EL NARRATORIO ANTOLOGÍA LITERARIA DIGITAL NRO 42 AGOSTO 2019

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llá por las tierras con sed, de cactus altos, esos que alargan sus manos buscando algún cielo; los omaguacas contaban sobre remotas historias. De días lánguidos donde los ranchos apenas se divisaban ante la oscura espesura de su atmósfera. Entre las voces del viento, decían que la

soledad andaba suelta por la región de Maimará. Que no había oídos, para escuchar la negrura de aquellos suelos. Y es cierto lo contado, todavía la paisanada sigue de largo por el solitario pueblo; no lo atraviesa, quizás queriendo no contagiarse de amargura, siquiera, ni de lejos. Todo comenzó con una rubia noche, vestida de cerro Negro, cercana al volcán Barcena. Este, siempre erguido, altanero; miraba por encima de las nubes, cuidando la llegada de ella, su luna andina. La más seductora: la enviada. Los dioses la complacían, noche tras noche, otorgándole resplandores impensados sobre el vientre del río XibiXibi. Evanescente en su vaivén de tules, la vieja señora danzaba entre su público. Lo hacía en rueda noctámbula, de uno al otro lado de la cima de aquel cerro mirón. Jugaba con los chamanes entre los humeantes sonidos de los ceibos falcatas. Un lagarto joven, llamado Wayna Mallku; tierra abajo, masticaba pastos. Con un ojo revoleado, la espiaba; mientras el resto dormía. El deseo de amarla lo envolvía en largas salivas. Soñaba en inciertos mundos fuera de aquel mundo, donde solo el divague de un simple terrestre podría hacerse realidad. Enganchado a su corazón, él le rascaría la espalda, ella rodaría a carcajadas; cayendo finalmente en su erizada cola, convertida en lecho final, junto al río. Fusionados, serían una sombra curvada, verde plata. Pero había otros ojos. Eran muchos los pretendientes de Huarmi Sisa, como él la nombraba. Una lista interminable de soles, y longevos atardeceres; ya violáceos, de tanto esperar. Cómo haría para enamorarla, si la esfera danzante apenas percibía su mirada; se preguntaba el lagarto enamorado, entre insomnios y desdicha. Pensaba y repensaba gestos románticos, romeos de versos; balcones con tréboles. Cierta vez, un cielo muy grisáceo y chismoso, dio cuenta de aquel romance y comenzó a susurrar como quien no quiere. Enterados del rumor, y nublados de celos, los dioses, cubrieron de lluvias la gran seda nocturna. Huarmi Sisa fue sentenciada al destierro. Habían pasado dos equinoccios de furiosas tormentas. Los rostros aimaranos, no lograban verse sin luna; mucho menos, ver el polen dorado de los airampos en flor. Faltaba la clásica candela entibiando los huevos, las gotas de rocío bañando el maizal, o el sendero iluminando los corrales de vicuñas. Pobre dama sin su baile, sin la musa norteña de los kentis dormidos. Pero los dioses también fueron puestos en duda. Tata Inti se sintió desolado con tanta agua 111


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