas las mudanzas, y ya no tuvo que entrometerse más en las conversaciones ni buscar un espacio mínimo entre los cuerpos felices, y dejó de ser un aburrido intruso en esta vida.

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LA VIDA POR DETRÁS Acostumbraba a decir que, en la vida, estaba plenamente a sus anchas. Hasta que un día le presentaron de súbito a una persona, que ya conocía de vista. Fue así que ambos empezaron a verse y a separarse los fines de semana, durante un invierno. Ésta sería en realidad la primera y la última relación profunda que tendría con otra persona. Pero de eso y de los fallos de su alma se daría cuenta más tarde. Por el momento, digamos que en un exceso de confianza había hecho algunos falsos movimientos en aquella relación. Todo tenía ahora una apariencia ambigua, de movimientos en falso, y sólo podía mirar a la vida por detrás. De la otra persona sólo llegó a conocer su espalda. No sin dificultad. Los fines de semana se fueron complicando con silencios largos y frases mal dichas, extrañas, y los encuentros se volvieron cada vez más breves. Tal era la importancia que asignaba al fracaso amoroso, que éste asomaba ya por todos lados, por delante y por detrás; tal era su angustia, que hasta se anticipaba al fracaso mismo, cometiendo más errores de lo normal, y abusando de los falsos movimientos, como si con ello quisiera asegurarse mejor la obtención del fracaso amoroso, próximo, que se dirigía hacia él implacable. Otro fin de semana volvió a mirar las cosas por detrás, y entonces se quedó solo, agarrado a la 144


espalda de aquel instante vacío, permaneciendo en vilo el resto de su vida, entre el nombre de aquella persona, a quien hubiera sido mejor conocer sólo de vista, y los fines de semana muertos. Cuando no sabía adónde mirar ni qué decir, inclinaba la cabeza y argumentaba: “Me equivoqué de persona y de casa durante mucho tiempo, y así fui perdiendo el alma y acabé por huir de todas las casas.” Nunca más, decía, volvería a cometer los mismos errores, a hacer, impetuoso, aquellos movimientos en falso que acabaron con su primera relación, profunda, con la vida. Y que le obligarían, argumentaba, a mirar ya siempre por detrás, hasta el estrépito final.

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LA LAVANDERÍA Y LA ANGUSTIA Qué podía esperarse, decían algunos, de una persona como él, que, antes de llevar la ropa a la lavandería, repasaba cada una de las prendas y separaba las más humillantes, que él mismo lavaría a mano al volver a casa, luego de entregar el resto de ropa, la más blanca, a la señora de la lavandería, como decía él. Qué podía esperarse, pues, de una persona así. Sin embargo, los mismos que nada esperaban de él, lo seguían tratando con cierto cariño. De ahí que pudieran ver aún cómo, una o dos veces al año, le entraba una larga tristeza que, primero, le cerraba los labios herméticamente, y después se extendía, lenta, por todo su cuerpo. Esa tristeza le duraba por lo menos de quince a veinte días, cada vez. También sabían los que no esperaban nada de él pero le seguían tratando, que al encontrarse por la calle con alguien, fuera quien fuese, éste le daba siempre algún encargo para otra persona, conocida de ambos; o bien, le recomendaba, muy en privado, que debía moverse de otro modo por la vida, si realmente quería ser más querido a partir de mañana. Y esto se lo decían a él, pensaba, un poco ofendido, a él, que por culpa de la angustia que le daba la vida, se había acostumbrado a vivir las cosas con antelación, esto es, a celebrar antes de tiempo todas las fiestas, el amor, todos los encuentros, de forma que no tuviera que esperar y angustiarse 146


por los acontecimientos, por las palabras no dichas aún. Como le sucedía siempre unas horas antes de ir a la lavandería. Pero un día dijo: «Hoy hablaré menos que otras veces. Con toda seguridad, hablaré menos que en el mes anterior. Cuando llegan estas fechas, estas felicitaciones de Navidad, que yo he celebrado días atrás, aún me quedan menos palabras, y hoy, por eso, no hablaré como en los meses de octubre y noviembre, ni tampoco llevaré, en estas vísperas navideñas, la ropa más blanca a la lavandería.» Poco más podríamos añadir sobre su vida, sobre él, que vino a este mundo sin que apenas nadie lo advirtiera, y que se fue del mismo modo, inadvertido, alejándose a paso lento de todos los encuentros, de todos los nombres, con una pequeña bolsa en la mano destinada a la lavandería del barrio, bolsa ésta que sería la última, con lo cual podría irse tranquilamente de aquí, sin dejar ninguna prenda manchada en el recuerdo de los demás.

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UNA O DOS MANTAS EN EL BALCÓN ¿Había algún secreto más, un secreto nocturno, por ejemplo, uno de esos secretos que no se pueden decir ni con todas las palabras? Pero, en realidad, ya no le importaba demasiado que se lo revelaran o no, cuando, un día, de súbito, le explicaron que se estaba investigando el caso de las mantas manchadas tendidas en un balcón. Hacía ya un tiempo que había perdido interés por ese misterio, y, por otro lado, debían saber que tenía suficiente con la mitad de todo. La mitad de una frase, la mitad de una historia, la mitad de un afecto. Para seguir viviendo, decía, no precisaba más que una mitad. Lo cierto es que ya se había entrometido mucho en el balcón de aquellos vecinos de enfrente, balcón de cuyos tendederos colgaban, cada fin de semana, una o dos mantas a rayas, seguramente manchadas otra vez la noche anterior. Aunque, por otra parte, ahora que ya se lo habían contado, él dudaba cada vez más que tales mantas hubieran sido manchadas del mismo modo que aseguraba la policía. Por tanto, para él, podríamos decir que el misterio continuaba a pesar de sentir cada día menor interés por el balcón de enfrente; sobre todo, desde que le pidieron su colaboración para el caso de las mantas manchadas, y se acabó allí mismo, entre aquellas preguntas, el pequeño mundo de su aventura. 148


Cuando más tarde lo llamaron de la comisaría para ser interrogado, él se limitó a responder que no conocía la identidad de los vecinos de enfrente, y que no se había fijado en el color de las manchas de aquellas dos mantas, ni que tampoco hubiera sospechado nunca que los maullidos que salían del balcón no eran de un gato. De todo eso, pues, no sabía nada, ni siquiera la mitad. Sólo recordaba un cierto mal olor, cuando abrían un poco el balcón, un mal olor que seguramente venía de dentro, mezclado con la profunda humedad de las paredes de la vivienda y de la fachada. Porque todo el barrio, ya lo sabían, era muy húmedo. Por mucho que siguieran preguntando, él no podía decirles nada más. Porque, en este caso, como ya les había confesado, ni siquiera sabía la mitad de lo sucedido.

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INDICIOS DE CULPABILIDAD En primer lugar, diremos que él también había sido querido, como tantos otros, en una de las cinco etapas en que dividía su vida. Eso al menos era lo que le gustaba recordar en ocasiones: que hubo en su vida dos personas en las que depositó toda su confianza, las únicas dos personas que al parecer le quisieron de verdad, por lo menos antes de que un día desaparecieran, sin avisar, un misterio que aún hoy, años después del abandono, no ha podido resolver ni con la ayuda de los vecinos. No tuvo, pues, un final feliz esta etapa de su vida, aunque sin duda fue la mejor de las cinco que llegó a conocer. Por todo ello, por esto, por aquello y por otras cosas, ahora ya no podía dejar de hacer lo que venía proponiéndose desde entonces: siempre, por cualquier nimiedad, por cualquier palabra, conseguiría de un modo u otro que los demás sintieran una cierta culpa, irrefutable, por todo lo que pudiera sucederle a él mismo. Su propósito secreto más importante, más laborioso, consistiría en aportar, a su debido tiempo, serios indicios de culpabilidad ajena si un día, por fatalidad, él se viera obligado a morir a solas, encerrado en su casa; su propósito más alto, de más categoría, sería, pues, conseguir que no faltara alguien, de entre sus conocidos, a quien poder echarle indicios de culpa, pero sin ambigüedades, por ese accidente mortal de soledad. 150


No sin antes haber mantenido unas largas conversaciones consigo mismo, había llegado a la conclusión de que debía ocuparse en preparar lo mejor posible su futuro, al cual, por cierto, no habrían de faltarle algunas dosis de fracaso, para no despertar ni desconfianza ni envidia alguna. Claro que no era necesario fracasar siempre, como si dijéramos a diario, no. Bastaba con un mínimo fracaso, provisional; con que no le salieran bien las cosas de vez en cuando, y vivir feliz el resto del tiempo, a la espera, eso sí, de la última gran venganza. Esto es, seleccionar rigurosamente los nombres que serán candidatos a sentirse culpables por el accidente de morirse a solas, encerrado en casa sin más recuerdos que los pegados en un álbum. Sin nadie. Pero ellos se lo habrían buscado, ellos mismos se habrían hecho acreedores a tales indicios evidentes de culpabilidad, día tras día a lo largo de las cuatro etapas restantes de su vida, las menos gloriosas. Así pues, dado el futuro que le aguardaba y cuyos pormenores tan ocupado lo mantenían, no tenía motivos suficientes para quejarse de la vida y decir que era un desdichado comparado con el destino feliz de los demás: ya veríamos quién, a la larga, reiría mejor, si ellos, con sus indicios de culpabilidad, o él, que había preparado todos los detalles para reír el último, gloriosamente, decía. Y así fue, aunque de otra manera. Cuando una mañana murió solo, una mañana de verano, más solo que otras veces, encerrado entre los álbu151


mes y los escasos muebles de su casa, fue trasladado a la sala de autopsias de un hospital, sin que nadie lo advirtiera ni sintiera el menor indicio de culpabilidad. Descanse en paz, con su alegr铆a p贸stuma, inadvertida.

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UNA FALTA DE ATENCIONES Esto, decía para referirse a su vida, esto cada día va a peor. Encontraba a faltar, cada vez más, todas aquellas atenciones que algunos amigos y conocidos le habían dedicado, en sus mejores años. Quizá, estaba dispuesto a admitir, había dado demasiados pasos en falso, y ahora era ya un poco tarde, porque la vida, como se dice, le había estropeado una parte valiosa de sus recuerdos. Y las atenciones, de todos modos, ya no serían como las de antes, por mucho que se esforzara en reclamar o acercarse de nuevo, con más tiento, a los demás, de quienes tanto se había alejado en estos últimos años, se lamentaba al fin. Era muy difícil, pues, volver a congraciarse con la vida, y ser objeto, otra vez, de muchas atenciones delicadas. Y más sabiendo que, en realidad, había otro problema del que prefería hablar lo menos posible: sí, a qué negarlo, todo lo tenía mal puesto, no sólo en su casa, sino también en su cuerpo, en su alma, todo mal puesto por arriba y por abajo, decía levantando y bajando los brazos, pero sin querer especificar nada más. También se divulgó por el barrio algún rumor sobre la abundante presencia de novios en su vida. Tiempo atrás, en su juventud, al parecer había sido rechazado por cuatro mujeres, por cuatro novias; quizá por eso, ahora, era él, la novia, quien 153


rechazaba a los novios que la cortejaban, pasados unos meses de frívola relación. Novias, novios, pero de esto hacía tanto tiempo…, recordaba sonriendo, solitario y abandonado. Aunque también se murmuraba que, lo único cierto de esta historia, se refería a la falta de puntualidad, esto es, que en los escasos momentos en que hubiera podido ser feliz, acudían a deshora quienes mejor conocían el secreto mal puesto de su cuerpo, de su alma. Con tanta ausencia, no había manera de coincidir con los otros en bailes y fiestas, de modo que se estropeaba aún más todo lo que surgía a su alrededor. Fue entonces cuando empezaron a proliferar sus manías, cuya cantidad lo mantenía siempre ocupado, mientras la tristeza se ponía a su lado y le tocaba y abusaba de su cuerpo, de su alma frágil y mal puesta. Cualquiera a quien se le recomendara, en esos momentos de abuso triste, que debía considerar las cosas bellas del mundo y ser feliz, seguramente no hubiera reaccionado como él: poniéndose un dedo finísimo, de uña mordida, en la nariz, una nariz ligeramente empolvada.

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LA ESTATURA Si dejó abandonada a su novia, sólo porque ella era algo más alta que él, unos cinco centímetros apenas, no debería habernos extrañado que, en otras ocasiones, cuando querían presentarle a alguien, hombre o mujer, preguntara siempre cuánto medía esa persona. Y esto venía ocurriendo hacía ya un tiempo, seguramente desde que empezó a caminar de puntillas para que sus amigos fueran más bajos que él, ambición de estatura ésta que luego, día tras día, aplicaría también a los desconocidos que se ponían a su lado, estirando el cuello al máximo y desplazándose sobre las puntas de los pies como si fueran zancos. Su mayor satisfacción, decía, era poder mirarlos desde arriba, observando el parpadeo atónito de sus acompañantes, que se movían por otro mundo, más abajo, añadía señalando el suelo con un dedo. Sin embargo, pese al tiempo transcurrido, nos extrañaba aún su ambición de estatura, su manera de andar hacia arriba y no hacia delante. Cada vez era más difícil convivir con él, soportar la doble dificultad de su estatura real y de la figurada, esto es, andar hacia un lado y simultáneamente hacia otro, tensando todo el cuerpo, los pies, ambos agitándose en el aire y con el cuello estirado hacia arriba, como si buscara otro espacio.

