TIS A R
G
Vol 13, No. 16
El Primer Periodico en Español de la Sierra | Publicado los Jueves |
Abril 19-25 | 2018
Una historia distinta del Camino
Tesoros escondidos Por Darcie Khanukayev
La cerveza os invito yo, siento por la espera —sonrió el camarero mientras nos servía un plato de pulpo a la gallega. No me importó la espera, estaba de vacaciones de primavera y no dejaría que la impaciencia entrara en mi estado de ánimo. Además, estaba encantada; no tanto por la cerveza, que fue un gesto amable, sino más bien por el espíritu de generosidad que emanaba de nuestro servidor de esta pequeña ciudad, y por la vista de la pintoresca ciudad blanca que se extendía frente a nosotros, y por la brisa refrescante que insinúa la proximidad del mar, y de las flores que decoran cada grieta disponible en las paredes y los suelos pintados de blanco. Las nubes deslizándose por el cielo azul subrayaban la tranquilidad que nos rodea. A la gente le gusta ir a ciertos lugares para celebrar la nueva primavera. Pero no visité ninguno de esos lugares; no estaba celebrando las típicas vacaciones de primavera en Cancún, México lleno de estudiantes universitarios con sus fiestas y música a todo trapo. Tampoco estaba en Ibiza, una de las Islas Baleares españolas, con sus discotecas saturadas de la gente del norte de Europa que estaban descongelándose del frío. Estuve en Menorca, la isla balear del Mediterrá-
neo, fuera de la ruta establecida. El tranquilo, el que no se menciona mucho en los libros de gira extravagantes. Y gracias a Dios, porque iba a descubrir tesoros que aún brillaban para aquellos que aventurara por nuevas sendas. En España, la gente me pregunta de dónde soy: —California, las montañas de la Sierra Nevada —digo, y veo que sus ojos brillan con una reflexión interna. —Sí, sí —exclaman— ¡Siempre he querido ir a Los Ángeles! O: —He oído que San Francisco es hermoso. —De hecho, es bellísimo —les digo, sonriendo por fuera, pero por dentro, quiero compartir con ellos el “camino fuera de lo común” de California. Quiero que conozcan los tesoros de nuestro valle de Owens, del esquí y el senderismo de la Sierra, del bosque del Ancient Bristol Cone Pine y del Devil’s Post. Hay veces que mi público muestra interés cuando le cuento de nuestras maravillas naturales. Otras veces continúa hablando de Hollywood y Disneyland. Curiosamente, esta pequeña y encantadora isla me iba a ofrecer exactamente lo que quería darles a mis amigos españoles:
un sabor nuevo, fuera de lo común al estilo de las Islas Baleares. El pequeño restaurante de ese camarero tan simpático en el cual Lara, Ana y yo habíamos comido era uno de esos tesoros que encontramos sin esperar. Aprovechamos la tarde anterior para crear el plan perfecto. El folleto nos lo había señalado la ruta más directa, y ultimábamos los detalles en el jacuzzi del hotel. Fue allí donde nos conocimos, en el jacuzzi; una madre e hija madrileñas de vacaciones lejos de las multitudes. Tenían el auto de alquiler y todos compartíamos la misma visión de aventura. Juntas planeamos cruzar la isla (los 45 km o 27 millas) y visitar la histórica ciudad de Cuidadella, aclamada como un puerto importante y con una historia de piratas. En el camino, sin embargo, nos desviamos. Un letrero señalaba una playa y bajamos por el camino de tierra. Terminó en un campo reluciente con flores silvestres mezcladas en hierba de color esmeralda con un camino de tierra de color rojo, que conduce a una bahía turquesa chispeante y muchos matices y colores. Me quedé boquiabierta ante su belleza, e igualmente sorprendente que hubiera solo una pareja más en la playa,
tirando piedras ociosamente. Después de un buen rato divertido en la playa, nos subimos al coche y continuamos a nuestro destino planificado: Cuidadella. Fue entonces cuando vi la torre de la iglesia que señalaba el centro del pueblo. —¿Podemos visitar el Centro y ver la catedral? —supliqué. Y nos fuimos. La catedral estaba cerrada, pero mientras deambulábamos por las antiguas calles angostas y blancas buscándola, nos topamos con bonitos arcos que conducían a pequeños bancos de flores blancas, fuentes, plantas en macetas que subían en espiral por una escalera. Desde la parte superior de la calle pudimos ver vistas de las playas y calas que rodeaban la isla. Exhaustas y contentas, finalmente nos sentamos a refrescarnos con una cerveza. Ana recomendó el pulpo a la gallega, Lara quiso los mejillones. Mientras comíamos nuestra cena menorquina a la luz de un sol poniente reflejado en las aguas cristalinas del mar Mediterráneo, nos sentimos absolutamente satisfechas, deleitándonos con los tesoros que habíamos experimentado. Nunca llegamos a Cuidadella ese día.