EL NARRATORIO ANTOLOGíA LITERARIA DIGITAL NRO 72 FEBRERO 2022

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EL NARRATORIO

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EL NARRATORIO ANTOLOGÍA LITERARIA DIGITAL AÑO 7

NRO 72 — FEBRER0 2022 ISSN 2591—3123 Edición y Diseño de tapa:

Renate Mörder Imágenes:

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ÍNDICE EL RENACUAJO CRISTINA CARDENAL 7 RECUERDOS LINTU VAPAUDEN 11 UN DESPERTAR PROHIBIDO LUCIANA BONZO SUÁREZ 16 Lazos de Sangre y notas musicales Lucía oliván santaliestra 19 polvo enamorado josé luis velarde 25 TURNO DE NOCHE VERÓNICA MONZÓ PIQUERAS 29 PERMANENTES AMISTADES ADÁN ECHEVERRÍA 33 EL PADRE TULIO GUSTAVO VIGNERA 46 DONDE LAS CALLES TERMINAN MARTÍN ACEVEDO 51 LEÍA UNA NOVELA POLICIAL PATRICIA LINN 56 PROFUNDIDADES MARINA GÓMEZ ALAIS 62 QUERIDA TIERRA CARLOS M. FEDERICI 66 YARARÁ OSVALDO VILLALBA 72 solo recuerdos renate mörder 77 LAS MUERTES SUSTITUTAS BRUNO CUEVA VILLAFUERTE 80 5


COATLICUE ESTRELLA GRACIA GONZÁLEZ 85 LA MAZMORRA CLAUDIO ECHEGUERRY 87 UNA NIÑA TAN PECULIAR LAURA TREMARI 91 EL VISITANTE JOHN PUENTE DE LA VEGA 94 OJOS VERDES OSWALDO CASTRO ALFARO 99 TALASOFILIA DAMARIS GASSÓN PACHECO 103 siempre hay esperanza nuria de espinosa 110 MI OSCURO SECRETO CARLOS ENRIQUE SALDÍVAR rosas 117 MI QUERIDO DAN HILDA CURUTA YUCRA 120 ¿EN NUEVA YORK O ALMERÍA? IÑAKI FERRERAS 124 MISIÓN MONTECRISTO J. R. SPINOZA 128 LA PREGUNTA ANTONIO Arjona HUELGAS 133 EL MARCIANO GIGANTE FRANCOIS vILLANUEVA PARAVICINO 138 NO MORIRÉ EN ESTA BATALLA JOSÉ A. GARCÍA 146

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l renacuajo se escapó de mi vientre antes de tiempo, cubierto por un saco amniótico cristalino. Lo vi nadar durante unas cuantas horas en su cúpula viscosa sin saber qué hacer. Los dedos de sus manos eran demasiado largos, unidos por una

membrana finísima, y aunque abría y cerraba la boca constantemente pronto entendí que esa era su manera de respirar, inspirando agua por la boca y expirándola por las agallas. Cuando por fin llamé al médico del pueblo insistió en clavar una aguja en el saco para finalizar el nacimiento, pero no se lo permití. El renacuajo nacería cuando él quisiera. Pasaron varias semanas, casi tantas como me quedaba de embarazo, antes de que naciera. No lloró, sino que abrió directamente sus ojos saltones completamente negros y comenzó a boquear. Observé cómo mi renacuajo, de tez verdosa, se ahogaba y tornaba azul. Agarré una palangana cercana, metí al renacuajo dentro, corrí a un arroyo cercano y dejé que la corriente atravesara sus agallas. Los siguientes meses los pasamos evitando la mirada de curiosos y charlatanes que querían comprar mi renacuajo. Lo llevaba conmigo a todas partes en mi palangana de agua. Oía los siseos de la gente, su cara de horror cuando mi renacuajo asomaba la cabeza y veía el mundo con sus ojos negros. Aprendió a nadar antes que caminar, por lo que pronto pude dejarlo nadar a sus anchas en el río. Un día, mientras hacía la colada a su lado, salió del río y se sentó junto a mí. Sus agallas no se movían y no boqueaba, su pecho se movía al ritmo normal de quien tiene pulmones. El renacuajo nunca dijo ni una sola palabra. Solo abría la boca para comer. El médico del pueblo, un señor orondo que respondía al nombre de Ricardo, consultaba a mi renacuajo una vez al mes. Le tomaba medidas, inspeccionaba sus agallas, sus sonidos pulmonares y su piel. Fascinante, decía siempre que acababa una visita. El renacuajo pudo ir al colegio. Lo mandé con un cubo de agua y una esponja para mantener su delicada piel mojada. Volvió sin esponja, sin cubo, y 8


con varios moratones en su piel. Aun así, el renacuajo insistió en seguir yendo al colegio. Nos comunicábamos con mis palabras y sus sonidos guturales, que provenían de algún lugar profundo de su garganta. Conforme pasaron los años los moratones fueron menos frecuentes y las agallas se hicieron más pequeñas. Ricardo seguía visitando de vez en cuando. Embadurnaba al renacuajo en ungüentos que reparaban aquellas zonas de su piel que se secaban más fácilmente, le tomaba la temperatura. Demasiado frío, demasiado, decía. Una de las cosas que le causaban curiosidad a Ricardo, más que sus agallas o su piel, o sus párpados dobles, era la nueva capacidad que el renacuajo había desarrollado para estirar la piel de su garganta y emitir una cacofonía ridícula de sonidos. Hinchaba la garganta hasta que la piel tomaba la forma de un balón de fútbol y cuando la deshinchaba emitía una especie de ronquido a medio camino entre un borboteo y un rugido. El doctor ya no decía fascinante, cada vez que venía su cara se volvía más seria, más estirada. Pensé que pasaba algo malo con el renacuajo, pero seguía siendo el mismo niño callado de siempre, aislado por los demás, un niño que prefería nadar en el agua a caminar por la tierra. Un día el renacuajo no volvió de la escuela. Pregunté por todas partes, a sus profesoras, a sus compañeros. Pregunté por el pueblo, pero nadie me dijo nada. Fui a ver al doctor, quizás el renacuajo se encontraba mal y había ido a verlo. O eso me dije, en el fondo sospeché del doctor. Recordaba su mirada taciturna, sus visitas silenciosas cargadas de malas intenciones. Cuando llegué a su consulta el doctor se había esfumado. Busqué a mi renacuajo durante varios días, varias semanas, varios años. Cogí por costumbre bajar al río cada mañana y llamarlo. “¡Renacuajo!’’, gritaba. Escuchaba los bisbiseos de la gente, sus murmullos, la palabra loca saltaba de boca en boca cuando me acercaba, como una pulga hambrienta. Volví a ver al renacuajo muchos años después, tantos que mi piel era toda arrugas. Llegó al pueblo un circo ambulante. Elevaron la carpa a las afueras, una carpa pequeña y modesta. Y lo vi ahí, a mi renacuajo. La cabeza del renacuajo descansaba en una urna de cristal llena de agua 9


verdosa. Le habían cortado los párpados para que sus ojos saltones, completamente negros, quedasen a la vista de todos. También habían preservado el cuello y con él las agallas. Exhibían el resto del cuerpo en otra urna de cristal llena de agua. Con un botón una tubería conectada a su garganta emitía agua e hinchaba su piel hasta alcanzar el tamaño de un balón de fútbol. Habían remendado la piel, porque varias partes de la garganta tenían otro color, y las que todavía eran verdes tenían desgarros y pequeños agujeros. El dueño del circo resultó extrañamente amable. Me habló del hombre orondo, que identifiqué como Ricardo, que le había vendido al renacuajo por partes. Me dejó acompañarle en sus tours. Ahora, por unas pocas monedas, cuento la vida de mi renacuajo, lo mucho que le gustaba bañarse en el río y cómo nació envuelto en un saco cristalino, no muy diferente a la urna en la que descansa ahora su cuerpo.

CRISTINA CARDENAL

España

Instagram: @cristina_cardenal

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ara la mayoría de las personas viajar a la Patagonia es el viaje de sus sueños. No lo negaré: es precioso. Tiene las reservas naturales más hermosas que he conocido. ¿Cómo lo sé? Porque viví cerca de varias durante mi niñez y adolescencia.

Ahora tenía el boleto en mis manos con ese destino. Lo gané en una rifa

en mi trabajo, en la cual me anotaron sin mi autorización. Todavía ignoro quién inscribió mi nombre allí. De hecho, deseaba regalarle el boleto al que causó esta situación. —¡Felicitaciones! ¡De seguro su madre estará feliz de volver a verlo! Ahí estaba la respuesta: Rosy, mi secretaria. Desconozco la razón de su obsesión por arreglar mi vida. —De seguro tú disfrutarías más el viaje. —Le ofrecí el papel. —No, jefe. Usted merece un descanso. ¿Descanso? No conseguí mi puesto descansando. Tampoco es que no viera a mi madre. Cada cierto tiempo le pagaba los pasajes y venía aquí. No era necesario que yo viajara; mucho menos informarle a mi secretaria aspectos de mi vida irrelevantes para su función. Dejé el boleto sobre mi escritorio y seguí con mis labores. Al atardecer, lo observé de nuevo. Era un pasaje solo de ida en avión para este sábado. Supuse que no estaría mal sorprender a mi madre llegando a esa antigua casa luego de diez años ausente. Cuando bajé en el aeropuerto, sentí de inmediato ese frío seco que había olvidado. Lamentablemente, el clima no era lo único que me mantenía lejos de la zona. —¿Eric? ¿Eres tú? Volteé al escuchar mi nombre, encontrándome a un hombre casi de mi edad, quizás un poco más viejo, con un traje de guardia de seguridad. —¡No puedo creerlo! Qué elegante te ves. ¿No me reconoces? Lo más probable es que mi rostro evidenciara mis intentos por recordar, ya que el hombre se rió bastante ante mis esfuerzos. 12


—Soy Javier Herrera. Estudiamos juntos cuando teníamos 16 años, ¿te acuerdas? ¿Cómo olvidar al desgraciado que me llamó gordo durante toda la adolescencia? Seguía vivo en mi mente, aunque con otra cara. Sonreí, no por encontrármelo, sino al darme cuenta de lo mal que lo había tratado la vida para que ahora se viera mucho mayor. —Sí, me acuerdo. Qué coincidencia volver a vernos. —Le extendí la mano en saludo. —Me alegra saber que pasarás este verano aquí —me respondió con entusiasmo. —Me quedaré solo algunos días. —Le avisaré a los demás. Podríamos hacer una junta de ex alumnos. — Sonrió y empezó a enviar mensajes de texto. «No, por favor. Cualquier cosa menos eso.» Me resultó fácil huir de ese incómodo momento gracias a la turba de gente que se bajó del siguiente avión. Me perdí con rapidez entre la muchedumbre, tomando el taxi directo a la casa de mi madre. —¿Eric? ¿Eric Rodríguez? —me llamó el conductor, a través del espejo retrovisor. —¿Me conoces? —pregunté, casi arrepintiéndome del auto que elegí. —Soy Alejandro, del equipo de fútbol. ¿Te acuerdas? ¡Hace años que no te veía! ¿El mismo Alejandro, capitán del equipo y casanova profesional, que me insultaba por no lograr coordinar bien mis pies? Debí despedir a Rosy antes de que pasara todo esto. —Sí, claro. ¿Cómo te va? El viaje a la casa de mi madre duraba casi una hora, aunque en estas circunstancias pareció una eternidad. Alejandro me contó la vida de cada miembro de aquel equipo, además de otros compañeros de la escuela. Escuché por cortesía, olvidando más de la mitad de la información. ¿A quién le importaba 13


aquellas historias? ¿Por qué me trataban como si fueran mis amigos? De seguro lo hacen porque mi madre les dijo quién soy ahora. «Púdranse. Ustedes convirtieron mi hogar en una tortura.» La voz de Alejandro pasó a segundo plano mientras contemplaba maravillado el paisaje. Era lo único que extrañaba de ese lugar: la naturaleza. Nada se comparaba a disfrutar de aquellos árboles, lagos y montañas. Era una paz que en la capital jamás conseguiría. —Ya llegamos. Saluda a tu madre de mi parte. Nos vemos. Bajé mis maletas y me despedí de aquel chofer que no logró pertenecer a la selección nacional por una desafortunada lesión. Supongo que ni el mejor de todos tiene el éxito asegurado. —¿Eric? Por fin mi nombre en la voz de alguien que sí quería oír. Abrí mis brazos para recibir a la mujer mayor que corría en mi dirección. —¿Por qué no me dijiste que vendrías? —me reclamó emocionada en medio del abrazo. —Culpa a mi secretaria por esto. Yo no lo planeé. Entonces vi a otra mujer salir de la casa, quien nos observó a lo lejos sin acercarse. No pude evitar intentar identificar su rostro. Por alguna razón se me hacía familiar. —¿Te acuerdas que te dije que contrataría a alguien para que me ayudara con los quehaceres? —Comenzó a explicarme al no despegar la vista de la intrusa. —Sí, yo le pagaría. —Lleva conmigo unos diez días. Es muy agradable. Según ella, te conoce de la escuela, aunque dudo que sean de la misma generación. Es cuatro años menor que tú. Cuando nos acercamos pude contemplar su cabello negro, ojos verdes y pálida piel. ¿Por qué no recordaría a una mujer tan bella? —Hola Eric. Me llamo Andrea. —Me extendió la mano en saludo, el cual respondí—. Quizás no me recuerdes, pero no importa. Una vez me ayudaste y, 14


bueno, ahora después de casi veinte años te lo puedo agradecer en persona. — Sonrió con timidez. ¿Veinte años? De pronto la fugaz imagen de una niña de doce años sufriendo acoso por usar frenillos me vino a la mente. Creo que jamás recibí una paliza tan grande por defender a alguien. —Entremos. Pronto se pondrá a llover —sugirió mi madre antes de que lograra contestar algo. Ya no sé si imputar o agradecer a Rosy por esto. Andrea resultó ser mucho más que la cuidadora de mi madre: ahora es mi amiga, mi novia y el mejor verano de mi vida. Definitivamente, mi secretaria merece un aumento.

LINTU VAPAUDEN

Chile

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l profesor nos miró por encima de los anteojos y dejó caer sobre su escritorio el libro que estaba leyendo en voz alta. Nadie le prestaba atención, pero se detuvo en nosotros, en la esquina arrancada de la página con algún chiste sin importancia que me

escribió Julián Muñoz justo cuando se la devolvía con un «Ja ja ja» en azul. El inocente roce de nuestros dedos con la excusa de reírnos un rato y no quedarnos dormidos en la clase de literatura del profesor Hernández. A nadie atrapaba a las ocho de la mañana con esa voz pastosa. Ni siquiera nos habíamos enterado de qué se trataba la historia. Una novela titulada "De ratones y hombres" no prometía gran cosa. Los compañeros se acomodaron en sus asientos con las espaldas rectas y los brazos dejaron de sostener cabezas. El profesor primero nos mandó a cada uno a un rincón. —¡Se quedan allí, mirando la pared! —gritó. Después habló sobre el respeto y su experiencia al frente de alumnos desde hacía más de treinta años. —Pronto me jubilo y ya tendrán otro profesor a quien molestar. Salió del aula sin avisar y todos permanecimos en silencio. Regresó con una botella de agua y se desplomó en la silla. Las patas metálicas se desplazaron con cierta dificultad provocando un molesto chirrido y por un momento no se escuchó nada más. Julián Muñoz me miraba de reojo y se sonrojaba cuando notaba que yo también lo observaba, aún así me sostenía la mirada. En los años ochentas la homosexualidad estaba mal vista, incluso por muchos homosexuales. No había marchas por el orgullo, ni besos en público. Por eso nos sorprendió el profesor cuando nos preguntó cuál era la relación entre los protagonistas de la novela, dos hombres que mentían al decir que eran parientes y que viajaban juntos y soñaban con una casa tranquila, un hogar a leña para contemplar las llamas en invierno, una conejera repleta de animales. Con esas observaciones logró captar la atención. Algunos a nuestras espaldas comenzaron a 17


murmurar y otros hasta se animaron a bromear. El profesor Hernández los calló con tres golpes del borrador sobre el pizarrón. A nosotros nos ordenó regresar a nuestros pupitres y nos dio una semana para investigar la vida de John Steinbeck, el autor, y realizar un informe de lectura. Con Julián Muñoz nos reunimos una tarde en la biblioteca. Allí nos besamos sin testigos, ya que las pocas personas que había estaban concentradas en sus respectivas lecturas, en silencio. Nuestro romance duró apenas un verano. Cuando sus padres se enteraron lo enviaron a vivir con los abuelos, en la otra punta del mapa. Nos escribimos cartas durante un tiempo, pero sus palabras eran cada vez más frías. A nosotros nos faltó determinar el árbol debajo del cual reunirnos en caso de problemas, un plan B. Muchos años después nos volvimos a encontrar. Él cenaba en un restaurante con su esposa. Me presentó como un viejo amigo. Ella estaba embarazada y acariciándose la barriga repitió mi nombre. —Así se va a llamar nuestro bebé.

LUCIANA BONZO SUÁREZ Argentina - Italia

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rieste, 12 de junio de 1995. Do, re, mi. Tictac. Do, re, mi. Tictac. Hoy, como todos viernes, a eso de las siete u ocho de la tarde (probablemente a la primera hora mencionada) sonará el timbre

en el portal. En apenas dos segundos (o eso me parecerá a mí), Jonás trepará las escaleras de los cuatro pisos para llegar al rellano y atravesar la puerta de mi casa. Yo seguiré tocando el piano, sin hacer mucho caso. Jonás. Sí. Jonás. Como todos los viernes. Do, re, mi. Tictac. Do, re, mi. Tictac. Él entrará con una mochila que, con un gesto muy ensayado que intentará ser espontáneo (tener doce años no implica ser un angelito, aunque él lo parezca), dejará reposar en el vestíbulo de la entrada. Sí, la mochila de todos los viernes: inocente, inofensiva. Como sus ojos azules enmarcados en su cara afeminada e infantil, que se apresurarán a sonreír a mi madre, sus labios que le darán dos besos tiernos en las mejillas, y su cuerpo diminuto y fino (pero no débil), que se sentará en la silla del comedor obedientemente mientras mi madre le preguntará si ha merendado ya. Do, re, mi. Tictac. Do, re, mi. Tictac. Ja, ja. Pues claro que no habrá merendado. Son las siete. Es el plan de todos los viernes. Yo lo sé. Sin embargo, las mamás, especialmente cuando se trata de los hijos de otros y son los de su mejor amiga, parecen no darse cuenta y se comportan con ellos todo lo amables y dulces que son normalmente, pero ignorando las regañinas y reprimendas que les dan a los suyos propios. No está mal ser hijo en la casa de la mejor amiga de una madre. Lástima que a mí no se me ocurra ir a las casas de las amigas de mi mamá para ir a merendar todos los viernes, con una mochila inocente e inofensiva como él. Aunque a mí no se me ha perdido nada en esos sitios. Do, re, mi. Tictac. Do, re, mi. Tictac. Yo a esas alturas habré dejado de tocar el piano y parado el metrónomo para saludarlo, decirle con una sorpresa fingida, como de hermana mayor 20


autosuficiente “Anda, qué tal, tú por aquí”, a sentarme con él para compartir la merienda, que luego se prolongará en una larga sobremesa en la que él se pondrá a tocar también el piano (do, re, mi, tictac, do, re, mi, tictac), o los dos a cuatro manos (fa, fa, fa, sol, sol, sol, tictac), no sin que antes me queje un poco (yo vivo aquí, no él, lo tengo que hacer notar). Si la ocasión lo permite, nos pondremos a repasar partituras de solfeo (si, la, si, la, do, fa, fa,) con mi hermana la señorita estirada tiquismiquis no me molestes que estoy estudiando. O improvisaremos alguna canción hasta que nuestro autoinvitado se atragante con sus carcajadas por haberse echado unos sonoros pedos (¡ay! ¡cómo engañan las apariencias!). Yo le seguiré muerta de la risa (mis apariencias no engañan a nadie: tener tres años más me condena directamente a no ser un angelito inocente, además de que yo no tengo ojos azules ni doy tiernos besos en las mejillas de las mejores amigas de las mamás), mientras la señorita tiquismiquis se pondrá roja como un tomate y nos recriminará ser unos cochinos guarros cerdos sin modales ni consideración. Después de nuestra pequeña muestra musical cenaremos a eso de las nueve y media o diez, con el televisor de fondo, y los sorbos y el sonido de masticar con fuerza de mi papá. (Yo lo llamo el Elefante porque es grande, y torpe, y está siempre ocupado en tragar alimentos con poco cuidado). Mi mamá será la anfitriona perfecta. Dirigirá la conversación, y escuchará las historias del colegio, especialmente las de Jonás, pues son siempre muy divertidas. Mi hermana se dedicará a oír todo sin mucho interés, pero tendrá la deferencia de no criticar ni hacer ningún comentario hiriente de los suyos, e incluso esbozará alguna sonrisa. Y como nuestras charlas y risotadas se irán expandiendo en el tiempo (no se parecerán para nada a esos dos segundos fugaces en los que aparecía Jonás en la escalera, sino a unas horas exquisitas de completa felicidad), nos haremos todos (bueno, todos menos la señorita tiquismiquis y el Elefante) los sorprendidos por ver en el reloj que serán casi las doce. Y mi madre le dirá a nuestro invitado que si le acerca con el coche, y este responderá que mejor no, que no es necesario, y mi madre le dirá pues quédate a dormir y él contestará sin pensárselo pues vale, no hay problema, ( y aquí entra en juego la mochila inocente e inofensiva, la de todos 21


los viernes), que he traído un pijama y un neceser. Y prepararemos el sofá cama, veremos la tele y nos acostaremos tarde, muy tarde, incluida la hermana tiquismiquis, que esa noche hará una excepción y no se encerrará en la habitación con ningún libro para atender a aquel hermano pequeño impostor de fin de semana. Como todos los viernes. Si, si, si, la, sol, fa. Al día siguiente desayunaremos chocolate con pan tostado. Iremos a pasear, comeremos macarrones con tomate (la comida de los sábados) y merendaremos pan con mermelada, que Jonás comparará con flemas de sangre o mocos normales, dependiendo de si la mermelada es de frambuesa o de melocotón. Yo volveré a estar muerta de la risa (da igual las veces que haga la broma) y la señorita tiquismiquis volverá a decir lo de cochinos guarros, etc. El domingo iremos a misa, cantaremos con las monjas, re, mi, do, fa, Kyrie eleison y pasaremos un día de risas, empujones, peleas por tocar en el piano y de nuevo risas, en una extraña convivencia y armonía tejida entre unos falsos lazos de sangre y notas musicales. Do, re, mi. Tictac. Do, re, mi. Tictac. Por la noche Jonás recogerá su mochila exactamente a las diez, después de la cena, y abandonará su familia de fin de semana hasta el viernes siguiente. El lunes amanecerá aburrido. Ya no habrá chocolate con pan tostado, ni macarrones con tomate. Solo verdura hervida con patatas. La mamá trabajará todo el día y cuidará por las tardes a las abuelas, que vienen de lunes a viernes, porque se las turna con mi tía. Estas gritarán y se quejarán de los muchos dolores que tienen. Volverá a oler a viejo y a enfermo. La señorita tiquismiquis se encerrará en su despacho a estudiar, sin dedicarme una mirada, ni siquiera de desdén. El Elefante seguirá engullendo silencioso, y también cansado, y las ojeras interminables de la mamá me suplicarán en silencio que no le cuente ninguna historia del colegio mientras cenamos, porque ya no le quedan fuerzas. Un silencio tácito se interpondrá entre nosotros cuatro, testigos mudos de una convivencia sin conflictos, pero sin contacto. Do, re, mi. Tictac. Do, re, mi. Tictac. Yo volveré a las clases de solfeo, armonía y piano en el conservatorio. 22


Do, re, mi. Tictac. Do, re, mi. Tictac. Nadie escuchará mi piano en la casa, ni tocará conmigo a cuatro manos. Una luz lúgubre, aunque las bombillas sigan funcionando igual, se instalará en mi hogar. No obstante, hoy es viernes. Jonás estará al llegar. Son las siete. Y yo sigo tocando el piano. Do, re, mi. Tictac. Do, re, mi. Tictac. Son las siete y cuarto y todavía no ha llegado. Do, re, mi. Tictac. Do, re, mi. Tictac. Las siete y media. Do, re, mi. Tictac. Do, re, mi. Tictac. Le digo a la mamá que Jonás se está retrasando. Y ella me dice que tenemos que ir al pueblo, a visitar al tío Anselmo, que está enfermo, cielo. Mi hermano de fin de semana, ajeno a ese pariente que tiene lazos de sangre verdaderos y no toca el piano, no puede venir. Sin embargo, no se va a quedar quieto. Yo sé que ya se habrá colgado su inocente e inofensiva mochila y habrá llamado al portal de Mercedes, la segunda mejor amiga de su mamá. Está separada, sin hijos, y vive en un apartamento lleno de libros y de ideales altruistas. Esta noche dormirán en dos colchones en el salón y se pasarán la noche comentando pinturas de Frida Kahlo, libros de Sándor Márai y viendo fotos de los innumerables viajes que ella ha hecho por el mundo como fotógrafa. Comerán ensaimadas con nata y otras cosas muy ricas y escucharán valses de Chopin. Y todas estas actividades, en diferentes órdenes, las repetirán hasta el domingo, día en que, exactamente a las diez, después de cenar, Jonás se despedirá llevándose otra vez su inocente e inofensiva mochila. Habrá sustituido a su falsa hermana por una falsa madre de viernes a domingo. Así es él. Siempre se le pierde algo en las casas ajenas. Nunca en la suya. Tampoco busca nada allí. Si no, encontraría a su mamá escondida llorando en el cuarto, el olor del papá que hace unos meses decidió seguir el perfume de otra mujer más joven, o los chillidos de los otros dos hermanos pequeños demandando una atención que nunca reciben. Si yo fuera él, tampoco buscaría. A mí también se me perdería algo en otras casas y me convertiría en hermano e hijo 23


en las de los demás. Pero aunque a mí no se me ha perdido nada en la suya, tengo un nudo en el estómago y una sensación de vacío me invade. Al igual que a Mercedes le hace falta ese hijo que nunca tuvo, yo necesito a mi hermano de fin de semana que, tejiendo falsos lazos de sangre y notas musicales, me hace olvidar mi realidad de lunes a viernes. Do, re, mi. Tictac. Do, re, mi. Tictac. Ya te echo de menos. Te espero el próximo viernes. Do, re, mi. Tictac. Do, re, mi. Tictac. Ven con tu mochila, por favor.