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En suma, que la vida se le había ido complicando, apenas sin darse cuenta, entre juegos de altura, pero a tal punto habían llegado sus exigencias, que ya no le resultaba cómodo salir a pasear con alguien, vivir con los demás, sobre todo si éstos medían más de 1,75 centímetros de estatura.

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EL VECINO TRASCENDENTE Si bien el vecino de esta historia no era el más hablador del barrio, sí contaba por lo menos con un silencio verdaderamente expresivo, casi elocuente podríamos decir, de tal modo que sólo verlo ya te indicaba la última ocurrencia de sus visiones, de sus misterios. Por otra parte, todos admitían que era muy educado, y cedía el paso a cualquiera que subiese o bajase por la escalera, pero tenía un problema que le hacía difícil la convivencia: en todo objeto, en toda relación con otras personas, en toda palabra o cosa, por más pequeña e insignificante que fuera, veía siempre un indicio, una señal inequívoca de trascendencia. Y tales visiones le llevaban por otro camino, desviándolo a menudo de la vida corriente, donde más de uno le había esperado con suma paciencia. Pero al ceder el paso en la escalera, por ejemplo, el silencio expresivo de su mirada, de su media sonrisa, ¿era realmente una muestra callada de atención, de cortesía, o se trataba más bien, se preguntaban algunos, de una comunicación cifrada con el más allá, un más allá, por supuesto, de la escalera, del barrio, añadían, y donde ya ni él ni sus vecinos se verían obligados a tratarse, a soportarse día a día? Porque no era nada agradable sentirse rodeado de tantas falsas trascendencias, ni poder subir y bajar de los pisos con absoluta despreocupación, sin el te157


mor a encontrarse una vez más con aquel agente del más allá, como le llamaban, con aquellas dos piernas delgadas, del otro mundo; a cuyo lado, por ejemplo, era casi vergonzoso sentir cualquier necesidad natural, ya que para él hacía ya tiempo que había desaparecido cualquier referencia al cuerpo, a los cuerpos. Así pues, incluso el hecho de tener que ir al lavabo unos instantes, era motivo suficiente para recurrir a la trascendencia, y por eso ahora se concentraba, decía, con los ojos cerrados, y se veía en el compromiso ineludible de acompañarte hasta la misma puerta del servicio, mientras te prevenía sobre el resplandor de las porcelanas blancas; cuyos signos ocultos, malolientes a veces, advertía, no eran sino revelaciones a destiempo, inoportunas, de una vida superior que le había sido revelada tiempo atrás, cuando los espíritus le esperaban en un jardín y le contaban todas las cosas que ahora sabía. Al parecer, había recibido más de una bofetada por sus atenciones metafísicas a la puerta de los lavabos, incomprendido, incomprendida su trascendencia.

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FALSA CREENCIA Siempre le habían hablado del tamaño, del tamaño superior de las cosas, de la vida, incluso en el cuerpo, en el espíritu, en el trabajo, en la familia, en las fiestas, todo era, decían, una cuestión de tamaño superior. De tal manera se lo habían inculcado, con tanta exactitud e insistencia, que había llegado a creer que el tamaño verdaderamente superior sólo podía corresponder a los demás. Considerado así, él no podría nunca acceder al más allá donde residían los otros cuerpos, en suma, los otros, y debería quedarse recluido en un espacio de medidas inferiores. Fue así durante años, hasta que un día le fue dado comprobar, en toda su desnudez, cuánto le habían mentido por delante y por detrás; y, aunque ya era un poco tarde, reaccionó aún con cierta fuerza y buen estilo frente al falso concepto, a la falsedad física y espiritual del tamaño superior. En realidad, pudo comprobar, no existían tales medidas. Pero en esa lucha, mientras tanto, avanzando y retrocediendo entre los muros de la realidad y la ficción, perdió la trascendencia para siempre, nunca más volvería a creer en el más allá de las cosas, decía, en el tamaño superior. Dejó, pues, de ser trascendente. Continuaba visitando a sus amigos, pero ahora, en sus comentarios, en sus caricias, se había vuelto de lo más frívolo. Sufría, exclamaba sonrien159


do, sufría de intrascendencia, de pura intrascendencia, y no pensaba disculparse por ello, de ningún modo aceptaría el tamaño, la trascendencia, la categoría superior de nadie. Es más, a partir de entonces, de su llamémosle descubrimiento, buscaba nimiedades, bagatelas por todas partes, cualquier cosa que pudiera justificar la intrascendencia. Y cuando alguien, en broma, le señalaba que tenía mal aspecto, como si hubiera tenido una subida de intrascendencia, él se defendía replicando que no era sino perplejidad ante la evidente intrascendencia de todo. Que era, no el misterio, no la maravilla, sino la simple vida cotidiana la que realmente le daba mal aspecto, esa perplejidad que le subía al rostro. Así que, afirmaba, aquí no hay ningún afán de trascendencia, de tamaño superior. Y ya, para finalizar, les rogaba encarecidamente que lo dejaran tranquilo con el tamaño inferior de su vida, y que no provocaran más desmanes en sus noches midiéndole el cuerpo al irse a dormir, midiéndole su falta de trascendencia, de tamaño.

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ESTILO DE VIDA Por su culpa todo le salía mal dos veces seguidas, pero no quería vivir sin él. Así era su vida. En modo alguno aceptaría que nadie se lo quitara: aquel problema era suyo, por lo menos tenía algo propio, suyo, la realidad de aquel problema. Por nada del mundo hubiera permitido que alguien se lo solucionara y le dejara en buenas condiciones, con la mirada clara y disponible para una vida feliz, pero dejándole vacío, absolutamente vacío. Pues sólo tenía aquello, y lo conservaría a toda costa, fuera cual fuese el precio. Y se lo decía a cualquiera: tenía muy poco de tonto, y suficiente soledad y experiencia como para saber que no podría vivir sin aquel problema, sin la angustia mortal que le provocaba y le hacía vivir desde que vio, una mañana, al bajar del autobús, a una persona que iba con otra persona. Volvió enseguida a su casa y se quedó solo muchos días, sin salir, atormentándole el recuerdo de lo que había visto, al bajar del autobús, decíamos, una persona caminando al lado de otra persona. Días y días sin salir de casa…, hasta que una noche abrió los ojos y se resignó a tener un problema, a vivir con él, bajar a la calle y caminar de otro modo, sin pensar, sin querer comprender lo que había visto, paseando como siempre con su problema. Naturalmente. Con su problema. Así quería que fuera su vida.

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MALAS REFERENCIAS No se trata –dijo al final, luego de haber escuchado una larga recomendación de su mejor vecino–, no se trata de ir siempre de una casa a la otra, como si uno fuera en busca de invitaciones familiares, o de una de esas fiestas que, según los entendidos, facilitan por doquier las buenas relaciones con la sociedad, con el mundo. No se trataba de nada de eso. Quería, sí, mejorar sus relaciones, así como visitar con más frecuencia tanto a las señoras como a los señores vecinos. Pero en modo alguno pretendía, a su edad, comenzar de nuevo una vida amorosa, para la que, por otra parte, no se había sentido nunca lo bastante preparado, ni física ni anímicamente; y mucho menos ahora, afirmaba, a su edad, y después de haber superado el fracaso más peligroso de su vida. No. Lo que buscaba era una cosa muy distinta, una cosa de otra índole, de otra naturaleza, como le escribía tiempo atrás a su novia, ahora ausente, pero en realidad ya casada con otro vecino que un día desapareció con ella. No. Lo que buscaba era más bien otra cosa. Pero, ¿acaso no lo comprendía su mejor vecino, su vecino del alma? Tenía cierto afán de conocimiento, de experiencia aunque fuera mínima, eso es todo, y quería dar testimonio, un día, de lo que todos hablaban y decían conocer muy bien; y así también él, al despedirse una noche, 162


podría irse de este mundo teniendo, por lo menos, alguna referencia apropiada sobre la felicidad. Esa famosa felicidad, por cierto, de la que se vanagloriaban algunos vecinos, y para quienes él, sobre todo por sus modales y costumbres de solitario, difícilmente llegaría a conocer en propia carne si no cambiaba la tristeza de su rostro; aquella tristeza, aquella cara tan mal vista por todos, y que siempre lo convertían en el inevitable aguafiestas de cualquier reunión vecinal. Aunque en realidad, y así lo reconocía él mismo, se había dedicado en exceso a espiar cómo disfrutaban los otros, ahora, al final, cuando los años se van acabando, le gustaría llevarse de aquí alguna muestra, alguna prueba de este mundo feliz, de esta famosa felicidad de la que sólo había tenido malas referencias. Ya que él, por otro lado, no había pretendido nunca, por voluntad propia, ser un aguafiestas, un simple aguafiestas en las reuniones de los demás. Por eso le hubiera gustado, al partir, llevarse consigo una ligera muestra de la famosa felicidad de aquí, una prueba sencilla de este mundo feliz, tan popular, pero que él aún no había tenido la suerte de conocer. Eso es todo. Sólo un pequeño recuerdo, nada más. Poder salir de aquí, de este barrio, con buenas referencias, con referencias felices.

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DESOLACIÓN EN EL LAVABO Cuando venga, ¿será sin avisar mientras me esté hurgando la nariz? W. H. Auden

Se había estado cuidando con el mayor esmero para esta ocasión, y ahora todo se había acabado de pronto. Nunca más, se decía, le volverían a citar en un restaurante para darle buenas noticias. Ya no era posible empezar de nuevo: les había saludado en un mal momento, dándoles la mano cuando justamente salía del lavabo, inoportuno. Pero dadas las circunstancias, dado el infortunio, procuró resolver la situación del mejor modo posible, y al saludar a los otros comensales, uno por uno, fue introduciendo tres dedos, sólo tres dedos, en la palma de sus manos. ¿Por qué tres dedos, sólo esos tres? Porque eran los tres dedos que él consideraba más definitivamente puros, a pesar de lo que le había ocurrido en el lavabo hacía un instante. Se había frotado las manos con agua y trozos resecos de jabón, se frotaba fuerte, muy fuerte, entre los dedos, bajo las uñas, con desesperación, hasta hacerse daño. Sin embargo, pensaba, después de lo sucedido, y por mucho que ahora intentara superar aquel contratiempo higiénico, ¿podría volver a dar la mano con decisión a alguien cuando, al fin, pudiera salir de allí? Y todo por culpa de una hoja escuálida de papel, la última, en la noche más importante y más 164


triste de su vida. Sin jabón líquido, sin una sola hojita de papel a mano, arrastrándose medio desnudo por aquella jaula de porcelana, las baldosas de las paredes escupiendo insultos, y vigilando que no se abriera la puerta de súbito, con el pulso alterado, a punto de gritar su desgracia a todo el mundo, mientras los otros comensales le estaban aguardando para confirmarle una buena noticia. Luego de frotarse con agua y trozos de jabón, ahora casi derretidos por la presión de los dedos, y antes de salir del lavabo, aún recordó fugazmente que también otras veces la angustia se le había alojado entre las entrañas, encerrándolo en el lavabo más de lo previsto, pero no como en esta ocasión, en que se sentía humillado y rendido por una delicada falta de higiene. Aquélla fue sin duda la noche más triste de su vida, y desde entonces jamás volvió a saludar a los hombres como antes; cuando aún no se habían burlado de él una hoja escuálida de papel y unos trozos de jabón reseco, detrás de la puerta de un lavabo. Y ahora se siente humillado siempre, lo mismo en invierno que en verano. Siempre. Falto de pureza. Fracasado, sin empleo, sin amigos, dedica todo su tiempo a redimirse inspeccionando lavabos públicos, en busca tal vez de aquella vida feliz que perdió en una sola noche, mientras suplicaba otra hoja de papel y un poco más de jabón.

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UN HORARIO PARA UNA VIDA I Para vivir le bastaban unas pocas palabras. Suficientes, para tratar con los seres humanos hasta las 8 ½ de la noche. Nunca más tarde. Ya que, a partir de esa hora, se despedía urgentemente de todos los presentes y se encaminaba de prisa calle abajo. No sabemos adónde iba. II Un día nos confesó que también tenía un horario para las cosas del alma. Todo empezó una tarde, de 3 ½ a 5 ½ aproximadamente, una tarde en que se enamoró mal, decía. Fue entonces, en la confusión amorosa de aquellos días, un trimestre más o menos, precisaba él, cuando tuvo una iluminación para dejar atrás el fracaso más triste de su vida: pondría un horario a todo, al dolor, a las palabras, a la alegría, al silencio, un horario que le sirviera para disciplinar las afrentas del mundo, las cosas del alma. Así, por ejemplo, recordaría de 6 ½ a 7 ½, pero no permitiría que la tristeza llegara hasta las 8, aunque recordara el fracaso más triste de su vida.

