Expo art 47 Feria de Abril en Barcelona 2018

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ÂŤToro y lunaÂť Albena Ivanova Lasheva (1968- ) Bulgaria. https://www.facebook.com/albena.ivanovalasheva https://www.instagram.com/albena_lasheva


ESE TORO ENAMORADO DE LA LUNA... El verano estaba siendo el causante de llevar completamente abiertas todas las ventanillas de mi vehículo yendo a lo largo de la antigua carretera nacional. No por carecer de aire acondicionado —lo cual trae de serie—, sino porque me recuerda entrañablemente mis años de juventud, hace ya algunas décadas. A «lomos» de mi destartalado «SEAT 600» ponía rumbo a Fuengirola, terminados los exámenes de la Facultad, para pasar unos días en casa de los padres de mi novia —mi mujer en la actualidad— y holgazanear el resto del día sobre la toalla tendida en la arena. Volver a deleitarme con aquellos pescaítos fritos y varios botellines de cerveza «Victoria»; la sesión de tarde en el cine al aire libre y la procesión de la Virgen del Carmen en Los Boliches, a cuyo amparo se sigue encomendando mi mujer con verdadero fervor. Ahora, mi propio bufete de abogados, permite un viaje más cómodo sobre un «Jaguar XJ», negro, de su titularidad; pero, camino de Fuengirola... ¡Sigue faltando algo! Algo que sentía dentro de aquel utilitario que ahora he perdido, supongo, a causa de la edad, los hijos, el chalet con piscina en la capital y qué sé yo más. Es como salivar con el vivo recuerdo de aquellos exquisitos platos, completos de amor, cocinados por nuestras madres y, la muerte, lo hace imposible a día de hoy. Colándose un aire caliente y denso por las ventanillas, selecciono, sin mirar, otro CD en el equipo de sonido. Cuál no ha sido mi sorpresa al escuchar inmediatamente la copla musical del maestro Carlos Castellano Gómez. ¡Sí, hombre! Verá como la conoce usted también: voy a subir el volumen... La luna se está peinando en los espejos del río y un toro la está mirando entre la jara escondío. Cuando llega la alegre mañana y la luna se escapa del río, el torito se mete en el agua embistiéndola al ver que se ha ido.


Y ese toro enamorado de la luna que abandona por las noches la maná... Los años que blanquean mis canas, han volado por ensalmo al escuchar los primeros compases comenzando a golpear el volante rítmicamente. Vuelvo a tener mis veintidós años y, hasta esa continua molestia en las lumbares ha desaparecido. He subido el volumen casi al máximo. Una pareja motorizada de la Guardia Civil me ha observado atónita cuando la he sobrepasado. Miro el retrovisor observando cómo arrancan sus potentes «BMW R 1200 RT» de color «amarillo flúor» para colocarse a poca distancia de mí, a modo de extraña comitiva. Mi velocidad no supera los 110 Km/h. No entiendo nada: debo llevar un piloto roto que implique la inminente detención del vehículo en el arcén, conmigo dentro. Y así ha ocurrido. Cada número se ha colocado a ambos lados y, el de mi izquierda, me ha adelantado en un impresionante «golpe de puño» situándose unos metros por delante para hacerme la señal de parada en la cuneta. El sonido de la radio se hace, aun, más audible. ...es pintao' de amapolas y aceitunas y le puso Campanero el mayoral... Viéndome multado irremisiblemente, he apagado el motor y reunido mi documentación para ofrecérsela a su llegada. —Buenas tardes —me ha saludado militarmente—, ¿El vehículo es de su propiedad...? —Sí... Claro Agente... —he respondido contrito. —¿Y la canción es...? —Perdóneme —he intervenido cortándole con la mano en el volumen—, enseguida lo bajo. Es que... —¡No, hombre! ¡No! Es para que la ponga de nuevo... —¡Manolo, pisha! —ha gritado a su compañero—.Ven, que nos la va a poner otra vez. © Alfonso Cañizares C. acc63 @ hotmail.es


«Sin título» Blanca de Nicolás García, España


AMOR A LA MÚSICA Entró en casa dando un sonoro portazo con toda la rabia aplicada al talón del pie derecho. Dejó la cartera y las llaves sobre el mueble de la entrada y se precipitó corriendo a su encuentro. Le necesitaba. Terminaba de cenar con una presunta compositora de música clásica. Un día, en un ensayo cualquiera, el director de orquesta le enarcó las cejas directamente a él para que advirtiera la presencia de la solitaria mujer en patio de butacas. En esa ocasión —la primera—, se acercó discretamente a ella al concluir el ensayo abandonando al resto de profesores que formaban la Orquesta Filarmónica a la que pertenecía Miguel. Guapa, esbelta, de buenas maneras y pareciendo no pasar necesidades a causa de una mal pagada profesión, aquella mujer madura le invitó a pasar una velada en un restaurante con la excusa de lo interesante que pudiera resultar la confluencia de varios profesionales sobre el mismo mantel. La preparación para el estreno de la obra estaba siendo muy dura, proporcionándole alguna, o ninguna, ocasión para salir a distraerse. Frente a ella, pensó ingenuamente que aquella podría ser esa «alguna». Cuando la puerta acristalada de aquel coqueto restaurante fue abierta, Miguel buscaba una amplia mesa y alguna que otra cara conocida. No fue así: a su frente, al fondo de la sala y sobre un mantel descansando dos servicios de mesa, sonreía la secreta y mentirosa admiradora y compositora. —No sé qué ha podido pasar, Miguel —se excusó mirándole desde la silla con voz vacilante— Había reunido al maestro... y al profesor... Casi era seguro que acudiera el gran... —se deshizo en falsas excusas. Los crecientes iracundos pensamientos de Miguel, interrumpían las vanas justificaciones ofrecidas por aquellos labios jugosos, una vez sentado a la mesa. Se sabía presa de un ardid; pero la curiosidad por ver hasta dónde llegaría aquella mujer y las pocas ganas de regresar a su casa, terminaron por pacificarle amarrándolo finalmente al asiento. La cena comenzó dirigida por la madura señorita como compensación a su engañosa osadía, transcurriendo normalmente hasta acabar el primer plato. Al finalizar el segundo, pese a beberse dos copas de un carísimo vino, ya no podía soportar más a esa engreída ser «pagada de sí misma». Aquello fue un monólogo de obras que nadie interpretaba y de virtudes autoexpuestas bailando sobre la misma cuerda de la incredulidad. Esa tal Sveta Lébedev era una


verdadera pelmaza ególatra, por lo que Miguel optó por obviar los postres y dar paso, así, a un somero y veloz café descafeinado. En la puerta del recoleto restaurante, la compositora besó dos dedos de su propia mano, posándoselos a Miguel en sus indiferentes labios. A continuación le solicitó un taxi cerrándole suavemente la puerta del vehículo que le conduciría de vuelta a casa. «Una velada aburrida» —pensaba Miguel— «...aunque me he 'ventilado' cenando gratis en un fabuloso restaurante...» —terminó por rematar sus cavilaciones sin pasar a valorar la compañía y, mucho menos, la conversación. Una manzana antes de llegar al domicilio le asaltaron traicioneramente los recuerdos sobre la singular dama. Asunto que transformó su mal humor, en «decididamente iracundo». No todos los vidrios son diamantes al despojarles la pátina social con el trapo de la conversación. En el ascensor su respiración era ya reconocidamente impulsiva y desacompasada y, al llegar ante la puerta de entrada, deseaba estrangularla por haberle hecho perder el tiempo aplastando despiadadamente las esperanzas de una velada interesante en vanas. Abrió y cerró la puerta, recorriendo a oscuras el sabido pasillo. En el último tramo corrió desesperadamente a su encuentro. Llegó a la habitación y lo destapó —esta vez con la luz encendida—. Como siempre, al abrazarle no opuso ninguna resistencia mientras lo templaba ligeramente con los brazos. Tomó el arco y comenzó a conversar con su chelo, sentado en una silla cercana. Sabía que a esas horas no molestaría a nadie debido a la gran amplitud de la casa. Aun así, lamía suavemente las cuerdas. Unas palabras delicadas llenas de ternura y comprensión, se desataron en pena y desesperación, ira y rabia. Miguel sentía cómo, ese frustrado amor deseado, se deslizaba delicadamente hasta sus oídos en respuesta a cada movimiento del arco. Intranquilo, dejó de tocar. Mientras acercaba nuevamente el atril con varias partituras, pensaba si existirían mujeres tan sensibles y dóciles como su chelo; aquellas que sólo articularan palabras de amor para él. De entre las varias partituras sostenidas por el atril, resbaló una que fue a parar a sus pies. No reconociéndola en absoluto, decidió comenzar a interpretarla. Aquello sonaba a música celestial. Un suave y melodioso aroma musical le empezaba a distraer los sentidos, aletargándolos. Fue toda una conversación en la que las notas sustituían a las palabras imaginadas. Aquello sí parecía una grata velada a deshoras. Finalizando el último pentagrama, volteó la última página. Se sentía pleno y


descargado: enamorado de quien escribió aquellas notas. Había volado por el mundo de los sueños estando completamente despierto a lomos de la música. En el centro de la cartulina posterior se detallaba la editorial y otras obras publicadas recientemente por la firma. Resolvió por darle la vuelta donde aparecían título y el autor: «Cena para dos» de «Sveta Lébedev» Aun así, Miguel no volvió a verla. Hay «princesas sin zapato» que sólo moran en el mundo de la música y ahí deben permanecer. © Alfonso Cañizares C. acc63 @ hotmail.es


«El árbol sagrado» Blanca Ponce (1957- ) España https://www.facebook.com/blanca.ponce


LA LEYENDA DEL ÁRBOL SAGRADO No sé si conoce la leyenda de «El árbol sagrado». Personalmente, tuve conocimiento de ella a través de un marinero que solía enrolarse en singladuras por todo el Océano Pacífico. Un día, sentados sobre un risco ante el mar, me miró fijamente desde sus ojos envueltos en mil arrugas curtidas por el salitre y declaró pensativo: —Te voy a contar algo que muy pocas personas conocen. Callé tragando saliva: el suspense y el olor a aventura, estaban servidos... Así, comenzó entornando su mirada al horizonte como si intentara enfocar el recuerdo de su memoria. A continuación, nos trasladamos muchos años atrás, casi allá en su juventud. Me habló del porqué se llamaba así aquel inmenso mar tranquilo y de los reflejos plateados mientras bandadas de delfines los cortaban con su aleta dorsal. También se refirió a las Islas Güedes —muy próximas a Indonesia—. Un atolón español formado por tres islotes: Fanildo, Bras y Pegún. Pues bien, en la minúscula Pegún se encuentra este mágico árbol. Güede, por demás, es el espíritu de la muerte para los indonesios y allá van, bajo este árbol, a depositar comida y presentes cuando amenaza un tifón o algún otro siniestro acontecimiento meteorológico. Pero no es por ser el único árbol en el atolón, sino porque, él mismo, transmite una infinita tranquilidad al orar bajo su copa, aparte de suceder acontecimientos que rivalizan con las apariciones marianas. Por ejemplo: cuando soplan vientos alisios de Este a Oeste, arrastrando cúmulos de nubes blancas, estas, descienden hasta la altura de su entorno para atravesarlo, literalmente. Y es entonces cuando se vuelven cristalinas convirtiendo en transparente aquello que tocan. De esta manera se puede observar a través de su densa hojarasca verde, como si no existiera. —¡Venga ya, Julio! Te lo estas inventando... —corté desenfadadamente. —¿Tú crees...? —contestó con sus cejas a punto de salírsele por la parte superior de la frente. Presto, hurgó en el bolsillo de su pantalón del cual extrajo una gruesa astilla de madera, ofreciéndomela. —Esto —afirmó severo— lo arranqué del árbol. Llévalo contigo unos días y


ya me contarás —añadió colocándolo en la palma de mi mano para luego cerrármela con suavidad. —No es que no te crea, Julio; pero... Ni siquiera prestó atención a mi última frase: su mirada volvía a estar fija en el horizonte marino, seguramente al encuentro de las Güedes. Días más tarde, tuve noticia de su repentina muerte y el recuerdo de aquella conversación se me astilló en los pensamientos deduciendo que, tal vez, la separación de aquel sagrado trozo de madera pudiera ser la causa. Desde entonces, mi mujer, harta de recoser el fondo de los bolsillos, me conminó a no llevarlo encima. —«¡O la madera o yo!» —dijo a modo de ultimátum. Acordándome de mis raíces gallegas, terminé por atornillarlo a la pared, muy cerca de la puerta de entrada. Así, tanto a la salida como a la entrada, podría palparlo con los dedos como si fuera el adiós o la bienvenida de la casa. No trato que me crea, estimado lector; pero sí le puedo asegurar que, desde entonces, mi vida ha cambiado para siempre. No quiero aburrirle con infinidad de detalles que, no todos, daría por ciertos; aunque puedo asegurarle, a día de hoy, mi propia duda sobre si la madera tiene poderes mágicos de protección o la habita el mismo alma de Julio otorgándomela. —¡Cariño! ¿Estás listo...? Vamos a llegar tarde... —me increpa mi mujer rodeada de un cerro de maletas. Hace poco, un inesperado décimo de lotería nos ha permitido materializar el crucero que le prometí en nuestra noche de bodas, a falta de recursos económicos. Supongo que habrá adivinado nuestro destino: necesito agradecer tantas cosas al «Árbol sagrado» que no veo el momento de salir. Antes de partir depositaremos unas flores sobre la lápida de Julio y una sentida oración en su recuerdo. No me desee buena suerte: esa ya la tengo. © Alfonso Cañizares C. acc63 @ hotmail.es


«Freyja» María Chinchilla Fenoll (1963- ) España. https://www.facebook.com/maria.chinchillafenoll


ETERNA PENITENCIA No olvidaré nunca tu rostro, aunque pasen los años, los siglos o la eternidad entera. Lo cierto es que no puedo borrar de mi espíritu tu afección tildada con ese placer que da la sutil venganza. Nos conocimos en Venecia, en un viaje que solemos hacer nosotros, los pintores. Uno individual, de introspección... de esos para refrescar y sacudirnos de lo hecho respirando aires nuevos. A mí me gusta llamarlo «cambiarse de muda»; aunque no resulta una expresión elegante, es sumamente expresivo. Andaba, por entonces, en busca de «ropa nueva»: limpios y blancos lienzos con los que arropar mi desnutrido espíritu. Finalmente, Venecia fue la ciudad elegida por el destino para conocernos; ya que me alojé en casa de mi antiguo amigo Francesco. El motivo de la oportuna invitación se respaldó en sus recientes nupcias con la bellísima Freyja. Al vernos por primera vez, dibujaste un esbozo de sonrisa antojándoseme ser el de una persona ya conocida en una desconocida; una sutil invitación en un sobre cerrado pendiente de abrir. Un «sí, pero no», o mejor: «un no, pero ya veremos». Todo un enigma femenino para un alma artista como el mío. Tu marido fue un anfitrión inmejorable y yo un absoluto ruin cegado por la pasión de tu expresión. Nunca me lo perdonaré y Francesco mucho menos; pero obedeciendo irremediablemente a los dictados del destino, al poco, tú y yo juntos, nos fugamos a Florencia. Como recordarás, nos establecimos sin mayores problemas en un palacete renacentista sobre el que pusiste los ojos... esos ojos grandes e hipnotizantes como el azor clava los suyos sobre un roedor: con decisión, tino y coraje. Tampoco creo que hayas olvidado, pese a los lustros transcurridos ya, nuestros primeros años de amancebamiento encumbrados como los mejores que recuerda toda mi existencia terrenal. Eras complaciente, culta, agradable, pasional, atenta, de buen conversar y con un gusto exquisito, en lo que a vinos y comidas se refiere. Una reina caída del cielo para este pobre vasallo. Pasó el tiempo y, fiel al espíritu que me atenaza —no sé si por hombre o por artista—, gusté en la variedad de matices propios de los infinitos tonos de los colores; justamente, aquellos que hacían girar mi cabeza cuando las veía por las calles. Te aseguro no haber ido más allá del intercambio de unos saludos de cortesía o unas galantes palabras. Hasta me atrevo en aventurar el recuerdo de alguna conversación entre susurros a la luz de la luna. Yo era tuyo y así me sigo conduciendo; aunque, lamentablemente, no compartieras este punto de vista.