LUCÍA OLIVÁN SANTALIESTRA

España

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E

l polvo se extendía por toda la casa como manto tenebroso sobre los objetos claros y velos descoloridos en las áreas oscuras. Era grueso en algunas partes y finísimo en otras. El inquilino había intentado sacudirlo muchas veces hasta

descubrir que era un trabajo interminable. Bien sabía que se integraba con su cuerpo para cumplir los designios de la naturaleza. El recubrimiento era suave. Una segunda piel cómoda y abrigadora que además absorbía los colores del hogar y creaba nubes internas. —Polvo somos y al polvo retornaremos. Somos “polvo enamorado” y “amor constante más allá de la muerte” como afirmara Francisco de Quevedo — solía responder Lauro Estrada Sacramento ante las críticas infalibles de quienes lo visitábamos a pesar de su rechazo manifestado mil veces. Tanto esconderse volvió menos frecuentes nuestras aproximaciones. Recuerdo el último encuentro ocurrido una tarde septembrina y lluviosa. Llamé a la puerta sin respuesta. Antes de marcharme decidí girar el picaporte que no estaba bloqueado. Supuse un accidente o un robo. Me preocupaba la salud de mi amigo. Incluso llegué a pensarlo muerto. Mis pasos dejaron marcas sobre el piso del vestíbulo. —Lauro —llamé en varias ocasiones sin respuesta hasta que lo vi tendido sobre un sillón reclinable en el mismo instante en que afuera comenzaba un griterío. Las exclamaciones opacaron la respuesta acompañada de una neblina polvorienta surgida al unísono de sus labios. —Mi estado natural es vivir así —manifestó en voz baja, como si no quisiera que le oyeran los niños que gritaban ante la puerta principal sin preocuparse por la llovizna que descendía menuda y silenciosa. La tranquilidad era un fenómeno inusitado en aquel barrio donde el ruido surgía de cada casa y cada voz ahí establecida. Más de diez pequeños saltaban arrítmicos como las frases repetidas con voces chillonas. —Hombre de harina sal, hombre de harina ven. Me levanté y la parvada infantil desapareció apenas verme salir por la 26


puerta. Al regresar noté que las telarañas eran más abundantes que a mi llegada. Con una escoba grisácea abrí espacio y barrí mi silla. Mi anfitrión ni siquiera volteó a verme, mientras yo descubría por todas partes los restos de las envolturas plateadas que en otros días contuvieron los medicamentos ingeridos. Lo vi más frágil que de costumbre. Me atemorizaba su tristeza permanente y su rechazo a continuar los procesos encaminados a mantener su salud. —¿No has vuelto con el médico? —No. Quise iniciar otras conversaciones sin conseguir más que monosílabos como respuesta. De nada valieron los recuerdos del trabajo compartido hasta jubilarnos el mismo año. Durante un rato nos vimos en silencio, ya pensaba marcharme cuando Lauro habló. —Aún la extraño y bien sé que espero decir antes de morir: “cerrar podrá mis ojos la postrera sombra que me llevare el blanco día”. Ya sabía Quevedo que el amor es eterno para algunos y que las muertes matan a quienes sobreviven a la ausencia. Bien sabes que la pienso de manera constante y también sé que esta capa crecida alrededor mío es la tierra que me busca. Advertí entonces que su cabello blanco tenía la misma textura de las telarañas. Por un instante me hizo feliz mi odiada calvicie. Pensé en Angélica y los matices desprendidos por su lejanía. Tras veinte años de muerta era evidente que aún faltaba en el hogar que iba de la ceniza a los hilos confundidos con el pelo. En un arrebato fui hasta el taller donde se amontonaban las herramientas acumuladas durante los años dedicados por Lauro al bricolaje. La aspiradora encendió como si fuera nueva. Recorrí las piezas de la vivienda hasta llenar de basura cuantas bolsas tuve a mi alcance. —Mira —musitó Lauro— aún existo debajo de mi envoltura. Sonreí antes de verlo arrastrado por la máquina que se agitaba entre mis manos. Me estremecí junto con ella sin detener la desaparición de mi amigo. De poco me sirvió oprimir los botones. Arranqué el cable de la pared, pero el motor 27


solo se detuvo cuando quiso. Pensé que podía liberar a Lauro. Salí al patio para invertir el proceso. Surgió una nube de polvo disipada por el viento. Al abrir la aspiradora encontré telarañas y restos de plásticos brillantes. Residuos contrastantes con los tonos grisáceos esparcidos sobre la maleza crecida en el patio. Incapaz de pensar con claridad decidí marcharme. Lauro recitaba a Quevedo sin pausas desde la distancia, en mi pensamiento, desde los días compartidos en la oficina. —“Alma a quien todo un dios prisión ha sido, venas que humor a tanto fuego han dado, medulas que han gloriosamente ardido”. El cielo se cubría de nubes blancas. Algodones espesos en el horizonte. Al volver la vista a la casa descubrí un capullo sobre las líneas rectas de la construcción. Oval como tejido por una mariposa invisible, quizá una araña gigantesca empecinada en ocultar todo lo relacionado con Lauro. Por un instante pensé en su renacimiento. Mi optimismo desapareció abrupto. Supe que nada podría surgir del polvo cautivo en sí mismo desde el instante en que la voz de Lauro resonaba constante en mis oídos: “serán ceniza mas tendrá sentido; polvo serán, mas polvo enamorado”. El poema desapareció entre palabras altisonantes y músicas expulsadas por las ventanas. El vecindario retomaba los estruendos contenidos durante mi visita. Apresuré mis pasos. Los relámpagos se intensificaron y la lluvia descendió feroz toda la noche.

JOSÉ LUIS VELARDE

México

Página WEB: Literatura Virtual

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O

tro turno de noche apuntado en la agenda. Diez horas dan para mucho. Cada día, es un nuevo reto: un principio con su final. En

la

ronda,

suelo

recorrer

los

pasillos

oscuros,

asomándome, sigilosa, a las ochenta y cuatro habitaciones del recinto. Todos suelen estar durmiendo, sin escuchar cuando entro a observar si están bien o tienen pesadillas. Porque, hoy día, el haloperidol, el triazolam o el zolpidem son una gran ayuda. ¡Bendita ciencia! En ocasiones, me cruzo con las auxiliares: para algunos, los ángeles que les ayudan a sentirse personas. Ellas son eficaces, rápidas y silenciosas. Unas, hacen los cambios de pañal, dejándolos arreglados, secos, para continuar soñando plácidamente. A veces, las he pillado haciendo su trabajo de forma no correcta, «aprovechando» ese tiempo para hablar por teléfono, saliendo de la habitación fugaces, sin mirar atrás o sin un atisbo de pesar. Evidentemente: no todas son iguales. También les llegará el momento de ser cuidadas… Hoy vengo por una anciana de ochenta y dos años. Se llama Adela, tiene tres hijos, siete nietos. Casi nunca vienen a verla, excepto Matías, el más pequeño de ellos, que siempre le trae bombones con formas de nota musical. Su hija, Laura, la visita a menudo; le trae ropa, cremas para su cuidado facial, pantuflas cómodas. A pesar de la edad, le gusta cuidarse. El olor dulzón de esos cosméticos le encantan. La hacen sentirse limpia, fresca. Es diabética. Ya ha perdido dos dedos del pie izquierdo. Hipertensa, con una afección coronaria, que la obliga a llevar oxígeno a tres litros por minuto. Luce una bonita dentadura postiza, cuidada con esmero. La encargaron sus hijos. Desde aquel momento, pudo volver a ronchar el pan tostao del desayuno, como ella le dice. En casa, siempre le gustó levantarse muy temprano con un buen tazón de café con leche y el pan con aceite de oliva. Esto le ayudaba a sobrellevar las tareas de casa, los hijos y el duro trabajo. 30


Viuda desde los cincuenta y un años. Un accidente de trabajo sesgó la vida del marido, a quien amaba con locura. Recuerdo bien a ese hombre. Luis: apuesto, de manos enormes, con una dulzura extrema, de voz profunda, suave. Pero la mala fortuna hizo que ya no pudiera disfrutar de la familia. Después de dos años en coma, se reunió con el Creador. Adela lloró a mares por aquel entonces. Solo tenía una pequeña paga, además de la ayuda de su madre, bastante mayor. ¡Las madres siempre intentando protegernos! ¡¿Qué haríamos sin ellas?! A pesar de ese mal trago, ha sido una mujer alegre, pero tuvo que ocuparse de tres hijos, dos de ellos, adolescentes, cuando ocurrió la tragedia. Nunca volvió a casarse. Al conocer a algún pretendiente, pareciéndole una traición a su difunto marido, se echaba atrás. Encima, con los trabajos fuera del hogar, no tenía tiempo ni ganas de salir por ahí. Planchaba en dos casas, limpiaba una oficina y preparaba la comida a un abogado, conocido de la cuñada. Su amiga, Merche, duerme en la habitación contigua. Siempre ha sido un gran apoyo como canguro de los niños. También, hombro donde llorar. Entro a la habitación, la observo: está muy dormida. En su rostro percibo pequeñas arrugas de la edad. Las manos entumecidas por el reuma. A continuación, fijo mi vista en las fotografías: luce una sonrisa sincera, aunque con ojos tristes. Una colección de peluches adorna la estantería, junto a los libros de historia. Le gusta hacer manualidades. Se le daba bien la pintura con acuarelas. Ha ganado algunos concursos. Los galardones y diplomas cuelgan de las paredes. Aunque ya no puede coger el pincel con el arte de antaño. También escribe poesía. En alguna ocasión, la he oído recitar versos. Son realmente buenos, con mucho sentimiento, pero nunca se atrevió a leerlos en público, y mucho menos, publicarlos en alguna revista. Al girarme, la encuentro despierta, mirándome. —Hola.

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—Hola, Adela. —¿Quién eres? —¿No lo sabes? —¿Qué haces aquí? —Me mira de arriba abajo, sorprendida. —Pasé a ver cómo estabas. —¿Ya es la hora? —Casi. Todavía queda un poquito de tiempo. —¿Y el túnel? —Eso solo ocurre en las películas. —Pero ¿la luz existe? —Ya lo verás. Todo a su tiempo. —¿Te quedarás conmigo hasta que…? —Yo te acompañaré a tu nuevo “hogar”. ¿Has sido feliz en tu vida, Adela? —He tenido días buenos y malos. Lo peor fue al quedarme sola, sin saber cómo me las iba a apañar. —Lo hiciste bastante bien. Supiste cómo salir del bache. Silencio de unos segundos, mirándome con esos ojos cristalinos, color miel. —Él, ¿vendrá? —No, él te espera. Está impaciente. Veo cómo recorre una lágrima de alegría por la cara. Le ofrezco mi mano. Se levanta de la cama. Siento cómo se aferra a mí con más fuerza. —Ahora, sí es el momento. —Estoy lista —dice, con una sonrisa en los labios—. Pensé que tendría miedo. —No debes tenerlo. Ahora, todo será más sencillo. Sin dolor ni pesares...

VERÓNICA MONZÓ PIQUERAS España

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M

i relación con el diablo comenzó desde pequeño. Mi primer recuerdo es verme manejando bicicleta por la escarpa, en una calle de doble sentido, donde pasaban cada veinte minutos los autobuses del transporte público. Creo que mi

padre estaba detrás de mí, pero no estoy seguro si retándome o arengándome para no caer y hacerlo bien. Sentía la presión por quedar bien con el viejo. Aquella tarde le habían quitado, a mi bicicleta vagabundo, las rueditas de apoyo y comenzaba a dar mis primeras rodadas conservando el equilibrio. Avanzaba por la escarpa, teniendo de lado izquierdo una larga barda de no más de un metro de altura, enfrente había dos postes como únicos obstáculos, uno era de teléfono y el otro una señalización indicando que más adelante, sobre la calle 38 de la colonia Jesús Carranza, se encontraban las vías del ferrocarril. Yo daba pedaleadas seguras y trataba de controlar el manubrio para librar los escollos que se erguían en mi derrotero, y entonces lo vi, tenía la forma de un blanco gato completamente estilizado que se paseaba por la barda, con esa gracia con que siempre les gusta comportarse, mezcla de indiferencia ante todos los seres que los rodean, pero al mismo tiempo sabiéndose el centro de todas las miradas. No me dirigió la palabra como luego haría un hábito, se recostó en la barda, dejando caer su derecha pata trasera y se quedó mirándome, perezoso. Se lamía la delantera pata derecha que había cruzado sobre la otra, y sin parpadear, burlón y con superioridad como anunciando mi fracaso, no me quitaba los ojos de encima. Contraje las mandíbulas apretando mis pequeños dientes de leche, y acepté el reto que lanzaba. Ningún maldito gato iba a ser causal de mi derrota, y al finalizar la barda amarilla de poco más de un metro de alto, con todo y gato recostado en ella, una mujer entrada en años, de anteojos y una mascada rosa cubriéndole la cabeza, apareció en mi camino. No pude sortearla, dándole de lleno en las espinillas con la rueda de mi bicicleta vagabundo, y encajándole el manubrio en la cadera, lo que la hizo caer hacia adelante, y terminar a media calle. Yo quedé tirado en la banqueta y escuché a mi padre y otros adultos correr para ayudarla, y luego un frenón de llantas rasgó 34


el ambiente con el impacto de metales y vidrios, los autos que intentaron no pasarle encima a la anciana y chocaron entre sí. El sonido lo llevo grabado, metales retorciéndose, los ¡Cuidado!, y pequeños gritos ahogados espantaron a los pájaros guarecidos a esperar la noche en los árboles frondosos de los patios vecinos que a esa hora habían recogido su sombra de la calle. El gato arqueó el lomo, se relamió desperezándose, y continuó su camino sobre la barda sin apartar la mirada de mí. Se lanzó hacia abajo, llegó al suelo como lo haría un gimnasta experimentado, apenas la punta de una pata, y luego amortiguar de manera delicada y decidida. Pasó encima de mi bicicleta y cruzó entre mis piernas maullando. Quise patearlo, pero me contuve al mirar sus ojos. Dentro de aquellas ventanas había un colibrí batiendo las alas, luego la desesperante visión de acertar el primer beso a Alejandrina; seguido del sudor de las carnes de una desnuda Larissa que perlaba mi excitación, y aquel enjambre de moscas en la ventana del departamento que se volvió repetitivo. Vi a mis padres peleando como lo harían todos los días hasta que llegó la separación; mi padre cogiendo sus cosas para largarse para siempre de nuestra vida. Dentro de los ojos del gato vi a los militares correr tras de mí, las noches de paseo por las azoteas enfrentando la luz plateada de la luna, que dibujaba mi sombra sobre el gato mientras brincábamos de techo en techo. También me percaté en esos ojos de los gritos que produjo aquel asesinato, y la maldita anciana de la mascada rosa apareció de nuevo sentada junto a mí, sacudiéndose algún imaginario polvo de la falda. Se levantó apoyando su mano en mi hombro, mientras todos los que corrieron a auxiliarla se arremolinaban junto a su cuerpo, que permanecía tirado a media calle, había muerto. La anciana miró su cuerpo, me lanzó una ráfaga oscura en su mirada, y dijo: “Ya te llegará el momento, muchacho”. Quiso coger al blanco gato que se paseaba a nuestro alrededor pero desapareció sin lograrlo. Escuché a mi padre junto a mí que preguntaba: ¿Estás bien? giré para verlo, e intenté encontrar al gato, pero no

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pude hallarlo cerca. ¡Mataste a la señora! al escucharlo sentí que algo crecía dentro de mí y con voz enfurecida, lo encaré: ¿Qué dices? yo era un crío que estaba por dejar las rueditas de apoyo de su bicicleta. Recuerdo el rostro de mi padre cuando insistí: ¿Qué coños estás diciendo? Jamás olvidaré sus músculos que se apretaron en una contradicción; algo como traído desde la profundidad de los infiernos hizo nido en sus cejas, y me tomó del brazo jalándome hacia él, para levantarme. Cerró el puño de la otra mano, y yo esperaba que azotara su fuerza contra mi cara, pero no tuve miedo, al contrario, igual pensé en golpearlo con mis puños de aquella infancia. El gato blanco estornudó bajo mis pies, y el tiempo volvió a agitarse, como una fuente de relámpagos, como un estallar de voladores que cortaran la noche con sus brillos. El gato maullaba llamando mi atención, cuando mi madre apareció y me arrebató a las manos de papá. Liberado de él, fui hacia mi bicicleta, que estaba rota por el cuadro, inservible, y la lancé de nuevo al suelo. Caminé al lado de mi madre, y el gato corrió tras de mí. Mi padre se quedó clavado en la escarpa, mientras vecinos, paramédicos y la policía hacían preguntas. Aquello que quería demostrarle a mi padre perdió sentido. Decidí odiarlo. Dentro de mi cuarto, el gato levantó la cola, presumido, y se subió a la cama, y desde entonces se volvió mi compañero. Llegaría el tiempo del divorcio de mis padres, aquel beso en la secundaria, detrás del taller de carpintería con la pequeña Alejandrina, una compañerita con acondroplasia; todas las imágenes que viera en los ojos de aquel gato, el día del accidente con la anciana, hasta esas moscas sobre el cadáver de Larissa; hoy se que se trataba de ella, pero desde la primera vez que lo vi, yo esperaba encontrarme con esta escena en el transcurso de mi vida, porque todo llegaría a mi memoria como un deja vú, haciendo realidad lo que vi dentro de aquellos ojos. La misma tarde del accidente con la anciana, salí del baño y el gato estaba acostado sobre el colchón, lamiéndose el cuerpo.  Has hecho bien en enfrentarte con tu padre. Al escucharlo trastabillé, pero sus ojos y su naturalidad me tranquilizaron. Sus ojos eran

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hipnóticos pero siempre me tranquilizaban. Su mirada se volvió una extensión de mis pensamientos. Comencé a pasear trepado en su cerebro por los techos y azoteas por las casas de aquella colonia Jesús Carranza, separada del centro de la ciudad por aquellas vías del tren. Y separadas de la sociedad porque la policía no siempre atrevía sus pasos a las calles de este barrio. Ayudado de la complicidad que daba el miedo como por la aceptación y la costumbre de los vecinos de no meterse en los problemas de los demás, empecé a meterme en las casas del vecindario. Trepado en el cerebro del gato, fui mirando y aprendiendo de todo lo que ocurría en cada rincón de mi casa, calle, colonia. Cuando mi madre o padre entraban a mi cuarto, me encontraban haciendo la tarea, o leyendo alguna revista. Si me hablaban yo siempre les contestaba tranquilo, mirándolos a los ojos, dándoles confianza. El que les contestaba no siempre era yo, sino lo que entonces habitaba mi cuerpo, porque muchas veces al entrar mis padres al cuarto, yo seguía paseando con el gato. Era solo algún pensamiento manipulado por el gato lo que se encontraba en mi habitación, dentro de mi cuerpo. Esta forma de desdoblarme la entendí desde el principio. Cuando salí de la ducha y el gato estaba ahí en el colchón, lo miré y también me vi parado junto al baño. Yo era un crío apenas, quizá por eso pude entrar sin problemas en aquello que para un adulto sería algo fuera de toda lógica. Mi mirada iba del gato hacía mí, como de mi hacia el gato. Lo escuchaba hablarme, y me miraba contestando sus preguntas, sentándome en la cama, tomándolo en mis brazos, ponerlo en mis piernas y acariciarlo. El gato y yo nos hicimos un solo ser. En esa infancia, no logro recordar los años que tenía con exactitud, los días fueron remolino, porque miraba desde dos sitios las cosas que ocurrían en mi casa, y no puedo estar seguro qué cosas eran las que hacía por mi propia voluntad o por la voluntad del gato. Cuando cumplí once, la edad para los sudores del sexo, el diablo comenzó a descubrir algunos hechos en mi mente, y empecé a aclararme las ideas. Mi alma salía de paseo con el gato. Éramos dos seres caminando por los techos, 37


por las albarradas. Y en mi cuerpo se quedaba una forma infernal llamada Estecia, apenas una extensión creada desde el pensamiento de este demonio que era el gato. Las Estecias son una especie de esclavos sin cerebro que existen por decisión de los demonios. Y una Estecia era la que ocupaba mi cuerpo, cuando yo paseaba con el gato por las calles, y todo el vecindario. Yo era muy joven, podía hablarles al oído a las personas, pero mi pensamiento no podía lograr mayores objetivos. El gato me llevaba cerca de mi padre, para meterme a las orejas de mi padre, y desde ahí le llenarle los pensamientos de todo lo malo que me parecía su vida, de todo el odio que yo le tenía, le hacía adorar la violencia, me gustaba hacerlo doblarse de remordimientos de cosas que ni siquiera había hecho. No sé si aquellos pensamientos eran míos o el gato los fabricaba para que yo se los pasara a mi padre, pero logré aquellos pleitos con mamá, conmigo, con las personas del vecindario. La neurosis de mi padre iba cada día en aumento. Todo lo hice para que se fuera de la casa, para que mamá se dedicara solo a mí. A los once años he dicho, los posesos tenemos esos sudores del sexo, que en las chicas ocurre un poco antes, pero en mi caso, me era necesaria la intimidad sexual, y siempre el mayor reto es hacerlo con tu madre. Con mi padre fuera de casa, el gato me llevaba hasta la cama de mamá, y me metía en sus sueños, en sus pensamientos, en sus ideales, para morderle la conciencia y espantar el remordimiento. La hacía levantarse e ir hacia mi recámara. Cuando estaba junto a mi cuerpo, el gato expulsaba a la Estecia de mi cuerpo y me dejaba ocupar mi lugar para el rito. Mi madre se abrazaba a pecho, con esa ternura que solo una madre sabe imprimir en los abrazos a sus pequeños. Dentro de los brazos de mamá, yo podía sentir su carne debajo de la poca ropa de dormir que usaba. Con mucha ternura, y bajo aquel hipnótico rumor que dejaba en su conciencia, le iba metiendo los dedos en la vagina, hasta hacerla inundarse en aquella hinchazón de vulva, a la que tanto me he ido acostumbrando. Hacerle el amor a tu madre es una de las mejores formas para romper con la divinidad, y el gato estaba complacido. Un demonio no puede hacer las cosas por ti, tampoco tiene poder de 38


dominio sobre tus actos, te invita a hacerlas, te da los detalles de cómo realizarlas, te pone en el camino, pero sobre todo te ayuda a no sentirte mal por tus acciones. El diablo y yo, nos pertenecíamos desde aquellos días. Aquel paseo en bicicleta, aquella mirada del gato hacia mi desde la barda, aquel reto que fue aceptado, y la anciana que apareció frente a mí, mi primer asesinato, o al menos, el primer asesinato que me había echado en cara la sociedad desde la voz de mi padre. Pero el demonio que era el gato blanco tampoco era de mi propiedad, y yo no podía controlar ni entender sus acciones. Hacía cosas sin mí, como devolverle las memorias a mi madre por la mañana; ella se deprimía, me miraba desayunar y se guardaba de encarar mi rostro. Yo disfrutaba su cariñoso arrepentimiento por el sexo que me regalaba. El gato le arrancaba aquel bloqueo mental, y presa de la angustia por violar a su hijo desde los once años, cuando cumplí catorce, mi madre se suicidó tajándose las venas del cuello, en la pileta del baño. Papá no quiso venir por mí, ni vivir conmigo. Me asignó una pensión que depositaba en una cuenta de banco. Era una cuenta a su nombre, del que me dio la tarjeta. También me entregó todo el dinero que mi madre tenía y había dejado para mí. Me quedé con casa, dinero, y sin la supervisión de ningún adulto. Tenía catorce y mi vida sexual no hacía distinción entre compañeros, compañeras, vecinos, madres de familia, profesores. A esa edad es más fácil atraer a los adultos que a los de tu edad. Y fueron tres años de recorrer todo el sexo que se puede disfrutar: en el cuerpo de maestros, o conserjes, algunas noviecitas. Yo no era muy estético, no era bueno para los deportes ni me interesaban, y no me gustaba pasar por inteligente, me bastaba aprobar las materias. Pero me servía del gato para manipular los pensamientos de las personas. Nunca creía que extrañaría tanto esa época, todo fue muy fácil, se trataba de acompañar a alguien a su casa, y ahí invitarlos a poseerme. Al cumplir los diecisiete, las cosas cambiaron. El diablo con forma de gato blanco, me retiró ese poder de sugestión. Mi apariencia ahora era más oscura. Tanta libertad me había hecho no solo huraño sino imposible de congeniar en sociedad. La gente me evitaba. Mi cuerpo era delgado, muy delgado, tenía el cabello negro y largo. No era una cuestión de descuido ni falta de higiene, 39


sino el humor que tenía. No me importaba lo que gente pensaba de mí. Acostumbrado a hacer siempre lo que se me diera la gana, no tenía empacho en retirarme de una discusión, de lanzar un puñetazo, de aporrear alguna puerta, de joder a algún maestro que me enojara. De lanzarle piedras a esos chicos que se creían los listos, o los fresas. Si alguien me hacía plática, no me importaba dejarlo con la palabra en la boca. Si me encontraban leyendo y me saludaban, los ignoraba. O podía jalar a alguien y decirle, Hey tú, te estoy hablando. No era cobarde, pero no era fuerte. Me enfrentaba a cualquier persona, aunque la mayoría de las veces acabara golpeado. Pero era rápido de piernas. Me burlaba de quien yo quería, y no participaba en grupos de la escuela. Las personas me conocían, pero nadie podría decirse que era mi amigo. Ricardo por ejemplo, fue un amante atento, era una niña en el cuerpo de un hombre. Igual o más delgado que yo, muy malo para el sexo oral, pero con un culo tan apretadito que me divertía mucho arrancándome el placer con él. Hice que se tatuara mis iniciales en la parte baja de su cadera, y siempre le decía. Eres de mi propiedad. Luego me aburrió, y ya no quise hablar más con él. Supe que se sintió muy mal, pero no quería saber más de él. Alejandrina en cambio, tenía muchos temores y rencores por el trato que todos le dispensaban por su tamaño. Era una enana por la acondroplasia. Pero sus besos fueron tan salivosos que en verdad me encantaba estar en su boca. Me llenaba los huevos de saliva cuando me la chupaba. Han sido el mejor sexo oral hasta que conocí a Larissa. Me había convencido de que uno no puede pasarse mucho tiempo con una relación, porque comienzan a saber de ti, y yo no necesitaba que alguien se metiera en mi vida. Por eso acudía a los antros, o a los cines para ligar. Era tener sexo, y desaparecer. Mi gato blanco estaba tan orgulloso de mí, porque me iba haciendo un hombre sin necesidad de aquel poder de sugestión que me había dado en la adolescencia. Me había dicho que ya no podía andar con él de un lado al otro, trepado en su lomo. Y aquellas Estecias que siempre había puesto a mi servicio, que usaban mi cuerpo cuando yo paseaba de mente en mente, habían sido expulsadas para siempre.

