EL NARRATORIO ANTOLOGÍA LITERARIA DIGITAL NRO 53 JULIO 2020

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EL NARRATORIO

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EL NARRATORIO ANTOLOGÍA LITERARIA DIGITAL AÑO 5

NRO 53 — JUlIO 2020 ISSN 2591—3123 Edición y Diseño de tapa:

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ÍNDICE VOLANDO

LUCÍA OLIVÁN SANTALIESTRA 7

COMO LA NEBLINA

ADÁN ECHEVERRÍa 13

VATICINIO EL GUIÑO

J.R.SPINOZa 18 LELIA MUSa 23

LAS ÚLTIMAS BARATIJAS

OSWALDO CASTRO

ALFARo 27 LA NOCHE BOCA ABAJO

JONATHAN CAICEDO

GIRÓn 32 EL ESCAPE

RAÚL ARIEL VICTORIANo 38

MILAGRO DEL VINO

MARINA GÓMEZ ALAIs 41

EL VIEJO JUAN VELIs 46 ESPERANDO LA ONDA… RAMÓN MARTÍNEZ VENTURa 50 LA CALLE SEIS

SILVIA TENa 55

PERO TÚ SABES LO QUE ERA DECIRME AQUELLO A MÍ… EL HUÉSPED

OVIDIO MORÉ 58

NEDDA GONZÁLEZ NÚÑEz 62

SER Y TIEMPO JEREMÍAS AGUSTÍN GIANGRECo 68 MESA 403 EL POZO

GUSTAVO VIGNERa 71 RAFAEL UREÑA EGEa 75

CONFESIONES DE UN CORÓNIAL

MARCELO

MEDONE 78 TERRITORIOS

SILVANA LAMEIRO MICCICHe 82

EZEQUIEL

LETICIA M. BAICo 85 5


CONVERSIONES

ÁLVARO MORALEs 87

LAS DESAPARICIONES

WILLIAM DOVE ESTRELLA

90 EL ÚLTIMO RECURSO

JUAN ANTONIO GONZÁLEZ

DÍAz 93 MAREA ROJA

DAMARIS GASSÓN PACHECo 97

MAMÁ GRIMALDINA ANGIE

adrian do Chávez 101

RONNIE CAMACHO BARRÓn 105

A MAMÁ LE HUBIERA GUSTADO… iñaki ferreras 110 LA CARNICERA

MARTÍN ACEVEDo 113

Fabulosa aparición

Carlos Enrique

Saldívar 115 LA PASTILLA

LUCAS MIGDAl 118

EL GEN:LA ESPERANZA DE LOS MUNDOS MARCOS CORONADO TERRONEs 123 LA CASONA GARDELLI

LEONOR NIETO MUÑIz

129 LA CHICA DE MIS SUEÑOS Leer con lentes oscuros

R.G.ASTRId 135 ROCÍO PRIETO

VALDIVIA 138 UN PEQUEÑO Y DESASTROSO AMOR

MARIA ELIZA

GARCíA MARTÍNEz 142 REGRESO DEL INFIERNO OSVALDO VILLALBa 146

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os chillidos se oían por todo el vecindario. Eran quejidos roncos y alterados, voces doloridas pidiendo auxilio al ser golpeadas con el ímpetu con el que solo podía hacerlo Georg en semejante estado. Hoy había vuelto a pasar.

—Marica… Marica, marica, marica. El empujón que había recibido hasta caerse al suelo le había dolido unos

segundos. Sin embargo, las carcajadas burlonas de German y Dimitri no habían dejado de perseguirlo desde ese instante. Habían salido con él del patio del colegio. Lo habían acompañado en su huida apresurada por las nevadas calles moscovitas. Habían cruzado el viejo portal del inmueble, subido las escaleras hasta el séptimo piso, y acabado incrustándose entre las cuatro paredes de su cuarto después de que Georg entrara en este dando un portazo. Las cuerdas volvían a lamentarse, emitiendo ahora un sonido rasgado y profundo. Paró unos segundos, dejando respirar a su violonchelo. No, no iba a llorar. No iba a dejar que las humillaciones de esos chicos traspasaran su cuerpo y se impregnaran como un olor acre permanente en su ropa. No iba a tolerar que su boca sintiera un sabor agrio que le llevara a tener arcadas, ni que la culpa de creer merecer todo eso se instalara en su vientre como tantas otras veces. Estaba anocheciendo y los primeros copos de nieve empezaban a asomarse por la ventana. Afuera se veían los grises edificios. Todos eran iguales: el mismo cemento, la misma estructura. Aparecían erguidos como tristes esqueletos homogéneos, testigos mudos del recogimiento a esas horas de los habitantes de Moscú. Dentro, en la cocina, se escuchaban unos gritos nerviosos. A su edad un chico no tendría que estar todo el día tocando ese instrumento. Eso no es de hombres. ¿Qué clase de hijo quieres criar? ¡Es todo culpa tuya!, Irina. Georg siguió azotando las cuerdas de su violonchelo. Ahora su padre hablaría de Vladimir, mientras sostendría en la mano un vaso de vodka, la mirada hundida en el fondo de este. Él sí se había comportado siempre como un hombre. Él sí había sido valiente. Él nunca había llorado. Dichoso accidente, murmuraría después. Y daría un golpe en la mesa. Su madre se echaría a llorar. Él se serviría más vodka. Uno, dos, tres… Perdería la cuenta. Su voz sería ya pastosa cuando dijera de nuevo que su 8


otro hijo, al contrario, era sensible. Y lo resaltaría con la tristeza del que cree que la vida ha sido muy injusta con él y que solo le ha dado disgustos. Georg agitó el arco del instrumento enérgicamente, hasta hacer caer al suelo las partituras de la melodía que estaba tocando. ¿Cuándo se había convertido en la vergüenza de la familia y su hermano en un mártir, en un fantasma con el que nunca podría competir? Lamentablemente, conocía la respuesta. Apretó los labios fuertemente hasta hacerlos sangrar. Sí, él nunca había sido como su hermano. Él tenía, en efecto, una sensibilidad especial. Adoraba su violonchelo. Era capaz de contemplar durante horas su elegante y fuerte porte, sus insinuantes ondulaciones, su absoluta hermosura. De hecho, lo veneraba. Se entregaba a este todas las tardes como si hiciera un sagrado y profano ritual a la vez. Primero sus manos acariciaban tiernamente su fino torso. Después sus piernas se contraían para asirlo con energía. Entonces ensayaba diferentes posiciones con sus dedos hasta conseguir arrancarle las notas adecuadas y hacerlo vibrar hasta la extenuación. Era en aquel instante en el que este joven músico volaba, sumido en una perfecta unión y armonía. Y era inmensamente feliz. Si hubiera tenido que ponerle un nombre a este, se decía a veces riendo, lo hubiera llamado como un héroe o dios antiguo: Alejandro, quizás; o Hércules, poderoso, solemne, de rasgos fuertes y proporcionados: simplemente bello. Pero esos momentos de éxtasis duraban poco. Las carcajadas, los empujones, las duras miradas de desaprobación en su casa asomaban pronto por todos los rincones de su habitación. Le gritaban, lo increpaban, encerrándolo en una nube sofocante de nuevo. —Marica… Marica, marica, marica… Su mente era invadida de nuevo por aquellas palabras. Pero esta vez, estas habían sido pronunciadas por su padre, tan solo hacía unos meses, en una situación a partir de la cual ya nada había sido igual. Ni mucho menos mejor. Se acordaba muy bien: la puerta de su habitación abierta de repente, los músculos tensos y el ceño fruncido de su progenitor, la rabia ascendiendo por su garganta hasta no parar de gritar. Su hijo se había quitado rápidamente el vestido de ballet de Irina, borrado la marca de pintalabios del rostro, bajado la cabeza, resignado. De todo lo que había sucedido a partir de ese momento, que había sido 9