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III Sin embargo, animado por unos familiares, y luego de pensárselo bien, una vez tuvo la tentación de hacer un pequeño cambio. Fue así como, en tal ocasión, se demoró más de la cuenta al lado de otra persona, volviendo a su casa pasadas ya las 10 de la noche. No en vano aquella reciente amistad le daba tan buen color a su piel –según le indicaban esos mismos familiares. IV De las consecuencias funestas de tal proceder, de esa grave falta de horario propio, no se percató sino después de algunos encuentros, pero en realidad era ya demasiado tarde. Aquel día le agobiaba la tristeza del último encuentro, y su cuerpo se le iba reduciendo a medida que andaba en dirección desconocida; sintiendo cada vez más una fuerte ausencia de todo, caminando perdido por un lugar solitario, con el tiempo desordenado, hasta que se desplomó en la calle nocturna, húmeda, rota el alma en quince pedazos sobre una acera, entre manchas cubiertas de serrín. Su reloj marcaba las 12 ½ de la noche, y esta vez su vida ya no pudo soportar más el rigor de un horario que no era el suyo. En suma, se alejó de todos los horarios y desapareció con su alma rota, más allá del tiempo.

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UNA CONFESIÓN DE INCOMODIDAD La siguiente historia trata de una incomodidad. De una fatiga. Ya comenzaba a estar muy cansado de tener malos pensamientos, de acumularlos sin fin, unos pensamientos cuya rareza le hacía sentirse incómodo al salir a la calle y mirar a los demás. Los demás, que paseaban tan confiados y alegres, o ya de camino a casa, donde seguramente les aguardaba otra fiesta, con bebidas frescas, espiritosas y abrazos por doquier, gratos recuerdos, felicitaciones por esto y aquello, un brindis más, y un tiempo feliz que pasa, y una cálida despedida. Inocentes paseantes, familias de transeúntes que ignoraban las furtivas estratagemas de los pensamientos de él, los profundos secretos de su vida, con un pañuelo ensangrentado en cada bolsillo de su chaqueta… Una incomodidad, pues, húmeda, también húmeda, que aumentaba día tras día. Siempre, dos horas antes del mediodía, un poco después de desayunar, le venía un mal pensamiento a la mente, a veces más de uno, cuya intromisión le hacía vivir con dificultad, y que no le dejaba concentrarse en los quehaceres más simples del trabajo, de la familia, de la escasa familia que aún le quedaba y que apenas veía una vez a la semana. Tanto se alteraba, cuando le venía un mal pensamien-

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to, que no podía siquiera intercambiar algunas palabras o beber cerveza templada con un conocido (de momento, prefería no tener amigos de confianza). Tal era el dominio que esos malos pensamientos ejercían sobre su ánimo, volviéndolo todo incómodo por dentro y por fuera, con una gran tristeza a su alrededor que le hacía tropezar por las aceras. En cualquier lugar donde estuviera, refugiado en su casa o a punto de llorar en medio de la calle, no podía defenderse de esta incomodidad triste, de esos malos pensamientos que lo acorralaban, empujándole por delante y por detrás, y que al instante lo arrojaban contra la espalda de un hombre o de una mujer que entonces pasara por allí. Una incomodidad, decía, que le obligaba a empapar pañuelos en sangre desconocida, en sangre de los demás, que ahora volvían a pasear risueños y confiados, dirigiéndose seguramente a otra fiesta.

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INCONVENIENTES Cada día, cada encuentro, cada nombre de persona tiene sus cosas, sus inconvenientes, decía. De ahí también, advertía, que se pusieran tristes quienes le trataban a diario. Adivinaban, seguro que más de uno adivinaba los muchos inconvenientes que desde hacía tiempo le venían al cuerpo y al espíritu. Así todo se le volvía difícil, le empeoraba la vida, hasta el punto que, por ejemplo, entrar en una tienda y comprarse unos zapatos era otra dificultad no menor: “Para eso, se decía, lo mejor es llevar siempre en el bolsillo unos calcetines de repuesto, los más nuevos y limpios que tengas, y cambiártelos un momento antes de entrar en la tienda, semiescondido en un portal y simulando que te buscas una piedrecita en el zapato.” Pero esas cosas, poco a poco, te empeoran la vida. A veces cree que todo empezó a complicársele cuando dejó de jugar en la calle; otras, da más importancia a aquellas intrigas amorosas que cambiaron su manera de ser… Pero lo único cierto es que desde entonces no podía llegar nunca adonde los demás se encaminaban con insólita facilidad y alegría. Unas palabras, un encuentro, un nombre, un asunto cotidiano, cualquier cosa era suficiente para impedirle llegar adonde iban los demás con esa facilidad prodigiosa, una facilidad que sólo había cono-

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cido de niño, cuando jugaba en la calle y aún no había muerto nadie en su vida. No era sólo un mal rato. No se trataba de que las cosas y el tiempo fueran pasando, como en un mal rato, y luego recuperarse otra vez de lo sucedido. No era, pues, una simple sucesión de malos ratos, que algún día, con un poco de suerte, dejarían de sucederse. Allí, dentro de los inconvenientes que le venían al cuerpo y al espíritu, había algo más, una tristeza, una punta afilada de angustia, que no le dejaba, por ejemplo, como decíamos antes, entrar en una zapatería y probarse unos zapatos tranquilamente. Las dificultades eran ya tantas, y sus costumbres y necesidades más íntimas se veían tan alteradas, que al fin decidió no volver a hablar de felicidad con nadie. Así, al dejar de hablar sobre cualquier tentativa de ser feliz, esperaba que por lo menos no empeoraría más su vida.

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NO ERAN CUENTOS DE HADAS



“Eso que dezís no es mi lenguaje: fablad”, dixo él, “esa cosa, allá con ommes que mejor la entiendan”. Fernando del Pulgar, Claros varones de Castilla (Título IV)



GRABACIONES SOLITARIAS No es que lo advirtiera así, de pronto. Las cosas y los días se fueron sucediendo más lentos de lo que parece aquí, en este poema en prosa. Pero al final también él se dio cuenta, y comprendió lo que ya sabían los demás: que vivía demasiado solo desde hacía por lo menos quince años. Era tan grande su soledad, su falta de palabras con los humanos, a quienes sin embargo no quería tratar directamente, que un día comenzó a hacer lo que había planeado tan en secreto. Hoy sí que lo haría. Hoy, pues, comenzaría a llamar por teléfono a viejos amigos y conocidos, la mayoría de los cuales apenas se acordarían ahora de él, pero que sin duda se verían seducidos por sus palabras, unas palabras que sólo les comunicaría bajo una condición inexorable: no hablaría sino con los contestadores automáticos, y dejaría grabados dos o tres indicios, algunos recuerdos mutuos, pero nunca se identificaría del todo. Sólo así, pues, si se daban esas condiciones de voz grabada, tendría el placer de volver a llamarles otro día, comunicando al contestador otro de sus mensajes sobre la increíble dicha de vivir en común. De ahora en adelante les podía asegurar que no dejaría de estar con todos ellos, cuantas veces fuese necesario y siempre que tuvieran el contesta-

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dor bien programado para recibir su voz, sus recuerdos, sus sentimientos, grabados entre pausas seductoras y un fondo de canto de pájaros. Casi la historia de su vida grabada en el contestador. Esto es lo que, en suma, les comunicaría por teléfono, otro mensaje pero éste más razonado y mejor expresado, sobre la increíble dicha de vivir en común, y que podrían escuchar de noche, al volver a casa, grabado una vez más con toda claridad en el contestador automático de cada uno de ellos.

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UN ESTAFADOR Él decía que no necesitaba hablar más alto que los demás, que no le era preciso alzar la voz para decir que ya le quedaba poco de vida. Pero lo que no decía era que, apenas sin darse cuenta, se había acostumbrado a mentir sobre la muerte. Cuando la realidad le era adversa, lo cual le sucedía a menudo, lo primero que hacía era fingirse enfermo, y a la menor oportunidad te confesaba que, seguramente, viviría escaso tiempo y, por tanto, te rogaba le atendieras con preferencia, cuanto antes, ya que de lo contrario todo llegaría demasiado tarde para él. Después, cuando lo contaba a su único amigo, cuando le explicaba la última aventura fúnebre, no podía evitar una sonrisa malévola al argumentar que esas estafas de muerte, por otro lado de lo más inocentes, sólo las utilizaba para no vivir tan mal. Al escuchar estas palabras, su único amigo se ponía triste y recordaba la vida que había sufrido aquél, tiempo atrás. Sin embargo, ahora, con estas pequeñas e ingenuas estafas de muerte, como él las llamaba, parecía que vivía más contento, y que la realidad le era menos adversa que antes. Incluso había adquirido un mayor dominio de las palabras, y era de un trato cada vez más exquisito. No podemos decir lo mismo de los demás, que, al escuchar aquellos extraños ruegos fúnebres, más de uno salía huyendo, o permanecía compungido hasta llegar a casa. 179


Inventarse enfermedades graves, falsear la fecha de la muerte de algunas personas de su propia familia, o hacerse el cojo en los últimos días de su vida, como anunciaba en tiendas y aceras, inclinándose cada vez más sobre la pierna derecha, la coja, la falsamente coja…, no era sino una técnica de vida, una forma de manifestar contra todos su tristeza y su resentimiento, para lo que ya contaba, decía, con una cierta preparación de años. En cuanto al trato amoroso, ni soñarlo, exclamaba. Siempre acaba siendo perjudicial: ésta era la palabra que repetía una y otra vez sobre el amor, perjudicial. Así pues, era mejor seguir con esas pequeñas estafas de muerte, con esas mentiras inofensivas aunque un tanto fúnebres, con esas, en fin, historias de enfermedad y muerte, que, aun siendo falsas, no son en realidad más perjudiciales que el amor, sentenciaba, resentido, al recordar aquellos raros noviazgos que nunca terminaban bien, y que siempre le dejaban el corazón clavado de agujas y…, pero ya no decía nada más. Hasta que un día, sin explicar a nadie por qué, dejó de servirse de la muerte, de aquellas minúsculas estafas de muerte que tanta soledad le habían quitado, evitándose más de un disgusto con sólo referirse a ella, a la muerte, ya que siempre había alguien dispuesto a darle un poco de compasión, de ternura para esta vida desgraciada como la suya. Hasta que un día dejó de hablar de la muerte en

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provecho propio, de tratarla y utilizarla como un medio práctico de vida, y empezó a mirar y a moverse en silencio, en el más absoluto silencio, y también fue entonces cuando empezó a beber más de la cuenta. Era verdad, decía, pero sólo lo hacía por culpa de los vecinos, o mejor dicho, por culpa del constante cambio de vecinos que sufría aquella comunidad. Era tal el tránsito, las idas y venidas de nuevos inquilinos (motivado, decían algunos, por las incomodidades de vivir en un viejo edificio, mal reformado), que él se pasaba horas y horas en la escalera, con una copa en la mano para dar la bienvenida y brindar por los nuevos vecinos, que ya no tardarían en llegar. O bien para despedirse de ellos, al cabo de poco tiempo, que se veían obligados a mudarse a otra vivienda, a abandonar el viejo edificio luego de tantos inconvenientes, y era entonces cuando brindaban por última vez y él se quedaba triste en la escalera, con una copa vacía en la mano. Dicen que él siempre vivió en la misma casa.

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DÍAS DE MALA FAMA Así no hay quien viva más, se dijo un día. Desde ahora, pues, viviría de otro modo, con preferencia solo, en el espacio de un rincón. Ésta era su única esperanza. Poder vivir acurrucado, sin ver a nadie, entre los límites de un rincón acogedor, y que en su vida todo se repitiera, que todo fuera una triste pero cómoda repetición. Sólo de este modo podría observar con ventaja a los demás, que seguramente hablaban mal de él otra vez, aprovechando su ausencia de la calle, del mundo. Pero sí, con ventaja, o al menos con una cierta y pequeña ventaja, ya que, desde la silla de un rincón, sentado estratégicamente, podría dominar mucho mejor las intenciones de las voces y los ruidos que subían del vecindario; las otras repeticiones, en suma, de la vida cotidiana. Ya lo sabía, era inevitable: no había duda de que su alma, con el tiempo, con los fracasos, se había echado a perder, sin remedio. Complicaciones laborales, demasiadas disputas de amor, de amistad, y los días te van gastando por dentro y por fuera, y lo que te resta de alma apenas se parece al ser que gustaba a los demás. Una fatalidad que te obliga a cambiar de dirección muchas veces, y no siempre te das cuenta de que vas por el camino equivocado. Y por eso comenzaron algunos rumores sobre las pe-

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queñas miserias e inmoralidades de su vida, un par de ellas no del todo falsas, es cierto, aunque sí muy tergiversadas. Así pues, entre tantas voces y ruidos, levantarse cada día le cansa más de lo debido, y mucho más cruzar los límites sagrados del rincón, desde donde observa y escucha la vida de los otros. Por otro lado, este rincón, se decía, podría llegar a ser un buen lugar en donde caerse muerto, y dejar de ser aquel vecino caprichoso de quien todo el mundo hablaba mal. ¿Pero había, en realidad, un lugar adecuado para él, un sitio donde pudiera recostarse y apuntar las últimas voluntades, y ensayar las posturas necesarias para no levantarse más? Porque si así fuera, ya no tendría que dedicar más atenciones higiénicas a sus manos, a sus ojos, a sus pies, a sus oídos, ni a la limpieza de los rincones de su casa; ni a su cuerpo ni a su alma; ni se preocuparía en absoluto de su manera de hablar, siempre bien articulada y fluida cuando se trataba de comentar asuntos abstractos, como el futuro, la eternidad, los orígenes, el espíritu, etc., pero que empezaba a tartamudear en cuanto se cambiaba de conversación y debía referirse a bagatelas, a cosas sin importancia de su propia vida, como la edad, estado civil, profesión, relaciones sentimentales, u otras intimidades. Por tanto, lo mejor hubiera sido inclinarse y dejar de ser, es decir, dejar de ser el vecino del cual todos hablaban mal y al que miraban de reojo, ad-

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judicándole una familia que él no conocía, o atribuyéndole extraños deseos, exagerando y corrompiendo su afición por los niños, a los que nunca hubiera tocado más allá de las manos. Dejar de ser, en suma, pero no de cualquier modo. De ahí que a veces se preguntara, sin decidirse: ¿de qué lado le iría mejor caer muerto, contra el suelo de un lugar adecuado, de qué lado, el derecho o el izquierdo; cuál de los dos sería el más seguro, el más apropiado para que no se derramara la sangre fuera del rincón escogido, a lo largo del suelo, extendiéndose la humedad hasta la puerta de su casa y empezara a gotear por la escalera? ¿Qué lado de su cuerpo, dudaba siempre, sería el mejor para caerse definitivamente muerto, sin derramar ni una sola gota de líquido, y evitar así que los demás siguieran hablando mal de él, como si aún estuviera vivo? Dicen que un día se cayó al bajar de una acera, en medio de vehículos y transeúntes, y que ya no volvió a levantarse, mirando por última vez a la gente que, ahora, hablaba bien de él.