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Así debe ser el sexo, duro. Tendrás que conseguirlo por ti. Que nada te detenga, había dicho, y esa orden implicaba no permanecer mucho tiempo con nadie, por eso me salí de Ricardo como de Alejandrina. Si ya no tenía esa magia para hacer que las personas desearan tenerme sexualmente, mi necesidad de sexo hizo que comenzara a obligarlas. A los diecinueve decidí convertirme en violador y asesino. Y conocí a Larissa. Con la separación de sus padres, sumida en la miseria emocional de unos padres más decididos a lastimarse, o a curarse las heridas sobre el cuerpo de nuevas parejas, conoció a su propio gato. Su madre murió en un accidente de carretera, cuando Larissa apenas cumplía diez años. Había deseado tanto separar a su madre de aquel nuevo novio, que intentó darle muerte. Pero los pensamientos de aquel gato eran impredecibles. Cuando el accidente ocurrió, Larissa salió por una de las ventanillas, salvándose. El novio había muerto pero igual su madre, en un arrebato de histeria cogió al gato, contuvo sus patas con todo su cuerpo de niña, y lo mordió en el cuello hasta quitarle la vida, lo mordió con tanta furia hasta arrancarle la cabeza, que lanzó al monte. Larissa quiso vivir con su papá, que justo las había dejado para formar otra familia, en otra ciudad. Vino por ella, pero Larissa no se sintió feliz en el mundo que su padre construyó, por eso decidió irse de casa, y se dedicó a vivir por sí misma, aprovechando de vez en vez el alojamiento de algún familiar que quisiera recibirla. Nos encontramos en un grupo de autoayuda para enfermos de soledad. Larissa comenzó a ocupar mi vida, una noche cuando regresé a la casa con el cuerpo inconsciente de Fernando. Más tardé en cerrar la puerta que escuchar el timbre. El gato me dijo que no abriera, pero yo comenzaba a rebelarme a sus deseos, me sentía lo suficientemente poderoso, dado que llevaba algunos años actuando por mi cuenta, y Fernando era la primera persona a la que me había atrevido a abordar sin el apoyo de la sugestión que el gato me proveía. Dejé el cuerpo en el sofá, y me asomé a la puerta. Era Larissa, que insistió en entrar y acompañarme: 41


Puedo ayudarte. de la infinita tristeza en la mirada que poseía, dejó escapar algo parecido a una sonrisa. La invité a pasar. El cuerpo de Fernando estaba en el piso.  ¿Está muerto?  No. ¿Qué le pasó? la miré; ella caminó alrededor del cuerpo, el gato se subió al sofá de la sala. Larissa se agachó junto al cuerpo de Fernando. Creo que te he visto antes con él. Es mi novio. Bueno, era mi novio hasta hoy. Terminó conmigo. ¿Cómo te sientes? su pregunta no fue invasiva, la sentí sincera. Larissa miraba el cuerpo, se sentó en el sofá. Yo cerré la puerta y me recargué en ella. Tomó al gato y lo comenzó a acariciar en sus muslos. El gato me miraba. Me senté en el suelo con la espalda aún recargada en la puerta. Metí la cabeza entre mis brazos y me solté a llorar. No estoy seguro por qué lloraba. No era por Fernando, en verdad no me importaba, yo había decidido dejarlo igual, pero desde la mirada de Larissa, al haber escuchado algunas de sus historias en las reuniones del grupo de autoayuda, y mirándola sentada en mi casa, sus ojos tristes me hicieron pensar en mi madre, en aquel tajo que se hizo en la garganta, en mi continua necesidad de sexo, en que Fernando nunca conoció mi casa, y que ahora, inconsciente por el somnífero que le puse en el refresco, era parte de mi vida, de mi memoria, como lo era aquella anciana de la mascada rosada, como lo era el imbécil de mi padre y sus gritos, mi madre y sus besos, o cada uno de aquellos chicos y chicas con quienes había intercambiado aromas, fluidos, y palabras tan llenas de simpleza. Mi vida simple era demasiado vacía. Y Larissa se estaba dando cuenta de ello. ¿Estas molesto? ¿Estás enojado porque vine a verte? ¿Qué haces acá? le dije, temeroso de querer hacerle daño. Sentí deseos de verte. Quiero conocerte más. Tuve esa necesidad desde que te escuché en el grupo hace una semana, cuando hablaste de tu madre. El

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gato me miraba. Yo le suplicaba mentalmente que me dejara entrar a la cabeza de Larissa, pero el gato no quería responderme. Aquella noche que hablé en el grupo, conté sobre lo mucho que la amaba, como me había protegido aquella tarde de lo que pudo ser una golpiza de mi padre, y de su muerte. Ser hijo de una suicida hace que la gente te sienta lástima, y la lástima te atrae las miradas y la atención, y eso sirve para conseguir pareja. Luego de matar a Fernando, nos hicimos el amor sobre su sangre. Fernando estaba matriculado en la universidad, era otro personaje solitario. Muy feo como para que la gente lo notara. Quiso terminar conmigo por la rudeza con que le hacía el amor. Pensó que sería fácil librarse de mí, que con decir que necesitaba recuperar su libertad yo lo dejaría en paz. Comencé a besarlo como sabía que le gustaba, los besos de despedida. Luego de hacerle el amor, y morderle la nuca, le metí los somníferos por el ano. No se dio ni cuenta. Se quedó dormido en mis brazos. La dosis era para matarlo, pero nos aseguramos de que no despertarla penetrando su corazón con un punzón para el hielo. Jamás hasta entonces vi sonreír a Larissa como aquella vez, cuando le dejé empujar el punzón que ya le había clavado. Esa sonrisa me subió por la espina dorsal y por eso la besé, la besé y la besé tanto, y caímos sobre el cuerpo de Fernando, mientras la sangre manaba a borbotones. Nos deshicimos de a poco del cadáver. Envíe mensajes desde su celular, desde su correo, a dos compañeros y a la universidad: “Necesito dinero, suspenderé las materias”, apagué el celular, y desactivé sus redes sociales. La vanidad de las personas que dejan siempre abiertas sus sesiones, permite con un clic entrar; sobre todo cuando las tienen en los móviles. Larissa y el gato blanco comenzaron a ser una imagen inseparable. Este gato tiene gran personalidad. Así son los gatos. Pero este me encanta, siento que puedo escucharlo. Me parece que nos entendemos. ¿Y qué cosa te dice? Los ojos de Larissa lo decían todo. Había recordado a su propio gato

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muerto en aquel accidente. Tengo veinticuatro años, y Larissa veintiúno, mi padre sigue haciendo los depósitos, y desde que Larissa vive conmigo, viene más seguido a casa. El gato ha dejado de hablarme. He visto a mi Larissa coquetear con mi padre. El maldito no deja de venir a casa, y el gato siempre está con ellos. Esa mañana desperté y miré el enjambre de moscas en la puerta de cristal que da al jardín trasero. Larissa no estaba junto a mí. Vi al gato correr por afuera, en aquel jardín. Me levanté para ir al baño, y cuando salí al pasillo los escuché. Rápido abrí la puerta, y mi padre estaba montado sobre el cuerpo de Larissa. Ella tenía amarradas ambas manos sobre la cabeza, en la boca tenía una mordaza, y sus muslos estaban a un lado de sus orejas. Mi padre tenía ambas manos sobre las pantorrillas de Larissa, y caía su vientre sobre el pubis, penetrándola. Larissa me miró con los ojos llenos de terror. No supe si lo que sucedía era una violación, o sexo duro. No quise averiguar. Cogí una bolsa de plástico y la cerré con la cabeza de mi padre dentro. Él tenía aún el pene dentro de la mujer, e intentó zafarse, pelear contra la asfixia, pero no pudo conseguirlo, su cuerpo ahogado cayó de bruces sobre el cuerpo penetrado de Larissa, que no podía moverse. Sus ojos abiertos al máximo, suplicaba. Comencé a golpearla hasta que la maté. Luego le hice el amor, y cuando terminé, miré al gato frente a mí, sentado sobre sus patas traseras, y me vi sobre el cuerpo de Larissa; me observé llorando y besándole el rostro. Le quité la mordaza y mis lágrimas se fueron mezclando con la sangre de su rostro desecho. El desdoble había vuelto. Me miraba desde el gato y al mismo tiempo observaba bajo mi cuerpo, la figura sin vida de Larissa, y frente a mí al gato blanco. Escuché los delgados pasos de ella correr hacia la recámara. Me pareció mirarla brincar sobre el colchón, escuchaba su apagada risa de siempre. La imagen de sus ojos rebotaba por todos lados, y yo corría subido en el lomo del gato intentando perseguirla. Luego miré al gato entre mis brazos, el gato comenzó a arañarme, y me vi con los brazos, pecho y el rostro arañado y bañado en sangre, y supe que era de nuevo el gato dentro de una bolsa. Había logrado meterlo, y me lancé sobre su cuerpo; lo apretaba contra el piso, y empecé a golpearlo hasta que dejó de luchar. 44


Mi relación con el diablo comenzó desde que era yo muy pequeño como para recordar mi edad. Hoy sigo en esta casa, pegado al pensamiento de Larissa que es parte de mi esencia. Mi cuerpo está habitado por una Estecia que ha dejado el gato. Pero ya no puedo volver a mi cuerpo. Larissa se ha fundido con mi pensamiento, y seguimos unidos en este continuo lamento que sale por las ventanas cada que amanece. Las moscas cubrieron el cuerpo de Larissa y de mi padre. Ella no pudo volver jamás a habitar el suyo. Y yo no pude volver a mi cuerpo, porque quise seguir unido a la esencia de Larissa. Dos esencias no pueden habitar un mismo envase. La Estecia ha continuado viviendo mi vida. Jamás se deshizo de los cuerpos. Luego de las moscas, vinieron los gusanos, todo el olor fue consumido por la misma Estecia y nadie ha vuelto a molestarla. Muerto mi padre la Estecia con mi cuerpo tuvo que conseguir trabajo. Mientras nadie reclame el cuerpo, ella seguirá habitándolo, hasta hacerse viejo, y quizá tenga que mudarse de país en país, eternamente si antes no se rompe el envase en algún accidente. Las Estecias no pueden acabar con un cuerpo, así que no tienen la oportunidad de suicidarse. Larissa y yo seguimos juntos, y el gato blanco; el maldito gato continúa paseando por los alrededores de la colonia Jesús Carranza.

ADÁN ECHEVERRÍA

México

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-P

apá, nos vamos a casar —me dijo Laurita en puntas de pie del otro lado del mostrador mientras yo le daba a la sierra eléctrica para venderle un kilo de bifes angostos a Doña Lola. Por poco me rebano los dedos por la sorpresa. Sabía

que en cualquier momento se podía dar, considerando los cinco años que estuvieron de novios. Uno nunca espera estas cosas, uno cree que los hijos siempre van a ser chicos. Esa noche, mientras cenábamos me dijo: —Va a ser en la iglesia del Rosario, ya hablé con el cura y me sugirió que sea con misa de esponsales. Me haría muy feliz si tomás la comunión con nosotros. En ese momento no me di cuenta de qué era a lo que me estaba comprometiendo, pero en pocos segundos reaccioné. —¡¡¡Joder!!! Pero yo nunca entré a una iglesia, perdón… solo una vez cuando tu santa madre me obligó porque tomabas tu primera comunión —le comenté tratando de escabullirme de tremenda responsabilidad. En realidad yo no sabía siquiera si había sido bautizado ya que para mi señor padre, antifranquista y anticlerical, toda la curia eran una manga de vagos, curdas y atorrantes. Laurita estaba convencida de que me hacía un gran favor, pero yo no necesitaba nada de los curas, ellos necesitaban más de mis chuletas que yo de sus palabras. Dentro de mis posibilidades, un inmigrante carnicero, siempre traté de tenerla entre pétalos, ella era mi única hija y la luz de mis ojos. Habían sido treinta y cinco años de sacrificio, vendiendo carne en el mercadito. Junto a la verdulería y a la pescadería, hacíamos un trío para defendernos de las adversidades económicas, como quien dice de las épocas de vacas flacas. Me molestaba bastante cuando en la escuela, en vez de llamarla por su nombre, le decían “la hija del carnicero”, pero eso había quedado en el pasado y ahora me tocaba hacer de tripa corazón y enfrentar lo que con tanto amor ella me estaba proponiendo. Una mañana de otoño, cuando solo faltaban dos meses para el casorio, ya lo tenía decidido, o mejor dicho, digerido. Cerré la caja del local y le avisé al encargado de la pescadería que me iba a ausentar por un par de horas. Llegué a la 47


iglesia, no sabía si persignarme o si entrar directamente. En los bancos de adelante había cuatro o cinco viejas rezando algo que no podía entender. Estaba asustado, caminaba despacito por el ala lateral y llegué a uno de los confesionarios. Fui por uno de los costados y me arrodillé. La madera crujió más de lo esperado. Respiré hondo y golpeé la ventanita para ver si había alguien. De pronto, escuché que se corría un pestillo y aparecieron unos ojos claros que podía distinguir entre el enrejadito de bronce. —Ave María Purísima —escuché que me decía y yo no supe qué responder. —Ave María Purísima —volvió a decirme con más insistencia y no me quedó opción que contestarle: —Buen día, Padre. Me vengo a confesar porque mi hija se va a casar y quiere que la acompañe comulgando en su ceremonia… eso es todo. Creo que el cura se rio simulando una carraspera. Luego, me preguntó: —¿Qué pecados tienes, hijo? —a lo que le conté que solo había trabajado como un buey para ganarme el pan en la carnicería desde que había venido a estas tierras desde Galicia, que no había andado con putas, que no robaba con el peso de balanza, que no fumaba y que alguna que otra vez disparaba alguna palabrota, pero con causa justificada. El sacerdote volvió a reírse y me dijo que rezara diez Padre Nuestros, diez Ave Marías y un Gloria y me quedé mudo. Al ver que yo no decía nada me indicó: —Y ahora debes hacer el acto de contrición —y para mí era lo mismo que me hubiese dicho que me tenía que ir a alistar en la legión extranjera. —Muy bien, hijo, hagamos otra cosa mucho más productiva, vuelve a tu trabajo y carga varios kilos de carne y llévalos al hogarcito que está cerca del puente de la Noria y con eso quedarás perdonado —me ordenó y me precisó bien donde quedaba. Recuerdo que me levanté con una felicidad inmensa que hacía mucho tiempo no sentía, un alivio interior. Di un par de pasos con la intención de salir 48


corriendo del templo. Me arrepentí y volví al confesionario, me arrodillé y volví a golpear la ventanita. —Padre, una cosa más, solo para contarle a mi niña Laura… ¿Cuál es su nombre? —le pregunté agitado. —Tulio, Padre Tulio —me respondió y salí como tiro a cumplir con mi deuda. Volví a la carnicería, abrí la heladera y saqué dos riestras de chorizos, morcillas, cuadril, asado y los puse en una bolsa, serían unos veinte kilos aproximadamente. El verdulero me miraba sin entender qué me estaba pasando. Le guiñé un ojo al de la pescadería y me fui. Subí la mercadería en la camioneta y fui a llevarla a donde me había dicho el cura. La señora que preparaba la comida y los chicos me recibieron como si hubiese ido Melchor, Gaspar y Baltasar a llevarles juguetes. Todo era felicidad y agradecimiento. Mi pecho estaba lleno de satisfacción y orgullo. Qué buena idea que había tenido Laurita, ahora si la podrían llamar “La hija del carnicero” y sin pecado en el alma. Me despedí. Los chicos se me colgaban y me llenaban de besos. Algunos querían que los llevara a dar una vuelta en la chata, pero me dio miedo encariñarme de más con alguno. Les prometí que volvería y que si Dios quería les iba a traer carne para todos por lo menos una vez al mes. Al rato, volví despacio tratando de disfrutar cada segundo de lo que me estaba pasando. Al dar la vuelta en mi cuadra veo sorprendido que había dos patrulleros estacionados en la puerta del mercadito. Varias vecinas estaban conversando con Doña Lola y dos oficiales hablando por handy. Estacioné donde pude y me bajé como loco. —Pero, coño, ¿qué ha pasado aquí? —le pregunté asustado a uno de los policías. —Entraron dos maleantes a robar, hay un herido de arma blanca —me comenta mientras le contestaban de una ambulancia que se acercaba. Entré al local y en medio de un charco de sangre estaba tirado el encargado de la pescadería junto al verdulero que le hablaba y hablaba tratando de darle ánimo. 49


—Ya están llegando, amigo, ya están acá. —le dije shockeado por el acontecimiento. En no más de un minuto entraron dos enfermeros con una camilla y se lo llevaron. Fui a buscar un trapo de piso para limpiar, de paso, fui a mirar en la caja registradora si la plata que tenía para pagarle las reses al del frigorífico aún estaba ahí. Nada faltaba—. Menos mal que el padre Tulio me pidió que vaya a llevarle carne al hogarcito del puente de la Noria —le dije al verdulero que se me quedó mirando como si yo fuese un marciano. —¿Llevarle carne? ¿El Padre Tulio? —me preguntó. —Sí, ¿qué tiene? Hay que ayudar a la comunidad… ¿No te parece? —le contesté esperando su aprobación. —Sí, sí, hay que ayudar, pero del padre Tulio, no lo creo, no te pudo haber pedido que hagas eso. —me contestó él, muy desconfiado mientras me ayudaba tirando un balde de agua para quitar los últimos coágulos de sangre. —Pero, hombre… ¿tú lo conoces? ¿No es buena persona ese cura? —le volví a preguntar. —Sí, buen tipo es, más bien, era… ya que… lo mataron de un cuchillazo dos mocosos hace tres años para robarle en la sacristía de la Iglesia del Rosario — me contó categórico y compungido como quien conoce con lujo de detalles toda la historia. Retorcí el trapo lleno de sangre y agua dentro del balde y comprendí que esa sangre que ahí se escurría podría haber sido la mía si no fuera por el Padre Tulio.

GUSTAVO VIGNERA

Argentina

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E

staba dedicado a esa clase de especulaciones inútiles, imaginar los posibles destinos que habría tenido si mis elecciones hubieran sido distintas; por ejemplo, qué habría sido de mí, si no me hubiera casado; desde luego tendría más plata. Y si

hubiera estudiado otra carrera, la que quería mi viejo. Siempre llegaba a la misma conclusión: era un boludo, me había equivocado, pero a lo grande, guiado por algún ideal o por la pasión del momento. Eran más de las seis de la tarde, el fresco ya se notaba; pero no quería volver a mi departamento de soltero. Esas cuatro paredes con vista a la plaza me agobiaban. Tampoco iba a cambiarme a una de las mesas del interior del bar, afuera tal vez me iba a despejar. Darle vueltas al asunto de mis posibles vidas no me iba a llevar a nada. Pensé en un par de cuentos de Borges, “Examen de la obra de Herbert Quain” y “El jardín de senderos que se bifurcan”. Por supuesto, era ficción. Había leído, tal vez en una "Muy interesante", que la física cuántica planteaba que todas las posibilidades podrían existir en universos paralelos, aunque, por supuesto, en el plano de las partículas subatómicas. ¡Qué consuelo! Miraba sin ver hacia el final de la cuadra, cuando escuché que me saludaban. —¿Qué hacés, flaco? —era Julián que ya estaba acomodándose en la otra silla. Habíamos sido muy amigos en otra época. —¿Qué hacés acá? Te hacía en Europa. Sentate nomás. —Vine para un velorio, hermano. ¿Me acompañás? Le pregunté si quería pedir algo; negó, en esa clase de reuniones suele abundar el café, se excusó. Pagué la cuenta. —Bueno, ya podemos ir a la funeraria —le dije una vez parado. —Es en una casa de familia —aclaró. Pensé que eso no se usaba más, se lo dije, me explicó que aún algunas familias lo acostumbraban. 52


—¿Dónde queda? —pregunté. Dijo el nombre de una de las calles principales, pero la numeración era demasiado alta. —Eso debe quedar donde las calles terminan. Va a ser mejor que busque el auto. —Caminemos, como en los viejos tiempos —propuso Julián. Cuando estábamos en la secundaria, solíamos dar largos paseos desde el centro, donde quedaba la escuela, hasta los arrabales en los que vivíamos; aunque, a veces, nos demorábamos en casa de algún conocido que diera cobijo a nuestras interminables discusiones. Le hablé sobre mi preocupación del momento; me sorprendió su pragmatismo. —Es inútil; por no decir una huevada, la realidad es la que es. —Pero... —Podrías volver a escribir. Sería una manera de canalizar los divagues. ¿Te acordás cuando nos inscribimos al taller literario de la municipalidad? — Seguro fue por alguna minita. No me acordaba cuál había sido el motivo. Tal vez, una chica o conocer nuevas. Ese era el principal motor en aquel entonces. Recordamos algunos nombres femeninos de nuestra adolescencia. Julián pensaba que yo podría mantener contacto con viejas conocidas. Le conté que no; que, cuando volví de estudiar historia en Capital, los círculos sociales estaban rotos; algunas se habían ido de la ciudad, las que se quedaron ya tenían familia; además yo había vuelto en compañía de Laura, mi ex mujer. —Me convenciste de estudiar historia en Buenos Aires, y a mitad de carrera te rajaste a España —el reproche fue inevitable. —Vos te quedaste, que no es lo mismo. Era verdad, me imaginaba catedrático, no como un lavacopas. Julián nunca había vuelto a estudiar. Conoció el mundo de la hostelería, y ahí se quedó, me siguió contando. Cuando se fue, todavía no existían las redes sociales, y 53


perdimos el contacto hasta ese momento. Íbamos dejando el centro. Los primeros barrios reproducían su arquitectura de viejos caserones franceses, pero la decadencia empezaba a notarse en las fachadas que dejaban, sin voluntad, algunos ladrillos a la vista. —¿Qué podría escribir? —se me ocurrió preguntar para terminar un largo silencio en el que nos habíamos enfrascado. —No sé, qué sé yo, cualquier cosa. Esto, por ejemplo. Un viejo amigo que se te aparece y te invita a un velorio; podría ser un argumento. —Tenés razón, aunque tal vez no sea muy verosímil. —Imagino que eso depende de vos. Julián no escribía, pero siempre fue un lector dedicado, así que su opinión tenía valor. Pasamos frente a un bar que, además del entretenimiento de las mesas de pool, ofrecía la compañía de señoritas. —¿Te acordás? —preguntó mi amigo. Por supuesto. Más de una vez había anhelado las noches que pasábamos en ese tugurio. Fernet con coca, discusiones sobre política internacional o astronomía. Unas cuadras más adelante, el asfalto no era más que alguna promesa de campaña. Las buenas costumbres dictaminaban que se debía caminar por la calzada, las veredas estaban reservadas para sillones plegables sacados por señoras que a esa hora tomaban mate. Aunque el ripio estaba tan seco como un desierto de película, olí tierra mojada. En una esquina, rodeada por una zanja que imaginé profunda, se alzaba una casa amurallada. —Es ahí —indicó Julián. —Deberíamos haber venido en el auto. Tengo los pies a la miseria, y el polvo de la ropa no habrá quién lo saqué. —No seas flojo, de pibe nos pateábamos esto y más. 54


—Ya no somos pibes. Para eso habíamos llegado a la puerta, después de pasar por un puentecito que unía la vereda con la calle. No había ventanas. Solo el garage y la entrada. Pasamos a un patio. Algunos gatos soñolientos lo dominaban. Los pocos dolientes los esquivaban. La construcción imitaba el estilo colonial, una serie de habitaciones unidas por una galería que formaba una u. En un rincón vi un banco de plaza. Sentada en él, una chica leía. —Voy a la capilla ardiente. —Te espero acá; ya sabés que ver muertos no es lo mío. Julián entró a una pieza, la única iluminada. Me acerqué hasta el banco. La muchacha pareció no darse cuenta. —Te acompaño en el sentimiento —dije a modo de saludo. —Gracias —contestó sin mirarme. —¿Qué leés? —pregunté sin pensar que podría parecer un pesado. —Un libro suyo, escribía —seguía con los ojos en el volumen. Era evidente que no quería que la molestaran. Así que, por pudor, decidí dejarla en paz. Antes de buscar otro banco o el borde de un cantero donde esperar a mi amigo, estiré la cabeza para ver el texto que la tenía absorta. Los pulmones se me llenaron de olor a tierra húmeda. Leí un título y la primera frase de lo que sería un cuento: Donde las calles terminan Estaba dedicado a esa clase de especulaciones inútiles…