Trataba de quietarle importancia cuando me lo recriminabas duramente, respondiéndote que habías adquirido —como yo—, una imaginación inconmensurable y desmedida. «Nada por lo que preocuparse...» o ese fue mi craso error; ya que tus mohines, requiebros y desdenes aumentaron como crecen las horas a lo largo del día: contundentes y avanzando inexorablemente sin que nos demos cuenta o podamos evitarlo. Durante toda esta etapa, mantenías esa expresión que aún recuerdo vivamente como a «puro pecado» renacido en tu femenina mirada, envuelta en un papel de regalo adornado con tu ligera sonrisa y talante plácido. Una noche, mientras yo cenaba, estabas sentada delante del fresco que adorna nuestro comedor, al otro lado de la mesa. Ya no solías hablar mucho, pero, en aquella ocasión, lo hiciste ahí mismo: despacio para ser perfectamente entendida por mí y exenta de toda pasión. —Cariño... mi amor: ¿Te gusta la cena? Me alegro, pues será la última que disfrutes. No por ser esta, sino por ser tu postrera como ser humano. Dejé de masticar intentando centrar todos mis sentidos en lo que terminaba de escuchar, metiéndolo «a empujones» en el interior de mi cabeza. Comencé a toser cuando una indescriptible punzada atravesó mis entrañas. Me faltó el aire y, lo último en mi recuerdo, es mi propio desvanecimiento con tus grandes ojos grabados en los míos. Vacuos e indiferentes. Sé que estoy muerto y puedo presumir que, a estas alturas, tú también lo estás. Han pasado siglos desde entonces. Hasta ha habido tiempo para restaurar el cuadro que encargó nuestro sirviente, fiel callado admirador de tu presencia y mirada. Este debe ser un purgatorio especial hecho a mi medida; pues, el tiempo transcurre aquí con tu expresión tatuada en mi alma, como una eterna penitencia. La mejor penitencia que quiso Dios ponerme en la vida... y en la muerte.

© Alfonso Cañizares C. acc63 @ hotmail.es


«Alegría en la Feria» Cristina Prieto, España. https://www.facebook.com/cristina.prieto


UN DÍA ESPECIAL No sé si hoy van a creer lo que les voy a relatar... En mi mano está el ser lo más fidedigno posible de la realidad y, en la de ustedes, les rogaría una especial amplitud de mente... Mi pareja y yo vivimos en un pequeño y antiquísimo pisito del Raval barcelonés; justo encarado al mar que se divisa desde el estrecho balconcillo. No había otra cosa cuando ambos perdimos nuestros trabajos y andábamos escatimando los pocos ahorros que nos quedaban. Hasta hoy, todos los esfuerzos por encontrar una colocación estable y decentemente pagada, han sido fútiles. Estamos iniciando mayo y cada mes es igual al anterior: yermo como un desierto; pero aún nos tenemos el uno al otro y, con ello, vamos ahogando penas y preocupaciones. Curiosamente llueve sin cesar y, de ser un mes antes, sabríamos de la certeza del refrán; pero ni siquiera, eso, se estaba cumpliendo. Todo era al revés. Y como revés, una de las tuberías por las que desembocan las aguas pluviales, a su paso por nuestro pequeño piso, comenzó a formar una seria humedad en la pared. Por tal razón, me personé ante la puerta de nuestra vecina del piso inferior para informarle en tomar precauciones, ya que no cesaba de llover ni lo haría en toda la noche, según el parte meteorológico. Una niña de ojos tristes, coleta y vestido, seguramente confeccionado por su madre, abrió la puerta. —¡Hola, Patricia! —ya que en un pequeño vecindario todo el mundo se conoce— ¿Está tu madre...? —añadí intentando atisbar el interior. —No... —contestó con cierto pesar— Está trabajando... Bailando —añadió. —¡¿A estas horas?! —casi la increpé de indignación. La niña se encogió de hombros y tomó de la mesa de la habitación, como única sala del piso aparte del dormitorio, el escueto aseo y una cocina encerrada en un armario empotrado, una hoja de papel con los pliegues frescos de haber sido enviada en un sobre. La chica siguió en silencio mientras inspeccioné el documento. Se trataba de la factura por calefacción y no era nada barata, pese a que el frío en estos sitios hace olvidar cualquier cosa. De inmediato supuse la razón por la que, un día festivo como aquel, su madre no estuviera con ella. La miré a lo más profundo de sus ojos y, cogiéndola de la mano, le ordené: —Coge las llaves, ponte el abrigo y cálzate unas botas. En media hora, Lidia


y yo, estaremos aquí para recogerte... Llama a tu madre y dile que te vienes con nosotros. No era la primera vez que nos habíamos llevado a Patricia a merendar o a ver una película adecuada en el cine del barrio; por lo que nada pareció extraño ni entraba dentro de lo extraordinario. A continuación, subí a ponerlo en conocimiento de Lidia y nos pertrechamos para acometer la incesante lluvia. Un cuarto de hora largo, estábamos de vuelta con las miradas ahítas de ilusión. Tras manipular el peluche recién comprado en una tienda de esas que abren veinticuatro horas, subimos en busca de Patricia. Le contamos parte del plan y la noche se hizo día, a juzgar por el resplandor de su sonrisa. Paraguas en mano, acudimos los tres al local donde actuaba su madre como bailaora, unas manzanas más allá. Preferí esperar a observar en el quicio de la puerta de entrada al local, tras los cortinones rojo desvaído, mientras Lidia y Patricia se encaminaron diligentes al tablao donde su madre «descosía» todo su arte, enterrando acompasadamente las tablillas de madera con los tacones; aunque, posteriormente, los volantes de su traje de faralaes acariciaran la madera como si nada hubiera ocurrido. —¡Hola, Mamá! —dijo la chiquitina casi gritando al concluir una seguidilla— ¡Felicidades! ¡Feliz «Día de la Madre»! Ella, la madre, con los ojos totalmente acuosos y completamente sudorosa, tomó el osito como si fuera un bebé, quedando completamente muda por la sorpresa. Al estrecharlo en sus brazos, algo hizo darle al vuelta con precaución, para tener enfrentada la cremallera que guardaba las pilas. Su sorpresa fue mayúscula al descubrir tres billetes de cincuenta euros alojados junto con estas. La de Patricia fue aún mayor, exclamando un «¡Halá...!» permaneciendo suspendido de su boca completamente abierta. —¿No te había dicho, Patricia, que hoy es un día mágico...? —apuntó Lidia. —Pero yo... —balbució jadeante la madre entre sollozos. —Tú, lo que vas a hacer, es despedirte amablemente de este respetable público —les arengó dándose la vuelta para recibir su aprobación— e ir a casa a hacerle una cena muy especial a Patricia... ¿Verdad? —concluyó Lidia entre la fervorosa aceptación por parte de los presentes— o, si quieres, podríais llamar para encargar una discreta cena en un restaurante chino para comerla en el sofá las dos juntas... Al oso de las emergencias le ha parecido que esta sería una de ellas. Nosotros vamos, ahora, a casa de unos amigos —mintió—; así que se


queda ya contigo. La madre acudió emocionada a recoger entre sus brazos a la niña, bañadas ambas en lágrimas; mientras su mirada se columpiaba en la de Lidia repitiendo sin cesar ni emitir sonido alguno: Gracias, gracias, gracias, gracias... Fue entonces cuando, sólo en la distancia, sentí una mano al hombro y un beso como aquellos que me diera mi difunta madre. En mi cabeza resonó: «Gracias, hijo. Es el mejor regalo que hubiera podido tener...» Apoyé mi mejilla en el hombro donde noté la presión y respondí bajito: —Felicidades, Mamá... © Alfonso Cañizares C. acc63 @ hotmail.es


«Entre dos luces» Diego Gómez Aragón (1947- ) España. https://www.facebook.com/diego.gomezaragon


DESAYUNÁNDOTE

Se había levantado con algo de sueño, como si aún se hubiera dejado prendida entre las sábanas alguna fantasía a las puertas de su mente. Estiró el brazo sobre la cama recorriendo el otro lado; pero sólo pudo encontrar los pliegues que él dejó al marcharse bien temprano. Melancólica, se apoyó en la otra almohada aspirando los aromas que abandonó su amor. Olía a él, a su ternura y a su ser, a su cariño y a su amor incondicional, a sus abrazos llenos de dulzura y a sus besos. Aquellos que fueron apasionados anoche tornándose delicados al amanecer cuando él se ha ido. Arrastrando su nostalgia y su amor incompleto, se ha levantado hacia la silla vistiéndose con la blusa de ayer para desayunar esta mañana. Sutil tela completa de olores recordándole él. Esencias de hombre impregnadas en cada abrazo. Por la ventana abierta del comedor le saludaron una frondosa pareja de racimos: la parra, poco a poco, había introducido sus inquietos brotes para obsequiarla con dos enormes manojos de uvas, llegada la estación. Uno de cada color, a los que, una rayo de luz temprana, sostenía sobre su haz. Fuera, tras ellos, radiaba la intensa luz invitando a disfrutar del nuevo día. Dentro, como perfecta invitada, se disipaba entre la penumbra pareciendo pedir permiso para inundar la salita. Un curioso contraste en escasos centímetros. Agradecida por el regalo, se acercó hacia ellos para tomar unas pocas de cada uno y, así, libar sus dulces secretos cuando explotaban en su boca deseosa de más amor. Le recordaron a sus besos: dulces y explosivos tras introducirse en su boca. Jugos de la parra de su hombre. Secretos de pasión gritados sin palabra alguna... Sobre la mesa del comedor, como casi todos los días, descansaban sobre la mesa unas flores cortadas al albor, y su té con limón. La luz alcanzaba, ya no sólo la taza y el plato, sino que seguía irrumpiendo en su corazón, calentándolo tibiamente. Reflexionó por ser, esa, la verdadera felicidad: la de tener el corazón lleno; pues teniendo el corazón henchido y desbordante sería capaz de repartirlo durante todo ese día que se iniciaba. Se prometió que haría lo posible, para que esos momentos no cesaran jamás. Que ocurriera lo que ocurriera mantendría viva ambas pasiones, consciente de


que, aunque pasaran los años y las arrugas se reflejaran ya en la superficie del té, siempre iba a contar con su desayuno lleno de un cálido «te quiero».

© Alfonso Cañizares C. acc63 @ hotmail.es


«Sin título» Emilio Villar Vallés, España. http://cucovillarvalles.blogspot.com.es


YA NO PUEDO MÁS ¡No puedo más! ¡Vamos, continua! No te pares; no detengas tu paso ahora que ya estás aquí. Mira hacia atrás y observa cómo, el principio, se disipó en aquel horizonte de un paisaje ilusionante. ¡No puedo más! ¡Tonterías! Aun te llevas por mochila y me tienes a mí... Y... ¿Quién eres tú? Yo soy aquella que, ni en los peores momentos, te ha abandonado nunca. Esa que se levanta contigo al alba y escucha tus pesares a la noche. Aquella que elegiste por compañera; pero tu juez más impía, a la vez. Dame la mano: un paso más. ¡Sígueme! Ahí cerca siguen esperándote tus proyectos soñados.


Así: ¡Venga, vamos! Confía en mí, otra vez... un poco más. Gasta otro aliento, yo pondré lo que falte. Pero... ¿Quién eres? Soy tu fuerza de voluntad: casi hemos llegado. ¿Y si no lo conseguimos? Habremos llegado hasta aquí; aunque siga sin ser el final de tu camino. ¡Vamos! © Alfonso Cañizares C. acc63 @ hotmail.es


«Posada Camino de Santiago» Enrique Ávalo Ventura (1947- ) España. https://www.facebook.com/enrique.avaloventura


SÓLO POR HOY Había llovido durante todo el día y seguía lloviendo... No es que me molestase —me gusta pasear por la calle cada vez que las nubes rompen a llorar—; pero aquello era distinto. El «Camino de Santiago» se encontraba embarrado —y en algún tramo, anegado— llegando a Sahagún: un pueblecito de la Comunidad Autónoma de Castilla-León. Según mi guía, figuraba como la etapa decimoséptima del denominado «Camino francés»; aunque, a mí, me pareciera una traspasada la cincuentena por el mal tiempo hecho desde hacía días. Por fin, alcancé, ya de noche y empapado, una posada-albergue con el nombre de «El labriego», donde sequé mis ropas y me dispuse a acallar mi hambriento estómago, sobre una de las mesas frente a la barra. El lugar era modesto —como corresponde a un local de este tipo—; pero limpio. Alguien había olvidado sobre esta, una guía igual a la mía; aunque, al abrirla por pura curiosidad, cayó en mis piernas una cartulina impresa en letra de los años sesenta. Comencé a leerlo sin mucha atención mientras esperaba la llegada de mis viandas. Después no pude apartar mis ojos de aquella tarjeta impresa por ambas caras. Lo leído me dejó confuso y aturdido, releyéndola una y otra vez durante la cena. No es que me acuerde fielmente de su contenido, simplemente paso a releerla de mis manos, una vez me hallo con usted, mi estimado lector, en mi seco y reconfortante salón. Carece de encabezamiento o similar que adelante su contenido y, quizá, eso forma parte del intrigante documento. Cito literalmente: 1.- Sólo por hoy, trataré de vivir exclusivamente al día, sin querer resolver los problemas de mi vida, todos de una vez. 2.- Sólo por hoy, tendré el máximo cuidado de mi aspecto, cortés en mis maneras. No criticaré a nadie y no pretenderé disciplinar a nadie salvo a mí mismo. 3.- Sólo por hoy, seré feliz en la certeza de que he sido creado para la felicidad, tanto en este mundo como en el otro. 4.- Sólo por hoy, me adaptaré a las circunstancias sin pretender que todas ellas se adapten a mis deseos. 5.- Sólo por hoy, dedicaré diez minutos a una buena lectura recordando que, si la comida es necesaria para el cuerpo, un buen texto lo es para la vida del alma.


6.- Sólo por hoy, haré una buena acción y no lo diré a nadie. 7.- Sólo por hoy, haré por lo menos una cosa que no deseo hacer, efectuándola con una sonrisa y sin que nadie se entere de mi contrariedad. 8.- Sólo por hoy, concebiré un programa detallado sobre mí mismo. Quizá no lo cumpla cabalmente; pero lo redactaré guardándome de dos calamidades: la prisa y la indecisión. 9.- Sólo por hoy, creeré firmemente, aunque las circunstancias hagan pensar en lo contrario, que la providencia de Dios se ocupa de mí como si nadie más existiera en el mundo. 10.- Sólo por hoy, no tendré temores. De manera particular, no tendré miedo de gozar de lo que es bello y creer en la bondad. Realmente —pensé—, quien haya escrito esto es una persona equilibrada y llena de paz hacia los demás. No se trataba de un mero decálogo: es una forma de vida lo que aquí se expone; por lo que necesité saber quién lo había escrito o, por lo menos, su procedencia al llegar a casa, consultando en el portátil. La búsqueda no ha tardado mucho en darme el resultado, al introducir el primer punto. Mi sorpresa es mayúscula, no me lo hubiera imaginado nunca... A continuación he bajado la tapa para apagarlo y me he «arreglado» un whisky para meditar sobre el tema, más profundamente y sereno. Sentado en el sillón procedo a releerla lentamente por enésima vez. Es más: debería memorizarlos. Y así se me ha echado encima la madrugada. No recuerdo haber cenado dándole vueltas a mi cabeza. Son las reflexiones de un «hombre bueno». No para ganarse el cielo, sino para convivir con quienes nos rodean. Muchas personas deberían leer estos diez puntos y dedicarles, al menos, diez minutos recapacitando. Claro está: cada uno desde su punto de vista y desde sus propias creencias; aunque, esto carece de importancia, por seguir siendo válido, se mire por donde se mire. Tiro del cordón de la lámpara para apagarla para irme a dormir. —«Buena gente este Juan XXIII —reflexiono—, por algo le apodaron «El Papa bueno». Buena gente —me repito en la penumbra del pasillo—. Tendría sus cosillas, como todos; pero ya me gustaría haberle conocido personalmente. Me habré de conformar con su legado y, aunque sea por un día, le haré caso. © Alfonso Cañizares C. acc63 @ hotmail.es


«La reina de las karakolas» Gloria Grau (1965- ) España. https://www.facebook.com/pg/GloriaGrauR https://www.gloriagrauruiz.com


EL BALCÓN DE TU MIRADA Paseaba esta mañana cuando me detuve frente al escaparate de una Galería de Arte. Tras él, sobre un solitario caballete, descansaba un precioso cuadro de una dama. Pese a sus ojos glaucos, capturó especialmente mi atención por la inmensa paz que transmitía. Colocando mis manos a ambos lados de la cara, las apoyé sobre el cristal: una pequeña cartulina anunciaba su título: «La reina de las karakolas». Me separé de nuevo para contemplarlo y adiviné, de inmediato, aquello que me había hecho detenerme ante el escaparate: me recordaba a ti... como, también, al fabuloso parecido de la imagen, de ti, guardada en mi cabeza cuando me asomo al balcón de tus ojos. Deje volar mi imaginación buscando entre las demás imágenes archivadas para traerlas al presente. —«¡Qué bonito es subirme a tus pestañas y disfrutar de todo esto!» —pensé. Descalzo, me retrepo aún más, notando cómo la humedad de tus ojos envuelve con cariño mis pies; por lo que decido sentarme a contemplar, una vez más, el paisaje vedado sólo franco para mí y, sorteando tus iniciales pretextos, me acomodo entre dos de tus pestañas. —«¡Qué paz!» —afirmo triunfal—. El líquido salino permanece imperturbable y templado por miedo a quebrar este mágico momento, testigo de lo más profundo de tu ser. Su clara superficie me devuelve la mirada invitándome a proseguir el impresionante paisaje. En mis ojos, ahora, sólo te reflejas tú y, la grandeza de tu alma, lo domina todo desde su trono. Hacia arriba, el cielo de tus párpados irradia mi absoluta comunión contigo con sombra de vaporosas nubes azules, sobrevolándome. Huellas de un corazón, antaño desgarrado, que en la actualidad compongo pacientemente con una invisible aguja de dulzura enhebrada con el hilo del amor y del color de tu nombre. Más allá, el enigmático horizonte se adivina en su lejanía como eres tú en ocasiones: reservada, indecisa y serpenteante...; pero al navegarlo se abren tus aguas al paso de mi quilla resultando un rumbo apacible. Salpicando, con apego, mis costados con gotas de dulces palabras. Me dejo llevar por tus manos de agua hacia delante en un mar inquietante, aventurero, indómito, salvaje y, a la vez, civilizado, cálido, sociable..., completo de amor. Lleno de fe y esperanza..., lleno de ti. Viaje al tiempo futuro donde los malos momentos pasados se desvanecerán como la bruma de la mañana al calor del sol.