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RELACIÓN FINAL DE ALGUNAS COSAS Pues, en las vecindades, ¿desean la muerte los unos vecinos a los otros? Creo, en verdad, que sí, pues no he hallado dónde comenzó la muerte, dónde está o se acaba. Arcipreste de Talavera, Corbacho

Aquí y en todas partes, la vida despide un fuerte olor a cerrado, decía. Pero esto ahora no viene al caso, añadía moviendo el dedo índice. De momento, sólo quiere decir que ha adquirido, no sabemos dónde, unas fundas con las medidas exactas para su alma. Unas fundas musgosas al tacto, pero no de musgo realmente. Son al parecer de un material irreconocible, poco difundido, pero resistente a las agresiones de este mundo. De tal modo que, mediante esas fundas, el alma se gasta menos con el uso frecuente, con el uso diario. Sobre todo, los fines de semana, que es justamente cuando la vida es como un morirse, para él, un acabarse que no es de ahora, sino que viene de lejos, de hace unos cinco o seis años. Dice que todo comenzó un día de verano, al poco rato de haber salido a pasear. Fue, recuerda, un golpe seco, imprevisto, que le sacudió la parte inferior del alma, aún sin fundas, tan desnuda como la había llevado siempre, sin defensas de ninguna clase. Y se quedó parado, perplejo de que la vida fuera así, tan de golpe seco e imprevisto; cayendo al

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suelo, malheridos, los primeros encuentros, las primeras palabras, los primeros días y las primeras noches, que van sangrando aún calle abajo, como él mismo, allí parado, con las palabras y las cosas desordenadas en las manos. Así pues, cumplidos y acabados los mejores diez años de su vida, reaccionando del golpe seco de aquel paseo, empezó a preocuparse por el asunto del alma y sus fundas. Es desde entonces que gasta el mínimo de palabras y tiempo con los seres humanos, y prefiere el trato de las paredes y de los gatos; y sólo se ocupa de examinar las bolsas musgosas, pero no de musgo exactamente, en donde poder enfundar los restos de la parte inferior de su alma, la que fue golpeada durante aquel paseo de hace cinco o seis años. Y ya con el alma protegida en su funda, sale a distraerse un poco recorriendo las calles más abandonadas, a pasear otra vez, pero ahora sin apego ninguno a las cosas mundanas y peligrosas, que siempre son de mal llevar, decía. Acaso, es verdad, sin tener sitio alguno adonde ir, mas deambulando tranquilo, ya que nadie le haría ningún reproche por llegar tarde. Teniendo en cuenta, por otro lado, que ya no quería conocer a nadie más, que no quería volver a ser presentado ni saludar a otro ser humano. Así pues, con esos pasos furtivos, entre paredes desconchadas y gatos vagabundos que se le acercaban a los pies, prefiriendo ignorar lo que ocurría a su alrededor, y evitando siempre conocer el final 186


de los sucesos y de las cosas, fue desapareciendo de nuestras vidas, calle arriba, donde no brillaba aún la luz que otros habían anunciado. Tan sólo calle arriba, andando lentamente, con aquella funda ya raída y no musgosa al tacto, que se le iba cayendo más abajo, demasiado holgada ahora, una talla demasiado grande para la forma mal acabada de su alma. Y así fue, decíamos, cómo desapareció de la ciudad, con paso furtivo, lento, y llevando aquella funda casi a rastras, cada vez más ancha y arrugada. Pero de momento no disponía de tiempo ni era posible hacerse con otra, con una funda que se ajustara mejor a las medidas actuales de su alma encogida, reducida, una funda más de su talla, no tan ancha y menos gastada. Suave. Musgosa al tacto.

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ESPINAS AMARILLAS Había cumplido ya treinta y cinco años, y por eso mismo decía que lo explicaría todo al final, cuando llegara casi al final, porque sólo entonces estaría en condiciones espirituales óptimas para hacer público el documento. Un documento en que trataría, por vez primera y de forma diáfana, sobre el origen del lomo espinoso de su alma. Gastada por el mal uso y la acción de los días, era ésta un alma en cuyo lomo había brotado, por sorpresa, como una raspa de espinas blancas, que se volvieron amarillas con los años. Y no sin molestias, añadía. Pero antes de ese día transparente, antes de llegar al final y volver la cabeza para explicarlo casi todo, habría que dejar pasar un tiempo prudencial; habría que dar, primero, unos cuantos pasos más, cruzar algunas calles en diagonal y desorientar a los sospechosos. Unos sospechosos, advertía, que merodeaban a menudo por el barrio con el fin de perseguir y maltratar a quienes, aun siendo los más solitarios, estaban dispuestos a contarlo todo. Así pues, al final, casi al final, se pararía un momento en un lugar bien escondido, y explicaría esas cosas que tanto había guardado para ese día, el día transparente, decía. Poco después, finalizado el relato, ya con el ánimo tranquilo, satisfecho, podría acabar también con esta historia, la de su vida. Una

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vida, por cierto, no tan mal comenzada como decían algunos, ni tan indeseable ni mal llevada como insistían otros. En suma, lo explicaría todo antes de que viniera el silencio y se le impusiera para siempre, y no pudiera contar, al final, por qué recordaba más de uno y más de dos problemas con la noche, y tenía un alma con el lomo espinoso, con unas espinas blancas que con el tiempo se volvieron amarillas.

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EL ROCE DE LA VIDA Algunos decían que era desagradable cuando hablaba; pero otros afirmaban que aún era más desagradable cuando no hablaba. Sin embargo, todos coincidían en que él ya no confiaba en nadie, que hacía ya mucho tiempo que evitaba ponerse de espaldas a alguien, por mera precaución. Así pues, no confiaba en nadie. Por eso mismo confesaba que, a lo sumo, en el momento de la verdad, cada uno debía preocuparse sólo de sus muertos, de sus propios muertos. Porque hagas lo que hagas en este mundo, sin duda estará mal y nunca serás feliz, proclamaba, mirando hacia atrás, vigilante. Tanto si vas el primero como si te retrasas y llegas el último, siempre habrá alguien que te estará esperando para perjudicarte, para desilusionarte y acabar contigo en el mismo inicio, en el mismo principio de cualquier trabajo, de cualquier encuentro. Porque nadie, repetía, nadie va a ocuparse de los otros muertos, de sus miedos inconfensables, de sus vergüenzas, de sus constantes humillaciones, nadie participará en los últimos días tristes de esos muertos, decía. Tales eran sus palabras, su modo de ser, desagradables, desde que empezó a creer que él era el único que no tonteaba con las cosas de la vida. Aunque algunos explican de otro modo ese

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cambio en su vida, y se refieren a unos roces que tuvo tiempo atrás, a unos roces frecuentes, en realidad, con las costuras mal cosidas de otro cuerpo. Tanto fue así, concluyen, que ya no volvió a recobrar la mirada pura de antes, cuando llegó a esta casa, ni aquellas palabras de alma lisa, no rozada aún por la cicatriz abultada de otro cuerpo. Pero sea cual sea el roce a que se viera sometido, lo cierto era que su vida había cambiado y ya no confiaba en nadie, ya no quería hablar de sus muertos, de sus propios muertos con ningún vecino de aquella comunidad.

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ENTRE PAREDES BLANCAS Sí, frecuentaba los lavabos públicos de los museos y centros cívicos, pero sobre todo de los museos, porque en ellos todo era más limpio y resplandeciente, diseñados con materiales de alta calidad, lavabos modernos, funcionales, que disponían casi todos de abundante jabón líquido, espumoso al instante, y chorros intermitentes de agua; toallas de papel fáciles de cortar, ventilación adecuada, secador de manos no muy caliente, sin escasez de papel higiénico, todo bien perfumado, además de otras ventajas, para solitarios, que se daban entre aquellas paredes blancas, inmaculadas, iluminadas sin descaro, asépticas. Sobre todo, asépticas, le gustaba repetir. Fue en aquel entonces, porque ya no quería ir detrás de nadie, ni de las cosas ni de las personas. Porque ya no quería arreglar el mundo, decía, ni tampoco frecuentar por más tiempo a los seres humanos. Fue, así, en aquel entonces, sin haberlo consultado antes a un amigo, como hacía siempre, cuando empezó a limitar el trato humano a un horario, a unas cuantas horas determinadas cada día, pero que nunca debían ser las mismas ni sobrepasar las tres o cuatro diarias. De modo que un día, por ejemplo, podía tratar con los seres humanos hasta las ocho de la tarde, y al día siguiente, por el contrario, no soportaba estar con ellos más allá de las once de

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la mañana. No creía en la vida matrimonial, en el amor de las parejas, ni en las celebraciones de los llamados aniversarios. Sólo podía estar un rato al lado de los solitarios, pero de los solitarios de muerte, indicaba, de aquellos que estarían ya solos para siempre, hasta la muerte. Solitarios de muerte. Le hacía daño el rumor de la vida, y mucho más aquel roce, aquellos sonidos trémulos que emitían algunas parejas cuando pasaban junto a él. Pero, ¿qué hacía durante las demás horas, se preguntaban algunos, qué hacía el resto del día luego de traspasar los límites de horario a que se sometía? ¿A dónde se dirigía, qué lugares frecuentaba si de verdad quería evitar cualquier relación humana? Tal era la cuestión, el misterio que en un principio inquietaba a sus vecinos. ¿Acaso hablaba con los espíritus, o se iba a pasear por las calles de su infancia; o bien se quedaba en su habitación, quizá recordando lo que otros preferían no recordar? Lo único que sabían era que a cierta hora, de pronto, bajaba o subía corriendo las escaleras, con una especie de urgencia sentimental, como si estuviera a punto de llegar demasiado tarde a una cita misteriosa, de la que dependía su vida. Hasta que un día se sintió más animado, como más ligero de alma, y les reveló lo que tanto les intrigaba, les contó la verdad: después de romper los lazos humanos de cada día, después de estar con ellos hasta una hora determinada, se ponía sus me-

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jores ropas y se iba a pasear por los lavabos públicos de un museo. Sí, también, entraba a ver las exposiciones de cuadros, de esculturas, pero lo que realmente pretendía al ir a los museos era ser feliz entre las paredes blancas de sus lavabos. Moverse unos momentos entre aquellas paredes limpias, brillantes, en aquel espacio moderno, cómodo, bien iluminado, con jabón y agua abundantes, papel más que suficiente, suave al tacto, incluso algo perfumado…, y un gran silencio. Vivir, en suma, unos instantes de profunda blancura, palpando la superficie refrescante de aquellas baldosas, rodeado de todo aquel silencio aséptico, sin recuerdos ni edad ni familia, solo entre aquellas paredes blancas…, solo, feliz…, felicidad que duraría por lo menos hasta que se abriera la puerta del lavabo y apareciera otra persona, otro ser humano, decía, y entonces se vería obligado a ceder su sitio, a abandonar el único lugar donde podía ser feliz. Pero ya volvería mañana o pasado mañana, o quizá la próxima semana, a este mismo museo, a este mismo lavabo público, y de nuevo viviría unos momentos de grandiosa blancura, de infinita asepsia. Y así un día tras otro, hasta que un atardecer, al abrir alguien la puerta, descubriera la soledad fría de su cuerpo, encogido para siempre entre aquellas paredes blancas.