MARTÍN ACEVEDO

Argentina

Instagram:: http://instagram.com/martin_letrasypimienta

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A

Pedro siempre le gustó leer. Desde niño se sentaba arrollado en el Bergere de su padre con un libro en las manos y al poco rato se había introducido en el mundo mágico creado por el autor. Por suerte en el edificio donde vivía había muchos niños

que después de la escuela y de tomar sus meriendas pasaban por los apartamentos de sus vecinos invitándolos a jugar en los espacios comunes. Eso le gustaba a Pedro así que cuando golpeaban a su puerta soltaba el libro enseguida y salía. De noche después de la cena cuando su hermano, ocho años menor, se ponía fastidioso reclamando toda la atención de sus padres, Pedro se metía en su dormitorio con un libro. De adulto hacía algo parecido. Después de la cena, mientras su esposa e hijos miraban televisión, él se sentaba en su sillón preferido y leía. Claro que la televisión y discusiones entre sus hijos lo distraían, pero no demasiado, tenía la capacidad de colocar mentalmente esos sonidos como música de fondo. Cuando se acercaban las vacaciones y sabía que él quedaría solo en la casa durante la semana en la que su esposa e hijos estarían en algún balneario, Pedro siempre se imaginaba disfrutando de la lectura en silencio, pero llegado el momento extrañaba el ruido y a veces prendía la televisión solo para crear el sonido de fondo. Este año la tele estaba rota y aunque le avisaron para que la hiciera arreglar, se olvidó, cosa que no le preocupó, creyó que no la necesitaría. Se fueron, al fin solos, pensó, y se fue a la cocina a servirse un vaso de gin-tonic con limón, después fue al estar, eligió un libro y se acomodó en su sillón a leer con el vaso de gin-tonic en la mesita de al lado. La novela que se puso a leer era una policial sobre un asesino serial que entraba a las casas de hombres adultos y los asesinaba en el lugar. Pedro no era asustadizo, pero sí precavido. Cerraba todas las puertas con llave, pero si hacía calor dejaba las ventanas abiertas sin que eso le preocupara. Esa noche mientras disfrutaba de su libro de pronto sintió un sonido fuerte que parecía un golpe que provenía de algún lugar de su casa. La ventana de mi cuarto, se dijo, debe de haberse cerrado por el viento. Se levantó y fue a su dormitorio. La ventana estaba como siempre, semiabierta, así 57


que simplemente se acercó y le colocó el gancho que normalmente le impide moverse con el viento. Aprovechó a respirar el aire exterior, miró para fuera al jardincito de atrás y un pensamiento negativo le cruzó la mente. Si alguien entra al patio desde el jardín del vecino puede entrar a la casa por esta ventana. Pero no le dio importancia. Era solo una observación racional de una probabilidad que consideró remota ya que el barrio era tranquilo, hacía años que no se sabía de hechos criminales. Además, con la luz prendida se notaría que había gente en la casa y nadie entraría a robar, pensaba. Volvió al living, a su sillón, y después de un sorbo de su gin-tonic volvió a la lectura. Ya habían aparecido dos cadáveres, los dos eran hombres que, como él, tenían cuarenta y cinco años y estaban solos con un vaso de cerveza a su lado. Mi bebida es más distinguida, se dijo, y siguió leyendo. En los dos casos los hombres asesinados aparecían en calzoncillos y acostados bocabajo en el suelo. La causa de muerte: heridas de arma blanca en el cuello y espalda. Seguro que eran gays, pensaba Pedro, el arma blanca y la desnudez era típica, habrá que investigar por ese lado. De los siguientes dos casos el novelista describía en detalle las actividades del asesino en las afueras de las casas de sus víctimas. Estando en el jardín o patio, según el caso, el asesino se preparaba poniéndose una capucha y unos guantes oscuros como el resto de su vestimenta. Describía también las peripecias de su entrada, su búsqueda de una puerta o ventana abierta, también, y en detalle, cómo a pesar de sus cuidados, después de haber entrado, se tropezaba con una mesita ratona de una de las casas haciendo ruido y con un banco en la cocina en la otra, sobresaltando a las víctimas. En el primer caso el hombre de la casa invadida está en el piso de arriba y al escuchar un golpe decide bajar a ver si hay alguien, pero va tranquilo, sin armas y Pedro piensa que es un pelotudo ¿para qué baja? y si se encuentra con el asesino ¿qué hará? Se imagina que si él estuviera en esa situación bajaría al menos con un paraguas, o un palo de golf, bastón, lo que fuera, pero regalarse así le parecía absurdo. 58


No ocurrió nada, el hombre vio que estaba todo en orden, excepto su libro que estaba abierto sobre el almohadón de su sillón favorito. Lo tomó, lo ojeó, y en vez de guardarlo como había pensado al levantarlo, se sentó a continuar la lectura, lo que le vino bien al asesino que estaba escondido detrás de una puerta esperando que su víctima se quedara quieta. En el segundo caso la víctima estaba como él, en el estar, con la luz de una lámpara iluminando solamente su sillón y su libro. Al escuchar ruidos en la cocina cierra el libro, trata de prestar atención esperando que se produzca un nuevo sonido que le revele de qué se trata, pero el silencio es total por lo que prosigue su lectura. Pedro, que también escuchó un sonido que rápidamente asignó al cierre del portón de la cochera del vecino, sonido que normalmente con la TV prendida y la familia en la casa apenas se siente, hizo lo mismo, no escuchó más nada, se autoconvenció que el sonido provenía de la casa del vecino, lamentó no haber arreglado la televisión para tenerla encendida y así no sobresaltarse por ruidos usuales y prosiguió con su lectura. Leyó que el modus operandi del asesino era acercarse sigilosamente a su víctima por detrás y ponerle un cuchillo en el cuello a la vez que tapaba su boca con la otra mano enguantada. En cuánto la víctima se tranquilizaba asumiendo la gravedad de su situación, el asesino aflojaba la mano que tapaba la boca a la vez que presionaba un poco el cuchillo diciéndole a su víctima en una voz grave que no gritara ni pretendiera escapar. Después le pedía que se sacara la ropa y si no obedecía le clavaba unos puntazos poco profundos en los brazos. El dolor y el sangrado asustaba, así que rápidamente la víctima se quitaba todo menos el calzoncillo. Ambas víctimas se pusieron de rodillas y le pidieron clemencia. ¿Los dos igual? Se preguntaba Pedro. El mismo accionar del asesino es comprensible pero que las víctimas reaccionen igual… ¿será así? El relato se salteaba el asesinato y en el capítulo siguiente pasaba a describir el hallazgo de las víctimas por parientes o amigos los que, asombrados porque no se les había visto en sus lugares habituales, les fueron a buscar encontrándose con la terrible escena: los cadáveres en el piso y mucha sangre por 59


todos lados. Llamaron al 911 y la policía se presentó enseguida, dos asesinatos en la misma noche, decían. Tenemos que dividirnos, hay que apurarse a identificar al asesino. En cada casa delimitaron la escena del crimen y revisaron todo buscando pistas como se hace generalmente. El jefe de la policía fue a ver ambas escenas. —Ya tenemos cuatro crímenes muy parecidos —les dijo a los agentes de la segunda escena— además del perfil del asesino tenemos que armar el perfil de la víctima para prevenirle antes de que aparezcan más hombres asesinados. —Ya sabemos que se trata de hombres de mediana edad que están solos —dijo un agente. —Y que leen —agregó el menor de los agentes mientras sostenía un libro con sus manos enguantadas. —Además están los vasos de cerveza —acotó otro. —¿Todos tomaban cerveza? –preguntó un detective. —No, hay una víctima que tenía whisky y otro gin. —Todos con alcohol, entonces. Pedro empezó a preocuparse ¿sería él el próximo? Sintiéndose un poco tonto por sugestionarse, se levantó y fue a cerrar las ventanas de todos los dormitorios. Está empezando a refrescar, se decía como justificándose y además así evito que entren mosquitos. Volvió a su sillón más tranquilo, tomó un sorbo de su gin-tonic y retomó la lectura justo cuando se estaba avisando en todos los medios que los hombres solos debían buscar compañía o tomar medidas especiales para protegerse. En ese momento Pedro siente unas manos que le tapan los ojos. Un aullido desesperado salió de su garganta y tomó con fuerza las manos para sacárselas de su cara. —¡Papá, soy yo! ¡¿qué te pasa!? Pedro no escuchaba y seguía aullando como si después de encendido el grito no se pudiera apagar. —¡Papá! Cuando Pedro se dio vuelta y vio a Daniel empezó a calmarse. Aún 60


alterado y con la voz entrecortada le dijo: —¿K-qué hacés acá? —Tengo un examen en dos días, por eso no me fui con los demás, pero no me quedo, vine con Sofía a buscar unos cuadernos. —¡Dios mío! … me asustaste. —Ya vi. Seguro creíste que yo era el asesino serial. Pedro lo miró extrañado, ¿de qué hablaba? —¿Qué asesino serial? —preguntó —¿No viste las noticias? Hay un asesino por la zona, ya aparecieron tres hombres muertos. —¡Tres hombres muertos! —dijo asombrado— No vi nada, la televisión está rota. Maldición, debo arreglarla. Hay que estar informado. —Papá, como si tú escucharas alguna vez los noticieros, te pasás leyendo. —Pero una noticia como esa la hubiera escuchado, en un segundo plano siempre escucho. Pero contame más ¿dijeron quiénes eran las víctimas? —Ay Papá, qué víctimas, yo leí el libro que estás leyendo.

PATRICIA LINN

Uruguay

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“¡A

h!”—Se gritó muda de repente— “¡Pero que el Dios me ayude a conseguir lo imposible, solo lo imposible me importa!” Esa frase irrumpía de a ratos, como si viniera desde muy lejos en el tiempo, como si alguien le hablara

desde otra vida o desde otro mundo. Su existencia, así como transcurría, ya carecía de sentido. A diario, cuando salía de cacería junto a su cardumen de sirenas, nadaba desolada preguntándose por qué esa sensación desconocida surgía como un manantial despiadado y arrasaba su apacible simpleza. De qué manera puede crecer una obsesión sin siquiera comprender el idioma en el que llega un mensaje ni, tampoco, su significado. O cómo implorarle a un Dios sin creer en alguno o por qué desear lo imposible, sin tener noción de limitaciones al haber crecido sumergida en la inmensidad del fondo del mar. No era la misma después de la inquietud. Cuando cantaba para cautivar a las presas, lo hacía contrariada, con una tristeza tan profunda como el familiar lecho marino, cada vez más ajeno, más desdeñado. Ignoraba por completo que esa sensación de vacío se llamara insatisfacción humana. Una noche, salió a la superficie y vió cómo la luna escurría un beso de luz sobre el mar, le entregaba todo lo que ella era y el mar, abrazado por el resplandor, se dejaba abrigar por la luminiscencia de su manto: el mar ondulante parecía una interminable y tornasolada cola de sirena. Quedó tan conmovida por la imagen que sus ojos se derritieron en perlas líquidas igual de saladas que el océano. Las sirenas no lloran (o no lo notan y lo confunden con una corriente submarina cálida). Asustada, pensó que era indigestión como castigo por devorar seres de la superficie. Ya no quería comer más de eso, solo tragaría algas que sabían a olas, no largaban líquidos horrendos cuando les hincaba su dentadura afilada ni chillaban. Presentía que había algo muy equivocado en sus costumbres, no quería alimentarse más de sufrimiento. Creyó que el malestar era asco, pero no. Muy lejos, divisó un galeón cerca de la línea donde todo terminaba —le dieron 63


lástima los que poblaban la superficie, los sintió tan indefensos, el espacio que ocupaban parecía una prisión diminuta donde se dificultaba respirar— algo se encogió adentro, en el centro de sus latidos, y esas dos mínimas vertientes salinas, otra vez, chorrearon las mejillas. Cada atardecer, los hombres escuchaban desde sus navíos el canto espeluznante que nublaba la razón y los empujaba al agua, para ser devorados por esos engendros cubiertos de escamas iridiscentes. Se zambullían embelesados, rumbo a una muerte segura, despedazados a dentelladas dentro de las fauces hambrientas. Solo salvaban sus vidas los que no desestimaban la supuesta leyenda y se resguardaban en sus camarotes bajo siete llaves. La nave se aproximaba al territorio más temido. El capitán advirtió a su tripulación del peligro y ordenó que todos se encerraran. A él hacía muchos años le pesaba demasiado la vida de a bordo. Despersonalizado, crudo y salvaje en cada batalla, acostumbrándose a matar para no morir y luego, sobrevivir con el sabor acre de la muerte en el paladar. Ya no resistía ver el reflejo de su imagen en los espejos, despreciaba al ser aberrante que lo poseía. La indolencia lo alejaba cada vez más de los resabios de humanidad que todavía pugnaban por recordarle su condición. Sin deseos a largo plazo, con el alma empobrecida, navegando en medio de la paradoja permanente de marcar rumbos sin tener uno propio. Nadie imaginaba que él esperaría manso en la cubierta que el hechizo lo atrapara y las bestias enardecidas lo desgarraran sin piedad. No soportaba más el acoso de una pregunta lacerante —en apariencias absurda—, masticando su cerebro hasta hacerle perder el juicio: ¿cómo un ser humano se convierte en ser humano?. Lo desesperaba entender que la remota oportunidad de rescatar la virginidad espiritual ya la había perdido hacía siglos. Se recordó de niño y lamentó tanto haberlo destrozado de ese modo. El viento traía los primeros susurros sibilantes, las sirenas se iban congregando alrededor del casco del barco. Nadaban en círculo dibujando ondas 64


temblorosas y salpicaban burbujas nacaradas. El agua parecía hervir. Inesperadamente, todo quedó en calma. Luego, sobrevino el canto furioso. El ulular frenético avanzó con la potencia de un diluvio. Por completo enajenado, el capitán enarboló en su garganta como grito de guerra su pregunta sin respuesta, a medida que lo envolvía el sonido de las colas escamadas chasqueando contra el oleaje y la ferocidad de los aullidos. En medio del caos, una voz cristalina pedía a Dios con dulzura, conseguir lo imposible. El marino dejó de oír el ruido aterrador y sintonizó con ese anhelo por conseguir algo desconocido o prohibido o inalcanzable. La sirena de las profundidades escuchaba la pregunta desgarradora del ser superficial. En ese intercambio invisible, sutil, se sintieron uno con el mismo dolor y la misma soledad. Mientras él caía al agua, las respuestas se hilvanaron con claridad. La angustia se despejó al entender que para ser humano no hacía falta ser humano, solo había que desaprender, volver al origen olvidando lo adquirido, rescatar la esencial inocencia del alma y liberarla. Sin saber cuál de todas ellas era la que buscaba lo imposible, antes de abandonar su cuerpo, pensó muy fuerte y muy profundo, le gritó mudo que la amaba y que sería, por siempre, todo suyo su amor imposible. Ambos sintieron la redención en sus bocas húmedas, en la mirada acuosa, en la piel resbaladiza, en el pelo enredado con algas y estrellas y caracoles.

MARINA GÓMEZ ALAIS

Argentina

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-¡P

ase, amigo Arredo! La voz de Kurzick sonó jovial a los oídos de Pablo, a pesar de la distorsión del altavoz. En realidad, en el estado de semieuforia en que se encontraba, hasta el berrido de un cerdo le habría

acariciado los oídos. Tras correrse silenciosamente hacia un costado la puerta de plexifibra, penetró con paso firme en la pequeña y atestada oficina del jefe. Kurzick, de pie detrás del escritorio de aluminio, dejó que sus rasgos, habitualmente preocupados, se distendiesen en una sonrisa bonachona. Detrás de él, las paredes del reducido habitáculo rebosaban de pantallas táctiles y luces parpadeantes, de cada una de las cuales podía surgir en cualquier momento un tremebundo dolor de cabeza para él. Extendió la mano. En la palma regordeta descansaba el “pen-drive” que Pablo Arredo había estado esperando por cinco largos años. —¡Aquí está su liquidación, amigo! ¡Sentiremos perderlo! Su trabajo fue excelente. —Gracias, jefe—. Tomó reverentemente el artilugio y lo introdujo en el bolsillo superior de su uniforme, en cuya solapa se leía “Proyecto Nuevo Hábitat”, y pasó los dedos por sobre el borde adherente—. Yo también los extrañaré un poco —añadió, por cortesía. Pero mucho más extraño a la Tierra... Mi querida, lejana Tierra... Aun con sus defectos y sus lacras, su loca gente y el pandemonio de las ciudades, la quiero. ¡Y al fin volveré ahí, tras estos años interminables en la aridez de Marte! ¡Querida, amada Tierra mía! Kurzick pareció leerle el pensamiento. —Tiene apuro por volver, ¿eh, mi amigo? —su castellano, marcado por un fuerte acento foráneo, generalmente le causaba gracia a Pablo; pero esta vez le sonó a música celestial—. ¡Claro! La noviecita espera, ¿eh? La ancha sonrisa del joven, suavizando el rostro curtido por el rigor del trabajo de esos años en Marte, expresó de sobra sus sentimientos. ¡Gilda..., Gilda! 67


¡Qué falta me hiciste! “Y de seguro que este chico hasta le fue fiel en este lustro”, se dijo el jefe. “No me sorprendería nada, conociendo la firmeza de sus convicciones... y su candor. ¡Que sean felices! Se lo merecen.” Sin embargo, juzgó prudente reiterar la pregunta que ya le formulara varias veces: —Pero a pesar de todo, ¿está seguro de que no quiere esperar otra quincena, para irse con la nave de recambio? Sería un viaje más seguro que en la monoplaza, ya lo sabe. —¡No, jefe, muchas gracias! ¡Ya le avisé a Gilda de la fecha en que iba a llegar! No puedo defraudarla, ¿no le parece, jefe? Kurzick, con leve encogimiento de hombros, le tendió la mano. —Como quiera... Buen viaje, entonces, amigo Arredo. ¡Y buena suerte! El resto de las horas fueron un líquido gelatinoso para Pablo. Finalmente, instalado en su monoplaza, esperó el permiso de partida de la torre de control durante un lapso que le pareció infinito... Pero cuando quiso acordarse, ya estaba en pleno espacio, librado a sí mismo, dejando atrás los yermos marcianos, y de regreso a la Tierra. —¡Mi querida Tierra! —se le escapó en voz alta, y el concepto, de algún modo, se fundió con su añoranza hacia su amada Gilda..., que lo había esperado tanto—. ¡Gilda de mi alma, ya voy, ya voy! Las monótonas semanas del viaje espacial se sucedieron, traducidas en alternancia de largos períodos de sueño programado con breves intervalos de actividad, dedicados a la inspección rutinaria de diales y pantallas; todo ello, a juicio de Arredo, completamente inútil, ya que la eficacia de los controles estaba garantizada por el sistema de comando. Le molestaba no poder comunicarse con Gilda; pero las transmisiones personales estaban vedadas en las naves de la Compañía; por tanto a Pablo Arredo no le quedaba otro remedio que aguardar a encontrarse personalmente con su novia para poder expresarle todo lo que sentía..., que seguramente sería 68


recíproco. ¡Y ya faltaba poco..., tan poco! —¡Estoy feliz, feliz, feliz! —canturreó, cuando el indicador de tiempo marcó la proximidad del término del viaje. Y en este instante, la luz roja de alarma se encendió en el tablero de controles, como un grito de alerta luminoso. —¡No! ¡No puede ser! ¡Caída del sistema! ¡Dios del Cielo..., justo ahora..., y a mí! Se sintió impotente. Todo era automático en esas pequeñas naves; por eso cualquiera podía manejarlas, sin ser piloto, ya que el sistema lo hacía todo. ¡Pero ahora... no había sistema! ¿Qué voy a hacer, qué voy a hacer? ¡Gilda..., Gilda! ¡No puede ser que ahora...! ¡No, es injusto, inhumano..., no, Dios, Tú no lo permitirás! ¡Haz que se arregle, que pueda volver a la Tierra y a Gilda! ¡Sálvame, Dios mío! Los instrumentos comenzaron a fenecer, uno a uno, aunque el suministro de oxígeno, con sistema independiente, de emergencia, continuaría funcionando, Pablo Arredo bien lo sabía. No pudo evitar, en medio de su desesperación, un pensamiento irónico: —¡No tendré comida ni agua, pero al menos moriré con aire en los pulmones! Por el momento, la órbita de retorno se mantenía; pero en cualquier instante, y él no lo ignoraba, dejaría de ser constante, y la minúscula nave se perdería en la inmensidad cósmica. Nunca pensó que algún día haría esto, tantos años después de su primera comunión. No podía hincarse en pleno vuelo orbital, pero entrelazó los dedos y cerró los ojos, elevando una súplica ferviente: —¡Señor, en Tus manos me abandono! No supo cuánto tiempo había pasado, pero de pronto llegó a sus oídos una suerte de zumbido ululante, en tanto una luz púrpura de aviso titilaba febrilemente. Abrió los ojos, esperanzado, y conectó el visor de emergencia, que afortunadamente funcionaba. ¡Era cierto! ¡Una nave terrestre se acercaba! 69


Momentos después, el hombre rescatado reposaba en uno de los amplios camarotes de la gran nave crucero que por casualidad había captado la situación de riesgo en que se encontraba y, de acuerdo al código del espacio, acudió en su socorro. —¿Se siente mejor? —El médico de abordo, de mediana edad y rostro afable, se inclinaba hacia él, recostado en blanda cama—. ¡Bonito sueño se ha echado, viejo! ¡Dieciocho horas! Pablo Arredo se incorporó sobre un codo. —¿Tanto dormí? Lo lamento..., estaba como... —Es natural, mi amigo. Pero deje de preocuparse...; ya pasó el susto. Ahora, ¡de vuelta a casita, a reencontrarse con todo lo suyo! Justamente regresábamos hacia la Tierra cuando lo encontramos. —¿Faltará..., faltará mucho para que lleguemos? —Cuestión de horas. Descanse un poco más. ¡Ya le avisaremos, pierda cuidado! Ah..., y en el futuro, asesórese un poco mejor, muchacho. ¡Esa falla del sistema pudo corregirse con facilidad, sabiendo cómo, claro! Le faltó capacitación, ¿eh? —bromeó. Gilda, pensó Pablo, al posar la cabeza en la almohada y cerrar los ojos, Gilda..., Tierra..., ¡ya voy! Y todo llega... Y Pablo Arredo bajó la escalerilla de la nave, rodeado de la simpatía de los pasajeros y tripulación, que lo palmeaban y le deseaban la mayor felicidad. —¡Mi Tierra..., mi querida Tierra! —exclamó en su interior, al pisarla. Y, sin previo aviso, la Tierra se precipitó hacia él, todo se oscureció..., y fue la nada. Días después, un pequeño grupo se congregaba en torno de la placa de cemento fijada sobre el verde césped del “Parque del Sueño Eterno”. Los hombres, con gesto compungido; sollozando quedamente, las mujeres. Gilda no lograba aceptar lo sucedido. Pablo, mi Pablo... Superaste los riesgos y los azares de cinco años de trabajo en un 70


planeta hostil, sus privaciones, sus tormentas repentinas..., te salvaste milagrosamente de morir en el espacio..., y ahora sucumbiste por algo tan diminuto como un simple virus..., uno para el que habías perdido la inmunidad en esos cinco años..., contraído quizás en la nave que te trajo... Hasta pudo ser del propio médico. Es irónico..., cruel..., inexplicable... Pablo Arredo había vuelto a su querida Tierra. Bien adentro de ella.

CARLOS M.FEDERICI

Uruguay

Wikipedia: Carlos María Federici

Ilustración: VIRGIL FINLAY --

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E

“No temo a la muerte”, decía, y seguro que decía la verdad. Pero y a lo demás, ¿Le temía? Al dolor de estar sin ellas, de que ellas estuvieran sin él, de que la vida continuara a pesar de su ausencia. El miedo a ser un recuerdo, una anécdota. “Tuve un padre y se murió” Carmen Amoraga “La vida era eso”

l calor es insoportable. Se sienta al borde de la cama hasta que la somnolencia se disipa. Herminia, su mujer, duerme con las piernas encogidas. Se para despacio para no despertarla. Espía por el borde de la cortina. Afuera todo es negro todavía. Apenas

se ve una línea de claridad hacia el lado del río. Calcula que deben faltar un par de horas para que amanezca. Va hasta el fogón y atiza el rescoldo, tira un par de astillas y cuando encienden pone la pava y, mientras prepara el mate, acerca la parrilla con el trozo de carne que quedó de anoche. Sale al patio, bombea un par de veces en la batea y se refresca. Entra al rancho y el agua ya está a punto. Mientras ceba y come el churrasco, observa a los gurises que duermen en los catres al otro extremo de la pieza. Están creciendo rápido. Hortensia, la mayor va para trece, Héctor tiene diez y Horacio seis recién cumplidos. En invierno pasan la semana en la escuela y el sábado y domingo en casa. Ahora en enero están de vacaciones. Durante el verano Hortensia acompaña a la madre que trabaja en el casco de los Voith. Los otros se quedan haciendo lío en el rancho mientras Ramón, el Moncho para todos, se desloma en la yerbatera de lunes a sábado. Pero hoy es domingo y Moncho, quiere ir a recorrer las trampas para ver si el almuerzo de hoy puede ser distinto. Se pone la camisa, las botas para el monte, la bolsa de lona en bandolera, el sombrero de ala ancha y el machete en la cintura.