—«¡Qué bonito es navegar por ti de tus manos! No me sueltes. Acompáñame que no te dejaré a la deriva. Trazaremos nuevos rumbos; dibujaremos nuevos mapas de ti aún desconocidos; surcaremos tormentas; evitaremos remolinos de complicaciones; sortearemos vicisitudes; venceremos inquinas y envidias; descubriremos nuevos mundos que sólo existían en nuestra fantasía; pondremos rumbo a tiempos felices inimaginables. Tocaremos nuevos puertos a medida que pasen los años y, unidos siempre de la mano, inventaremos risas nuevas y abrazos interminables; besos aún no escritos ni conocidos entre los mortales. Gozos olvidados en algún rincón de nuestros cuerpos; nos haremos caricias con nuestras miradas; nos diremos dulces palabras sin abrir la boca... nos tendremos el uno al otro». En ese instante, alguien trataba de llamar mi atención con unos golpecitos en mi hombro. Debía haber permanecido demasiado tiempo frente al escaparate. —¡Señor..., señor! Perdone: le he observado muy interesado en este lienzo y he salido a comunicarle que debo retirarlo para proceder a su subasta. ¿Desea usted participar? Un poco desorientado del instantáneo viaje de vuelta, asentí y permití que me condujera al interior. Finalmente, me guió hasta una sala llena de sillas presididas por una tarima. Sobre ella, un único caballete desnudo. —Gracias —acerté a decir todavía sumido en recuerdos. Me preguntaba qué hacía allí, sentado entre otras personas en una subasta de cuadros. Yo que estaba paseando por la calle y nada más lejos de mi inicial voluntad era el haberme adentrado en la galería. El por qué suspendí súbitamente mi paseo y dediqué tanto tiempo a disfrutar de un cuadro, ocupaba enteramente mi cabeza. —Señores: atención; séptimo lote... —escuché sorprendido volviendo a la realidad lejana—. Obra: «La reina de las karakolas». Autor: Gloria... Ahí estabas tú. Sostenida por un caballete a la vista de todos. Entonces supe cuál era mi destino comprendiendo la obligación de llevarte, no sólo en mi mente, sino de poseerte, físicamente, con la mirada. Ese cuadro tenía ser mío a toda costa, porque eso es lo que veo cuando me asomo al balcón de tu mirada. © Alfonso Cañizares C. acc63 @ hotmail.es


«El descanso de Lee» Joaquín de Póo y Pardo (1963- ) España. https://www.facebook.com/joaquin.depoo https://elpinceldejoaquin.weebly.com https://www.joaquindepoofinearts.com


EL DISPENSARIO La ciudad era tan incendiaria y peligrosa a causa de los atentados que tomamos la determinación de irnos lejos, a las afueras. A vivir en un pueblecito, tranquilo y distante, dónde encontráramos la paz y el sosiego. En dos centenas y pico de kilómetros hallamos la solución... Aquí, cuando los días ya no son tan calurosos y el cielo se deja emborronar por algunas nubes formando la vanguardia de otras más que llegarán en los siguientes días, se anuncia ya un seguro cambio de estación. Ahora, el verano se va despidiendo y comienzan los tiempos de cosecha. Mi aportación a tales tareas en el pueblo consisten en cosechar la vuelta de mi querida esposa. En esta región los periodos estivales son realmente extremos, por lo que ella aprovecha para pasar una pequeña temporada con su hermana en otra comarca situada más al norte, donde esta reside. También aprovecho para que, en su viaje de regreso, me traiga material y medicinas con las que reponer mi modesto dispensario… ¡Perdón! ¡Qué falta de delicadeza la mía por no haberme presentado antes! Me llamo «Lee» —a secas— y regento el dispensario de esta localidad de… ¡Qué más da el nombre de la región o provincia! Lo realmente importante en mi vida es mi dedicación al prójimo: a sanar sus males. Curiosamente, la verdad es que el dispensario, a veces, se convierte en un confesionario masculino. Me explico: la población femenina acude normalmente a la iglesia a resolver sus cuitas con Dios por mediación del párroco: don Marcelino. Con una paciencia digna de haberse ganado ya el cielo —y aquí en la tierra— escucha, tarde tras tarde, de cuatro a seis menos cuarto, interminables peroratas de pecadillos que se avían con una limosna al cepillo de San Judas Tadeo, el santo de las causas imposibles, y algunas oraciones rezadas, con verdadera devoción, por las feligresas antes de volver a las andadas. Y como si fuera una ventanilla de cualquier Ministerio, a las seis menos cuarto —en punto— se levanta del discreto y religioso cubil, descorre la cortina y arranca raudo hacia la sacristía a prepararse para misa de siete. Tal es su ímpetu que alguna vez ha dejado arrodillada, y a medias de su devota confesión, a alguna cristiana en los laterales del confesionario, no teniendo más remedio que absolverla casi a la carrera por el pasillo. Así es don Marcelino, todo un jesuita: «orden y disciplina» ante todo, por detrás del amor a Dios. La población masculina prefiere la claridad de los ventanales de mi


consultorio. Allí no se tratan temas religiosos pero si aspectos tocantes al alma. Con el pretexto de alguna herida leve o algún imaginario dolor —constatado con una breve exploración médica—, acuden casi a la misma hora. Digo yo que para aprovechar la ausencia de sus mujeres mientras permanecen en la iglesia. Terminando la previa exploración, los pacientes empiezan a relatar como se empieza a hablar de un tema ajeno: «que si esto, que si lo otro; que qué haría usted si… o que piensa usted si le cuento que…». Siempre la misma cantinela y, a diferencia de don Marcelino, administro en penitencia unas pequeñas oraciones con forma de pastillas o jarabes totalmente inocuos, llevándose como receta mi opinión o consejo —en los casos más graves: los dos. El dispensario casi no se ve desde aquí, donde nos encontramos ahora mismo. Es esa construcción de la izquierda con dos chimeneas: una para la salamandra del consultorio y, la otra, para lo que fue en su día una recoleta cocina. Justo al lado de esta —la que fue casa— se halla la mía… quiero decir… nuestra: de mi mujer y mía cuando me deja y se le antoja. Ella dice que, con el consultorio, ya tengo mi propia hacienda y que, por un tema de equidad, la casa es suya… Tampoco se lo rebato: paso tanto tiempo en la consulta que podría asegurar vivir allí. Me parece ver que, allí, en lo alto del camino, asoma el autobús de línea. Yo espero, aquí, en la imperceptible parada de la cuneta donde se detendrá por unos segundos, para proseguir su habitual y semanal ruta. Se trata de un secreto interés, más de ser una galantería. Se me hace la boca agua al pensar en el cesto de esos bollitos rellenos de miel que han horneado esta misma mañana y mi mujer traerá. Por mi parte expresaré una cínica sorpresa cuando ella me diga: —¿A que no sabes que te he traído? —¡No! Espero que no sean malas noticias… Con el pasar de los años, creo que ella lo sabe y ambos representamos la misma comedia temporada tras temporada, como si se tratase de un acuerdo matrimonial. Lo que sí es cierto es que cada vez que regresa, revivo como una flor marchita. Tal vez por ella… Tal vez por esos ricos bollos de miel que tanto me gustan; pero este es mi seguro descanso. Lejos de la gran ciudad. © Alfonso Cañizares C. acc63 @ hotmail.es


«Olvidando mis recuerdos recordando mis olvidos» José López (1961- ) España. https://www.facebook.com/joselopez


(004) TE QUIERO LIBRE Tras otra semana de agotador y estresante trabajo, metí la llave por el ojo de la cerradura. Abrí dándome paso al nuevo piso dónde habíamos instalado a mi madre recientemente, lejos de aquella gran casa familiar oliendo a mi infancia. El silencio y el rumor de una inmensa pantalla plana de televisión iluminando su rostro en vagos azules, vinieron a darme la bienvenida. Allá, en el salón, pude ver la trasera del sillón de orejas de mi Madre dispuesto con extrema cercanía hacia el aparato. La profunda sordera —paliada, en parte, por unos cómodos cascos— y la avanzadísima ceguera —producto de una lesión macular degenerativa— eran la causa de la extraña escena. Como hiciera durante toda mi vida, grité ese saludo tan común en todos: —¡Hola Mamá! Soy yo... No es que esperara inmediatamente su regreso a la Tierra; pero su familiar aterrizaje se producía exactamente cuando me acercaba por la parte de atrás, habiendo soltado el pequeño equipaje en la puerta, y dándole un cariñoso y dulce beso. Su cara se giraba hacia mí y, mirándome a los ojos, me reconocía como a su hijo más pequeño; aunque me nombrara por alguno de los otros. —¡Hola, mi niño chico! —respondía invariablemente; aunque las canas poblaran mi cabeza. Su mano recogía la mía llevándosela al cuello mientras sus ojos se tornaban acuosos. A partir de ahí, adhería su mirada al silencioso televisor, supongo, rebuscando entre sus díscolos recuerdos. Los últimos meses no hizo uso de más palabras, hasta la hora de la cena. —¡Que rico está, hijo!: gracias —comentaba trabajando con dificultad su mermada dentadura de noventa y dos años— Y... ¿El flan? —No, Mamá: hoy tienes natillas... Las miraba incrédula mientras su mano temblorosa intentaba palpar una cuchara sobre el pequeño mantel. —¡¿Natillas...?! —contestó, como si le hubiera nombrado un plato nuevo y exótico, sin poder reconocer que fuera su postre favorito— ¡Bueno! Si tú me las pones... —añadía resignada sin saber bien qué iba a comer.


—¡Mamá, por Dios, si las ha comido miles de veces...! Mi pequeña protesta se descolgaba desde el techo del salón hasta posarse sobre su mirada llena de ignorancia e incomprensión. Esta me devolvía su desconocimiento más absoluto al igual que lo pudiera expresar una niña de tres años... Con el paso extremadamente trabajoso, la ayudaba a volver a su sillón; aquel de las pocas cosas que reconociera. —Hijo: cámbiame el canal, que en este discuten mucho... —Claro, Mamá. ¿Cuál quieres? Su mirada quedaba, entonces, columpiada de mis ojos sin determinar qué responder. Comenzaba, pues, una malograda batería de preguntas acerca de las opciones con ninguna respuesta, ya que sus ojos permanecían fijos más allá de la pantalla. Sabiendo de sus gustos, buscaba una película de esas en blanco y negro, con apartamentos deslumbrantes y galanes repeinados y sagaces. Tras fregar y secar el servicio de la cena, la solía encontrar durmiendo. Entonces, y sólo entonces, yo era feliz: sabía que le había sido posible rescatar alguno de sus olvidados recuerdos para soñar con el lejano pasado. Comenzaba, pues, otra guardia hasta la hora de acostarla. Allí, quizá, encontrara de nuevo, entre la almohada y el mullido edredón, otro jirón de memoria para soñar. Ella quería, quiso, recordar para saber retornar al mundo de los vivos; pero, un día, la memoria y los recuerdos se quebraron y no volvió más. Descanse en paz. © Alfonso Cañizares C. acc63 @ hotmail.es


«Aroma de mar» Juan Antonio Abellán Juliá (1961- ) España. http://aromasabellanjulia.blogspot.com.es https://www.facebook.com/abellanjulia


LA ESENCIA El silencio se extendía a lo largo de los dos rígidos tatamis como el tono amarillo-pajizo había cubierto al pajizo-verdoso en toda su extensión. Sobre cada uno de ellos, el maestro Dogen y Juan, procedían con su habitual meditación trascendental. Conservando, ambos, la figura de «loto» mantenían un tipo especial de concentración llamado Anapanasati, consistente en eliminar la distracción natural de la mente para reconvertirla en ideas y acciones destinadas a un motivo en concreto. Llevaban así desde las siete de la mañana e iban a ser ya las diez. Aunque el tiempo era totalmente intranscendente e intangible, el maestro Dogen conocía perfectamente la hora y el minuto actual, aquí: sobre la superficie de la Tierra. Esto no es que se tratara de un poder sobrenatural ni su reloj biológico fuera tan exactamente preciso como para determinarlo, sino que se debía a una causa más profana. La primera hora, la radiación solar avanzaba sobre el suelo inmaculado de tarima entrando a través de los paneles traslúcidos de poliéster suspendidos frente a los shōji corredizos, o ventanales. En la segunda iba soleando, milímetro a milímetro, cada hebra del tatami del maestro. Y ya, en la tercera, comenzaba a escalar su cuerpo. Justo al notarlo sobre el bíceps, Dogen acometía una pequeña reverencia con la cintura y, muy lentamente, se reincorporaba dando por finalizada la cotidiana meditación. Pero el sol todavía se encontraba arañando el tejido de tatami cuando Juan abrió la boca —sonido totalmente perceptible a los oídos de Dogen. Con los párpados aún cerrados, no se atrevió a emitir sonido alguno. Fue su maestro quien rompió el silencio: —¿Sí, Gen...? —como así le llamaba al estilo nipón. —Maestro: ¿A que huele el mar...? —preguntó eludiendo lo obvio. Prácticamente sin mover un ápice su estática figura, contestó: —Dime a qué te huele a ti... El silencio volvió a poblar la sala, quizá ahora, más denso, mientras el cerebro de Juan, rebuscaba por todos sus intersticios. El imaginario saco donde los iba recolectando se copaba con tanta avidez que lo vació, varias veces, en algunos otros puntos de su memoria para continuar con su especial cosecha.


Al cabo de unos indeterminables largos instantes, encontró la esencia buscada altamente concentrada, como quién rebusca entre los miles de frasquitos de una perfumería y termina por dar con el preciso buscado. Anduvo muy tentado de hacerse con otro cuyo aroma contestaba «A vida»; pero unos frascos más allá, determinó ser uno el más idóneo y concorde a su pensamiento. —Ya, Maestro —dijo con un hilo de voz. —¿Y bien...? —Maestro, el mar huele a... mar. Dogen abrió los ojos dirigiéndolos al muchacho que le correspondía con los suyos. Pausado y ceremonioso habló el anciano: —Sabia respuesta; aunque he seguido, mentalmente, tus pasos mientras recorrías con la mano la estantería. También te he visto destapar el último frasquito y cómo te has materializado de inmediato en medio del océano tranquilo, sumergiéndote en las profundidades hasta llegar a las abismales. —No has podido verme —prosiguió— porque tu espíritu se encontraba empapándose de los millones de aromas diferentes del entorno. Una vez has tocado el fondo, los has concentrado en un nuevo frasquito que es aquel a instalar al lado de los otros, para que tu memoria pueda encontrarlo cada vez necesaria. —Ya puedes irte en paz, Gen... —Gracias, Maestro: su paz me acompaña. De vuelta a casa tomó el metro y, al recorrer un largo pasillo, observó cómo unos operarios alicataban las paredes con una obra de arte en tonos azules. Días más tarde, los trabajadores habían desaparecido, pudiéndose contemplar el toda la extensión de la obra. En una de sus esquinas inferiores podía leerse el título: «Aromas a mar» y el autor —un tal Abellán—. Juan lo recorrió con delicadeza y profunda observación. Se hacía tarde, por lo que tuvo, casi, que comenzar a correr para internarse en último vagón, presto a salir. Cuando las puertas se cerraron tras él, pensó: «Otro que ha entrado "en vibración" con el mar. De seguro que estuvo allí...» © Alfonso Cañizares C. acc63 @ hotmail.es


«Us - Nosotros» Karold Aramburo (1992- ) Colombia. https://www.behance.net/klav23013831


TU NOMBRE Tu nombre... tu nombre lo es todo y la nada aún por existir. Tu nombre me sabe a la hierba de Serrat creciendo verde y silenciosa, fresca y lozana al despuntar el alba. Y a la soledad de la arena del desierto, esperando bajo el fuego abrasador del sol, a que mis labios refresquen tu cuerpo, tu ser y tu alma. A la nieve inmaculada de la noche punteada por las inocentes huellas de un cervatillo, y al fuego del sufrimiento pasional con el que marcas tu enseña sobre mi vivir. Tu nombre engarza todas esas palabras impronunciables escondidas entre las páginas del diccionario, y las invisibles cuerdas que atan los versos de algún insigne poeta intuyendo tu existir. Tu nombre es todo eso, y mucho más que lo abarcable, con el mínimo acto de su mención... con sólo pensarlo imaginándote.


Tu nombre son estos versos que, quizá, alguien pronunció antes: en otro tiempo, a otra mujer, o en algún punto de la historia, antes de morir por ella... Por eso no puedo pronunciar tu nombre: porque saliendo de mi boca, escapará todo aquello por lo que me haces vivir. © Alfonso Cañizares C. acc63 @ hotmail.es


«Miss Laura de Carnaval» Laura Salas (1974- ) España. https://www.facebook.com/Artlaurasala


LA VICTORIA DE LAURA Laura siempre ha sido una alicantina «de pro»: de las de aquellas que luchan por su propia identidad de mujer. ¡Mujer! Qué concepto tan concreto y disperso en tantas virtudes a la vez. Por un lado, ama-esclava de la casa; aunque adora a sus seres queridos hasta lo inimaginable. Por otro lado, «lámpara de Aladino» a la espera de ser frotadas con un paño de cariño y devoción para mostrar su propio genio. No un genio a imagen de Mr. Proper —el rey de la limpieza—, sino algo más parecido al espíritu de Campanita —compañera inseparable de Peter Pan. Laura era... es, tan mágica e indescifrable como su propia presencia. Mitad, ama de casa; mitad hada. Y esta mujer de corazón ardiente y venturero, ha sido —hoy mismo—, sin tener la más mínima idea, declarada «Reina Oficial» de los carnavales alicantinos de 2018. Para muchos no se trataría más que de una noticia más engordando las exequias de los telediarios; para ella: un logro ¡Qué digo!: Un fin reconocido. Todo ha ocurrido de la manera más insospechada: A lomos de las primeras horas de esta tarde de febrero, había puesto a lavar su impresionante vestido negro de organdí para lucirlo en el desfile carnavalesco. La acompañaría una vistosa corola de pedrería enfrascando las raíces de su pelo y una gran «cola de novia» descolgándose de su ajustado conjunto como si se tratara de la misma Princesa camino de su elección; aunque para Laura fuera otro muy distinto. A escasas seis horas del evento, sonó algo raro en la cocina; chocante por no ser el familiar runruneo del tambor: la lavadora tosía espumarajos de jabón. Seguramente alguna indigestión con la marca y con el tipo de lavado; pero, tras unos breves espasmos, se ha detenido titilando sus pilotos rojos. Laura, presta, se ha personado frente a ella como acude una madre a la cuna de su hijo en una noche de regurgitaciones. Su «niño» intentaba salir por la portezuela redonda igual que hizo al nacer... Empapado, lo ha tomado con cariño entre sus brazos auxiliándole hacia las cuerdas de tender. Parecía no haber sufrido daño alguno. —«Mi niño»... —ha musitado mientras le prendía una pinza de madera al garfio de la percha en la que iba a descansar.


El «niño», agotado, —como era previsible— no ha dicho ni pío; aunque... ¡Sí! Su instinto maternal le ha llevado a regresar ante el electrodoméstico abierto. El continuo parpadeo de las luces clamaba por ella y ha sido, entonces, cuando ha introducido la cabeza dentro por si encontrara explicación al asunto, la lavadora ha realizado una inoportuna descarga de jabón, arrollándole los jirones de tela culpables a la cabeza. Por si fuera poco, el eje ha derramado parte de su grasa sobre la ceja izquierda de Laura. Una verdadera fatalidad por la que estaba corriendo en dirección al baño. Cuál ha sido su sorpresa y perplejo al verse ante el gran espejo sobre el lavabo: el pelo se encontraba totalmente bufado, teñido de diferentes colores más arriba de donde fuera a instalarse la diadema para el desfile. En su lugar, circundaban unos desenfadados jirones de tela, también de vivos tonos. Y el supuesto ataque de grasa, permanecía sobre su ceja dibujando un estilizado boomerang. A punto de echarse a llorar, su carácter luchador y aventurero le ha hecho recapacitar, mirándose a sus propios ojos en el reflejo. —«No parece tan grave —se ha susurrado—, de hecho, mejor que cualquier idea elucubrada para la ocasión» Entre risas por su audacia y valentía, ha terminado de maquillarse los ojos con unas amplias áureas en verde y azul, a las que se han unido unas largas y negras pestañas. Más difícil ha resultado pintarse los labios a causa de la continua risa, con brillo fucsia. Una suerte de barra con diminutas partículas de metal, para perfilar el contorno de estos con lápiz negro. Satisfecha por haber conseguido una victoria de lo que se auguraba un completo desastre, ha ido en busca de su «niño» quien la ha alojado seco y dispuesto para poner rumbo a la calle. Ambos han pasado por delante de las miradas perplejas y atónitas de marido e hijos, al descubrir las enormes capacidades de superación ante los desastres albergadas en el interior de cualquier mujer. © Alfonso Cañizares C. acc63 @ hotmail.es


«Atardecer en la orilla» Liliana Hernández Fuster, España. https://www.facebook.com/liliana.hernandezfuster


LAS OLAS Había llegado hasta allí. No sabía aún por qué. El resultado era que se encontraba allí: al final de la playa, donde la playa lucha incansable contra el mar, indefinidamente; allí donde el tiempo no tiene cabida, pues siempre habrá más agua y más tierra. Una lucha entre titanes. De igual manera se sentía consigo misma. Salió corriendo de casa en una desesperada carrera en llegar a ninguna parte. Abandonó su calzado en algún punto en el que el asfalto se convierte en arena y, aun así, siguió corriendo encaramándose a un montículo cercano donde el mar le podría contar su propio destino: un camino aún no andado e imposible de transitar sobre las aguas a menos que, los segundos fueran lanzados, de uno en uno, como las salpicaduras rompientes de la espuma de mar. Y allí se quedó, De pie escuchando como el burbujeo del agua acariciaba los primeros rompientes a unos cuantos metros y, estos, sin saberlo, serían los finalmente pulidos, desgajados y rotos hasta confundirse con la arena de la playa. Traicioneras caricias las de la mar que, en su vaivén, van arrancando micra a micra, milímetro a milímetro, la superficie de las profundas rocas hasta llegar a su interior, dando como resultado polvo de roca. Como el pasar de los años en todos nosotros. Cuando las vicisitudes de la vida nos van acariciando con alegrías y penas, mediante sucesos cotidianos a los que no damos importancia y, también, por los furiosos embates que da la mar en los días de lluvia y tormenta. Llegan a nuestro corazón primero, erosionando y desgajándolo, para, después, convertirnos en polvo de nosotros mismos y confundirnos, finalmente, con el polvo de la tierra a dos metros de profundidad. Salió de casa para hablar con el mar. Para pedirle que cesara en su desgaste. Para explicarle que ya no quedaba más de ella que valiera la pena... que ya era polvo. Polvo de diminutos cachitos de vida de todos los colores habidos en los sentimientos y experiencias; de todos los minutos y segundos que habían conformado su vida hasta entonces; pero el mar no escuchaba: seguía rompiendo con sus olas disfrazadas de caricias. Continuaba allí, impertérrita. Mirando tan lejos al futuro que podía distinguir la curvatura del horizonte; pero el mar de allí tampoco cesó. Empujaba al más cercano para proseguir desgastando y quemando el tiempo transcurriendo, tanto allí como aquí. El sol pronto se iría y, como en la mar de allí, saldría la luna a remover y


presionar con sus mareas. Lo desconocido por el mar era lo que ella observaba ahora: cuando llega la bajamar y las olas dan un respiro a las rocas; cuando, parte del salado arma, queda preso entre estas como transitorios rehenes hasta que la pleamar acuda a rescatarles. Estos fugaces prisioneros son los llamados recuerdos. Los recuerdos y sentimientos que apresamos durante nuestra vida hasta que la muerte, cuando quiera Dios, venga a rescatarlos.

Š Alfonso Caùizares C. acc63 @ hotmail.es


«Lady in red» Liora Rosenman (1959- ) Israel. https://www.facebook.com/rosenman.liora http://www.art-in-israel.co.il http://www.rosenmanbooks.com


SI YO FUERA MUJER Si yo fuera mujer, me arrancaría las entrañas por parir hijos, por dar todo aquello que, de otra manera, sería imposible. Si yo fuera mujer, acabaría por encontrar aquel que saciara al completo mi vida con la sutil excusa de un amor verdadero. Si yo fuera mujer, me aplicaría en esos dones congénitos, para amar como sólo sabe hacerlo una mujer, para ofrecer todo el amor y sutileza que de una dama se puedan esperar, para darme con profusión, para entregar mi vida entera sin reclamar cambio alguno. Si yo fuera mujer, le enseñaría a los hombres mil y una cosas que aún deben aprender. Sin tachones, enmiendas, ni borrones. Sin escarceos... sin mentiras. Simplemente lo que es una mujer. Si yo fuera mujer... ¡Ay! ¡Si yo fuera mujer! Pero no lo soy. Mi aspecto y condición tampoco, pero, de vez en cuando, fantaseo con la delicia de haber nacido mujer. © Alfonso Cañizares C. acc63 @ hotmail.es


«Sin título» Lola Extremadouro (1950- ) España. https://www.facebook.com/lola.extremadouro https://www.bahcodesing.com/bahco-art/lola-estremadouro/c


UN RESPIRO Seis y media de la mañana. El estresante pitido del despertador, al que nunca me acostumbraré, suena intermitente con estridencia dentro de mi cabeza. No hace ni tres horas que el pequeño se ha dormido por fin. Ya le había advertido a mi marido que eran demasiados dulces para una criatura tan chica. No se me ha de olvidar meter y lavar las sábanas en la lavadora, antes de ir al trabajo. Siento una aplastante presión sobre estómago y pierna. Es el brazo y rodilla de mi marido barriéndome a sus sueños, aunque no sé si seré yo quien ocupe tales pensamientos involuntarios, eso prefiero no pensarlo... Con esfuerzo, retiro su brazo. Ronca... sigue roncando con total despreocupación: como una bestia después de haber ingerido a su presa. Sentada al borde de la cama, me vuelvo a zafar de sus garras en mi cintura. Es el acicate que necesito para levantarme. Voy al cuarto del niño: duerme. Necesito ir al baño. La tabla otra vez salpicada. Los niños no la levantan por imitar la «gracieta» de su padre. Decididamente necesitamos otra casa, con un baño para nosotros dos solos. Ya le chantajearía sexualmente para que se acordara de usar el inodoro de una manera más higiénica para mí. ¿Es tan difícil pensar en «el que viene detrás»? Utilizo la última hoja del rollo para poderme sentar. No he podido aguantarme más, por lo que necesito contorsionarme para conseguir un rollo nuevo. Tiro de la cadena y el espejo me devuelve la imagen de una mujer que no soy yo. Mejor dicho, la que nunca quise llegar a ser. Ojerosa, mirada triste y cansada... muy cansada. Me ha salido una pequeña calentura en el labio. No quiero pensar en su origen. Ingenuamente quiero concluir se deba a los nervios, al cansancio agotador y a los problemas. Me abrocho la bata. La casa parece una nevera. Mi marido y sus teorías sobre la «inercia térmica de las casas». Me gustaría verle aquí, a las tres de la mañana, sujetando la cabeza del niño para que no se diera con el borde de la taza. Faltaba el pingüino para sujetarnos la toalla. La cocina pierde su efímero orden al empezar a preparar el desayuno para todos. Rebanadas a la tostadora, partir las naranjas y exprimirlas para vitaminar a los niños. ¡Lo que me costó convencerle para que por fin compráramos uno eléctrico! La leche empieza a borbotear en el cazo. Necesitamos un microondas. Tengo que despertar a los niños. Antes de salir de la cocina, dejo el Nesquick y las galletas sobre la mesa, junto con las tazas llenas, platos y cucharas.


Ya no tomo café. ¡¿Para qué?! Un niño más, sea pequeño o amante, y tendría que desayunar a base de «Lexatín». Aún voy descalza por el pasillo. Me lo recuerda una puntiaguda pieza de construcción abandonada a su suerte. No tengo tiempo y la introduzco, a la carrera, en el jarrón del pasillo. Uno que, en su día, tuvo flores y, cuando marchitaron, mi marido olvidó reponer. Me ha costado levantar a los niños, pero ya están sentados en la mesa delante de sus tazas. Necesito ir al baño de nuevo pero, esta vez, me calzo las zapatillas. Ya han pasado los tres y no quiero que se me humedezcan también los pies. No tengo intimidad ni tranquilidad. Tengo que aliviarme con la mirada de reojo de mi marido mientras se afeita. No sé qué encontrará de sugestivo en mi orina. Salgo, de nuevo, en dirección a la cocina. Los niños han estado muy entretenidos jugando a lanzarse las galletas empapadas. Tengo que recordar incluir sus pijamas a la colada. Mientras, les ordeno histérica que metan sus ropas en la lavadora. Corro a su cuarto a prepararles los uniformes. Recuerdo que una gincana es mucho más relajada. Recojo rápido la cocina con mi marido estorbando. Parado, ahí en medio, como si estuviese filosofando. Mis senos campanean siguiendo el compás de la bayeta en mi mano, al igual que los ojos del hombre que dice amarme... Miro el reloj de la pared: ¡Tardísimo! Vuelo al dormitorio. Ya ni elijo la combinación entre braguitas y sujetador. Meto la mano en el cajón como si fuera una mano inocente extrayendo los boletos afortunados. No ha habido suerte: bragas blancas y sujetador negro. Voy a parecer una ficha de dominó. Decido ponerme unos pantalones vaqueros y una blusa tupida. Sé que, cuando me agacho en el trabajo y los pantalones se atirantan, mi compañero cruza silenciosas apuestas con el resto, a ver si la gomilla que asoma por el comienzo de mi trasero combina con la parte intermedia de mi sujetador. Me pregunto si hacen lo mismo con sus mujeres... ¿Irán desnudas? ¿Se excitarán al ver el cubo de la ropa sucia? No tengo tiempo para tonterías. Mi marido se despide desde la puerta arrastrando a los chicos. Mi minuto de descuento. Entro sola en el baño, como una reina, pero solo puedo atusarme el pelo y lavarme los dientes. Cojo el bolso y observo toda la longitud del pasillo como si fuera una pista atlética. Ya en el descansillo, cierro con llave mientras mi vecina sale radiante por la suya —majestuosa, añadiría—. Yo siempre la saludo afablemente para que algún día diga, frente a una cámara de televisión local: «Era una chica muy buena y simpática; siempre me saludaba. No entiendo por qué los mató a todos...» ¡De esta noche no pasa! Necesito un respiro aunque sea en la cárcel. © Alfonso Cañizares C. acc63 @ hotmail.es


«Flamenca III» Lorena Martínez (1991- ) España. https://www.facebook.com/lorenamartinezlmmart


LA BAILAORA Ambos eran artistas y formaban una peculiar pareja. Entregados los dos al Arte del flamenco; al arte de transmitir belleza y sensibilidad; a cuantos desearan conmover corazones propios deleitándose con sus actuaciones y a cuantos acababan por amar el arte por el arte. Él era un buen guitarrista en ciernes de tocar el éxito. Ella, bailaora principal en una pequeña compañía trashumante a la que empezaban a coronar ciertos laureles. Él, solía estar de gira, con otra compañía algo más reconocida. Ahora viajaban a tocar en recintos estelares de Nueva York, Londres o Tokio —por citar algunos—. Y, esto resultaba imprescindible si no quería volver a impartir clases de guitarra a hijos de adineradas familia; aunque, su oculta pasión, fuera la de formar y forjar nuevos e inquietos espíritus nacientes carentes de recursos. Ella, en su condición de madre y con dos niños, actuaba en «Gloria: cante y tradición flamenca»... siendo lo máximo aspirado, por lo menos de momento y, aun así, recibía agasajos y elogios de los más prestigiosos y mordientes críticos del momento. Los días en aquello que el modesto elenco era contratado para actuar en otra localidad, su prima —con otros tres churumbeles—, se hacía cargo momentáneamente de sus hijos. Sabía que ella vivía del baile como se necesita el aire para respirar; es más..., llegaba a ser la sangre que hacía vivir vibrando todo su cuerpo alimentando la pasión. Pero había otra realidad vista por nadie. Algo que, un público deslumbrado, pasaba por desapercibido: era madre y «ama de casa». Difícil coalición; pero no imposiblemente disociadora. Su amor por la danza le daba las suficientes fuerzas para aguantar todos los embates cotidianos y para ensayar, a solas, en horas de siesta o noche de los niños. Para ejecutar complicados pasos mientras se ocupaba de labores domésticas. Demoledor; pero, cuando se calzaba los zapatos negros de tacón —sin elástico sujetador—, todos los cansancios, tristezas, preocupaciones y estrecheces económicas desaparecían al terminar de calzárselos, teniendo por «bata de casa», una con algo de cola. Era mágico. Sí, un verdadero duende apoderándose de ella y, taconeando más rápido que una máquina de coser, ejecutaba bellos y armoniosos compases dignos de dioses gitanos. Flotaba, sobre el aire y el humo denso a cigarros de los tablaos y corralas habilitadas al espectáculo; al compás de unas cadencias sólo sonadas y enriquecidas en el interior de su cabeza sin pulsar los tímpanos. Volaba en sus


piruetas por tratarse del sentimiento y el gozo por el baile quienes le sostenían en el aire. Así era ser flamenca y ama de casa: cielo y purgatorio; «...con una vela a Dios y otra al diablo». Pero tamaños esfuerzos siempre eran recompensados al final de cada actuación. Cuando sonaban estruendosos aplausos y había personas de entre el público levantadas gritando bravos y vítores de admiración. Cuando las ovaciones se alargaban, cada vez más, con el transcurrir de cada temporada. Era reconfortante; aunque desconocían que, esta bailaora-madre, utilizaba verdaderamente el tablao para danzar y volver, después, al lado de sus pequeños: sus dos grandes pasiones en la vida. Esta fue la historia que me contó sobre su madre, aquel hombre que un día se sentó en mi mesa del café a compartir un momento de compañía. Cuando se marchó, pagué y me fui pensando en cuántas madres bailan a diario sus ilusiones en su imaginación sobre las cuerdas de la vida... Y cuántas no saben aún que se puede hacer pese a las muchas dificultades que las aten: «La imaginación apasionada es un alma libre que siempre nos recompensa en soledad...». © Alfonso Cañizares C. acc63 @ hotmail.es


«Ciudad extraterrestre» María Núñez, España


DESCONEXIÓN OBLIGATORIA ¡PERDON! De verdad: Perdonadme... Lo siento infinito; pero no lo he podido evitar. Sabéis que mi conexión en estos días es casi nula en los momentos que funciona o tengo acceso; aunque ha pasado más de una semana sin poder transmitir ningún dato y nada puedo hacer: lo he intentado todo... Lo achaco seguramente a una sombra en las comunicaciones aéreas o, quizá, a la interacción de algún campo magnético más fuerte que mis sistemas. Sea lo que fuere, no he podido comunicarme con vosotros cuando lo he hecho, ininterrumpidamente, cada tres días hasta hace un tiempo. Tengo la impresión que estoy al principio del fin y es una sensación completamente angustiosa. Pese a ello, estoy preparado. Lo he estado siempre y no voy a acobardarme ahora. Cuatrocientos tres relatos consecutivos enviados sin ninguna incidencia no es una «marca» nada despreciable. Es más, pocas personas podrían igualarla teniendo en cuenta que más de un ciento largo fueron transmitidos y creados a diario... y esto me ayudará a soportar el fin. ¡Sí!: el FIN. Tres letras que, unidas, cortan como un cuchillo cercenando tajantemente toda esperanza y cualquier atisbo de optimismo. Una decapitación digna de la «Revolución Francesa»... Recuerdo la primera emisión: En ella incluí un pequeñísimo texto rezando algo así: «Una noche de otoño. Sí, quizá algo fría; pero agradable. El viento aún sopla cálido al atardecer y con él, la góndola se mece. Te arropo con la manta. Me encanta que estés aquí...» Iba acompañado de una acuarela ilustrando un sombrío ocaso del «Gran Canal» en Venecia, a bordo de una góndola. Inciertos e indecisos pasos. Tímidos —diría yo—; aunque un puñadito muy reducido de vosotros no dudó en seguir y prestarme el apoyo necesario, pese al desconcierto inicial. Gracias a ellos, lo que fue un pellizco de sal se convirtió en lo que es hoy, cuatro años intensos después... Miro a través de la escotilla ante mí y veo estrellas: un vacío lleno de puntitos


luminosos que titilan perennemente. Paso la mano para barrer el vaho sobre la superficie a causa de mi respiración. Aquí dentro, empieza a hacer frío porque el sistema de calefacción también ha comenzado a fallar helándome las entrañas. Estoy preparado y, de no estarlo, debería acostumbrarme. Hay que asumir cuándo algo está a punto de concluir extinguiéndose como la postrera llamita al extremo de una cerilla. Intento, por última vez, otra nueva conexión. En esta ocasión, la «conjura de los dioses» está de mi parte y seguramente recibáis este último escrito. Las baterías también se agotan no siendo capaces de almacenar ninguna energía. Moriré con ellas al sucumbir finalmente ante los designios de la tecnología... «CUADERNO DE BITACORAS: Día 1.493 del proyecto / día 396 de la misión. Suscribe el escritor al mando de esta nave. Tras la separación de emergencia del módulo principal, hace un mes —tiempo local—, debida al impacto de un meteorito, carezco de la autonomía suficiente para poder regresar a la órbita terrestre. La explosión catapultó la cápsula hasta los confines del Sistema Solar a una velocidad inimaginable. Rodeo en este momento el campo gravitatorio del planeta Plutón evitando quedar atrapado en una absurda noria. Todos los sistemas comienzan con las fallas previstas y propias por la falta de suministro eléctrico a consecuencia del deterioro en los módulos de almacenaje. Ya no sucede la conversión de anhídrido carbónico a oxígeno y el contador de los tanques de reserva marca una hora escasa para seguir vivo... para seguir respirando. Estoy realizando mi última y quimérica conexión a la Tierra. Cuando esta misiva sea leída, yo ya no estaré aquí: mi cuerpo sí, yo no. Aunque es probable que le acompañe para explorar otros mundos aprendiendo de mi nuevo estado vital. Siempre he sido un aventurero ayudando a los demás a viajar a otros sitios. Puede ser que, ahora, me toque a mí y alguien muy superior escriba mi propia vida para el deleite de otras razas, incluida la humana. Fin del mensaje.» © Alfonso Cañizares C. acc63 @ hotmail.es


«The Kiss - El beso» Natalia Kosvintseva (1987- ) España. https://www.facebook.com/nkbodyart


CUANDO SALGA LA LUNA No me pidas que me esconda cuando salga la luna a buscarnos. Tampoco me demandes que regrese de las estrellas cuando aún guardo el sabor del beso dado. Ni siquiera me reclames el amor de tus entrañas cuando ahí quedó fecundado para siempre. Porque nunca me escondí de tus miradas traviesas sosteniendo en los labios el dulce condimento de tu boca para zambullirme en tus adentros. Pídeme mi amor... ¡Exígemelo! Arráncamelo con el anzuelo de tu mirada y cocíname despacio con tu pasión. Haz de mí lo que haría yo de ti: sedúceme. Moldéame con la seda de tus labios y lacérame con el borde de las palabras no dichas, pero no. No me abandones nunca. En soledad no podré llamar a la luna, ni sabré encontrar las estrellas guiandome hasta el fondo de tu ser. Así, cuando salga la luna a buscarnos, me encontrará entre tus besos, en el calor de tu vientre intentando, de nuevo, renacer en ti, rescatando nuestro amor.


Inventando que algún día me quisiste, mintiéndole a la luna cuando nos viera besarnos, tendiendo mi esperanza de amor en las estrellas para colgar triste de sus puntas. Todo eso cuando salga la luna y acudas, de nuevo a verme... en mis sueños. © Alfonso Cañizares C. acc63 @ hotmail.es


«Sin título» Paula Orlando (1975- ) España. https://www.facebook.com/paula.orlando


EL DIARIO Estaba expectantemente sorprendida. No se lo podía creer: leía y releía cada página con especial deleite; pero no había morbo; sólo una picante curiosidad transportándola de secreto en secreto que no hacían sino asegurarla aquello sospechado desde hacía mucho tiempo. Ayer mismo, había decidido hacer una limpieza más concienzuda a toda la casa aprovechando la ausencia de su marido a propósito de un viaje por asuntos de negocios. Estaba ahí mismo, encima del escritorio situado al final del pasillo. Pese haberlo visto miles de veces entre una pequeña pila de libros haciéndose compañía, nunca le prestó atención, ya que su vaída cubierta naranja hacía de perfecto disfraz para pasar desapercibido. Ocurrió por casualidad, como casi todo en esta vida. Es así como se descubren los grandes tesoros y las mayores decepciones... por casualidad. En este caso, todavía no me atrevería a definirlo; pues, todos los días, sé que vuelve a leerlo a escondidas. Lo afirmo porque me telefonea contándomelo. Por eso sé, también, ser garante de sus secretos más íntimos. A veces, le respondo con una evasiva o alguna frase ingeniosa —como la que tuve a bien parir al conocer tal asunto—. Vino a cuenta de una conversación acerca de la relación entre secretos y libertades, entre depositarios y su fiabilidad: —«No es la libertad cautiva de los secretos, sino la misma libertad la que guarda secretos...» Realmente desconozco si mi ocurrencia, para con ella, hizo hincapié en su intranquilidad, pero me resolví satisfecho y autocomplacido en mi vanidad. Desde entonces hablamos mucho menos, creo que burla nuestra amistad con el delicioso placer de leer lo allí escrito. Por eso, esta mañana, he tenido más tiempo para revisar mis asuntos. Al encender el ordenador y conectarme al servidor de correo, la explicación me ha llegado en forma de una fría carta electrónica templada por el cariño que llevaba en sí misma. No por mí ni para mí como destinatario; más bien por su talante: un secreto íntimo contado con prisas a propósito de su marido. Lo he vuelto a leer varias veces, del cual han quedado grabadas frases en mi mente como estas: «No trato de amarte sino de quererte; aunque me vaya el corazón y la vida en ello, pues el amor es pasajero y el quererte es para siempre...»


O esta otra: «...deseo ser un girasol en tu vida para que no te pierdas jamás la luz del sol.» Y qué he de decir de una idea tan evocadora como: «Una flor no es más que un verso suelto. Si la cortamos, deberá estar junto a otras para rimar y formar una poesía... la del ramo que hoy corté para ti.» En resumidas cuentas: He quedado trastocado. Mi cabeza ha sido un cubo a rebosar de ideas y sentimientos sin orden ni concierto. Por lo que he comenzado a disponerlos convenientemente recolocando los muebles en su sitio. Al parecer, el marido de mi amiga, es su más ferviente y secreto admirador. El primer pensamiento que ha acudido a mi cerebro ha sido «El ramito de violetas», de Cecilia. También me pregunto el porqué de tan silenciosa pasión oculta y por qué su marido no se lo dicho abiertamente al tenerla delante en la intimidad de ambos. «Cosas de pareja», he argumentado; pero no acaba de encajarme. Me he decidido por ir a buscar la explicación personalmente. He apagado el ordenador y, casi a la carrera, me he acercado al muelle, donde presumía que andaría a estas horas. Efectivamente, allí estaba quieta, desabrida de todo cuanto la rodeaba. Tanto ha sido así, que me he sentado, cauto y silencioso, a una distancia prudencial de ella; lo suficientemente cerca como para dejarme atravesar por sus pensamientos sin rubor ninguno. Notaba... sentía muchas cosas; aunque todas relacionadas con su felicidad y satisfacción. Con la realidad de descubrir que su marido siempre ha sido su secreto amante. Secreto que ella —lo aseguro porque la conozco— guardará para sí. Volverá su marido y su mirada ya no será la misma: será una mirada de infinito a infinito, en el tiempo y en el espacio. Una mirada para siempre. He regresado a casa, dejándola allí, sin decirle nada. ¡¿Qué iba yo a aportar?! Ella tan arriba, volando entre sus descubrimientos y yo sentado sobre una tarima de madera casi a nivel del mar. Lo que sí sé es que el libro, lejos de ser un confidente fiable, va contando su secreto «a voces» —a páginas diría yo—, llenas de ternura y pasión. ¡Quién iba a pensar eso de un diario...! ¡Quién iba a pensar eso de su marido...! © Alfonso Cañizares C. acc63 @ hotmail.es


«Papallona» Pepa Gutiérrez Naranjo (1961- ) España. https://www.facebook.com/pepa.gutierreznaranjo


MI DULCE SORPRESA Nada de esto hubiera pasado si, ese día, hubieras continuado por tu camino. ¡Yo te maldigo! Es más... ¡Te odio! ¡No quiero verte ni saber más de ti...! Yo que era por aquel entonces... ¿Cómo diría? ¿Una «chica bien»? No. Seguramente no me definiría así exactamente. Es mejor que lo relate y sea juzgada por quienes lean estas palabras. Mi infancia fue muy parecida a las del resto de mis compañeras en el Liceo Japonés, ya que mis padres se trasladaron aquí una década después de «La gran guerra». No sacaba notas brillantes; pero me defendía en todas las materias. Pasé una pubertad entre las clases y los sueños pueriles con mis ídolos. ¿Ídolos...? Ahora puedo afirmar que eran la imagen fotografiada en las revistas de mis propias hormonas desaforadas. Unos compuestos químicos procurándome rubores si aquel chico me miraba; aunque fuera de soslayo. Y, en contrapartida, siempre me hallaba involucrada en todas las trastadas estudiantiles por llamar su atención y porque no pensase que era una pava como repetía me repetía mi madre, a menudo. Conocí, más tarde, el amor y sus secretos; la ira y la mezquindad de un hombre; el dolor de la traición y, finalmente, la despreocupación total. Mi feminismo más acérrimo y a reconocer mis secretos refugios de bondad. A temerme y a quererme; a prohibirme y a conocerme en unos niños que ya eran mis propios hijos antes de parirlos. He llegado a una edad en la que el camino a recordar se me ha hecho tremendamente corto y fugaz. Pero aquí estoy: habiendo sobrepasado solapadamente los cincuenta... ¡Bien...! ¡De acuerdo!: «...y tantos». Queriendo convencerme de haber conseguido todos mis sueños en esta vida que terminan siendo «todos mis sueños que he tenido al alcance de mis posibilidades» y al juzgarme, ahora, pienso que han sido bien pocos... Pienso que he cumplido con la vida y con lo esperado de mí: chica, novia, mujer, amante desaforada, fiel esposa, madre de mis hijos y de aquellos que me resultaban afectivamente desatendidos, compañera de mi marido y posiblemente abuela en ciernes. ¡He cumplido y la vida no lo ha hecho conmigo! Sé que falta algo: una pequeña pieza extraviada impidiéndome concluir el propio puzle de mí antes de morir y marcharme, con cierta dignidad, de esta vida. Desconozco... desconocía lo que era hasta ahora.


Un tropiezo, una casualidad, un encuentro... ¡Qué más da, ya! El caso es que di con lo que me complementa como mujer y persona. Algo que, ajeno a mi cotidianeidad, me soporta como un pilar todas mis vicisitudes, mis temores y, otra vez, mis eternos cambios hormonales. ¡Tú...! Sí: ¡Tú! Una noche, en una adorable traición a mis propias reservas y prohibiciones te amoldaste a mi cuerpo bajo las sábanas. Tú que has roto todos mis planteamientos actuales, apareciste en el atardecer de mi vida como un sereno iluminando farolas. Tú que te no te quejas del frío de mis pies procurando calentarlos en la frías noches de invierno y pasas por alto los sudores de mi cuerpo cuando me abrazo a ti en épocas de calor. Has llenado mi vida de una segunda juventud. Alborotando unas hormonas aletargadas que ya daba por perdidas. Me has descubierto que puedo seguir ruborizándome cuando imagino tu mirada en medio de la oscuridad, entre tus besos y caricias sobre mi cuerpo... ¡Me llenas y completas, fuera y dentro de mí! Me dejo llevar entre tus diestros brazos bajo el edredón al caer la noche y antes del asalto de los sueños de realidad. Manos que conocen cada centímetro de mi cuerpo sin distinción, sin instrucciones... sin egoísmos. Labios húmedos que, entre silenciosos «te quiero», recorren mi cuello para pasar a recordar mis hombros y que siempre terminan por besarme los dedos. Me enrosco a tus piernas en un ardiente ballet para después yacer en nuestras propias fantasías de amor. Mis piernas sedosas buscan la musculosa protección de las tuyas. Y, es entonces, cuando me doy cuenta que eres tú: mi amigo, mi compañero... mi marido. ¡Te odio! Ahora, durante el día, me alejo de ti. Casi te llamo de usted y trato de no pensar más en ti, pero cada noche corro a tus brazos para sentirte entre mí y la soledad como una mariposa sin flor. © Alfonso Cañizares C. acc63 @ hotmail.es


«Sin título» María José Robledo Enrique (1952- ) España. https://www.facebook.com/maria.j.robledo.3 https://mariajoserobledo.wordpress.com


MALINCHE Malintzín significa «Princesa madre» y eso era en realidad lo que había llegado a ser la hija de Ceyaotl —Guerrero— y Aztlán —Blancura—. Sus progenitores regían una vasta agrupación de poblados diseminados entre la gran espesura de la cordillera peruana. Al llegar a la pubertad, fue entregada por estos a Cuauhtli —Águila—, un valiente soldado del entorno inmediato de Ceyaotl que se había ganado la confianza de su jefe por su valor y gran capacidad estratega. Al poco tiempo engendraron a Malintzín que, a su vez, alumbró poco tiempo después a Metztli —Luna—. La elección de este nombre fue impuesta por el sumo sacerdote o «Teotecuhtli» —Señor Dios— por haber nacido en una noche de Luna Llena. Así, Malintzín, se encontraba a caballo de dos realezas: la de su padre y la del que fuera el compañero de su hija Metztli. Por ello, el pueblo, terminó llamándola así; aunque su verdadero nombre fuera «Quetzalzin» —Pequeña bella— y bien que hacía honor a su originario nombre. A sus veintisiete años cristianos y aun habiendo sido madre de Metztli y de los dos hermanos que la siguieron: Tzilmiztli —Puma negro—, debido al intenso tono azabache de su neonata cabellera; y a Cipactli —Caimán—, simplemente por haber nacido con dos primeros dientes de leche; Malintzín conservaba una esbelta figura y una intachable agilidad. Malintzín, o la «Malinche» —para entendernos—, no tenía más obligaciones que asistir a los actos del pueblo como miembro del séquito real y las propias conyugales hacia su hombre y padre de sus hijos. El resto de las necesidades primarias corrían bajo la responsabilidad directa de un reducido grupo de sirvientes elegidos expresamente por su madre Aztlán. Fue entonces cuando un dieciséis de noviembre de mil quinientos treinta y dos del calendario cristiano, cuando el ejército incaico se reunió en Cajamarca con los conquistadores españoles encabezados por Francisco Pizarro. Su laborioso y agotador avance por la selva no fue mella para que, las tropas de este último, avanzasen con la sangre inyectada en sus miradas y el alma sostenida por la promesa de jugosos botines de guerra. Malinche se encontraba en aquel momento recolectando unas flores silvestres en lo alto de los pocos promontorios habidos cerca del pueblo. Un verde mar, agreste y tupido de vegetación, podía ser divisado desde allí hasta el lejano


horizonte selvático pese a, sólo, sobrepasar en diez metros la superficie vegetal. Desde aquel otero, Malinche vió cómo, desde el horizonte, avanzaban cientos de hombres en dirección a ella, a juzgar por la cantidad de fauna que emigraba con inmediata presteza a ambos lados del movimiento de hojas y por el tremendo jaleo causado por los monos. De repente, el zarandeo de las hojas se detuvo por varios días, justo a poca distancia de su poblado. Como supo después, el soldado explorador en vanguardia había advertido al mismísimo Pizarro de la cercanía de un enclave de salvajes. Durante ese tiempo, su poblado rearmó al ejército real mediante la apresurada fabricación de arcos y cerbatanas. Se tendieron trampas por doquier y se pintaron signos a lo largo de cuerpo y cara, de muy vivos colores. Brazaletes hechos de hojas de palma, hacían las veces de distintivos jerárquicos entre las tropas defensoras. Los más, se adornaban con fetiches de oro y plata. Al otro lado, aquellos extraños seres relucientes, poseían el brazo de los dioses. Una suerte de largo tercer brazo por el que lanzaban la misma muerte instantánea a distancia. Así, llegaron al poblado diezmando a hombres, mujeres y niños... algunas de ellas, las más lindas, murieron poco después tras el alivio de aquellos dioses a quienes nadie, nunca, había hecho ofrenda alguna. Quedaron, pues, otras, al gusto de estos por sus dotes femeninas... Estaba por empezar su azaroso e inmediato futuro. Corría el periodo del Dios Sol Huitzilopochtli y confiaba en el cobijo de su benevolencia. Los dioses —los suyos verdaderos— nunca le anticiparon que su propio nombre sería finalmente: María del Mar. Un vocablo de difícil pronunciación para ella, pero bastante menos que los tiempos que se le avecinaban. Ojalá hubiera sido sólo eso... un simple cambio de nombre. © Alfonso Cañizares C. acc63 @ hotmail.es


«Sin título» Juan Salvador Fragoso (19XX- ) España. https://www.facebook.com/salvaj.fragz


EL TAHUR Felicidad. No hay nombre más enigmático para una mujer, al menos para quien me regaló su vida. Sucedió hace... ¡Qué más da! Para mí ocurre cada vez que pienso en ella. Un día cualquiera —ya que, esto, también carece de importancia— la conocí en uno de esos largos paseos en los que uno puede encontrar el futuro, aventuras, desagravios y... el amor —o por lo menos eso he podido constatar en mi vida. Caminaba sin la compañía de mi desaparecido Coco: un pastor «MaremmanoAbruzzese» adquirido como «Labrador» completamente blanco, de pelo medio y... Esto es una historia para otro momento. El caso es que iba sólo. Paseando. Mirando las fachadas y las cornisas de los edificios, despreocupado e instigando arquitectónicamente mis sentidos. Yo miraba hacia arriba. Ella lo desconozco; pero se tropezó conmigo. «¡Vaya!: ya está aquí el destino, otra vez, y yo distraído mirando las alturas» — me dije en aquel momento. Ante mí, se dibujó una preciosa y encantadora cara a la altura de la mía. En sus ojos castaños, abiertos al máximo por la sorpresa, podía apreciar reflejados los míos. Sonreí. Ella hizo lo mismo a continuación completamente azorada. Silencio. Su mirada buscaba la mía que regresaba a ella irremediablemente. Más silencio... Más miradas... —Perdón —improvisó finalmente; pero mi vista continuaba atrapada en la suya. Insondable. Profunda. Chispeante. Invitándome a que hurgara en lo más profundo de sus sentimientos... Y entré, o mejor dicho, quedé sumergido en sus profundidades abisales. — Lo siento... Iba distraída —insistió ante mi quietud. Desconozco cuánto tiempo anduve flotando en su interior; pero puedo afirmar haber sido una de las más maravillosas experiencias que pueda tener un ser como yo. Instintivamente, me tomó con delicadeza el codo añadiendo: —¿Se encuentra usted bien...? ¿Cómo poder explicar el éxtasis de la aventura buceando en los interiores de una mujer a la misma poseedora de ellos? Miles de cosas imposibles por balbucear a una completa desconocida en una simple frase. Me sentía en el indómito interior de alguien que, unos segundos antes, era una completa desconocida. Ante mi continuo desconcierto, nos sentamos en un banco cercano.


Ella, preocupada, no dejaba de apartar los ojos de los míos que andaban irresistiblemente encadenados a su propio ser. Finalmente, me envaré pudiendo retomar la compostura; aunque mi alma seguía dentro de ella: violando sus más recónditos secretos. —Sí, perdone... No ha sido nada: sólo un momento de turbación, seguramente debido al encontronazo o a la suerte que he tenido de topar con usted —conseguí decir. —No me llames de usted. Somos conocidos: ya compartimos un choque físico y... este banco. —observó desviando la mirada mientras su mano recorría los listones del largo asiento— Me llamo Felicidad y... —Yo Fermín —intervine—; pero todos me llaman Fer... —¿Sabes que te digo, Fer? —me aludió completamente resolutiva—: nos vamos a sentar en la mesa vacía de esa terraza y me lo vas contando. Soy una fervorosa creyente de que nada ocurre por casualidad. Tengo la sensación de conocerte y viceversa. Un sentimiento agradable que me hace confiar en ti; aunque seas tú quien pague el café —concluyó con una pícara sonrisa. Así, Felicidad y yo, desplegamos sobre el mármol de aquella mesa nuestras vidas como si se tratara de una variante del Póker, estilo «Seven up», donde las siete cartas de cada jugador van descubriéndose, una a una, en medio de envites y apuestas. En este caso: verdades, secretos inconfesables y miradas significativas. Cuando concluyó la partida de ese día, intercambiamos nuestros teléfonos, que no tardaron en hacer sonar sus mensajes: «¿Has llegado bien...? Me tienes preocupada»; «Sí. Sólo me nubla el pensar en ti...»; «¡Aaah! Ja, ja... eso tiene fácil arreglo. Pues mañana a las cinco en el mismo sitio»; «A las cinco en punto. Chao»; «Chao»... Pasamos meses así, tras el intercambio de mensajes y bebidas. Frente a frente, en torno a una mesa que terminaron siendo los lados de su cama, donde los mensajes trocaron en besos, caricias y... mucho más. Toda su piel me era más familiar que la mía propia. Subí y bajé por ella; entré y salí cuantas veces quise. Jugábamos. Retozábamos haciendo el amor hasta la extenuación. Yo lo era todo para ella, significándole más que su propia vida. Era, y lo digo con pesar, el momento de desligarse. De huir... De salir corriendo de una prisión no deseada: me sentía atrapado en un bote de miel llamado «Felicidad». Cientos mensajes sonaron en mi móvil. Decenas de llamadas sin contestar hasta que cesaron: languidecieron pasado un tiempo, como el goteo de un grifo


que acaba por ser cerrado. Sé que te hice daño, «Feli» —¡Cómo te gustaba que te llamara así!—; pero aún no es tiempo de sentar la cabeza, y menos la mía. Soy un tahur en el juego de la vida y se sobrevive descubriendo las trampas a tiempo... sobre todo las del corazón.

© Alfonso Cañizares C. acc63 @ hotmail.es


«En azul» Thais Tula Leal (1977- ) España. https://www.facebook.com/tulaleal https://www.instagram.com/tulaleal


LA DENUNCIA Con la cantidad de cosas que había resuelto esa tarde, se le había hecho de noche. La lluvia no le molestaba, al contrario: despejaba sus fosas nasales del olor que, a regañadientes, iba renunciando lentamente a su nariz. Un persistente tufo a chamusquina que no terminaba por de abandonarla. Caminaba con paso firme y decidido, camino de la comisaria tratando de denunciar los hechos acaecidos. No es que le importara mucho; pero creía pertinente el constatar una denuncia por escrito. Todo empezó al volver a casa, después de solucionar mil gestiones pendientes entre las que quedaban. Trámites que debieran haber sido acometidas por ellos: su familia. Su marido tendría que haber ido a la oficina de la aseguradora para reclamar los daños en unos electrodomésticos dañados a consecuencia de un corte de luz. También debería haber aseado el interior del coche vaciando el apestoso cenicero —siempre abandonado rebosante de colillas— cuando ella tenía necesidad de ir al centro, además de haber llevado al pequeño a clase de esgrima. Tampoco se acordó de pasar por el tinte a recoger unos trajes suyos, ni rellenar el depósito de gasolina. Simplemente: no lo hizo. La mayor debería de haber recogido su cuarto antes de ponerse a estudiar y, aunque sacaba buenas notas, su cuarto era literalmente un almacén de ropa para la beneficencia. Parecía que, esta última obligación, la eximia del resto de tareas caseras, consecuentes para una chica de su edad. Tampoco había abandonado el baño en unas condiciones higiénicas aceptables para quien entrara tras ella. Se había duchado al regresar y las toallas permanecía abandonadas en cualquier lado y el secador montaba guardia dentro del lavabo, enchufado. Como si se tratara de un centinela agazapado en previsión de airear de inmediato a cualquiera necesitado de un lavado de manos. Largos pelos en el desagüe de la bañera, atestiguaban que su limpieza capilar había sido enérgica esperando a los que todavía resbalaban por los bordes fueran a reunirse con ellos. El pequeño —mejor debería decir: «el menor»— jugaba en su cuarto con la consola de videojuegos a la vez de chateaba con sus amigos por el móvil. Otra leonera, salvo que allí el olor era parecido al de un gimnasio en plena concurrencia. Se sumaban igualmente, la ropa y varios pares de zapatillas deportivas esparcidas por el suelo, esperando encontrar su pareja un día de estos. El rincón destinado a las guitarras eléctricas era fiel reflejo del estado en el cual puede quedar el pequeño escenario de un garito, a la entrada de una redada de la


policía. Volvió al salón, donde su marido veía un partido de futbol, con los pies encima de la mesita baja de roble a acompañados de un par de latas semivacías de cerveza y —¡Cómo no!— un cenicero atestado de colillas. Harta, a punto de estallar, se dirigió al dormitorio a cambiarse el calzado. Era la única habitación medianamente cuerda, salvo por una camisa y una corbata tiradas sobre la colcha, «dando fe» de la presencia en casa de su esposo. Pasar a la cocina fue aventurarse a realizar un safari en donde, platos y algún cubierto de la merienda, acechaban sobre la superficie pringosa de la encimera. Sin duda, el animal más temido en aquella selva era la basura. Ninguno se había atrevido a depositar en ella las envueltas de celofán de los paquetes de alimentos consumidos. Alguien se había hecho un sandwich de jamón y queso con salsa de tomate y mostaza. Lo deducía por el paquete de pan de molde abierto y abandonado a su suerte como un viajero perdido en el desierto. También eran sospechosas las gotas de ambas salsas que, como pistas, conducían a los envases abiertos al otro lado del fregadero. En la pila, encontró un cartón de leche vacío seguramente despeñado desde la mano de alguien al haber cumplido su cometido. El aspecto de la casa era absolutamente insoportable: totalmente inaceptable incluso para el Ministerio de Sanidad. Una verdadera «cochiquera». Marcando con furia los tacones de las zapatillas se dirigió iracunda al salón. Apagó la televisión y llamó a gritos a sus hijos, a los que mandó reunirse en el sofá junto a su padre. Sabían de los límites insondables de su madre y esposa en casos parecidos, por lo que prefirieron cerrar la boca y prestar atención. Más tranquila y dueña de sus actos, se acercó hasta el recibidor a coger su bolso. Al regresar observaron cómo llevaba en la mano algo parecido a la antena de un transistor que se iba desplegando automáticamente en su mano. Todos pensaron que era un nuevo artilugio de belleza comprado esa misma tarde. No sintieron nada. Lo último que vieron en este mundo fue un impresionante destello de luz y después la nada. Con un gruñido de satisfacción, comenzó resignadamente a recoger y limpiar toda la casa. Ellos, simplemente, ya no estaban. Cuando terminó, se duchó y cambió, enteramente, con ropa limpia. Debía acudir a la comisaría a denunciar la extraña desaparición de su familia... «Cuando llegó: no había nadie en casa». © Alfonso Cañizares C. acc63 @ hotmail.es


«La escultura se vuelve carne y hueso» Willie Milton Hostos Álvarez (1954- ) Colombia. https://www.facebook.com/williemilton.hostosalvarez