mucho, lo que más le hirió a este joven violonchelista fueron los silencios continuos de quien debería haber sido su familia. Desde entonces las cenas transcurrieron en un tácito silencio en las que un hombre malhumorado y vencido que algún día quizás lo llegó a querer ignoraba sus comentarios y su madre no se atrevía a levantar la vista del plato. Al llegar a casa aquel señor que apenas podía reconocer no respondía a su saludo. Por el pasillo, hacía como si no existiera. Los días discurrieron en una incómoda y tensa calma, en un forzado y silencioso pacto cuya fórmula mágica consistía en que el causante de esa innombrable humillación se volviera simplemente invisible. Pero lo que de ningún modo fue invisible para el culpable de tantos males fueron aquellos ojos de adulto derrotado que lo contemplaron desde aquel incidente. Eran unos ojos cansados, donde se leía todo el desprecio y el pavor de quien creía haber engendrado un auténtico monstruo: un ser terrible de rostro pálido, cuerpo endeble y rasgos afeminados que tenía el poder nefasto de haberle destrozado la vida. Desde aquel instante, esos ojos lo persiguieron, le recordaron lo indigno que era: por ser sensible, por amar la música, por no ser como Vladimir, por sentirse una mujer, por… Los motivos eran muchos y varios; la culpa, solo suya. Georg dio una patada en el suelo. La realidad le dolía por todas las partes de su cuerpo. Sentía que se asfixiaba. Solo quería volar. Por el pasillo se escuchaban ya los pasos lentos y firmes de su padre, el aliento fuerte a vodka se iba colando por la puerta de su cuarto. Georg siguió tocando con furia. Sentía que se asfixiaba. Solo quería volar. —Marica… Marica, marica, marica. Las palabras volvían a retumbar en su cabeza. El miedo y la pena lo traspasaron como alfileres que se clavaran en su estómago, mientras empezaba a quemarle la garganta. Tragó saliva y sintió un gran escozor. Notaba un extraño fuego corriendo en su interior. ¡No! Él no era marica. No, no lo era. Ni lo sería jamás, si eso significaba ser una deshonra, objeto de burlas y rechazo en el patio del colegio y en su propia casa. No. Él era sensible, afeminado, y amaba la música. Sí. Y a los chicos. Y se sentía 10


encerrado en un cuerpo que no le correspondía. Pero eso no tenía nada que ver con ser marica, porque ser marica implicaba desprecio. No. Sentir atracción por los hombres, sentirse mujer, ser él mismo, eso no tenía nada que ver con ser marica. Un extraño calor iba abrasando su boca, su esófago, su estómago. Unas lágrimas ácidas le invadieron el rostro, humedeciéndolo. El pomo de la puerta se empezó a mover agitadamente. Detrás, Irina trataba de detener a su marido, gritándole, suplicándole, dándole ligeros puñetazos que para él eran tan solo cosquillas. Georg era muy consciente de lo que iba a ocurrir. Otra vez. Por las noches jamás había sido invisible en su casa. Sentía que se asfixiaba. Solo quería volar… Un llanto silencioso discurrió por sus mejillas. Sacudió con todas sus fuerzas el arco de su violonchelo. Solo quería volar… La ventana del cuarto se abrió violentamente. Se levantaron fuertes ráfagas de aire. Las partituras que descansaban en el suelo comenzaron a revolotear. Solo quería volar… Entonces ocurrió algo inaudito y completamente inesperado. Su dolor, espeso y salado, fue deslizándose por todo su semblante, luego por su cuello y sus brazos, cayendo por sus piernas y sus pies después. Era tanto, y tan abundante, que fue inundando el cuarto, llenándolo completamente, creando una masa líquida violenta y amenazadora que se movía con gran furia. En medio de la habitación se formó un remolino que comenzó a arrastrar todos los objetos que había allí, tragándoselos. Luego, derribó la puerta y fue atrayendo los muebles del pasillo, y el resto de objetos de la casa. Con ellos, su padre fue conducido hasta allí y engullido completamente. Al mismo tiempo, el joven músico empezó a elevarse y a dar vueltas en la habitación, sin dejar de arrancarle intensos sonidos a su violonchelo. En su ascensión, pudo ver con la boca abierta cómo su propio cuerpo cambiaba. Su pelo crecía, transformándose en una bella melena; la piel de sus manos y sus mejillas se volvía más fina y rosada aún; sus labios se teñían de rojo carmín, como el pintalabios de Irina, y los pantalones se recogían en pliegues hasta formar un bello tutú de bailarina. Simultáneamente, dos enormes y sensuales pechos crecían y su miembro se encogía 11


hasta desaparecer, dejando en su lugar una limpia y profunda cavidad. Georg se contempló y se sintió por primera vez hermosa, libre, liberada. Fue girando sobre sí misma y ascendiendo cada vez más, abrazada a su instrumento. Finalmente, alcanzó el techo y se esfumó, ante la mirada estupefacta de su madre, quien, ajena a la masa de líquido absorbente, no dejó de llorar agradecida por ver aquel espectáculo. Cuentan las gentes del vecindario que aquella noche vieron surcar por el pálido cielo de la ciudad a una dulce mujer abrazada a un hombre fuerte, rubio y vigoroso. Esta lo sujetaba firmemente con sus piernas, acariciándolo por toda partes, pellizcándolo con sus dedos hasta hacerlo gemir. Estaban unidos en una intensa pasión como si fuera la última vez que se fueran a ver. Cuentan las gentes moscovitas que estos dos enamorados estuvieron volando toda la noche, hasta que la vista no alcanzó a verlos más. Y que les acompañó siempre la melodía frenética y chillona de un violonchelo.

LUCÍA OLIVÁN SANTALIESTRA

España

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l día que volví a ver a Lía es algo que aún no ocurre. Las noches neblinosas de Ensenada me han traído a los ojos del cerebro su presencia. Fueron pocas las veces que pudimos correr sobre los amaneceres, entre sudor, los hilos de la hamaca, sábanas, y su

escaparse de mis brazos para regresar a casa antes que su madre comenzara sus sospechas. La conocí en la preparatoria. Era alumna en la nocturna, y yo tenía la oportunidad de impartir algunas materias en lo que entraba a estudiar en la maestría. No hubo flechazo, fue una erección a primera vista. Quizá fuera el cabello negro que colgaba hasta sus nalgas. O tal vez era aquello de mi amordazada homosexualidad de aquella época, porque su talle liso y sin pechos, de muchachito de veintidós años me parecía excitante. Lo cierto es que todo comenzó con eso de sus constantes: ¡Qué me ves! Que se volvieron un susurro inaudible, de labios rojos que dejaban escapar el silábico ¡Qué dia-blos-me-ves!, cada vez que yo pasaba frente a su salón. A lo que por única respuesta había una sonrisa de mi parte. Cuando eres maestro de preparatoria, te quedan prohibidas las salidas con alumnas. ¡Pero ella tenía veintidós!, Y entendí de golpe las ventajas de dar clase a personas mayores de edad, que no habían tenido la oportunidad de terminar su bachillerato, y que con el paso de los años y la vida por su cuerpo, decidieron volver para intentarlo. En la preparatoria nocturna había de todo, menos personas menores de edad, y eso era algo que aprendí a disfrutar en las piernas, las caderas, los talles delgados de algunas de las alumnas, como dentro del pantalón de algunos de los muchachos con quienes tuve oportunidad de departir alguna vez. Como yo no sería aquel cínico que la citara en la escuela, pudo la fortuna hacer que nos topáramos por una de las calles de la barriada. La suerte, la divinidad, el demonio es así. Ella vivía a solo unas cuadras de donde yo tenía mi apartamento de joven divorciado. Y se nos hizo fácil entablar algún tipo de charla: ¿Me está siguiendo?, soltó sin siquiera verme, mientras daba largas chupadas a una tutsi pop. Sus rojísimos labios de colegiala, como una pequeña ventosa alrededor de ese pequeño glande rojo de caramelo: También es mi camino y quise apurar el paso dejándola atrás. Reímos por la ocurrencia, y me acompañó hasta la puerta del apartamento. 14


No diga que sus alumnas no lo cuidan. Le traje sano y salvo. Lo cual fue una total mentira, porque me había rasgado tanto la ética de profesor como la conciencia que quería brotar en mi cabeza. Deseché la conciencia de un manotazo, y la invité a pasar. Le ofrecí un refresco y respondió: ¿En serio crees que estoy tan flaca porque me la paso tomando coca colas?. Comes paletas, supongo que tiene la misma cantidad de azúcar. ¿Y te excita lo mismo viendo chupar la paleta que tomando refresco? Todas las mañanas, a las 6 am, tocaba, o más bien, aporreaba mi puerta con sus delgadas manos, de delgada mujer, y al abrirle brincaba sobre mí y me rodeaba la cadera con sus delgadísimas piernas. Toda ella se volvía una pequeña ventosa que se iba cerrando y succionando muchas partes de mi cuerpo, ensalivándome con esa gracia que solo una mujer hambrienta puede entender. Los Te amo, Te necesito, Dámelo, se decían sin impudicia. Y nos apretábamos lo suficiente para terminar jadeando. Y antes de que yo tuviera oportunidad de decirle alguna lindura, o una terneza, de esas que uno se ve obligado por la sociedad a recitar, aprovechando que reposábamos del sexo, ella saltaba de la hamaca, o se bajaba de la cama, se metía sin calzones en los pants de corredora que traía, y desaparecía como la niebla al calentarse el día. No tardé en darme cuenta de la presa en que me había convertido. Una mujer hermosa, me iba arrancando de a poco no solo el semen, sino lo poco que tenía de cordura; en cada beso en que nos fundíamos, el agua de su boca iba inundando cada uno de mis nervios, y hacía rebotar mi pasión, en cada uno de aquellos espacios que yo aún conservaba de mi fallido matrimonio. Y es que yo era de aquellos que se limitan después de haber probado las mieles de aquello que nombran amor, y comienzas a pensar que las relaciones deben caminar con esa manera de quererse en serio. Uno sale de un matrimonio algo domesticado aunque quiera aparentar que quiere devorarse el mundo, cada paso lo da de a poquito, pensando que si se nota muy dispuesto parecería un acosador, o un maniático sexual, del que todas las chicas pensarán: “Por eso lo dejó la mujer”. Pero con Lía entendí lo que era aquello de ir perdiendo la cabeza por sentirse usado para el sexo. Y en vez de mirarme en los espejos de la mente y convencerme para decir “Déjate llevar y gózalo, ella sabe lo que quiere”, porque en cada orgasmo 15


