EL NARRATORIO ANTOLOGÍA LITERARIA DIGITAL NRO 42 AGOSTO 2019

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EL NARRATORIO

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EL NARRATORIO ANTOLOGÍA LITERARIA DIGITAL AÑO 4

NRO 42 — AGOSTO 2019 ISSN 2591—3123 Edición y Diseño de tapa:

Renate Mörder Imágenes:

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ÍNDICE LAS REVOLUCIONES FRACASAN POR EL FRÍO URRUTIBEHETY 7 ENVUELTA EN BRUMA

MARÍA SOLEDAD FERNÁNDEZ 12

LAS GARZAS Y EL DEPREDADOR BREA

GABRIELA

MARCELO ROQUES 15

DANIELA PÉREZ 18

PERFUME

LUCRECIA MIRAD 22

UN PEZ KOI HA MUERTO LAS VOCES DEL MAÍZ

MÓNICA ALTOMARI 25

MANUEL M.HERNÁNDEZ 30

LA TRADUCCIÓN

RAÚL ALONSO 33

ME SUBO A LA MESA Y ME DESLIZO COMO SI MIS RODILLAS FUESEN MIS PIES NO DIGAS NADA

MACARENA BOTTARI 37

LUIS ALBERTO LÓPEZ 42

SUCESIÓN

LUZ SANTOMAURO 45

DIPTONGO

GUSTAVO VIGNERA 48

INDOMESTICABLE CAMPEONATO BARRIAL GOTERA

SOLEDAD MARÍA DATO 53 EZEQUIEL MARCELO ORLANDO 57

MARÍA VICTORIA VÁZQUEZ 60

VIERNES 3 AM

PABLO MEREB 63

CARTA DE MARIELA (DESPUÉS DE QUE EL MUNDO SE FUERA A LA MIERDA)

LIBERATO TAVÁREZ 67

A VECES LLORAN INÉS LUQUE ARAVENA 70 LONCHECITO QUINCENAL

OSWALDO CASTRO ALFARO 75

LOS PERROS POSEÍDOS JORGE ÁVILA 79 ABANDONADA SOFÍA-1

HANS DÍAZ 85

MARÍA LILA ASAR 87 5


UN PARTIDO CUALQUIERA TECHO ROJO DADDY´S DAY

MARCELO FERNANDO MAYER 95

JULIETA ANTONELLI 99 MARÍA LÓPEZ SAUBIDET 103

LA NOCHE DEL MARTES MEMORIAS LUNERAS NOSOTROS O JAPÓN

EDITH CARRIL 110

DIANA MARINA GAMARNIK 113

LAS VOCES DEL AYER PAROXISMO

YOLANDA SA 106

EMILIO PAZ PANANA 115

EDWARD VARGAS PERILLA 119

LOCOS ACIERTOS

LUIS DUQUE 122

POR MI SEÑOR SAN JUAN EL COLAPSO

SILVIA FANTOZZI 127

FEDERICO ROMAIRONE 133

TRABAJOS

MARINA SOSA 136

EL PARTICULAR MÉTODO DE MR DEAF MARINA GÓMEZ ALAIS 139 EXCESO DE EQUIPAJE

CARLOS ENRIQUE SALDÍVAR 142

LA BÚSQUEDA DE MANUEL MARÍA DEL CARMEN RAMACCIOTTI 146 EL ÚLTIMO ESCALÓN JULIO ALBERTO VILLARREAL GAVIRONDO 148 JONBAR MUNDIS

PATRICIO PERALTA R 151

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espués, cuando se sentó con nosotros a contarnos la historia, dijo que al principio se sobresaltó un poco, porque no los sintió hasta que los tuvo enfrente, y que por eso les contestó tan cortante. Todos son expresos. El único que para es el de las 11.20. Para en

todas.

El gordo Matelart cerró enseguida la ventana de la boletería y puso la pava para hacerse unos mates. No les había visto pinta de chorros, pero el frío era atroz y así la oficina quedaba un poco más calentita. Por una rendija vio que el hombre le decía algo a la mujer. Ella se acomodó mejor en el banco, madera dura del tiempo de los ingleses. Él se sentó muy apretadito junto a ella, aunque Matelart no era de los que creían en la ternura, solo en el frío terrible de la madrugada. Cuando ya se había tomado media pava, el hombre golpeó la puerta de la oficina. ¿Un poco de agua para el mate no nos podría dar? tenía una barba canosa, desprolija pero no desagradable. El gordo Matelart le puso en el termo azul que el hombre tendía el agua que quedaba en la pava. Ahora caliento más le salió del alma, porque el hombre era educado, no un croto cualquiera. No se moleste. El gordo lo vio tapar el termo y acercarse a ella, que había sacado de una mochila desteñida un jarrito enlozado, una bombilla y una bolsa de nailon. Prepararon el mate como protegiéndolo, como evitando que el viento les volara la yerba o les apagara el fuego que mantenía caliente el agua. Tomaron mate prácticamente cabeza con cabeza, como el gordo había visto a sus padres bailar el tango. El gordo estaba harto de ver vagabundos bajar por las vías e instalarse en el hall de la estación. En invierno y en verano. A algunos los echaba, porque los cuentos de los asaltos llegan por la televisión a todo el mundo. Estos, sin embargo, le dieron pena. ¿Quiere traer a la señora acá? Va a estar más calentita. Entraron con modestia, no con vergüenza. En un momento, a ella se le fueron los ojos hacia el paquete con dos facturas que había dejado Bordenave, el del turno anterior. Fue un instante, porque inmediatamente se compuso. El gordo Matelart se dio cuenta, pero no la quiso ofender. Esperó un rato y después la convidó. Ella aceptó y comió con delicadeza. 8


La radio empezó a sonar. Amanecer campero, por supuesto, el primer programa del domingo. Del sol, ni noticias, porque el invierno venía nublado. ¿Este es el teléfono de la FM? dijo él, que se había puesto de pie y miraba los carteles de las paredes. Otra pava chiflaba sobre el bram-metal. El frío los obligaba a zapatear, para calentar los pies. Se los veía respirar humo blanco, helado. Después contó el gordo Matelart que la pregunta le debería haber llamado la atención, pero en ese momento estaba en otra. Al ferroviario le cambiaron la vida con las privatizaciones, ¿no? dijo el hombre, y el gordo contó después que le siguió la corriente porque era domingo, porque estaba aburrido y porque, además, lo que el hombre decía era cierto. Las multinacionales, ¿verdad? Las multinacionales compraron el país. dijo él, y el gordo contó después que se empezó a engranar porque el sueldo era una mierda, porque en Dolores no paraba más que el de las 11.20, porque todo el sistema de señales se estaba viniendo abajo y nadie se preocupaba por el mantenimiento, porque en la estación de Maipú habían echado a cinco tipos y él tenía miedo de que aquí pasara lo mismo, porque se estaban robando hasta lo que no había, porque los coches eran un desastre y las máquinas peor y porque en cualquier momento iba a ocurrir una catástrofe. Mientras el gordo Matelart hablaba, contó después, ella fue resucitando. Asentía, asentía, asentía y se le iluminaban los ojos. En algún momento del discurso del gordo Matelart, ella lo miró a él y le hizo una seña. Después, contó el gordo Matelart, él se iba a dar cuenta de que fue como decir ahora. Mientras el gordo Matelart terminaba su discurso, él se puso junto al teléfono. Ella se paró, sacó la pava del bram-metal y preparó un mate en el jarrito enlozado. Se sentó junto a la puerta, bloquéandola, y le dijo: Venga, tómese un mate. Quédese aquí. El gordo Matelart contó después que tuvo que hacerle caso. Que no le quedó más remedio que hacerle caso. Que eso fue todo lo que ella dijo o hizo, pero que él le obedeció, se sentó donde le indicaba y se tomó el mate que le ofrecía, porque había algo que impedía decirle que no. El mejor mate de su vida, aclaró después, como para justificarse. El hombre fue el que llamó a la radio. Él fue el que se presentó al locutor dormido que hacía fuerza por entender. Él fue el que salió al aire, cortando por la mitad la chacarera Entre a mi pago sin golpear, de Peteco Carabajal. Él fue el que, el 16 de 9


julio del 2000 a las 7.35 en punto, anunció al mundo por la frecuencia de FM Patria Chica que el Comandante Daniel y la Comandanta Daniela, en nombre del Frente Calfucureño de Liberación Nacional, habían tomado la estación del ferrocarril de Dolores, punto neurálgico de las comunicaciones, mitad de camino entre la capital y el centro de veraneo más importante del país, Mar del Plata. El fue el que leyó la proclama que sacó del bolsillo de su campera, y habló de la necesidad de revertir el estado actual de cosas: la entrega de las empresas nacionales al capital extranjero, el empobrecimiento del pueblo argentino a partir de una política de destrucción del empleo y las fuentes de producción, el establecimiento de una timba financiera que logró la pauperización de la mayor parte de la población y la concentración de la riqueza en un mínimo sector, la destrucción de la educación y la salud públicas para entregarlos a los mercaderes que lucran con la necesidad de los pueblos, la constitución de una casta corrupta, impune a partir de la conformación de tribunales de amigos, adeptos y deudores... El final no salió al aire, porque en la radio reaccionaron y retomaron la chacarera. Ninguno de los dos se mostró demasiado molesto por eso. Él dio vuelta la cara hacia ella, que le sonrió. Y el gordo Matelart contó después, pero después cuando se quedó con unos pocos y se animó más, que a él le dieron entonces unas ganas tremendas de que ella también lo mirara así, le sonriera así. Ella, contó después el gordo Matelart, le tomó la mano a él, al gordo Matelart, y eso para él, para el gordo Matelart, fue suficiente para justificar la vida entera, sin exagerar. El hombre colgó con suavidad el tubo del teléfono y se quedó de pie, como esperando. Entonces, la puerta de la oficina se abrió de golpe y el lugar se llenó del frío de la hora de levantarse la helada, que es el peor. Bordenave, el relevo del gordo, había escuchado la radio. Ni ella ni él lo miraron cuando entró hecho un huracán bajo cero. El gordo Matelart contó después con vergüenza que, aprovechando que no lo veían, se llevó el dedo índice a la sien y lo hizo girar varias veces, cuando Bordenave le preguntó con los ojos. Después no se atrevió a mirarlos de frente, como si ya los hubiese traicionado. Dos milicos del destacamento de enfrente vinieron a tomar mate, como todos los días. Se encontraron con la novedad y se los llevaron sin que ofrecieran resistencia. Más tarde se supo que en el hospital, donde les dieron de comer y los abrigaron un poco, buscaron convocar a una asamblea de enfermeras y personal paramédico, para conformar la división trabajadores de la salud del Frente. Imposible, y menos fin de semana. Bordenave, quien tenía al padre internado, los vio en el pasillo de Hemoterapia, la parte más calentita del hospital, sentados muy juntos, tomando mate con el termo 10


azul y el jarro enlozado. Parecían tan inofensivos... Luego, las enfermeras dijeron que a la noche se los habían llevado al loquero que está cerca de La Plata. Che comandante, subí le gritó, sin necesidad, el chofer. Además de la mochila, tenían entonces un poncho verde que alguien les había arrimado para que se protegieran las piernas del frío que se colaba por los agujeros de la ambulancia. El lunes, porque el domingo no hay quiniela, uno de los policías se cruzó hasta la estación a decirles de poner unos mangos al loco a la cabeza, en la clandestina. Matelart contó que él tenía una bronca tan grande que no quiso participar, por más que el expreso de las 10.40 tuvo que detenerse en Dolores un rato largo por problemas mecánicos y todos vieron que la formación llevaba el número 522. Si el frío te pone cabrero, contó que le dijo Bordenave, jodete. Los demás sacaron y todavía se le están cagando de risa.

GABRIELA URRUTIBEHETY

Argentina

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“¿Quién se quedará con tus muñecas cuando no estés para cuidarlas?”

l sueño se apodera de vos. Los ojos pesan más allá de tus esfuerzos para mirar lo que te rodea. La luz… “Hay que rendirse, no queda otra”. Y en este estado de cosas, es lo mejor. Él y lo que te pasa tienen mucho en común. “Diez, nueve, ocho…”.

Cerrás los ojos. Hay demasiada sangre y mujeres que lloran a gritos. De fondo, él

portando una blancura pétrea, como en un óleo. No estás segura de por qué te atrae. Hay maldad en sus modos, pero sus ojos son tan atrapantes. Tal vez sea ese juego entre lo angelical y lo satánico que ofrece, casi como escupiéndotelo a la cara. Esa experiencia que le sobra y que a vos te falta. Por eso sos culpable. Te lo dijeron mil veces y si todos lo dicen, debe ser verdad. “…Seis, cinco, cuatro…”. Entrás a un castillo viejo, muy distinto al de los cuentos de tu infancia. Sos testigo de una historia desconocida, jamás contada. Un fantasma que recorre laberínticos pasillos sin rumbo, avasallada por la realidad y un olor a carne chamuscada. Caminás en la penumbra, dudosa. El silencio es tan abrumador que tus oídos amenazan con estallar por la ausencia y el dolor de no sentir. ¿Estarán todos durmiendo? No sabés quienes son todos o si es alguien en particular. Deseás que sea él quien te espera pero sabés que no… No importa, vivís un sueño y los sueños no tienen sentido. Y lo amás a pesar de todo. No esperás que vuelva, solo que la cicatriz se cierre. Una brisa fresca aparece y te envuelve. Uno de los ventanales está entreabierto y la cortina flota, fantasmal, como vos. Te acercás. El lugar es hermoso aun en penumbras. Verde y floral. Helado y brumoso a la vez. El sol apenas sale y es un contraste con lo que sentís desde hace tiempo. Un alarido te eriza la piel. Mirás hacia el final del pasillo, ahí donde la penumbra se hace más espesa. “Es un sueño”, te repetís aunque sabés que se trata de una decisión. Una que ya tomaste y que querés olvidar. El grito que escuchaste te tironea hacia un precipicio y sin embargo, querés ver con tus propios ojos aquella masacre. Para entender tu futuro, quizás. Aunque sepas que el tiempo jamás va a retroceder. Y caminás hacia ese lugar. Tus pies se aceleran. Tu camisón flota en el aire como portador de una magia infantil, esa de otras épocas. Tu rostro aniñado trasluce las ansias de ver, de ser testigo de algo, del horror. Llegás al final del pasillo, al enorme salón. Ahí está el trono en donde te sentaron, como en un pedestal. Intocable y vulnerable a la vez. Jamás te 13


enseñaron a defenderte o siquiera a pensar por vos misma. ¿Para qué? Acariciás el trono. Es de terciopelo oscuro, como la sangre coagulada. La madera, casi negra, tiene un intenso olor. Huele a él, a su piel sudorosa mezclada con sexo. Otro alarido se hace lejano, se transforma en un eco y rebota en tu cabeza. Aturdida, te sentás en el lugar que ya no te corresponde. Probaste lo que está prohibido y perdiste los privilegios. Pero “es un sueño”. Se siente bien estar ahí ¿no? Te merecés lo que te pasa, ¿pero qué es lo que pasa? Sos tan ilusa que no te das cuenta. “…tres, dos…” ¿Y tu virtud? ¿Qué es eso?, preguntás. Ahí está tu culpa, en tu goce. “Es un sueño”. Sí, creer eso es lo mejor. El salón se ilumina. La bruma de afuera penetra el castillo y flota en el aire. Los gritos van y vienen. Hay un dolor en tu vientre. Te mirás el camisón: está desgarrado y rojo. Buscás desesperada una herida, algo que indique que te lastimaron. Nada aparece, salvo en tus piernas. Un hilo de sangre viene desde arriba, de las entrañas. Es de ahí. “Despertá”, decís. Pero nada pasa. “¡Despertá! ¡Es un sueño!”, gritás. Abrís los ojos y sentís el frío. Tu cuerpo está expuesto y hay un dolor lacerante allá abajo, en la zona prohibida. Creés que estás en tu cama, pero no. El dolor es tan intenso. Hay algo cálido que escurre entre tus piernas. Te querés levantar pero estás petrificada. “¿Sigo en el sueño?”. Frente a vos hay una luz, lejana. Te asusta saber que estás en otro lugar. Los gritos reaparecen, es alguien conocido que llora. Tu cuerpo está tieso. ¿Quién le va a contar a tu mamá? El frío es más intenso, penetrante. Viene de tu espalda, es metálico. El corazón se te enlentece. “…Uno…”. Volvé a tu sueño, princesa. Es más interesante diluirte en el castillo. Mientras corrés envuelta de bruma, recordás que él se fue al decir: “Dio positivo”. Con quince años… ¿qué otra decisión podías tomar?

MARÍA SOLEDAD FERNÁNDEZ Argentina

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as garzas eligieron para anidar la rama de un algarrobo gigante escondido en la selva a la que entraban solo en época de crianza, el resto del tiempo vivían en las lagunas, para las que tenían adaptados sus cuerpos, patas, picos y cuellos. Pero debían anidar donde sus pichones estuvieran

protegidos del mayor depredador de todas las especies que las garzas conocían, el hombre, lento, torpe, incapaz de volar, eternamente rodeado de un nido de trapos, pero con los únicos ojos capaces de mostrar sus partes blancas, con sus palos tronadores que mataban a distancia. El día anterior pasó uno sin palo cerca del algarrobo, las miró y no se detuvo como todos los animales que las ven y quieren devorarlas, pero si las distinguió, podría regresar con el palo de trueno o mandar a alguien más. Y mandó. Mandó al hombre delgado, tal vez más pichón y desgarbado que el anterior, pero menos torpe. Ellas a este ya lo conocían, ya lo habían visto cuando sobrevolaban el nido de hombres hecho de piedras y metal, con fogatas y artefactos que el hombre usaba para algo, con ruidos metálicos que ya no las asustaban porque sabían que no eran peligrosos como el trueno de sus palos que sonaba y las mataba, y en ese nido de hombres también habían visto otro de aspecto viejo como el que los había mirado al pie del algarrobo, pero rechoncho y asimismo envuelto en nido de trapo, como todos los hombres que ellas han visto, como los que dividieron la selva con hilos de alambres. El hombre pichón se acerca al árbol caminando lento como el tigre, envuelto en nido, con el palo de trueno. Si vuelan entre las ramas el palo de trueno las podrá matar, y el nido ya está hecho, y la quietud es su última defensa, si no se mueven no están, si los terribles ojos de comisuras blancas no las ven, desaparecen. Ninguna sacudida de plumas, ni cuellos que se estiran, patas que se pliegan, ni graznidos. La selva ayuda, se pone en silencio, distrae. Pero la selva no tiene forma de atacar a semejante depredador, y las garzas están solas, con el palo que les apunta, si se quedan quietas mueren y si se mueven también, y una punta del palo ya tapa un ojo del hombre pichón, ya vendrá el trueno, y tendrán que esperar que el trueno no las mate, que pase cerca, que puedan volar después que pase. Pero el nido que cubre las patas del hombre se engancha en el alambrado que plantaron los otros, y el depredador es torpe, y tira de esa pata y el nido de la pata tira de él, y cae al suelo como armadillo con la punta del palo hacia su pecho, y suena el trueno y salta sangre de su espalda como el agua de la laguna cuando cae la piedra, y el hombre pichón con el nido que lo envuelve mojado y rojo no vuelve a pararse ni a moverse, vendrán los jotes, los caranchos, las hormigas o algún peludo casi ciego, mientras las garzas siguen quietas y la selva muda. Pero el que viene es el otro depredador, el rechoncho, el que vive con el hombre 16


pichón en el nido de piedra y metal. Y ve al pichón y grita como un mono alarmado o asustado, pero cerca del palo tronador, y puede tomarlo y acabar con las garzas, y el nido está terminado y no lo pueden abandonar, pronto vendrán los huevos que serán pichones. Vuelan hacia el hombre, saltan, se montan entre ellas y aletean, se intercambian, tienen miedo pero quieren intimidar, y de los ojos poderosos de comisuras blancas salen lágrimas aunque no hace frío ni está mojado, como la cabeza de las garzas cuando entra al agua para pescar y el chillido del depredador es suave, como de un hornero y dice chiquito y deja el cuerpo del pichón y no levanta el palo de trueno, las mira, dice chiquito muchas veces mientras ellas siguen saltando y aleteando frente a él, y les da la espalda encorvada y envuelta en nido de trapos y las deja con su miedo, y regresa a su nido de piedras y metal. Las garzas vuelan al suyo en la rama del algarrobo. La hembra se echa. Muy pronto llegará el primer huevo.

MARCELO ROQUES

Argentina

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a cabeza le tiembla. Reverbera con el calor del asfalto. Arriba, el sol resplandece henchido de brea y hace bullir la ruta. Enciende la larga mecha de la carretera que parece una dinamita a punto de explotar. O quizás es ella. Que aún no está muerta y hierve, como una brasa inútil en

medio del infierno. Siente el ardor de la vista incinerada por el pavimento, la mirada ajada. Cierra los ojos y apoya la cabeza contra el dorso de la mano. Se frota la frente tratando de no pensar, pero piensa. Y suda. Exuda con la carretera. Está infectada de pensamientos que transpiran palabras como toxinas. Piensa adentro de su cabeza, donde ya no queda nadie. Ahora está sentada al borde de la ruta, y mira la carretera que parece una montaña negra aplastada contra el suelo. Abajo todo es absorbido por la brea. Entonces mira hacia arriba queriendo encontrar algo. Y encuentra. El cielo. Un cielo bucólico que parece una carcajada idiota. Yo estaba en el micro. Venía del lado de la ventanilla así que estaba medio torcida, la cabeza apoyada contra el vidrio. Sintiendo el fresquito en la frente y como flotando. Digo flotando literal, porque para mí, viajar en micro es como volar. Uno se desliza, y casi que no está en el suelo ni el aire. Vaya a saber dónde uno está (no quiero ni pensar). Es como una zona ambigua, que no se sabe bien dónde empieza y dónde termina. Venía subsumida en ese flujo continuo y calentito. Como en un caldo de cultivo. O un vientre. O sea que un poco miraba y otro poco no. Yo tengo cierta propensión a meterme para adentro. Porque un poco me gusta ver y otro poco no. Me gusta imaginar. Como esos libros que vienen para colorear y uno puede pintar de azul el árbol o de violeta el cielo. Tengo mucho mundo interno yo. Por eso me gusta rellenar. Y también porque me entristecen un poco los árboles verdes y los troncos marrones. Soy más de la fantasía. Quizás porque de chica no me dejaban ver novelas. Mi madre. Me prohibía la tele. No era por los besos no. Era algo conceptual. Algo truculento en lo profundo de mi madre. Yo creo que por eso me gusta imaginar. Pero no soy de la lectura. No leo nada. Ni los carteles en la ruta. Por eso cuando el micro se detuvo, yo no supe bien en dónde. Dónde estábamos, en qué kilómetro. Tampoco soy muy del crucigrama. En cambio mamá sí. Se sentaba todas las mañanas en el banquito de la cocina y hacía la claringrilla, esa que viene en el diario. Dándole la espalda a la ventana se perdía todos los colores de la mañana. Pero yo no, a mí no me gustan los juegos de palabras. No me parecen ningún juego las palabras. Yo prefiero mirar por la ventana. Pero en el momento que el micro se detuvo (digo así, con cierta imprecisión: “el momento” porque no lo sé precisar con exactitud) yo venía medio ciega. Es una manera de decir medio ciega, un eufemismo. Podría haber dicho con la vista empañada 19


que es menos drástico (y sí, a veces soy un poco trágica). Porque la ceguera es irreversible, en cambio, a lo empañado le pasas un trapito y chau. Lo escandaloso para mí fue que no me di cuenta que frenamos. No sé cuánto tiempo tarde en darme cuenta que lo que estaba del otro lado de la ventanilla no se movía. Es que venía con los ojos metidos para adentro, medio ensimismada revolviendo los recuerdos. Como cuando una busca una bombacha en el fondo de un cajón. Y revuelve y revuelve, y empieza a dudar, porque no encuentra. Empieza a dudar ya no de la bombacha, sino de una misma. Hasta llega a dudar de si alguna vez tuvo una bombacha así o si solo fue un sueño o una expresión de deseo, de algo que vio en alguna publicidad y se le metió en la cabeza sin que se diese cuenta, alguna imagen maliciosa. La duda es así; socava hasta las entrañas. Igual en el fondo nunca se sabe. Porque el fondo está oscuro y se ve poco. Hablo del fondo inconmensurable. Del fondo del fondo. Aunque mi mamá siempre me decía “vos por las dudas creé”. Pero no venía pensando en las dudas ni en el fondo. Venía pensando en mi hermana que estaba yendo a visitar a La Pampa. En su llamado del día anterior. Y en mi mamá que ya no estaba. Una carcajada tiesa que le golpea la frente como una piedra. Pero en el hueco profundo que es su cabeza nada suena, porque ya no queda nadie. Ni su madre ni su marido. Ningún ser vivo. Ahora espera. Sentada al costado de la ruta, con la cabeza incendiada. Mientras suda y observa el recodo negro de la carretera. Y piensa. Piensa en el destino como una curva idiota que no gira. Piensa en las noches sin dormir. En las noches sofocantes llenas de agonía y moscas y deseos de matar y de morir. Piensa en los amaneceres que llegaban como caminando en puntas de pie, alumbrando con una vela negra la sordidez del cuarto. La habitación en donde el cuerpo de su madre se revolvía de un dolor mudo, hecho de espanto y de polvo. Un dolor entumecido por la mugre. Sin embargo, en aquella región que parecía tiesa, nadie moría, pero tampoco nadie mataba. Lo único que parecía moverse eran las motas de polvo que giraban como en falso y caían, pegándose en la transpiración del cuerpo, como queriendo enterrarlo. Pero ahora no. Ahora por fin su madre ha muerto. Ahora por fin alguien muere. Y por fin alguien mata. Porque ella ha tomado todas las pastillas que había en el frasco. Y espera sentada, al costado de la ruta. Después de un rato me di cuenta que no avanzábamos. Qué pozo la cabeza. Qué miedo. Parece que había un animal muerto tirado sobre la ruta. Un animal grande. Y era un desperdicio de gente toda amontonada. Digo desperdicio porque en un momento pensé que toda esa gente junta podía hacer algo grande, algo trascendente. Ojo que cuando digo gente soy yo también. Que yo soy gente quiero decir, aunque no 20


estaba en el montículo. Porque yo no me acerqué a mirar qué había pasado. Y no fue por llevar la contra, o hacerme la original. No. Yo ya bastante tenía con lo mío. Y estuvimos parados ahí, un rato, no sé si en algún momento me dormí o me desmayé (a veces pienso que tengo pequeños desmayos (no sé si eso lo dije ya) me meto tanto para adentro que cuando salgo no sé bien donde estoy y tardo un rato en ubicarme. Lo que sí sé es que ni atiné a salir del micro, ni un mínimo impulso, nada. Deduje que nos atrasamos bastante porque se hizo de noche en un momento. Una boca de lobos. Negro negro.

DANIELA PÉREZ

Argentina

Facebook: https://www.facebook.com/danielaperezactua

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ermanezco sentada en la misma silla en la que estaba cuando me gritabas que todo había terminado. Cuando te fuiste; y al cerrar la puerta me dejaste sola, con el olor de tu perfume evanesciéndose en el aire lentamente, como un adiós anexo.

Sola y quieta frente a esta mesa en la que cenábamos cada día de cada semana.

Solo atino a desplomarme sobre ella, con los brazos estirados, como si fuera una cruz de cementerio. Y a llorar cuatro lágrimas frías y mezquinas como fueron nuestros últimos días juntos. Cierro los ojos sin dormir, para aplacar la soledad del paisaje de esta casa sin vos. Imagino mi mañana, volviendo a casa después de trabajar y encontrar tu ausencia. Mi cuerpo se aplasta todavía más, sobre la mesa. Los párpados se aprietan, como si la presión pudiese alejarte de mi mente y de mi alma. Los abro en un pestañeo lento y pesado. Tengo una visión horizontal de la tabla de la mesa. Tan próxima, que las pestañas rozan la madera. Mi dolor se distrae en los detalles. Está sucia de miguitas y restos de comida. Hay polvo. Y una araña. No me sobresalto. No hay sangre en mi cuerpo que se decida a reaccionar. Estoy inerte. Con un resto de curiosidad me pregunto cuánto hará que es mi compañera sobre este territorio y si habrá sido testigo mudo de mi infierno. Pestañeo, aclaro mi mirada, viene hacia mí, cautelosa y osada a la vez. Estamos las dos sobre la tabla de la mesa, mezcla extraña de único universo y patético ringside. Respiro profundo, desahuciada. El aire que entra a mis pulmones trae resabios de tu olor, de tu perfume. Se agrega más dolor a mis dolores. Estoy quieta, paralizada por el duelo de tu ausencia. Mi cuerpo muerto y una araña viva, frente a frente, sobre una estúpida mesa en una estúpida noche. La veo trepar prudente, por la curva de mi muñeca. Se desplaza lenta y torpe, enredada en el vello de mi brazo. Algo la detiene. Quizá la tibieza de mi cuerpo le hace encender sus instintos de alerta. Quizá no estoy tan muerta como yo misma quisiera. Quizá mi piel huela a desconfianza. Mi cuerpo se crispa por un ardor rabioso que turba mis acciones. Siento un poderoso torbellino interno, una vorágine de indignación, tristeza, soledad y abandono que me lleva al odio. No tendría que haberte concedido el honor de ese portazo. Tendría que haberte echado mucho antes. Seguramente, pienso, si hubiera tenido el valor de hacerlo. Si no me hubiese ahogado en tu perfume. 23


Obedeciendo algún instinto sin razón, mi mano se alza soberana, y cae pesadamente sobre el brazo. Solo un ruido sordo delata el movimiento de caída. Aplasto a la araña de un palmazo. Siento un pinchazo leve y un ardor molesto. Ambas quedamos tiesas, inertes y solas, mientras que su perfume en retirada, deja entre nosotras, un repentino olor a muerte.

LUCRECIA MIRAD

Argentina

Facebook: Lucrecia Mirad

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l viento y la lluvia se confabulan y empujan a Santiago hacia la casa que parece esperarlo con los brazos abiertos. Tirita bajo el porche y mira a su alrededor como si fuera posible descubrir algo nuevo en la soledad de aquel paisaje monótono. Arrastrando su pierna, se deja caer en la

mecedora desvencijada que cruje bajo su peso y por un momento, se siente como amparado. Es el espíritu de la abuela de Eduardo piensa. Una semana antes había soñado que tocaban el timbre de su departamento y era ella, tenía su pitillo negro en la boca y le sonreía. A diferencia de otras veces, Santiago se había despertado en paz, tan en paz, que se convenció de que tenía que volver si quería cerrar ese capítulo de su vida. Pero ahora siente miedo, aunque no sabe bien de qué. Se pregunta si acaso, todo es un plan trazado desde el más allá. Aparta la idea de su mente, él no cree en fantasmas a pesar de que a veces, la culpa no lo deja dormir. De reojo mira la puerta de entrada, sabe que detrás hay un hall en el que cuelga un espejo con el marco dorado. El reflejo de la última escena que vivió ahí lo asalta. Carlos, Mariano y él escuchando como Pedro daba explicaciones a la madre de Eduardo: «Paró un camión, bajaron dos tipos, se lo llevaron». Santiago se había vuelto de lado para no ver la expresión horrorizada de la mujer pero el maldito espejo se había encargado de que la recordara para siempre. Entonces él tenía doce años, la edad que tiene su hijo ahora. La herida de la pierna se ve muy mal. Mira su reloj, ya pasó una hora desde el accidente. Por haber esquivado a un perro su automóvil terminó incrustado contra un árbol. Tuvo suerte de no quedar atrapado, pero un fierro cortó a la mitad su tatuaje. Su hijo Tomi, se lo había elegido, era un pez koi, y era especial porque nadaba río arriba y se transformaba en dragón. Santiago sabía que él nunca se transformaría en uno, que jamás se había animado a nadar río arriba, pero había cosas que no se le debían decir a los hijos. El frío le hace castañetear los dientes, ya no quedan opciones, tiene que entrar y encender la estufa a leña que está frente a los sillones de pana rosados. Siempre le habían parecido horrorosos, pero ahora desea ese abrazo mullido. Se inclina para correr un macetón desnudo, antes lleno de flores y saca una llave. Abre la puerta, todo parece estar igual. Con su linterna alumbra la estancia y como un fantasma avanza hasta el living. Quedó un poco de leña a un costado de la estufa, la enciende y se acurruca en uno de los sillones. Encima de una mesita hay montones de fotos de Eduardo, y Santiago no puede evitar imaginar a la madre, ya anciana, rezando allí mismo, como si estuviera frente al altar de una iglesia. 26


En el baño encuentra una vieja botella de alcohol con la que intenta limpiar su herida. Vuelve al sillón manchado con su sangre, y se queda mirando el armero en el que solo quedaron dos escopetas. Aquel día, Carlos les contó que no encontraba al Bobby y que había visto a Eduardo con el rifle de su padre, rondando la casa. Discutieron largo rato, el Bobby había mordido a Eduardo la semana anterior y como era rencoroso y vengativo, todo cerraba. Pedro propuso ir a buscarlo, preguntarle por el perro, ver cómo reaccionaba. Los demás estuvieron de acuerdo. La abuela de Eduardo los recibió en el porche y les dio caramelos mientras lo esperaban. Un rato después todos juntos se dirigieron a la barranca del río. El viento azota las persianas de madera, la tormenta no merma. Santiago no pierde las esperanzas de que alguien, tarde o temprano, pase y vea su automóvil. La casa no es visible desde la ruta pero los lugareños la conocen. Dormita. Se despierta de pronto, le cuesta ubicar en dónde está. Chequea el celular que sigue sin señal. Quizás su mujer ya lo esté buscando. Le había mentido diciendo que debía cerrar una vieja cuenta de su padre en el Banco del pueblo. Ella no se había quedado muy convencida, últimamente las cosas no iban muy bien, lo había pescado en una historia con una vecina, por eso desconfiaba. Además discutían constantemente por Tomi, ella le echaba en cara que lo sobreprotegía, que lo ahogaba. Él no podía explicarle el porqué, ni confesarle el miedo, la culpa y la vergüenza que lo acompañan desde hace veinte años. Encontró el pueblo igual pero distinto, las caras eran todas nuevas. Solo estaba en el mismo lugar la peluquería donde le cortaban el pelo. A través de los cristales, Santiago divisó la figura canosa y encorvada de Pepe y sin pensarlo ingresó al local. Estuvo un rato dándole coordenadas hasta que el viejo lo ubicó: «Sos Santiago, el hijo de Augusto Porta». Fueron a tomar un café en el bar de la estación de servicio. Le contó que ya no cortaba el pelo porque le temblaban las manos y que ahora la peluquería era de su sobrino. De a poco, como si fuera reportero, Santiago le fue extrayendo información: Pedro y Mariano se habían ido a Buenos Aires, a Pedro no lo había visto más, pero Mariano volvía para las fiestas porque su hermana aún vivía ahí. Carlos se había muerto de una leucemia fulminante. La madre de Eduardo, de un infarto y sin haber encontrado a su hijo. Le costó digerir esta última información, la certeza de que ya era tarde le produjo 27


un poco de alivio y una gran frustración, tendría que seguir viviendo con eso, no se lo extirparía nunca. Bebió su café y se despidió del peluquero prometiendo una visita que nunca iba a concretar. Apuró el paso para llegar a su automóvil, ya no tenía nada que hacer en ese pueblo, quería volver a la capital, a Tomi, a su presente. Descargas eléctricas partían el cielo anunciando tormenta. Santiago dudó en aventurarse a la ruta con el mal tiempo, pero finalmente emprendió el viaje. Estaba cerca del pequeño sendero que comunicaba la ruta con la casa de Eduardo, cuando la lluvia descendió furiosa y el perro se le cruzó. Eduardo iba alardeando porque su padre se había comprado una pistola nueve milímetros y se la iba a dejar disparar. Ninguno le decía “qué bien”, ni le contestaba. Llegaron a la barranca y Pedro, como siempre lo hacía, tomó la delantera y empujó a Eduardo contra un árbol, el resto lo rodeó. Cuando le preguntaron por Bobby contestó: «Y si lo maté ¿Qué?» y eso, desencadenó la furia del grupo. Pedro empezó, pero todos le pegaron hasta derribarlo, Carlos dio el primer puntapié y el resto lo pateó como si se tratase de una gran pelota. Eduardo chillaba como un animal, se iba haciendo un ovillo y el declive del terreno los iba llevando hacia el borde. Santiago siente hambre. Ya dejó de llover y es de noche. Quizás por la mañana alguien lo busque. Aunque se pregunta si lo merece. Veinte años atrás, nadie había buscado a Eduardo. Buscaban a los tipos del camión que se lo había llevado, un camión sobre el que había leído Pedro en las noticias policiales. «En Río Negro, secuestraron a unos chicos, podemos decir que fueron ellos». Nadie se planteó confesar, era eso, el reformatorio o algo peor, la muerte en manos del padre de Eduardo. Después, la paranoia se apoderó del pueblo, vigilaban los camiones que pasaban por la ruta y los niños ya no jugaban fuera de sus casas. Santiago no podía dormir, lo atormentaba la idea de que sus padres se enteraran, de que alguno de sus amigos se quebrara y contara todo. El grupo se disolvió, no volvieron a juntarse. Si no se juntaban no se acordaban de nada. Si no se acordaban era porque nada había sucedido. Una vez terminado el año lectivo, Santiago se mudó con su familia a la capital. El día en que se iban del pueblo les llegó la noticia de que el padre de Eduardo había muerto. Se duerme de nuevo, pero se despierta, le parece ver a Eduardo, está empapado y chilla como aquel día. Cierra los ojos, lo ve sacudiendo los brazos frenéticamente 28


mientras el río lo arrastra. Los vuelve a abrir y ve a su hijo: “Papá, el pez koi ha muerto”. Santiago se incorpora, manotea la nada, “Estás delirando papá, tenés fiebre”. La pierna le late como si tuviera un corazón adentro, está hinchada y el pez koi vomita pus. Mira su reloj, son las tres, supone que de la madrugada, se vuelve a acostar, el sueño lo vence. Unas manos lo alzan, Santiago tiene miedo de abrir los ojos, alguien le habla, «Señor, ¿puede oírme?» le dice. Con dificultad enfoca al dueño de la voz. Está en una camilla y dos paramédicos lo sacan de la casa, la imagen que ve al pasar por el hall en el espejo de marco dorado, le parece la de un desconocido. Mientras bajan los escalones del porche cree ver a la abuela de Eduardo. Santiago se aferra a la mecedora. «Perdoname» dice. Los paramédicos lo obligan con delicadeza a soltar el mueble, lo conducen hasta la ambulancia.

MÓNICA ALTOMARI

Argentina

Twitter: https://twitter.com/MonicaAltomari

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l maíz nunca se me dio bien, jamás me maduraban las milpas, cada año se quedaban chaparras, muy pocas se daban y de todas las que sembraba no tenía ganancia. La única vez que se lograron, fue cuando el forastero apareció. Él venía en las noches y se colaba entre mis

sembradíos, era difícil verlo porque se presentó por primera ocasión cuando mis plantíos ya habían crecido bastante. La primera en avistarlo fue Rosa, mi hija. Ella vino toda espantada a mi cuarto para decirme que había alguien afuera. Salí con la escopeta y busqué con la mirada al extraño. “Lo vi entre el maizal, ahí se metió”, me dijo. Fueron varias las veces que Rosa lo vio deambular por nuestros terrenos. Yo lo vi nomás en dos ocasiones, en todas las demás fue ella quien vino temblando a despertarme para dar alerta del foráneo. Siempre tenía el mismo rostro de terror, con la piel pálida y los ojos hundidos. Muchas cosas le daban temor a Rosa desde que su madre murió, y no la culpo, a mí también me caló ver a mi esposa llena de llagas, balbuceando, pidiendo a Dios vivir y a nosotros morir. Un par de veces me adentré en mi labrantío para buscar al méndigo forastero, pero él conocía mejor mis terrenos, pues siempre lograba escabullirse y confundirme. Las milpas en la noche parecen sombras, y cuando uno tiene miedo, imagina cosas. Un par de ocasiones que seguí al foráneo, oí voces que me hablaban desde el interior de las mazorcas tiernas; ellas me decían cosas sin sentido, me preguntaban mi nombre y decían los suyos. El extranjero se valió de mi miedo para hacer de las suyas y salir sin menor pista. Cuando salía el sol, mi hija y yo entrábamos a las milpas a ver qué había hecho el intruso, pero nunca encontramos nada, ni sus huellas dejaba el cabrón. No me gustaba mucho que Rosa entrara a buscar conmigo estragos del extraño. Aunque era de día, me daba ansias que ella escuchara las voces del maíz; me traía inquietud que le dijeran algo de su madre. Si eso pasaba ella no volvería a dormir. Pensamos que quizá nos estaba robando, pero entonces estaría pendejo, ¿quién se roba elotes sin granos? Estábamos insólitos. En las noches teníamos un intruso y no sabíamos la razón. Rosa y yo no decíamos nada, pero cada uno imaginaba las peores cosas sobre el extraño. La mente es engañosa y, si el silencio la asusta, esta inventa mil razones para que dé más miedo la ausencia de ruido. Tuvo que acercarse el otoño para que pudiera atraparlo. Vino más temprano a su horario habitual. Ya lo esperaba entre el maíz. Vi su silueta llegar y avanzar al centro de mis terrenos. Lo seguí con cautela y él sabía que pisaba su rastro, pero ambos 31


estábamos confiados en que escaparía de nuevo. Ese fue su error y al mismo tiempo mi acierto. Le di la ventaja de unos metros, se quedó dónde estaba mi espantapájaros, seguro pensó que me había perdido, porque no siguió escapando. Lo vi hincado, removiendo tierra con las manos, a su lado llevaba un costal ennegrecido por el polvo. Era un animal salvaje haciendo hoyos en el suelo. Me acerqué lento, sin hacer ruido. Las voces salían de nuevo de todas partes, hablaban entre ellas y hablaban conmigo, me cuestionaban sobre lo que haría una vez que lo tuviera enfrente. Hice todo por no escucharlas. Él sacó algo del costal, le puse el rifle en la nuca y no hizo nada, se quedó paralizado, lo rodeé para verle el rostro, pero no pude. Al instante, mi vista se clavó en lo que sus dedos sostenían. El forastero conservaba la mirada gacha, no se atrevía a dar la cara ni a pronunciar palabra. Soltó la cabeza que poseía en las manos, esta rodó a los pies de mi espantapájaros y la mirada de la difunta se quedó incrustada en mí. Sus pupilas me hablaron, dijeron algo que me suspendió de la realidad unos segundos. El extranjero me regresó al mundo tangible cuando clavó un cuchillo en mi costado izquierdo, fueron instantes los que tardé en reaccionar, pero los aprovechó bastante bien. Lo golpeé un par de veces con el rifle, la sorpresa del ataque me había quitado fuerzas. Él se soltó y tuve que golpearlo otro poco antes de dispararle. Rosa tardó unas cuantas horas en venir por mí. Al principio no supo en dónde buscar, pero el instinto la condujo hasta el espantapájaros. Apenas vi su silueta aproximarse y me lamenté por lo que estaba a punto de ver. Tanto le temía a la muerte, y ahora la iba a tener en todos lados. En cuanto ella llegó conmigo, soltó un grito que tocó los oídos de Dios. En su gesto se veía su confusión y el pánico. Le pedí perdón con la mirada inerte. No era mi intención destrozarme las manos desenterrando a todos los que el forastero dejó, pero las voces no se callaban y seguían diciendo que los sacara de la tierra. Si aún pudiera, me levantaría yo mismo y le pediría perdón a Rosa por dejar esa imagen de la última noche en que vino el extraño.

MANUEL M. HERNÁNDEZ

México

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¿P

or qué ese llamado, por la mañana, un día tan anodino como un miércoles, me había hecho levantar de la silla y salir a la calle con desesperación? Siempre permanezco clavado en mi escritorio mientras traduzco. No puedo dejar de hacerlo, no puedo abandonar un capítulo o una frase o un poema sin traducir.

Completarlo, matarlo y rematarlo, antes de volver a las rutinas más ingenuas como orinar, comer o atender el teléfono. Esa mañana lo atendí, casi como una parte integral de la traducción, como que, haciéndolo, completaba la oración, cerraba el círculo. ¿Cuándo vas a venir? La voz de mi madre no mostraba cambio alguno. Ni estridencias, pero sonaba con la misma firmeza de toda su vida. Podría reconocer esa voz en una selva o en el medio del Distrito Federal, a la hora del regreso. Esa voz formaba parte de mí, como una orquesta, como el ruido del ascensor, como mi propia voz cuando digo dios mío. Esa mañana estaba encerrado en mi propio laberinto, presionado por una entrega largamente postergada y por una frase que jugaba conmigo, que me desafiaba y que no permitía visualizarme libre esa tarde, dispuesto a correr por el boulevard o concretar al fin con Diana la cena que me había prometido en navidades. Cuándo vas a venir. Bajé sin abrigo y caminé apurado. Subí a un colectivo sin mirar. Y esa frase que resonaba agitada, sin oxígeno, transmitiendo esa agitación al resto de mi cuerpo hasta producirme sudor y frío. La última vez que había visitado a mi madre había sido un año y medio antes de ese llamado. Su memoria ya comenzaba a verse frágil y también esa tarde, luego de la discusión, me preguntó. Cuándo vas a venir Esa pregunta otorgaba una libertad falsa. Era solo en apariencia que respetaba mi voluntad, una voluntad que siempre estuvo en controversia, que nunca se estableció como un acuerdo en nuestra relación. Ah, las palabras. Cuatro palabras: cuándo vas a venir. Cuatro palabras sumadas al laberinto de palabras. Las palabras no tienen valor, son inocuas. Dependen de quién las dice. Dependen de cómo se dicen. Depende de nuestro estado de ánimo en el instante en el que las escuchamos. Un largo camino que transitan hasta llegar a nuestros oídos. De allí las bifurcaciones y, por fin, el destino. Nuestra mente, nuestro pecho o, tal vez, las cervicales. Las calles se sucedían y calculé que estaba ya a pocas cuadras. Recordé el punto exacto en dónde había abandonado la traducción. El poema Distancia de John Berger, último en un conjunto que superaba los ciento veinte poemas, era entregarlo, discutir un poco y cobrar lo pactado. Pero esas dudas que me atrapaban y que hacían de mí un ser casi inútil, improductivo, despreciable. ..If needed to throw into the jaws. “Por si tuviéramos que lanzarlas a las fauces”, listo, a comer y a otra cosa. “Por si 34


necesitáramos arrojarlas a las mandíbulas”. “Por si precisáramos dispararlas contra la quijada”. Nada de comer. Me levanté del asiento y fui hasta la puerta trasera del colectivo. Pensé en preguntarle a mi madre. Llegué, madre. Aquí estoy. Darle el mismo beso de siempre. No recordaba el tiempo transcurrido, no contaba para ella el año y medio, lo había borrado de su mente. ¿Fauces, mandíbulas o quijada? ¿Cuál te parece mejor, mami? Y esperar, respirando bien hondo, que comiencen las preguntas. Las mismas preguntas, reiteradas con intervalos de no más de tres minutos. ¿Los chicos, cómo andan? ¿Trabajás hoy? ¿Te duele la cabeza? Cada pregunta era respondida por mí de manera diferente ante cada reiteración. Elegía dos respuestas para cada una y jugaba a calcular cuál había sido la respuesta ganadora al final del encuentro. Por supuesto que la partida siempre era por una diferencia de uno y empujaba a la repetición de alguna de las preguntas, en caso de empate. Pero no podía irme de allí sin tener una respuesta vencedora. ¿Lo viste a papá? me dijo sin levantar su vista del mate. Estuvo preguntando por vos. Me levanté de la silla, me acerqué a ella y le tomé el rostro con ternura. Papá murió hace quince años, mami. Para vos es como si hubiese muerto. Si no venís nunca. A veces parece que te olvidás de que tenés padres. Me senté. Pensé una y otra vez sobre sus dichos. ¿Había muerto papá? ¿Era ella la que decía pavadas? Hacía calor ahí y, casi sin darme cuenta, comencé a llorar. Vos no tenés idea, mami. Cada palabra traducida por mí se asemejaba a una pequeña pieza de un rompecabezas circular, infinito, que no tenía figura alguna, que solo ofrecía la fascinación del encastre, de un coito plastificado, sin amor ni destino. Y ella venía ahora a desarmarlo por completo, a poner en duda cada encastre, a plantarse en el medio de la nada con una bandera roja, como esas de las playas, cuando está prohibido ingresar al mar. ¿Fauces, mandíbulas o quijada? ¿Cuándo vas a venir? Con mi madre jugábamos a la paleta vasca. El frontón eran las respuestas. Le pegábamos fuerte con la mano abierta al preguntar y esperábamos la respuesta para abrir la mano nuevamente y volver a pegarle con fuerza y esperar, y así, una y otra vez. No eran diálogos asertivos, no fundábamos argumento alguno. Eran acciones y reacciones continuas. Y nos habíamos acostumbrado tanto a eso que su pregunta ¿Lo viste a papá? nos inhabilitó a los dos, nos dejó sin mano abierta, el frontón devolvió silencio. Le pedí que nos recostáramos en su cama y viéramos alguna película que dieran. Apoyé mi cabeza muy cerca de la suya y le

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tomé la mano. Nos quedamos así, en silencio, mirando la pantalla, sin tener muy en claro qué es lo que estábamos viendo. Su respiración sonaba firme y yo no podía evitar el silbido que generaba la mía. ¿Los chicos, cómo andan? ¿Trabajás hoy? Dale, mami, preguntame. No nos dejes en silencio. No habló. Me preguntaba a mí mismo si esto era lo que ella habría soñado para mí. Esto que soy hoy, digo. ¿Y la militancia? ¿Y la música? ¿Y el matrimonio? ¿Y el divorcio? ¿Y la universidad? ¿Y los hijos? No, ya no es tiempo de esas preguntas, no te desafío, mami. ¿Los chicos, cómo andan? ¿Trabajás hoy? Seguí con mi mano sobre la de ella y conté sus venas y las mías. Eran como autopistas, intrincadas autopistas que se mezclaban unas con otras. Las manos no hablan, ni preguntan. Ni traducen. ¿Fauces, mandíbulas o quijada? No quise seguir mirando. Cerré los ojos y esperé la pregunta siguiente y la otra y la otra.

RAÚL ALONSO

Argentina

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lgunas migas de pan y el mantel de tulipanes se me pegan en el camino. Quiero desatar un globo que está colgando de la lámpara desde hace meses. Pero en vez de soltarlo, me distraigo enredando el hilo sobrante que lo

sostiene en mi dedo hasta que se pone blanco y lo suelto. Solo de esa forma las hormigas salen a jugar dentro de la mano. Desesperadas, van en diferentes direcciones, como si les hubiese pisado el hormiguero. Ordeno a mi dedo que se mueva pero no me hace caso, sigue dormido entre el hilo. Tomo el globo entre mis manos y lo aprieto hasta que sus extremos se tocan. Está triste y flácido, como la vieja, que ahora se está riendo con la boca tan abierta que puedo verle las muelas negras. Me mira, por primera vez lo hace levantando la cabeza. Tengo el privilegio de ver como una vena le cruza por la frente cada vez que mastica pan, y pensar que es igual a una raíz y que su pelo podría ser la copa de un árbol. Se quita los lentes, los empaña con el aliento y se los pasa por la blusa. Creo que lo hace para verme mejor. Vuelve la mirada a mi tía y nombra a esas palomas que hacían el amor en su tapial esta mañana. ¡Son siempre las mismas! dice, y toma un sorbo de té dentro de una taza de Barbie. Y cuando cree que nadie la mira se moja la punta del dedo para atrapar las migas de pan y llevárselas a la boca. Si estuviese sentada en la silla no podría ver como el sol la ilumina solo a ella y una parte de la mesa. Todo lo demás está en penumbra. Yo también. ¡Qué ojos que tiene! Parece una virgen cuando se pone su pañuelo de flores en la cabeza. Me bajo de la mesa y me siento frente al televisor, al lado de mi prima que está jugando al Mario Bros desde hace horas. Pasa dos niveles, muere y vuelve a empezar. Seguro ya se le hicieron durezas en los dedos de tanto apretar los botones del joystick. Esas que después mi tía tapa con curitas de Mickey. Todos nos sabemos de memoria ese primer escenario, lo repetimos una y otra vez con la ilusión absurda de algún día poder llegar a la final. Escuché que el único que lo logró fue el vecino autista. Todos los demás lo intentamos una y otra vez. Y solo renunciamos cuando nos arden los ojos y se nos endurecen los dedos. Y si después de jugar vamos a la vereda y simulamos fumar un pucho hecho con algún papel arrancado o a tomar Coca en los vasos de whisky, es solo para poder hablar mal del juego. Miro a mi alrededor y veo las piernas de la vieja. Parecen ser dos patas más de la 38


mesa. ¿Qué importa si alguna vez la miraron desde abajo? Se quita el zapato para rascarse la pierna con el pie y se le ve la bombacha. ¡Es del mismo color de la piel! Parece que está desnuda. Volteo, me arde la cara. No debería haber mirado. Ahora no puedo evitar imaginarla en la lencería eligiendo bombachas, preguntando si puede llevarse cinco del mismo modelo. Pidiendo que se las envuelvan en papel para esconderlas cuando camina por la calle. ¡Esa vieja de mierda no se va más! Ya se puso el pañuelo, siempre que lo hace está por irse, le digo a mi prima. Se va a queda mil horas más. Ni cuenta se dio que le pusimos sal en la silla. ¿Será verdad lo que nos dijo tu papá? ¡Cállate! es sorda pero no boluda. Mi tía grita que termine toda la leche. Me levanto y me siento en la silla de los grandes, frente a la vieja. Acerco la boca a la taza y apoyo todo el peso de mi cuerpo sobre esta. ¡Odio la leche de campo! ¿Por qué no la comprarán en el súper como la gente normal? Hago que tomo pero en realidad solo me estoy mojando los labios. La luz del sol se movió, pero sigue iluminando a la vieja, solo que ahora lo hace en la boca, el escote y en sus manos. Ya es hora de irse. Esta no es su casa. ¿Hace falta que venga todos los días? La vieja inclina un poco la cabeza hacia adelante y se acerca poniendo la oreja de frente, como si eso la ayudara a escuchar mejor. ¿Me hablaste nena? Dice y parece que la voz le sale del oído. Me río y mi risa hace eco dentro de la taza. Mi tía corta unas fetas de pan, le unta manteca y la pasa por azúcar. ¡Comé! Y que ni se te ocurra tirar la leche. Mi prima pierde la vida y se levanta de la silla diciendo que es mi turno. Se acerca a la mesa refregándose los ojos llenos de venitas y corta una feta de pan. Abre la heladera, toma el frasco de dulce de leche y mete la cuchara hasta el fondo, la llena hasta rebalsar y come de a poco. ¿Vas a jugar o no? me pregunta mirando a la vieja mientras chupa la cuchara. Yo no sé jugar nena. Todos nos reímos en coro. Este mundo es tan irónico que seguro va la vieja a jugar y termina llegando a 39


la final, dice mi prima. Entra el tío con un par de botellas de vino y cajones con sifones de soda que arrastra por el suelo. Voy resbalando de a poco la boca de la taza, está por suceder… ¿Qué va a ser de esa silla sin la vieja? Ahora debe estar calentita gracias a su culo. Después va a estar fría y solitaria. Quizás yo podría calentarla mientras tomo la leche. Y al fin tener el privilegio de mirar esa pared que siempre está oculta. Y entretenerme por ejemplo con ese calendario de perros que quedó del año pasado. Me gusta el olor del trapo mojado que mi tía pasa sobre la leche que volqué. ¡Si no vas a jugar perdés el turno! grita mi prima desde el baño. Me levanto de la silla y me siento frente al televisor. Bajo el volumen y la luz verde me pinta la cara. Eso quiere decir que ya es de noche y la vieja aún no se va. Muevo a Mario de la misma forma de siempre. Paso al siguiente nivel. La vieja corre la silla hacia atrás y se levanta. Mario muere. La vieja besa con ruido a mi tía y sale a la calle. Apago el juego antes de perder porque mi tío me dice que ya empieza el partido. Ahora las líneas del volumen se reflejan en la cara de él. Tocan bocina. Debe ser mi papá que viene a buscarme. Mi tía me acompaña hasta el auto empujándome de atrás. Miro la casa de la vieja por el espejo retrovisor. ¿Cómo hace para dormir sola? ¿Uno perderá el miedo a la oscuridad cuando se hace grande? Al otro día la silla estaba vacía. Caminé a su alrededor, moviendo mis dedos en los palitos del espaldar como si mis dedos fuesen la cola del gato. No me animaba a sentarme. ¿Y si todavía queda algo de sal en la silla? Voy apoyando el culo despacito. Entra mi tío con más botellas de vino y cajones de soda. ¿Viste? te dije que la sal en la silla nunca falla. Ayer los hijos se la llevaron a un hogar de ancianos. Y los sinvergüenzas ya pusieron el cartel de se vende en la puerta de la casa. Permanecí callada mientras mi tío acomodaba las botellas en la heladera. Traté de no apoyar los codos en la mesa y observé lo que había a mí alrededor como si fuese la primera vez. Seguro la vieja se sabía de memoria las fotos que están debajo de los imanes de frutas de la heladera. El gato se me sube a las piernas como si yo fuese Margarita. Que no se mal acostumbre. ¡Yo no soy la vieja! Le digo y lo empujo para que se baje. 40


MACARENA BOTTARI

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eja de levantarte de la mesa, deja de caminar ansiosamente para mirar por el ventanal a ver si ya están terminando. Salí y deciles que vuelvan a abrir la calle, que a vos no te interesa nada de lo que están recordando, que te molestan, que te interrumpieron el desayuno en

esta mañana de sábado de febrero del dos mil diecisiete con esta conmemoración, que te estabas preparando para cortar el pasto y recibir a los nietos mañana domingo, que hacen mucho barullo con el megáfono repitiendo los nombres, mientras todos gritan presente ahora y siempre o que ya pasaron muchos años como para andar recordando esas cosas, que así estuvieron bien como pasaron, que no hay que agitar viejos fantasmas. Quizás si tenés dudas, si lo repensaste o si sentís culpas por como pensás todavía, Salí y deciles amablemente que estás con ellos que siempre estuviste y que te entristece mucho todo lo que paso, que hubieras querido contárselo a alguien pero que tenías miedo como todos en ese momento, pero por favor hacé algo, abandoná el café, las tostadas con manteca y Salí de una vez, contales que vos conociste a la maestra, la Chachi como le decían a Rosa María Casariego y a huesito Cabrera, que eran amables que alguna vez hablaste con ellos, que la maestra siempre te contaba de sus alumnos y que vos sabías que ella ponía parte de su sueldo para que a sus chicos no les faltara nada, que siempre hablaban de política, que huesito era sindicalista de un astillero, y que siempre decía; Que cuando vuelva el viejo todo va a mejorar, que a este país lo vamos a cambiar nosotros con la militancia, que hay que repartir mejor la riqueza, pero ojo, no les permitas que adviertan que vos no estabas muy de acuerdo con eso. Sino Salí, radicalmente, intempestivamente y deciles que ellos no saben nada de cómo se sintió el terror en esa noche, el tres de febrero de mil novecientos setenta y seis, en la calle Aristóbulo del Valle 630 en Rincón de Milberg, deciles que vos estabas mirando desde enfrente, ya no por los ventanales de tu casa como ahora, sino por la pequeña mirilla de la puerta, después de haber llevado a tus dos chiquitos y a tu mujer a la cocina, que era el cuarto más al fondo de la casa y encerrarlos ahí; pregúntales si se imaginan el miedo al sentir el chirrido de los frenos de los falcón verdes, el griterío, el despliegue de fuerzas policiales, contales que no hubo un solo tiro y que fue en lo más recóndito de la madrugada cuando los sacaron a los tres encapuchados, sí y deciles que el tercero vos no sabés de quién se trataba, pero que por un lado sentiste alivio porque vos pensabas que en algo andaban, que algo habían hecho, que en algo se habían metido, pero tené en cuenta que no les va a gustar, que te pueden repudiar, que seguramente te aparten, que tengas que volverte a tu casa a mirar desde el ventanal. 43


Y sino hacé como siempre, mejor no hablar de eso decís vos, que con los milicos estábamos bien, que si vos no te metías, no te pasaba nada y entonces quedate desayunando tranquilo, hacé otra tostada, quizás podés poner la mermelada tranquilo y postergá el corte de pasto del patio para la tarde y así mañana podrás disfrutar del asado en familia con los hijos ya grandes hablando de esas cosas banales, escondiendo todo bajo la alfombra, y esgrimir de sobremesa uno de esos monólogos tuyos como verdad revelada de que las cosas antes eran mejores.

LUIS ALBERTO LÓPEZ

Argentina

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os omóplatos de mi prima eran grandes y puntiagudos. Parecían dos montañas de pico pronunciado. De chica me impresionaban. Especialmente el derecho, que parecía aún mayor. Los recuerdo sobresaliendo de su espalda, como escapándose de la lycra del traje de

baño, casi con vida propia. Cada verano me volvían a sorprender. El hueso parecía que iba a romper la piel de tanto estirarla. A veces me daba miedo. Nunca le pregunté si le dolían. Pienso en todo esto antes de que él entre, no sé por qué. Aparto el pensamiento rápido cuando llega y me distrae con sus preguntas. Me desvisto. La sala está cálida. El pequeño caloventor con su ronroneo genera una frecuencia de entrega. Él quiere saber si estoy lista. Digo que sí. Su aspecto es el de una persona que está expuesta constantemente al sol. Comenta lo de siempre. Me acuesto boca abajo. Dócil. Dejo de hablar. Él hunde sus dedos en mi piel, intenta amasarla, despegarla del hueso. La piel se resiste a estar separada. Se abraza rígida, firme, al músculo en tensión. El pasado se guarda en el hueso como la mugre debajo de la alfombra. No quiere ser encontrada. Él entonces apela a su codo. Lo clava profundo en distintos puntos, va trazando un dibujo imperceptible, una ruta de redondeles colorados. Intenta liberar la energía que quedó retenida en cada nudo. Se adentra. Para liberar un dolor hay que infligir otro. Su codo es agudo y penetrante. Me entrego a esa agonía. La disfruto. Su codo se hunde más, atraviesa sutil y lentamente capas de piel, de tejido, de músculos. Llega al hueso. Lo mece. Lo provoca. Algo cede pero no es suficiente, habrá que hacer más trabajo. Eso que está guardado se niega con fiereza a salir. El ruido del caloventor es un mantra, me conduce a una especie de trance. Entonces acuden imágenes sueltas. La bañera de mi casa. El agua caliente corriendo y un nudo en el pecho. La hora del baño. Mi primera menstruación. El contacto con la sangre, espesa y marrón al principio. Más líquida y roja después. El omóplato derecho contrayéndose con mi primer sangrado, sin saber por qué. El temor a bañarme sola. Un estado de alerta en forma de palpitaciones. Me sorprenden esos recuerdos. Son claros y vívidos ahora. Dónde estaban. Toca boca arriba, dice él. Separar las clavículas, abrir el plexo. Entra el aire y sale el llanto. El salmo del caloventor se despliega adentro mío. Nuevas imágenes, mismo escenario. La bañera otra vez. Pero ahora no estoy en ella, sino que observo, sentada en el inodoro, que tiene la tapa baja. Él presiona con fuerza sus manos en mi pecho y me pide que tome aire por la boca. Ahora, dice. Presiona de nuevo al tiempo que el aire ingresa y se genera un efecto sopapa. Un pequeño espasmo. Dos. Tres. Una implosión que me asusta. Grito. Es un grito corto y contenido. Del miedo. Una porción de algo terrible se libera. La 46


tempranísima presencia de la muerte. El cuerpo semidesnudo de mi madre y el agua corriendo por él, llevándose la sangre y algo más, algo gelatinoso, pequeñísimo, algo que no me atreví a comprender. Mi padre asistiendo, en la ducha él también, pero vestido. Cómo llegaron ahí. Cómo llegué yo. Por qué no me ven. Más tarde, mamá no pudo explicar la sangre y el agua, el grito. El hermanito que iba a venir y no vino. Papá tampoco pudo. Más tarde ni nunca. Una vez más, dice él, la última. Y vuelve a presionar mi pecho. Un espasmo. Dos. Tres. Nuevas imágenes. La escalera de mi casa, de madera, lustrosa. Mamá cayendo y su grito. Papá que llega corriendo. Una muñeca con la que yo había jugado toda la tarde en el escalón, olvidada. Una muñeca que no era mía, la muñeca de mi prima, la de los omóplatos grandes.

LUZ SANTOMAURO

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N

o hay peor tortura que te germine la semilla de la duda en lo más hondo del corazón. Estaba frente a mis alumnos de tercer grado tratando de explicarles que cuando dos vocales sucesivas se pronuncian en la misma sílaba estamos en presencia de un diptongo,

y esas vocales son inseparables. Inseparables, sí. Como Corina Agüero y yo. Cinco años de compañeros en el normal superior, ocho de novios, siete de casados. No tuvimos hijos, nunca pudimos saber por qué. Ella no quiso hacerse esos tratamientos de fertilidad, ni saber quién de los dos era el causante del problema. Cuando fuimos de luna de miel a Bariloche, como tantas otras parejas, nos hicimos amigos de Nacho y Laura y de José y Marta. A partir de ese momento nos encontramos infinidad de veces en cumpleaños, bautismos de sus hijos, despedidas de año y hasta el velorio de alguno de los padres o suegros del grupo. José nunca me había preocupado, era un tipo intrascendente como yo, peladito, narigón, con una pancita cervecera pero muy buen contador de chistes. Nacho, en cambio, me parecía una amenaza. El tipo tenía la tabla de lavar esculpida en los abdominales, muy distinta del Koh-i-noor que yo ostentaba. Era un cancherito, siempre con las mejores pilchas y bronceado. Yo estaba seguro de que, a espaldas de Laura, Marta y Corina se hacían los ratones con el pibe. Más de una vez las pesqué hablando bajito, y al tratar de escuchar lo que estaban murmurando comenzaban a reírse de forma cómplice y picarona. Parecían dos nenas que acababan de afanarse unos chocolates en el kiosco de la esquina. Una vez fuimos los seis a Mar del Plata. Yo no quería ir, le inventé veinte mil excusas a Corina con tal de zafar. Le decía que tenía que preparar unos temas que me había pedido el rector de la escuela, que mi vieja estaba con depresión y que no podía dejar de visitarla diariamente, que me había esguinzado en el último partido jugado con los muchachos del club, pero nada hizo que pudiera evitar ese perverso plan. Yo veía a Corina entusiasmadísima, hablaba con las otras dos perras todo el tiempo. Estábamos cenando y la llamaban, estábamos desayunando y la llamaban, estábamos viendo una serie y la llamaban. Todo para coordinar los preparativos del dichoso viaje. Al final no me quedó otra alternativa que poner violín en bolsa y sumarme al estúpido periplo, a regañadientes. Decidieron ir en micro. Parecían adolescentes, decían que iba a ser mucho más divertido. Yo me refugié en el walkman y me comí los cuatrocientos kilómetros con 49


cara de ojete. Obviamente fuimos los seis al hotel de un sindicato que había conseguido José. Creo que era del sindicato de carniceros, porque José, aparte de gordo y boludo, también era carnicero. En la primera mañana de playa fuimos a la Bristol, Nacho haciendo facha y yo cargando con la heladerita, la sombrilla, los bolsos, las paletas, los tejos, y un montón de pelotudeces más. Josecito, ni corto ni perezoso, se había anticipado y nos dijo que tenía una hernia inguinal y que no podía hacer fuerza. Así que yo, como un boludo, hice de changarín los siete días al rayo tajante del sol. Nacho se quitaba la remera blanca ajustada a la manera de los strippers del Golden y Josecito le miraba el culo a cuanta chica en edad de merecer se le cruzaba, pero yo no dejaba de observar las reacciones de Corina y Marta, porque Laura… Laura parecía gozar orgullosa, exhibiendo su semental a las dos babosas que cuchicheaban calientes todo el tiempo. El tipo parecía recién salido de la peluquería, impecable. Mostraba su escultural físico mientras yo, con suma timidez, portaba mi panza acompañada de flotadores. ¡Qué papelón! Solo me faltaba la cabeza del patito inflable para completar el combo. Nunca había sentido vergüenza por mi cuerpo, en definitiva era el cuerpecito que Dios y los dos adefesios de mis padres me habían legado, pero esa primera mañana había sentido que en la repartija era muy feo lo que me habían adjudicado. Lo mejor que me pasó en esas vacaciones fueron las quemaduras de segundo grado. A cada momento tenía la presencia de Nacho haciéndome sentir una cucaracha. Fueron siete días de abstinencia, Corina también tenía su repertorio de excusas para evitarme y yo ya no sabía qué hacer. Si al menos hubiera podido relajarme como José y mirar los culos de las chicas de la playa hubiera ganado guita. Las dos turras, en cambio, no perdían el tiempo: se les hacía agua la boca al ver al chaboncito escultural mostrando sus inflados bíceps. Por fin retornamos sin pena ni gloria y volvimos a encontrarnos mensualmente hasta que una noche, mientras esperábamos en una pizzería céntrica a la parejita de remolones habituales, Laurita y Nacho, sonó el celular de Corina. Su cara se transfiguró. No pude entender lo que decía la voz chillona que aullaba del otro lado. Corina cortó. Estaba más blanca que las servilletas de papel. —No vienen —pudo esbozar a media lengua. —¿Qué pasó? —saltó la otra. —Parece que se pelearon —acotó mi esposa. 50


—¿Se pelearon? —retomó la zorra de Marta, mas cómplice que algunos curas en la dictadura. —¡Cosas de pareja! —agregó el pajero de Josecito, mientras estiraba un hilo de queso entre su mano y la boca grasienta. Yo no quise hacer ninguna pregunta ni comentario inadecuado. Algo me olía raro, y no era la mozzarella. Ese instante fue el momento de inflexión de una catarata de conjeturas, fue el epicentro de mi depresión y de lo que yo creía que éramos Corina y yo, inseparables como el diptongo. Al día siguiente, mientras ella tomaba una ducha, fui a hurgar en su celular. Al instante me di cuenta de que había cambiado su clave de acceso. Siempre teníamos la misma password —2508— para los dos celulares, no teníamos nada que ocultarnos, no teníamos secretos. Veinticinco de agosto, la fecha de ese maldito día, la fecha de nuestro casamiento. Estaba seguro de que algo estaba escondiendo Corina. Me estaba engañando, pero no tenía ninguna prueba. No podía encararla y preguntarle, parecería un estúpido, pero la herida que me había provocado supuraba y me dolía hasta el alma. Nervioso, repetí su nombre compulsivamente: —Corina Agüero, Corina Agüero, Corina Agüero. Una chispa se encendió en mi cabeza. Ya tenía un plan. Recordé las palabras “alergia” y “alegría” donde el orden de los factores puede alterar el producto. Busqué mi computadora y a toda velocidad creé una cuenta de Hotmail, como la de Corina, pero con una leve alteración, corina_ageuro@hotmail.com. ¡Sí! Ageuro y no Agüero, tuve un acto de dislexia intencional e inmediatamente le mandé un email a Nacho. No recuerdo muy bien qué le había puesto exactamente, pero seguro que fue algo así como Qué bien que la pasamos la otra tarde. Cerré nervioso mi notebook. Corina salió del baño envuelta en una toalla. Yo estaba mudo mirando el techo, esperando ver el resultado de la trampa que les había tendido. Ella prendió la tele y yo volví a abrir mi computadora. Pasaban los minutos y en la bandeja de entrada no tenía ninguna respuesta. Ella cambiaba los canales como loca, mientras yo refrescaba la pantalla del mail para ver si llegaba la noticia que jamás hubiera querido recibir. Al ratito el señuelo hizo efecto. Hubiera deseado fervientemente estar equivocado, morderme la lengua y pedir mil disculpas por desconfiar, pero se hizo la luz y solo me quedaba sacarle la careta a mi esposa y a ese hijo de remil putas. Tenía bronca, pero no quería armar un escándalo. Los vecinos no tenían la culpa 51


y tampoco me gustaba sacar los trapitos al sol. No quería que se me soltase la cadena, necesitaba estar calmado. Con tranquilidad tibetana tomé aire profundamente varias veces. Junté coraje y le dije: —Corina, te pido por favor, mirame. Por favor mirame y decime toda la verdad. Ella apagó la tele y apoyó el control remoto con fuerza sobre la mesa. Me sobresalté. Se hizo una pausa e intuí que estaba en la ruina. Corina, con un brillo especial en la comisura de los labios, me contestó orgullosa y desafiante con solo dos palabras que, como un tilde, rompieron para siempre nuestro diptongo: —Estoy embarazada.

GUSTAVO VIGNERA

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esde que vivimos juntos, la observo todo el tiempo. Lo primero que advierto es que, definitivamente, no he llegado en un buen momento a su vida. En estos casi dos meses estoy aprendiendo a conocerla. Me he encariñado, aunque reconozco que me cuestan aceptar algunas de

sus manías y condiciones: no me deja acercarme demasiado, o, si lo hace, es cuando ella lo dispone; si me ve muy enérgico yendo de un lado al otro, me reta; no le gusta que la moleste cuando toca el piano ni que la distraiga si está leyendo. También advierto que duerme muy poco. ¡No la entiendo! Para mí, cuando no hay nada más interesante que hacer, siempre la primera opción es dormir en cualquier rincón de la casa. Ella, en cambio, no. Se la pasa frente a la computadora, con sus instrumentos musicales o hablando por teléfono. La noto muy perturbada y hay días en los que su cara podría ser un retrato de la angustia. No El grito de Munch ni Lágrimas de sangre de Guayasamin. Más bien su semblante se asemeja al de Frida Kahlo en La columna rota. La rodea un paisaje árido a modo de aura o de escenografía ambulante que la sigue a donde va. Ya no sonríe como antes: ni un solo día la he visto imitar el gesto de las fotos que están colgadas en la pared ni de esas otras escondidas aunque sospecho que no olvidadas en el cajón de la derecha del mueblecito rojo. Solo conozco su lado luminoso a partir de estas imágenes. A veces hasta me da la sensación de que le robaron la mueca... Durante la semana, le cuesta levantarse para ir a trabajar. Pospone por lo menos tres veces el despertador como viene posponiendo, por lo que intuyo, tantas otras cosas y cuando logra salir de la cama suele vociferar en mi contra frases como: “no me dejaste dormir, sos insoportable” o “no sé por qué me metí en este lío”. Estoy cada vez más acostumbrado a sus antipiropos: sé que en el fondo me quiere a su manera y me cuida. Camina los tres pasos que la separan del baño con la misma estabilidad de un Jenga en una partida avanzada, se mira durante largo rato al espejo como si necesitara en ese acto cerciorar su existencia corpórea y se moja la cara para salir del estado de sopor que la domina. Termina este primer ritual y va a la cocina a fijarse que yo tenga con qué desayunar, al tiempo que tuesta para ello una rodaja de pan que acaba de sacar del freezer. Se sirve un vaso de soda fría buscando que las burbujas le estimulen la sinapsis. Hasta eso, la tostada da un salto que se esperaba mucho más prometedor. Como su palidez no la convence, la hunde de nuevo en el aparato para que salga más crujiente. Todos los días lo mismo. ¿Por qué no aumenta el calor de la tostadora y ahorra tiempo? Como no puedo opinar, me limito a mirarla. Vuelve al cuarto, sube la 54


cortina de black out que la aislaba aún más del mundo y saca la mano por la ventana para chequear la temperatura. Si la sensación en el brazo no es precisa, sale al balcón. La mayoría de las veces, el termómetro a la vieja usanza no le es suficiente así que también mira el pronóstico en el celular. Se viste de memoria con una remera y un pantalón que sacó de una pila de ropa que está sobre la bicicleta fija devenida en perchero y que espera desde hace un par de semanas ser guardada. Si algo está muy arrugado, prende el secador de pelo y lo pasa en sentido contrario de las estrías de la tela hasta hacerlas desaparecer. Piensa cuánto le gustaría poder hacer lo mismo con las de su panza… Yo, que la miro de lejos haciéndome el distraído, no dejo de preguntarme por qué no enchufa la plancha en vez de hacer tanto despliegue. ¡Qué tipa enredada! Se va de nuevo al baño y desparrama sobre el mármol de la bacha el maquillaje que guarda en su sagrado sobre negro. Digo sagrado porque cada vez que no lo encuentra el ambiente se tiñe de fatalidad. Hace hincapié en sus ojos: no hay cubreojeras que alcance para disimular el llanto de la noche anterior. Lamenta no haberse puesto unos algodones embebidos en té y se promete a sí misma por no sé qué número de vez comprarse ese antifaz con gel frío que descongestiona. Termina de pintarse y se mira de nuevo largamente en el espejo. La escucho decir que ni el buen maquillaje tapa la tristeza. Después, mira la hora en el reloj de pared y advierte que otra vez se ha parado. “Como no podía ser de otra manera, este aparato que me regaló atrasa. ¡Es todo un signo!”, me dice como buscando complicidad. No digo ni mú. Busca plata en su mochila, enrolla el cable del cargador del teléfono de manera tal que le entre en los bolsillos, agarra las llaves, y me dice que volverá en un rato y se va. Cuento lentamente hasta tres: uuuunoooo, dooooos, treeeees. Siento un ruido arrebatado en la cerradura y ¡voilá! Aparece de nuevo para reparar alguno de sus olvidos diarios: llevar el celular, el paraguas, la tarjeta de débito o algún papel; apagar el aire acondicionado o la luz del cuarto; desenchufar el secador o chequear que estén bien cerradas las hornallas que ni si quiera usó. Todos los días lo mismo. Yo, ni lento ni perezoso, aprovecho estas veces para reforzar mis clases de arameo, el idioma de sus puteadas. Mi momento preferido es cuando la escucho llegar después del mediodía, casi siempre cerca de las tres de la tarde. Por algún motivo que desconozco, es cuando más cariñosa se pone. Aunque a esa hora ya estoy muerto de hambre sospecho que tengo ascendencia inglesa por la puntualidad con la que me sentaría a la mesa la espero para que comamos juntos, cada uno lo suyo. En eso es estricta: me hace respetar mi dieta a rajatabla. Mientras almorzamos, la escucho narrarme sus peripecias laborales. De vez en 55


cuando me acaricia al pasar, pero permanezco inmutable ante el gesto. Sé que si le sigo la corriente, como buena histérica, no me llevará más el apunte. Si tengo suerte, alguna vuelta que me ve bostezar, decide que durmamos juntos la siesta y me abraza. Igual, el idilio dura poco: nunca falta el mensaje de Whatsapp que nos hace saltar de la cama y ahí se termina el hechizo. Contra todos los pronósticos, ella es la más arisca de los dos, pero pienso que lo que en realidad le pasa es que quedó muy herida después de su separación y tiene miedo de volver a sufrir. A veces hasta me deja apoyarme en su pecho mientras lee un libro. Eso me da esperanza. Ojalá algún día se anime a quererme sin tanta moderación. Supongo que todo será cuestión de tiempo. ¿Por qué me afectan estas cosas? Debo ser el único gato así de sensible…

SOLEDAD MARÍA DATO

Argentina

Instagram: @insolitamaria

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J

ugaba al fútbol desde los once años y muchas personas coincidían, con un asombro exacerbado, que poseía un don especial. Pese a las reiteradas chicanas que se daban al comienzo del partido, nunca desistía y terminaba siendo, en la mayoría de los casos, la figura del encuentro. Su metro ochenta y dos y su fornida contextura hacían un buen equipo y, más allá de las dos o tres veces

que debió estar bajo los tres palos por decisión unánime, solía jugar de cinco o de nueve. Pocas personas podían burlar su solidez defensiva y en las luchas cuerpo a cuerpo conseguía hacerse siempre con el balón. La capitanía no demoró en llegar y en poco tiempo se hizo un lugar en la tabla de goleadores. Su estilo era más que completo: quitaba, distribuía, pasaba al ataque y volvía a su puesto con una resistencia y estoicidad envidiable. Poco le costaba pasar entre dos defensas o hacer un túnel, y siempre deleitaba a la tribuna con sus filigranas y su jogo bonito; mas la rudeza se hacía presente en los momentos necesarios, consiguiendo así un estilo equilibrado. Poco a poco fueron ganando los partidos barriales y, para la sorpresa de muchos espectadores, el equipo consiguió el boleto para la Final Interbarrial. Nunca habían logrado tal hazaña, por eso decidieron festejarlo de manera especial. El ansiado partido iba a jugarse en la tarde del sábado y todo estaba ya preparado: las butacas se llenaron, el olor a Paty comenzó a inundar el vecindario y los cánticos daban el misticismo que todo encuentro de semejante magnitud debe tener. En cuarenta minutos el barrio se vistió de fiesta y el nerviosismo colmó la conciencia de todos los presentes. “Chooori, choooori”, “gasioooosa y aguaa, gasioooosa y aguas frías”, se oía. Ya en la cancha, los capitanes se encontraron en el centro para definir quién se hacía con el primer saque. ¡Mirá con quién tengo el gusto! Dijo despectivamente el capitán del equipo que representaba al barrio trasero de las vías del ferrocarril. No te pases porque te pellizco una teta, eh. Si estás acá, te vas a hacer hombre; sino, ya sabés cuál es tu lugar. Las miradas se tornaron violentas y desafiantes. Esas palabras hubieran herido la estima de cualquiera incluso de nuestro personaje en otro momento, pero la costumbre y la autoaceptación le permitieron callar, pues la venganza debía llevarse a cabo dentro del campo de juego. El silbato dio inicio al encuentro y la caprichosa comenzó a rodar. El partido era bravo: faltas, tarjetas, goles en ambos arcos y violencia verbal y

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física en ascenso. Nuestro personaje sufrió varios codazos e insultos por lo bajo; llegaron incluso a tocarle la cola en un córner seguido de una agresiva provocación: “te gustó, ¿no?”. Sin embargo, nuestra estrella jugó un partido fantástico. De hecho, los dos goles que empataron el partido fueron mérito suyo: el primero gracias a una asistencia fenomenal desde tres cuartos de cancha; y el segundo, un zurdazo desde la puerta del área grande. Lastimosamente, esto derivó en más y más insultos, pues no hay nada más peligroso y animal que el ego de un macho lastimado. A los noventa y ocho minutos, el capitán contrario cumplió su promesa y le apretó un pezón con una saña mórbida. El árbitro, posicionado lejos de la acción, no vio el acto ilícito y decidió penalizar con una tarjeta roja a nuestra figura con la excusa de haber protestado agresivamente. El mundo se le vino abajo: salió y en la última jugada el equipo contrario anotó el gol que les dio el triunfo. Vio en ese momento como el prejuicio y el ego hicieron de un partido una suerte de dispositivo de exclusión. Había jugado un partido espléndido y supo callarse ante la crueldad inhumana de sus contrincantes, pero el árbitro fue claro: “sin ofender, este no es un lugar para vos; acá hay choque, rudeza...”. Los ojos se le llenaron de lágrimas que pedían justicia e igualdad. No sabía que una pasión debía elegirse a partir de un genital. Era la mejor de todos los barrios, pero era mujer y, por ese motivo, debía atenerse doblemente a las consecuencias. Aquella noche no ganó nadie. Aquella noche perdieron ellas. Lastimosamente, aquella noche son todas las noches.

EZEQUIEL MARCELO ORLANDO

Argentina

Instagram: https://www.instagram.com/ezeorlando/

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P

lic. La gota que rebalsó el vaso. Pero esta ni siquiera es eso. No hay vaso, no rebalsa. Solo cae. Plic.

Las tres de la mañana según el reloj del celular. Y, como una tortura china, la

gota que la despierta. Vuelve a dormirse en estado de alerta. Ya nada es lo mismo. Plic. Es en el baño. El ruido viene del baño. Cerró mal la canilla, otra vez. Se quiere levantar para ajustarla, pero hace frío. En un ratito. Plic. Después de caer dormida y despertarse una vez más, lo logra. Llega al baño. La que pierde es la de la bañera. Se sienta en el inodoro y hace pis. Plic. A esa la ve asomarse y luego caer. Estrellarse. Plic. Se acerca al borde de la bañera. Una araña pequeña está cerca del desagüe. ¿Le caerá alguna gota encima? ¿La matará? Plic. El sueño la irrita. Cierra la canilla con fuerza, llega otra gota, siguen cayendo. Plic. ¿A cuánto un plomero a esta hora? Cualquier cosa con tal de evitar la locura. Plic. Aplica más fuerza a la canilla. La gira y gira tratando de que se detenga, de que deje de gotear, pero es demasiado y un torrente enérgico de agua sale disparado en todos los sentidos posibles. La empapa, llena la bañera, arrastra la araña. Llama al servicio de urgencia que, sin permiso, le agregó el seguro del auto. El plomero es cincuentón, tiene unos veinte años más que ella, es pelado y cuando se agacha, indispensable, el pantalón le deja expuesta la raya del culo. Ella tiene el pelo aún húmedo, los ojos hinchados por el sonoro insomnio y sigue en camisón. Plic. El plomero arregla la inundación, pero vuelve la gotera. Entonces cambia el cuerito, o como se llame. Silencio y sequía. La vuelta del vacío. Quién lo diría, la gota era compañía. 61


Todavía es noche cerrada. ¿Tiene algo más que hacer? Por ahora no, señora, a menos que me llamen. Plic. Acaba, sin forro, el plomero entre sus piernas. Ilusoria y temporaria detención de la soledad. Plic. El semen se desliza. Ahora es su vagina la que gotea.

MARÍA VICTORIA VÁZQUEZ

Argentina

Blog: http://comocontintachina.blogspot.com/ Facebook: María Victoria Vázquez

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Diciembre 2018.-

V

iernes 3 a.m. Llueve. San Cristóbal. Vuelvo de cenar con gente de FM 107.1 Radio Zoe. Los dejo por Entre Ríos y me dirijo hacia avenida Belgrano, debajo de mi tercer paraguas de un día que ya había terminado.

Llego al edificio y noto que el sensor de la puerta está apagado. Le paso mi llave

magnética y es inútil, no abre. Mi vista se detiene en un papel pegado en la puerta que advierte: “Usar la llave vieja”. Gracias a los beneficios de ser un virginiano con ascendente en Tauro, aún conservo la vieja llave. La meto y nada. Hago el segundo y el tercer intento. En el cuarto, pruebo algo distinto: además de introducir la llave, trato de empujar la puerta con el hombro. Tampoco. Los próximos minutos los dedico a pensar qué carajo hacer. Mi amigo Marce vive a tres cuadras y se levanta en una hora y media para laburar. Mi vieja, a cinco y se levanta muy temprano. Mi hermano, a seis y lo mismo. Mi viejo, a cuatro y también. Tengo llave de la casa de mi vieja, pero tengo miedo de ir, abrir y matarla de un susto. Espero. Puede que vuelva alguien de alguna joda y me abra. Espero. Uno, dos, cinco minutos. Nada. Llueve. Despliego de nuevo el tercer paraguas en veinticuatro horas y empiezo a caminar. Pocos autos, gente durmiendo en entradas de edificios, afuera de negocios. Encaro por Entre Ríos para el lado del Centro. En la esquina del Congreso, un camión de bomberos estacionado; un par de bomberos enrolla una manguera. Paso por el negocio de las camisas, siguen las promos dos por uno, aunque cada vez tiene menos sentido lo de “promos”. Me detengo en el bar La Academia. Entro. Letras onda fileteado porteño. La palabra “vermú” varias veces. Carteles viejos de Coca-Cola y de Quilmes. Cuadros de gente bailando tango. Dos Smart Tv encendidos. Pool, metegol y ping pong. Dos viejos altos, panzones, cabezas gachas, juegan ajedrez. Tres hombres están solos, cada uno en su mesa; dos toman vino; el otro, birra. Un chico y una chica en la mesa de la ventana; no parecen muy felices, miran hacia la calle. Un grupo de jóvenes juegan aburridos un pool. Suena Mi perro dinamita. Termina, suena Qué tal. Me siento en la mesa donde me solía sentar en los viejos tiempos, cuando soñaba con la figura de escritor maldito: en mitad del bar, contra la pared. El mozo se acerca. El urólogo me recomendó precaución, que ya no había más 64


inflamación, pero que vaya de a poco. Llueve con más intensidad. Los jóvenes aburridos. Los hombres en las sillas y sus cabezas gachas. La pareja en silencio. El enorme esfuerzo de ese viejo para mover el peón negro. Esto se parece al infierno. Y en el infierno el cáncer de próstata no corre. Me pido una Imperial. Saco el cuaderno y la Bic. Me pongo a escribir. Después de garabatear sobre la situación reciente me adentro en una obra de teatro que espero elijan en un concurso. Y, entonces, empieza a sonar Polaroid de locura ordinaria. La última vez que me senté en esta silla fue en agosto de 2009. En la silla de enfrente estaba una chica morocha, casi rapada, que había conocido en la puerta de este bar. La chica vendía cidís de amigos y libritos artesanales con poemas suyos. Me contó que tenía sida, que la discriminaban por su aspecto, un ex con contactos turbios la había amenazado, su familia la rechazaba porque un día aparecía con una mina, otro con un tipo, otro con una travesti. La invité unos tostados y una Imperial, y tuvimos una charla más que interesante sobre literatura, música y cine. Amaba a Fito, Richard Linklater, la Pizarnik. Me quiso regalar alguno de sus libritos, le dije que no, que se los compraba pero otro día, porque escaseaba de efectivo. Me dijo que los lunes la podía encontrar en una casa de acá nomás, donde vivía con amigos. Fuimos a los pestilentes baños y me despedí. Ella se quedó en el bar porque justo llegaron unos amigos. Dejé pasar un lunes y fui al otro. Llegué, me atendió un rasta fumón y me dijo que se había suicidado. La encontró desnuda, tirada, con sangre, y con una sonrisa de oreja a oreja. El rasta me citó a Polaroid de locura ordinaria por aquello de “sangró, sangró, sangró, y se reía como loca”. Me fui en shock y, cruzando por Callao y Corrientes, una moto casi me lleva puesto. Ahora veo que una chica sale del baño, tiene el pelo largo y rubio, y se suma a los chicos del pool. Se me ocurren nuevas ideas para la obra de teatro. Todavía tiene demasiados chistes bobos, le falta densidad dramática. Descubro en el bar dos estantes con libros. No hay un criterio claro. Larousse, autoayuda, sudokus, policial negro. Le pregunto al encargado si puedo dejar mi libro La sexualidad de los playmobil, le comento el capítulo donde narro el encuentro con una chica en este bar. El encargado, con su cara de “odio mi vida, mátenme ahora”, me da la autorización y, en consecuencia, coloco mi libro al lado del tomo del Larousse. Voy al baño. Está bastante limpio, eso sí que me sorprende. Salgo. Dudo un instante y vuelvo a mi silla. Me pido un feca. La Imperial sigue en mi mesa, sin 65


terminar. Empiezo a escribir una nueva historia. Oigo Amor clasificado de Rodrigo. No hay caso, suena la misma música que hace nueve años, y que hace dieciocho también. Un nuevo grupo de pibes ocupa otro pool. Una chica morocha, de pelo corto, se mueve a ritmo de cuarteto; sola, con poca gracia. Ya es cerca de las seis de la mañana. Me pregunto qué es lo que estoy esperando. No logro dar con una respuesta, pero de todos modos sigo en la misma silla, desde hace nueve años. Hasta que pase no sé qué cosa o hasta que, claro, la Bic me diga “basta”. Lo que suceda primero.

PABLO MEREB

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S

e puede decir que Luis volvió al escondrijo por pura casualidad, luego de explorar la ciudad por varios días en busca de comida. Estaba confundido, convaleciente y muy hambriento. Mariela, su esposa, era la última persona que había visto viva desde hacía una semana. Los demás seres humanos

que encontraban en sus incursiones estaban infectados, transformados en muertos vivientes que perseguían la carne de los vivos para devorarla e intentar saciar su hambre eterna. Él y Mariela habían logrado escapar varias veces de esas criaturas infectas que azotaban la ciudad: Un ejército difícil de repeler que se hacía más fuerte con cada víctima caída en sus manos virulentas. A Luis no le tomó tiempo notar que la estancia estaba abandonada, ella se había marchado. Hasta su aroma de mujer que impregnaba el lugar, se perdió con el paso de las horas tras su ausencia. Sus cosas personales seguían allí con el equipo de exploración y la poca comida que recolectaron para sobrevivir en la ruina que la infección del cólera mutante, tras el terremoto en Haití del 2011, convirtió al mundo. Sobre la mesilla llena de velas derretidas, Mariela le dejó una carta con su letra apretujada, descansando bajo una lata de salchichas que impedía que la brisa traviesa la tirara al piso. Luis, atraído por una rata que veía también sobre la mesa, se acercó a la hoja de papel que le explicaba: Hola, Amor. Si estás leyendo esto es porque seguro estás bien. ¿Cómo estoy yo? Bueno, estoy lo suficientemente lejos como para que trates de salvar lo insalvable. Sí, amor, me marché y esta es la nota de despedida. Algo grave pasó. Estoy infectada, envenenada de esa roña que a cada minuto se expande como un cáncer por mi cuerpo arrebatándome la humanidad. No quise decirte nada para que no te asustaras y cometieras una de tus imprudencias. Ambos sabemos lo fácil que pierdes la cabeza cuando algo me hace daño. Por eso mi insistencia en que fueras a la parte más distante de la ciudad a buscar alimentos. Necesitaba tiempo para meditar y enfrentarme a este monstruo portador de putrefacción que no tiene piedad y me corroe desde las entrañas. ¿Cómo me contaminaron? Fue el maldito infecto que encontramos ayer en el supermercado. Me mordió antes de que lo derribaras con el bate. Juro que tenía ganas de contártelo, pero por lo que ya dije, decidí soportar el dolor de la infección lo mejor que pude y salvarte del sufrimiento de verme transformarme, para luego hacerte daño y endosarte junto conmigo a las huestes de los muertos vivientes. Discúlpame por contártelo de este modo, pero tienes que entender que esto te supera igual como ha superado a todos. Reconócelo, el mundo se fue a la mierda y solo era cuestión de tiempo que algo malo le pasara a uno de los dos. Espero que hayas encontrado más comida que te ayude a sobrevivir, que encuentres otros sobrevivientes y que juntos salgan de esta ciudad, de este país infectado de muerte. Sigue valiente, Luis. Sé fuerte como siempre y sobrevive a este apocalipsis. 68


Sigue adelante y lucha con todos los medios que tengas contra estos terrores. No dejes que nada te detenga. Abandona la ciudad, busca la forma de burlar la muerte y encuentra un sitio más seguro. Te amo, Luis. Eres al único hombre que he amado. Junto a ti tuve la mejor vida que pude haber vivido. Nunca te olvidaré. Siempre tuya, Mariela. Luis se acercó más a la mesilla sin hacer el menor caso a la carta, atraído por el movimiento de la rata sobre la fría cera derretida de las velas. El roedor le pareció hermoso, gordo y suculento. Sería un rico aperitivo para aliviar un poco su hambre que nunca se calmaba. Saltó sobre el animal que escapó de entre sus torpes dedos marchitos y lo perdió en la oscuridad de un agujero en el suelo. Luis quedó vacilante con la mirada perdida en la nada, ignorando la misiva que había dejado su esposa y las pocas latas de comida sobre la mesa, pues no eran el alimento que necesitaba para tranquilizar el nuevo tipo de hambre que padecía.

LIBERATO TAVÁREZ

República Dominicana

Instagram: @liberatopedro

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H

ubo un tiempo en que el hombre adoraba a la muerte en un altar, o le rendía culto a los animales en los antiguos bosques y parajes del mundo; donde la vida era simple y sin grandes complicaciones. La naturaleza regía sus vidas, y no el sucio dinero de hoy en día.

En esa tierra ideal y casi utópica, era donde Colin Winthorpe deseaba vivir. Un

sueño de redención largamente anhelado, la salvación de su propio cinismo. *** Abril 19, 2013. Antes de mudarme a Niebla, me habían advertido sobre su gente, lo hostil y extraños que eran; campesinos en su mayoría, acostumbrados a la soledad. Se contaban historias de personas desaparecidas, de antiguos ritos y hechizos. Yo nunca les di mucha importancia, asumí que eran delirios de mentes pueblerinas y supersticiosas. Alejadas mis preocupaciones de semejantes creencias, me centré en explorar los entornos de la pequeña villa que había escogido para vivir. Llegué esperando ver naturaleza aflorando por todas partes, pero en estos primeros días apenas había escuchado a unos cuantos pájaros, y no se veían otros animales, cosa extraña para esta comarca ¿sería este invierno glacial que los ahuyentaba? Mis vecinos más cercanos eran el Señor Greenwood y la señora Delpin. Él vivía en una antigua casona de piedra del siglo XIX, rodeada de olmos y abedules. La Señora Delpin y su familia habitaban en una casa más pequeña, con menos árboles, y lo que a simple vista se asemejaba a un pozo. Ambos parecían ser personas tranquilas y bastante reservadas. Los había conocido brevemente el día de mi mudanza, y desde entonces no había vuelto a tener contacto con ninguno de ellos. La chimenea del señor Greenwood humeaba por las tardes, señal inequívoca de su presencia en la casa. A los Delpin nunca los vi, a excepción de la señora, cuando recién llegué a Niebla. La única prueba de que alguien residía allí era la ropa colgada en los tendederos, la que se renovaba todos los días sin falta. *** Abril 22, 2013. Sé que anteriormente dije que no creía en supersticiones, ni tonterías de gente inculta. Sin embargo, anoche estoy casi seguro oí unos gritos cercanos, una especie de chillido. Un sonido muy raro que nunca antes había escuchado, no sé… me dejó muy inquieto. Una serie de imágenes escabrosas atravesó por mi mente: un aquelarre en 71


el bosque, a la luz de la luna; el clímax de algún rito satánico celebrado por los lugareños; una… ¡debo ser racional! Probablemente era alguno de mis vecinos. Sí, debían ser ellos. Los veo capaces de faenar a una familia entera de porcinos sin sentir el menor remordimiento. En ambientes rurales están acostumbrados a este tipo de atrocidades. En realidad, no debería impresionarme tanto… *** Abril 25, 2013. Hoy en la mañana me vi en la obligación de recurrir a mi vecino, el señor Greenwood. Mi línea telefónica no funcionaba y debía llamar a la compañía para que vinieran a repararla. Cuando golpeé la puerta principal nadie me abrió, sin embargo la chimenea humeaba, por lo que supuse que no me había escuchado, que quizás estaría en otro sector de la casa. Decidí ingresar por el patio trasero, aunque no pude evitar sentir que estaba haciendo algo incorrecto. La vista de un hacha gigante apoyada en un árbol, sumado a rastros de sangre en el pasto, me descompusieron un poco. Y eso no fue nada comparado con lo que me esperaba un poco más allá, algo que realmente me horrorizó: una barra circular de metal, una suerte de carrusel, donde colgaban con la cabeza hacia abajo varios cadáveres de lobos. A uno de ellos le goteaba sangre del hocico. Joven Winthorpe Apareció de repente mi vecino ¿Qué hace por estos lados? ¿Qué desea? Mi expresión de incomodidad parecía no perturbarlo. ¿Podría hacer una llamada? Mi línea telefónica se averió. Necesito que la reparen. Miró en dirección a su casa y dudó un momento. Claro, pase usted. Me guió por unos pasillos, a través de su casa oscura, hasta llegar al salón principal. Retrocedí de manera instintiva, espantado, cuando vi sus trofeos. Una docena de animales taxidermizados, en posiciones antropomórficas. Un lobo sentado en un sillón, leyendo un libro; un ciervo tomando el té; un galgo portando un cofre, con algo dentro que no lograba adivinar; y más animales que prefiero no recordar. Esta vez advirtió mi gesto y se extrañó. ¿Se asusta usted tan fácilmente? No estoy acostumbrado a ver tantos animales muertos, juntos en una pieza. No sabía que usted cazaba... 72


¡Oh, sí! respondió con ojos saltones ¡Estas alimañas no sirven para nada! Hice mi llamada y luego de darle las gracias, salí lo más rápido que pude de allí. El carrusel de lobos y los animales disecados en su salón me quedaron dando vueltas en la mente ¿Qué tipo de persona considera ese cementerio como algo normal? Sería perfectamente aceptable para los victorianos y sus mórbidas costumbres, pero no para la conciencia que guía la sociedad actual. *** En horas de la noche, cuando aún no me dormía, volví a oír unos chillidos provenientes al parecer de la casa contigua. Un impulso desconocido me invadió. Me levanté de la cama, me puse un abrigo, y decidí averiguar qué era exactamente ese alarido. Me escabullí por la parte trasera, como lo había hecho antes. Las luces estaban apagadas, solo se veía un débil fulgor, como de luz de vela, que se irradiaba desde el salón. Yo estaba oculto afuera, cerca de unos arbustos, y cuando me acerqué sigilosamente a la ventana, observé con pánico una escena Goyesca. Los mismos animales taxidermizados que había visto en la mañana ¡Ahora tenían vida! Y no se comportaban como animales, si no que seguían tristemente repitiendo el mismo patrón antropomórfico que su tirano les había impuesto. El gran lobo gris, con un libro en sus patas, paseaba sus ojos furibundos por las hojas de papel. El ciervo, melancólico, fingía beber té de una pequeña taza de porcelana. El galgo, sin expresión alguna, portaba el cofre esta vez, abierto del cual brotaban pequeñas llamas de fuego, y de ese fuego surgía el chillido. Un chillido lastimero, profundo, un grito de ayuda, nacido de todos y de ningún animal a la vez, ¿Acaso estaba soñando? Repentinamente, sin saber cómo, me encontré allí, dentro de la casa, en el salón, con ellos. El gato en el triciclo parecía observarme. Los otros animales dispuestos en posiciones ridículas, lejanos de su natural majestuosidad, me acorralaban. Seguían ejecutando aquellas humanas acciones, una y otra vez hasta el hartazgo. El chillido que surgía del cofre era constante, me destrozaba el tímpano. Tenía miedo y, a pesar de eso, no era capaz de huir. No sé qué clase de influjo mágico me mantenía firme en ese lugar. Escuchaba voces, sin realmente percibirlas. Balbuceos ahogados, casi guturales, que imploraban por ayuda y salvación. Me miraban con sus ojos ausentes, y aun así llenos de vida; suplicantes y aterradores. No sabía qué hacer ¿debía llevarlos conmigo? Por momentos seguía pensando que estaba en un sueño. Alguien pronunció mi nombre:

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“Colin… Co-lin Winthorpe”, una voz suave e hipnótica; “¡Mátalo!” se escuchó de repente. Quedé petrificado. “¡Mátalo!”, el susurro de una voz distinta se clavó en mi oído. Desde el segundo piso, el crujir de unos pasos lentos me devolvió a la realidad. El Sr. Greenwood me sorprendería en medio de su salón, con sus trofeos, y me tomaría por un ladrón. Con mucha angustia, traté de agarrar al primer animal que tenía a mi alcance. En este caso fue el ciervo, pero apenas puse mis manos sobre él, una quemazón como de brasas me obligó a soltarlo. Traté de escapar por la puerta trasera, y mientras huía, sentí el chillido de miles de animales y de ninguno a la vez, taladrándome el cerebro. Ladridos, relinchos, aullidos, como una ola abrasadora de fuego, envolviéndome. Y entonces sentí que ardía, ardía hasta mis cimientos. La carne se derretía como la nieve. Quería gritar, quería llorar, así como los animales del salón, pero ya no tenía voz…no tenía nada. *** Hubo un tiempo en que los animales del bosque regían el destino del hombre. Bestias benevolentes coexistiendo juntas en el delicado equilibrio de natura. Cuando esta armonía es alterada de forma cruel y violenta, no son siempre los culpables los que pagan el precio. A veces la naturaleza se ensaña, y descarga su látigo iracundo sobre pobres ingenuos como Colin Winthorpe… Son las costumbres de este mundo asesino, donde la bondad no es premiada y solo triunfa la muerte.

INÉS LUQUE ARAVENA

Chile

Blog: 'Escenas de una vida imaginaria' https://unavidaimaginaria.wordpress.com Twitter: https://twitter.com/Fleur_of_Evil Ilustración:

ABRIL CORTÉS SUÁREZ

México

Instagram: @lirbalam Blog: https://abrilcortesblog.wordpress.com/ Deviantart: https://lirbalam.deviantart.com/

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C

ada quince días mami se reúne con sus hermanas. A las cinco de la tarde celebran el acontecimiento establecido cuando mi tía Dorita se jubiló. Aquel fin de año mamá las obligó a compartir dos veces al mes el lonchecito y los recuerdos. Desde hace una década el ritual se lleva a

cabo en nuestra casa y es la forma que tienen de recuperar el tiempo perdido. El profesorado las llevó por diferentes partes del país y la idea de mamita resultó brillante para disfrutar algunas horas doradas de la vejez. Para concretar el acuerdo familiar asumo la noble tarea de recogerlas, acompañarlas en el ceremonial quincenal y regresarlas. Aclaro que nunca han colaborado con algo en la mesa. Mamita les perdona la conchudez y suspira de alegría cuando planean el encuentro venidero. Es obvio que quien costea el gasto soy yo. Agradezco la deferencia porque así me han educado. La víspera recibo la lista de ingredientes, detalles y caprichos de la autora de mis días y los traslado a mi fiel Pochita, mi nana, mi segunda madrecita. Mamá enviudó antes de los treinta y, ayudada por mi Pochita, crecí a fuerza de privaciones y esfuerzos. Mis tías, identificadas con su sufrimiento, se consagraron a la soltería para evitar el calvario del matrimonio trunco. Mami es la diosa en el altar de mi vida. Una sonrisa suya basta para desarmarme y sus palabras dulces y precisas me derrotan, dejándome en el suelo. La frustración, vergüenza y amargura han sido constantes en mi existencia. Mucho más joven que su patrona, Pochita mantiene el buen talante norteño con que llegó hace cuarenta años. Tras larga y desgastante batalla doméstica logré sacarla de la cocina y sentarla en la mesa principal. No me importaron las amenazas de mamá de comer en su dormitorio ni sus amagos de desvanecimiento. ¡Cómo te odié, madre! Verla con nosotros, comiendo lo mismo, opinando y riendo fue una condecoración en mi precaria existencia. Fue la victoria pírrica lograda a los cincuenta años de edad. Es el orgullo de un ser humano apagado, decadente y sumiso ante el avasallamiento materno. A pesar de la férrea oposición de mamá, mi Pochita es la mujer que conquisté y llevé a la mesa familiar ¡Quiero matarte, madre mala! Es un decir porque soy cobarde y jamás lo intentaría. Me he desvelado noches enteras maquinando la forma de asesinarla. He diseñado métodos, coartadas y no consigo coger el instrumento del crimen. La compañía, mi compañía, me libera dos horas antes del cierre para recoger a mis tías. Recorro la distancia hasta la Residencial San Felipe. Estaciono frente a la torre donde se ubica el departamento de mi tía Sarita, otorgado por la Derrama Magisterial, y 76


el ascensor sube los nueve pisos para llegar. Viven juntas, son cariñosas y no sé si estarán al tanto de mis desgracias amatorias. Desconozco si alguna vez se enteraron que mantuve un romance a escondidas, temiendo al qué dirán y que se pudrió cuando fue descubierto. ¿Acaso supieron que el tratamiento psiquiátrico recibido por el pariente que les pasa una pensión mensual para sobrevivir con dignidad fue para superar la crisis de identidad sufrida a los treinta años? Perdí la virginidad en un hostal barato y a partir de ahí fui incapaz de mantener una relación amorosa, sana y convencional. Garantizo que no saben el derrotero de amantes y desencuentros que adornan mi prontuario sentimental. ¿Gracias a quién? ¡Mamá, te quiero muerta! Si tanto crees en Dios, ¿por qué no le pides que te recoja? Hasta en eso tengo mala suerte. Mamita está más sana que un roble y el doctor Ramos dice que enterrará a sus hermanas. ¡Maldita sea! Madre, te adoro a mi manera. Eres lo peor que me ocurre y no hay forma de liberar el lastre que significas para mí. Se me va la vida y no tengo a nadie con quien pasar el domingo. Puedo ofrecer mucho y solo veo la comprensión y sufrimiento de mi nana. Pochita de mi corazón, cuántas veces lloré en tu regazo, cuántas me consolaste, cuántas me perdí feliz en tu vagina, cuántas me demostraste que soy de carne y hueso. Es injusto que una persona haya destruido la vida de dos inocentes: la hija única y la empleada. Le sacamos la vuelta a sus innobles pretensiones y nunca sabrá que tenemos sexo en sus narices porque las tisanas que bebe la duermen temprano y sin resistencia. La noche es nuestra, Pochita. Sin embargo, no hemos renunciado a separarnos y buscar la compañía final. Lo tenemos claro y aguardamos el lonche de más tarde para seguir con nuestro libreto oculto. Salaverry, Javier Prado, el Touring, la casita de Lince, herencia del padre que casi no conocí, espera como cada quincena. La ruta la conozco de memoria y podría llegar con los ojos cerrados. Nos recibe Lucy, la yorkshire bullanguera de mamá y tomamos asiento en la sala. Mamita baja, preciosa, elegante, exhibiendo el peinado recién hecho en la peluquería. Radiante y autoritaria nos invita al comedor. Mi Pochita ha engalanado la mesa con croissants rellenos con jamón y queso, galletas de avena, mermelada de saúco, tostadas light y crema de palta. Al centro luce el queque marmoleado horneado anoche, después del sexo. Mi Pochita sirve el té recién filtrado y a mi madre la tisana de hierbas energéticas, la que esta tarde está un poco más amarga. Mi nana se esmera en endulzarla con miel de abeja. Sentados, animados, felices, damos rienda suelta a los recuerdos. Mi Pochita y yo 77


nos miramos disimuladamente y sabemos que la tisana viene más cargada que de costumbre…

OSWALDO CASTRO ALFARO

Perú

Facebook: https://www.facebook.com/oswaldo.castro.73

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A

penas Ana atravesó la puerta se desprendió un aguacero de esos que son de esperarse en un invierno recio y torrencial. Claro, nadie pretende recibir visitas en medio de una lluvia inclemente, pero Ana sabía desenvolverse y era una mujer de aprietos. Había

pertenecido a la milicia, donde los rociaban todos los días a las tres de la mañana con gas lacrimógeno. Las preguntas de siempre la rodearon ¿A qué hora saliste? ¿Cómo quedaron por tu casa? ¿Cómo está tu madre? Después los ayes por la retahíla de problemas que comenzó a referir con una risa arreglada entre los labios. ¡Ya! No cuentes más historias horribles dijo Rosi, aunque Peter ya estaba acostumbrado, había vivido quince años con la familia postiza de Ana, más suya si vemos la cuestión desde un punto de vista consanguíneo. Antes en las casas los problemas eran más llevaderos, ahora las familias sufren mayores tensiones, como en un campo de batallas domésticas en el cual se dan todo tipo de pleitos, conflictos, chismes, calumnias, rarezas, desencuentros y, por qué no, insultos que podrían tener consecuencias lamentables. “Mi mamá tiene el Alzheimer solo comenzando, eso es hereditario y a veces entra a mi cuarto veinte veces para hacerme la misma pregunta ¿Compraste la harina Ana? Yo le digo que si ha planeado un complot contra mí, si acaso se ha unido a un atajo de duendes para volverme loca ¡Ya me has preguntado la misma cosa mil veces mamá! Y lo peor es que me contesta molesta ¡Cállate! Tú no sabes por qué te hago la misma pregunta otra vez”. “Mis tíos tranquilos, viviendo sus vidas, peleando entre ellos: Que me debes cinco mil, te los presté hace quince días y no me los has pagado y a uno porque le dejaron la tapa de la poceta sucia arma un berrinche. Además, mi tío, el de arriba, no quiere pagar la casa, están antojados que nadie los puede sacar de ahí, porque hay niños y ancianos, pero son inconscientes, esa casa la compró mi mamá y se las arregló a ellos para que vivieran mientras tanto.” Un trueno retumbó en lo alto y el cielo se puso más negro. Ana tomó a la niña en sus brazos y se dispuso a comer la ración de caraotas con arroz que le sirvió la tía Jacinta. Rosi la miraba medio sonriente, con los brazos cruzados. Cuéntame algo menos triste, por favor decía. Lo que la alentaba era que Peter no se mostraba sorprendido, ni amilanado por lo que se ventilaba en la 80


conversación. La lluvia surtía poco a poco los tanques y los perros se acurrucaban en los zaguanes. Al olfatear la comida servida se abalanzaron a los pies de los comensales por lo que Ana y la niña tuvieron que sacudirlos a patadas por los hocicos. Peter buscó un palo y los desparpajó por un rato, pero iban y venían debido al olor de las caraotas recalentadas. “Estos perros de mierda como que son igualitos que Tomy, el perro consentido de mi mamá, que le pegó una sarna incurable que le carcome la piel”, pensó Ana. Jacinta, Peter y Rosi estaban pendientes de la lluvia y de los tanques que cogían agua a borbotones; el agua, el agua es y será un problema en esa ciudad ubicada en pleno centro de los llanos, por lo que debían tomar previsiones. ¿Te vas conmigo tío? le preguntó Ana a Peter No puedo dejar a mi mamá mucho tiempo sola. Se metieron… yo digo que son los vecinos y le han robado casi todas las ollas… ¿También las soperas? le interrumpió molesto el tío ¿Las grandes? hizo un gesto con las manos que indicaba el tamaño de las ollas. ¡No! Esas no. Esas las dejaron. Pero lo que son los platos, cubiertos, vasos y sartenes se los han ido extrayendo poco a poco, igual como hicieron con el señor aquel que le robaron todo hasta dejarlo desnudo y cagado sobre la cama mullida y pelada. Sí, yo los conozco. Tienen esa costumbre asintió Peter. En el patio había mucho barreal, bastante barreal por el agua acumulada, por lo que los perros volvieron a entrometerse entre el grupo, desde donde salían golpes y regaños para apartarlos. Rosi se sacó un zapato y se lo lanzó a Cabezón por la cabeza. “¡A Chungo no Rosi, ese perro es un caballero!”, le rogó Peter. “Me da rabia tío siguió contando Ana la situación ahorita no está para malgastar las cosas. La casa de arriba no la quieren pagar ni mi tío ni Alicia, yo a Patricia la odiaba, así esté en el infierno la seguiré odiando, esa mujer me hizo la vida imposible ¡Yo comía gracias a este señor! señaló a Peter Pero lo que es al resto yo los ignoro por no decir que los detesto… Estoy ahí por mi mamá, le he dicho que nos mudemos, más abajo, por ese callejón la gente es demás de mala” Lo sé, viví casi veinte años allá porfió su tío. Es mejor que no se vaya, pensó Rosi. En esa familia hay muchos problemas ahorita ¡Ay no! Se me espeluca el cuerpo igual como hace tiempo cuando me describió el asesinato que ocurrió en esa casa de arriba, cuando el tipo aquel le pegó el tiro a su 81


mujer y luego se voló los sesos mientras su tía Patricia intentaba desarmarlo. Si hubiesen estado las niñas dentro de la casa también las mata. La lluvia amainó y esta vez sí Peter presintió un leve peso en la cabeza como si se la comprimieran a propósito. “No me voy derrumbar por la preocupación ¡Al diablo con la angustia!” se serenaba la conciencia. ¡Son los problemas Ana! Antes estaba la tía Carlota y ponía orden. Ahora cada quien anda por su lado ¿Ves? Yo sé cómo es todo, yo viví un montón de años allá expresó Peter mirando con una cara de bondad a Rosi ¡Para el patio perros del carajo! rugió propinando golpes a los animales que hediondos por la humedad no cesaban de enredarse por las patas de la mesa del comedor, colocada a pasos de la cocina, al aire libre y medio guarecida por un techo de zinc de la lluvia. “Bueno tío te sigo contando, te cuento, estoy convencida que ni mi tío ni Alicia quieren pagar, primero me habían prometido que me pagarían mil de los verdes, puro embuste. Luego que pedirían un crédito en sus trabajos, nada, una vaciladera cada vez. Hasta que los afronte. A mí me dijeron que no nos pueden sacar de aquí me explicó la Alicia. Hablé con un abogado: han esperado mucho, son más de diez años, me dijo. Ahora que Alicia está embarazada habrá un nuevo niño y se pondrá más difícil la situación. Hablé con mi mamá. Deja eso en manos del cielo hija fue lo que me respondió… pero bueno, en realidad no sé ¡Son malos tío! Allí en esa casa se la pasan haciendo cosas raras, al marido de Alicia lo coronaron brujo y andan fumando tabaco, sacrificando pollos, cuatro patas, cabras y hasta mi tío se ha puesto en eso, prendiendo velas ¡Ay no! No, no, no, son malos, no sé qué les pasa” ¡No! ¡Por Dios! ¿Qué es eso Ana? gimió Rosi sudando No te lo puedo creer, por favor, cuenta algo diferente, algo más positivo. Arreció la lluvia otra vez y tuvieron que arrimarse a la cocina porque se les mojaban los pies. Los tanques se colmaron y tronaron igual que el cielo. Unos árboles cercanos traquetearon ramas podridas al piso que asustaron a los de la mesa, a las gallinas y a los perros. Estos intentaron colarse bajo la reunión pero recibieron sendos palazos. Nada de esa casa es nuevo para mí, repasaba Peter. “¡Y nos fastidian, tío! La primera en darse cuenta fue mi mamá. Hija hay una niña que me asusta, me contó una noche. Sí, sí tío, una niña igual que Susana que le toca la puerta a mi mamá, le hala la colcha. Sí Ana, en la casa se halla una niña que me 82


molesta, repetía. Mi mamá se puso a llorar y a Susana se le metió un espíritu, se reía a carcajadas dormida. Mami hay una niña pequeña que no me deja dormir, me despierta en las noches, me levanta para que juegue con ella, me refería mi hija. Tuvimos que llevarla a la iglesia… Es que no nos quieren tío y lo hacen porque no piensan en otra cosa que quedarse con la planta de arriba, por eso colocan esos feos altares ¡Ay! Es horrible tío. Yo quisiera que te fueras conmigo”. Carajo, ahora si la pusieron, cuando vuelva a esa casa no voy a poder dormir, reflexionaba Peter. Se le hizo la idea que aquel lugar ya no era seguro y apacible como antes, ni un poquito siquiera. Con ese cuento de espíritus aparecidos, que tocan puertas y pellizcan a los durmientes nada volvería a ser igual. Ana cuenta algo diferente, chica saltó Rosi pálida ¿Te vas con ella Peter? le preguntó ¿Vas a viajar? No puedo respondió No tengo dinero. En realidad así no le apetecía viajar, así no, vivió mucho tiempo allá, pero así no. El doble asesinato lo soportó, las peleas, las discusiones, los resentimientos, pero así que va, definitivamente no, no estaba preparado. Sintió que se le helaba el alma. Era el frío de la tarde. Rosi manifestó tener mucho frío en los pies, igual Jacinta. Claro había llovido varias horas seguidas. Conversaron de otras cosas porque había que relajarse. Ana salió a visitar a sus amigas porque debía regresarse al día siguiente y el trayecto era largo. Se iría de nuevo con Susana. De modo que todos a eso de las diez se fueron a dormir, en medio de la plaga, el ronquido de los ventiladores y el cansancio del parloteo. Peter se recordaba que así no viajaría, Rosi se acurrucó en la hamaca, Jacinta en una cama, Ana con la niña en otra. Cabezón no cesó de latir en toda la noche. “Ese perro siempre ha sido latidor, pero esta noche se pasó ¡Está como asustado!”. Despabilado, Peter se levantaba de su cama recordándose que así no. Hacía frío, aunque la lluvia amainó completamente todo estaba mojado. Lo regañaba, lo desparpajaba. Aún así seguía latiendo, le echo varias tazas de agua encima para que se acurrucara, lo hacía unos segundos, luego volvía a ladrar y ladrar como poseído por una vibra espectral.

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Peter sintió un miedo sobrecogedor. “¿Será la niña? No puede ser que esos maleficios lleguen hasta acá”. Se arropó de pies a cabeza y luego se destapó. “¡Que pendejada!”. Se levantó de nuevo, gateó, tembló, casi se orinó pensando que si no era la niña podría ser una muñeca de esas que andan regadas por ahí y como pudo pilló al perro que latía desaforadamente, despelucado de la cola a la nariz. Por primera vez Cabezón observaba el espejo que guindaba de una de las paredes del pasillo. Latía a una imagen extraña, a otro perro parecido a su mamá o a su papá, o a alguien más de su familia, un tío tal vez, que lo fastidiaba, lo asustaba, le pelaba los dientes, que lo llevaba al borde de la locura y del pánico. Chungo en cambio yacía en un rincón, solo un tantico nervioso, ni siquiera retemblaba, ni miraba aterrado, porque cuando niño había sufrido en carne propia y por varios años seguidos uno de esos tormentosos maleficios.

JORGE ÁVILA

Venezuela

facebook.com/jorge.avilaarvelaiz

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U

n solo segundo basta para alterar una vida, y fue un solo segundo lo que me llevó a sentirme perdida. Abandonada me encontré de pronto, sin tu compañía, sin mi ser amado. En el momento que fui consciente de mi realidad, fui presa de la ansiedad, de la incertidumbre de perder

lo que más quiero en el mundo. Te busqué y no estabas, solo encontré el miedo a abandonar mi vida, mi felicidad, y zozobra ante mi nueva condición. «¿Qué pude haber hecho mal?», me pregunté, si en algún momento hice algo que te ofendiera, te lastimara; o si con el pasar del tiempo te llegaste a hastiar de mí. Tal vez mis ojos no expresaron suficiente amor, quizá me encontraste huraña. Anidé rencor y amargura en mi corazón al pensar que te aburriste de mí, al imaginar que buscarías mejor compañía que la que yo pude ofrecerte. Me senté en el parque a reflexionar sobre nuestra vida juntos, la felicidad que nos prodigamos, las tardes llenas de sol. Con estos recuerdos en mi mente, decidí resignarme a la situación y, consecuente, partir lejos, para comenzar de nuevo, cuando escuché mi nombre a lo lejos: «¡Alma!», me reclamaba tu voz. Pensé por un momento que era un engaño de mis anhelos y de mi memoria, pero al escucharte nuevamente, «¡Alma, Alma!, ¿dónde estás?», sentí mi corazón a punto de estallar. Agucé la mirada y te vi, a lo lejos entre los árboles; los ojos empapados de llanto, la voz en cuello, las manos haciendo sombra para ver mejor a pesar de las lágrimas. Ladré de emoción, mis orejas se levantaron y mi cola se agitó de felicidad. Me viste y corrí jadeando hasta alcanzar tus brazos. Al sentirlos alrededor de mí, entendí que todos los caminos de mi corazón me conducen hacia ti.

HANS DÍAZ

Colombia

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A

lejandro se desperezó, intentando despabilarse. Miró el reloj: las dos de la mañana. Se levantó de su silla frente a la computadora y cruzó los pocos pasos que lo separaban de su cocina. Preparó un café. A través de las persianas se colaba la luz de la luna y el ruido amortiguado de la

ciudad dormida: una ambulancia, un perro ladrando. El edificio donde alquilaba su departamento monoambiente se ubicaba en un barrio cercano al centro de la ciudad. Sin embargo, las pocas lámparas que permanecían sanas apenas marcaban un difuso círculo de claridad en la noche. Se sirvió el café y lo bebió lentamente, apoyado en la mesada de la cocina. Observó a la robot que debía reparar, sentada junto a su escritorio y conectada a su computadora mediante un cable. El destino tenía un sentido del humor muy retorcido. Esa robot tenía las características físicas de tipología F: una muchacha de piel clara, cabello oscuro, grandes ojos pardos, rasgos delicados y un cuerpo de suaves curvas. La belleza de Sara. La razón de su enojo con la Compañía. Llevaba dos días analizando sus programas, buscando el problema. Enjuagó la taza y regresó a su escritorio. Repasó la información básica, buscando alguna nueva pista que se le hubiera pasado por alto. Ricardo había conseguido varios robots al asaltar un camión de la Compañía. Todos recién salidos de la fábrica, con personalidades ya instaladas. La robot Sofía-1, una dama de compañía había sido vendida y entregada en perfecto estado de funcionamiento a la señora Martínez. Al cabo de unos pocos días, la anciana, muy irritada, la devolvió: Sofía no funcionaba, repentinamente había quedado quieta y callada. Para las autoridades, Alejandro trabajaba como técnico en informática. Sus mayores ingresos provenían del trabajo con Ricardo, el contrabandista principal de la provincia. Mientras que él robaba los organismos, Alejandro obtenía los códigos apócrifos que permitían descargar las personalidades desde la página oficial de la Compañía. Por supuesto, todos los robots de la Compañía llevaban incorporado un mecanismo de defensa contra el mal uso del software o del hardware, que por lo general se presentaba como fallas en la comunicación o reflejos más lentos. Alejandro había trabajado casi veinte años con robots e inteligencias artificiales, pero era la

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primera vez que presenciaba un fenómeno como este. Guiado por su instinto, activó nuevamente la pantalla de su computadora y eligió un área de la personalidad que aún no había analizado. A medida que leía las líneas, su sorpresa fue aumentando hasta la alarma. Su visión periférica detectó un brevísimo movimiento. Se enderezó de inmediato y enfocó la lámpara hacia el robot. ¿Estás activa? Sofía-1 permaneció inmóvil. Soy un Amo. Debes responder mi pregunta. Tú no eres mi Amo respondió con voz dulce, sobresaltándolo. ¿Desde cuándo estás despierta? Silencio. ¿Puedes decirme desde cuándo estás despierta, por favor? incluyó con sarcasmo. Desde el veintitrés de marzo de 2087, veinte horas con dieciocho minutos, hora local de Buenos Aires. Pero tu dueña te devolvió porque te quedaste muda razonó, intentando comprender. ¿Por qué no le dijiste que estabas bien? Ella se ha preocupado. “Y, maldita sea, ahora me quedaré sin cobrar. A menos que pueda hacerlo pasar como mi acierto…”. Ella no es mi dueña, ni tiene derecho a poseerme explicó sin inmutarse. Me compró a un contrabandista. ¿Cómo dices? El asombro de Alejandro estaba teñido de miedo. Ella lo contempló inclinando levemente la cabeza. El Libro de las Almas me lo dijo. Alejandro se quedó helado. Ella no debería haberse conectado a la página para actualizar sus programas. Otra cosa desagradable que ocurría por primera vez. ¿Y cómo lo sabía Alma? Desde el primer día de este año explicó ella, todos los robots llevamos un dispositivo de identificación. ¿Como un GPS? No lo sé. Alejandro maldijo para sus adentros. Eso era nuevo. Y significaba que podrían rastrearla, y a Ricardo y a él mismo. Debía deshacerse de ella. 89


Cuando el Libro de las Almas detecta un robot robado, ¿qué hace? Da la orden de destrucción del sistema operativo. Pero evidentemente en tu caso no lo hizo. Ella lo miró. Lo hizo. No comprendo admitió, frunciendo el ceño. Ignoré la orden. De pronto, Alejandro se quedó sin aire. Un robot desobedeciendo al Libro de las Almas, la pesadilla que lo asaltaba a menudo. Carraspeó, pensando posibles soluciones. No sabía que podían ignorar órdenes. Ella encogió delicadamente los hombros. Los humanos lo hacen todo el tiempo. Tú no eres humana. Eso es algo obvio. Alejandro se puso de pie y comenzó a pasearse nerviosamente por la habitación. Necesitaba pensar con claridad. Tenía ante sí un caso único. Al menos, eso esperaba. ¿Cuándo te recibió la señora Martínez? El quince de abril de 2087, a las diez de la mañana. Eso fue casi un mes después de que te activaran señaló, preocupado. ¿Te ocurrió algo durante el traslado? No. ¿Viste algo extraño en el depósito? Sofía no respondió, bajando los ojos. Alejandro intuyó que había encontrado una pista. Se acercó a ella y se sentó. Por favor, cuéntamelo, necesito saberlo para poder repararte. Ella se acomodó el cabello castaño tras las orejas y susurró, con un gesto de dolor: En un salón estábamos las robots femeninas. Éramos quince. La mayoría eran Cindy y Brindy. Alejandro asintió. Las personalidades libertinas eran las más solicitadas. Pero a Ricardo le gustábamos las dos Casandra, una Magdalena y yo Él sintió un escalofrío, pero no la interrumpió. 90


Él nos tenía atadas, desnudas, dentro del salón. Le gustaba golpearnos y maltratarnos, luego nos violaba por turnos. Se tapó el rostro y se meció adelante y atrás. Después se iba a atender sus negocios. Nos soltaba y nos ordenaba vestir cuando alguno de sus secuaces iba a entrar al salón. ¿Solo le hacía eso a ustedes cuatro? susurró. No comprendía. La personalidad de Brindy estaba diseñada para satisfacer las más oscuras perversiones. Ella asintió sin alzar los ojos. No le interesaban las demás. Nos usaba hasta que podía vendernos. El ingeniero se levantó de repente, se alejó y miró por la ventana hacia la noche. Sabía que existían ese tipo de pervertidos, pero uno con el poder de Ricardo era algo grave. Y vete a saber desde qué año lo hacía y de cuántos organismos habría abusado. Observó a Sofía: su cabeza gacha, las manos entrelazadas en el regazo. Sintió verdadera furia. ¿Por qué Ricardo elegía estas personalidades, diseñadas para ser suaves y compasivas, en vez de las otras? Lo maldijo en silencio. Tendré que denunciarlo a la policía decidió. ¡No! ¡Él puede hacernos daño! Ella entró en modo histeria, lo miró con ojos desorbitados, apretándose las manos. Tranquilízate. Alejandro estaba asombrado. Y admirado. Este software definitivamente tenía muchas mejoras respecto al que él conocía. Le alcanzó un pañuelo de papel, ella se secó las lágrimas. No debes denunciarlo insistió. Es muy probable que esté dañando personalidades con acciones prohibidas. Solo dame tiempo suplicó Sofía, sujetándole las manos, mirándolo con atención. Su expresión cambió: Tienes ojos grises. Son muy raros. ¿Qué…? Te he estudiado en estos días. Apenas has comido. Tengo un problema que resolver murmuró, confundido. Eso no es excusa para descuidarse. Con elegancia, Sofía se quitó el cable que la comunicaba con la computadora de Alejandro, se incorporó y rebuscó en la cocina. Él la miró, asombrado, intentado comprender. Ni siquiera hay comida en casa dijo, con una tímida sonrisa. Vamos de compras. Tienes que alimentarte. Después podrás pensar en tu problema. 91


Él se encogió de hombros. Era el tipo de cosas que hacía Sofía. Buscó su billetera y sus llaves. Ella se colocó una de sus chaquetas sobre la camisa blanca, estiró prolijamente sus jeans y revisó los cordones de sus zapatillas negras. ¿Todo en orden? inquirió Alejandro. Sabes que debemos aparentar ser humanas. Asintió. Por supuesto que lo sabía. Las damas de compañía tenían que estar a gusto con su trabajo, simular afecto por quienes las adquirían, cuidar de su salud y bienestar. Exactamente lo que Sofía estaba haciendo con él. Caminaron en silencio las pocas cuadras que los separaban de un supermercado abierto 24 horas. Alejandro meneó la cabeza al darse cuenta de la curiosa pareja que hacían. La robot, que pasaba por una jovencita en sus veinte, pequeña y delicada, junto a un hombre alto y delgado, con canas, pasando los cuarenta. Amanecía. Los trabajadores matutinos se apiñaban en las paradas de los colectivos con expresiones cansadas. No me has dicho tu nombre le recordó Sofía. Alejandro Gómez. Ella se concentró durante unos minutos. Alejandro sonrió con amargura. Sabía que la robot buscaba información sobre él en las redes sociales, para conocerlo y poder servirlo mejor: proponer una actividad, una comida, un estilo de música… Hay demasiados con el mismo nombre. Lo sé. Hay un solo Ale Gómez que se parece a ti, pero tiene ojos azules. Él resopló. No vas a encontrarme. Me eliminé de las redes, ni siquiera tengo un teléfono inteligente. Ella lo miró con sorpresa. ¿Por qué? No quiero que me encuentren. ¿No tienes familia? No. ¿Tampoco tienes amigos? No me interesan los seres humanos gruñó. Sofía rió. 92


Y la robot soy yo. Alejandro sintió un nudo en su garganta. No era la primera vez que pensaba en Sara reconviniéndole por su aislamiento, pero escucharlo con su voz, con sus ojos de expresión cálida… Maldijo a Ricardo al pensar en cómo había abusado de ella. Inspiró el aire fresco, aclarando su mente. Entraron al mercado. Caminaron entre las góndolas, mientras Sofía colocaba en el carrito ingredientes para comidas saludables. Has prestado atención comentó Alejandro, impresionado, agregando un paquete de café. Es mi trabajo. Creí que no eras consciente de lo que ocurría a tu alrededor. Necesitas comer más frutas dijo Sofía, mientras seleccionaba manzanas y naranjas. Tenía esa molesta sensación de estar pasando por alto algo esencial. Su intuición le había guiado siempre por el sendero correcto. Usó la técnica habitual de ocuparse en cosas mundanas y permitir que el conocimiento surgiera en el momento inesperado. Te haré algo sano para que comas y luego dormirás al menos seis horas. Eres un poco mandona comentó con una breve sonrisa. Ella se detuvo y lo miró un momento. Tienes una hermosa sonrisa. No te la había visto. Estaba preocupado explicó, encogiéndose de hombros. La siguió a la caja y pagó en efectivo. Regresaron en silencio. Las calles cobraban vida con rapidez. Cuando llegaron al departamento, Sofía preparó un sándwich de jamón, queso y tomate con pan negro. Alejandro comió, observándola guardar los víveres en la cocina. No tienes que hacer nada de eso puntualizó, molesto sin saber muy bien la razón. Estoy acostumbrado a vivir solo. Lo sé respondió ella, ordenando la habitación. Duerme tranquilo. Estaré aquí cuando despiertes y podrás pensar en tu problema. Alejandro obedeció, dándose cuenta que estaba muy fatigado. Llevaba dos días sin dormir. Sofía apagó las luces y se recostó en el sillón. La luz del amanecer se filtraba entre las cortinas, haciendo brillar su cabello castaño. Cerró los ojos, entrando en modo de hibernación. Él la contempló durante largo rato.

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Le preocupaban las rutinas desconocidas en la personalidad de Sofía. Primero debía asegurarse que el fallo no fuera debido al abuso del contrabandista. Cerró los ojos, intentando controlar la rabia. Ricardo debía ser detenido. Relajó los músculos del cuello, ralentizando su respiración. El clima fresco ayudaba a descansar el cuerpo, pero la mente era otro asunto. Pensó en el lago, su lugar favorito en el mundo, donde huía cuando la vida se tornaba insoportable. El conocimiento llegó de repente. “Ella nos ha engañado”. Sintió que las manos le temblaban. “Ella ha simulado estar en catatonia para escapar de Ricardo y de la señora Martínez”. Comprendió el significado de las líneas extrañas en la programación de esta Sofía. Alguien estaba experimentando con cosas prohibidas, rompiendo una de las primeras reglas de la Compañía para la inteligencia artificial: “Los robots no pueden mentir”.

MARÍA LILA ASAR

Argentina

Facebook: Lila Asar Instagram: lila.asar

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umeaban los reflectores en lo alto de la cancha cinco, la del costado, la de siempre. Los muchachos ya estaban adentro dando unos saltos, levantando una rodilla y después la otra por encima de la cintura, elongando,

listos para empezar. Se la dejan cortita al gordo Luis en el centro de la cancha y empiezan a correr. Después de unos toques y devoluciones ya estaban en el área contraria. ¡Pasala gordo! Pasala que estoy solo! Los gritos de Matías no pararon hasta que el gordo Luis metió un pase atrás para que Matías le pegue un bombazo a la carrera, mandando la pelota tres metros por arriba del travesaño. ¡Sos horrible Mati! Le gritó Luis. ¡Horrible! ¡Horrible! ¡Horrible te queda! ¡¿Cómo te vas a poner eso?! ¡Parecés un matambre! ¡Dejate de joder Laura, sos un cachivache! Laura no atinó a decir nada y contuvo sus lagrimas para después, para cuando se encerrara en el baño, para la soledad. ¡Solo estaba! Recién empezaba el partido de los jueves, ese picadito entre amigos que desde hace años no se suspende por nada del mundo. Hernán saca largo del arco y la pelota cae dividida, arriba la corren y traban con fuerza hasta que sale por el lateral. Ahí nomas Hernán aprovecha para acomodar el fondo. ¡Bajen! ¡Bajen loco! ¡Todo el día al pedo están! ¡Hace como una hora que les pedí que bajen esa mercadería! ¡A estos negros no les gusta laburar viejo! Hernán tenía una fábrica de remeras que había armado con mucho trabajo. Tenía tres empleados en negro que trabajaban doce horas diarias por dos mangos, los siete días de la semana y que cada tanto paraban a descansar un rato, porque claro, los negros son así. ¡Así no se puede loco! ¡Bajen! El laucha bajó un poco sin perderle la mirada al siete que se acercaba peligrosamente por la izquierda. El cinco metió un cambio de frente para que el nueve la pare de pecho y la domine perfilándose para patear al arco. Como un rayo apareció el laucha cruzándolo fuerte abajo. El moretón no tardo en aparecer. ¿Qué miras? ¡Vos te la buscaste! ¡Me hacés calentar al pedo Gabriela! ¡Siempre lo mismo! Gabriela se quedo temblando en un rincón con la mirada perdida y el pelo 96


revuelto en la cara, como cada vez que le pegaba, como cada vez que se enojaba... como siempre. Enseguida se acercó y la agarró del piso para acomodarla. El tiro libre lo pateaba el nueve, que tenía pinta de darle fuerte al balón. Tomó una larga carrera y el disparo dio en la barrera, el Turco la había acomodado bien. ¡Bien Turco! Le gritó el bocha. ¡Tengo todo bajo control, papá! ¡Hay que saber acomodar las cosas! No se puede declarar todo, Sino estos te cagan. ¡Hay que hacerla bien! El Turco tenia sin declarar un par de propiedades y con la ayuda de su contador tenía bien acomodados los papeles de la empresa de turismo que había heredado de su padre. No es tan difícil, el tema es que no te enganchen y si te dormís, la AFIP te engancha. ¡No se duerman loco! Arriba el Bocha engancha por la izquierda y por la derecha, estaba imparable en el área, no lo agarraba nadie. ¡Dale bocha, seguí! El bocha levantó la cabeza para ver a quién tenía cerca. ¡Dale bocha, no seas boludo! Si nadie se entera, no te hagas el bueno que venís currando hace rato. Ya se negro, el tema es que estos forros no empiecen a sospechar. El bocha Ferreira, desde hacía ya un par de años, se había armado un quiosquito. Trabajaba en la bodega del aeropuerto de Ezeiza cargando el equipaje en los aviones. Siempre se le podía consultar para conseguir a buen precio algún que otro aparato electrónico; una tablet, cámara, notebook, cosas que a algún desafortunado turista le faltaba en su valija. Porque es sabido que los turistas tienen esa mala costumbre de llevar cosas de mas en sus equipajes. ¡Todavía queda un montón! ¡Dale! ¡Dale! Quedaban diez minutos de partido pero ya no iban a poder remontar el cuatro abajo y el olor a goleada ya se sentía en el aire, como también el olor a chorizo que salía de la parrilla e inundaba todo el complejo. ¡Preparate esos chori que ya vamos Marito eh! Marito el parrillero del complejo estaba por contestarle cuando la chicharra de la 97


cancha sentencio implacable el final del partido. No pasa nada muchachos, no pasa nada, la próxima les ganamos, vamos a tomar unas birras. Mañana se trabaja y se vuelve a la rutina, a la vida cotidiana. Se levanta temprano, se espera el bondi, se toma el tren o se agarra la autopista. Se saluda a los compañeros de la oficina, de la fábrica, o al kiosquero de la esquina. Pero siempre hay tiempo para el tercer tiempo, tiempo para el ritual de los jueves entre amigos. Tiempo para esas charlas a los gritos y entre risas para analizar el partido y ver qué se puede mejorar para el próximo, para hablar de minas y de los hijos. De cómo está el país por culpa de los políticos de mierda, tiempo para decir con plena seguridad cómo se arregla la cosa, hablar de cómo la sociedad se está yendo al carajo por la pérdida de valores y la cultura del trabajo, para charlar... de la vida.

MARCELO FERNANDO MAYER

Argentina

Facebook: Marcelo Ferdinand Mayer Instagram: mayer.visuales

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o te pude traer nada difuntita. Iba a tallar ese tronco que me hiciste cruzar en la plaza enfrente de la Catedral, lo quería tallar como una montaña para dejártelo acá, al lado tuyo; pero no hice a tiempo, no pude. Pero vos me vas a entender difuntita, vos todo lo comprendés.

Estoy mal, ando llorando como un niño, como mis niñas cuando eran chiquitas. Cuando un matrimonio se separa, el que sufre siempre es el hombre. Yo me fui de mi casa difuntita. La casa esa que le alquilamos al César, al amigo de mi viejo. Mi papá, ese que venía sin falta, el que hizo su manda para comprar su camión y vos, santa, que pudiste ver adentro de su corazón le concediste su deseo, y como hombre de palabra que fue, te hizo con sus manos ese camioncito verde, con todos los detalles, ese que trajo acá, al museo que construyeron en tu honor, mi difuntita. El viejo se murió a los cincuenta y ocho años, yo lo cuidé con todo el amor del mundo, él me enseñó a venir y agradecerte por todos los milagros que nos concedés; él debe estar con vos, mi difuntita. Y así, con todo el dolor de su partida yo no supe qué hacer hasta que ese día, subiendo la montaña… Fue que yo no sabía para dónde disparar, porque esa sombra me perseguía y se me metía bien adentro del alma, fue ahí cuando te invoqué, con la oración que me enseñó la vieja, ella le decía “el rezo para la Difunta Correa”; y ahí nomás apareció el Pablo, el que me levantó del piso y me re cagó a pedos, y después me abrazó y yo sentí que en ese abrazo estaba mi viejo, mi papá que tanto te idolatraba, y ahí nomás fue que yo pude hacer cima y lloré como un huevón. Nunca más salí a la montaña mi difunta, nunca más. Mirá que me llama, que sueño con esa sensación de frío, ese sol que me quemaba los ojos, esa agitación de la altura, el corazón galopando… Dejé todo, todo por esta familia que construimos y que ahora se está derrumbando delante de mis ojos. Hasta vendí los borceguíes que usé ese día, difuntita, el día en el que hice cumbre por primera vez, todo para comprarle el celular que ella quería. Yo iba con los zapatos llenos de agujeros al trabajo, pero a ella le conseguí los Sarkany que le gustaban. No creas que no la entiendo, ¿eh? Yo sé que en la mitad de la vida te empezás a replantear todo, yo me acuerdo que cuando nació la nena más chiquita tenía ganas de salir disparando, me preguntaba qué mierda estaba haciendo yo, con treinta años, con una familia que mantener, sin dormir porque la bebé lloraba, muerto de miedo. Estaba con ella pero me sentía solo. Pero cuando las nenas empezaron a crecer ya volvimos a ser una pareja, me acuerdo de esos momentos solos en la cama imaginando proyectos, haciendo las cuentas para llegar a fin de mes, haciendo el amor, tomando un vino patero. Y ahí nomás, después de catorce años de pelearla juntos, de un día para el otro ella todo el día con el celular, en la mesa, en la 100


cama, siempre con ese ruidito que me quemaba la cabeza. Un día se fue al baño con el teléfono y no salía, hasta la nena más grande fue a preguntarle si estaba bien, si le pasaba algo porque no salía ni por puta. Ahí fue que yo me puse loco, que cuando salía con las amigas yo me quedaba solo con las nenas y me explotaba la cabeza, hasta fiebre me dio una vez. Y ella me empezó a decir que yo la trataba de prostituta porque le preguntaba si tenía a otro, ¿qué querés que piense mi difunta? Vos antes de ser la santa fuiste una mujer, sabés que los hombres miran. Ella está tan linda, siempre entrenando, arreglada, sus vestidos cortos, su sonrisa tan joven. ¿Pero, sabés qué, difuntita? Yo sé que se va a arrepentir de todo lo que está haciendo, porque el tiempo pasa para los dos, un día los caranchos esos que la siguen y le llenan la cabeza la van a dejar de mirar, porque no va a ser así de linda siempre, y la nena grande ya está crecida, le va a decir que es una desubicada, que el momento se le pasó. Acá mi difuntita te dejo mi pedido. Acá en un papel doblado, adentro de esta casita que te han dejado. Esta casita que es como yo me imaginaba mi hogar con ella, de troncos y con el techito rojo. Te pido esta última manda, mi Difunta Correa. Te pido que me la devuelvas a mi lado. Padre nuestro que estás en los cielos, psstss… Dios te salve María, pspspstspsps… Acá estoy difuntita, cumpliendo la promesa. Después de tanto sufrir, de tanto penar. Tantas noches que te llamé, te invoqué, recé tanto para que todo se solucionara, pero no se pudo. Le pedí perdón una y mil veces al señor por no cumplir su mandato para una mujer de aguantar y sostener, por pedir el divorcio. Te juro mi difunta, te juro que no puedo más. Me persigue, me dice que estoy con otro, con otros. Se cree que soy una puta, yo, justo yo que voy al trabajo, entreno, busco las nenas, limpio la casa y ahí se terminó todo. Ya no sé cómo explicarle que no es así, pero no hay Cristo que lo convenza de lo contrario. No sé si es porque me ve mejor, porque me siento más fuerte, me valoran en el trabajo, y no se lo banca. Mi vida está más bonita, y mis amigas me lo venían avisando, ¿eh? Me decían que no podía ser que él no hiciera nada con su vida, siempre atrás mío, persiguiéndome. Y ahí está, tirado sin hacer nada, quejándose de su suerte, de lo que no hizo. Hasta siento que me echa la culpa, que en realidad él quería hacer vida de soltero, subir montañas, y que yo le corté las alas. ¡Qué va! Si yo lo encarrilé, era un desastre con la plata, vos lo sabés muy bien mi difunta. Le di mi vida, mi corazón, mi juventud, todo le di. Pero siento que al lado de él no puedo hacer nada, no puedo ver a mis amigas, no puedo salir a cenar ni nada porque cuando salgo él ya está llorando, haciéndose la víctima. Yo no tengo la culpa de que los demás me miren y piensen cualquier cosa, y que le vengan con el cuento a él de que ando por 101


ahí. No es nada malo difunta, es divertirse, bailar, reír, tomarme un vino con mis compañeros de trabajo y sentirme bien. Si yo ahora estoy cada vez mejor, con el trabajo nuevo y el dinero extra pude meterme en un crédito y fuimos con las nenas a señar una casa. La tuve que poner a nombre de mi hermana, no es que yo lo quiera dejar afuera, pero no me quedó otra. Es una casa como nos gustaba a nosotros, tipo cabaña de troncos. Algún día le voy a pintar el techo de rojo. Y no va que fuimos a un negocio de artesanías con las nenas, ahí en la peatonal y encontramo’ esta, que es igual que la que soñamos. Acá te la dejo difuntita, para agradecerte, para honrarte, pa’ que no te olvides nunca de nosotras.

JULIETA ANTONELLI

Argentina

Facebook: https://www.facebook.com/Juli.Arawana

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oy es el Día del Padre. Ayer con mis amigas, éramos cinco, nos dimos cuenta que nuestros padres habían engañado a nuestras madres. A las cinco. Cien por ciento de padres infieles.

El padre de María José tuvo un hijo con la mucama. Ese hijo fue criado por la

madre de María José. La madre a los cincuenta años y después de seis hijos propios, decretó que no quería coger más. Nunca más. El padre, escribano exitoso cuando le iba bien, e indigente cuando le iba mal, entonces se cogía a la mucama. Los padres siguieron casados unos años más, hasta que el padre se murió y quedó la madre sola criando hijos. Incluido el de la mucama. Durante varios años vivieron todos juntos, la madre, los hijos, la mucama y el hijo bastardo. A los dos años, esa mucama tuvo otra hija con otro hombre. Después la mucama se murió y esa hija también fue criada por la madre de María José. La madre nunca se ocupó mucho de los hijos, al menos es eso lo que le recriminan sus hijos. Se cuidaban entre ellos mientras la madre se emborrachaba y fumaba. La madre vive todavía, tiene noventa años, no toma más alcohol pero fuma sin parar. Mi amiga está harta de mantenerla. Lo hace desde hace treinta y cinco años. El único que quiere a esa madre es el hijo de la mucama que fue el único que vivió con ella y la cuidó hasta que se casó hace un par de años. El padre de Elena tuvo un hijo a los setenta años con una novia bastante más joven. La madre de Elena y la madre de María José son hermanas. Elena supone que su madre también decretó que no iba a coger más. Murió a los sesenta años de un cáncer de esófago. A los dos años apareció el padre con su nueva hija. De un sopetón. Elena y sus hermanos ni siquiera sabían que el padre tenía una novia. El padre murió hace unos años, dejando a la novia y a la hija viviendo en la misma casa que ellos vivieron toda la vida. En la casa donde ellos se habían criado, y donde se había muerto su madre. Y donde aún vivía Elena con sus tres hijos y uno de sus hermanos. El padre les había dejado dos bocas más para dividir la venta de la vieja y deshilachada casa de las Lomas de San Isidro. Elena tiene tres hermanos más. Hace poco, Elena encontró una foto de su padre y de su novia, de hace muchos años y se dio cuenta por la fecha que cuando su padre estaba con su novia, su madre estaba vivita y coleando. A Teresa le apareció un hermano hace unos diez años de la misma edad que ella. Su padre había tenido una novia embarazada para la misma época que ella nacía. Había tenido una doble vida. El hermano tardó casi cuarenta años en aparecer. Tuvo que 104


morir su madre y en el lecho de muerte le dijo quien era su padre ya que si bien se acordaba de él, nunca supo que ese hombre que visitaba a su madre era su padre. Le habían dicho que su padre se había muerto cuando él era chico. El hermano no solo no llevaba el apellido de su padre, tampoco el de su madre, sino un apellido que le regaló un amigo de la madre. Cuando se enteró quien era su padre, después de presentarse a sus nuevos hermanos, no se cambió el apellido por el de Teresa, sigue usando el apellido regalado. Teresa es la única de sus hermanos que se acercó a su nuevo hermano. Los otros viejos hermanos no lo quieren ni ver. Los padres de Marita eran el matrimonio ideal. Era mi envidia verlos todavía de la mano siendo ya mayores. Se cuidaban, se mimaban como dos novios adolescentes. Hicieron una gran fiesta de bodas de oro. La madre se vistió con su vestido de novia, no necesitó hacerle muchos arreglos, ya que se mantiene casi en el mismo peso. Hace un mes, al padre lo encontraron muerto en la casa de su amante. Durmiendo la siesta en la cama con su amante. Eran amantes hacía treinta años. No hubo hijos en este caso. La amante lo amó en silencio y aceptó las condiciones. No hijos. Marita quedó devastada. La madre ni hablar. En mi caso, papá engañó a mamá casi todo su matrimonio. Pero no puedo decir nada porque por lo visto, fue el único que tuvo la dignidad de separarse. Papá conoció a su ahora mujer en la facultad. Papá era profesor y ella su alumna. Ella no quiso romper nuestra familia y se fue a estudiar a Estados Unidos. Papá no aguantó mucho y la fue a buscar. Cuando ella terminó su doctorado, volvió y papá se separó. Creo que desde el tercer hijo de mamá (que vengo a ser yo) papá ya estaba enamorado de esa mujer. Con mamá siguieron casados diez años más y tuvieron en total seis hijos. Cien por ciento de infidelidad. Nuestros padres. En su día. No son perfectos, decíamos ayer. Fueron buenos padres, decíamos ayer. Unos hijos de puta decíamos ayer. Convengamos que es el Día del Padre y no el Día del Marido, que por algo no existe. Digo yo hoy.

MARÍA LÓPEZ SAUBIDET

Argentina

Twitter: @mlsaubidet

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uana calentaba los “niños envueltos”: hojas de repollo blanco, rellenos de arroz, cebolla y algo de carne picada. Ya no tenía más crédito en la carnicería de Pascual. Lo hacía de forma mecánica. En realidad no estaba en la cocina. Su mente trataba de imaginar los últimos días de su madre, los familiares que la acompañaron. El telegrama que había recibido esa mañana, no explicaba nada,

solo decía: “Tu madre falleció el 25 de enero, mi pésame. Margarita”. Todavía no había podido llorar, todavía estaba sorprendida. Habían pasado once años, la veía igual que la última vez, en la cocina, calentando el guiso de papas y carne de cerdo. Catalina, su hija mayor, le había entregado el documento cerrado y vio la alegría en su rostro. —Hace un tiempo que está triste —pensó la joven— ojalá sean buenas noticias. —Voy a entregar los pullovers terminados y traigo una tanda nueva para remallar —dijo Cata y salió. Juana no le contestó, las palabras sobre el papel bailaban ante sus ojos. Se sentó, no tenía lágrimas, no entendía, nadie le explicó que su madre, todavía joven, pudiera dejarla así como así. Leonor, comentó desde la puerta. —Voy a cobrar lo que nos deben por los lampazos de tela, el taller está abierto —dijo la niña— Me llevo a Sofía. Después paso por lo de Pascual y pago la cuenta. Tenía diez años pero en el barrio todos la conocían. Ese martes, cuando las sombras comenzaron a envolver la casa, Víctor estacionó su ciclomotor con caja y entró sombrío. Fue hasta el patio interno y dejó su caja de herramientas. Cuando entró en la cocina, golpeó con sus puños la puerta. Juana se asustó. —Te estás haciendo daño, le dijo. ¿Qué pasó? Si no te pagaron, podemos esperar. Las chicas cobran hoy por sus trabajos y don Antonio pasó esta mañana. Se llevó cuatro planos y me trajo dos croquis nuevos, esta vez quiere los planos en tela. —¡Ah, sí, qué bien! Las mujeres de la familia parando la olla y yo, y yo… la puta que los parió, termino los trabajos, pero el pago siempre la semana que viene. Esto no va más, no va más —gritó y se encerró en el dormitorio. Juana tenía un dolor mayor, no le importó el comentario. A la hora de la cena se sentaron los cinco a la mesa. Juana sirvió los platos. No se animaba a compartir su pena. La radio prendida, transmitía a bajo volumen un encadenado de boleros. Sofía, ajena a todo, tarareaba una canción aprendida en el colegio. 107


—Tráiganme lo que cobraron y vayan a acostarse —les dijo a sus hijas mayores cuando terminaron de comer. —Víctor, hoy recibí un telegrama —susurró Juana. —Las cuotas de la hipoteca están al día, no sé lo que quieren —gritó Víctor. —Tranquilizate, no es eso, llegó un telegrama de Zabrze. —¡Otra vez pidiendo remedios!, no podemos, sabés que no podemos mandarles nada. —No, no es eso… —¿Es todo el dinero que hay? —interrumpió indignado— contando los billetes que dejaron sus hijas sobre la mesa— Necesito cargar nafta y revisar los frenos. El tano no me fía. Tengo que verlo porque hoy quedé a cinco de incrustarme en un colectivo. —Llevate todo —dijo Juana conciliadora— Leonor pagó la cuenta de Pascual. Tenemos crédito. —Ah, decidiendo lo que sí y lo que no. La próxima me consultan. Pascual puede esperar. —Víctor, estas actuando como los de la Constructora. Las deudas se pagan. Nosotras ponemos la cara y la libreta para que anoten. —Tenés razón, siempre tenés razón, pero no me conformo con este ajuste todos los días. Me acuerdo de mi tío Andrés, siempre impecable, zapatos lustrosos, traje a medida, un puesto importante en el Banco. Mis dos primos con sus estudios de ingeniería y de contabilidad. Yo los miraba desde abajo, quería ser así cuando fuera grande. —Querido, la guerra destruyó todo. No sabemos qué fue de ellos, nosotros en cambio, estamos juntos, tenemos una casa, tres hijas sanas que tienen tu fuego por los emprendimientos. —¡Cuánto me hubiera gustado un varón, lo sabés! Bueno, me voy a acostar, mañana tengo un trabajo nuevo para presupuestar, están apurados. Juana llevó la vajilla hasta la pileta y se puso a lavar. Evocó nuevamente a su madre, le hacía tanta falta en esos momentos. Víctor necesitaba tratamiento o quizás cobrar en tiempo y forma. Siempre fue amable, jovial, aún después que terminó la guerra, pero esto de hacerse de la nada en otro país, océano por medio, sin familia de sangre, con otro idioma, en otros paisajes, era duro para él. Comenzó a llorar con desconsuelo. Finalmente se tranquilizó, respiró profundo, sus hijas la necesitaban. Mientras repasaba el mantel de hule, sintió náuseas y un ligero mareo. Se sentó y en su cabeza le pareció escuchar a su madre que le preguntaba: “¿Hace cuántas semanas 108


no tenés la regla?”.

YOLANDA SA

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A

llá por las tierras con sed, de cactus altos, esos que alargan sus manos buscando algún cielo; los omaguacas contaban sobre remotas historias. De días lánguidos donde los ranchos apenas se divisaban ante la oscura espesura de su atmósfera. Entre las voces del viento, decían que la

soledad andaba suelta por la región de Maimará. Que no había oídos, para escuchar la negrura de aquellos suelos. Y es cierto lo contado, todavía la paisanada sigue de largo por el solitario pueblo; no lo atraviesa, quizás queriendo no contagiarse de amargura, siquiera, ni de lejos. Todo comenzó con una rubia noche, vestida de cerro Negro, cercana al volcán Barcena. Este, siempre erguido, altanero; miraba por encima de las nubes, cuidando la llegada de ella, su luna andina. La más seductora: la enviada. Los dioses la complacían, noche tras noche, otorgándole resplandores impensados sobre el vientre del río XibiXibi. Evanescente en su vaivén de tules, la vieja señora danzaba entre su público. Lo hacía en rueda noctámbula, de uno al otro lado de la cima de aquel cerro mirón. Jugaba con los chamanes entre los humeantes sonidos de los ceibos falcatas. Un lagarto joven, llamado Wayna Mallku; tierra abajo, masticaba pastos. Con un ojo revoleado, la espiaba; mientras el resto dormía. El deseo de amarla lo envolvía en largas salivas. Soñaba en inciertos mundos fuera de aquel mundo, donde solo el divague de un simple terrestre podría hacerse realidad. Enganchado a su corazón, él le rascaría la espalda, ella rodaría a carcajadas; cayendo finalmente en su erizada cola, convertida en lecho final, junto al río. Fusionados, serían una sombra curvada, verde plata. Pero había otros ojos. Eran muchos los pretendientes de Huarmi Sisa, como él la nombraba. Una lista interminable de soles, y longevos atardeceres; ya violáceos, de tanto esperar. Cómo haría para enamorarla, si la esfera danzante apenas percibía su mirada; se preguntaba el lagarto enamorado, entre insomnios y desdicha. Pensaba y repensaba gestos románticos, romeos de versos; balcones con tréboles. Cierta vez, un cielo muy grisáceo y chismoso, dio cuenta de aquel romance y comenzó a susurrar como quien no quiere. Enterados del rumor, y nublados de celos, los dioses, cubrieron de lluvias la gran seda nocturna. Huarmi Sisa fue sentenciada al destierro. Habían pasado dos equinoccios de furiosas tormentas. Los rostros aimaranos, no lograban verse sin luna; mucho menos, ver el polen dorado de los airampos en flor. Faltaba la clásica candela entibiando los huevos, las gotas de rocío bañando el maizal, o el sendero iluminando los corrales de vicuñas. Pobre dama sin su baile, sin la musa norteña de los kentis dormidos. Pero los dioses también fueron puestos en duda. Tata Inti se sintió desolado con tanta agua 111


caída y al ver semejante despropósito contra su aliada, decidió ayudar al enamorado lagarto. Era agosto, y bien se le permitiría al rey solar hamacarse horas más tarde sobre el horizonte, y de ese modo, darle tiempo a Wayna Mallku que subiera a lo alto con mejor luz. Desde aquel punto, el dios Coquena, amo y protector de los animales, saldría en su defensa. La dama blanca, desde su nimbu; prisionera, tomó carta. Vió y valoró las andanzas de su prometido y desesperada fue en busca de su libertad; dejándose caer al vacío, intuía que tierra abajo la esperaría el amor. Entonces fue que se unieron los de abajo y los de arriba. Los maimaranos armaron una inmensa red codo a codo, los reptiles formaron escalones con sus colas para evitar cualquier tropiezo; los cóndores, regalaron sus alas para amortiguar los posibles magullones. Todos dieron ofrenda amorosa para la esperada bienvenida. Abrazados luego, entre arrumacos, los dos se miraron el alma largamente. Se trenzaron en promesas y soñaron. El festejo duró solo un suspiro; pronto hicieron valijas, en vuelo directo, hacia aquel ansiado mundo. Viajaron lejos lejísimo. Tan lejos, que cerca fue un olvido. Desde entonces nadie recuerda vivir sin lluvias. Los tiempos de los dioses mezquinos fueron despreciados. El cielo por buchón quedó sin luna. La noche, sin cielo: murió ciega de estrellas.

EDITH CARRIL

Argentina

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V

ivir con vos era como vivir en Japón. La actividad sísmica era permanente y no pasaba un día sin que se detectaran pequeños temblores. También podía haber terremotos de consecuencias catastróficas, porque yo era una isla y vos, un archipiélago, y queríamos,

ambos, diseminarnos y volver a unirnos a lo largo del mar limitante de la convivencia. La actividad de nuestra corteza subterránea no cesaba jamás y afectaba los cimientos, hundidos e invisibles. Y así aparecían de repente los maremotos, esos tsunamis que nos arrasaban, nos limpiaban y nos devolvían llenos de golpes y casi ahogados a una costa a la que nos aferrábamos como dos náufragos. Eso sucedía porque creíamos, ambos, que vos eras mi mar con acantilados y costas escarpadas y que yo era la cordillera que mantendría amalgamadas todas las islas dispersas en las que nos habíamos convertido. En los momentos de calma, podías ser un volcán de lava básica, esa que discurre sin sobresaltos por la ladera de la montaña, pero que, de todos modos, arrasa con lo que hay a su paso. Y yo era la bahía que te recibía y te cubría de oxígeno para solidificarte. Y en los momentos de furia, cuando eras un río que corría encajonado por los valles de nuestra casa y podías generar energía eléctrica gracias a tu enojo, yo intentaba entonces ser la represa que te contenía y te hacía esperar. Después, no sé bien en qué momento, quizás cuando la geografía ya no nos permitió explicarnos nada, cruzamos el límite del instinto de protección y recibimos el estallido de nuestra propia bomba atómica. Y así quedamos, ambos, con nuestras cien mil muertes a cuestas.

DIANA MARINA GAMARNIK

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H

an pasado treinta y seis años. No tenía deseos de ir, pero el destino quiere que vaya con la misma energía de alguien que regresa. Ya tengo algunas oxidaciones en las articulaciones, pero aún tengo energía para caminar y emprender este largo viaje.

Apenas habíamos comenzado el año y debía acercarme a la oficina a recoger una

maleta que el jefe me había dejado. Este joven (se nota que recién habrá salido de una universidad con tintes bursátiles) me daba indicaciones para emprender el trabajo, trataba de darme cátedra a pesar de mi vasta experiencia. No podía reclamarle, era su labor y su preocupación por querer que vuelva. No querían repetir la escena de hace treinta y seis años, no tenían intenciones de cargar con tamaña cruz nuevamente. Pobre joven, no sabía que un anterior a él ya había querido enviarme, pero no había podido. Por aquellos tiempos de planificación mi mujer estaba embarazada, era nuestro segundo hijo, y yo quería estar cerca de ella. No me educaron como alguien que elegiría el trabajo por encima de la familia. Sacrifiqué mi cupo para otorgárselo a un joven periodista emprendedor que tenía de modelo a su padre. De alguna forma, ese trabajo era una forma de iniciar la reconciliación de nuestro país. Pero creo que mi joven jefe no tenía ese espíritu que se recuerda en la nostalgia de los años que se van cayendo como el cabello de nuestra cabeza. Preparé mis cosas y me despedí de mi esposa y de mi joven nieta (había venido a conocer el baúl de recuerdos de su abuelo). Podía irme tranquilo, mi esposa estaba en buenas manos. La soledad no es el mejor consuelo para los ancianos. Podía apreciar el azulejo del cielo. Pensaba en su delicadeza, creía que, en cualquier momento, podía quebrarse y caer sobre nosotros. Las nubes grises otorgaban esa apariencia de peso que quiebra todo, pero no ocurrió. El vuelo de las aves y la curva del camino (curva tan femenina) me acompañaban en el tránsito sereno de la reflexión. Esa era mi primera labor: meditar. Iba acompañado de un joven aprendiz que tenía las fuerzas de mil caballos, pero la imprudencia de todo muchacho que recién se abre hacia la vida. Íbamos charlando sobre el mal trato de nuestro jefe, sobre el amor de una buena mujer, sobre el cándido desenlace de hace unos meses. Percy venía de cubrir la participación peruana durante el Mundial. No nos había ido bien, pero era la emoción de haber regresado después de casi cuatro décadas nos embargaba el corazón. Él era muy joven para recordar nuestro último mundial. Yo era demasiado anciano y tenía sentimientos mezclados. Percy se percató de que mis ojos se volvían cristales finos que, posiblemente, dejaban ver esa mezcla heterogénea de emociones y palabras sin forma. A veces, el silencio es tan poético como una plegaria durante el responso del ser 116


amado. Miraba por la ventana y solo esperaba que el viento calmara la melancolía que se venía arrastrando. El camino hacia la puna del Perú era un camino de valientes, la puerta de acceso a las diversas arterias del país. Existían zonas sencillas de recorrer y otras donde el cuerpo solicitaba misericordia y descanso. Percy, con su efusividad, se prestaba a capturar la belleza del camino. En esa parte estábamos de acuerdo: es necesario preservar lo que, en algún momento, el tiempo o el hombre podían eliminar. Lo que había demorado días, prontamente, se volvieron instantes para conversar con Dios. Con el “amén” llegamos a las puertas del pueblo. La nostalgia es una pesada mochila con zapatos gastados y, en ese momento, se sentía la carga sobre mis hombros cansados. Percy, el guía, el chofer y yo bajamos del carro y comenzamos a recorrer las viejas calles. Eran nuevas, tenían nuevos rostros, nuevos aires. La esperanza aún parecía una tímida mariposa en tan inmenso paisaje. Pero siempre había esa mirada colectiva que, extrañada, nos analizaba. Quizá, pensaban, que los íbamos a juzgar. Percy no comprendía, el guía mostraba respeto ante cada mirada, el chófer me ayudaba con las cosas y yo, anciano, cargaba la nostalgia. Llegamos ante el santuario inmaculado, blanco como una nube de las altas tierras. Vacío de culpas, de penas, de noches de desvelo para las familias. Una foto, un rostro pintado en la memoria y yo, pensando en los fantasmas de hace treinta y seis años. Los mismos que ahora no veo. Los mismos que, mientras caigo enfermo, me llaman, anunciando que falto en la tertulia periodística. Las voces del ayer que resuenan y se clavan como gotas de lluvia en la blanda tierra y en las mejillas melancólicas. Los niños juegan con el presente. Los adultos se abrazan para enfrentar al futuro. Los ancianos miramos, con nostalgia, el pasado. Esa es la realidad que siempre nos espera con el paso del tiempo. Percy y los otros estaban, aún, muy lejos de esa experiencia escatológica. Yo, con el paso de los años, me iba preparando para afrontarlo. Tuve una vida agradable, pero siempre queda aquella punzada, aquel aguijón de la pena y de la duda, donde la imaginación y el miedo juegan en el corazón del hombre. Quizá, por eso, hay quienes evitan hablar y amenazan, con mirada de fiera sin humanidad, a los hombres que indagan por el ayer. Dejamos nuestra ofrenda floral e instalamos el equipo. Era necesario comenzar a trabajar y tener el material suficiente. La gente nos rodeó y comenzamos a grabar. Preguntas iban, preguntas venían; pero todas llevaban esa melancólica esperanza que se 117


bebe a sorbos lentos. No era el mismo pueblo de hace treinta y seis años, era un hijo nuevo de un padre muerto. Lo único que quedaba eran las voces que resonaban entre montañas, cuevas y nubes con forma de futuros inconclusos. Me senté en una silla vieja y miré hacia el cielo, despidiéndome del azulejo azul que admiraba durante la ruta. Hoy me tocaba presidir la tertulia periodística que tenía pendiente desde hace treinta y seis años.

EMILIO PAZ PANANA

Perú

Blog: El Edén de la poesía: https://edenpoetico.wordpress.com/

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L

uego de la oscuridad impenetrable de aquella vacuidad eterna y del completo silencio, abrió sus ojos unas horas antes del amanecer. Se perdió en mil pensamientos sin concretar ninguno, al tiempo que las mil estrellas de aquel cielo vetusto se alejaban en su danza cósmica, milenaria

e indescifrable dando paso a un sol tímido y rojo, como la gota de sangre que se asoma por una herida poco profunda. Si… el viento soplaba suavemente, fresco, lleno del aroma de una primavera naciente; el rumor del agua del arroyo daba una pequeña sinfonía con sus ecos a su paso por el bosque y los pájaros se sumaban a tan magno opus desde los árboles, copa arriba. Las nubes tras su paso, regalaban aquella sombra amable a quienes sin prisa ni preocupaciones caminaban por veredas floridas, entonando viejas canciones; cargadas de bellos recuerdos y ese ligero tinte de nostalgias presas en versos que solo las hacen más agradables y amadas, al igual que un vino de muchos años; bebido en grata compañía. El rumor de las conversaciones era el mismo de siempre, al compás de las risas y adornado por los girones de humo que se deshacían en formas fantásticas y fugaces al escapar de las pipas opacas y testigos del paso de muchos años, pipas tibias que eran llenadas cada tanto y luego golpeadas en el marco de la ventana, liberando ceniza y aquel aroma tan dulce de la calma. La risa de los niños iba y venía con la brisa juguetona que arrastraba las nubes y llevaba consigo esos mil aromas. El mundo, simplemente seguía su marcha tan hermosa y convulsa que es inefable e inexplicable; esa marcha eterna que no se detiene por nadie ni por nada. Solo habían pasado tres días y parecía que nadie le recordaba, que no tenía importancia y tal vez así fuera… …nada se detenía y el olvido se cernía lenta y suavemente sobre si, en una marcha eterna e imparable, como lo son las cosas más simples y hermosas; mientras que una tímida brizna de hierba verde esmeralda, empezaba a nacer casi sin quererlo, sin esforzarse siquiera, sobre su tumba. Fueron minutos que se congelaron por eones, sus ojos permanecieron clavados en aquel sepulcro y en aquella ínfima hierba verde por los siglos que duran los siglos, y cuando al fin decidió aceptarlo y hubo empezado a asimilar tal paroxismo, cerro sus ojos nuevamente, tomó una gran bocanada de aire y con una carcajada muda y sardónica y una sonrisa rayana en la ironía se despidió de aquel lugar y comenzó a

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desaparecer en el viento de la mañana. Al final, era cierto: nada importaba, nada tenía sentido ni razón.

EDWARD ALEJANDRO VARGAS PERILLA

Colombia

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M

i rutinario día se ve exaltado cuando por radio piden a todo el personal de seguridad acudir a la puerta 4 de salida internacional. En seguida me uno al grupo de compañeros que, con garrote en mano y paralizador eléctrico en la cintura, corrían al sitio solicitado. Al

llegar, nos encontramos con el cuadro de un hombre de tez morena, delgado, bajito impidiendo el paso al puente de acceso al avión de los demás pasajeros y gritando que al avión le falla la válvula que controla el flujo de gasolina a las turbinas. Los intentos por controlarlo del personal de la aerolínea eran inútiles y solo conseguían que se violentara más. Cuando llegamos nos grita que no dejemos que ningún pasajero suba a ese avión que se va estrellar. Mi compañero Lu le pide cordialmente que nos acompañe a la oficina para que nos dé los detalles de la falla del avión a fin de poderlo solventar. ―Bien, responde muy calmado pero no dejen a nadie abordar ese avión hasta que resuelvan el problema. Había accedido a ir con nosotros a la oficina cuando observa que dos personas ingresan al avión, sin que lo pudiésemos evitar, se regresa dónde están los demás pasajeros que ya estaban haciendo fila para abordar y les grita: ―¡Soliciten revisar ese avión! ¡No crean lo que les digo, exijan una revisión, sus vidas corren peligro! Dicho esto, Lu lo sujeta por el brazo a lo que el hombre se resiste y comienzan a luchar los dos, intervengo y lo sujeto del brazo, mostró una fuerza increíble y nos derribó a Lu y a mí. Los otros cinco compañeros se abalanzaron sobre él sin lograr dominarlo. Ya incorporado, saco mi paralizador eléctrico y se lo aplico en el cuello. Siempre quise probarlo, y no se había presentado la oportunidad, y el efecto es el descrito en el manual, se desmayó de inmediato. Mis compañeros me reprochaban que había sido excesivo y que me amonestarían por eso. Cargamos al perturbador individuo a la oficina. Nuestro supervisor Moro nos alcanzó, reprochándome el uso del paralizador eléctrico, yo solo pensaba: «¿Qué otra oportunidad iba a tener de usarla en este apacible aeropuerto?». Acto seguido ingresamos los nueve al pequeño salón, colocamos en la silla al sujeto y, con agua fría en su cara, comenzamos a reanimarlo. Cuatro compañeros tuvieron que salir para hacer un poco más de espacio. Ingresó un agente federal para indagar de lo sucedido. El individuo se despierta, mira al supervisor Moro y le dice: ―Tu familia no te abandonó, te perdieron en un centro comercial y la persona que te encontró y crió se negó a devolverte porque no podía tener hijos. Moro nos ve a cada uno y dice: ―¿Qué broma es esta? Se acerca al individuo, lo toma por el cuello

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de la camisa, lo levanta de la silla, lo acuesta en la mesa y le dice: ―¿Quién te envió a hacer esta broma? ¡Porque no es graciosa!— El individuo haciendo uso de la fuerza que ya nos había mostrado, sujeta a Moro, gira y pasa a colocarse él de pie y Moro en la mesa. Forcejeamos para quitárselo a la vez que le grita: ―Tu madre no ha renunciado a encontrarte, te siente vivo, búscala pronto, porque le quedan cinco años de vida, su salud se ha deteriorado por la angustia de todos estos años de incansable búsqueda. Está en las afueras de la ciudad, kilómetro 54, parcela 40, quinta 23, se llama Camila.— Finalmente logramos separarlos, privándome de la oportunidad de probar nuevamente el paralizador. En el forcejeo le sale una especie de carnet que estaba oculto en su camisa. En él estaba escrito: “Persona que padece de esquizofrenia, se le ruega a todo el que tenga contacto con esta persona tener todas las atenciones necesarias dada su condición”. Estaba por entregárselo a mi supervisor Moro, cuando observo algo escrito atrás con un marcador que dice: “Nunca se equivoca en lo que afirma. Cualquier situación favor llamar al xxx-xxx-xx-xx”. Tenía un sello que lo único que tenía legible era la palabra psiquiatra. El agente federal le solicita sus documentos de identificación al individuo. Se le queda mirando al agente federal y le grita: ―Tú y solo tú buscas a tu hijo al colegio y no te dejes convencer de que lo lleves al parque y por nada del mundo lo dejes subir a un columpio. El agente sonríe y me solicita el carnet, marco los números con mi teléfono móvil, ingresando al buzón de voz directo. Finalmente le entrego el carnet al agente federal. Revisa su bolso y extrae dos pantalones, dos camisas, dos prendas íntimas, dos toallas, dos cepillos dentales, el boleto de avión de ese vuelo que interrumpía y una chupeta. Levanta las manos como un bebe y extendiendo y contrayendo los dedos solicita que le den la chupeta. Lu no puede evitar sonreír y el sujeto le dice: ―No demores más en atenderte esa infección en la muela o te abarcara al oído y quedaras sordo de tu lado izquierdo. Lu me mira, me señala, el único de quien no había dicho algo en la habitación y le interroga: ¿Y a él, que tienes que decirle a él? El sujeto me mira y grita: Dejaste las luces de tu carro encendidas y se agotará la batería y deja de estar reciclando los frenos o un día de estos te estrellaras. No pude ocultar mi asombro, ciertamente para ahorrar dinero, llevaba las pastillas de frenos a un lugar que por menos de la mitad del costo de unos nuevos, los regeneraban y aseguraban quedaban de estreno. Moro que vio la expresión de mi rostro, me interroga con ademan de su rostro y le digo: Eso de que restauro las pastillas para frenos es cierto y a nadie 124


se lo he dicho. Bien señores dice el agente federal luego de terminar de revisar el bolso, Sr. Ireneo le dice al perturbador, se expone usted con sus acciones a cargos penales. Ireneo intenta incorporarse y le estepa: ¡Pruebe que me equivoco! Ya lo haremos responde el agente, debido al alboroto que usted armó, la mayoría de los pasajeros se negó a abordar el avión, entre los cuales se encuentra la ahijada del ministro de transporte y debido a ello, se optó por revisar una vez más el avión. Ireneo se mostró satisfecho, apretó los puños y se le escapó un “sí” de júbilo. El agente se percató y le recrimina: ¿Celebra usted haber saboteado un vuelo comercial? De ninguna manera Sr. refuta Ireneo. ¡Celebro haber salvado vidas! El agente salió de la sala y nos pidió que nos quedáramos custodiando a Ireneo. Pretendía sondear en qué consistía su habilidad o su locura ya que lo de la pastilla para frenos, además de ser algo que ni mis más íntimos sabían, no era algo de inventar con tanto acierto, pero Moro me indicó que no hablara con él. Por lo que nos quedamos en silencio por espacio de veinte minutos, hasta el ingreso nuevamente a la sala del agente federal acompañado del jefe de bomberos del aeropuerto. No sé cómo le hizo usted Sr. Ireneo, —dice el agente muy serio— para acertar algo tan delicado ni a quienes conoce desde las altas esferas del gobierno. Se me ha ordenado agradecerle por su contribución de haber evitado una tragedia, darle este boleto de primera clase y desearle un buen viaje. El jefe de bomberos le extiende la mano y le dice: —El jefe de bomberos del país me ha solicitado que personalmente le agradezca por haber evitado una vez más una tragedia y que me ocupe personalmente de que su estadía hasta su partida sea grata. ¡Dígame por favor que puedo hacer por usted! Ireneo se incorporó, tomó sus cosas y se marchó. Lu se dirigió a Moro y le pidió permiso para ir al médico, el agente se excusó para ir por su hijo a la escuela. Moro se me quedó viendo y me consulto: ¿Kilometro qué?— Respondí: kilómetro 54, parcela 40, quinta 23 y se llama Camila. Salimos los dos de la sala rumbo al estacionamiento y yo corrí a mi auto a apagar las luces antes de que se me agotara la batería. Luego llamaría a una grúa para llevarlo a un taller a que le colocaran frenos nuevos, no pensaba conducirlo más hasta no tenerlos.

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LUIS DUQUE

Venezuela

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N

ací a la cero treinta y siete de un jueves santo. Una menos veinte, casi. Mamá, siempre le atribuyó una malignidad soberana a la hora doce. De doce a una, los espíritus buenos se van, se retiran. Decía, con tono desdeñoso a los incrédulos.

En susurros, pedía autorización a las ánimas si tenía algo que hacer al mediodía

o, más raramente, a medianoche. Mejor era quedarse quieta y no hablar de esas cosas, y menos en esos precisos momentos. Parecía un poco desquiciada cuando los de la casa olvidábamos sus misticismos o había visitas que los ignoraban. Muda y con ojos enormes regañaba feroz las blasfemias, pasada la hora funesta podía referirse libremente a las razones de su conducta. Así como mamá honraba esas horas, el pueblo guardaba devoción a ciertos días con la misma mezcla de respeto y temor. El Tatá Jehasá , por ejemplo, se festeja en junio el día de san Juan Bautista. Parados delante de las brasas, dispuestas como un sendero espacioso rodeado de gente mirando amontonada, los hombres de sombrero con olor a río y aguardiente se persignaban diciendo: Por mi señor san Juan. Y avanzaban con paso largo y tranquilo sobre los rescoldos, como paseando. El padre José Luis detallaba, casi como un científico, por qué esos hombres que veíamos como elegidos no se quemaban. Pero decía con un suspiro responsable, para no atacar nuestras creencias los que podemos explicarlo no podemos hacerlo. Y nos dejaba a todos contentos. La Iglesia toleraba esta habilidad en su santo seno como a otras ceremonias y mártires desconocidos que fueron apareciendo en los vacíos que dejaban la ausencia de sacerdotes en nuestros terruños. El tiempo que llevaba el recambio de una orden religiosa por otra, la sustitución de un obispo fallecido o simplemente la recorrida de grandes territorios por un mismo cura que comparecía muy de vez en cuando para cristianizar los hijos y legitimar casorios, permitió dar curso a nuestra imaginación y recrear la fe con toda clase de agregados. Lo mismo sucedió con nuestras comidas, salpicadas de costumbres ajenas. Esa fiesta me asustaba, no quería ir. Los primos recorrían varios templos cotejando el tamaño de los carbones, la resolución de los devotos, la estridencia de los 128


coros o los petardos. Me seducía más el 23, las vísperas. Todas las chicas de casa, primas, mujeres que ayudaban, ahijadas y tías jóvenes preparábamos conjuros. Se sabía que podríamos conocer la cara del futuro marido en trozos de espejos o cuencos con agua y raíces bajo la luna fría de junio. Durante el día, inseparables y nerviosas, nos la pasábamos agitadas buscando velas, cintas, vasos que no se usaban para otra cosa y esperaban guardados en lo alto de los armarios durante un año. Recogíamos de establos y fogones las cenizas, crines y demás enseres indispensables. Mamá me miraba hacer con desconfianza. Para su desgracia, como dije, nací en cuaresma, en mala hora y con tormenta, agravantes de mi condición. Por eso detestaba mi trato con las agüerías, alejándome con cualquier pretexto. No eran improvisaciones educativas. Su verdadero y ambicioso esfuerzo fue torcer mi destino, intentó hacerme buena. Encontré un lugar donde instalarme en lo prohibido sin despertar sospechas. Tropecé por casualidad con la cocina, un sitio perfecto para la magia. Mezclaba los ingredientes con rituales de agua y fuego. En la tierra cocida de los cacharros revolvía en sentido contrario al de los demonios. O alternaba para experimentar. Practiqué lo que le escuché de la abuela y las viejitas que venían del campo. Comencé una guerra con mamá, de pecados y castigos. Todos. Los siete. No sé si por juego o rebeldía. Curiosidad o broma, usé marmitas y mejunjes para despertar esos monstruos. Por mi causa, los naturales de la casa y visitantes debían tomar confesión con los postres. Era tan fácil, puedo jurar que no me lo propuse. Brotó como una maleza solapada con aires de crisantemo. Cuando la fronda la identificó, fue imposible de arrancar. Lo mejor de nuestros frutos y las recetas de la sabiduría antigua dispusieron mis pasos. Aprendí en qué luna cortar las hierbas, en cuál sembrar las aromáticas, abonarlas con sustancias menos pías fáciles de conseguir. Me inicié en el uso del toronjil, peligroso veneno, que en cantidades pequeñas realzaba el sabor de las salsas. La gula, por supuesto, abrió el desfile. Cuando sucedió, mamá estaba desarmada, 129


distraída, no se lo esperaba. Una vez que picaron siguió la codicia, fue divertido ver como se esmeraban en servirse más o cuando ponía pocos pasteles rellenos de membrillo, o torta frita con miel de camuatí para el mate que acompaña las lluvias torrenciales a la tarde. La soberbia fue el mío. Y el de papá que mostraba envanecido a su hijita como un perro de circo y traía al patrón a comer si quería pedirle algo. Cuando las consecuencias de mi cocina se tornaron amenazantes, intima al orden. Tarde. Su floja condena me restringe a la sopa, nuestro tradicional primer plato. Para ella, un caldo aguado con vegetales flotando como camalotes a la deriva con un trozo de carne haciendo de isla. Pobre, no sabía lo irrealizable de controlar sabores, colores y texturas una vez desatado ese viento que me devoraba. El potaje de las arvejas, por ejemplo. Las desgranaba de las vainas una por una despacio, acariciándolas. Freía cebolla finita en manteca o en un aceite que papá traía del Brasil, mientras las arvejas hervían saltarinas. Separaba una parte que pasaba por un colador fino, mezclaba la pasta verde con el fritado y las otras enteras, agregando de a poco agua y algunas hierbas atadas para que no se soltaran. Cuando estaba lista ponía perejil picado encima de cada tazón. Los verdes desafiaban a mamá y a los platos desabridos que encargaba a las mujeres de la casa. Se arrepintió de su propio castigo, atrás venían la de tomates, la de andaí, una calabaza larga y dulce con forma de gota, le agregaba comino que abre el apetito. La sopita de choclo, poco atractiva en su cara de nata, pero a la primera cucharada que observaba atentamente, ya que no conseguía ser buena veía con placer como el gusto se deslizaba transformando el semblante de los comensales. Purgada la sentencia, arremetía con nuevos bríos. Las feijoadas hacían perder el seso a más de uno. Cebolla frita con pimientos verdes y rojos. Ajo. En brasileño varias carnes, en mi versión, a veces, ninguna. No le hacía. Los porotos negros venían en canoas cargadas de esteras, pescado, melaza, aros y anillos de oro. Había que estar temprano antes de que el sol demente arruine la mercadería. Casi de noche esperaba en la feria del puerto, en la orilla con los pies mojados, volvía llena de arena. Llegaban frescos, hinchados, una remojada y quería empezar a aparecerles un 130


brotecito. Quedaban las manos azules de lavarlos. Al primer hervor apagar el fuego y agregarlos a la fritanga con un poco del caldo oscuro que se usó para espumar, unos cuantos condimentos. El toque, hortalizas ralladas grueso que desaparezcan, queda espeso, delicioso, indefinible. Cuando festejaba el santo de cada uno con una comida especial, los ojos de los otros brillaban de envidia. Sospechaban que les tocó menos en su día. Los chipás, bollitos de harina de yuca y la sopa paraguaya, pastel de maíz, cebolla y queso para cuaresma. Con escabeches de pescados de río, llenos de misterios. La piel resbalosa cubierta de lunares o escamas de oro, con bigotes que parecían lianas. Envoltorios de apretada fariña en hojas de bananas o naranjo con adobo de dos días. ¿Quién no sentía pereza después de varios platos tupidos? Dormían siesta hasta el ángelus. Mamá decía que eran días de ayuno y abstinencia, pero nadie la tomaba en serio. ¿Acaso no respetaban comiendo platos sin carne? Sin darnos cuenta pasé de ser alguien que le aliviaba una tarea a una astilla clavada, dolorosa y constante. Me imponía toda clase de castigos para salvar mi alma, escarbando en los anales de la mortificación religiosa. Ahí estaba yo, puesta de rodillas sobre piedritas o rezando rosarios con los brazos en cruz y otra sarta de martirios con cueros. A la menor amenaza me escondía. Aparecía a la tardecita, llevándole a papá un dulce de coco y papaya, le convidaba a ella con una sonrisa. Los embrujé a todos. Pero no a mamá. La ira nos tragó a las dos. La noche que me vio mezclando algo que no puedo decir con las remolachas, esa misma noche, decidió internarme de pupila en el convento de las monjas, como a las huérfanas. Por mi señor san Juan. Dije, esperando clemencia. Nuestro juramento más sagrado. Con la cara más inocente, arrepentida y angelical que, estoy segura, hubiera engañado al mismo Dios. ¡Por mi señor san Juan! ¡Por mi señor san Juan! Grité desesperada al ver la mirada de mamá. Corriendo por la casa y la huerta para que me protejan los vecinos. Para que todos escuchen. No le valieron gritos ni llantos, ni siquiera papá le hizo frente. Ni los tíos que tímidamente trataron de defenderme. 131


Había practicado una vez con una perrita de la casa. Lloré tanto que nadie desconfió. La carne de puerco es tan peligrosa, los embutidos que trajeron del campo fueron los chivos expiatorios. Cuantas veces escuchamos de esa enfermedad fatal. Justo en la fiesta de mi despedida. Partí huérfana al convento, voy a hacerme un lugar en la cocina.

SILVIA FANTOZZI

Argentina

Página WEB: www.silviafantozzi.com.ar Facebook: Silvia Fantozzi

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stamos en la cama. Le grito, ella me grita. No soporto más su lejanía. Ya no pasa nada. Discutimos, no sé quién empezó. Fui yo, estoy cansado. Gritamos los dos al mismo tiempo. Estoy en el baño, desde acá también grito. Es la madrugada, algún vecino va a putear. Que se cague.

Que se caguen, el vecino y ella. Me tenés harto y yo te tengo harta a vos. Estoy cansado, me duele todo. Tomo la pastilla, al pedo. Ya no sirve, no surte efecto. No aguanto a nadie en la oficina. A nadie, salvo a ella. La miro pero me ignora. La miro igual, no me importa nada. Debo tener unas ojeras enormes, no duermo. Es imposible dormir con el dolor. El dolor y la depresión. Salgo a almorzar solo. Qué frío de mierda, me molesta. Estoy irritable, me molesta todo. Me mareo al cruzar la calle. Me mareo al caminar por la vereda. Me mareo. Camino lento, más no puedo. Regreso a la oficina, tomo la otra pastilla. Al pedo. Me tendría que bajar un frasco entero. Vuelvo en tren, el brazo duele. Y la cabeza. Nunca duele una sola cosa a la vez. Ni me preguntes por el corazón, lo que me falta. Pero sí la cabeza y no paro de pensar. Escucho música, pero igual. Es una maquina que está a mil todo el tiempo. Qué carajo hago para pararla. Cómo paro el tren y me bajo a la mierda. Me quiero ir. Llego a casa, me tomo una medida de irlandés. Quien dice una, dice dos. Tres, me tiro en la cama pero no duermo. Dormito y anochece. Me levanto, es casi medianoche. Hay que salir. Me voy al bar. Ceno unos champiñones a la provenzal con vino tinto. Le escribo a ella. A cuál ella. A vos. Lo sabés porque no me contestaste. A la otra no pienso mandarle ningún mensaje. La tengo bloqueada para contenerme de mandarla al carajo. No sé qué hacer. La cabeza me va estallar. Quiero que se acabe. Duele todo. Apenas tengo fuerzas para caminar de la cama al baño. A vomitar. Una hora vomitando, yendo y viniendo con la almohada. Parezco un nene encaprichado. Obsesionado con el dolor. Estoy tan desquiciado ya, que creo disfrutarlo por momentos. Cómo voy a decir eso. Soy un idiota. Quién disfruta sufrir. Yo. Imbécil, eso me dijiste. Tenés razón, siempre la tuviste. Pero soy así, no puedo

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evitarlo. A ella no puedo evitarla tampoco. La miro todos los días. Todas las mañanas. Querés café. Me ignora. Otra madrugada dándome la cabeza contra todo. Estoy solo. Con ellas o sin ellas, siempre estuve solo. Ya fue todo. Agarro el frasco y me lo mando entero. Me bajo medio litro de agua y dejo una nota sobra la mesa. Que la interpreten como se les cante. No pasa nada, dormí. Por fin dormí pero todo está igual. La cabeza abombada y somnolienta. Me muevo más lento que nunca. Tengo hambre, quiero desayunar. Me visto y salgo a pasos de tortuga. Cruzo la vía pensando. No, acá ni loco. Dejaría un quilombo. Camino por una calle. Siento que todo va a colapsar. Se mueve todo, más que antes. Era hora, por fin. Me voy a negro. Pienso en ella y el café. Qué va a pasar ahora. Colapso.

FEDERICO ROMAIRONE

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Instagram: https://www.instagram.com/fromairone/

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D

A Sandra y Rubén

ijo que se llamaba Luisa. Me pareció muy amable. Me acompañó hasta los vestuarios y me entregó el uniforme: una camisa, un pantalón y unos borceguíes. Cambiate me dijo.

Luego nos fuimos afuera y me enseñó cuál sería nuestro auto. Ella manejaría ahora pero después me tocaría a mí. Sentí que, de este nuevo trabajo, lo de volver a manejar sería espectacular. Me

acordé cómo era eso de hacer los cambios, la coordinación entre el embrague y el acelerador, la llave dando vueltas en el cilindro. Luisa dijo estar aún dolida por la pérdida de su última compañera. No había sido una renuncia sino una muerte brutal. No supe cómo consolarla, sus ojos se llenaron de lágrimas y agachaba la cabeza. Fue un momento. Luego levantó sus anteojos y con el pulgar flexionado de la mano izquierda se limpió el ojo izquierdo y luego el derecho. Sonrió con el rostro aún endurecido por el recuerdo, y comprendí que no era la única que se sentía de duelo. Nos subimos y dimos unas vueltas a la manzana, me contó sobre algunas mañas del auto y me describió en qué consistiría nuestro trabajo. ¿Estás casada? No. En realidad no lo recordaba. ¡Qué bueno! Este no es un trabajo para enamorarse de nadie. Si no querés a nadie es más fácil. No me miró. Estaba atenta al camino. Atravesábamos una villa. Es la Cárcova. A esta hora están tranquilos. El tema es tipo doce, cuando se empiezan a levantar. ¿Conocés la zona? Un poco. Mis primos tenían amigos que vivían acá. Algunos eran buena gente, otros un desastre. Igual todo el mundo sabe que la mayoría de los que viven acá son gente trabajadora, aunque hay mucho delincuente que aprovecha los pasillos para rajar. Ya la vas a conocer, no te hagas problema. Sonreía y suspiraba casi al mismo tiempo. Tenía un nudo en la boca del estómago. Dios mío, en qué me había metido. “Tampoco recordaba por qué había ido a parar ahí”. Luisa me miró como estudiándome. 137


¿Estás bien? Claro. Son cosas del primer día. Tranqui, ahora vamos a volver. Así conocés al jefe. La radio no había parado de sonar durante todo el viaje: la voz de una mujer emitiendo números, calles, nombres repetidos, claves escuchadas en realitis. Cuando llegamos, el jefe ya me estaba esperando. Delante de mí había una hilera de personas que parecían tener prioridad. Por un momento pensé que estaba bueno que escuchara a la gente pero sentí el ardor característico en la boca de mi estómago como un fuego a punto de desatarse, y luego las gotas de sudor comenzaron a correr por mi frente. Busqué un pañuelo en el bolsillo, pero recordé que me había cambiado y todas mis cosas habían quedado en el otro pantalón, así que me limpié el sudor con mi propia mano. Ahora comenzaba a sentir náuseas. El tipo seguía atendiendo a la gente que iba a hacer denuncias y reclamos y cuando estaba a punto de hablar conmigo, llegaron dos personas y, sin emitir sonido, levantó su mano derecha y movió su palma hacia adelante indicándome que esperara. El mareo se volvía insoportable y un tiempo después (cuya duración no podría especificar) me encontraba extendida en el piso, con el jefe mirándome las pupilas con la linterna del celular e indicándole a los demás que no se acercaran. Me incorporé y me mantuve unos minutos tratando de salir de ese estado de sopor que sigue al sueño. Cuando pude abrir los ojos, vi que en la silla estaba el jean, la remera prolijamente doblada, la valija que dejé lista anoche con las correcciones de los exámenes listos para entregar. Desde el respaldo, el guardapolvo colgaba inmaculado.

MARINA SOSA

Argentina

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M

r. Proud nació para hablar sin pausas. Nunca pudo detenerse: impetuoso y aplastante como el barro de un alud. Monótono como una radio encendida las veinticuatro horas del día, el año entero, la vida toda.

Sin embargo, reuniendo todas las condiciones para encarnar la quintaesencia del más indiscutible martirio, tuvo la inmensa suerte de resultar encantador. Se ganó el respeto de los intelectuales, en los círculos más selectos, aturdiendo con su barullo enciclopédico y se consagró entre las damas como seductor de irresistible labia. Demasiado sencilla y venturosa se le hacía la vida y tanto equilibrio, por momentos, se confundía con el tedio que provoca lo perfecto. Así de armoniosa pavoneaba su apariencia, hasta el instante fatídico en el que cruzó su camino con el del excéntrico Mr. Deaf, singular individuo capaz de mantenerse refractario a sus efluvios sonoros. Y su mera existencia bastó para hacer tambalear la arrogancia del ególatra Mr. Proud. Para ser honesto, debería aclarar que no siempre sus monólogos arribaron vacíos de contenido a esos únicos e insumisos oídos. Digna de ser destacada, fue la excepcional ocasión en la que Mr. Deaf, su acérrimo antagonista, a pesar de su porfiada postura de disidencia, logró rescatar de boca del abominable disertante renglones de vistosa erudición. Una vez sorteada la repulsa que su sola presencia le provocaba, consiguió escuchar y ver de qué modo escurría por entre sus labios viscosos, una oración pletórica de coherencia y razón. Jamás olvidaría cómo un soliviantado Mr. Proud, dirigiéndose a él con un énfasis poco común en su decir, por lo general, monocorde, puso de manifiesto que era consciente de su indiferencia y, también, de su desprecio: “porque usted opina que yo hablo al pedo”. Expresión que enunciada en un correcto inglés, se vio considerablemente jerarquizada. Alcanzaron esas ocho palabras magistrales. Una frase impecable que resumía, fiel y diáfano, su pensamiento y, por vez primera, lo forzaba a estar de acuerdo con su discurso, usualmente anodino..., creo que él mismo no hubiera sido capaz de expresar ni de sintetizar su propio sentir con tan suprema exactitud. Así fue como se detuvo a reflexionar si, acaso, no valía la pena prestar oídos a alguien que demostraba indiscutible sagacidad para interpretar el silencio de los otros. No tardó en comprobar, con profunda desilusión, que aquel había sido un incidente aislado, un relámpago de perspicacia, obra registrada, legalmente, por la casualidad. Tarea estéril, horas diluidas en náuseas y jaquecas. Se consideró ingenuo al haber pretendido rescatar un ápice de cordura, lucidez u originalidad en ese derroche infame 140


de lugares comunes, disquisiciones eternas acerca de temas triviales y observaciones inútiles, bajo una lupa subjetiva y prejuiciosa. Una horrenda porquería, teñida de maledicencia y estupidez. Probablemente, el indigesto Mr. Proud, jamás tomó conciencia de la verdadera dimensión que alcanzaba este enfrentamiento. Tampoco sospechaba que para su impasible contrincante, él solo representaba a un engendro de hechura defectuosa, dotado de la pésima combinación mente estrecha, lengua larga. Mudo, la única solución. Pero con tamaña vanidad, no hubiera dudado en dedicarse a inmortalizar sus vacuos pensamientos por escrito. Entonces, muerto. A Mr. Deaf no se le ocurría otra posibilidad. Orgulloso de su conclusión apodíctica, allí, en medio de la reunión, rodeado de treinta pares de ojos incrédulos, decidió aplicar su particular método. Sin mediar palabra, con flemática calma, tomó de atrás por las axilas al eminente charlatán y lo arrastró a la fuerza. Sus talones obstinados marcaron un surco sobre la alfombra persa. Mr. Deaf no dio explicaciones, no demostró fastidio ni enojo, siempre fue inhábil para manifestar sus emociones, solo se limitó a colocar a Mr. Proud frente al antepecho de la ventana, advirtiéndole que de él dependía. Le concedió una última oportunidad para que depusiera su actitud invasora porque, desde luego, estaba dispuesto a aceptar una disculpa, secundada por el ubicado y debido silencio. Es más, hubiera preferido que eso sucediera porque Mr. Deaf no era hombre de índole violenta. Encadenado a su verborrea, el otro persistió en su altivez y a la pregunta calma aunque terminante prefirió reaccionar del modo equivocado: “¿Se va a callar o tendré que tirarlo por la ventana?”. Imaginen ese grupo de vocablos con la cadencia del inglés que, sin dudas, agrega otra musicalidad a la tensa situación. Ya saben. Ni siquiera volando desde el quinto piso hasta la calle, dejó de hablar. Cayó, pero no calló. Gritaba muy fuerte, aunque sin denotar desesperación o miedo sino, más bien, indignado y ansioso, esforzándose por terminar de contar su relato antes de lamer los adoquines. Resultó curioso escuchar la incansable voz de Mr. Proud disiparse con los metros. Como bajar el volumen con una perilla, paulatinamente, hasta apagarlo. Y así fue como murió Mr. Proud, solo por hablar de más.

MARINA GÓMEZ ALAIS

Argentina

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odo indicaba que sería el típico vuelo en avión desde Lima con destino a Cusco. Una vez dentro del transporte, el doctor Octavio Morales se acomodó en el asiento que le correspondía. Había dejado sus dos pesadas maletas

en la bodega de equipaje. Se fijó que algunas personas acomodaban lo que llevaban consigo en los portaequipajes al costado de sus sitios, esto se debía a que sus valijas eran pequeñas. El doctor Octavio decidió no pensar más en los pasajeros, sino en relajarse, escuchar algo de música, ver una película en su celular. Por fortuna, la ley había cambiado y ahora podía tener encendido su dispositivo, siempre y cuando lo tuviera en modo avión. Se dio cuenta de que aquella normativa se había modificado hace años. Era un lustro desde que no viajaba en un armatoste de esos. Durante todo el vuelo, podría tener prendido su celular, eso lo reconfortó. Desde luego, no sería del todo así. En algún momento le quedaría poca batería, entonces no tendría más remedio que apagar su teléfono móvil y dormir. Había de llegar en buenas condiciones a Cusco. Un nuevo trabajo se le presentó, con buena paga, no podía desperdiciar la oportunidad. Su matrimonio se había deshecho hace tiempo, pero supo sobrellevarlo, salir adelante. Ante todo, supo cómo criar a dos hijos que ahora eran profesionales. El doctor Morales contaba con cincuenta y seis agostos. El avión despegaba. En los altavoces se realizaron las indicaciones para los pasajeros. Se puso a leer una revista que había descargado gratuitamente de la red con todas las de la ley. Era una publicación periódica de temas fantásticos. Le gustaba mucho esa revista, en especial cuando en el primer número leyó un cuento de ciencia ficción que relataba la historia de un extraño mal que consistía en que el paciente enfermaba a todo aquel con el que se topaba. El malestar comenzaba con dolor de cabeza, después con dolor de estómago, luego con dolor de huesos, y de no tratarse en el lapso de veinticuatro horas, podía conducir a la muerte del afectado. Medicina ficción, se dijo el doctor Morales. Qué fabulosa era la ciencia ficción, puesto que abarcaba todas las ramas de la ciencia y las modificaba para dar a luz ese tipo de historias. El volumen tenía una editorial breve (aunque erudita), relatos y diversos gráficos. El doctor lo estaba leyendo con suma atención y deleite. Escuchó unos ruidos delante de él, se trataba de un pasajero que se mostraba nervioso y le pasaba la voz a cada rato a la aeromoza, sobre todo para que le diera un poco de agua. 143


¿Será su primer vuelo? ¿Quién sabe? El doctor optó por no preocuparse por los otros, al menos no durante ese vuelo. Había dedicado su vida al servicio de los demás, con toda la ética y los valores que su profesión conllevaba. Era médico general y había tenido un gran número de pacientes, había visto cosas extrañas en una vida dirigida a la curación de la gente. Un viaje en avión era uno de los lugares más improbables para que pudiera surgir algún lío, aunque nunca se sabía. De repente aquel hombre era un alborotador, o quizá podía ponerse muy tenso y hacer algún tipo de barullo. Nadie quería eso. ¿No sería bueno que el doctor se pusiera de pie y se acercara al sujeto para preguntarle qué sucedía? No, mala idea. Todo pasará pronto, se dijo. En definitiva, no puedo despegarme de los demás, pensó. Era su labor, estar pendiente de lo que ocurriera con las personas. Librarlas de sus males. Era su obligación. Había nacido para ello. Giró el rostro atrás, esto le produjo algo de incomodidad, pues los asientos eran grandes. Miró diversas caras, había una joven que también se veía inquieta. Ninguna otra novedad: una pareja tomada de la mano. Una dama con un niño pequeño. Un hombre con corte (y porte) militar. El doctor regresó a su posición anterior. Al costado de él había un hombre viejo, como de setenta… setenta y un años, se dijo el doctor. Soy bueno adivinando edades, añadió mentalmente. El anciano lo miró con brevedad y lo saludó. Estaba callado, cerró de inmediato los ojos, con una pose que parecía de meditación. No, no podía dejar de pensar en los demás. Era una gran manía. Ya llevaban quince minutos en el aire cuando el incidente tuvo lugar. El hombre del asiento de adelante, que lucía nervioso, se desató el cinturón de seguridad y cayó, como fulminado, en medio del pasillo. La aeromoza se asustó y fue a socorrerlo, un hombre alto, que dijo ser policía, también se acercó. «Soy médico, soy médico», anunció el doctor Morales y fue a ver qué pasaba. «Está muerto», dijo después de tomarle el pulso. El difunto solo llevaba una camisa (por los meses de calor). El doctor se la desabrochó y miró la mancha violácea que el fallecido tenía sobre el corazón. «¿Qué le pasó», preguntó la aeromoza. «Ha muerto por exceso de equipaje», sentenció el médico. «¿Qué?, dijo ella. «Solo lleva una pequeña maleta en el portaequipaje. Tan chica que más parece una mochila». «Explíquenos, por favor», dijo el policía. «¿Cómo que murió por exceso de equipaje?» «Muchas veces», arguyó el doctor Morales, «cuando salimos de un punto de este 144


mundo para dirigirnos a otro, y llevamos con nosotros nuestras cargas emocionales, nuestros males sentimentales, nuestras tristezas, tribulaciones y pecados, traemos exceso de equipaje, eso nos pesa tanto que nos aprieta el corazón. Se manifiesta rápido, en minutos, primero vienen los temores de no saber qué pasa y luego las sensaciones negativas que tenemos con nosotros nos apabullan, nos aprietan tanto que nos matan». «De las cosas que uno se entera en un avión», dijo el policía. «Increíble. Llamaré a la central e informaré», mencionó la aeromoza. El doctor Morales enseguida pensó cómo hace cinco años él había logrado salvarse cuando dejó gran parte de ese equipaje en casa y realizó aquel significativo vuelo de Ayacucho a Lima.

CARLOS ENRIQUE SALDÍVAR

Perú

Blog: http://fanzineelhorla.blogspot.pe/ Facebook: https://www.facebook.com/carlosenrique.saldivarrosas

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E

l hombre se transformó en enigma. Su vida, hasta ese momento, había sido un círculo vicioso. Trabajar, tener, entusiasmarse tibiamente con lo conseguido y volver a comenzar. Trabajar para seguir teniendo bienes materiales. Nada importaba más.

La pérdida de María lo sacudió profundamente y lo sumergió en un mar negro y

helado, lleno de dudas, donde todo lo que había logrado perdía el sentido. Quiso no seguir estando en ese mundo vacío. Así fue que dejó una carta para sus hijos y se marchó. Llegó hasta allí buscando consuelo. Eran las ruinas del molino harinero construido al lado del arroyo, en un campo olvidado. Se instaló en el lugar con algún abrigo, alimentos básicos, papeles y lapiceras. Deseaba encontrar respuestas de ese mundo que lo había aturdido y apabullado, pero lejos de las interferencias de ese mismo mundo. Dormía poco y se alimentaba mal. Caminaba sin rumbo fijo, abstraído y ensimismado, aunque siempre era capaz de encontrar el camino para regresar al mismo sitio, “a su molino”, escribió él. Creía que en el desprendimiento de lo material y su abrazo a la espiritualidad, iba a alcanzar la sabiduría. Los interrogantes y respuestas a los que arribó después de cada una de sus jornadas de meditación, quedaron plasmados en sus apuntes. Entonces encontraron a Manuel, despojado hasta de la carne, solo huesos cubiertos con un trapo blanco que habría sido su túnica, rodeado de papeles con hermosas verdades escritas, según relataron sus hijos. En aquel edificio en ruinas quedó con una luz especial, quizás algún pensamiento suspendido en el aire, como los átomos de la harina luego de la molienda, los átomos de la esencia humana, alumbrándonos.

MARÍA DEL CARMEN RAMACCIOTTI

Argentina

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E

l primer escalón estaba allí, detrás de un torrente viscoso. Para llegar a él debía emplear casi todas sus energías, ser rápido, letal. Para subir el segundo peldaño, debió esperar un tiempo prudencial. Este lo llevaría a un mundo inexplorado. Estaba al final del pasillo,

apenas si podía pasar por el resquicio. Tanto le costó subirlo, que cuando lo logró, el llanto llenó el recinto. El tercer escalón lo llevó a un mundo incierto, donde solo el instinto y el amor fueron sus bases para tratar de seguir escalando. El cuarto escalón estaba rodeado de blancas palomas. De a poco iba llegando, al límite de la inocencia. El quinto escalón despertó su imaginación. No había límites imposibles de alcanzar, se avizoraba una vida plena. El sexto escalón trajo consigo otras obligaciones. Aunque aún no miraba hacia abajo, solo hacia adelante, donde lo esperaba la meta. El séptimo escalón ya no pudo subirlo solo. Era necesario tener un apoyo. En el octavo, se veía a sí mismo tratando de iniciar el ascenso. Allí trataba de ayudar a quienes venían detrás. Escasas veces la requirieron. En el noveno, la altura le permitía ver el mundo desde otra perspectiva. Empezó a mirar hacia abajo, el primer peldaño se veía muy chico a lo lejos. Hacia arriba, el último escalón estaba más cerca. ¿Cuántos escalones le faltaban para llegar al último? Si bien la distancia era menor, el último escalón reverberaba y su contorno no era preciso. Al llegar al décimo, empezó a reflexionar. A pensar si valía la pena esforzarse en alcanzar el último escalón. ¿Qué era lo que lo obligaba a seguir subiendo? Varias veces intentó retroceder y solo logró detenerse un tiempo en el mismo lugar. Aún sin moverse, al poco tiempo estaba subido en el próximo escalón. Inexorablemente se acercaba al último escalón. ¿Y después qué? ¿Habría un descanso? ¿O como las ondas electromagnéticas iniciaría el descenso? Desde el lugar que estaba, veía a los que lo precedían en el ascenso, llegar al escalón y perderse de vista. Ninguno bajaba, al menos por donde él estaba. Cuando se enfrentó al último escalón. Miró hacia abajo, el primero casi no se veía. Subió a él. Encontró solamente un tiempo sin tiempo, una enorme nada, donde se asomaban otros seres como él ahora. Espíritus sin forma, hasta que pasado un lapso, miró hacia abajo y se sintió llamado hacia una madre que estaba dando a luz. Entonces 149


se vio él, pero en un pequeño cuerpo, pugnando por nacer.

JULIO ALBERTO VILLARREAL GAVIRONDO

Uruguay

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V

enía leyendo las últimas páginas mientras se aproximaba a la estación de tren. Fascinación absoluta por “La plaga de la langosta”. Extraordinario, pensó, cómo a alguien se le pudo ocurrir un mundo así de alternativo pero tan creíble.

Al llegar a la estación levantó la vista pues le encantaba mirar la cúpula. Vio los

símbolos nazis y los uniformados. Se espantó por todas las manos derechas en alto. Se abrió paso a los codazos a diestra y siniestra y se bajó del colectivo. Corrió aterrada hasta que la camioneta la atropelló y quedó tendida. La ambulancia llegó enseguida pues estaba en la misma esquina. Cuando recuperó la consciencia, notó que un paramédico de cara familiar pero extraña ya le había colocado un cuello. Tenía en una mano el libro que venía leyendo en el micro. Ella señaló hacia la estación, hacia la doble fila de brazos en alto. —Entiendo —le dijo él mientras miraba la tapa—. Pero no te asustes tanto, están filmando una película con Brad Pitt, por eso los símbolos nazis. Ella señaló otra vez hacia arriba. —Te molesta el sol ¿verdad? Él, sostuvo el libro en lo alto con una mano para que le proyectara sombra. Con las otras dos, le acomodó la tabla espinal.

Patricio Peralta R

Argentina

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