AMOR DE MÁRMOL Me lo advirtió en más de una ocasión; aunque yo nunca le hice caso. Discutíamos mucho por ese tema; pero, finalmente, predominó su criterio... Se llamaba Eduvigis; aunque le gustaba más Edu —por ser más adecuado a esta época— y la conocía desde hace mucho: demasiado extenso en el tiempo para poder hacer una medición aproximada; aunque, eso sí: hacia mucho..., mucho tiempo. Al volvernos a encontrar —esta vez aquí—, me trazó una gran sonrisa que no pude si más que corresponder con un largo abrazo. De esos llamados por alguna persona como de cuello. Me explico: las mejillas casi ni se llegan a tocar, donde prevalece el amplio y largo contacto de los cuellos maclados en un mutuo y sincero afecto. Pueden llegar a parecer muy castos; pero, lejos de esa idea, ambas yugulares se pulsan entre sí hasta tener el mismo ritmo cardiaco siendo, este, el éxtasis y clímax del recíproco sentimiento. El cuello de Edu olía a jabón y a ternura. Era como tener aferrado un bebé recién bañado; pero con la diferencia de sonar su respiración algo jadeante cerca de mi oído. Descansaba en su cuello el, casi invisible, tatuaje de una larga filigrana recorriendo un suculento paseo que yo solía llenar de besos entre el final de su clavícula y su pecho izquierdo, haciendo las veces de balizas aéreas de señalización hasta su corazón. Me entretenía en disfrutar del intrincado dibujo mientras me inundaba un sugestivo aroma al inconfundible «jabón de tocador». Claro está que todos los caminos tienen sus sorpresas y este no iba a ser menos... Edu nunca había sido amiga de los peines ni de las encorsetadas normas que habían regido su infancia y, en su defecto, lucía un desenfadado peinado que solía acicalar únicamente con los dedos. Componía su vestimenta una seda blanca, de la cual era imposible reconocer sus extremos. Expresiones como «¡Hola! ¿Qué tal?» o «No sabes cuánto te he echado de menos...», ya habían sido silenciosamente intercambiadas en nuestro particular encuentro troncal, por lo que sobraban más palabras. Todo quedaba firmado con una postrera y profunda mirada donde cada pupila quedaba reflejada en la del otro. En esta tesitura, me bastó asirla de la mano para comenzar a pasear. La mañana y gran parte de la tarde de ese día, habían sido muy agobiantes: varias reuniones urgentes de trabajo me impidieron disfrutar de ella que había optado por recorrer la ciudad en todas sus direcciones. Me anduvo contando haberse subido a unos grandes vehículos con ventanas


donde la gente se apiñaba para recorrer la ciudad. Le llamaron la atención los caminos pintados con rayas y unos postes de adorno -como ella decía- que, a cada esquina, cambiaban de color. También me describió, muy sorprendida, haber transitado por una suerte de «cuevas» dónde circulaban otros «carrozas» mucho más largas a las de arriba. También me habló, mientras paseábamos engarzados por una tranquila y solitaria vereda alfombrada de hojas otoñales a la margen de un pequeño río, de unas personas que hablaban desde unas cajas. —«¡Con lo fácil que es hablar frente a frente!» —me increpaba descubriendo sus dos filas nacarinas de dientes riéndose francamente divertida. Así estuvimos charlando animadamente todo el camino; aunque su ánimo se iba ensombreciendo a medida que avanzábamos. Finalmente, apareció la luna: blanca, redonda, enorme y concisa. El relente del ocaso le hizo estremecerse, por lo que no dudé en instalarle mi chaqueta sobre los hombros. Cuando se la estaba cuadrando frente a mí volvió a sondar mis pupilas. Su cara reflejaba miles de sentimientos nostálgicos y nuestras caras se acercaron en la penumbra sellando nuestros labios en una eterna promesa de amor. Antes del último ardiente beso, me tomó la barbilla entre sus manos aterciopeladas y, susurrándome tan cerca como para notar el calor de su aliento, dijo: «Esto no es para mí: aquí no sería feliz ni tú tampoco conmigo. La gente no vive la vida: andan todos cabizbajos y tristes..., llenos de resentimientos y normalmente agitados. Me vuelvo adónde he venido; pero me llevo tu corazón... —aquí le rodaron dos gruesas lágrimas sobre sus mejillas— ...que es lo único que me ha valido la pena. ¡Te querré por siempre! Lo que empezó como un cálido beso con el sabor salado de su callado llanto, terminó con la misma frialdad de una roca. Para cuando quise abrir mis ojos, Edu era una figura de mármol. Su cara se había alisado por completo y lo que era evidente: se había llevado mis besos a su época, ya que faltaban los labios del rostro de esta. Siempre supe que Edu era una efigie aparecida en un libro de «Arte e Historia» que se hizo realidad y siempre discutí con ella por quedarse conmigo. Sigo leyendo libros ambientados en su tiempo. Sé que mis besos están alojados en alguna de esas páginas; aunque no los he encontrado aún... ni a ella tampoco. «¡Edu! ¿Dónde estás...? ¡Vuelve!» —gimo bañado en lágrimas mientras me retuerzo, por las tardes, entre los volúmenes de mi solitaria biblioteca. © Alfonso Cañizares C. acc63 @ hotmail.es


«Sin título» Alfredo Cuba Contreras (1961- ) España. https://www.facebook.com/alfredo.cubacontreras


MEMORIAS DE UN COLUMNISTA Me sentía contento conmigo mismo, rayano a la euforia. Me había cumplido una promesa personal: mis primeros cien días consecutivos intentando alegrar, denodadamente, el alma de los demás sin faltar esfuerzos ni sacrificios; por lo que me di el día libre. Había entregado mucho de lo que llevo dentro; aunque no todo. Creo tener una imaginación tan desmesurada regenerándose a diario para seguir dando y regalando. Mal está que lo diga; aunque sólo lo pensaba en mi absoluta intimidad. Un día pensé que si unas palabras tiernas y sinceras, escritas a un lector... — ¡Sí, usted mismo!—, ayudaban a cerrar sus cotidianas heridas, qué no harían unos párrafos llenos de cariño y, como un maletilla en una plaza de toros, me lancé al ruedo con un humilde ordenador por capote y mis palabras por estoque. Unas palabras sanadoras en vez de hirientes acerca del tema o persona de moda. Un toro difícil de lidiar, marcado con las enseñas de la frustración, angustias, preocupaciones internas o cualquier punto para añadir, como una cinta más, a las cintas de la divisa ganadera. Algo que entra por el pitón izquierdo y, en un descuido del alma, atraviesa de parte a parte. El pitón derecho tiene querencia a arremeter por la espalda, cuando la muleta yace pegada al pecho y el engaño del trapo grana carece ya de sentido. Ya había toreado en otras «plazas» en mi juventud; pero, esta vez, la consideré a modo de «alternativa». Relajado, sentado en la soledad del salón y pensando en toda aquella gente a la que he podido brindar un minuto —al menos—, de paz y tranquilidad mientras los he raptado al mundo de «Nunca Jamás»; dónde los problemas y las angustias no existen; donde cualquier sufrimiento es, nada más, una volátil historia desvanecida al abrir los ojos. Mejor no abrirlos: No hay mulilleros que se lleven al toro muerto arrastrado de un tiro de acémilas. No hay muerte para un toro que nos enviste, a todos, a diario. Una imagen similar a la de los cristianos de un Circo Romano a merced del cabestro incontrolado, sin más defensa que su propio saber e intuición, prácticamente arruinados y arrastrados por el presente. Unos aprenden a torear mediante engaños y ardides, estafas y triquiñuelas, dudosos acuerdos y falsos asentimientos. Otros sólo disponemos de fatuas evasiones de la realidad serpenteando la mentira y, a veces, la realidad renaciéndola cada día. Casi, con eso vale para no desangrarnos en una hemorragia sin fin.


Aún con todo, estoy contento y satisfecho. No he conseguido ser Heracles; pero, al menos, he podido afeitar más de un hiriente pitón aunque sólo haya sido por un momento. Tampoco pude, aún, con todas las cabezas de la Hidra de Lema, aunque di muerte a muchas de sus venenosas cabezas. Opte por domesticar al león en vez de darle muerte, su coraje y fidelidad me acompañan ahora. Las Ciervas de Erinea me brindaron su oro en forma de amistad. Y aquel Juego de Porcelana China siempre tendrá dos tazas. ¡Qué más imaginación se puede pedir! El público ovaciona la faena desconociendo la espera por mí de otros ruedos; aunque, mañana, seguiré toreando aquí, en mi plaza: en el coso donde están mis amigos y la gente que me quiere. No habrá sangre en el albero; aunque sí penas muertas desparramadas a lo largo de la arena. Tristezas que se colarán entre el fino polvo del suelo para desaparecer por una horas y reaparecer al día siguiente. Una corrida digna de ser lidiada por y para los demás. No quiero triunfos de rabos y orejas por muchos albinos pañuelos que ondeasen ni tampoco deseo salir a hombros por la Puerta Grande. Tan solo ambiciono a cerrar la lidia, por hoy, a través de esa puertecita que da acceso al corazón de los demás. Con eso me basta y me sobra: me llevo a todos en el corazón. Ahí donde están siempre. Aún no me he cortado la coleta y mañana, como otro día más, saldré al ruedo esperando trastear con las penalidades de los demás, sin más fin que dar descabello a sus malos momentos. No habrá suntuosos haigas negros que junto con mi cuadrilla: un sencillo ordenador, una conexión a Internet, unas cuantas ideas y muchas ganas de aliviar miserias ajenas. Tampoco nos recibirán en carísimos hoteles llenos de fotógrafos entre algunas figuras de la pantalla apostilladas para el evento. Tomaremos el camino solitario que toman los cómicos, como en la película de Juan Antonio Bardem de 1954: solos y con nocturnidad, pero con el corazón lleno. Tan lleno como para seguir con mil columnas más que gotearan como un suero en vena: pausadamente; pero sin faltar recambio para cada bolsa. Ya está casi todo dicho y me dispongo a levantarme del sillón. Con el brazo en cuchara y los dedos prietos en un mismo punto, la oscuridad del salón me oirá decir en alto mientras giro en molinete: —«¡Va por todos ustedes! ¡Hasta mañana!» © Alfonso Cañizares C. acc63 @ hotmail.es


«Sin título» Jesús Blanco Ocaña, España. https://www.facebook.com/jesus.blancoocana http://www.pinsblanco.es/


YA NO PUEDO VERTE Esta mañana me he vuelto a levantar sin ti... sin verte. Sin poder recordar cómo era tu rostro para confirmar que tus ojos me miran como la primera vez que me amaste. Sí, parece extraño que lo diga yo; pero así es... Recuerdo cuando nos conocimos. Yo estaba esperando a una amiga en la terraza de un bar tomando un... ¿Cómo era aquello...? ¡Ah! Un bitter. Debiste darte cuenta de mi predilección por lo amargo. No es fácil acostumbrarse pero termina por quitar la sed. Y eso es lo que me ocurre ahora: has acabado por apagar mi sed de ti... mi sed de todo. ¡Maldito arrogante! Te sentaste en la mesa contigua y solicitando al camarero otro igual, abonaste el tuyo y el mío mientras me regalabas tu ambigua e irresistible sonrisa. Después, casi por obligada cortesía, brindamos en la distancia con las bebidas gemelas alzando al aire los vasos. «¿Le molesto si me siento en su mesa?» Me preguntaste... ¡Haragán! ¿En qué estaría yo pensando? ¡Idiota! ¡Tonta! ¡Infeliz...! Caí entre tus garras y me inyectaste tu veneno de amor. Dejé que lo hicieras porque me sentía extrañamente complacida de que alguien se fijara en mí. Corrijo: «Que tú te fijaras en mí». Que me halagaras dulcemente hipnotizándome como la melodía de una chirimía lo hace con la cobra. Yo, lejos de serlo, me dejé envolver por ti: por tu fascinante vida y tus seductoras maneras... Ya no puedo ni verte, aunque echo de menos ese par de ojos color miel, arrancándome con una suavidad pasmosa las entrañas. ¡Maldito haragán! Más me desprecio a mí misma por haberme dejado robar el alma que a ti por haberte adueñado de ella. Suavemente: palabra a palabra sabiamente escogidas; beso a beso, midiendo el dónde, cuándo, con qué presión sobre mi piel y el tiempo que habría de durar cada uno. ¡Sinvergüenza! Has llegado a pasearte por mis pensamientos como un «pisaverdes»: de puntillas pero agostando cada flor solitaria que hubo en mí. Ahora soy como una era a punto de ser trillada. Esperando a que tu madera incrustada de recuerdos, primorosa y cantos sensualmente afilados, pase definitivamente sobre mí dejando mi alma cortada en segmentos inconexos. No niego que te quise. Que te amé hasta dónde una mujer es capaz de hacerlo. Permití que anudaras cada uno de mis extremos para ser tu particular marioneta. ¡Estúpida! Tu más mínimo deseo acabó por ser una meta en mi vida. Viviendo la tuya como si fuera propia; pero sigo necesitando tus suaves abrazos, tu aliento sobre mi cuello, tu cabeza disfrutando entre mis pechos, a ti dentro de mí...


Me dijiste, una y mil veces, que me querías. Que no podrías vivir sin mí; aunque ya no puedo verte más. Una inesperada consecuencia colateral a nuestra relación. No supe o no quise darme cuenta; pero, finalmente, la culpa la tengo yo: andaba demasiado ocupada volando en tus adentros mientras la realidad iba tejiendo su propia «tela de araña» y, cuando todo lo que proviene de ti me dejó adherida a tu red, me devoraste con inusitada pasión. ¡Desalmado! Puedo encontrar otros apelativos, pero no estoy dispuesta ser grosera. Es el pequeño reducto de mi libertad que has dejado intacto. Soy tuya y creo que siempre lo seré: mi cuerpo y yo te pertenecemos como un Nubio se somete a su odalisca. Me has destrozado la vida con tu irresponsabilidad hacia mí; con tu ansia por dármelo todo cuando realmente era al contrario. Definitivamente me has vaciado de mí misma dejándome convertida en un irreconocible exoesqueleto. Aun así, creo poder verme frente al espejo; pero, entre otras cosas, la vergüenza y la rabia me lo impiden. Te odio tanto como a mí misma por haber confiado en ti. Por pensar que eras el dueño del mundo y yo tu hábil compañera. Tu sumisa mujer y tu disciplinada amante. «¡Castigo de Dios!» Me diría mi madre de estar viva. Monumental sería la «filípica» de mi padre, de haberlo estado también; pero ya nada tiene remedio y lo único que puedo hacer es abandonarte: dejar que te esfumes de mi pasado y te nubles disipándote como un mal sueño. Yo me quedaré aquí, en el fondo, lastrada por tus recuerdos. Por las imágenes de ti que aún puedo memorar, pero no consigo encontrar la que contiene tu sonrisa o tu ardiente y picarona mirada. Esas se han borrado de mi mente como desaparecen los archivos en una pirueta informática... Ya no puedo verte. Las únicas diapositivas de nuestra vida que aún puedo contemplar con cristalina nitidez, son las de esa noche en la que ambos bebimos demasiado. En la que te dejé «hacer» despreocupándome de las consecuencias; en la que, una vez más, confié plenamente en ti; en aquellas franjas iluminadas tragadas rápidamente por nuestro coche; en aquella señal de stop y en cómo el parabrisas se abalanzó sobre mí y sobre todo lo que fue mío. Días después, desperté sedada sobre la cama de un hospital. Nadie me daba razón sobre ti, salvo aquel arrogante médico que hubiera pasado por ser tu hermano. Tomándome de la mano, me estrelló la cruda realidad como si tratara de revivirme los crueles momentos del accidente:


—Señorita, perdone mi crudeza; pero para esto no existen calmantes porque, antes o después, termina doliendo intensamente: Su marido ha muerto y usted, desgraciadamente, no volverá a ver. ¡¡¡Cabrón!!! ¡Te quiero...! © Alfonso Cañizares C. acc63 @ hotmail.es


«La caja de Pandora» Isabel Sañudo (1970- ) España. https://www.facebook.com/isabel.sanudo.3 https://www.isasande.wordpress.com


NO DIGAS QUE YO TE LO DIJE No digas que yo te lo dije, ni tan siquiera hagas mención, que los secretos, secretos son; y alas no han de tener para posarse de boca en boca. No digas que yo te lo dije: guarda el recuerdo de mi sonrisa y el mensaje de mi mirada como al tesoro que has de proteger; porque nada salió de mis labios mientras mis ojos hablaron de ti. No: ni me lo repitas ni calles para siempre; porque los pétalos de esta rosa serán el papel donde he escrito mi amor; Y, cuando la vuelvas a oler, su fragancia te recordará a mí y a nuestro silente secreto. Calle el amor para siempre y crezca en nuestro silencio. En una fugaz mirada si nos volviéramos a cruzar... o en el aroma de esta flor si nos volviésemos a pensar. Que los secretos enterrados gozan de la inmunidad del corazón y la bendición del Camposanto para la eternidad.


No digas que yo te lo dije, porque se desvanecería en el aire como el olor de una rosa marchita; como aquello que fue y no pudo ser; como aquello que sería... si tú me quisieras bien. Guárdame en tu Caja de Pandora; pero digas que yo te dije que te quiero, mi amor; aunque sea verdad y arrase asolando tu corazón; que los amores sufridos más intensos son. No digas que yo te lo dije; pero no me olvides ni abras la caja nunca jamás. © Alfonso Cañizares C. acc63 @ hotmail.es


«Escaparate en Brooklyn» Juan Luis Jardí Baraja(1961- ) España. http://juanluisjardi.com


UN «TE QUIERO» Era lo suficientemente tarde para que, Ann y Ted, volvieran a casa paseando en la más absoluta soledad hasta su modesto apartamento en Hawthrone Street, muy cercano al zoológico Prospect Park. Esta vez, habían compartido cena en casa de los Clark y, como siempre que Ted volviera a ver a su antiguo amigo Peter, debía ser Ann quien, literalmente, despegara a su marido adherido a una conjunta rememoración de actos bélicos pertenecientes a la última contienda mundial. Hacía muchos años que habían abandonado el amistoso trato de «sargento-capitán», para dar paso al de «amigoamigo». Pero antes de llegar a casa, el jubilado siempre elegía la misma calle de vuelta, enfilando su portal. Allí, a sólo manzana y media de su domicilio, se encuentra la tienda de muebles y electrodomésticos «Leadance», con sus dos escaparates, profusamente iluminados, desde los que se puede otear todo el espacio del comercio. Invariablemente, Ted, se recogía el sombrero entre las manos pegando su nariz a la luna de manera que el vaho de su respiración formara un rodete húmedo. —¿Ted...? —llamaba su esposa detenida sobre la acera a unos veinte metros por delante— ¡Ted! ¿Cuántas veces más vas a contemplar esa mecedora? Por mucho que la mires, no conseguirás expandir nuestro salón. El hombre callaba y observaba el otro lado del escaparate como el niño que localiza su juguete preferido para las siguientes Navidades. —¡Ted! No seas niño... Me estoy helando aquí parada y necesito acostarme. Ted, precisaba de otros dos minutos antes de reunirse con su mujer para continuar el camino de regreso. Durante este corto trayecto, Ann le listaba las innumerable razones del porqué era imposible hacer hueco a la mecedora. Llegado el momento de instalarse bajo las sábanas, ella le daba un beso antes de cerrar sus propios ojos; él continuaba un rato más apoyando su espalda contra el cabecero antes de apagar la luz definitivamente. El repetitivo rito marital «escaparate-casa» sucedía varias veces a la semana; de hecho, en alguna de ellas, todos los días. Ann no le daba más importancia de la necesaria, ya que, allí mismo, había criado en el pasado a tres hijos, cada uno con sus perennes caprichos infantiles.


Sin embargo Ted tardaba en cerrar los ojos en medio de la oscuridad hasta que fuera el propio sueño quien venciera su voluntad. Pasó el tiempo; pero no la dichosa costumbre. Un día, Ted, apareció por la puerta de casa completamente eufórico portando un voluminoso paquete adornado con un gran lazo rojo y, al salir Ann de la cocina, le depositó un largo beso de enamorado en los labios. —¡Te quiero, Ann! —casi gritó mientras sus ojos se tornaban acuosos de puro amor— Esto es para ti. La mujer, mirándolo atónita, comenzó a cavilar dónde instalaría el interior de aquello tan grande. —Mi amor: ¿Tan sorprendida estás que no lo vas a abrir...? Ann no pudo más que sonreír como la chiquilla que fue cuando, este mismo hombre, le regaló aquel broche siendo aún novios; pero aquello no debía ser, ni mucho menos, otro camafeo... Siempre había sido una mujer algo tímida y reservada, por lo que nunca le había hecho mención a su marido de sus caprichos. Por otro lado, sus exiguas pensiones daban para pagar los gastos del apartamento en propiedad, alimentación y poco más. —Pero ¿Cómo vamos a pagar esto, Ted? —Ya está pagado, cielo. He ahorrado durante dos años hasta haber reunido la cantidad suficiente. Convencida por el argumento esgrimido, sus dedos retiraron con delicadeza el lazo rojo plegándolo con cariño, para guardarlo entre sus pertenencias más queridas entre las sábanas del armario. Al quitar el primer papel adhesivo, el papel se abrió en toda su extensión sobre el suelo. —¡Ohhh! ¡Pero si es...! —El mismo, mi vida. El mismo costurero que mirabas de reojo al pasar por el escaparate de «Leadance»... © Alfonso Cañizares C. acc63 @ hotmail.es


«Después de la tormenta» William Ramos López (1982- ) Cuba. https://www.facebook.com/william.ramoslopez


LA TORMENTA —¿Margaret? —¿Si, Charlie? —le atendió mientras él se levantaba de la mesa donde habían desayunado para acudir, ahora, ante la ventana que envejecía tras ella. —Parece que tendremos tormenta... —No me resulta extraño: anoche ya lo anunciaron por televisión y... —No me refería a esa clase de tormenta —añadió haciendo gala de la flema puramente inglesa. Ella calló continuando con la lectura del periódico matutino. Le había escuchado perfectamente; pero los años de matrimonio vuelven más sabias a ciertas mujeres —sino fuera a todas. Un trueno deshizo el, casi incómodo, silencio; al que ella añadió, no sin cierta sagacidad: —¿Ves, Charlie? ¿No te lo había dicho...? —Insisto —declaró el hombre cerrando los batientes para no permitir el paso de las primeras gotas de lluvia—: habrá tormenta. Margaret suspiró con energía, estampando el diario sobre el mantel, no sin antes doblarlo ruidosamente en cuatro. —¡A ver! ¡¿Qué es lo que he hecho mal hoy?! —estalló la mujer. Charlie aguantó el embate, introduciendo sus pulgares en las sisas de su impecable chaleco gris-marengo, a la vez que su mirada se tornaba digna a través de la ventana. Este, como buen adicto al ajedrez, esperó el siguiente movimiento. Silencio; un tenso y sepulcral silencio recorrió lentamente el pequeño salón; tan sólo roto por el tintineo de las gotas golpeando —ahora con furia— los recuadrados vidrios de la ventana. —¿Y bien, Charlie...? —Dímelo tú, querida. —¡¿Qué esperas que te diga si no tengo la más remota idea de lo que estás hablando?! —¿Seguro...? —añadió ahora volviéndose hacia ella. —Seguro, cariño...


Esta vez, su tono, el de Margaret, fue mucho más comedido. Como si repasara las muchas picardías transgredidas hacia él. No era cuestión de abrir la «Caja de Pandora» de un solo golpe. La avezada contrincante en aquel largo matrimonio decidió esperar sigilosamente, siendo consciente de tensar extraordinariamente la conversación. Por fin, tras unos minutos angustiosos, Charlie, movió ficha: quizá un solitario y humilde peón, lejos de ser inofensivo. —Bien: dejémoslo estar, entonces... —¡No! —chilló ella— No puedes arrojar una piedra y mantener el anonimato —retó dejando su reina al descubierto. —Tú lo has querido... querida: ¿De quién es el ramo de flores que está sobre la mesita de la entrada...? —atacó de un inesperado salto con su caballo. —¡¡¡¿¿¿Yo???!!! —acertó a decir— ¿Quién sabe...? —cambió su estrategia por un certero enroque. —Me parecen tremenda e insinuantemente habladoras ¿No lo crees así...? Un pasional admirador... un amante torpe y despechado... Lo que no puedo negar es que, a tenor de la calidad de las flores y del efusivo aroma que desprenden, además de poseer un holgado bolsillo, demuestran una pasión sin límites. Algo para encender los celos más fatuos. Es más: de ser tú, estaría profundamente halagada; amores así, a estas edades, son extremadamente difíciles de observar. Así que espero tu contestación sin ambages —concluyó su disertación con un contundente «jaque al rey»... —Yo te juro que... —¿...Que no tienes ni idea? —completó él. —El único amor que quiero y deseo es el tuyo, Charlie. No me martirices más, te lo ruego. Apelo a nuestra mutua confianza. Debes creerme: no sé quién ha sido; pero ahora mismo las tiro al cubo de la basura. —Antes de hacerlo, Margaret... ¿Cómo decirlo...? —suspendió sutilmente su alegato final antes de dar «jaque mate»— Me parece que este sobre encontrado en el suelo del pasillo, podría desentrañar muchas dudas; debió planear hasta aterrizar entre las patas del aparador de la entrada. Debatiéndose entre el lloro y la satisfacción por aclarar los interrogantes que la estuvieron asaeteando desde la llegada del repartidor de la floristería, casi se lo arrancó de las manos. El sobre estaba cerrado, lo que añadió otros tensos segundos hasta que consiguió desgarrar la solapa. Unas manos temblorosas, ante la inquisidora mirada de Charlie, extrajeron una tarjeta con un corazón intensamente rojo. Al abrirla sus ojos,


inmediatamente, comenzaron a manar lágrimas, emborronando la cuidada caligrafía escrita en azul de gules: «Te quiero antes, después y siempre. Tú eres mi vida y mi único amor. Felicidades. Tu amante esposo» En vez de tumbar el rey sobre el tablero, Margaret firmó el «jaque mate» recibido con un largo y apasionado beso y, al llegar al lóbulo de su oreja, le susurró: —Espero que todas las tormentas que nos esperen, traigan estas gotas. Siempre me dejaré llover por ti, mi vida... Siempre. © Alfonso Cañizares C. acc63 @ hotmail.es


«Violín - Música en la sombra» Luis Navarro Castillo (1967- ) España. https://www.facebook.com/luis.navarrocastillo


NO ME DIGAS QUE FUE UN SUEÑO Al llegar allí, todo seguía en la más impenetrable oscuridad. En la nada se escuchaba el lamento de un templado violín ejecutando con maestría la «Marcha fúnebre» de Chopin. El fino instrumento vino a mí iluminando las dos manos que lo engarzaban, deteniéndose a escaso un metro sin abandonar sus pulsaciones. Una boca sumida en la negrura habló a la vez que las cuerdas gemían —¿Nombre...? —Se... Serafín —contesté aterrado. —¡Hombre! No me fastidie... ¡Y yo Satanás! —¡No le miento...! Se... se lo juro. —Yo tampoco... —contestó—; pero puede llamarme Satán. Es más... más directo y sonoro. ¿No le parece...? —Sí, claro... ¡Dónde va a parar...! —¡Cállese! Me molesta su tartamudeo: cualquiera diría que no ha visto al diablo en su vida... ¡No! Ni se le ocurra abrir la boca. Me cansa... Las piernas apenas me sostenían delante de ese hombre. Era capaz de atenazarme con la sola mirada suya —ahora también iluminada—: perversa, profunda... insondable. Tampoco podía permitirme la estrategia del conejo: si me hubiera hecho el muerto, o quizá desmayado, no alcanzaría mi imaginación a pensar lo que haría una mente tan abyecta. Todo comenzó cuando Agustina y yo, adquirimos unas entradas para la ópera. Ahora, con los nervios a flor de piel, no recuerdo bien su título, pero mis vagos recuerdos parecen decantarse por el «Fausto» de Gounod. El argumento trata de un hombre que vende su alma al diablo a cambio de deseos terrenales. Tras mil peripecias y ya en la vejez, abatido y desengañado de la vida, Mefistófeles —el rey de los infiernos— vuelve para cobrarse la deuda contraída quedando exigua al seguir conservando un alma pura, lejos de haberse corrompido, como cabría esperar. —Lo que no recuerdo es haberle puesto precio a la mía... —¡Cállese de una vez! —me increpa el oscuro personaje— Piensa usted mucho y habla poco. Soy capaz, como puede entender, de leer sus pensamientos como si fueran los míos propios.


—Sí... si señor... lo que usted diga... —¡Que se calle! Le digo..., o me lo llevo ahora mismo a los infiernos para ser pasto de las ánimas hambrientas y descarriadas. —¿Qué hacía usted con esa distinguida dama? ¡¡¡Contésteme!!! Que si yo tengo la eternidad para esperarle, deseo algo más que tener su rostro frente al mío. —Es... yo... esto... —¡¡¡Vamos!!! No agote mi paciencia. —Sí... si señor... Es mi mujer... —Jajaja... su mujer. Eso tiene gracia. Valiente desgraciado. ¿No sabe que las mujeres cuanto más bonitas son, más causan la perdición de un hombre...? —Sí señor... digo, no señor. —¡Vamos a ver! ¿En qué quedamos...? ¿Lo sabe o no lo sabe...? ¡Déjelo..., me da igual! He venido hoy, aquí, vestido de frac, a esta ópera a llevarme el alma de Agustina. ¡Sí, como lo oye...! ¿Ve cómo no es bueno enamorarse de las chicas más bonitas? ¡Si lo sabré yo! Millones de contratos femeninos tengo en los que, a cambio de dinero y belleza, me han entregado su alma... Es usted un infeliz... Se merecería ver el aspecto real de su mujer si yo rompiera el contrato... —Perdone, señor demonio: ¿Le valdría la mía a cambio de la de ella? La quiero tanto... El oscuro personaje detuvo al instante la interpretación sacando un pañuelo del bolsillo interior de la levita y, con cierto disimulo, acercó su punta enrollada en un dedo al contorno de sus ojos. A continuación, y después de volver a guardar el inmaculado pañuelo, sacó un pergamino doblado «de a tres» cerrado con lacre y cinta, tendiéndomelo. —¿...? —Que lo coja ¡Hombre! ¿O es usted también estúpido? —ordenó. —Aunque puedo ser infinitamente malvado —prosiguió— no soy tonto y sé que ella dispone de un contrato igual que este con su nombre escrito dentro... ¡Serafín! ¡Hay que fastidiarse! Se podría haber llamado... ¡Qué sé yo...! Luis, por ejemplo, y ya habríamos terminado con esta farsa hace un buen rato. Me los hubiera llevado conmigo a los dos: a ella por la resolución de su contrato y usted por memo y simple; pero me es del todo imposible llevarme un alma que le pertenece a una sola mujer que, a su vez, le corresponde. También, hasta el mismo Lucifer es llamado «el ángel caído» y creo que aún me queda alguna


rémora. —Guarde usted esto —dijo posando el pergamino en mis manos— y consérvelo hasta su propia muerte... ya haremos cuentas después. Mejor dicho... Serafín... me dijo ¿No...? Hoy es su día de suerte. Entre ángeles compañeros voy a hacerle un favor. Este papel es un salvoconducto por el cual cada uno tiene el alma del otro —añadió refiriéndose a mi mujer—, manteniendo la Ley Universal perfectamente equilibrada. Aquel hombre se retiró en la oscuridad; aunque antes de marchar en completo silencio, añadió: —¡Ah! Después, al morir, rómpalo y váyase a tocar la flauta a las nubes o al mismísimo infierno. Echamos de menos tener personas tan distinguidas como usted. Buenas noches. Desconozco, querido lector, si todo ha sido resultado de mi descontrolada fantasía, pero cierto es que, al fondo del cajón donde guardo los pañuelos, hay un pergamino doblado «de a tres», cerrado y lacrado sólo visible a mis ojos... y, créame, desconozco cómo ha llegado hasta este lugar. © Alfonso Cañizares C. acc63 @ hotmail.es


Alfonso Cañizares Cimadevilla Pese a tener formación universitaria puramente técnica, sus esbozos literarios se remontan a la más tierna juventud. Es, en 2004, cuando escribe su primer libro dentro del ámbito familiar sucediéndose, hasta ahora, cuatro ediciones más. A partir de 2014, su andadura ya tiene un carácter profesional, publicando casi a diario pequeños relatos en «Facebook» y el primer tomo de una novela, por entregas semanales de corte pseudo-policiaco de gran aceptación por su carga emotiva: «La subinspectora 'Subimó'». Parejo, le acompaña «Historias de un pincel»: cuarenta relatos basados en la obra de la famosa pintora contemporánea María Griñó. Su primera novela —propiamente dicha—, «La vida que te di», ve la luz este mismo año, completando su producción, siete novelas ―una de ellas infantil― y cinco libros, más, de relatos cortos —tres de ellos inéditos—, de próxima aparición. https://www.facebook.com/alfonso.canizarescimadevilla

A mis hijos, Alicia y Álvaro, porque, sin ellos, desconocería la verdadera causa de mi existencia. Gracias.


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