tenía que reconocer que ella se veía tranquila, risa que risa la sirenita; pero mis apenas veintiséis años y luego de ese fallido matrimonio, me sentía tonto y poco dispuesto a disfrutar solo lo cárnico de una relación. Me detuve a pensar que necesitaba el diálogo, la conversación, quería saber quién era Lía. Y a regañadientes, y como una forma de responder a mis cuestionamientos, y con mucho desgano, comenzó a dar pedazos de esa historia que yo solicitaba. Tal vez todo fueran mentiras, quizá solo clichés que había ido aprendido a decir: El sometimiento de sus padres, La prepa aún no terminada, aquello de la hermanita de cinco años, que yo siempre creía que era su hija. Hasta que, fastidiada de mis preguntas y comportamiento, me dijo: “No vine a conversar”. Lía gritaba y pataleaba, con mi verga en sus manos, lamiendo y succionando, lamiendo y succionando, sin dejar de mirarme a los ojos. Pero insistí: “Quiero que seas mi novia”. Con sus ojazos de lechuza abiertos al máximo, en ese color negro profundísimo pude verme reflejado, y en verdad, hoy que lo recuerdo, me doy asco por haber sido tan cursi y pusilánime. Mi verga llenándole la boca, al escucharme escupió el miembro, lo soltó, se paró en la cama, puso cada uno de sus pies al lado de mi torso, como un Coloso de Rodas, y desde aquella altura, dejándose admirar la desnudez que la hacía un monumento a la ira justo en el centro de mi cama y de la habitación, con el coño aún goteándole, soltó: “¿Te gusta lo que ves? ¿Así como soy, una chamaca sin tetas?”. Quise decir que sí, debí decirlo de inmediato; pero ella levantó las manos, comenzó a pasar el peso de su cuerpo de un pie al otro, moviendo las caderas, en un improvisado baile, y de momento me montó, y comenzó a besarme y sacudirse con tal furia, hasta lograr que me corriera. Se vistió de prisa y, toda sonrisa, dijo Adiós como última palabra. Cerró la puerta del apartamento con mucho cuidado, casi sin hacer ruido, como si no quisiera irse. Yo la miraba aún desnudo desde la cama, apenas contemplando su partida, sin poder añadir nada más. Los días fueron pasando sin Lía. No volvió a la escuela. No volví a encontrarla por la calle. No volvió a golpear la puerta de mi apartamento. Y no ha sido sino esta bruma de Ensenada, que todas las mañanas cubre la bahía, la ciudad, los apartamentos, lo que me ha hecho recordarla.

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ADÁN ECHEVERRÍA

México

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L

a primera vez que sospeché que mi hijo podía predecir el futuro fue durante el cumpleaños número ochenta y uno de mi padre. Les invité a cenar a mi casa. Compramos un pastel de tres leches para partir después de comer. Recuerdo que coloqué las velas en el pastel, como

mi padre hizo tantas veces en mis cumpleaños. Las encendí. —¡Una foto, una foto! —gritó mi madre quién sacó su cámara y se colocó frente al pastel. Yo cargué a mi hijo de un año y me coloqué junto a mi padre. Justo antes de que soplara las velas, mi pequeño dijo su primera palabra. Fue pausada, como saboreando cada sílaba. —A…bue…lo. Después de que mamá tomara la foto y se soplaran las velas intentamos que el pequeño Rodri repitiera lo que había dicho. Nos rendimos después de media hora. Mis padres se despidieron. Fue una linda velada. A la mañana siguiente recibí la llamada de mi madre. Apenas podía hablar. Gemía y la voz se le cortaba. —Es tu padre —me dijo. —No tenía que decir más. Adiviné de qué se trataba. El funeral de mi padre fue a las diez de la mañana. Un lunes. Estaba lloviendo. Le dejé el paraguas a mi esposa y me hinqué frente a la tumba del viejo. Las gotas de agua, densas y robustas empapaban mi ropa. Se veía tan sano el día de su cumpleaños. Entonces una idea cruzó por mi mente. Como un relámpago. Al principio no la dejé entrar. Pero mi corazón destrozado le hizo un hueco. ¿Y si Rodri lo había predicho? Unas horas más tarde mientras me cepillaba los dientes para ir a dormir me convencí de que era una estupidez. Seis meses más tarde vino de visita mi cuñada. Aura. Una mujer delgada y desabrida. Estancada en la adolescencia. Siempre con ojeras bajo los ojos y haciendo comentarios (mitad en broma, mitad en serio) a mi esposa sobre buscarse a alguien mejor como pareja. La toleraba solo por mi mujer, y porque parecía tenerle un cariño sincero a Rodri. Por aquel entonces, Arleth y yo estábamos algo preocupados por el mutismo 19


de nuestro hijo. El pediatra decía que cada niño tenía su propio ritmo. Que le dedicáramos tiempo, jugáramos con él y las palabras llegarían. Y de verdad llegaron, pero a cuenta gotas. —Tía Aura —lo dijo con claridad. —Ven, el nene sí habla, solo hacía falta que llegara alguien a quien quisiera mucho –lo cargó y lo llenó de besos. Intentó que repitiera su nombre, incluso mi esposa lo invitó a decir mamá. Pero Rodri no habló de nuevo. Al día siguiente el teléfono sonó a las once de la noche. —¿Quién será a esta hora? —dijo Arleth con voz nerviosa. Hace algunos meses le había descubierto hablando con alguien en la madrugada. Ella me jugó la del marido celoso, y me dijo que era un machista y un paranoico. Sin pruebas es difícil ganarle la conversación a una mujer, así que dejé el asunto por la paz. No volvió a ocurrir. Pero yo estaba seguro que quien llamaba hoy no era un hombre. —Es tu madre —le dije con la seguridad que tiene el conejo que va a morir cuando descubre a la serpiente. Ella contestó. —No, no puede ser. ¿Cuándo? ¡Oh Dios mío!, de acuerdo, sí, adiós. Se derrumbó sobre la cama y comenzó a llorar. Yo me acerqué y le abracé. —Es Aura, ¿verdad? Ella asintió con la cabeza y se hundió en mi pecho. A la mañana siguiente fuimos a la funeraria. Arleth caminó hasta el ataúd. Lloró y rezó. Yo le di su espacio. —Es una tragedia, era demasiado joven —me dijo Javier, quien era muy cercano a la familia de mi esposa. —Sí, es lamentable —por un momento pensé en contarle a Javier acerca de mi teoría, pero me contuve. Si debía hablarla con alguien era con mi mujer. Esa noche le solté la bomba. —Es una estupidez —su voz era gélida —es un pésimo momento para andar con ese tipo de bromas. Como Arleth estaba molesta me quedé a dormir en el sofá. Pero hacía un calor del demonio. Entonces me llevé unos cojines y fui al cuarto de Rodri, que además de nuestra alcoba era el único cuarto con aire acondicionado. Estaba por 20


quedarme dormido cuando Rodri habló de nuevo. —Abuela —me levanté de golpe. Me vestí a toda prisa y cogí las llaves del auto. Condujé a casa de mi madre a las dos de la mañana. —¿Qué sucede? —ella estaba casi tan asustada como yo. Yo la abracé. Unas cuantas lágrimas se me escaparon. Ella lo notó y me enjugó los ojos. —Rodrigo, ¿qué te sucede? —Estaba preocupado por ti, creo que aún no supero lo de papá…y la muerte de Aura… mentí. Me quedé con ella el resto de la noche. Arleth llamó por la mañana. —¿Dónde estás? —En casa de mi madre, estaba un poco enferma mentí. —Ah… ¿puedes venir?, te necesito no sonaba molesta. Tardé quince minutos en llegar a casa. Arleth tenía los ojos hinchados. “Estuvo llorando”. —¿Qué sucede? —pero en el mismo momento que hice la pregunta vaticiné la respuesta. Su madre había muerto a las seis de la mañana. Su hermana menor Delia le había marcado para notificarle. Esta vez no traté de convencerla. Fuimos al velorio. Estuvimos ahí hasta pasadas las doce. Después regresamos a casa. Le pedí a Arleth que se fuera a dormir. Que yo me haría cargo de levantarla al día siguiente. Me levanté muy temprano y le di un baño a Rodri. Lo estaba secando cuando habló nuevamente. —Papá. La sangre se me heló. Mi vista comenzó a nublarse. Estaba en un estado de trance. Como pude, vestí a mi hijo y me arreglé. Quizá por última vez. Desperté a mi esposa y conduje al panteón. Tenía miedo de morir mientras conducía y llevarme a mi familia conmigo. Mientras el ataúd descendía me imaginaba que era yo quien estaba dentro, sin vida. —Arleth, quiero que sepas que te amo mucho. Tengo un seguro de vida, no es mucho, pero servirá para pagar los gastos funerarios y algunas cosas más. 21


—No me digas esto ahora Rodrigo me abrazó, no estaba molesta. Era más bien cansancio. —Pero debes saberlo… por si acaso. Pensaba en cómo me hubiera gustado ver crecer a mi hijo. Hacerme viejo al lado de mi esposa. Todo eso se veía tan lejano, como sombras de un futuro que no iba a ser. Entonces se escuchó un grito. Era Delia. Junto a ella había un hombre tirado. Se convulsionó por unos momentos, después se quedó muy quieto. —¡Javier! —gritó mi esposa y corrió hacia él. Entonces ya no era una sospecha, lo supe. Tuve la certeza de que mi hijo predecía el futuro.

J.R.SPINOZA

México

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-¿C

uántas veces voy a decirles que la “Mamma” no quiere que se acerquen a la casa de doña Ildefonsa? Ya todos sabemos que Emma dice haber visto “esas sombras” pero ese no es asunto suyo —les advirtió a los gritos Adelina.

—Es que ella insiste en que los dueños no van a volver, porque nunca se fueron a ningún lado, y quiere que alimentemos a los animales —respondió Clara, parada a mitad de camino entre las dos hermanas, una chillona y la otra silenciosa, casi muda. A ella también se le planteaba la duda entre la obediencia a su madre y la aventura que significaba seguir a esa extraña hermana que, aunque casi no hablaba, podía ver lo que estaba vedado a ojos comunes. Estaba segura que su hermana menor no veía con los ojos del cuerpo, sino con los del alma: alguien la había hecho especial, le había dado ese don del que muy pocos pueden gozar. Emma no estaba tan agradecida con esa virtud. Poder ver “esas cosas” la desesperaba; ella podía ver el sufrimiento de otros, algunas muertes le eran anunciadas. Por eso, lejos de considerarse una elegida, padecía esa capacidad como una tortura, pero como si estas nefastas revelaciones no fueran suficientes, tenía que soportar el descrédito de los suyos. Nadie le creía y lo más terrible era que cuando su anuncio se concretaba, nadie se lo reconocía, solo repetían que era cosa de la casualidad, con lo cual dejaban saldado el misterioso hecho. Pero esa mañana estaba dispuesta a desobedecer a su “Mamma” otra vez. La sombra que había atravesado la pared anunciaba que ya no había vida en ese hogar. Se lo había contado a Clara y a Teresita. Su melliza desconfiaba de ella, pero Clara estaba convencida de que decía la verdad, por eso había decidido acompañar a su silenciosa hermana a esa casa que ahora se le antojaba maldita. Apenas llegaron a la finca, comprobaron que los animales estaban sedientos y desesperados de hambre; Clara sentía, con cada paso que daba, más aprensión y desesperación. Lo que su hermana le había dicho parecía que era cierto. En cuanto se asomaron a la ventana de la cocina, lo primero que vieron fue un pequeño gato que pugnaba por salir. Emma empujó la ventana y una de las hojas cedió un poco. —¡No hagas eso, Emma! —le recriminó Clara— Si llega a faltar algo nos pueden echar la culpa a nosotras y la “Mamma” no nos perdonaría jamás si su 24


comadre se enoja con ella porque nosotras nos metimos en su casa y, menos aún, que la gente del pueblo ande diciendo que las hijas del tapicero italiano son unas ladronas. Otra vez nos tendríamos que mudar porque la madre no soportaría la vergüenza pública y ya sabes que tampoco nos creería a nosotras. Clara no estaba dispuesta a que su madre rompiera la promesa que se había hecho a sí misma de que este era el último lugar en el que viviría, no quería más mudanzas, ya había tenido bastante desde que abandonó su Italia natal para buscar un mejor destino en las promisorias Américas. Emma asintió, lo hacía por su madre, aunque no estaba muy convencida de dejar al pobre animalito encerrado ahí y, menos, siendo un gatito. En eso estaban cuando una sombra se coló por la rendija de la ventana y una pestilencia nauseabunda se escapó junto con ella. Clara pegó un aullido de terror. Emma se mantuvo impasible, ya estaba acostumbrada a ver esas cosas que nadie ve. —¿Qué fue eso, hermana? —preguntó desesperada Clara y en todo su cuerpo se notaba que el pánico la dominaba. —La muerte —contestó lacónicamente Emma y cerró su boca tanto como tenía cerrado para siempre uno de sus oídos. No hablaron más. Espantada Clara y angustiada Emma, porque nadie les creería lo que para ellas, ya era una verdad inocultable. Protegidas por el silencio dieron la vuelta a la vivienda para volver a su casa con la intención de convencer a la “Mamma” de que le dijera a alguien lo que Emma creía que había pasado, cuando vieron que una comitiva ingresaba a la propiedad por el callejón de la finca; alcanzaron a divisar los tres primeros carros y comprobaron, con horror, que el primero era el de la policía y el tercero el de su propia familia. Asustadas, y creyendo que las buscaban a ellas (cuando se es niño siempre se piensa que lo persiguen a uno) se escondieron detrás de una parva de leña que estaba cerca de la entrada de la casa. Del primer carro vieron descender al menos cinco policías que a los gritos llamaban a Don Blas; también los vecinos, incluidas la “Mamma”, Adelina y Teresita, convocaban con desesperación a toda la familia. —¡Atrás! —vociferó el que se notaba a las claras que era el jefe —¡Déjennos trabajar tranquilos! Cabo, disperse a esta chusma —ordenó luego. Sin embargo el gentío no se alejó demasiado, entonces Emma y Clara 25


aprovecharon la confusión para mezclarse en él. Apenas vio a su “Mamma”, Emma tembló ante la reprimenda que estaba segura le tocaría, pero increíblemente recibió de ella un guiño. Algo le decía que su madre le creía. La denuncia del dueño del almacén de ramos generales sumada a la de la “Mamma”, había alertado a la policía y a todo el pueblo. La ausencia de Doña Ildefonsa que, al menos, dos veces a la semana se acercaba al negocio de Don Ángelo y las declaraciones de Doña Marietta que, sin nombrar las visiones sobrenaturales de una de sus mellizas, alertó sobre el abandono de la casa y de los animales, que en situaciones normales sus compadres jamás hubiesen permitido, puso en alerta a la ley. —¡Atrás! —gritó nuevamente el que ya se notaba que era el comisario, y de una plomiza patada desencajó la puerta de sus goznes. Un hedor fétido se escapó por el hueco de la puerta y golpeó de lleno a todos los oficiales que no pudieron disimular el asco y las arcadas. Sin embargo, el mal olor no era más que el preludio de un espanto mayor: toda la familia yacía asesinada vilmente. Doña Ildefonsa apuñalada en la puerta anunciaba la tragedia. Sobre su ancho cuerpo de más de seis meses de embarazo, sus hijos dormían para siempre, cegados a golpe de hacha y, un poco más allá, para completar la tétrica escena, Don Blas y su fiel contratista exhibían las deshonrosas heridas de un arma de fuego. —¡El Chileno! ¡El Chileno! —aullaba el gentío enardecido. Y esta vez, el dedo acusador del pueblo tuvo razón. Muchos días después, en un operativo que demandó poca gente y mucho esfuerzo, los “Chilenos”, porque en realidad eran dos, fueron alcanzados con sus bolsillos llenos de dinero manchado, intentando cruzar a su país, a la altura de la cordillera sanjuanina. La gente dice que el éxito de la empresa fue gracias a la valentía y al arrojo de los oficiales, pero tal vez unos pocos, solo unos pocos, saben que fue Emma la que le reveló el camino al comisario…

LELIA MUSA

Argentina

Facebook: Lelia Laura Leonor Musa Fotografía de D. Sharon Pruitt

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R

engifo navega el río, sin forzar el motor fuera de borda y siempre pegado a la ribera. Se acostumbró a viajar solo y a hacer lo que le plazca con las curiosidades que se le cruzan en el camino. Al prescindir de ayudante ahorra la paga y evita la cháchara inútil.

Prefiere el silencio rodeando la embarcación para enfrascarse en interpretar el sonido de la palizada lejana o el murmullo del viento sobre las copas de los árboles. A veces la noche lo atrapa en algún recodo, lejos del siguiente caserío por visitar y duerme feliz, tendido en la orilla, guarecido por la carpa de lona y hojas de pijuallo, e interpreta el lenguaje de los fantasmas transparentes que caminan sobre las aguas. Se marea con media botella de aguardiente de caña y duerme soñando con Teshina. El aguacero despierta la bruma del cauce y lo obliga a acelerar. Rengifo se cubre con el poncho de plástico anaranjado y busca un claro para fondear y esperar que escampe. Tiene por costumbre no desafiar al Yacumare y se hace a un lado para dejarlo pasar. Lo vio un atardecer lluvioso persiguiendo a delfines rosados y desde entonces sabe muy bien que el gesto que le hizo con la mano es la autorización otorgada para irrumpir en sus predios. No lo desafiará para que no se lleve a las profundidades a su amada Teshina. Rengifo se asusta con el llanto de la selva. Es la primera vez que el cielo lo moja con cólera. Se atemoriza de recibir latigazos acuosos y tener la visión nublada a pesar de frotar los ojos. El monstruo líquido se estremece y amenaza con voltearlo. Rengifo empuja el bote y lo vara en el lodo. Lo amarra a dos gruesos árboles y ajusta la mercadería. Se esconde en lo alto de la espesura y reza para que los tunches y las deidades acuáticas se calmen. Su modesta inteligencia comprende que algo sobrenatural ocurre. Tiene que llegar al poblado de los requis mu para conocer a su hijo, regalarle el vestido de flores a Teshina y los anteojos oscuros a Roquesh, su suegro. Llueve hasta la medianoche y el cielo sigue encapotado. El olor extraño que asfixia el ambiente lo inquieta. Es desconocido y le escarapela la piel. Rengifo no duerme y el temor de la muerte cercana lo agobia. Recuerda que ya no debería estar en este mundo de no haber sido por la etnia que lo salvó de la malaria. Afiebrado, convulsionando y con la mente ocupada por demonios se disponía a morir. Su bote navegó a la deriva y aún no entiende cómo no forma parte de las leyendas locales, 28


esas que hablan de fauces comebotes. Despertó sobre petates suaves y lo primero que vio fue la sonrisa de una mujer que le ordenaba silencio con los dedos y le frotaba la frente con trapos limpios. Los aborígenes no contactados le perdonaron la vida y lo adoptaron por los extraños objetos que llevaba en cajas. Teshina se enamoró de sus ojos almendrados y rogó por volver a recibirlo. Las visitas fueron mensuales y Rengifo guardó el secreto de aquella gente inocente y asesina con los foráneos. No encontró referencias sobre ella en cartas geográficas ni información en los caseríos que frecuentó. Llegó a pensar que aparecían cuando se aproximaba y luego se desvanecían con su partida. Los viajes sucesivos le permitieron trazar el derrotero fluvial de su ubicación. Al mostrar sus apuntes nadie le daba razón sobre ese sitio. Se encogía de hombros y suspiraba contento al saber que no los ubicarían y que Teshina estaría a salvo de las crueldades de los hombres de la ciudad. Tiritando de frío, tal como cuando enfermó de los bronquios hace un mes, alucina duendes subiendo por la ladera para coger sus manos. Son hormigas que lo agreden porque invadió su territorio. Las mordeduras lo obligan a cambiar de ubicación y se guarece bajo unas palmas enanas. Acurrucado y tosiendo, parecido a la tos que lo ahogaba en el hospital, se siente un huésped indeseado en ese lugar ignoto. Sus ojos se deleitan con el espectáculo luminoso de los relámpagos y se estremece con el bramido de los truenos en la distancia. A su memoria regresan las idas y venidas por el río para congraciarse con esa gente no contactada por la civilización. Al recuperarse de la malaria convenció al curaca que regresaría con artículos sorprendentes y fantásticos. En cada aparición simulaba ser un dios. Les llevó radios y pilas para que escucharan música, cuadernos y hojas en blanco para que dibujaran con crayolas. Les enseñó a hacer fuego con palos de fósforo y a iluminar las noches con velas. Les regaló sartenes y teteras para hervir sus brebajes. A los cazadores los surtió de cuchillos para destazar monos y culebras y a los pescadores les obsequió cordelillos con anzuelos. A los ojos de Teshina, Rengifo era el dios de la abundancia y señor del río. No fue difícil que se enamorara del comerciante y una noche estrellada se le entregó en el monte. A partir de aquel encuentro, su padre lo adoptó y escoltaba hasta la desembocadura del gran río para que pudiera regresar nuevamente. Los planes de Rengifo se dilataron más de lo esperado. Al retornar del último 29


viaje fue presa de dolores de cabeza intensos, malestar corporal y fiebre alta. El médico de la posta lo diagnóstico de dengue y lo trató ambulatoriamente. Sin embargo, empeoró al presentar tos exigente que obligó a suministrarle oxígeno por la nariz. Al cabo de quince días se recuperó y realizó la convalecencia en casa de una comadre. Por la radio escuchaba de una misteriosa enfermedad que quería entrar en esas tierras olvidadas por Dios. Rengifo despierta adolorido por la mala noche pasada y sus ojos pitañosos observan la neblina bajando y cubriendo el follaje. Es muy extraño ese cambio en el paisaje, piensa. No es la época del año para esas curiosidades. El vaho que viene del río le injuria sus fosas nasales. El olor a putrefacción se mezcla con el aroma de las enredaderas de los aguajales. Baja rápidamente por la ladera, recupera el bote y enciende el motor. Revisa las cajas con mercancías y todo está en su lugar. Busca entre los bultos el reloj de su suegro y lo encuentra intacto. Antes de enfermarse les llevó relojes a los mayores y en esta ocasión quiere hacer la diferencia con el suegro. Surca el río y se inquieta con las aguas mansas. A lo lejos ve el atracadero de palos de la etnia requis nu. Parece una construcción abandonada, pero la diseñaron así para despistar a los intrusos. Detrás de esa aparente precaria edificación se halla, al costado de un ramal, el verdadero fondeadero de las piraguas. Rengifo maniobra con habilidad salvando los bajos del lecho y se aproxima. La quietud es inusual para esa hora y la neblina que lo circunda es la antesala del terror. Amarra el bote a uno de los palos y sube por una trocha escondida. Rengifo respira el vaho que precede sus pasos y las arcadas lo detienen para vomitar el horror guardado en el estómago. El olor es más intenso a medida que se acerca. Traspone la cortina de árboles y el caserío de veinte familias exhibe su dolor. Nubes de moscas revolotean alrededor de sus integrantes y el rictus de dolor dibujado en los rostros le tapona los oídos para no escuchar el zumbido de los insectos. Las alimañas de la selva caminan en un caserío de aborígenes inocentes, de gente que estuvo de espaldas al siglo veintiuno y que confió en la intrusión de un extraño venido de tierras lejanas. Los cadáveres putrefactos lucen los relojes baratos y su suegro está sentado en la puerta de su choza. Busca a Teshina y la encuentra con el recién nacido en brazos. Los dos están muertos. El caserío parodia el campo de batalla de una guerra invisible. Algunas gallinas 30


y un par de perros famélicos aparecen de entre los arbustos. El más viejo se le aproxima y su mirada lo culpa. El anciano can le dice que es su culpa. Le ladra encolerizado para acusarle de llevar el virus a un pueblo sin defensas.

OSWALDO CASTRO ALFARO

Perú

Facebook: Oswaldo Castro

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«Hay cosas que sentimos en la piel, otras que vemos con los ojos, otras que nomás nos laten en el corazón». Carlos Fuentes

A

lgunos presentían su llegada, «¿Quetzalcóatl estaría cerca?», aquel hombre se cuestionaba y pensaba las cuentas que rendiría sobre su mandato. Al paso de diez lunas naranjas, Moctezuma meditaba, de hecho, era un pensamiento diáfano y reflexivo. Al mirar al cielo

avistó el vuelo de un águila: «¿El revoloteo de aquel animal debería simbolizar una llegada inesperada»?, o «¿Sus dioses deseaban comunicarle algo?», dentro de su conciencia solo él lo pudo saber. El desasosiego taladraba su corazón de escarlata, las venas le zumbaban y sus ojos de color cedro parecían de vidrios rotos. En la hermosa y fértil Tenochtitlán los vasallos del imperio junto con los guerreros Aztecas y sus familias trabajaban en los cultivos sembrando maíz para poder sustentar una taza de pozole. Cuando se daba el nacimiento de un varón, era determinado por las leyes a vivir y a morir como un honorable guerrero. La ceremonia de la llegada era adornada por el canto mítico del Cenzontle que, ponía en cintura las tonalidades más tiernas del universo. Moctezuma era un hombre vanidoso de sangre guerrera, poseía el don de la cosmogonía y la nigromancia, además tenía un poder de liderazgo deslumbrante, audaz para el ajedrez que es la batalla. Un individuo admirado por la mayoría de los pueblos pertenecientes a su interminable imperio. Otros le temían, sabían lo siniestro de su pensar y de su actuar. Conocían perfectamente los mecanismos de tortura que podría ejercer sobre sus adversarios. No obstante, el gobernante sentía un miedo escalofriante que iniciaba en la punta de su pie derecho y terminaba en sus gruesos parietales. Nunca imaginó que la llegada de algo pudiera amenazar su mandato, pero ahora lo contemplaba. En busca de liberarse de aquellos vagos pensamientos, envió a sus servidores a la frondosa selva de leche para que le trajesen con premura; ocho jaguares y seis esclavos, esto con el fin de cumplir un sacrificio que, de seguro cosecharía algo de paz en el espíritu de los dioses. Al entrar el vasallo con el encargo, les ordenó que alojaran a los felinos y a los hombres sobre el fino hexagonal de piedra y que le hicieran llegar una filosa daga. 33


Segundos después, y al atravesar sus cuerpos, la sangre rebosaba los guijarros. Ordenó se les amarrase las extremidades y tirase de lo más alto de una de las pirámides: el cielo lacerado de rojo se regocijaba por tanta sangre emanada de los corazones hambrientos; mientras que la luna hacía rodar su barriga de sueño en lo más profundo de los espejos que eran la medida del tiempo. En efecto, los invitados atestiguaban una hecatombe. La barbarie era practicada sin escrúpulo alguno. Se podía ver cómo el corazón de uno de los animales todavía latía dentro de las manos de uno de los verdugos. La carne viscosa se escapó herida y rodó por los canales. Las manchas rojas disipadas por el agua dibujaron una línea al horizonte, apuntando justamente al oriente por donde los invasores penetrarían el fortín. «Los dioses, hablaron», apuntó el joven de pómulos quemados que permanecía con las manos chisporroteadas. Moctezuma sabía que con estos sacrificios sus dioses le ayudarían a sosegar los pensamientos más desaforados. Pero no fue así. Al paso de las quince lunas en la costa del Este de aquel territorio, y a cuatrocientos kilómetros del fortín del soberano, exactamente en el golfo de Veracruz, brotaban lentamente hombres de mar, aquellos hombres muy de carne y de hueso, con barbas frondosas y trajes de exóticas telas. Traían consigo bestias endemoniadas que los cargaban ilusoriamente sobre sus lomos de níquel. Días después, muchas de sus botas pisaron las tierras de lo que osaron denominar: «el paraíso terrenal». Uno de los conquistadores embelesado por el paisaje que deleitaban sus oscuros ojos, lanzó la sentencia: «Viajero, has llegado a la región más transparente del aire». El cantar de las aves era tan fuerte que sus oídos palpitaban al escuchar las melodías diversas, las baladas excelsas, los sonidos áureos destellados por los picos ávidos de los pájaros que se hallaban encadenados al cielo. Hay en el mundo eventos sublimes y hermosos, que se presentan de tanto en tanto. Ni siquiera el lenguaje con sus ambivalencias poéticas es capaz de representar. El mismo Cortés que hallaba en lo grotesco de la muerte algo bello, no se atrevía a prorrumpir palabra alguna al observar con detenimiento las hojas verdes de los helechos que extendían sus brazos como otorgando una bienvenida de ensueño. Hernán Cortés. Sí. El mismo que tendría un palacio de bloques gris ratón. El mismo que educaría el pensar indígena al Castellano. El mismo que traspasaría a 34


cuchillo las almas de los «animales» que resistirían las debacles de «La noche triste». Aquel sujeto indómito. Aquel héroe quijotesco que en sus tejidos oníricos se soñaba en su copioso manantial, erigiendo sus estatuas, con mujeres labradas de canela y con frutas exóticas rozando sus labios. Por momentos dudaba del Dios cristiano. Se sentía superior, fuerte. Días más adelante, entraban los nuevos dioses al territorio de los mexicas, depredadores eso sí, y sedientos de trigo. La incertidumbre se apoderó de los habitantes de Tenochtitlán. El mandamás español, ávido de poder ingresaba victorioso antes de la batalla, lo acompañaba una hermosa india, que conocía la lengua Tzeltal, el náhuatl y balbuceaba el castellano. Al enterarse Moctezuma del arribo del siniestro personaje y de su ejército, enlistó gran parte de sus tropas. Horas más tarde, en un lugar sagrado donde se les rendía tributo a los dioses Aztecas, organizó su estratagema. Allí los grandes caciques deberían planear algo magistral para derrotar la temible tropa de los «nuevos dioses». Así, pues, para la asamblea asistieron hombres míticos, que poseían cualidades de liderazgo y entereza, además muchos de ellos ya habían sobrevivido a temibles asonadas y para esta ocasión podrían ser los más apropiados para unirse a tan noble causa. Sabían, plenamente, que no se trataba de la llegada de un dios benigno. Intuían que algo peor que una plaga marchaba hacia las entrañas de la ciudad, sabían que traían consigo enfermedades mortales. Sabían de lo traicioneros que podían llegar a ser. Conocían de antemano, la maña, la trampa, la malicia, el embuste etcétera. Los españoles cambiaban los espejos por cantidades de oro. Hacían trueques obligatorios con los Motecas que, al resistirse veían cómo sus carnes trepaban al viento y cómo los invasores construían cortinas de leche húmeda con sus huesos de plata. «El Imperio Azteca es el regalo más grande que me han dado los dioses» pensaba Moctezuma, mientras que sus aliados lo miraban de soslayo y veían en él, aquel temor nunca antes reflejado. Una suerte de inseguridad que se trasladaba a los sentires de la comunidad: «¿Cómo detener la plaga, si eran seres invencibles?». «¿Cómo se llamaban esos «palos largos» que emanaban sonidos hambrientos?». Estas reflexiones provocaron hondas jaquecas en el mandatario que no concebía perder su imperio, no ahora. En el calendario ya transcurría el mes Izcalli, El Cacique hacía tres noches que 35


estaba en vigilia, presentía que Cortés estaría cada vez más cerca de él. Decidió, entonces, consultar a un súbdito sabio: Netzahualcóyotl. La conversación fue tensa. El silencio acaparó los minutos, los saturó de un espíritu de soledad, de incertidumbre. Con la llegada de un sol blanco, doscientos hombres llegaban por el Este montados en el lomo de unas bestias que soltaban onomatopeyas de espanto. Se apeó del animal una persona de abundante cabello de azabache y de barba montaraz. Armadura de plata, piel de canela. Su mirada se clavó en la arquitectura de la ciudad, no podía creer que los «animales sin alma» pudieran haber edificado una sociedad tan fina, perfecta. Impávido seguía con su mirada los acueductos y toda la organización de aquella mágica ciudad, surrealista. Sus ojos cegados de trigo al deleitar las columnas de oro que sostenían las casas. Los secuaces de Cortés no prorrumpían palabra. Embelesados, quedos, sobrepuestos de una realidad mítica llena de cartuchos de oro. Hernán Cortés hacía su entrada al palacio, valeroso, desafiante. Desenfundaba su espada, la elevaba hacia el cielo y exclamaba: ¡Sal de tu castillo monarca de los esclavos, esta tierra no te pertenece, ahora es mía y de mi Dios, quien me ordena arrestarte! Fracturó el viento con la persignación que hizo con el brillo que destellaba el fino metal. Los demás soldados, inclinados, hicieron una venia. Moctezuma arribó a la puerta y con un gesto de perdón al universo, indicó que el ejército de la «plaga», era bienvenido al palacio, aceptado. El viento sirvió como canal para transmitir un diálogo que duró veinte minutos. La acción que seguiría marcaría la historia del imperio para la eternidad. Moctezuma se arrodillaba ante su vencedor, parecía Leónidas. Los habitantes del pueblo observaron impávidos esa acción. A su vez Cortés ni siquiera emanaba gota de sudor alguna, para ganar el imperio y el terreno más fácil que quizá había conquistado en su vida. «Todas las luchas anteriores, valieron la pena», pensó Hernán. Inmediatamente, apresó a Moctezuma, lo amarró, y se dio paso al empoderamiento de su nueva empresa. Al ingresar a su «nuevo fortín», y al alcanzar a sentir la gloria más grande de todo el mundo, sin siquiera derramar una gota de sangre, se encontró con que su cabeza rodaba por las escalinatas, nunca imaginó que los Caciques del imperio, junto con Moctezuma habían planeado entregarle el imperio solo por unos segundos, para después propinarle una sangrienta muerte. Una espada de cristal se deslizó tenuemente por el aire. Una muerte bella. Cabe resaltar, que sus hombres no tuvieron un destino diferente. Una lluvia de flechas hacía una metamorfosis que dibujó la Noche boca arriba. Moctezuma, emitió una mirada que se perdió en los ensopados ojos de los habitantes. Lo desamarraron, lo subieron en los hombros. Titilaban sus cabellos de cobre 36


haciendo ondas al aire. Elevó su mirar al firmamento y evidenció cómo una nube con forma de serpiente emplumada se perdía en la línea que cortaba el horizonte.

JONATHAN CAICEDO GIRÓN

Colombia

Facebook: https://www.facebook.com/jotto.caisedorff

Ilustración:

ABRIL CORTÉS SUÁREZ

México

Instagram: @lirbalam Blog: https://abrilcortesblog.wordpress.com/ Deviantart: https://lirbalam.deviantart.com/

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E

ra un miserable peón leñador y la soledad del monte le había embrutecido el alma. La codicia de ser libre —y embriagarse en la contemplación de la vastedad del mundo— lo decidió a escapar de este obraje vegetal, la selva de quebrachos del Chaco interminable.

En su huida, había robado una bicicleta y un pequeño alambique de cobre que

amarró detrás del asiento, con una atadura de alambre. No bien la claridad pintó su pasta ceniza en el cielo sobre la línea del horizonte, ya tenía desarmadas las lonas de la carpa. Ahora pedaleaba con desesperación por la huella de polvo de la llanura, más allá del bosque. El capataz y sus hombres, seguramente, lo estaban persiguiendo, pero tenía fe en sus fuerzas; en un día a más tardar llegaría al otro lado del río y estaría a salvo. Luego de vadearlo entraría al pueblo. Alguien le contó que era un puñado de casas apretadas a lo largo de la costa y le dijo que tenían las paredes pintadas de colores refulgentes. Él imaginó, entonces, el bullicio de voces en las calles estrechas y los ajetreos de los carros. El puño desconocido de la dicha le apretó el alma, le latieron las sienes. La fascinación de la libertad le infló las entrañas. Cargaba una rústica mochila con sus cosas: la manta, un trozo de pan, un cuchillo. Nada más. Su cuello rojo era un cuero curtido por la brisa caliente. Le habían contado que el mar era como un cielo azul, pero acostado, que empezaba donde la tierra se hundía. Esta imagen le iluminaba los ojos, le alimentaba la imaginación, le tensaba la ansiedad. Si bien no iba hacia allí, sabía que las chatas ancladas en el pequeño puerto fluvial zarpaban llevando troncos hacia el océano. Y, tal vez, podría buscar trabajo en alguna compañía naviera y embarcarse para ver ese confín azul del que le habían hablado. Cuando se hizo de noche, antes de hacer el último acampe, vio la curva de la orilla y la superficie acerada del agua. Estaba agotado. Resolvió completar el trecho final a la mañana siguiente; faltaba poco para estar fuera de peligro. Sacó la botella, tomó un trago de aguardiente y se quedó dormido sin armar el toldo. Bajo el frío resplandor de las estrellas se abandonó a su primer sueño inmaculado. Las voces lo despertaron al amanecer. A lo lejos, entre la polvareda, divisó un apretado retén de guardias armados de 39


la empresa forestal. Se levantó. Aunque el miedo lo hizo tropezar, montó la bicicleta y encaró hacia la parte más estrecha de la barranca. Cuando empezó a pedalear sintió el estampido, después la quemazón y luego la caída. Una tenue desazón se instaló entre los pómulos de su rostro cetrino al ver el color granate de su propio charco. Luego, por fin, una sonrisa incompleta quedó colgada de la comisura de sus labios. Estaba muerto, pero la mueca, el pecho soberbio y los ojos abiertos mirando en dirección del río, daban la sensación de que ese hombre se había ido de este mundo arrastrando consigo la felicidad completa.

RAÚL ARIEL VICTORIANO

Argentina

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“M

e partió al medio…”, tiró en la noche número ciento veinte. Eclipse de luna y cuarentena, habíamos tomado varias copas de vino. Ya veíamos los zócalos oblicuos y nos reíamos de más. Hacía tiempo que no se respiraba

placer en la casa, el encierro nos había alejado. Dicho esto, se puso serio de golpe. Pensé que era una cagada si le agarraba un pedo triste. Odio los pedos tristes seguidos de confidencias porque suelen terminar mal. La lengua se traba y el filtro se destapa, nada más inadecuado que las revelaciones de tranca. En el mejor de los casos, puede que una resaca indulgente barra todo recuerdo. Para desviar el rumbo, hice un chiste chabacano y le pegué una nalgada suave, pero mi insinuación no prosperó. Él tenía esa pertinacia pesada de los ebrios y yo, la típica laxitud que invita al sueño o al sexo, lo que llegue primero. Él ganó y puso primera, con algún desperfecto técnico en los frenos. Derrotada y somnolienta, me hundí en el sofá, con más vino en mi copa que ganas de escucharlo. Empezó a contar cosas que me sabía de memoria porque nos conocemos desde siempre. Pasó lista, por orden alfabético, de las minas con las que había salido antes de que lo nuestro un día, también como colofón de una curda, pasara de amistad a un encame legalizado, que viene durando veinte años. Y, a pesar de mi pedo atómico, empezó a incomodarme que hablara del culo fofo de Eugenia, de las tetas de palco que tenía Mariana o de lo calentona que era Paula. Traté de mantener mi sentido del humor y le advertí que la charla se venía desmoronando como el culo de Eugenia y que yo me estaba calentando como Paula, pero ni me oyó. Al menos no le había pintado bajón, pero ya me ofendía un poco que fuera tan imbécil. De golpe, se quedó tildado, mirando un punto fijo. “¡Pero cómo no me había dado cuenta antes!”. Y de nuevo mudo. Yo lo miraba, a esa altura, con cierta intriga. Todavía no había explicado qué o quién lo había partido al medio pienso que Paula, la calentona, lo habría partido al medio en más de una ocasión y ni siquiera sabía si llegaría en algún momento al punto de partida. Me animé a preguntarle de qué carajo se acababa de dar cuenta, a lo que me respondió con los ojos medio entornados, que él no se parecía a nadie de su familia. “Sos idéntico a tu viejo”, le dije con maldad: sabía que, además de ser un hombre muy feo, él lo despreciaba. No conseguí ninguna reacción de su parte. Murmuraba creo que unos nombres, pero por suerte, ya no de 42


otras ex. O sí, con él nunca se sabe donde están los límites y el fastidio me había puesto paranoica. Entre el mareo con zumbido irritante, el embotamiento del sopor y el tono monótono con el que susurraba palabras ininteligibles con la lengua medio empastada, empecé a cabecear. Las cuatro palabras finales de la frase, me despabilaron como si me hubiera inyectado un litro de café negro directo a la vena: “..porque soy un Carballo…”. Carballo es mi apellido materno y, sin sentido alguno, más que la fraternización del vínculo en los últimos tiempos, aluciné secreto familiar develado. Lo primero que me dio fue una arcada, pensando que lo nuestro podía llegar a ser incesto. Después, bronca de que hubiera otro zángano más para dividir la herencia, odio de que su padre horrible hubiera osado cogerse a mi vieja y repugnancia de que nosotros, probablemente, fuéramos hermanos… era la fórmula perfecta del asco. Y ahí nomás, lancé arriba de la alfombra. El torpe resbaló encima del enchastre y quedó hecho un Cristo, chapoteando sacrílegamente sobre el milagro del vino convertido en vómito. Un verdadero pecado derrochar así una botella de las caras. Me preguntaba, en qué momento de esa escena bizarra, saldrían de las sombras avisando que estábamos en el set de filmación de una película clase B. Imaginé cosas tan inverosímiles mientras levantaba del piso al ganso de mi marido o hermano o amigo o qué se yo ya cuál lazo nos mantenía unidos, amén de ese charco de vómito color malbec. También consideré injusto que, después de tantos meses sin revolcones, viniéramos a cortar la racha manoseándonos como cochinos, literalmente, sin sexo y arriba de una regurgitación, que nada tenía de idílica y mucho de etílica. La cabeza me estallaba y ya todo había dejado de parecer gracioso. “Andá a cagar”, le dije cansada del fracaso rotundo de aquella noche que, en un comienzo, había parecido prometedora. “‘Perá que estaba divertido”, chasqueó las palabras apocopando en dialecto beodo. “¡No ves que nunca me ‘cuchás y entendés cualquier cosa…”. Mi malhumor era ingobernable. “Divertido hasta que empezaste a decir pelotudeces. ¿De donde sacaste que sos pariente mío? Ahora resulta que podrías ser mi hermano, que un pedo de golpe te hace compartir mi adn… sabía que tomar de más hoy, en noche de eclipse y con los días que llevamos encerrados, era una mierda de plan… ya empezaste a desvariar”. Entre hipos y carcajadas, me contestó que no, que la que desvariaba era yo, “como siempre”… que solo había dicho que él era un zapallo y que lo partía al medio no parecerse a nadie de su familia, pero en realidad, 43


le costaba aceptar no querer ser como ellos. Transcurrido un milenio de desencuentro y malos entendidos, fue en ese preciso instante cuando entendí que habíamos dejado de entendernos, vi que habíamos dejado de vernos y escuché que habíamos dejado de escucharnos. Por temor a la explosión, la verdad acallada, había amontonado mucha mugre debajo de la membrana superficial del sarcasmo. Seguía hablando, sus labios se movían, pero yo no oía lo que decía, como si alguien hubiera apretado el botón “mute” en su control remoto. Le empecé a gritar con desprecio. “¡Así que yo siempre desvarío… pero no ves que sos un boludo!”. Pero él tampoco escuchaba mi voz. De hecho, gritábamos los dos como energúmenos, con expresiones desmesuradas que deformaban las facciones de un modo grotesco, como si representáramos una mímica de la ira. Nos insultamos con puteadas mudas de todos los colores, nos disparamos salvajemente y a mansalva, un catálogo de rencores afónicos que en veinte años habíamos inventariado. Y nos asustamos tanto al gatillar el sigiloso odio acumulado, que terminamos abrazados. Pegoteamos nuestro espanto con los cuerpos pringosos, temblando callados, envueltos por una quietud que inquietaba. No sé como explicarlo, pero la noche había parado… no había viento, los grillos no chirriaban, las hojas de los árboles parecían pintadas. Se había frenado el mundo. La ausencia de sonido, la sensación de vacío, la tensión circundante, todo ejercía una fuerza centrípeta que erizaba la piel. Solo estábamos nosotros, uno atraído por el otro, cada vez más apretados. Eran tan fuertes y poderosos el silencio y la calma, que entramos en pánico, intuyendo que aquella desaceleración precedería el estallido de nuestro universo ínfimo. Nos miramos asombrados. Me causó tanta tristeza la seriedad de la circunstancia que quise evadirme, como siempre, con algún comentario burlón, una ocurrencia irónica para descomprimir, pero no surgía nada divertido porque de esa densidad no parecía haber escapatoria posible. Incrustada en su tórax no me sentí a salvo, aunque sí esperanzada con la idea de desintegrarme en ese instante. Nos rendimos, dejamos de oponer resistencia a lo impredecible. Cayó sobre los hombros un cansancio antiguo, el peso del deber resistir y sobrevivir batallas. Fue como derretirnos despreocupados, irresponsables. Un segundo de levedad en el cual, no tener que pensar más en el mañana, hizo desaparecer la angustia ancestral. “No hay futuro, qué alivio.”, pensó 44


mi esencia reprimida, agotada de sostener un templo sobre su cabeza, cual cariátide. Instintivamente, nos besamos. Teníamos olvidado lo que se sentía cuando la sangre de uno buscaba y deseaba la turbulencia del torrente irracional del otro, sin medir parámetros, fluyendo despreocupados, entregados al destino. Perder el control, de eso se trataba. Perdernos fragmentados, para reencontrarnos completos, quizás, en otra dimensión. Algo estalló afuera y nos encendió por dentro. Partidos al medio nos fusionamos. El final de esos tiempos había llegado.

MARINA GÓMEZ ALAIS

Argentina

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s que el tipo, curiosamente, me recuerda a alguien... sin embargo, estoy casi seguro de que se trata de alguien a quien nunca conocí personalmente. Extraño. Alguien que me conduce y me dirige casi automáticamente a algún instante

perdido en el tiempo; precisamente perdido, porque en realidad, nunca lo viví. Pero lo miro, lo veo al viejo pasar, y esa extraña idea de pasado me sacude el cuerpo, me revuelve los pensamientos, me estremece. Con la mirada desorientada y de aspecto siempre pensativo y como abstraído por completo del mundo; el tipo, el viejo, siempre significó un misterio para mí. Algo en su contextura, algo en su deambular, algo en ese paseo siempre idéntico, en su recorrido cual guardián de la cuadra… Hay algo, algo más… En fin, yo estoy por llegar a casa. El viejo pasea con su perro como de costumbre, con ese perro salchicha que marcha casi tan manso y moroso como su dueño. Vienen de frente. El sol cae, deben ser aproximadamente las siete de la tarde. Ni siquiera me atrevo a sacar el celular para corroborar la hora, lo quiero ver al viejo pasar. Mis piernas están algo cansadas y por eso empiezo a disminuir el paso y a bajar disimuladamente la velocidad, aunque en realidad sé muy bien que lo hago porque allí se aproxima, aletargado en su parsimonia dominguera, el viejo. El viejo de la esquina, porque ahí es donde vive, en esa pintoresca casita, solo y calmo. Por lo menos desde que, bueno, ya sabés… desde que pasó lo que pasó. Se me acerca y me mira, sé que lo hace, aunque fuera una mirada fugaz y furtiva, hay una desviación, advierto esa desviación. Yo estoy atento, yo estoy alerta. Pero también sé disimular, vos sabés que sé disimular muy bien... En ese preciso momento yo me encuentro llegando a la esquina de la cuadra de mi casa, y casi que me detengo junto a la sombra del inmenso roble ante el inesperado accionar del viejo, que al igual que yo suspende su marcha eterna y me levanta la mirada… juré que me iba a hablar, que me iba a decir algo, que iba a pronunciar alguna mísera palabra, pero no. Levantó la mirada, eso sí. Me penetró con sus ojos de tormenta. Sentí una especie de golpe psíquico, de nuevo ese sacudón en todo mi cuerpo; si esto fuera una escena de una película, en este instante se escucharía un efecto de sonido agudo y la música ambiental se cortaría de repente. Examino esa mirada, en poco más de medio segundo, y luego retomo mi andar. El perro se había dispuesto a mear contra aquél árbol, y entonces ahí comprendí todo: 47


no era mi presencia incómoda el motivo de su detención súbita y fortuita, pero efectivamente el viejo me había arrojado una mirada. El viejo vagaba siempre con sus manos sujetadas entre sí y apoyadas sobre la cadera, en su espalda; encorvado, serio y con esos ojos antipáticos y negros como el azabache. Lo caracterizaba su paso siempre sereno pero torpe, su contextura física desgarbada y avejentada. El viejo mira al salchicha, entonces, a ese perro arrugado como él, y se rasca la nariz. Yo doy tres pasos y ahí escucho el ruido, ya cuando mi mirada estaba firme hacia al frente, hacia adelante, decidida, empecinada… ya alcanzaba a ver el portoncito de madera de mi casa. “La puta madre”, pienso para mis adentros, es que ya casi lo había superado... Escucho el chasquido. Me hizo ese chasquido con la boca, con la lengua, y noté que me estaba llamando a mí. Me quedo quieto, así permanece mi cuerpo durante unos instantes, así reacciona, con una réplica de inmovilidad inmediata. Luego me doy vuelta, algo atónito. Y ahí lo veo. De nuevo, yo, duro, como rulo de estatua. —“Hola...” —me dice con una voz ronca y profunda, y yo no lo puedo creer. Se escuchan algunos pájaros, y algunos perros ladrando de fondo, alguien que corta el pasto, el ruido de la máquina, gritos divertidos de algunos niños, pasa rápido una chica andando en bicicleta que me tiene que esquivar medio de repente porque yo estaba en otra, aturdido, estupefacto. Estamos enfrentados. Yo parpadeo dos veces, libero una tos seca y después tardo en responder. Para mí esa tos era una especie de contestación, no lo sé. A todo esto, insisto, yo estaba quieto y, me atrevo a decirlo, aterrado. Entonces, asiento tímidamente con la cabeza, alerta a esa mirada furtiva que no se quiere apartar de mí. —“¿Qué tal?” —no sé por qué carajo dije “¿qué tal?”, nunca digo “¿qué tal?”. Soy más bien del “¿cómo va?” o “buen día” o “¿cómo le va?”. Pero bueno, me desconcierto un poco por el “¿qué tal’”, y luego permanezco ahí, como aguardando algún tipo de respuesta urgente, o una señal del destino… En eso alcanzo a ver que el perro salchicha ya termina de hacer sus necesidades y se aproxima a su dueño, quien le concede unas palmadas en el lomo. El perro le ladra a un pájaro que se posa sobre la rama del árbol. Yo voy a retomar mi camino pero, inesperadamente, el tipo insiste. —“Se viene el agua ¿eh?” —dice con esa voz gruesa y misteriosa. —“Ajá, sí. Parece… parece que sí”—respondo automáticamente y dejo salir 48


una risita tímida, una risa nerviosa en realidad. —“Que andes bien” —parece despedirse, pero yo lo siento como una sentencia, como una amenaza. Esas palabras finales sonaron para mí como un dictamen condenatorio. Sigo, sonrío y sigo. Y el tipo sigue y dobla en la esquina, tranquilo, sereno, moroso. Al final no llovió un carajo. Al principio, al llegar a casa, me sentí afortunado porque el tipo me había hablado… después me sentí raro, muy raro... Quién sabe con qué vecino o vecina se habría atrevido a cruzar palabras el pobre viejo ése, tal vez… sí, tal vez solo conmigo. No creo, no puede ser tan así. No importa. Llegué a casa algo exhausto porque el día había sido agobiante, pero dentro mío sentía una peculiar sensación de placidez y esperanza, me sentía como ilusionado. Después, como te digo, volví a sentirme raro… