EL NARRATORIO ANTOLOGÍA LITERARIA DIGITAL NRO 49 MARZO 2020

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L

udendorff no podía creer que de eso se tratara todo. La última sala en la cima-fondo de la montaña-abismo estaba vacía. Las paredes circulares de piedra, tramo final de la última espiral del laberinto, terminaban en la nada. El arco formaba la sala circular. Encima, en

el cielo, las dos estrellas gigantes, una azul, la otra apenas verdosa, ocupaban el centro exacto del enorme complejo y parecían rotar siguiendo los bordes del círculo de piedra. Había recorrido los nueve planos del centro, deambulando por las habitaciones vacías de los nueve palacios, apagando sus furores bélicos en los rincones habitados tan solo por la humedad y por interminables ecos, y había superado el puente helado-de-fuego del borde. Se suponía que se hallaba más allá de todo, en un punto por encima del límite, el último escollo del universo, la postrera cima que se alzaba y se hundía en la frontera de la materia. Y había encontrado el laberinto negro, el inmaculado resto de la demencia en la que cayeron los grandes demiurgos. Sabía que detrás de su negro recorrido se hallaba el último de ellos que aún podía considerarse vivo. En darle término a su locura, Ludendorff veía la expiación de sus propios pecados, el alzamiento sobre el sinsentido de la materia y de la realidad, la liberación de las cadenas que retenían su espíritu. Pero una vez más se encontraba en la nada. Al final del gigantesco laberinto no había nada, salvo una especie de colina oscura y una roca deforme del aspecto del carbón. Consideró que eso que parecía una piedra negra en el centro de la sala bien pudo en otra época ser un trono, que era lo que desde el principio esperaba encontrar, y que el tiempo había sabido deformar hasta volverlo irreconocible; y confirmaba esta idea en el asomo de lo que pudieron ser unos ángulos rectos. Dónde estaba ese olvidado dios loco. Ese testigo de la extracción del cosmos de la nada, dueño de la única llave para la última puerta hacía las regiones más elevadas. Matándolo, liberaría al universo de esa inmunda verdad, de la corroboración de la intencionalidad de todo lo creado. Luego, la inmensidad podría de una vez por todas deambular sola. No sabía cuánto tiempo había demorado en llegar, pero sí que el tiempo no parecía relevante en ese lugar. Bien la eternidad pudo haber enloquecido a los dioses, bien pudo hacerlo con cualquiera. No había pensado en un camino de regreso. Hasta ahí lo conducían sus pasos, por lo que la única forma de volver a su transporte era andando afuera del 141


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