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LA INVITADA I Se levantaba a las diez y media, se aseaba con gel de avena y se perfumaba con diversas colonias (“Lavanda”, “Maderas de Oriente”, etc.), y se ponía su mejor vestido, el último, liso algunas veces, aunque prefería los estampados con flores diminutas. Al poco rato, luego de animarse con un té y un par de pastas, compradas el día anterior al volver a casa, ya salía a la calle bien peinada y enjoyadas las manos (ignoramos por qué no le gustaban los collares). En cuanto la veían pasar, los vecinos le preguntaban, intrigados, adónde iba, a qué fiesta se dirigía esta vez, por qué se vestía tan elegante y caminaba con tanta premura y delicadeza. Y ella les respondía que más tarde les contaría todo, les explicaría cada uno de los pormenores de la fiesta sorpresa que ahora, dentro de poco, le aguardaba. II Paso a paso, contoneándose, mirándose el peinado en los espejos de algunas tiendas, llegaba a la plaza de la Iglesia o del Ayuntamiento (a veces asistía a una boda religiosa; otras, a una civil). Había días que se incorporaba, aun con cierta dificultad, al grupo familiar del novio, sin decir ni hacer

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ningún gesto que la delatara como extraña. Pero, según qué días, sobre todo si estaba nublado, prefería integrarse en la comitiva de la novia, mucho más brillante y rica de color, hablando con ésta y aquélla, o saludando a los de más allá; invocando ahora lejanos encuentros, amistades recíprocas de apellidos casi impronunciables; o cenas a altas horas de la madrugada, de donde habían surgido frases equívocas y algunos roces furtivos, cenas de las que siempre les recordaba, invariablemente, el menú exacto. Y así, poco a poco, se hacía cada vez más inextricable, más incomprensible pero también más profundo el parentesco familiar entre ella y los demás invitados. III Hoy también había salido de su casa como siempre, es decir, alegre, bien vestida y peinada, con una trenza postiza y estrenando el mejor de sus vestidos, el último, y andando como si diera pasos de baile, como si fuera calzada de plumas y pisando flores. Feliz porque hoy brillaba el sol y, por tanto, debía sumarse al séquito del novio, como estaba reglamentado, haciéndose pasar por un miembro más, no de la misma familia, sino de aquel grupo de allegados que aparecen al final de las fotografías; de aquellas sombras y perfiles que nadie identifica del todo, pero que están allí, al fondo, sentados en las últimas hileras de bancos de la iglesia, como en esta 196


ocasión estaban haciendo ya. También soñaba esta vez, mientras oía música de Albinoni y la celebración de la misa, que ella participaba en secreto de la felicidad de la novia, de cada uno de los rituales con que se hacía solemne el día de la boda, arrodillándose y rezando, por ejemplo, en uno de los últimos bancos de la iglesia. Pero alguien profanó el lugar y se interpuso entre ella y los demás invitados del último banco, donde estaban postrados, y se abalanzó sobre ella, encorvándose al máximo, y la tomó del brazo con fuerza, como jugando, en un falso gesto de familiaridad. Era el sacristán u otro funcionario de la parroquia, que se la llevaba de allí con una sonrisa, sin explicar nada, y la acompañaba hasta la misma puerta de la iglesia, de donde la echó afuera con un empujón, haciendo gala ya de unos modales airados, violentos. Una vez más, le llamaba la atención sobre su presencia, y le advertía muy seriamente que no volviera a entrometerse en una boda que no era la suya. Que no volviera a inmiscuirse, le gritaba, en bodas cuyos novios y familiares no la recordaban en absoluto, por mucho que ella quisiera evocar cenas y diálogos ambiguos del pasado; o amistades comunes de otro tiempo, cuyos nombres nadie acertaba a descifrar dada su deliberada mala pronunciación.

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IV Y así era como ella se alejaba de la plaza de la Iglesia o del Ayuntamiento, dando tumbos, escaleras abajo, con el vestido algo más arrugado y los zapatos manchados; esperando la llegada de otro día nublado, en que se podría incorporar al séquito de la novia, y donde sin duda la tratarían mejor que hoy, un día soleado en que había sido invitada a la comitiva del novio. De este modo, pues, regresó a su casa lo antes posible, y al ser interrogada por los vecinos les dijo que sí, que la fiesta había sido más breve de lo normal, pero también más intensa. De ahí, quizás, les decía, esas arrugas del vestido con que ahora volvía a casa, arrugas y manchas por supuesto naturales después de tanto alborozo y deseos de felicidad, después de tantas bromas festivas. Sólo esto. Después del bullicio feliz de la fiesta, decía, sólo el vestido un poco más arrugado y algo manchado, pero no tiene demasiada importancia, y se despedía hasta mañana. Sólo esto.

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EL TRAJE DE BAÑO Igual que otros años, había estado veraneando quince días en casa de unos amigos, en una playa del Maresme. También esta vez había conseguido, un verano más, bañarse a su manera, es decir, en seco, a pesar de las críticas y bromas de los otros bañistas, sin duda nada habituados a la contemplación de un baño diferente, de un estilo natatorio fuera de lo común: éste consistía, sobre todo, en mojarse las piernas hasta el límite de las rodillas, aletear con las manos un poco, donde rompen las olas, y arrojarse agua por encima del cuerpo. Pero siempre bañándose en seco, esto es, quería decir, manteniendo siempre intocado el traje de baño, sin mojarlo apenas, salvo las inevitables costuras, el dobladillo de abajo del bañador, que era difícil sustraer a las salpicaduras del mar, aun estando en la misma orilla. Tal era, pues, el nuevo estilo natatorio, ya que, si bien sabía permanecer a flote en el mar, dominando incluso la postura del muerto a la perfección, tendido de espaldas sobre el mar, hacía ya un tiempo que no soportaba en modo alguno que se le mojara el bañador; ni sentir una vez más aquel pegamento húmedo en las nalgas, como si se tratara de otro de aquellos pegamentos que de niño le ponían en el pecho para curarle la tos. No, ya no quería más pegamentos húmedos. Cada año volve-

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ría a la playa, de vacaciones, durante quince días, se adentraría en el mar, hasta las rodillas, y haría mil y un ejercicios para no permitir que el agua salada le mojara el traje de baño, estilo que sin duda sería criticado y objeto de burla, pero que nadie podría modificar en lo más mínimo: él iba a la playa, cada año, para mojarse un poco las piernas, para nadar en seco, decía, con el traje de baño en seco, sin mojarlo. En una ocasión, sin embargo, sus amigos le invitaron a terminar las vacaciones cuanto antes. Una decisión motivada no tanto por el ridículo anual que soportaban al acudir a la playa con tan singular bañista, no tanto, pues, por esa sensación de ridículo vacacional en el mar, cuanto por las últimas manías que había adquirido y desarrollaba sin ningún recato al volver a casa, después de la imitación natatoria a orillas del mar. Una de esas manías acabó realmente con la paciencia de sus amigos: se cortaba, por ejemplo, un trocito de uña y se le caía al suelo; entonces, sin avisar a nadie de lo que estaba haciendo, se echaba a tierra y se arrastraba por debajo de sillas y mesas en busca de ese invisible trocito de uña, que él, muy aseado y escrupuloso, no pararía hasta encontrar y depositarlo al fin en el lavabo. En tales casos, por cierto, solía justificarse diciendo que era él quien más disgustado estaba y sin embargo apenas lo demostraba, aun a pesar de la tardanza y la fatiga en la búsqueda de un trocito de uña, que se le había escapado al suelo.

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LOS DÍAS ANTERIORES Decía que si quieres tener un problema, basta con permanecer de pie en una acera cualquiera. Y al poco tiempo, no más de veinte minutos según su experiencia, se te acerca alguien y se dedica a mirarte, a decirte algunas palabras inoportunas, y así es como empieza un problema, en medio de la acera. Porque todo comienza, añadía, al acercarse alguien a ti, al acercarse demasiado a tu vida. Sin embargo, a pesar de los malos encuentros, decía que le daba buena suerte que las cosas no le salieran bien en un principio e incluso que le salieran bastante mal, sobre todo desde que se había instalado a vivir en este barrio. Tarde o temprano, las cosas volvían a estar a su favor. Y ahora, en estos últimos tiempos, si tenía un problema, no era precisamente por estar de pie un rato en una acera, sino por lo que él llamaba la angustia de los días anteriores. Éste era, pues, su verdadero, su único problema: la angustia que le producían las vísperas de los hechos, de los sucesos en que debería participar, la angustia, en suma, de los días anteriores. Por todo ello, era digno de ver su nerviosismo cuando alguien anunciaba la organización de una cena, los preparativos de una fecha señalada. Se volvía más torpe de gesto, más confuso de palabra, al explicar que no podía soportar la angustia de los

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días anteriores, la angustia de las vísperas, por lo que se privaba de cualquier espera, de cualquier trato social, y no quería hablar con nadie de eventos futuros. Por tanto, y sintiéndolo mucho, no asistiría a dicha cena. Así pues, con los años y tantas excusas, se fue quedando solo, sin fiestas ni correrías nocturnas, y ya no tenía nada que decir ni siquiera a su mejor amigo. Aunque a veces aún se citaban en una acera del barrio, y se preguntaban el uno al otro quién había sido más feliz tiempo atrás, cuál de los dos había aprovechado mejor el tiempo, sí, entonces, en aquellos días anteriores a las cosas tristes de hoy, cuando la angustia aún no tenía nombre.

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LA RENUNCIA No quería gustar a nadie más. Cada día se peinaba y se vestía de modo que pudiera afearse un poco más que ayer. Otra vez se afanaba para no gustar a nadie. No quería, pues, ser amado, comentaban los vecinos más trascendentes. Por eso mismo, había que suprimir cualquier rasgo de belleza de su rostro, demasiado angelical. Pero angelical hasta el día en que se miró largo rato en el espejo, humedeció una hoja de afeitar y se hizo varios cortes en los labios. Una hemorragia le obligó a ir a la sala de urgencias de un hospital, donde le aplicaron una sutura que, pasados unos días, le dejó un pequeño bulto en una de las comisuras, quedándole así un tanto deformada la boca. Ahora ya era un deslabiado, decía, y ya nadie tendría la tentación de besar esta boca herida, mal cicatrizada; esta fealdad conseguida con no poco esfuerzo, añadía, intentando en vano fruncir los labios como hacía antes. Algunos dicen que esa renuncia a la belleza, esa renuncia a ser querido, se remontaba ya a sus años de juventud; e incluso mencionan, sin pudor, una noche de invierno en que, según todos los indicios, no supo qué hacer con la masa desnuda de otro cuerpo, no supo qué hacer, repiten –y aquí representan aquella noche de invierno mediante un gesto obsceno y recitando un poema que él dejó inacabado, antes de trasladarse a otra escalera, a otra casa. 203


Y ellos, los vecinos, aún se hacen la misma pregunta: ¿por qué había humedecido la cuchilla de afeitar antes de cortarse los labios hasta sangrar?

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LA MUJER DE LA MALETA Todo comenzó una noche de verano, en un vagón de tren. Había salido en dirección a otra ciudad, de vacaciones, y llevaba ya unas tres horas de viaje. Fue entonces, luego de parar el tren unos minutos en aquella estación, cuando entró ella, una mujer cargada con varias maletas y bolsas, acompañada de una niña. De entre todos aquellos bultos destacaba uno, de color azul, era una maleta voluminosa, hinchada en los costados, como a punto de reventar, seguramente difícil de manejar con los vaivenes del tren. Sin embargo, él se ofreció para ayudar a la mujer de la maleta, y de inmediato alargó las manos hacia aquel inmenso bulto azulado, e intentó levantar la maleta tirando del asa por un lado y por otro, apoyando firmes los pies en el suelo, pero en vano, ya que había calculado mal tanto el peso de la misma como la altura del maletero. Apenas si pudo moverla dos palmos del suelo. Humillado por aquel peso, por aquel vano esfuerzo, miró desolado al fondo del pasillo del tren, esperando que alguien se levantara pronto y finalizara la tarea que él había iniciado con tan poco vigor. Entonces se acercó otra persona, un hombre no muy alto, y con suma habilidad zarandeó aquel bulto azul de un lado a otro, dejando todo aquel peso bien puesto en su sitio, en el maletero.

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Fue allí, pues, en el interior de un vagón de tren, cuando llevaba ya más de tres horas de viaje, después de contemplar aquella demostración de vigor y destreza manejando las maletas y los bultos de la vida, fue allí cuando empezó a sentir aquella impotencia, su incapacidad para transitar por la vida cotidiana con cierta seguridad. Y así comenzaron también sus correrías nocturnas, solitarias. ¿Cuáles eran éstas, sus correrías nocturnas por las calles, de las que a veces decían algunos que volvía ensangrentado? Pero si alguien se lo preguntaba, siempre respondía que ahora no le convenía hacerse notar, y que era mejor, de momento, no dar muchas explicaciones sobre el contenido de esas expediciones nocturnas. Lo único que, en todo caso, podía relatar era que él debía salir de casa, por la noche, para ver a cierta distancia la vida de las otras personas, verlas pasear juntas, seguirlas un rato de una calle a otra, vislumbrar sus gestos de felicidad, pero siempre de lejos, sin aproximarse demasiado a la realidad, al peso de sus cuerpos, al peso de los bultos, de tan mal recuerdo. Y distraerse así, observando las irregularidades en los pasos y gestos de aquellos miembros de lo que llamaban una pequeña vida feliz, siguiéndolos hasta una esquina… Por otro lado, afirmaba convencido, que alguna vez lo hubieran visto regresar un poco ensangrentado, no significaba que él se dedicara a hacer cosas peores que los demás, ni mucho menos; antes

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al contrario, del mismo modo que otros se ocupaban en pasear, exhibiendo un variado dominio técnico de la felicidad tanto con las manos como al andar de una tienda a la otra, sin dudar lo más mínimo ante los escaparates…, asimismo, él prefería salir solo a merodear de noche, seguirlos hasta la felicidad de una esquina, y ejercitarse mejor en sus correrías nocturnas, cada vez más perfectas; lejanos ya aquellos tiempos en que no tenía ni fuerza ni la habilidad necesarias para manejar la maleta de una desconocida, los pesados bultos de la vida. Aunque también es verdad, confiesa, que desde entonces, desde aquellas tristes vacaciones, no ha vuelto a viajar en tren. Y ya para resumir el cuento, diremos que él continúa con sus correrías nocturnas, y sin cambiar de opinión: si alguien lo ve regresar a casa un poco ensangrentado, no quiere decir que su vida sea peor que la de los demás.