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—¿Ya te vas? —pregunta Herminia. —Sí, sí. Quiero volver antes del mediodía. Tené el fuego prendido. Que los gurises barran el gallinero. Así no están toda la mañana al pedo. Toma el camino que va al río. Ya comenzó a clarear. Después de media hora de caminata encuentra el sendero que él mismo abrió para colocar las trampas. Se interna hacia el oeste en el monte. Sabe cuáles son las especies protegidas que debe soltar y aquellas que por ser consideradas plagas se pueden cazar. Tiene claro que tampoco serviría atrapar, aunque se pudiera, una corzuela o un pecarí porque es un animal muy grande para su familia y no se aprovecharía. Mientras avanza piensa: “me basta con un conejo o una liebre, que alguien introdujo hace mucho y se reproducen... como liebres”. Sonríe con su propio chiste. Las dos primeras trampas están vacías. “Si algún animal cayó —piensa—, escapó o alguien pasó antes que yo y se lo llevó”. El ofidio lleva dos noches de caza infructuosa. Sufre mucho el calor y prefiere guardarse cuando el sol abrasa. Se está retirando cuando el aroma de la presa golpea sus glándulas olfativas. Se aproxima y la ve debatiéndose por salir de un pozo profundo. Prepara su ataque en el momento que las vibraciones del piso le indican que algo se acerca. Se repliega y esconde en el follaje. Moncho llega a la tercera y a través de las ramas ve algo que se mueve en el fondo. Parece un conejo. Se arrodilla en el borde y mete la mano para agarrarlo en el momento que, como un latigazo, el ofidio muerde su mano en el dorso, cerca de la muñeca. —¡Mierda! —grita Moncho al tiempo que sacude el brazo. Con la izquierda saca el machete pero el ofidio desapareció entre los arbustos. Un dolor punzante en el lugar de la mordedura justo donde se ve las dos marcas de los colmillos que comienzan a sangrar. “Debo mantener la calma”— piensa Moncho mientras trata de recordar los consejos que les dio el año pasado

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un doctor del micro sanitario que pasó por el pueblo. “Claro, uno siempre piensa que no le va a pasar. A ver: no torniquete, no chupar, inmovilizar la zona, sacar la ropa, atenderse enseguida”. Se saca la camisa, pone el brazo derecho contra su pecho sostenido en las manijas de la bolsa de lona y con la izquierda saca el conejo del pozo y lo suelta. Sale al camino. Se tiene que atender enseguida. No vuelve a su casa sino sigue hacia el río donde está el puesto de Gendarmería. La mano ya está hinchada hasta los dedos y tomando una coloración morada. Le duele mucho. Tiene por delante como media hora más de camino. Mientras apura el paso, no puede dejar de pensar en un cuento que trajo una vez Hortensia del colegio, de un escritor que se llama Horacio, como su hijo más chico, pero no recuerda el apellido, donde una yarará lo pica al hombre y tarda tanto en llegar a atenderse que se termina muriendo. “A mí no me va a pasar —se dice—. En un rato estaré en el destacamento. Por lo menos no me picó en las patas y puedo caminar”. Parece que el camino es más largo que nunca. Siente una puntada en el codo. El antebrazo también se está hinchando. Una arcada lo hace detenerse. Respira hondo. Se le pasa. Sigue. Tiene miedo. No miedo a morir, eso es un paso. En su vida vio mucha muerte. Es no ver crecer a sus hijos. Es dejar a su mujer sola. Recuerda una canción que escuchó hace un tiempo: Volver en guitarra. “Sería bueno –piensa— morir y volver en árbol y de su madera en guitarra. A lo mejor después alguno de mis hijos toque en ella un chamamé”. Se siente mareado. Por lo que lleva caminando debe estar cerca. A la salida de una curva ve el mástil y la bandera del destacamento. Nunca amó tanto su bandera como en ese momento. El gendarme de guardia lo ve venir tambaleante y sale a buscarlo. —Moncho. ¿Qué te pasa? —Yarará —alcanza a decirle al tiempo que el agente lo toma por debajo del brazo y lo ayuda a entrar al destacamento. El oficial a cargo ordena que preparen el jeep y avisa por handy al hospital 75


que lo llevan. Moncho abre los ojos y Herminia y sus hijos lo están mirando. Está en la sala de internación con suero en el brazo izquierdo. La mano le duele un poco pero está menos hinchada. —Se me consumió el fuego —le dice su mujer sonriendo. —Es que me ganaron de mano. Mejor dicho, me ganaron la mano — responde Moncho mostrando las huellas del combate. N de A: La canción mencionada en el relato, Volver en guitarra, es la que inspiró el mismo. Fue escuchada por el autor en la voz de la cantante santafecina Patricia Gómez, a quien conoció en forma virtual por una entrevista realizada por la escritora Natalia Sordi. La pieza corresponde al músico y cantante santafecino Roberto Galarza (1932-2008).

OSVALDO VILLALBA

Argentina

Blog: https://osvaldoevillalba.blogspot.com/2021/08/algo-para-contar.html?m=0

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E

l departamento estaba peor de lo que había imaginado: mugre, desorden, alimañas. Intentó ignorar el desastre y se concentró en revolver los placares en busca de dinero. Se había enterado de que el lugar estaba abandonado por casualidad, él compraba

una cerveza y había escuchado una conversación entre dos mujeres: El 2° "C" está cerrado desde que la dueña se murió, pero yo oigo ruidos, tengo miedo de que se esté llenando de ratas. ¿Te parece? Sí, quedó todo como la vieja lo dejó. ¿De qué murió? Dejó encendida la llave del gas, podríamos haber volado todos por el aire. ¿No tenía parientes? Una hija, pero parece que está en Europa y sin miras de regresar. Se está acumulando un montón de deuda de expensas. ¡Qué barbaridad! Las mujeres se fueron del local y él las siguió para conocer la ubicación exacta del departamento abandonado. Pasó la semana investigando la forma de entrar y fantaseando con hallar dólares y joyas. Finalmente logró ingresar saltando a través del patio de una casa vecina. Buscó infructuosamente, registró armarios y cajones, pero solo encontró recuerdos. “Todo basura”, dijo en voz alta arrojando con furia al piso una caja repleta de fotografías. En ese momento el aparato de televisión se encendió, el ladrón se sobresaltó y corrió a apagarlo. Se dijo que seguro estaba programado, que posiblemente esos eran los ruidos que escuchaban los vecinos, pero se intranquilizó. Decidió irse, ahí no había nada, nada de nada. Se dirigió a la ventana por la que había ingresado, pero estaba trabada, también el ventiluz del baño, también la puerta del pasillo. Creyó oír un silbido que venía de la cocina acompañado de un olor penetrante. Se sintió enfermo, se paralizó y un minuto antes de perder el conocimiento le pareció ver a una anciana que recogía 78


las fotos del suelo.

RENATE MÖRDER

Argentina

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E

ntreabres los ojos aún con dificultad. Sacudes tu cabeza con la mente sumida en el vacío. Intentas ponerte de pie ante el vapor residual de la explosión. Fuiste lanzado hacia un rincón, te fracturaste

tres

costillas

esternales;

no

calculaste

las

consecuencias de tu engañoso entusiasmo. Sigues liberando proyectiles de dolor desde el obús de tu garganta. Tu mandíbula se niega a recuperar su posición natural. Ves tubos de ensayos, jeringas corroídas y todo tipo de recipientes cristalinos hechos añicos. Una masa amarillenta infesta la mesa central de procesos, tus aparatos se han vuelto chatarra; ladeas la cabeza, le buscas el rostro al caos, alguien a quién culpar. Te das cuenta de ese desvarío y vas rompiendo la tela ilusoria. Te preguntas cómo es que ese mensaje del panel-tótem interfirió al momento de mezclar los últimos químicos de la fórmula: «Me ha costado entenderlo, Tadeo. ¿Tanto te cuesta expresarme tus sentimientos? Y ahora te alejas tanto por cuestiones que ni me explicas. No esperaré más. Adiós para siempre». Te estremeces, la válvula de tus pasadizos internos continúa a medio abrir, no te permite liberar las presiones de esa angustia que hunde tu cabeza dentro de un estanque malsano. ¿Temes dar otro paso más para volver a rendirte? ¿Habías fingido no sentir nada por ella? Trastabillando, te levantas sacudiéndote del torrente que te arrastra al cieno, a la cueva de la muerte. Arrastrando los pies al dar los primeros pasos cortos, porque es lo máximo que tu crispada existencia puede ofrecer, observas tu silueta en el retazo de un espejo roto. Eres incapaz de reconocer los ángulos de tu rostro. ¿Dónde quedó esa sonrisa entusiasta? ¿Te arrepientes de haber tratado con desdén a los pocos que cobijaban tus ideas utópicas? Eres incapaz de aceptar lo que te dijeron tus asesores científicos, los químicos farmacéuticos Edward y Allister Hoffmann, cuando fuiste víctima de tu propia fruición: «Ignoradas las advertencias de Paracelso, la historia se enderezó y Pasteur, Mendelev y Curie reivindicaron la sentencia de que la panacea, de fallar, tendrá innegablemente efectos adversos. Solo habrá un 81


1,5% de probabilidades de salvarse, y ese porcentaje incluye rezar mucho». Mientras piensas que el cosmos se encarga de esfumar las paradojas, porque, al parecer, desde el nacimiento de las tribus de homínidos, el código genético de las enfermedades está custodiado, aceptas que la misma naturaleza doblega a la ambición humana. Todo ha salido mal. Recuerdas las palabras de Dennise, se te reseca la boca, ¡cuánta culpa serpentea entre tus venas! De pronto, llama tu atención una ráfaga de escozor. Sorprendido, sientes cómo tu brazo izquierdo se entumece; luego, esas capas de piel se carcomen hasta revelar el tejido muscular. Liberas ráfagas de adrenalina. ¡Pasteur y Mendelev exageraban!, te repites como esos que también abrazan el terraplanismo. ¡Amor mío, estuve ciego! Ese mensaje tuyo no debe quedar huérfano, piensas. Escupes sangre y lágrimas. El egoísmo empieza a seducirte. Más importante será calmar tus ansias de ofrecerle perdón a Denisse. ¡Pasteur y Mendelev exageran! Al acelerarse tu pulso, empapado en sudor helado, soportando una andanada de punzadas que parten desde la espina dorsal, el desenfreno te ofrece a la locura, eres el tributo. En cualquier lapso dejarás de recibir oxígeno. Recuerdas el peligro de tu condición… pero la ciencia exagera, ¿no?. Tan solo en lo que dure la vida de una polilla podrías ocasionar una hecatombe allá afuera. Sí, la panacea no te pertenece ni a ti ni a nadie. Dios la guardó dentro de la caja de Pandora. Tu experimento falló, la especie nunca será inmune a las enfermedades, a Dios le gusta jugar a los dados —le llena de morbo—, Einstein se equivocaba (también era humano al fin y al cabo). No salgas de tus aposentos o contagiarás tu veneno mortal a toda la Tierra, el cual ahora recorre tus arterias. ¿Tendrá razón el dúo Hoffmann? «No, las creencias antiguas se basaban más en corazonadas». Sin embargo, segundos de lucidez te iluminan. Hay una posibilidad infinitesimal de cumplir tu voluntad tras darle el encuentro a Denisse: un balazo vertical enviado a través del mentón hacia el cerebro evitaría que seas el inicio de una red infecciosa. 82


El escozor se está expandiendo como un patógeno ultrajador. ¿Es necesario tranquilizar el alma de una mujer a cambio de ganarte el odio del mundo o su posible aniquilación? Ni lo uno ni lo otro, te respondes. Mientras lo meditas, el proceso de tribulación te devora y uno de tus húmeros parece el tubo de un desagüe calcinado. Decides, de súbito, que tu suerte no te salvará, pero por lo menos Dennise comprenderá tu coartada. Comprenderá la razón de haberla abandonado. ¿Tomarás el riesgo? Te reincorporas, malherido, con el brazo devastado. Sales del laboratorio. Suenan las sirenas de una ambulancia y los vecinos exclaman frases ininteligibles. ¿Habrás muerto ya y tu cerebro llena los espacios de tu historia? ¿Es una sucesión de muertes súbitas? Subes a tu auto. Manejas a una mano, escupiendo sangre oscura, con náuseas terribles. Le pides al Asistente Satelital que conduzca en alerta automática a la urbanización de Denisse. «Diez kilómetros de distancia. 11 minutos de recorrido», te informa. Respondes su mensaje, pero ella ha desactivado sus dispositivos electrónicos. «Nunca he acariciado su tez», te reclamas desvariando. «Que la muerte espere, Dennise. Perdóname, qué difícil fue elegir: eras tú o mi sumisión a la ciencia. Antes de dispararme, te diré que yo también…». Irrumpe una falla crítica en los códigos del sistema de transporte. Tu auto choca contra una furgoneta repartidora de pizzas, una miríada de chisporroteos exalta a los peatones. Aún faltan tres cuadras, tocarás el timbre y le dirás lo que callaste durante siete años. Tener a la muerte frente a frente te sacudió. ¿Recién ahora, en esta circunstancia, te atreves a volver a verla? ¿Y qué de los demás? ¿Al diablo los demás? Bajas del vehículo. Enfilas tu precario cuerpo al derrotero. Cruzas el semáforo en rojo dirigiéndote a la segunda bocacalle y los ómnibus evaden tu trayecto temerario. Te insultan de todas partes. Un trío de limosneros se espanta porque la infección invade tu cuerpo en forma de manchas negras; esas islas crecen y crecen, se unirán en una sola, te acapararán la piel. Parece que incontables hienas te observan detrás de las ventanas, y saltarán y te rodearán. 83


Golpeas la puerta de Denisse, caes al suelo de inmediato. Tu consciencia se retira semejante a las cacerías del sueño. Oyes el giro de los goznes, y antes de que tus labios alumbren, por primera vez, la frase que Dennise nunca bebió de ti, balbuceas al mirar la sombra de un hombre detrás de ella. Coges la pistola, sin fuerzas. El gatillo se atasca. «No puedes hacerte daño por esto. Estaba en todo mi derecho», te implora ella. Hay dos muecas de espanto colgando en frente de ti. ¡Está sucediendo! El aire se enrarece y divisas cómo la gente se desespera al tocarse: ¡unos insectos parduscos les perforan los músculos! Los alaridos de angustia se multiplican y te condenas a ver el tormento de todos los rostros del planeta, absolutamente todos. Tu cuerpo se descompone y se convierte en los especímenes que serán los nuevos capataces de la Tierra. Te sucede el mismo efecto, mientras contemplas a las puertas del purgatorio cerrarse para siempre. Pocos antes de la extraña visión, logras distinguir a Pasteur y Mendelev, al fondo del presbiterio, encargándose del réquiem de la raza humana.

BRUNO CUEVA VILLAFUERTE

Perú

Instagram: https://www.instagram.com/bernchamberlain/

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R

etumbaban los huehuetl en el rojizo atardecer, excitando los cuerpos danzantes que lucían empapados en sudor. Las coyoleras y los ayacaxtli se oían entre los brincos al mismo tiempo que los penachos emplumados oscilaban al son del

teponaztli. Entre el furor, el sonido del atecocolli surgió haciendo el llamado a lo sagrado y el permiso… ¡Fue otorgado! Las hogueras se encendieron esparciendo el humo de copal por la explanada atiborrada de fieles devotos, ansiosos por ver a su Diosa. Al pie de la pirámide, dos hermosos jaguares esperaban el descender de su ama, mientras que, al centro de la explanada en la mesa de sacrificios, yacía atado de pies y manos el malhechor que tiempo atrás había lanzado su pluma hacia la Diosa, difamando su honor. En lo alto, respaldada por la luna, apareció Coatlicue, aumentando el fervor de los danzantes. Orgullosa la madre de los Dioses, exhibía sus pechos desnudos; el cascabeleo de la serpenteante falda advertía el peligro con su lento descender, acrecentando la agonía del hombre desafortunado. Al bajar el último escalón, la multitud guardó silencio absoluto hincándose ante su Diosa, los felinos se levantaron acompañando a su majestad hasta donde el hombre yacía con el torso expuesto, esperando ser tocado por la Deidad. En un último intento el hombre pidió compasión para sí, pero bastó una mirada fría y sin misericordia para dejarle en claro que ya no tenía esperanza. —¡Perdóname Coatlicue, no era mi intención! —¡No existe perdón para el hombre que quiera opacar mi pensamiento, burlar mi falda o dañar mi pecho! —dijo Coatlicue, quién tomó su daga de obsidiana y de un tajo abrió el pecho del hombre arrancándole el corazón para colgarlo en su collar como un adorno más.

ESTRELLA GRACIA GONZÁLEZ

México

Facebook: https://www.facebook.com/graciaestrella

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E

l comandante Pérez Cueto, buscó —revoloteando y tirando papeles del cajón de su escritorio— las llaves de la celda, una bolsa de estraza, y una caja anudada con un moño amarillo con un contenido misterioso en su interior. Las encontró y las tomó;

salió agitado de su despacho, y se encaminó a la puertita de madera en forma de herradura que conducía a los laberintos subterráneos de las mazmorras. La abrió, encendió el interruptor que estaba en la pared, y bajó con dificultad por las escaleras de cemento, sin poder moverse a sus anchas debido a la imposibilidad que le daba su pata de palo. Llegó al pasillo que conducía a las frías mazmorras, caminó por él lentamente, rechinando la pata a cada paso que daba, escuchando el murmullo que las ratas hacen al correr y perderse entre la oscuridad. El comandante había acordado con el gobernador de Revólver City para extraditar al payaso y al enano, donde se les celebraría un juicio y pagarían su condena sin que hubiera la posibilidad de absolver sus crímenes, pedir una tregua, o en el peor de los casos, darse a la fuga. Allá las leyes sí se cumplían y hacían pagar caro a los criminales, así que ahora la celda donde habían pernoctado la noche anterior se encontraba vacía. Pérez Cueto llegó hasta la última celda que se localizaba al final del pasillo; se asomó por ella, esperando que el ocupante al que antes había visitado varias veces, diera señales de vida. Tomó del suelo una piedrecilla y la arrojó pegando en la cabeza de una fantasmal figura ovillada en un extremo. La figura de aspecto cadavérico reaccionó al golpe. Apoyándose con esfuerzo de espaldas a la pared para incorporarse, salió de la penumbra que la envolvía, y se acercó cuidadosamente hasta los barrotes que la resguardaban, semi iluminados por la lámpara led que pendía titilante del techo del pasillo. La refulgente luz dejó asomar el rostro inexpresivo de un hombre de barba y bigotes ralos. Daba la impresión de no haber comido durante varios días, quizá semanas, y estar desnutrido y deshidratado. El Calibán Cruz tenía el rostro enflaquecido y desencajado, con la piel 88


herida de llagas como producto de las quemaduras de cigarro. Todavía conservaba, hecho harapos y brillante de mugre, el vestidito verde que llevaba puesto el día de su captura. Pérez Cueto introdujo la llave en la cerradura, la giró y quitó el seguro de la puerta. Abrió la celda haciendo un sonido crepitante, similar al chillido de una rata, y entró. La figura cadavérica y sucia, retrocedió cohibida a su esquina como un animal salvaje y temeroso; guiada por su instinto, se agazapó sobre sí misma al percibir las perversas intenciones de su victimario. —Ven acá, Calibancito. Anda, acércate —cantó Pérez Cueto, enterneciendo la voz—, mira lo que te traje —dijo mostrándole la bolsa de estraza y la caja. El Calibán se acercó desconfiado, pensando que quizá al interior de la bolsa había comida; pero no, el comandante la abrió y sacó de su interior una tupida y brillante peluca negra, un vestidito rojo adornado con un bonito encaje floral, y un lápiz labial. El hombretón deshizo el moño de la caja, la abrió y sacó de su interior unas zapatillas rojas de tacón. —Mira —le dijo al Calibán—, son tuyas preciosa, te las traje de regalo por tu cumpleaños; es hoy, ¿no lo recuerdas? Lo chequé en tu expediente. Póntelos, anda, hazme feliz —dijo con voz melosa—, quiero ver cómo te los pones. Me enloquece ver eso. El Calibán con miedo de hacer enfadar al comandante (cuyos puños anillados recordaba a la perfección, junto a las huellas producidas en su cuerpo debido a las quemaduras de cigarro), obedeció tomando la peluca y llevándosela a la cabeza. Se desnudó deshaciéndose del apestoso vestido viejo y cubriéndose con el nuevo. Por último, se puso las zapatillas y se pintó con el lipstick los labios despellejados y resecos por la deshidratación. Pérez Cueto sonrió complacido. La chica se veía guapa, un poco peluda pero guapa. La contempló con un dejo de lubricidad y satisfacción de empoderamiento al sentirse un verdadero macho consumado. Echó un escupitajo flemoso en las palmas de sus manos, las frotó y se las llevó a la cabeza, 89


acicalándose las canitas laterales de su corte estilo cepillo; se relamió los labios y acariciándose la entrepierna se desabrochó la hebilla del cinturón, ornamentada con un enorme alacrán güero, enconchado en una piedra de coloración ambarina.

CLAUDIO ECHEGUERRY

México

Facebook: Víctor G LeyvaLeyva

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L

os miedos paralizan en muchas ocasiones. Pueden detener el tiempo. Pueden no dejarte avanzar. Sin embargo, hay pequeños héroes y especiales heroínas que lo miran de frente y le sacan la lengua.

Y de eso se trata este cuento... De una niña tan peculiar que un día

decidió coser su propia capa color naranja, y salir a enfrentar a ese gran monstruo del que tanto había escuchado nombrar. Nunca lo había visto, pero sabía muy bien que quien lo mirara a los ojos, quedaría automáticamente paralizado, con la voz muda y los pies inmóviles. Era un gran riesgo, pero estaba muy cansada de que le dijeran que no iba a poder vencerlo, porque no era tan fuerte, ni tan valiente. Estaba cansada de que su pequeñez fuera el motivo por el cual nadie confiara en su fortaleza. Y comenzó la búsqueda. Quería encontrarlo e imaginaba exactamente dónde lo haría. Y de esa manera atravesó los más oscuros caminos, hasta entrar en una cueva escondida en las profundidades del bosque. Al hacerlo, él se puso de pie. Era alto, muy alto. Tan alto que tocaba el techo. Tan alto que ella quedaba insignificante a su lado. ¿Qué vienes a buscar? le rugió. Al monstruo del que tanto hablan le contestó sin mirarlo a los ojos para evitar quedar congelada. Soy yo. ¡Mírame! A pesar de encontrarse temblando y de reconocer que era mucho más grande de lo que se había imaginado, le contestó sin titubear: ¡Si te miro me vas a querer congelar y no lo voy a permitir! ¡Niñita! ¡Mírame! ¡Lo voy a hacer! Aunque te tenga miedo, porque soy una “niñita”, pero soy valiente y tengo mi capa naranja que yo misma me hice. Soy capaz de mirarte y de no paralizarme. Y en ese momento levantó la vista, buscando sus ojos. Y al hacerlo, el

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monstruo ya no era tan alto, ni tan malo, ni tan monstruo.

LAURA TREMARI Argentina

Instagram: @cuentos.breves

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H

ace muchos años, cuando estudiaba en la universidad, vivía en un cuarto alquilado dentro de una vieja casona. El inmueble era tan antiguo que las paredes y el techo se hundían bajo su propio peso, el yeso de los muros se

descascaraba por todas partes, y las puertas rústicas y pesadas eran pasto de las polillas. Tenía dos niveles construidos a manera de herradura cuadrangular que rodeaba un patio central. Apenas había un solo baño y una pileta de agua para al menos una docena de inquilinos. Por las noches nos alumbraba un foco de luz amarilla que el dueño de casa, un anciano esquelético y encorvado, religiosamente apagaba a las nueve en punto. Nadie más podía encenderlo porque el interruptor se manipulaba desde su propia habitación en el segundo piso. Mi cuarto era pequeño y no tenía ventanas; su aspecto lúgubre me recordaba el nicho de un cementerio; apenas cabía una cama, una silla, dos cajones repletos de cuadernos y libros, y una mesa que me servía de escritorio. Mis ropas, mochila y otros enseres colgaban de clavos empotrados en las paredes. Por entonces era lo único que podía pagar. Además, su cercanía a la universidad, facilitaba muchos de mis quehaceres. De todos los sinsentidos y mal sabores que pasé en esa casa, recuerdo uno en particular. Era periodo de exámenes y me quedé a estudiar hasta muy entrada la noche. No era usual, porque el dueño de casa reclamaba cuando manteníamos la luz de nuestras habitaciones encendidas hasta tarde, aun cuando usábamos nuestras propias linternas; pues, en su lógica ¿dónde más, si no en su propia casa, cargaríamos las baterías? Pero al día siguiente yo tenía programado un examen importante, así que no me quedó más remedio que arriesgarme. En vez de usar el foco o la linterna encendí una vela para no darle motivos de reclamo y así poder dedicar toda mi concentración a la materia que estaba estudiando. Pasaron las horas y yo seguía absorto en mis lecturas y anotaciones. De pronto, de la nada, un frío glaciar recorrió mi espalda al mismo tiempo que una sombra revoloteó sobre mi cabeza. Mi cuerpo se estremeció de terror como si me hubiera traspasado una corriente eléctrica. Miré al techo y hacia mis costados; 95


busqué por detrás de donde estaba sentado y debajo de la silla. Finalmente, me puse de pie y encendí el foco de mi habitación para inspeccionar mejor, pero no encontré nada fuera de lo común. Moría de miedo. Estaba seguro de lo que había visto y de la sensación de frío por mi espalda. Intenté calmarme y respirar. Me tomé unos segundos y, cuando tuve la cabeza fría, razoné que la luz temblorosa de la vela habría provocado esa ilusión; pero ¿qué fue de aquella sensación de frío? Quizás no era otra cosa que la brisa helada de la medianoche que se había colado por los resquicios de la puerta. Ya que no podía perder más tiempo dejé zanjado el tema, más por un sentido práctico que racional, y retomé mis lecturas. Aunque esta vez me quedaría con la bombilla encendida. No podía disipar mi turbación. Además, a esas horas de la noche, el viejo ya debía estar profundamente dormido para notar que uno de sus inquilinos malgastaba electricidad. Pegué el espaldar de mi silla a la pared para ubicarme con la mirada de frente a la puerta, coloqué la mesa adelante y me puse a estudiar, o eso creía. A pesar de los esfuerzos me era difícil retomar mi concentración. Intentaba en vano retener lo que leía. El silencio, la noche y la soledad me hacían sentir vulnerable. A los pocos minutos escuché pasos rondando mi puerta. Al principio pensé que uno de los inquilinos se había levantado para ir al baño —no todos tenían una bacinica para orinar—; pero ese ruido era distinto al habitual; era más intenso, como si alguien estuviera caminando con zapatos de tacones. Por segunda vez se me erizó la piel. Aquello ya era muy extraño. A pesar de mi frecuente escepticismo se me ocurrió que podría estar ante una presencia sobrenatural. Después de todo, era muy común escuchar historias de fantasmas que habitaban en casonas antiguas y hacían ruidos extraños por las noches. Mi cabeza bullía de miedo y confusión. Habité esa casa durante dos semestres y nunca, hasta entonces, había presenciado nada extraño. Mientras intentaba hallar una respuesta racional a lo que ocurría, aquellos pasos, que al inicio iban a un ritmo tranquilo, esta vez aceleraron, haciéndose más intensos cada 96


vez, más y más fuertes, tanto que podrían haber despertado a todos los huéspedes… hasta que, al fin, con una pisada potente y definitiva, se detuvo justo detrás mi puerta. Me quedé helado, aguantando la respiración, sin saber qué hacer. Tenía la espalda pegada a la pared, la mirada fija en la entrada sin siquiera pestañar y una calentura en las sienes. Entonces, como balazos que me atravesaban el pecho, escuché tres golpes violentos en la dura superficie de la puerta. Reconocí esa manera de tocar y, literalmente, me volvió el alma al cuerpo. Tres golpes en seco y un largo silencio. No había duda de que era el dueño de la casa. De seguro que se había despertado, por no sé qué endemoniado sentido, para increparme por tener la luz encendida a esas horas de la noche. Quise hacerme el desentendido y pregunté quién era; pero apenas me salió una vocecita diminuta, como si el miedo se me hubiera atorado en la garganta. Así que aclaré la voz con un fuerte carraspeo y volví a preguntar: —¿Quién es? No hubo respuesta. —¿Señor Pérez? ¿Es usted? —insistí, pero del otro lado solo había silencio. Me puse de pie, caminé hacia la entrada cuidando de no hacer ruido, pegué una oreja en la puerta para escuchar sus movimientos, su respiración, su jadeo, cualquier cosa, pero no se oía nada, ni siquiera sus pasos que señalaran que se había marchado. —Señor, ¿sigue ahí? Comencé a inquietarme. Quité la aldaba de la puerta y abrí. El rechinar de los goznes rompió el silencio. Asomé medio cuerpo hacía afuera, busqué entre la oscuridad y el aire frío, pero no había nadie. Estaba confundido y lleno de miedo. Cerré la puerta y tras asegurarla me detuve a pensar. Entonces, cuando me di vuelta para retornar a mi mesa de estudio lo vi... de pie, junto a mi silla: era el dueño de casa, estaba pálido e inmóvil como un muerto y con los ojos muy abiertos y blancos. Me estremecí de pavor y un escalofrío puso de punta cada vello de mi cuerpo. Estuve a punto de gritar, pero en ese instante entrecerré lo 97


ojos y aquella forma espeluznante desapareció. En su lugar, estaban mis ropas que colgaban en la pared y se extendían hasta rozar el suelo. ¿Se trataba de una ilusión, un engaño a mis sentidos que estaban susceptibles al terror que estaba sufriendo? No podría asegurarlo. Suspiré de alivio, pero ya no podía soportar la tensión. Tenía tanto miedo que me metí en la cama con la luz encendida. Me envolví con las mantas y me quedé despierto, esperando a que pasaran las horas. Cuando aparecieron las primeras luces de la mañana me vestí lo más rápido que pude, tomé mi mochila y me largué de la casa. Cuando regresé por la tarde, después de una larga jornada en la universidad, advertí un cintillo negro que habían colocado en el dintel de la puerta. Era costumbre colocar esas marcas en señal de duelo cuando un miembro de la casa, o muy cercano a ella, fallecía. Mi cabeza se llenó de preguntas que irrumpieron mi tranquilidad. Ingresé con discreción y, adentro, en el patio, me encontré con varios extraños vestidos de negro. Me acerqué a Juan, uno de los inquilinos, y le pregunté con un susurro: —¿Qué ha pasado? ¿Quién es toda esta gente? —¿No sabes? Anoche falleció el viejo. Lo están velando aquí. Esa misma tarde salí a buscar otro cuarto, lejos de la vieja casona y de su dueño difunto.