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DÍAS DE LUTO POR UN “MONTÓN DE AMARILLO” Le gustaba decir que no le angustiaba ni el paso del tempo ni la mirada de los demás. Sí que le angustiaban, sí que le consumían otras cosas. Pero que todo lo bueno ocurriera fuera de su casa, que la felicidad, por ejemplo, tuviera lugar más allá, lejos de su casa, no le preocupaba demasiado. Sólo le daban golpes bajos de angustia, una angustia desmedida, cuando le invitaban a cenar algunos hombres y mujeres que aún le recordaban. No podía evitarlo: el compromiso de ir a cenar con ellos, en un sitio extraño para él y a una hora determinada, era, decía, el principal problema que tenía con el género humano, y no sabía cómo resolverlo. Angustia, miedo, por una simple cena, éste era su gran tormento. A él, por otro lado, no le importaba estar vacío de ocupaciones, o que nadie lo encontrara a faltar. No le interesaba en absoluto conocer las direcciones de esta o aquella reunión festiva, ni la pequeña cantidad de gente que pudiera lamentar su ausencia en la celebración de un gran acto. En resumen, no le importaba que nadie lo echara en falta, que nadie lo recordara en algún momento de esta vida. Sólo le atormentaba esta angustia, la invitación, la insoportable posibilidad de ir a cenar con algunos hombres y mujeres, a un sitio, a una hora

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determinados para siempre. Una angustia mortal. Pero fue quizá por este sobrante de soledad, por esta cantidad de angustia que se le iba acumulando, que le vinieron los malos pensamientos y empezaron a desaparecer algunos de los comensales que se atrevieron a invitarle a otra cena. En poco tiempo desaparecieron cuatro, dos hombres y dos mujeres, uno tras otro cada cinco días. Una manía como tantas otras, decía después, pero la verdad es que ya no soportaba volver a ver a cualquiera que lo hubiera invitado una vez a cenar, a sufrir aquella angustia horrible, asistiera o no al fin a dicha cena. Aquella angustia ya no se la quitaba de ningún modo, y le quedaba para siempre, acumulada por todo el cuerpo. Y por eso le venían aquellos malos pensamientos y desaparecían de sus casas los comensales que, seguramente, nada sabían de sus angustias, de sus problemas con los hombres y las mujeres y las cenas. En los últimos tiempo creía que todas esas cosas, que él había organizado a su manera, en un exceso de soledad pero con la angustia mejor controlada gracias a la ausencia de cenas, creía que todo eso le había endurecido, con el alma agusanada pero más fuerte cada día. Sin embargo, no era así, otra vez se equivocaba. Y todo por culpa de un “montón de amarillo”, de un pajarillo que se fue quedando sin plumas. Hasta que murió fuera de la jaula, unas cuantas plumas amarillas encima de la mesa del comedor, por donde saltaba durante el día aquel

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“montón de amarillo”, como decía una balada que de niño le cantaba alguien, un desconocido. Y fue entonces cuando se vistió de luto. Con un peso de plumas tristes en el corazón, un corazón helado por la angustia de las cenas y el asesinato de comensales, pero un corazón que llevaba luto por un “montón de amarillo”. Esto fue lo que dijeron algunos cuando le detuvieron al salir de su casa.

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LA ÚLTIMA LECTURA (Poesía y fisiología) Aquélla –nunca lo podrá olvidar–, aquélla fue su última lectura pública. Él y otros dos poetas habían leído algunos de sus poemas en la sala de una librería, ante un público de unas cuarenta personas. Finalizado el acto, se levantó deprisa y se fue directamente a su casa, sin apenas despedirse de nadie, y se encerró en ella durante mucho, mucho tiempo. Y todo por culpa de un accidente, decían. Sin dar más explicaciones, pues, lo cierto es que había desaparecido de la vida cultural de la ciudad, y ya no asistía a ninguna presentación de libros, a ninguna lectura pública. Encerrado solo en su casa, también dejó de hablar de libros, y no quería ver a nadie que pudiera recordarle aquel accidente, fatídico, que tuvo en la última lectura. Accidente que, al parecer, sólo advirtieron unas pocas personas: el presentador del acto, un crítico literario de mediana edad, de voz pastosa y engolada a la vez, los dos poetas que le acompañaban en la lectura, y unas cuantas personas sentadas en primera fila. Probablemente nadie más, pero en número suficiente como para dejarle desolado. Pero, ¿qué accidente? ¿Qué le había ocurrido en realidad? Se trataba, según todos los indicios, de un accidente de naturaleza fluida, una especie de

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gorgoritos de las entrañas, le decía a una vecina de confianza; como una vida interior que de súbito se manifestara con cierta escala de sonidos; o mejor, una frecuencia de burbujas que seguramente, repetía, no habrían sido oídas sino por quienes estaban más cerca de la mesa de los poetas lectores. Sin embargo, la vergüenza era infinita, infinita de verdad, una vergüenza para toda la eternidad, y hubiera querido morirse allí mismo, o un poco más allá, al salir de la librería y doblar una calle, morir entre desconocidos. ¿Qué se puede hacer en esos casos?, se preguntaba, compungido, cuando aún lo recordaba y ya no sentía tanta vergüenza. En primer lugar, no debes moverte, hay que permanecer aguardando el turno de lectura, mantener la calma, que el espíritu adquiera el dominio y regule las funciones del cuerpo, e imaginar, sobre todo imaginar las aventuras de una historia absurda y sonreír mirando a los otros lectores, pese a la insistencia de los rumores intestinales que el espíritu, ahora en vano, se esfuerza en controlar. Hay que esperar a que finalice el acto, sin impacientarse, distrayéndote con las palabras hasta el final, por lo menos. Porque el mundo, para ti, se acabará después, cuando ya finalizada la lectura te levantes y te pierdas entre los demás, desolado. Nadie podrá entonces consolarte. En suma, durante el acto hay que cuidar en todo momento la organización de los sonidos, para desviar la atención y lle-

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nar el silencio que te rodea, utilizando, por ejemplo, los zapatos, haciéndolos deslizar y crujir contra el suelo; y retirando, sobre todo retirando el micrófono hacia la posición de los otros lectores, a fin de conseguir que tus propios sonidos intestinales, en rebeldía intermitente, se vuelvan cada vez más inaudibles para el público presente en la sala. Y tampoco deberá importarte que tu lectura sea un fracaso con este procedimiento. Aquí, declaraba, sólo nos interesa que lo de dentro se torne inaudible, aun a riesgo de que el público pierda también la audición de tus poemas. Ahora, que ha pasado ya mucho, mucho tiempo, vive aún a distancia de las cosas y de las personas, pero se siente más tranquilo, e incluso puede a veces recordar algún que otro detalle de aquel día fatídico, sin avergonzarse tanto como antes. Aunque, desde entonces, adondequiera que vaya, dice, presiente que tiene algo que perder, que detrás de cualquier puerta, de todas las puertas, en esta o aquella situación, siempre habrá, dice, desde entonces, algo pendiente que le hará perder lo más valioso de su vida. Por eso vive adoptando quizá las maneras solitarias de un muerto en vida, como le llaman algunos, burlándose, sin precisar más. Vive, pues, al estilo póstumo, dice, del mismo modo que viviría alguien cuyos ruidos entrañables, gorgoteando, se hubieran podido oír en público, más allá de la forma, de los límites del cuerpo de uno

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mismo. Por tanto, vivir en lo póstumo, como si él ya no estuviera, era lo mejor que podía hacer en este mundo, luego de aquella lectura accidentada, y que ya le apartaría para siempre del noble ejercicio de la poesía. Acaso no deberíamos mencionar, por delicadeza, que algunos vecinos se refieren aún con otros nombres, con palabras malsonantes a la historia de su accidente, que él ahora, después de tantos años, prefiere recordar como una expresión inoportuna de burbujas misteriosas, invisibles.

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LA IMPORTANCIA DE UNA TONTERÍA Sin mediar ninguna provocación por su parte, sin haber dicho nada que pudiera ofender a alguien, se vio de pronto desplazado de casi todo. Quería averiguar por qué no le saludaban como antes, investigar todas las posibles faltas y olvidos que hubieran podido contrariar a ciertas personas, sin él saberlo. Esta vez había decidido que llegaría hasta el final de las cosas, y que algún día le sería dado comprender la razón de ese desplazamiento. Fue así como empezó a dar crédito a cualquier rumor, a cualquier tontería, a cualquier gesto que veía por la calle, al ir hacia su casa. Y decía, convencido, que era muy oportuno y necesario creer en la importancia, en la trascendencia de una tontería: dentro, en el interior de esa tontería, podía ocultarse el secreto de lo que le venía sucediendo, unas frases que explicaran la forma en que se había visto desplazado, de súbito. Y así, pesquisa tras pesquisa, iba a comprar ropa y comida por todas las tiendas del barrio, también a otras tiendas, y compraba números de zapatos y tallas de ropa interior, por ejemplo, más grandes de lo que él necesitaba, y no lo hacía sólo por timidez, sino para no perder el tiempo y no demorar más la investigación. Siempre en busca de información, de un mensaje, de una señal que le hiciera comprender su despla-

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zamiento, el vacío blanqueado que le rodeaba por todas partes, un vacío de cualquier tamaño y condición, pero siempre blanqueado. Y al decir esto, se agachaba lentamente, hasta que ponía las manos y la frente contra el suelo, en busca de una mancha blanca que sólo él vislumbraba. Otros cuentan que a él en realidad no le preocupaba mucho verse desplazado, que su investigación no era más que un pretexto para despreciar a los seres vivos, entre los que figuraban en primer orden los tenderos y los vecinos que vivían en los pisos superiores al suyo. Que utilizaba la metáfora del vacío blanqueado y el desplazamiento para dar cierta nobleza a su manera de vivir, tan ignominiosa, por no decir repugnante a cualquier tipo de convivencia. Era un pobre ser contagiado de alto destino, que pretendía dar un sentido trascendente a sus propias miserias y tonterías. Como aquélla de hace unos siete años, una tontería que al final le llevaría al hospital, y que empezó con esta pregunta: ¿Qué hacer, cuando uno quiere traspasar los límites de la vida cotidiana, desencadenarse de las necesidades mediocres de los demás y de uno mismo, qué hacer en tales ocasiones? Pero él lo hizo, vaya sí lo hizo, recuerdan algunos; sin más dudas ni demoras, como a él le gustaba decir, un día decidió no ir más al cuarto de baño. Nunca más volvería a entrar en un lavabo, no iría más a ningún cuarto de baño, aunque en ello le fuera la propia vida. Cortaría con todo

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y con todos, y ya el cuerpo no tendría dominio alguno sobre él, como tampoco lo tenían los tenderos ni los vecinos cuando él salía victorioso de una tienda, con un par de zapatos que le salían de los pies, o una talla de ropa interior un número superior o inferior a la suya. Nadie doblegaría su estilo de vida, indiferente a las necesidades perentorias, a los límites, él continuaría investigando como el más audaz de los vivientes, y algún día podría descubrir por qué se había quedado desplazado, solo, dentro de un vacío blanqueado por unas manos misteriosas. Cuando lo trasladaron al hospital, en una ambulancia, dicen que vio una señal en el balcón, entre dos macetas de flores blancas, lirios blanqueados, decía él, mientras lo conducían al hospital para tratar de curarle una obstrucción intestinal.

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UN TEXTO SEMANAL “Tenía pocas distracciones, pero le encantaba perder el tiempo, perderlo hasta el final, decía, hasta el final de todo, de todo lo que era importante y lo que no, pero hasta el final, perder el tiempo y todo lo que más necesitaba, tener el alma unas veces más cerca y otras más lejos, remota, hacer las cosas sin pretensiones y perder el tiempo, perderlo hasta el final, pero hasta el mismo final de todo, porque no quería unir su vida a nada más, a nadie más, ya que todo ocurre abajo, entre las raíces, debajo de ellas, al fondo, o arriba, más arriba, pero no aquí, donde el alma, para soportarlo, se distrae perdiendo el tiempo, hasta el final, perderlo, perderse más allá de todo, de las distracciones, y encontrarse al final en el lugar de ningún sitio, sin nombre, sin luz, sin sombra, al final de todo.” Éste era el texto que escribía cada fin de semana, desde un día que le invitaron a una fiesta y la angustia le desvió del camino, e hizo lo que jamás podría confesar a ningún ser humano, y le quedaron viscosos para siempre, marchitos, los tres dedos de una mano.

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UN CUENTO DE CELOS En realidad, no iba mal encaminado, como decían algunos, pero sí algo torcido de la cintura para arriba, destacando la inclinación del hombro izquierdo. ¿Por qué, pues, decían que iba mal encaminado? ¿Acaso algunos conocían lo que le había sucedido tiempo atrás? Así, ¿era por eso que lamentaban que caminara tan mal? Sin duda, sabían de qué hablaban, comentaban otros, lo sabían pese a las ambigüedades de su vida. A causa de éstas, seguramente, se referían a él como un ser mal encaminado, que nunca llegaría adonde estaban los demás. De seguir así, desandando por la noche lo que había andado durante el día, pronto no dispondría de ninguna palabra, de ningún recurso para hacerse notar en este mundo. Y sería, por ello, rechazado para siempre del barrio en que nació, donde aún era querido por dos o tres vecinos para intercambiar noticias y recuerdos, aunque ya no eran aquellas confidencias a medianoche de antaño, cuando era joven, sentados en el suelo, con la calle en sombras y las casas a media luz, y las cortinas mecidas por un aire misterioso. Pero últimamente le había crecido un poco más la muerte en el alma, y prefería relacionarse sólo con desconocidos. De ahí que frecuentara cada vez más los transportes públicos. Y fue en una de

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esas líneas de autobús que sintió celos. No se conocían, sólo se habían visto en ese autobús, pero un día uno comenzó a sentir celos del otro. Le molestaba que el desconocido mirase más a otros usuarios del autobús, en especial a uno que tenía cabeza de gorrión, decía. ¿Por qué, se preguntaba, no le miraba a él con la misma intensidad, la misma alegría con que miraba a esa cabeza de gorrión? Al final consiguieron echarlo del barrio, provocando toda clase de ruidos y burlas contra las paredes de su casa, siempre cerrada a destiempo. Fue así como desapareció una noche, mal encaminado y subiendo seguramente a un autobús, donde quizá volvería a sentir celos de otro viajero. Y poco a poco fuimos olvidando que una vez vivió entre nosotros, y que no le gustaba que descubrieran sus historias de celos con desconocidos, en un metro, en un lavabo, en un autobús.

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DOCUMENTO RESUMIDO DE UNOS EJERCICIOS ESPIRITUALES CELEBRADOS EN LA PLAYA … agora sé que el mundo ya me huye; y es fuerza que otro mundo se comience. Juan Boscán

I Dicen que regresó al cabo de una semana, y el mismo día o al día siguiente (no lo recordaban bien), llamó a varios pisos para convocar a los vecinos con cierta urgencia. Una vez reunidos, les anunció: “Ya lo sé. Por fin, ya lo sé: nunca más os mandaré ninguna postal, ninguna felicitación en verso. Nunca más un poema al dorso de una tarjeta postal, o un villancico en un sobre jaspeado. Porque ya lo sé y así os lo anuncio: no soy poeta”. II De los ocho vecinos convocados, tres se fueron en seguida, con malos modos, sin comprender la necesidad de tantas prisas, de tanta urgencia para un comunicado tal: no pensaba enviar más felicitaciones en verso. Y a nosotros qué nos importa, exclamaron, antes de abandonar la reunión dando un portazo.

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III Mientras tanto, los cinco vecinos restantes, ya más tranquilos, con más curiosidad, le exigieron que se explicara con mayor claridad. ¿Qué significaba “no soy poeta, no escribiré villancicos ni para estas ni para otras Navidades”? Y él les respondió: “Paseando por la playa he descubierto el esqueleto de un perro, sepultado en la arena, y no le he dedicado ningún poema, ninguna alegría, sino que le he escrito una historieta en prosa, cuya acción no es mayor que la de viajar en autobús unos kilómetros, con un perrito muerto sentado en el asiento contiguo; historieta cuya trascendencia, por otra parte, no es nada relevante, a no ser que lo sea viajar en autobús sin un destino preciso, y que al llegar a un páramo, sin apeadero, se levanten el viajero y el perro muerto para bajar, y dejen caer granos de arena sobre sus asientos.” IV Entonces, dijo uno de los cinco vecinos, sentándose en una silla de mimbre del rincón: “Si sólo te preocupan los perros muertos, si sólo te interesan las historietas como ésta del autobús, cuyo personaje no va a ninguna parte con la compañía de un esqueleto, ¿qué haces en el comité de redacción de la revista de la comunidad, en cuyas páginas se trata de cuentas y asuntos humanos? ¿Qué sentido, qué

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función tiene tu presencia en la misma?” “Ninguno”, respondió él. “Ninguno.” Luego, sacando la mano del bolsillo de la americana, se despidió de los cinco vecinos, y se fue escaleras abajo. Fue entonces, al abrir la puerta de su casa, cuando oyó los ladridos de bienvenida de su perro muerto, que le esperaba sentado en el balcón, meneando el pellejo de la cola. V Para finalizar el cuento, y como hubiera podido decir Hölderlin mientras vivía recluido en casa de un carpintero, el único problema consiste en no entender el lenguaje de los hombres, y, sin embargo, escribir en serio cosas como ésta, donde un perro muerto se levanta y mueve la cola para darte la bienvenida. En tiempo de desolación nunca hacer mudanza, mas estar firme y constante en los propósitos y determinación en que estaba el día antecedente a la tal desolación, o en la determinación en que estaba en la antecedente consolación. San Ignacio de Loyola, Ejercicios espirituales

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ERA COMO UNA CAJA DE MAGIA ESTROPEADA I UN CASO EXTREMO Pasaba por allí, de vuelta a casa, y se lo dijeron en pocas palabras. Pero él les respondió que ya no quería saber nada más. Que a partir de ahora se limitaría a vivir sin preguntas ni respuestas, sin pretextos, sin murmuraciones. Así no le perjudicarían otra vez, como hicieron tiempo atrás, cuando le llamaron aparte y le dijeron que le iban a dar una buena noticia, una noticia sin duda importante para él, y al final acabaron por estropear uno de sus mejores días, y le desgraciaron la vida por una larga temporada. No, no era, pues, su intención volver a escuchar otra de sus noticias, y luego regresar a casa desolado, buscando un refugio donde poder olvidar las palabras que le habrían dicho: la historia de una noticia, sin importancia, decían, pero que muy bien podría acabar con su vida en un instante, pensaba él. De modo que prefería vivir así, un tanto aislado, sin noticias, con mucha ropa para estar por casa, y un par de camisas y tres pantalones para salir a la calle en verano. En invierno, aún no sabía qué haría con la ropa en invierno, ya veríamos. No iba a darles otra oportunidad. Esta vez no permitiría que lo llamaran aparte para darle una 224


nueva noticia, y luego vivir peor que ahora durante mucho tiempo. Con más ropa de invierno de estar por casa, y menos camisas y pantalones para andar por la calle. II UNA HISTORIA DE ESTORNUDOS Quería desaparecer de la vida de los demás, por culpa, decían, de un estornudo mal hecho, mal sofocado, y con el que al parecer había salpicado a más de uno de los presentes. Fue así como empezaron sus pesadillas, las sufría de noche y de día, haciéndole vivir cada vez más a oscuras, como si estuviera siempre resfriado y ausente de todas las casas y calles, pero imaginando que estornudaba en cada una de ellas. Porque ya no se trataba sólo de apagar las luces del pasillo de su casa, o de las habitaciones en que había espejos. Sino que también quería ducharse a oscuras, lavarse entero, sí, pero sin mirarse las cicatrices, ni los estornudos reales o imaginarios, y estar bien limpio, bien presentable en caso de accidente o muerte en plena calle. Desaparecer de la vida de los demás, eso estaba bien, repetía, pero había que hacerlo sin olvidar la higiene corporal, ni la buena disposición del espíritu, para que fuera eficaz andar por la calle lejos del trato humano, aunque sin molestar a nadie con el rancio olor del propio abandono. 225


Así pues, un estornudo o dos, mal resueltos, fueron suficientes para cambiar los acontecimientos e interferir en los asuntos internos de su vida, de tal manera que a punto estuvieron de acabar con lo único que le importaba de este mundo: el recuerdo de una verbena, donde también estornudó varias veces, antes de conocer a la que sería su primera novia. Que después, al cabo de unos meses, le abandonara por otro, el cual, argumentaba ella, estornudaba con menos frecuencia y con mejor técnica, sin rociar los vestidos de los demás…; que, pues, le abandonara tan deprisa, no era motivo suficiente para que no tuviera una bella nostalgia de aquella noche de verbena, cuya memoria pretendían ahora confundir con falsas interpretaciones sobre su modo de estornudar. Porque ya insistían demasiado, enumerando una y otra vez la cantidad y el modo irregular de sus estornudos, afirmando que todos sus males provenían de esos malditos estornudos mal hechos, mal resueltos en sociedad. Consideraba que exageraban bastante. Sea como fuere, lo cierto es que ahora intentaba no estornudar en público. Por ello, si acaso padeciera un desmayo a causa de una necesidad fisiológica mal reprimida, siempre lo haría con la tranquilidad de saber que, por lo menos, caería bien limpio, bien aseado sobre una acera. Y entonces su vida, que había transcurrido a oscuras, se vería iluminada por las miradas que le dedicarían desde las ventanas y balcones del barrio. 226


No hay más que contar, salvo que un atardecer de primavera, mientras paseaba feliz mirando los árboles de una calle, le atropelló por detrás una motocicleta, y al caer se golpeó la cabeza contra el bordillo de la acera. Algunos recuerdan que, antes de morir en el regazo de un cartero del barrio, aún estornudó tres veces y sonrió a un vecino que le miraba desde un balcón.

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HISTORIA DE UNA AFONÍA A Luisa Cotoner, por un relato

Ella también quería ser como las otras. Si sus amigas estaban afónicas, ella no iba a ser menos y también quería estar afónica. Y por eso corría ahora por las calles, con la boca abierta, aspirando bocanadas de aire frío para conseguir una voz semejante, y ser como las otras, que exhibían una perfecta afonía. Sin embargo, por mucho que corriera, abriendo la boca en busca de aire frío, no logró nunca tener la voz afónica, una voz susurrante como la de sus amigas, que de afonía en afonía se iban emparejando, mientras ella las veía alejarse calle arriba, calle abajo, y se iba quedando cada vez más sola. Así transcurrieron meses y años, y cuando alguien se fijaba en ella y la reconocía y le preguntaba cómo estaba, qué hacía en la actualidad, qué era, pues, de su vida, ella le contestaba que estaba muy bien, pasando el rato, como siempre. Su vida era esto, pasar el rato, sin demasiadas complicaciones, evitando obstáculos, sin apenas relaciones afectivas con las antiguas amigas, ni con los hombres que a veces también la miraban. Lo más importante era saber pasar el rato, decía. Eso era todo, el enigma de todo, para ella, vivir pasando el rato, no pedía nada más a este mundo.

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Y en cuanto al otro, al otro mundo, tampoco era mucho más explícita, pero cuando se lo preguntaban otra vez, el rostro se le animaba y entonces decía algunas palabras de más. Por ejemplo, éstas: que si algún día viviera en otro mundo, y los demás la reconocieran por haberla tratado antes, le gustaría continuar pasando el rato como ahora, pero quizá, añadía finalmente, estaría bien tener un poco más de compañía que aquí, en este mundo, por donde aún pasea arriba y abajo, viendo cómo los demás se alejan por una bocacalle, emparejados, ellos y ellas con la voz afónica; todos afónicos, menos ella, por los aires fríos de las esquinas oscuras, donde se citan y se comprometen las parejas.

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COSAS QUE PASAN Desde que el mundo es mundo, soledades como la suya, que nació ya asustada, no hacen más que estorbar, le decían al cabo de los años, cansados ya de sus innumerables historias inacabadas, con amores y crímenes sin resolver, historias sin un principio ni un final, como si temiera conocer toda la verdad de esos personajes cuyas historias nos contaba. Prefería quedarse a medias con todo, y también con la vida, y por eso se despedía siempre con frases enigmáticas, como ésta: “Debo irme, es la hora, me voy a casa con las tinieblas simpáticas.” Pero qué era aquello, se preguntaban algunos, tener incluso un horario para el trato humano. Sólo podían contar con ella ciertos días, a ciertas horas, después de las cuales sentía aquella necesidad, aquella prisa por irse y cambiar de lugar, por desaparecer a través de las calles que mejor conocía. Cosas que pasan, decía, cosas a las que debía atender sin más demora. Ya lo sabíamos. Cuando una cosa no le gustaba, disimulaba hablando de otra muy distinta. Por ejemplo, si alguien le aconsejaba sobre la utilidad de vivir con otra persona, ella respondía que no disponía aún de toda la información necesaria. Que, por tanto, al no haber tenido tales noticias, se veía obligada a cumplir ciertos horarios y a reducir cada vez más la convivencia, ya que la mayor parte de su tiem-

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po lo destinaba a recabar cualquier noticia, cualquier historia vecinal, por mínima que fuera; cualquier rumor sobre esta o aquella pareja, en suma, cualquier información sobre la utilidad o no de la vida feliz que siempre le estaban proponiendo. Les concedía, por supuesto, que tal vez se había equivocado al aceptar relacionarse con ellos y ellas, como si hubiera estado ya bien informada y dispusiera de las nociones suficientes para salir a pasear, para ir y volver por los caminos del mundo. Por eso mismo, a veces le subía una angustia viscosa por el sistema óseo, que no le permitía moverse ni hablar, no podía hacer nada, salvo despedirse cuanto antes señalando el horario, el retraso, y salir afuera y volver a casa, paso a paso, cojeando casi, y desaparecer en la oscuridad de las calles de siempre, cuyas piedras y puertas, cuyos seres vivos y muertos la estaban esperando desde hacía ya rato. Y aunque no todo el mundo estaba de su parte, ella estaba dispuesta a seguir viviendo así, con esas prisas de angustia que, lo comprendía bien, podían fatigar a cualquiera que la invitara para salir a divertirse una noche. Lo comprendía, pero de momento las cosas eran así. Es más, había algunos indicios para suponer que su modo de vivir podría ir pronto de mal en peor; estaba dispuesta a prepararse, a informarse bien sobre las cosas que le pasan a una, y a no ponerse más triste de lo habitual si las noticias no le eran favorables, si no estaba todo lis-

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to para su felicidad. Porque a veces, como le había dicho un vecino de confianza, no salen las cosas a gusto de una, y, al intentar mejorarlas, se vuelven más peligrosas. Cosas que pasan, decía otra vez, y ya les daba un beso de despedida porque también hoy, se lamentaba, llegaría tarde allá, donde tenía una obligación grave, ineludible, y de cuyo cumplimiento o no dependía su vida, su destino.

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UN MAL FIN No quería saber nada de los demás. Ni de los vivos ni de los muertos. Siempre los demás, el conflicto que le provocaba la mera presencia de los demás. O cuando uno de los demás, memorialista, convocaba a los amigos para evocar a otro de ellos, ausente. Evocaciones, recuerdos que, a la larga, siempre le perjudicaban a él, decía. Y era una lástima que tuviera ese permanente conflicto, esa aversión a los demás, opinaban algunos, ya que, por otra parte, a él le gustaba todo. No tenía preferencias, lo mismo le daba el otoño que la primavera, el día que la noche; tanto valía, para él, la soledad como la compañía de algún animal, perro, gato o pájaro, cualquiera de ellos. Pero siempre exceptuando a los demás, a los seres humanos; tampoco daba más importancia a los días de fiesta que a los días laborables. En suma, le gustaba todo, salvo la presencia de los demás, cuyo ruido de palabras ahuyentaba incluso a los animales que más quería. Con tal modo de vivir, con tales costumbres, no era de extrañar, decían algunos, que hubiera tenido un mal fin. Porque, ya de mayor, fue contratado por una señora para que se cuidara de la limpieza de una casa de mala fama, de mal nombre. Y una mañana, hacia las diez, lo encontraron tumbado contra una silla de hierro, donde había tenido

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un mal fin poco antes, con el rostro ensangrentado mirando hacia la puerta. Había un gato bizco a su lado, que miraba desconfiado a la puerta abierta, por donde seguramente habían entrado los otros, los demás, informó la policía.

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SITIOS DE MALA MUERTE PARA VIVIR Decían que él, antes de que una vecina, mujer de un electricista, le dejara sin palabras, o con la palabra en la boca, dura de roer, amarga para ser más exactos, y acabara con la vida tan estropeada –con la vida apagada, sin luz, añadían algunos, guiñando un ojo–, decían que él había sido un hombre que se lo podía tragar todo: desde malas palabras a reuniones malsanas, desde masticar bombones y caramelos que no le gustaban, hasta papeles que no quería leer, o tratar con mujeres que le complicaban las noches, etc. Y lo hacía, afirmaban, por no molestar a los demás. Si persistía, aceptando lo que no deseaba y tragándoselo educadamente, no lo hacía por sí mismo, afirmaban otra vez, sino para no devolver aquello que le ofrecían, lo cual era todavía más grave y digno de burla. Así le fueron sucediendo las cosas, hasta que un día estiró una pierna más que la otra, y sin embargo volvió a levantarse, aunque medio muerto; y desde entonces avisaba a todo el mundo que nunca más asistiría a otra cena con los hombres, ni se pondría en la boca aquello que no le gustara. No tragaría nada más. Dejó, pues, de ser recordado, ya no le ofrecieron más regalos ni tuvo que oír más palabras sobre él. Y pasó el resto de su vida mirando a la calle

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desde el fondo de una taberna, desde un sitio de mala vida, de mala muerte, como la suya, decían, una vida de mala muerte. Cada vez más flaco y olvidado, sin nada bueno ni malo que llevarse a la pobre boca, observando cómo el tiempo cruel entraba y salía de la taberna a la calle, murió un día de indigestión, seguramente una indigestión de vacío, concluían ellos, guiñando el otro ojo.

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DESDE UNA VENTANA Dicen que huía de todos por culpa de varios contratiempos, al parecer uno de ellos grave, y que ahora se refugiaba en un bar, al fondo de un bar, desde cuya ventana podía ver todo lo que le interesaba del mundo, que era más bien poco. Después de tantos años, aún estaba resentida por lo ocurrido, y seguía allí, sentada en aquella misma silla del bar, donde cada domingo, por las tardes, un acordeonista eslavo tocaba música bailable; pero, a diferencia de entonces, ahora ella ya no esperaba que se le acercara alguien para invitarla a bailar. Así las cosas, cuando alguna amiga de las de antes, una amiga de confianza, le hacía una visita en el bar (imposible encontrarla en otro sitio), y le hablaba de los últimos sucesos, resaltando los que eran más curiosos, ella respondía simplemente que ya tenía bastante con lo que había oído tiempo atrás, que no quería, por lo tanto, saber nada más de los asuntos humanos. Sólo le gustaba mirar desde la ventana, hacia otro lado. Porque esta vida, decía incorporándose un poco, no era sino un maldito embrollo que no le hacía ninguna gracia. Esto es, prefería su rincón, sin hablar mucho ni bailar demasiado (en realidad, ni un solo baile desde hacía años), ver el mundo a través de la ventana, acomodada en el fondo de este bar, en la

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misma silla donde se sentaba de joven, siempre que disponía de tiempo, para mirar las cosas que pasaban en el puerto y más allá. Ya no andaba, pues, en busca de aventuras, de nuevas palabras. Y menos después de aceptar que su vida había estado siempre allí, en aquella silla, en aquella ventana, al fondo de un bar portuario; desde donde, una vez más, se veía todo muy bien, transparente casi: el regreso de las barcas de pesca, al atardecer, las escamas brillando en las redes, las gaviotas aleteando sobre las cajas de pescado, reflejos que se hunden, ojos dorados en el agua…, todo, y sin necesidad de salir a dar unos cuantos pasos y tropezar con algún ser humano indiscreto y cruel. Ya no iría a ningún otro sitio. Nadie la haría levantarse de esta silla, su silla preferida. Ni aun cuando la visitara su mejor amiga, y le diera nuevas y agradables noticias sobre la próxima fiesta mayor, que este año, comentaba, se celebraría también en el paseo del puerto. No, gracias, respondía ella, sentándose con más firmeza, y mirando otra vez hacia la ventana para espiar lo que sucedía en el mar y más allá, en el cielo. Así fueron transcurriendo los años de su vida, los más felices a decir de ella, sin más presencias ni novedades que pudieran amargar su felicidad, una felicidad incomprendida, sedentaria. Viendo pasar la vida desde el fondo de un bar, observando los cambios de luz en el cielo, en el mar. Hasta que un día murió allí, sentada, pero no de la manera

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más triste, como dirían algunos, sino con la cabeza inclinada, apoyada una vez más contra la ventana, como si aún mirase hacia el puerto, o más allá, donde los barcos desaparecen…, sentada al fondo de un bar, pero hoy un poco mal sentada en la silla de siempre.

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VIDA NORMAL La verdad es que le hubiera gustado no llegar tan lejos, y tener menos trato con las personas y las cosas. Pero tampoco quería dejar pasar esta ocasión para decirles lo que siempre había deseado: una vida normal, él sólo había deseado hacer una vida normal. Si a veces le había dado por escribir poemas amorosos, algunos incluso bastante exóticos, según ciertas críticas, esto no significaba, ni mucho menos, que ahora debiera dedicarse a escribir historias amorosas hasta la muerte. Eso no. Su vida, sus rimas, sus experimentos amorosos, no habían sido bien entendidos, bien interpretados. Él no era, en suma, como los otros poetas, y su falta de misterio no era sino otro misterio: consistía en dormir casi toda la noche, comer a sus horas, beber agua en abundancia, agua con gas, y defecar rigurosamente, al amanecer, antes de salir de casa con nuevos ímpetus poéticos. Por tanto, como decíamos, vida normal, pero también exótica en su monotonía, condición necesaria para escribir algún soneto amoroso de vez en cuando. Sin embargo, cuentan que un día tuvo la tentación de escribir, en secreto, un poema que sería perfecto, deslumbrante, único. En realidad fue el último, ya que murió de súbito al día siguiente, mientras se celebraba una reunión literaria en su

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casa, como todos los jueves. Algunos de los allí presentes, explican que, antes de morir, aún recomendó a sus amigos la modificación del sexto verso del poema inacabado, y pidió un vaso de agua picante, ya en la cama, donde al cabo de unos instantes se despidió de los presentes, y defecó por última vez entre las sábanas. Aseguran que antes de salir de la habitación, le pusieron un poema exótico, de otro autor, en el bolsillo de la camisa, a modo de homenaje, para que al menos se llevara un buen recuerdo a la tumba. Un día de noviembre, sus compañeros de tertulia fueron al cementerio a hacerle una visita y depositar unas flores, unos claveles amarillos, en el nicho número seis. Pero alguien, desde un escondite de árboles y lápidas, interrumpió aquella ofrenda floral arrojándoles un poema exótico a la cabeza, el mismo que le habían dejado al difunto en el bolsillo de la camisa; y mientras el poema exótico, agusanado ya, volaba contra las cabezas de los visitantes del cementerio, se podía oír una voz lejana, como un lamento que, entre insultos, les criticaba aquella falta de consideración al ponerle unos versos en el bolsillo; como si ellos, aficionados a las letras, ignorasen que los poemas duelen cuando se introducen entre los huesos de las costillas, bajo la camisa, y aún más cuando el poema, como en este caso, ha sido fotocopiado en un papel de mala calidad, muy pronto agusanado, y que se arruga a la altura del corazón inútil.

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Sin embargo, nadie hizo caso de tales voces, y depositaron aquel trozo de papel arrugado en la papelera mås cercana, junto a un parterre de musgo que parecía moverse. Barcelona, 2003 – 2004

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Índice LUGAR DE PERDICIÓN DIARIO DE SOSPECHAS

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NO ERAN CUENTOS DE HADAS

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CUENTOS DE LAS OCASIONES PERDIDAS ABRIR Y CERRAR UNA PUERTA EL MÉTODO DEL RIDÍCULO UNA MESA PARA CUATRO LAS OCASIONES PERDIDAS LA VITA NUOVA, O LA BALADA DE LOS VECINOS DESHONRAS DE LA VIDA COTIDIANA CONSIDERACIONES SOBRE LA ALEGRÍA UN DÍA DE ÉXITO PROMESAS DE FUTURO MALOGRADAS LA ÚLTIMA CENA MALAS COMPAÑÍAS VIDA SECRETA UNA HISTORIA MÁS TODOS MENOS ÉL LLAMADAS TELEFÓNICAS PARA UNA FIESTA EL INTRUSO LA VIDA POR DETRÁS LA LAVANDERÍA Y LA ANGUSTIA UNA O DOS MANTAS EN EL BALCÓN INDICIOS DE CULPABILIDAD UNA FALTA DE ATENCIONES LA ESTATURA EL VECINO TRASCENDENTE

103 105 107 109 111 113 115 119 121 123 125 128 135 137 138 140 142 144 146 148 150 153 155 157


FALSA CREENCIA ESTILO DE VIDA MALAS REFERENCIAS DESOLACIÓN EN EL LAVABO UN HORARIO PARA UNA VIDA UNA CONFESIÓN DE INCOMODIDAD INCONVENIENTES

NO ERAN CUENTOS DE HADAS

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175 GRABACIONES SOLITARIAS 177 UN ESTAFADOR 179 DÍAS DE MALA FAMA 182 RELACIÓN FINAL DE ALGUNAS COSAS 185 ESPINAS AMARILLAS 188 EL ROCE DE LA VIDA 190 ENTRE PAREDES BLANCAS 192 LA INVITADA 195 EL TRAJE DE BAÑO 199 LOS DÍAS ANTERIORES 201 LA RENUNCIA 203 LA MUJER DE LA MALETA 205 DÍAS DE LUTO POR UN “MONTÓN DE AMARILLO” 208 LA ÚLTIMA LECTURA (Poesía y fisiología) 211 LA IMPORTANCIA DE UNA TONTERÍA 215 UN TEXTO SEMANAL 218 UN CUENTO DE CELOS 219 DOCUMENTO RESUMIDO DE UNOS EJERCICIOS ESPIRITUALES 221 ERA COMO UNA CAJA DE MAGIA ESTROPEADA 224 HISTORIA DE UNA AFONÍA 228 COSAS QUE PASAN 230 UN MAL FIN 233 SITIOS DE MALA MUERTE PARA VIVIR 235 DESDE UNA VENTANA 237 VIDA NORMAL 240


Impreso en Vic. Marzo de 2006.



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