JOHN PUENTE DE LA VEGA

Perú

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M

anolito reposa sobre la cama, cubierto por la toalla con la que lo sequé. A su costado se alinean el pañal descartable, polito de algodón, bebecrece y las mediecitas azules. La cuna sigue en mi habitación porque todavía es muy

pequeño para dejarlo solo en la suya. En el velador mamá colocó el biberón con la leche caliente y el babero para recibir sus chanchitos. Mientras beba le cantaré una canción y caerá rendido. De no mediar contratiempos, descansaremos y recargaremos baterías para el día siguiente. Está profundamente dormido y, como en otras ocasiones, succionará la leche sin atorarse. Observo la perfección de sus deditos y la tranquilidad del rostro. Es un niño feliz que me ha sometido a muchas pruebas. La más dramática fue su concepción. No puedo evitar la taquicardia al traerla a la memoria… Los recuerdos vuelven a asaltarme y me colocan en el callejón. Hasta ahora no me perdono haberlo atravesado para ahorrar unas cuadras de camino. Sabía de las leyendas urbanas de ese intestino de la ciudad y lo desafié. Las primeras luces de alumbrado público se habían encendido y la vista de los vehículos al final de la calle en que desembocaba me alentó. A mitad del trayecto salieron de la nada dos hombres que me cerraron el paso. Observé aterrorizada la inmundicia del suelo. Los pasos apurados de los aparecidos me anticiparon lo inevitable. Las ventanas cerradas de las casas decretaron mi destino. Un gato sentado en la cornisa de un alero fue el testigo de mi desgracia. El más corpulento me derrumbó de una bofetada y el otro hurgó en mi falda para quitarme el calzón. Boca abajo sentí que un fierro candente se introdujo en mi ano. Aturdida por el dolor no grité y esperé que el ultraje terminara. No ofrecí resistencia y el intenso dolor presagió el desgarro. El más grande me volteó para echarme en el suelo. El cielo nublado de la ciudad testificó la penetración vaginal hasta que logró eyacular. A punto de desmayarme, escuché a uno alertar sobre alguien muy alto y fornido acercándose rápidamente. Mencionó que sería inútil enfrentarlo. Huyeron. Acepté la ayuda del recién llegado y antes de perder el conocimiento alcancé a ver los ojos verdes más hermosos. Su mirada tradujo 100


tranquilidad y vi la confianza reflejada en ella. Es lo que persiste en mis pesadillas y asumo que es la interpretación piadosa de mi desdicha. Recuerdo que mis padres me encontraron sentada en una de las bancas del parque cercano. Alguna alma piadosa les avisó y renuncié a sentar la denuncia. Un correo simple y directo bastó para renunciar al trabajo. Decidí desaparecer del mundo exterior y el amor de mis padres me enquistó en casa. A medida que mi barriga crecía, procesé el incidente y lo creí superado con el nacimiento del bebé. En muchas noches de insomnio me torturé con la maldad de la gente, pero antes de ser vencida por el sueño, veía esos ojos verdes salvadores. No había duda que algo extraordinario se alineó en ese momento para evitar mi muerte. Sin embargo, no fue así. El parto domiciliario, asistido por una comadrona que papá contrató y que desapareció con el secreto, me hizo ver que mi desdicha fue más allá de ser hallada en el parque. Súbitamente, el héroe desconocido adquirió otra dimensión. Los ojos transparentes de Manolito perduraron poco más de dos meses. No sabíamos si era ciego. Al cumplir medio año, el color del iris se tornó amarillento, como el del aceite de cocina. Algo había en mi niño que no era normal, repetía una y otra vez. Al dar los primeros pasos descubrimos que sus ojos eran verdes, como aquellos… Para mí quedó como verdad absoluta que el padre de mi hijo era el sujeto gigantesco y no los miserables que me interceptaron en el callejón. No podía demostrar esa suposición, pero los ojos verdes de mi hijo eran copia fiel de los de aquel hombre. Esta conclusión cambió la perspectiva sobre el supuesto súper hombre. De paladín justiciero se transformó en integrante del trío violador. Por meses su sonrisa diáfana acompañó mis noches y perseguí la peregrina aventura de encontrarlo en alguna calle. Mi hijo heredó algo más. ¿Cómo imaginarlo si no se conoce los defectos del padre? Mis sospechas aterrizaron el día que Manolito se cruzó en el camino de su abuela y propició la caída. Mi madre no se descalabró, pero terminó con las muñecas fracturadas. El mes que le tomó recuperarse no se cansó de afirmar que 101


fue una travesura inocente. Poco tiempo después, la modorra producida por la costura de unas sábanas fue interrumpida por aguijones en mis brazos. Desperté sobresaltada. Mi exceso de confianza permitió que mi hijo me hincara con las puntas de la tijera. Lo consideré un descuido imperdonable. ¿Era posible que una criatura de esa edad pudiera manipular torpemente un instrumento punzo cortante para infringir daño? Numerosas ideas confabularon en mi mente. Con año y medio mi pequeño demostró que era un niño adelantado para su edad. Caminaba por la casa, subía y bajaba la escalera, irrumpía como fantasma en las habitaciones y se escondía para ser buscado. Mi Manolito era un huracán de casi un metro de estatura. El hecho que me convenció de su mala simiente fue la persecución, cuchillo de cocina en mano, que sufrí el último domingo. Creo intentó matarme, no quiero saberlo y es mejor no buscar respuestas. Manolito está listo para dormir. Cambiado y perfumado recibe el beso volado de su abuela. Mi madre acostumbra despedirlo con un beso en la frente, pero distingue mi índice sobre los labios y entiende. Cierra la puerta. Manolito está entre mis brazos y le colocó el biberón en la boquita. Tiene los labios tan cerrados que no puedo empujar la mamila. Le ladeo la cabeza y un chorrito de agua escapa de sus pulmones. Creo que mi niño no tiene espacio para más líquidos.

OSWALDO CASTRO ALFARO

Perú

Facebook: Oswaldo Castro

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E

l proyecto era genial. Reformar la hacienda haitiana para transformarla en un resort; iba a salir casi regalada y estaba enclavada en una bahía por demás paradisíaca, cercana a Labadee, pero lo suficientemente escondida como para no

haber llamado la atención de la industria turística con anterioridad. Amanda estaba al tanto de la mala fama en torno a la hacienda, no tanto como la de la Hacienda Rose Hill de Montego Bay, en Jamaica, con sus fantasmas de esclavos torturados, ya que las habladurías en Haití se centran más en el vudú y los famosos zombies. Pero como para Amanda todo esto es insignificante, puesto que lo que le interesa son las ganancias, lo primero que haría sería cambiarle el nombre a la Hacienda: Barón Samedí, un nombre asociado al ritual vudú ya que es un loa de los muertos. Al llegar a Puerto Príncipe, le sorprendió la pobreza que vio al salir del aeropuerto. Era evidente que tendrían que construir un aeródromo privado para el resort; a los turistas no les gustaría para nada toparse con esa cantidad de gente miserable, como si hubieran aterrizado en África, de ninguna manera, no. Jamás había sido tan consciente del color de su piel, resaltaba como un grano de sal en un pimentero, y lo más sorprendente es que estas personas no la veían a los ojos, era como si se avergonzaran de ser negros, vaya usted a saber por qué… ¿Representaría esto un problema en las contrataciones que debía realizar? Pues, en todo caso, traería gente de fuera. El segundo problema que se le presentó fue cuando dio la dirección de la hacienda para que la llevaran ¡Nadie quería ir para allá!, ¡Oh, diablos!, ¿Y ahora? Luego de horas de rogar consiguió que un hombre taciturno y malencarado la llevara por cincuenta dólares, con la condición de que la esperaría tan solo por media hora. Ya en el camino, le pregunto al hombre la razón de tanto recelo: —Verá madam, no queremos tener nada que ver con el grupo de los maudit: nos roban nuestros vieux para no morir, y nos roban nuestros fills para no envejecer. Sé de casos en que han pagado con doblones de oro por niños o por ancianos, pues 104


como ya sabrá, somos todos muy pobres, y luego los entregan a sus abominables dioses del mar. No vaya para allá madam, se lo digo yo, no sé con quién habló ni por qué, pero esos seres son diabólicos y solo le pueden traer un mal muy grande a usted. Amanda quedó estupefacta, y trató de calmar a su interlocutor: —Ehmm… yo hablé con Leandre Duperón, y me pareció un señor muy amable, estoy negociando la compra de la hacienda, haremos un resort, traerá prosperidad… progreso… para su gente… yo… uhmmm. El hombre la miró por el retrovisor: —¿Leandre, dice? Sepa usted que ese hombre tiene trescientos años, y no aparenta más de treinta; fíjese, cuando lo vea, en el tono verdoso de la piel, en las cicatrices de su cuello, en los ojos saltones, en… Cree que estoy loco ¿Ne ce pa? De todas formas, ya llegamos, bájese del vehículo, y págueme silvouplè. Orevuá. Amanda se bajó del vehículo totalmente desconcertada y se quedó fría cuando lo vio arrancar con un chirrido de ruedas sin siquiera esperar a ver si alguien la recibía. Mientras se abanicaba la polvareda de la cara, sintió una voz a sus espaldas que le daba la bienvenida: —Bon ju madam. Amanda Spears imagino, yo soy Leandre Duperón, Antré silvouplé. —Disculpe mis modales señor Leandre —contestó Amanda— es que tuve una experiencia de lo más extraña con el hombre que me trajo hasta aquí… Bueno, de hecho, desde que llegué a su país ¿Es que todos son tan raros? Perdón, perdón, es que estoy perturbada… yo… guao—. Amanda se quedó sin aliento ante el lujo que estaba viendo. Por fuera, la hacienda no es que pareciera ruinosa, pero sí descuidada, pero por dentro. Dudaba que pudiera reformarla para mejorarla, era opulenta, por decir lo menos. Cuando Amanda posó la vista en su anfitrión, sufrió su segundo shock ¡Pero qué guapo! Aunque sí, tenía cierto aire reptilesco: los ojos verdes un poco saltones, la nariz algo achatada, pero el conjunto era sorprendente. Leandre la observaba sonriente haciendo el gasto de la conversación: — No me extrañan ya los comentarios de los lugareños. Pese a que mis ancestros 105


fueron dueños de estas tierras hace cientos de años, las diferencias entre los descendientes de esclavos y terratenientes aún hoy en día prevalecen. Nos han querido achacar prácticas diabólicas y son ellos los que practican vudú y toda suerte de magia negra (en la que no creo por cierto). Los que aún vivimos aquí nos hemos acostumbrado, incluso al mal chiste de que la hacienda se llame Barón Samedí, que es una especie de dios maligno vudú, pero en fin… pase, pase. No la quiero agobiar, más bien le quisiera presentar a la familia, que le espera en el comedor, pues debe estar hambrienta tras el viaje. Leandre la acompañó hasta el comedor (que parecía más bien un restaurant) y disfrutó de un verdadero festín. Le fueron presentadas diez personas, entre hombres y mujeres. Todos jóvenes (ni niños, ni ancianos, qué raro) todos bien parecidos y alegres. No le fueron aclarados los parentescos, y Amanda se debatía entre la hipótesis de que o eran muy endogámicos (dado el claro parecido existente entre todos ellos), o que el resto de la familia vivía en otra parte. Una de las mujeres, llamada Marie, la acompañó hasta la habitación en la que pasaría la noche. Iba entusiasmada hablando sobre el proyecto del resort y la posibilidad de conocer nuevas personas: —Oh Amanda, no imaginas lo sola que me siento a veces. Es emocionante saber que este gran caserón estará lleno de gente moderna, no veo la hora de que lleguen. Descansa y que tengas una feliz noche. La habitación era preciosa ¿La estarían engañando y esta hacienda ya sería un resort? Intentó llamar desde su teléfono móvil pero fue en vano, desde que había salido de Puerto Príncipe no tenía recepción y, por lo que veía, no había wifi ni nada parecido. Decidió acostarse tranquila y decidir un curso de acción en la mañana, le venía muy bien pensar como Scarlett O’Hara en “Lo que el viento se llevó”: —Mañana será otro día. Pero no descansó. La conversación con el conductor la tenía inquieta y más aún cuando escuchó una conversación que se desarrollaba en el piso bajo su habitación. Sin prender la luz, se deslizó hasta el balcón y observó a una mujer negra que llevaba en brazos a un bebé, discutía con Leandre en kreol, pero pudo 106


deducir que la mujer estaba inconforme con algo. Leandre entró y salió al rato portando un paquete, la mujer esta vez sonrió y le entregó el bebé. Amanda regresó a la cama sumamente preocupada: —¡Dios mío, sí compran bebés! ¿será que el loco ese tenía razón? Oh Señor, en qué lío me he metido—. Al rato escuchó murmullos y observó al grupo entero salir de la casa con rumbo desconocido. Marie llevaba al bebé en brazos. Amanda decidió acostarse, nada mejor podía hacer. En la mañana, luego de un opíparo desayuno, Leandre llevó a Amanda a conocer la bahía. Una vez más quedó deslumbrada. La playa era preciosa, un mar turquesa besaba con suavidad la arena resplandeciente y los cocoteros se alzaban como guardas en posición de descanso alrededor de la bahía. Describirlo como paradisíaco era quedarse corto, hasta daba pena abrir un sitio así al público, en realidad merecía mantener su virginidad intacta, pero “business are business”. Aún así, Amanda se atrevió a preguntarle a Leandre por qué querían vender la propiedad: —En realidad no queremos venderla, pero el gobierno de Haití tiene el interés de reactivar la economía a través de la promoción del turismo y ya no sabemos cómo negarnos. De hecho, queríamos hablar con usted a fin de conseguir una fórmula que nos permitiera mantener cierto control accionario, por así decirlo, un trato beneficio para todos. Aquí están más que nuestras raíces, el mar nos nutre en más de un sentido… si pudiera explicarle sin que se escandalizara… en fin… allá voy. Y vaya que le contó. Le habló de los tratos de su familia con Cthulhu y los Profundos, de cómo al enterrar ancianos y niños en la arena, se les garantizaba juventud y vida eterna, además de las riquezas que los Profundos le traían de los galeones que habían naufragado cerca de la isla, lingotes y lingotes de oro, con los que pagaban a los nativos por los ancianos y los niños. Le contó que todos ellos en realidad tenían más de trescientos años, que habían sido salvados por los Profundos cuando inició la rebelión de los esclavos y que a través de los siglos habían mantenido una fructífera relación, la cual está en riesgo si no se tomaban medidas extremas. 107


Lo que no le contó fue del viaje inicial desde Francia hasta el Caribe. De la terrible tormenta que casi los hace naufragar, y de cómo unos seres que parecían reptiles tomaron el barco por asalto. Pero lograron hacer un pacto impío; gran parte de los esclavos que transportaban en el galeote fueron devorados ahí mismo por los seres, la carnicería que se veía tan solo en misericordiosas ráfagas de luz por cada descarga eléctrica daba cuenta de regueros de miembros mutilados y surtideros de sangre que eran lavados por la fuerza de las olas, mientras que otros fueron llevados a las profundidades del océano para mantener con vida a Cthulhu, al tiempo que Leandre y su familia se mantenían paralizados por el horror y la impresión. Y en el fragor de la matanza y el brillo de los rayos, se les prometió en una lengua casi ininteligible que mientras que la familia francesa pudiese proveerles de ancianos y niños que fueran enterrados en la orilla de la playa para que los Profundos los buscaran, se les garantizaría juventud y vida eterna, los ancianos porque ya tienen la muerte pegada a ellos, y al sacrificarlos, se le satisface y no se lleva a las personas que estén marcadas por Cthulhu y que permanezcan bajo su radio de acción, y los niños porque se engaña a la vejez y su esencia alimenta a los elegidos hasta que Cthulhu despierte, ascienda de R'lyeh y vuelva a reinar en la Tierra como lo hizo un día, hace eones. Ya la evaluamos Amanda, y usted es la candidata perfecta para que se nos una e impida la venta de nuestra propiedad. Por las circunstancias no se preocupe, se darán y serán propicias, se lo aseguro, pero necesitamos saber si se quedará. Nadie podrá ofrecerle lo que nosotros sí, es real y podemos probarlo—. El dilema para Amanda fue arduo. Por una parte, no tenía nada que perder, ni siquiera tenía familia o amigos que extrañar, en todo caso su trabajo, pero con esa riqueza, era insignificante hasta considerarlo. Incluso le atraía Leandre y sentía que no le era indiferente. Por la otra, todo era una monstruosidad ¡Ancianos y niños sacrificados a una deidad impía! Pero… juventud y vida eterna… el paraíso por siempre. Se decidió, se trasladó a Puerto

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Príncipe para comunicarle a la empresa que el negocio era inviable, una calamidad, y que de paso, renunciaba, que muchas gracias por todo lo aprendido en esos años. Las circunstancias: «Jovenel Moïse fue ejecutado el 7 de julio del año 2021, en su propio domicilio, donde además resultó herida su esposa Martine. Un crimen cometido a manos de una veintena de mercenarios». «19 Agosto 2021. Ayuda humanitaria. Cinco días después de que un devastador terremoto de magnitud 7,2 sacudiera el suroeste de Haití, el nivel de destrucción y desesperación es cada vez más evidente, mientras la cifra de muertos ha aumentado a alrededor de 2000.» «En la Ciudad de R'lyeh, el difunto Cthulhu, espera soñando»

DAMARIS GASSÓN PACHECO

Venezuela

Twitter: La Dama @damarisgasson

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A

penas le quedaba tiempo para comer tras la larga mañana de trabajo bajo la mina; su mujer, demacrada y pálida, miraba a su esposo. La miseria invadía el hogar de Alonso que a pesar de trabajar en la mina solo ganaba para mal vivir en una pequeña

habitación. Ella miraba en silencio como su esposo se comía el único trozo de carne. La tristeza invadía su mirada. El estómago gruñia, tenía hambre, mucha hambre, pero él trabajaba y necesitaba alimentarse pues era el único dinero que entraba en su mísera vida y casi todo iba para la precaria vivienda. Ana esperaba paciente a que Alonso terminara y volviera de nuevo a la mina. Después, ella comería un mendrugo de pan, con un poco de aceite y un vaso de agua. Iría al lavadero donde acudían todas las mujeres del pueblo a lavar la ropa y durante la laboriosa tarea se contarían sus penas y alegrías; casi siempre penas, por la situación de pobreza de la mayoría de las personas del pueblo, donde su único sustento era la mina de carbón. Ana no se atrevía a decirle a Alonso que esperaba un hijo, creyó que otra boca más que alimentar en aquella situación no convenía. Habló a escondidas con la matrona que se negó en rotundo a darle algo para que su embarazo no siguiera adelante. Ante su negativa se atrevió a hablar con el párroco de la iglesia. Este se puso las manos en la cabeza al oírla. —¡Madre de Dios! —exclamó— tú sabes que eso es pecado mujer, incluso pensarlo. —Por favor, padre —suplicó, no tenemos ni para nosotros, pasamos hambre y este niño igual no nacería bien a causa de la falta de alimento. Se lo ruego, ayúdeme. —Mira Ana, —respondió el párroco— te prometo que os ayudaré para que no pases tanta necesidad durante el embarazo y tu hijo nazca fuerte como un roble. —¿Y después qué, padre? —Vamos, vamos, no me agobies más. Dios proveerá. Y si él ha decidido que este crío venga al mundo, nacerá. Vete a casa que he de hacer la misa de la 111


tarde que por cierto no te veo mucho por aquí. —Padre, —señaló Ana resignada— si hay días que apenas me mantengo en pie. —Anda mujer, no seas exagerada. Ya hablaremos más adelante hija, ve con dios. —Adiós padre. Salió de la iglesia hundida, estaba de un par de meses y el tiempo apremiaba. Tenía que hacer algo. Bajó las escaleras de la iglesia abrumada con sus pensamientos y no vio acercarse a Alonso. —¿De dónde vienes Ana?, te estaba buscando. He tenido un pequeño percance en la mina—al decirlo le enseñó el brazo izquierdo vendado, —tengo para diez días. Ana solo pensó de qué iban a subsistir ese tiempo. Todo empezó a darle vueltas, no pudo responder a Alonso y se desmayó a los pies de la iglesia. Alonso gritó pidiendo ayuda. El primero en salir fue el párroco que corrió escaleras a bajo. Una vecina que lo vio todo se acercó con un vaso de agua. La llevaron a la iglesia hasta que recobró el conocimiento. Allí el frío penetraba los huesos. El padre, acostumbrado, la cubrió con un par de mantas, cojió el candil e hizo un gesto con la cabeza a Alonso para que le siguiera. Le explicó la situación y la visita de su esposa, ya que no fue bajo confesión, sino para pedirle consejo. —Llevátela a casa y mañana vienes tú a verme, ella que descanse que debe reponer fuerzas. Le diré a Sebastiana que os lleve un poco de caldo para la cena. Alonso asintió con un gesto de cabeza y se fueron a su casa en silencio; sin mediar ni una sola palabra. Sebastiana les acercó el caldo y una hogaza de pan, además de seis patatas, un trozo de tocino y un trozo de queso. —El padre Damian mencionó que ya haréis cuentas cuando puedas volver a la mina—informó la mujer. Alonso le dio las gracias sin decir palabra. Sentía vergüenza de no poder 112


alimentar a su familia. Ana, al ver tanta comida, empezó a llorar de alegría. Tenía un hambre atroz. —Ana, sientaté a la mesa, yo me ocupó de poner los platos y vasos que tengo el brazo derecho perfectamente y mi hijo tiene que nacer sano como un roble. Fue hacia ella para ayudarla a levantarse, le secó las lágrimas y la abrazó. —Verás como todo se arregla. Trabajaré el doble si hace falta. A partir de hoy, no pasarás nunca más hambre, te lo prometo. Ella lo miró sin saber qué decir con la cabeza cabizbaja por el sentimiento de culpa por lo que había estado a punto de hacer. Se sentó en la mesa. La sopa, un caldo rancio, le supo a gloria. Después se comió un trozo de pan y un poco de queso para no gastar mucho y tener víveres para varios días. Él la miraba comer y veía la felicidad y el hambre en sus ojos. —Ana, —empezó— comete también un trozo de tocino, tienes que recuperarte pronto por el niño, estás muy delgada. No tengas miedo, aquí nunca más faltará comida aunque tenga que ir de pueblo en pueblo pidiendo limosna. Ella dudó si decir algo. Prefirió callar y hacer lo que su esposo decía. No quería que sufriera por su culpa por... —Ana, —interrumpió Alonso sus pensamientos. —Tú y lo que llevas en el vientre sois lo más importante para mí, soy feliz porque voy a ser padre y te ruego que nunca más me ocultes nada. Ella lo abrazó llorando. Se amaban desde que eran unos niños y, después de varios años de casados, Dios por fin le recompensaba con un hijo y ella creyendo que sería una carga para él. Esa noche hicieron el amor con delicadeza; Alonso le susurraba al oído que ahora debían tener cuidado pues el bebé crecía en su vientre. Durmieron como hacía tiempo que no lo hacían, con el estómago lleno. A la mañana siguiente escucharon gritos y carreras de gente de un lado a otro. Alonso rogó a Ana que descansara un poco más y salió a ver qué sucedía. 113


Varios mineros trabajaban en uno de los túneles más profundos y de repente un derrumbe los había dejado aislados. Un grupo de hombres retiraba lo más rápido posible las rocas y arena que los separaba de la zona más cercana a ellos donde suponían que el oxígeno les podía ayudar a resistir hasta su rescate. El sufrimiento y la lucha de la cuadrilla se palpaba en su rostro; no sabían si estaban en una zona de oxígeno, o si estarían muertos. Las mujeres esperaban a la entrada de la mina y el párroco rezaba para que todos saliesen vivos. El pueblo estaba en una zona inhóspita, donde el clima era adverso por el frío. El trabajo de los mineros era durisimo, la mayoría de veces en condiciones de gran peligrosidad. Pero no había otro tipo de trabajo y a pesar de que la mayoría caían enfermos con el paso del tiempo y sus pulmones ennegrecidos por el carbón, tener ese trabajo les llevaba alimento a sus casas. El tiempo pasaba rápido y más gente se unía a ayudar; las mujeres llevaban café y los mineros que estaban fuera durante el derrumbe, ayudaban también. Después de muchas horas, llegaron hasta los mineros, que tuvieron suficiente oxígeno para aguantar, excepto Raúl, un minero al que le quedaban tan solo unos meses para jubilarse, pero su corazón no resistió. La noticia sumió a todos en una tristeza y silencio absoluto. Se miraban unos a otros, pensando que podría haber sido cualquiera de ellos. Raúl, que perdió a su esposa un año atrás, dejó de ser el mismo y en ocasiones se quedaba el último para salir, como si esperase un desenlace así. Todos pensaron que murió donde quería morir, no pudo tener hijos y no soportaba la soledad. Después del entierro, Alonso acudió a la iglesia tal y como le pidió el padre Juan, que así se llamaba. El párroco empezó diciéndole que ya se hacía mayor y necesitaba ayuda en la iglesia y en su casa. Alonso, oía con curiosidad sin saber a dónde quería llegar el padre Juan. —Como te digo, —prosiguió— mi intención es que Ana y tú os trasladéis a mi casa, que ella se ocupe de la limpieza y la comida igual que en tu casa, y tú me ayudes en el huerto, a preparar las misas, tocar la campana cuando sea necesario y el mantenimiento de la parroquia y la casa arreglando las cosillas 114


que vayan saliendo. Cobrarás el jornal igual que el que tenías, no obstante, aquí no tendrás que pagar vivienda y tendréis hasta una habitación cuando el niño crezca para él. Y por supuesto la comida no faltará. —Pero padre, ¿por qué yo? —Porque eres demasiado bueno; arreglas ventanas a vecinos, a otros les cubres el tiempo si llegan un poco tarde a la mina, incluso a veces compartes tu almuerzo, y tú y Ana os merecéis salir de esa fría y húmeda habitación que nada le conviene al bebé que ya está en camino. —Padre, yo... —no pudo acabar y rompió a llorar como un crío, pero de felicidad. —Y por supuesto el día que yo falte seguiréis igual en la casa y el trabajo, ya le he dicho al Benancio que redacte el escrito para que lo lleve al registro. Venga anda, que a ver si esta tarde ya os habéis mudado. Quiso decir una palabras de agradecimiento, el párroco se lo impidió. Durante el trayecto a su casa iba pletórico. Por fin nunca más pasarían hambre ni frio, y con lo bien que cocinaba Ana, el padre estaría contento con la decisión tomada. Ana, estaba haciendo la cama cuando entró en la habitación. No pudo evitarlo; se abrazó a ella llorando. Ella asustada le preguntó. —¿Qué sucede cariño, por qué lloras, no te habrán echado de la mina? — al decir esto último palideció. Alonso, entre llanto y risas de felicidad le contó todo lo que él párroco le había propuesto. —Ya tenemos casa Ana, nuestro hijo vivirá sin pasar hambre. Ella sonrió y lloró con él. Su agonía a causa del embarazo había terminado. Ya no se preocuparía. Llevaron lo poco que tenían en dos sacas y se instalaron en casa del párraco, que a pesar de ser pequeña a ellos les parecía un palacio. Aquella noche, cenaron como reyes; patatas con huevo que Ana hizo con una salsa y que encantó a Juan que hasta rebañó el plato con el pan. 115


Luego explicó a Alonso lo que debía hacer al día siguiente y se marchó a dormir. La cama de su habitación tenía un mullido colchón y unas mantas reconfortable que calentaba el cuerpo. Eran afortunados, no sentían la humedad en los huesos. Pasaba el tiempo y la incipiente barriga de Ana crecía. Después de siete meses, nació Juan, pues decidieron ponerle el nombre del párroco por lo bueno que era con ellos. El padre al enterarse le hizo muy feliz. Su bebé crecía rápidamente, hermoso y sano como un roble. Y a medida que crecía, Ana le contaba la miseria que habían pasado y cómo el párroco al que llamaba abuelo, les había salvado de una vida precaria llena de miseria y sufrimiento. Quería que su hijo entendiese el valor de las cosas. La gratitud con aquellos que se lo merecen y que siempre hay que ayudar a quienes tienen menos que tú.

NURIA DE ESPINOSA

España

Twitter: @misletrasnuria1 Blog: https://escritoranuriadeespinosa.blogspot.com

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T

engo un secreto. Blanca sabe que lo guardo, pero me ama con todas sus fuerzas; por eso no me presiona para contárselo. Tal vez se deba al destino que tuvimos: ambos sufrimos en el campo de concentración nazi. La suerte de los judíos era sombría, sin

embargo, Blanca y yo tuvimos la oportunidad de conocernos y enamorarnos. Cuando los soldados norteamericanos nos rescataron, estábamos solos; todos nuestros seres queridos habían muerto. Pero nos teníamos el uno al otro. Sé que a ella la violaron catorce veces. Sé que ella guarda muchas cosas en lo recóndito de su ser. Algunas no las contará jamás. No es necesario, la amo. Y la comprendo. Hemos empezado una nueva vida en este país del sur. Vivimos en una casa pequeña, aunque cómoda. Decidimos no tener hijos nunca. No contamos con mascotas. Mi esposa entiende mi sobrenatural manía por la limpieza. Y entiende lo demás. A nuestra manera somos felices. Pero un asunto me atormenta y quiero contárselo hoy mismo. Ella sabe muchas cosas sobre mi etapa de reclusión, sabe de las cicatrices y las huellas de quemaduras en la parte baja de mi cuerpo. Sabe demasiadas cosas. Sin embargo, no conoce mi oscuro secreto. No he debido ocultarlo tantos años. Estaba tan enamorado de ella que solo pensé en dejar atrás el terrible pasado. No obstante, las heridas vuelven a mi cabeza una y otra vez. Las inyecciones, el dolor, el silencio. El tiempo se me agota, he de contárselo hoy mismo. En este preciso instante. Aquí voy: —Blanca, te revelaré un secreto. —No me lo cuentes, no es necesario. —Estoy decidido a hacerlo, es un maldito peso que llevo en el interior. —No quiero escuchar nada, por favor no me lo digas. —Debo contártelo, cariño. Te amo con todo mi ser. Por favor, escucha... —¡No, no y no! No quiero que me digas nada. El pasado ha quedado atrás, ¡acéptalo! Blanca toma mi rostro entre sus manos y lo acaricia con ternura. Yo le 118


sostengo las yemas con suavidad y me dispongo a hablar: —Lo que quiero decirte es... —¡No, basta! No cuentes nada, sé que se trata de algo horrible... —Sí, lo es... No, más bien es extraño... No, solo sé que me odiarás, mas debo decirlo... —¡No me lo digas! ¡Basta! ¡No quiero saberlo! —Ella intenta esconderse en su habitación, pero no se lo permito. —¡Debo sacar este mal que llevo dentro! Blanca, me escucharás, aunque no quieras... —¡NO! —ella se tapa los oídos mientras hablo... No percibe una palabra. Finalmente desisto. Contento, de algún modo, porque sé que ella me adora. Porque me acepta tal como soy. Blanca coge su abrigo y su cartera, y se marcha. Se dirige en nuestro auto a la casa de una amiga. Por un tiempo prudencial, intuyo. Me recuesto en el sofá y espero. Espero. Espero... Y sucede. Dos días después, Blanca regresa y me observa. Se tapa la boca con asco. Grita con unas fuerzas que no imaginaba podían habitar en su frágil cuerpo. Y huye, despavorida, cuando la piel se me abre. Lo siento por ella. Debió escucharme, hubiera sido más fácil así. Me dejo caer en un sillón, fatigado, triste, atontado por el intenso dolor. Seis horas más tarde un capullo se formó alrededor de mi cuerpo. El capullo se abrió durante el día número tres. Al cuarto día, batí las alas.

CARLOS ENRIQUE SALDÍVAR ROSAS

Perú

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C

ada mañana al despertar recuerdo los sueños que había tenido, la mayoría se sentían reales. pero este sueño era inusual, al menos así lo sentí. En este me veía llorando en la lluvia a plena noche. Me desperté antes de saber la razón de mis lágrimas.

Mientras empezaba a alistarme, alguien me dió un suave toque, recordé

que vivía con Dan, y eso me tranquilizó ya que sabía que era solo él. Empieza a jalar mis manos con las suyas, es un gruñón, pero también sé que es cariñoso un ser noble y bueno. Todos los días me reclama su desayuno, si no se lo doy se enoja, ojalá dejara de quejarse tanto. Uff… ¡rayos!, ¡ya se me hizo tarde!, debo irme ya, me dije a mí misma, me apenaba dejar a Dan solo en casa, pero desde que vivimos juntos nunca se quejó de que yo trabajara y estudiara a la vez. Él es feliz cuidando nuestro pequeño hogar, teniendo un poco de mi atención y dándome su cariño, tenemos tres años juntos ya. Camino a la Universidad me puse nerviosa, tal vez era porque iba ser mi primer día dentro de esta y obviamente no iba ser igual que la academia, pero ya en clases noté que éramos más de cuarenta estudiantes en un salón; algunos nos sentábamos de tres en una carpeta y los menos afortunados tenían que traer sus sillas mientras permanecían sentados afuera del salón atendiendo las clases y sin dejar de escuchar las explicaciones del docente. Noté que cuando eres cachimbo quieres hacerlo todo, ser un estudiante amarillo, suena gracioso, pero es la verdad, en mi caso trataba de cumplir con las exigencias que demandaba cada curso de mi escuela profesional. Cierto día nos pidieron investigar información sobre “¿qué era la lingüística general y su historia?”, me dirigí a la biblioteca de Filosofía y Humanidades, ya dentro busqué libros que me ayudaran con la tarea designada, saqué dos y me senté en una de las mesas de lectura sin percatarme que había alguien ahí ya sentado, aparentemente estudiando. Como era nueva en todo esto comencé a reírme como loquita. ¡Ja, ja, ja, yupi! Mi felicidad se debía a que había encontrado la información necesaria 121


para mi investigación, la persona a mi lado resulto ser un chico de tercer año, me preguntó que me pasaba, yo me di cuenta que estaba siendo escandalosa en un lugar que no se permitía hacer nada de ruido. ¡Ay Dios!, me decía a mí misma, felizmente él se rio conmigo y empezamos a charlar por un buen rato. Nos hicimos muy buenos amigos, cada que podía me ayudaba con cosas que no entendía. Al transcurrir los días, llegó el momento en que venían las presentaciones de libros de autores de reconocidos o que estaban empezando en esa área, a mí me gustaba ir a ver los nuevos libros, las novedades de las librerías. Mientras pasaba por uno de los puestos me crucé con Max, el joven que se había vuelto mi amigo desde que lo conocí en la biblioteca, me invito a tomar un café en la cafetería de la Universidad. Casi al terminar mi taza de un café negro y amargo, pero de cierta forma reavivante, el tino a decirme: Me gustas mucho Yo respondí: -También me gustas Desde ese día empezamos a salir, aunque debo admitir que mi corazón se sentía un poco adolorido, quizás porque sentía que de cierta forma esto lastimaría a mi querido Dan, el siendo tan cariñoso, noble. Ahora tenía mi atención puesta en alguien más, sé que tengo apenas diecisiete años, aunque no era una buena excusa para comportarme así, no sabía que hacer. Y así fueron pasando los días, semanas y meses, hasta el momento en que se estaba organizando todo para la gran fiesta cachimbo 2017. Yo no deseaba ser parte del reinado ni nada, solo compré dos boletos para ir con Max y aclarar mis sentimientos hacia él de una vez. Nos encontramos a las 6 PM cerca del cruce de la calle Paucarpata con Independencia, después de charlar un rato decidimos no ir, en su lugar fuimos a comer un pollo a la brasa, hacía algo de frio, así que se nos ocurrió ir a ver una película, para estar en un lugar confortable y caliente. Ahora caigo en cuenta de

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que tome la decisión equivocada. Sin darme cuenta ya estaba ingresando a un hotel, encendimos la televisión, había mucho por ver, pero nada bueno para disfrutar. Nos pusimos cariñosos, entre besos y abrazos, terminé perdiendo mi virginidad, con mucha adrenalina en mi cuerpo, lleno de sudor y temblando, sin pensar que había perdido algo irremplazable, irrecuperable. A la mañana siguiente mientras lo observaba dormir, vi llamadas perdidas en su celular y observé un mensaje que decía: ¿por qué no has vuelto a casa aún, amor? Decidí escribirle una nota a Max indicándole que lo de la reciente noche no pasaría otra vez, y que nuestra relación había terminado. Me alisté tan rápido como pude para no despertarlo y dejé el mensaje donde pudiese verlo, fui a mi casa. Al llegar encontré a Dan tirado en el piso, estaba muy mal, había vómito y él apenas respiraba, en eso salió de la cocina mi madre, había vuelto de su viaje y pasó a ver como estaba, me gritó muy fuerte: ¡Dónde rayos estabas! ¿Que acaso no te importa lo que le suceda a tu querido Dan? Estaba desconcertada, me sentía muy culpable con lo que estaba sucediendo, no pude salvar a ese ser especial que me había dado todo su amor incondicional sin pedirme nada a cambio, tan solo él quería y se conformaba con un poco de mi cariño. Nunca podré olvidar sus suaves patitas tocándome cada mañana, sus maullidos pidiéndome que lo alimentara, siempre mostrándome que estaba feliz a mi lado, ahora sé que debí recordar que tenia alguien quien cuidar y que dependía de mí, y sé que por mas que llore a mares en esta noche oscura, con lágrimas cayendo del cielo, sé que mi noble y fiel compañero jamás regresará. Si existe el cielo de animales espero que este ahí, mi gatito Dan, porque los seres como él jamás te traicionan.

HILDA CURUTA YUCRA

Perú

Facebook: Hilda Curuta

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¡H

ola Luis! Hace tiempo que no sabemos uno del otro… Ante todo, espero que estés bien, practicando tu inglés en Tasmania…¡Anda que irte tan lejos..! Supongo que no te habrá movido solamente la práctica del idioma. Ya me

contarás la verdad cuando nos volvamos a ver. Y no se te ocurra traerme uno de esos regalos estrambóticos, como un diablo de Tasmania como mascota, que te conozco. Que de tu último viaje a India me trajiste un muñeco Ghandi que hablaba y daba bendiciones… Yo para practicar inglés pasé el verano en Nueva York. Para un chico provincias, como yo, emprender un viaje de ese calibre suponía toda una proeza. Era la primera vez que viajaría al Nuevo Continente y estaba excitado. Además, llevé conmigo el libreto y la partitura del musical en dos versiones lingüísticas: inglés y español para moverlo por todas las productoras de Broadway. De modo que maté dos pájaros de un tiro: practiqué el idioma y, de paso, intenté introducirme en el mundo del espectáculo como escritor, mi sueño profesional, como sabes. ¡Los nervios me comieron en el avión! Las azafatas tuvieron que darme un tranquimazín para calmarme. Me jugaba mucho porque había estado ahorrando este dinero durante meses y el trabajo de camarero era duro porque se pasan muchas horas y te pagan poco, ¡Ay..! ¿Por qué seré tan testarudo..? Tenía que haber buscado trabajo como periodista, que para eso estudié la carrera, pero no, yo empeñado en ser dramaturgo o guionista. El único que me ha apoyado en todo esto has sido tú y debo agradecértelo. Casualmente, conocí a un productor en el viaje! Para serte sincero, creo que le gusté y me facilitó su teléfono para quedar a tomar un café. Y quedamos, vaya si quedamos...Era alto, rubio y con los ojos grises y unos labios rosados y carnosos. Una especie de modelo de revista. Nos vimos varias veces. En la primera cita, le hable de mí, de mis inquietudes profesionales y él me inquirió por las personales, pero yo no quería ir más allá de lo estrictamente profesional 125


porque era tan bello y engatusador… Casualmente, él estaba buscando nuevos textos y no dude en darle el mío… Nueva York se me antojó una locura: una ciudad vibrante, llena de ritmo y creativa, pero, al mismo tiempo, donde las soledades y la pobreza lloran sin ser oídas… Tan diferente a nuestra querida Almería, amigo… tan diferente… Peter —su nombre— me ofreció un trabajo como recepcionista en uno de sus teatros y comenzó a invitarme a estrenos. Nos hicimos muy amigos, pero al cabo de dos semanas, también me propuso sexo…así, directamente. ¿Qué qué hice..? Pues, qué iba a hacer, lo propio, aceptar. Después de acostarnos, le presenté mi proyecto. Lo leyó con desgana, pero al cabo de unos días, me llamó para proponerme un pacto: Si yo me convertía en su amante, me lo montaba en uno de los teatros del Off Off Broadway. Yo volví a aceptar, claro. ¡No cupe en mi gozo! ¡No me lo podía creer! Estaba dispuesto a pagar un alto precio, a prostituirme a tope con tal de abrirme paso como dramaturgo. Los días se sucedieron y con ellos, los polvos, pero mi proyecto seguía en su cajón. Las peticiones de sexo fueron cada vez más frecuentes y yo comencé a sentirme un poco prostituto. ¿Te has echado p’atrás, Peter..? No, tranquilo, no seas impaciente. Todo lleva su tiempo. Pero si tanto te gusta mi musical y tantas ganas tenías de producirlo, ¿por qué no comenzamos a trabajar ya? Porque estoy muy ocupado, baby. Yo empecé a desanimarme y mi estancia en la Gran Manzana tocaba a su fin. Como me iba quedando corto de dinero, me atreví a pedirle algo prestado y me dijo que me lo regalaba, a cambio de ser su amante número uno, por lo cual interpreté que tenía otros… Pero me daba igual con tal de salirme con la mía. Al fin y al cabo, no me había enamorado. Cuando faltaban tan solo dos días para mi vuelta, Peter me llamó para celebrar mi despedida. Me invitó a uno de los mejores restaurantes de Manhattan

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—esos donde los camareros te sirven con smoking y los clientes van trajeados— y me propuso una noche loca en su apartamento de Central Park. ¿Y mi musical..? Te lo monto yo y cuando esté listo, te llamo para que vengas al estreno. En un alarde de lucidez, me di cuenta de que lo que, en el fondo quería, era quedarse con el proyecto y pasar de mí. Me había utilizado descaradamente. Se pensó que yo era tonto. No te preocupes. Ha sido un placer conocerte. Bye! Salí del lugar con lágrimas en los ojos, decepcionado y sintiéndome sucio por haber vendido mi alma al diablo. Pero, en mi caso, la venta no dio ningún resultado. Más bien, fue regalar mi cuerpo y mi tiempo a un caradura. Volví a Almería y con mucho esfuerzo y tiempo, monté el musical en el salón de actos de un colegio mayor universitario. La sala estaba llena de mis familiares y amigos. Hijo, al menos, conseguí llenarla. Por un momento, pasaron por mi mente los recuerdos de mis semanas en Nueva York con el guapo y listo de Peter… Y justo al comenzar los primeros acordes y salir los principales actores a escena, sentí que alguien me ponía la mano en el hombro. Me volví y pegué un grito. El espectáculo paró en seco. ¡¡Era Peter!! He vuelto a por tí. Me di cuenta de que comencé a quererte me dijo con semblante enamorado. Y volví con él, claro que volví... No dejes de escribirme pronto, amigo. Un abrazo.

IÑAKI FERRERAS

España

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“El frasco con diez mililitros de adrenocromo oscila entre los treinta y cuarenta mil dólares. Esto debido a lo difícil que es conseguirlo”. Samay Rockefeller.

E

speré a que los mafiosos se fueran a dormir. Tuve que usar toda mi fuerza de voluntad para permanecer escondido y en silencio. «Yo tengo el control, yo tengo el control». Era muy difícil. Olía a queso derretido, a tomate, champiñones. ¡Pizza! Había que ser

un verdadero criminal para dejar dos rebanadas en la caja. Llegué a ella justo a tiempo, una cucaracha estaba por parársele encima. Al verme, la cobarde voló, temerosa quizás, de que fuera a hacerla mi cena. Pero en eso se equivocaba, nunca, por más hambriento que estuviese, había comido cucaracha. Olisqueé en el aire el delicioso aroma de la pizza e hice una última revisión a ambos lados para asegurarme de que nadie me viera. Entonces me transformé. Convertirme en algo pequeño me producía cosquillas, en cambio, al agrandar mi tamaño sufría de dolor en las articulaciones, como si me quemaran. La agonía duraba solo un momento, pero tuve que esforzarme mucho para no gritar. «Yo tengo el control, yo tengo el control». Apenas sentí mis dedos humanos estiré mi brazo para tomar una rebanada. Estaba fría, pero era lo de menos. Había sobrevivido de restos de comida la última semana. Es más sencillo llenar el estómago de un ratón que el de un ser humano. «De cualquier forma no comeré basura mucho tiempo, en un mes cumpliré la mayoría de edad y podré conseguir trabajo formal», pensaba mientras terminaba de masticar la primera rebanada. Se me atoró un poco y tuve que golpearme el pecho, porque los criminales no habían dejado ni un traguito de refresco. Cuando terminé la segunda me sentí con energías renovadas. Salí de la habitación. El objetivo era buscar el lugar donde dormía el hombre moreno. Un negro con ojos amarillentos y cabello muy corto y rizado. De su cuello pendía un collar con la figura de la muerte y tenía una calavera tatuada en su muñeca. Lo seguí esa noche convertido en búho. «Fue el que mató a Pedro».

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Pedro había sido mi padre, mi mentor y mi único amigo. Era un policía retirado que trató de poner una librería con el dinero de su pensión sin ningún éxito. Tuvo que quebrar cuando los narcotraficantes comenzaron a pedirle cuotas semanales. Él nunca fue dulce conmigo, como aquellos padres de las películas que abrazaban a sus hijos. En cambio, siempre recibí honestidad de su parte. —¿Dónde están mis padres? —No lo sé, te encontré en un terreno baldío y cuando te vi transformarte en gato, supe que no debía llevarte al orfanatorio. —¿Por qué yo no voy a la escuela? —Porque te enseño en casa. Aquí hay libros y mejores que en la escuela. —Sí, pero quiero ir a la escuela, con los demás niños. —No hasta que domines tus poderes. Yo tenía doce cuando a Pedro le cortaron tres dedos por su diabetes y ya no pudo caminar. Fue cuando comenzamos a robar. Espiaba a los vendedores de droga. Convertido en ave, nunca en zancudo. —No lo olvides, adquieres las debilidades de lo que te conviertes —fue de las primeras lecciones que me dio. En cucaracha, nunca en hormiga. En ratón, nunca en pollo. En cazador, nunca en presa. Tenía ciertas limitaciones, no podía transformarme en animales que no existían, como unicornios o centauros. Tampoco en los extintos, lo aprendí a los nueve, cuando me desmayé por intentar convertirme en dinosaurio. (Aunque no estuve muy lejos de lograrlo). Otra cosa que tenía que tomar en cuenta era que mientras más grande el animal, más hambre me daba y me resultaba muy difícil cambiar de forma con el estómago vacío. Transformarme gastaba mucha energía. Aquella era una enorme fábrica abandonada. Llegué a un pasillo que daba a cinco almacenes. «Uno de esos debe de ser». Presioné el botón y se abrió la cortina metálica del primero que daba a un lugar llego de droga y una mesa con fajos de billetes. «Si trajera ropa lo guardaría en el bolsillo de mi pantalón». Negué con la cabeza y decidí concentrarme en mi cometido. Misión Montecristo le llamé. 130


Al igual que Edmundo Dantes, yo tendría mi venganza. No debí haber robado ese celular, por mi culpa Pedro está muerto, peor, se sacrificó para salvarme. El segundo almacén tenía una vieja línea de producción y unas máquinas muy óxidadas. Había tenido tiempo de pensar cómo le mataría. Primero pensé convertirme en león y desgarrarlo. Pero si llegaban sus amigos, alguno podría dispararme, quizá no fuese lo bastante rápido. Luego pensé en una víbora de cascabel. Fantaseaba con inyectarle veneno en la yugular. Pero tardaba unos minutos en hacer efecto y si él me pescaba, seguro me mataría. Me decidí por convertirme en rana dardo. Cuya piel es venenosa. La toxina que segrega causa insuficiencia respiratoria y paro cardíaco. Una sola tiene veneno suficiente para matar a diez personas. Practiqué durante el último mes hasta dominar la forma. Aun no decidía si solo lo mataría a él o a todos en el lugar cuando escuché una voz. Presioné el botón para abrir la cortina metálica, mientras me preparaba para huir o correr. Pero lo que el almacén ocultaba era una jaula, con tres niños adentro. La mayor parecía de algunos trece. —¡Está encuerado! —exclamó el más pequeño, quien no podía tener más de siete. —Silencio, Tony —susurró la niña mayor, poniendo su mano en la boca del pequeño. —¿También te atraparon? —preguntó un niño moreno, de algunos diez u once años. Estaba delgado y su playera verde tenía varios agujeros. —No, yo vine a matar a alguien. —¡Qué bueno! —exclamaron algunos. —Y después de matarlo, ¿nos podrías liberar? —preguntó el niño de la playera rota. —Después de matarlo me voy a pelar, ¡son un chingo! Y están armados. Estaba por largarme cuando me llamaron otra vez. —¡Espera!, ¡no te vayas! Ayúdanos, ¿no sabes lo que nos harán? —A varios de ustedes se los van a coger, terminarán divirtiendo a turistas 131


en Acapulco o en algún lugar turístico; a los demás los van a abrir y les van a sacar los órganos para venderlos. Sea cual sea su destino no me interesa. —Te equivocas —la voz del niño era firme pero apenas audible —hace una semana vino un gringo y se llevó a varios, la mayoría niñas; hace tres días vino una doctora y nos examinó. Se llevó cinco más. Somos las sobras, por nosotros vendrán los hombres-conejo. —¿De qué carajos estás hablando? —Nadie sabe quiénes son. Pero días antes de navidad se presentan en los orfanatos y se llevan a los niños que nadie quiere. Yo los vi. Sueltan un gas para que todos duerman. Y usan máscaras de conejos, también hay mujeres, aunque la mayoría son hombres. Escapé del orfanato, me mantenía limpiando vidrios de autos hasta que esos pinches narcos me trajeron acá. —¿Hombres-conejo? No existe tal cosa, alguien ya los habría denunciado. —En esta ciudad ni policía tienen. A nadie le importamos. Todos hablan de lo que es mejor para nosotros, pero a nadie le importamos. Los adultos solo ven por ellos y su conveniencia. —Si nos liberas, pelearemos contigo —dijo la niña mayor. —Mejor morir peleando a que nos lleven esos sujetos —la secundó el chico de verde. —Háganse para atrás —les ordené. Y crecí hasta ser elefante y con mi trompa destruí la reja. El sonido del metal al golpear con la pared no pasó desapercibido. Escuché a los mafiosos despertar y una ira se apoderó de mí, sentí como me crecían los dientes y las garras. Esa fue la primera vez que vieron a un tiranosaurio en millones de años.

J.R.SPINOZA

México

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-¿P

or qué lo hiciste? Nadie recordaba una tensión semejante en la estación. Habían pasado cosas peores, al menos más violentas. No era inusual. Mas nadie podía recordar a un victimario así. Habían escuchado sobre eso, pero

nunca creyeron ver algo así. El cuarto de interrogatorios, oscuro, aislado, parecía el agujero dónde alguien escondería un terrible secreto. Quizá eso era. Chico, lo repetiré una vez más: ¿Por qué lo hiciste? El chico no contestaría. Lloraba sin parar. Cualquiera en su sano juicio evitaría compadecerlo después de lo que hizo. Pero, tal parece, que la mayoría no lo estaba, al menos eso pensaba Jen, la oficial novata. Casi no podía escuchar a su compañera, a pesar de estar del mismo lado del cristal, ni quería hacerlo. Estupidez, desgracia y un acto espantoso de la mano de quien menos se podría sospechar: un niño. ¿Cuál era el problema de todas esas personas? ¿Alguien había pensado en la víctima? No, en ningún momento. El detective Jacobo no paraba de hablar de cómo podría arruinarse la vida de ese niño. Casi parecía que ansiaban soltarlo. Jen no podía estar de acuerdo con eso. Sin embargo, tenía claro que la correccional no debía ser lugar para un niño. Si algo tenía mal, seguro saldría peor. Eso lo sabía. Siempre lo había sabido. De fondo, correccionales y cárceles eran iguales: nidos de gente que delinquiría por el resto de su vida. Era el efecto de esos lugares. Desear la justicia, el bien de las personas, y enviarlas a un sitio terrible. La paradoja de ser policía. En teoría pues, el oficio ya no era lo que ella pensó que era, tal vez nunca lo había sido. ¿Cuál era la solución? Jen no la veía. Había tanto por hacer en tantas cosas, que parecía que nunca tendrían término. El mundo era terrible, y parecía cada vez peor. ¿Qué le pasa al mundo que ahora los niños violan?, pensó Jen. El niño seguía sin hablar. El oficial que lo interrogaba, José Rodolfo, mantenía la vista al frente, implacable. La única razón por la que no lo había golpeado para sacarle la confesión era que el chico era hijo de Don Ramiro, un

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hombre muy respetado en su comunidad. Por supuesto, nada tenía que ver con la edad del criminal confeso; Rodolfo ya lo practicaba con su propio hijo. De ser un niño cualquiera, lo podría haber dominado en un instante. Los extrañados ojos de Jen habían sido testigos del terror que se vivía. En ese pueblo había pasado cosas horribles. En una mañana, tan solo un mes antes, se encontraron los cuerpos de ocho mujeres. Había evidencias de tortura y violación en todas ellas. Habían desaparecido en fechas distintas, aunque la evidencia mostraba que habían muerto el mismo día. Ninguna de ellas vinculada a grupos criminales, ni a personas en el medio, ni siquiera vivían en barrios conflictivos; solo habían sido blanco de hombres peligrosos. No era la primera vez, ni sería la última. Al graduarse, Jen creía que podría cambiar el rumbo de su pueblo. Integrarse al sistema le pareció la mejor forma de mejorar la vida de todas. Mas las fuerzas policiales no fueron lo que ella había creído con tanta ingenuidad. Al menos la mitad de los policías era directamente violenta en casi todas las facetas de su vida, incluyendo un par de mujeres. En tan selecto grupo había quiénes tenían acusaciones por abuso o violación, así como prácticas corruptas comprobadas. ¿Por qué seguían como agentes? Contactos, como todo en su país. Jen perdía cada vez más la esperanza. Y, cómo siempre, las víctimas caían en el olvido institucional. La prensa hacía lo suyo para contribuir al problema. Si el niño frente a ella fuese pobre o de clase media baja, su caso se filtraría a los periódicos. Su nombre completo se mantendría en el anonimato, como con el resto de los agresores, solo quedando sus actos en el titular. El chico quedaría expuesto, luego se olvidaría, como todo lo demás. En esos tiempos ya nadie recordaba. Si se volvía un violador o un asesino, o algo peor, sería un caso para los medios amarillistas. Alimentaría el morbo, la vanagloria del asesino transformada en una marca de la era contemporánea. Como en la mayoría de los feminicidios: se contaba la historia de los victimarios, no de las víctimas. En el pasillo se oyó a un hombre exigir a gritos que lo dejaran pasar. No tardó en declarar estatus e identidad. El cuartel retumbó ante el peso del poder y el prestigio social. Entró el hombre gritando al cuarto de interrogatorios, era Don 135


Ramiro. Estaba furioso. Recibió al niño con una cachetada. Nadie se atrevió a hacer nada. Jen estaba pasmada por la escena. El chico no entendía la cólera de su progenitor. Su crimen, que más que placer le había desagradado, le confundía. Lo había hecho por su padre. ¿Qué acaso no deseaba que lo hiciera? ¿Que probara que era hombre? Había bromeado con el tema en varias ocasiones. ¿Si podía bromear con eso, por qué lo trataba así? Además, la gente se sabía las andanzas de Don Ramiro. Se le admiraba por eso. Se hablaba de sus noviecitas de aquí y de allá, de sus antiguos trotes por la escuela. Se rumoraba que nadie se le podía resistir, fuera lo que fuera que eso significara. Pero, claro está, nadie podía negar de frente que se trataba de un íntegro hombre de familia. Era hombre del pueblo, hombre de carácter fuerte. Tenía el “Don” ganado a través de los años. La gente de ahí lo respetaba, después de todo, le temían. ¿Cómo pudiste ser tan pendejo?— Don Ramiro tenía a su hijo tomado de los hombros y lo zangoloteaba. Le dio otra cachetada—. Si querías a alguien me lo hubieras dicho, todo se puede pagar. Ah, no, ¡Tenías que hacerte el hombrecito! No te pongo otro golpe nomás porque la gente pensará que no te educo. No, ¿a mí qué? Tú eres el tontito. Saliste mal. Debe ser culpa de tu madre; esa pinche vieja te consiente mucho. No sé. Ahora vas a aprender. Me vas a salir bien educadito de la correccional. Se molestó porque lo hice mal. Fallé, soy un pendejo y mi papá me odia por ser un pendejo. Siempre lo ha hecho, pensó el niño. Ya no lloraba, tenía miedo de hacerlo frente a su padre. Recibió las agresiones como debía. Había violado a una compañera de clase, debía pagar por ello. Su padre le había enseñado que si hacía algo mal debía ser discreto, cómo solía decirle, limpiar el cagadero. De haberlo hecho bien, hasta sus amigos hubieran celebrado su acto, como era costumbre. Te me vas a pudrir por pendejo. ¡Ya tienes nueve años, caray! Ya deberías entender. Ahora no… deberás ser machito y asumir lo que hiciste. Nadie te mandó a cagarla. Entonces salió de ahí, para nunca volver. Mandó a la policía que lo

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encerraran. Solo les pidió que no le hicieran demasiado daño ahí dentro, pues era su hijo mayor y ya le tenía preparado su destino. El niño acabaría en la correccional durante un año, plazo dictado por su padre y no por un juez. Jen quiso golpear a ese hombre, sabía quién era y lo que se decía de él, más las piernas le temblaban. No pudo hacerlo, sabía lo que podía pasar si le faltaba el respeto. Al día siguiente entregó su placa, empacó y salió del pueblo, rumbo a la capital. Nunca volvería. No obstante, antes de irse, ayudaría a la familia de la pequeña Gabriela, la víctima, a trasladarse a otro estado. No había más que tratar de brindarle una vida segura y plena, dentro de lo posible. Era seguro que nunca olvidaría algo así, nunca volvería a ser la de antes. Al igual que Jen, quién especularía por años al respecto. Leería bastante del tema, se informaría, estudiaría el caso con las fuentes a su alcance, todo para resolver la pregunta que tanto se había hecho durante el interrogatorio: ¿Por qué lo hiciste?

ANTONIO ARJONA HUELGAS México

Blog literario: Memorias andantes Instagram: Antonio Arjona Huelgas

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U

na caverna sufre tétrica iluminación. Alumbrados con debilidad varios astronautas conversan encerrados dentro de una jaula enorme; y, al otro lado, un marciano gigante duerme dentro de un compartimiento, luego de haberse comido a diez de ellos.

Los cautivos, que visten trajes espaciales, saben que el oxígeno se les acaba y que deben huir lo más pronto posible. —No podemos morir así. Devorados por un monstruo que nos odia a muerte. En nombre de nuestra humanidad, no podemos sufrir ese terrible final — dice el Astronauta N°1, con gran temor en sus palabras. —Tienen toda la razón —exclama el Astronauta N°3, con voz irritada—. La única alternativa es hacerle comer la maldita salchipapa que traje encaletado, haciéndole creer que es una delicia. —Estoy de acuerdo. El gran invento del Dr. Ketchup lo fulminará en menos de tres segundos —afirma el Astronauta N°2, refiriéndose a la gran TapaArterias. El resto de astronautas intercambian palabras con gestos de aceptación. Al parecer, la mayoría aprueba aquel plan. —Así entenderá aquella bestia que, con los hombres, los dominadores del Universo, no se juega. También sabrá de una vez que somos la especie elegida de Dios —dice N°2. —Pareces judío, N° 2, como el Dr. Ketchup. El Dr. Ketchup era un judío, como lo fue Marx, Einstein y Kafka. Pero, aunque ellos eran grandes personas, en general los judíos no me simpatizan. He visto que son avarientos — replica el Astronauta N°1. —No blasfemes, N°1, que yo soy hijo de descendientes judíos. Y aunque no voy a las sinagogas ni soy practicante, respeto mucho a mis antepasados. Me molestan tus equivocaciones al respecto —refuta el Astronauta N°3. —Es una apreciación particular. Olvídalo. Lo dije en son de broma para tranquilizar la tensión. No quiero que me tomes como un antisemita —se protege el N°1. 139


—Discuten por tonterías. ¿Hablar de razas en pleno apogeo del siglo 22? Qué fiasco. Somos una sola sangre, una sola razón, una sola especie: la humanidad. Dije especie, no raza —sostiene el Astronauta N°2. —Vale —reconoce el Astronauta N°3, quien se queda callado con una expresión efusiva, todos lo miran y, de pronto, levanta las manos casi inmediata y eufóricamente con alegría. El resto de los astronautas pide una explicación. —Mientras escuchaba la ligereza de palabras de N°1, que me sorprende sobremanera y me irrita y alegra a la vez, se me ocurrió algo —exclama el Astronauta N°3. El resto de los astronautas, asombrados y ansiosos, lo escuchan atentos. —Aunque rechazo la expresión de N°1, me recordó algo del que tendremos que valernos para salir libres antes de que nos quedemos sin oxígeno o seamos devorados con salvajismo —dice N°3. —¡Qué caray! O sea, me pintas feo, pero crees que en mí encontraste la solución a nuestros males. ¡Esa está buena! —replica el Astronauta N°1. —Me da lástima no haberlo pensado antes de que fueran triturados nuestros compañeros —revela el Astronauta N°3. —Basta de triunfalismo, que seguimos como hotdogs en la refrigeradora —dice el N°1. —Escúchenme. Necesitamos ganarnos el cariño y compasión de nuestro verdugo para que pueda tragarse la salchipapa con la Tapa-Arterias, y solo lo haremos engañándolo con bellas palabras —explica el Astronauta N°3. El resto de astronautas se lanza miradas de dudas y reparos. —Pero si la bestezuela nos odia, es casi seguro que no lo permitirá. Las primeras veces nos repitió hasta el cansancio que odiaba a los seres humanos — dice el N°2. —Parece fácil, pero, como dice el resto, es todo lo contrario —dice el Astronauta N°1. —¿Quién dijo que sería fácil? ¿Qué cosa es fácil cuando tu pellejo está en peligro? —se defiende el Astronauta N°3. 140


—Ese monstruo lo único de humano que tiene es el lenguaje, que, según nos contó, habla y entiende muchos idiomas y muchos lenguajes. Será muy difícil que confíe en nosotros —expresa el Astronauta N°2. —Lo que se me ocurrió es convencerle de que los humanos somos mucho mejor que el concepto negativo que tiene de nosotros —explica el N°3. —Con esa apariencia desastrosa, ponerse sibarita... —murmura el N°2. —Deberías dejar de juzgarlo por su apariencia, N°2 —repara el Astronauta N°1. —Si no lo procesas aún, N°1, esa cosa que nos juzga detestable nos está devorando como unos bocaditos —dice el Astronauta N°2. —Ya basta. Lo que creo conveniente es usar nuestras tácticas seductoras para convencerlo de que somos buenos seres y que podemos ayudarlo y acompañarlo, hasta ganarnos su confianza. Luego le ofrecemos la salchipapa y, ¡plaf!, le reventaremos las entrañas —afirma el Astronauta N°3. El resto de astronautas, esperanzados, creen que es la única opción. —Entonces habrá que actuar, que veo movimiento en esa covacha — dice el Astronauta N°2, y todos clavan la mirada en la guarida trémula del marciano gigante. —Hablémosle de los grandes hombres, de las más grandes acciones, de los más grandes amores… —sostiene el Astronauta N°3. Antes que termine la frase, el marciano gigante sale con lentitud de su guarida. —Con tal de convencerlo, aunque sea hablen del Rey de los Judíos — ruega el N°1. El marciano gigante se acerca con pasos ruidosos. Es una masa amorfa con un ojo que hace de boca y cuya corpulencia arrastra hasta la jaula. —Humanos, odiosos humanos, hoy me comeré a los diez siguientes postres —gruñe. —Señor marciano, me apena que no pueda compartir nuestras carnes con sus amigos. Desde que llegamos, no le vimos compartirnos con sus seres más 141


queridos —dice el N°1, con voz tierna. El marciano gigante se ríe y afirma: «Estúpido humano, no necesito compartir mi postre con nadie más. En especial cuando lo disfruto en extremo». —Y ¿por qué odia a los humanos, gran marciano? —pregunta con ternura N°3. —Por muchas cosas, miserable… Si lo olvidaste, el siglo pasado murieron millones de personas por dos estúpidas guerras en su planeta. Matarse entre hermanos, qué estupidez —dice el marciano gigante, que, pese a la brusquedad, tiene buen humor. —Pero fueron errores que hemos ido corrigiendo… —sostiene el Astronauta N°2. —¡No, no, no! Hace mucho tiempo, ustedes crucificaron a Jesucristo y liberaron a un delincuente, y ahora siguen eligiendo políticos asaltantes. Ocurrió hace veinte siglos, antes de aquellas guerras mundiales. Hace poco, una dictadura mundial se ha ceñido entre ustedes, una perfecta dictadura imperialista que tiene en el temor, la represión y el sometimiento a casi la mayoría de ustedes, estúpidos humanos —grita el monstruo. —No solo existieron y existen malos en la Tierra, mi gran marciano, sino también existen seres generosos y buenos. Cuando Jesucristo fue crucificado, sus discípulos divulgaron su palabra poco a poco en el Viejo Continente, hasta que llegó a ser en la Edad Media la principal fuente de investigación —afirma el Astronauta N°3. —En la Segunda Guerra Mundial, el más perjudicial de los hombres, aquel Hitler despreciable, murió por sus propias manos al sentir derrumbarse sus proyectos diabólicos. Y los que lo derrumbaron fueron en su mayoría buenas personas, que creían en lo bueno y lo justo, amigo marciano —dice el Astronauta N°2. —Y aquel gobierno que calificas de dictadura imperialista, es lo más cercano a la utopía de la felicidad como sociedad que tenemos. Estamos más organizados, hablamos un solo idioma, los que quieren ganar más ganan más, y 142


los que quieren vivir con holgura lo hacen sin reproches. Pero lo más esencial de ello, aún se mantienen los valores morales, el respeto al prójimo y el principio de libertad universal del hombre —afirma el Astronauta N°1. Y el resto de los astronautas le recuerdan que vivieron Platón, Dante, Shakespeare, Cervantes, Leonardo Da Vinci, Galileo Galilei, Copérnico, Darwin, Einstein, y el Nobel de Física en 2048, que también ganó el de Química en 2057 y el de Medicina en 2060, el PHD Aurelius Vinicius Stirner, entre otras luminarias del pensamiento. —De los que mencionaron, respeto los nombres… Pero la mayoría de ustedes son estúpidos, tontos y frívolos. También repudio la actual situación politicastra de su planeta. En tierra de ciegos, el tuerto es rey —versa el marciano gigante. —Pero somos felices, mi querido marciano, somos felices. No nos falta la sonrisa ni vivimos amargados —dice el Astronauta N°1. —De ahí nuestra grandeza, pues el amor nos hace indefensos. Las personas que quieren, que aman con pasión, que son felices, se guían más por los sentimientos que por la razón, por los instintos que por la inteligencia. No vale ser muy calculador y razonador, que nos vuelve secos y fríos, e incluso nos puede volver pesimistas y grandes escépticos de todo. Nuestra propia debilidad, el entregarnos al amor, es nuestra gran fortaleza —filosofa el Astronauta N°3. El marciano gigante duda en sentenciar una frase: «El amor es…, el amor es…». Pero los astronautas exclaman: «¡Pasión! ¡Felicidad! ¡Alegría!». —¡Diablos! Debe ser porque estoy muy solo, que me parece interesante lo que elucubran en su estupidez ―exclama el marciano gigante. Los astronautas replican en forma de coro: «Sabes que no decimos mentiras, camarada, pues entiendes que somos sensatos; además, solo queremos tu amistad, preciado amigo, que entendemos tu soledad». Entonces el marciano gigante lamenta que no comprendan su soledad. Les cuenta que Marte ha sido deshabitado desde que cayó un asteroide varias décadas atrás. Y, también, les revela que es el único sobreviviente, y estos parecen ser sus últimos años de vida. 143


Entonces los astronautas lo consuelan y le ofrecen demostrarle su generosidad. —Está bien, está bien, ustedes ganan. Serán mis amigos, pero tendrán que ser mi postre como lo vinieron siendo hasta ahora. Solo que esta vez no les comeré de diez en diez por día, sino de uno en uno —dice el monstruo desembarazándose y temblando. —Oh, qué bueno, qué amable. ¡Es nuestro amigo muy generoso! —dicen los hombres. —Basta… Como vine a elegir mi postre para la cena, te elijo a ti. — Señala al Astronauta N°2, quien susurra entre dientes su rabia—. Tú, el cabizbajo, tendrás el honor de ser devorado por el último marciano gigante de Marte. —Oh, genial, gran marciano… Como ahora nos muestras tu afecto, permítenos darnos el nuestro que lo hicimos con gran afecto para ti —ofrece el N°3. —¿Qué? ¿Me tienen una sorpresa? —duda el marciano gigante. —Sí, gran marciano. Lo hicimos con aprecio y estima —dice el Astronauta N°3. —De razón soñé con mi familia marciana, que a veces vaticina cosas buenas. ¡Qué sorpresa! Hoy es un día especial. Tengo como amigos a mis postres. ¿Y de qué se trata su afecto? —dice el marciano gigante. —Esto: una salchipapa, el plato más delicioso de la Tierra. —El N°3 muestra la salchipapa en un platito descartable—. Debes saber que la gastronomía de nuestro planeta es la mejor de todo el Sistema Planetario Solar; es más, de casi todo el Universo. Y la salchipapa es su mejor exponente. El resto de astronautas saborean el aroma del plato, como si lo desearan. —Ya me dieron ganas de probarlo, y sepan que no les invitaré ni un poco, porque si me privan de comerlo completo, entonces no son mis amigos. Y por ello yo me los comería de veinte en veinte si rompen nuestra amistad — advierte el marciano gigante. —Olvida a estos glotones y disfruta de nuestro obsequio solo para ti, gran amigo, que queremos felicitarte por tu generosidad y tu incomparable 144


amistad. —El Astronauta N°3 le ofrece el plato descartable con salchipapa. —Así pues, sí. —Recibe la comida con la Tapa-Arterias y se lo mete con ligereza a la boca. Luego de un segundo, al sentir el efecto fulminante del veneno, trata de escupir la comida, pero se le atora; al siguiente, carraspea y grita—: ¡Malditos humanos, siempre los odiaré! Se cae de cara a la jaula. La llave de la jaula rueda por el suelo. Los astronautas se han salvado y celebran a lo grande su triunfo.

FRANCOIS VILLANUEVA PARAVICINO

Perú

Facebook:https://www.facebook.com/Francois-Villanueva-Paravicino-Autor105990861082782

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E

l olor del cuero mal curtido se mezclaba con el resto de los olores del campamento, el del excremento de los animales, el orín y los sudores nunca del todo bien lavados en nuestros cuerpos, el humo de las antorchas, el de las fogatas

improvisadas para calentarnos y en donde preparaban ese mejunje que nos daban cada noche como cena. Al amanecer del día siguiente tendría lugar la batalla para la que llevábamos tanto tiempo preparándonos que nadie recordaba a quién atacaríamos, a quién defenderíamos, ni por qué. Las noches eran el peor momento y esa noche en particular, la última, en la que los susurros indisimulados, los recuerdos infaltables, los anhelos recordados, los deseos no concretados, los sueños prontos a morir, las pesadillas prontas a volverse realidad, se mezclaban con el mal alcohol con el que intentábamos ocultar el pésimo sabor de la comida, era la peor de todas. El miedo era el condimento que más abundaba dejándose sentir a cada instante, aunque intentáramos no reconocerlo. Los centinelas del campamento tenían la orden de matar a los desertores que intentaban huir, pero nadie sabía cuántos centinelas habían escapado ante la inminencia de la batalla. A diferencia de ellos, al alba nosotros seguíamos allí cuando el cuerno llamó a las filas y el momento de morir estaba pronto. Alguien que no reconocimos galopó a lo largo del campamento arengándonos y recordando el motivo de lo que vendría. Ninguno de los que estábamos allí cerca entendimos sus palabras. Cuando el sol quebró en mil pedazos el horizonte pudimos ver al ejército enemigo, sintiendo el mismo miedo, el mismo pavor recorriendo huesos y músculos, pudimos vernos a nosotros mismos reflejados en ellos, cuando los tambores que señalaban el inicio de la marcha comenzaron a sonar. ―No sé ustedes ―dijo aquel a quien reconocíamos como el líder de nuestro pequeño grupo―, pero yo no moriré en esta batalla. Sabíamos que lo decía antes de cada batalla, como una oración, como un llamado a quien fuera que velaba por su destino, porque él mismo nos había 147


contado que así lo hacía, y esperábamos ese momento para sentirnos un poco mejor ante lo que estaba por venir. Pero aunque era la primera vez que realmente se lo escuchábamos decir, pudimos ver que había algo diferente, que algo había cambiado. Tiró su espada al fango, escupió sobre ella y la pisó con su bota de cuero. El acero mal forjado se rompió y él se alejó ante nuestra atónita mirada cuando, entre el estrépito de los metales y el fragor de los gritos de guerra que, sabíamos, cuanto más fuertes eran menos ocultaban el miedo que se sentía, los tambores comenzaban a redoblar. Las flechas enemigas cayendo cada vez más cerca de nuestros pies fueron la señal que necesitábamos para seguirlo. Primero nos escondimos entre los árboles más cercanos, donde los ecos de la batalla aún podían oírse, luego en medio del bosque donde el silencio nos rodeaba, más tarde en los pueblos más cercanos, donde apenas se sabía que había una batalla, después lo hicimos en las ciudades portuarias, donde nadie le daba importancia a las guerras, mucho después llagamos del otro lado del mar, donde ni tan siquiera nuestros nombre sonaban familiares en nuestros oídos en esas nuevas lenguas. Pero, sin importar dónde nos encontráramos sabíamos que nos reconoceríamos como aquellos que aquel día habíamos decidido no morir en la batalla, los que habíamos decidido vivir, pues llevábamos en nuestra piel la marca de aquella decisión.

JOSÉ A.GARCÍA

Argentina

Página WEB: www.proyectoazucar.com.ar

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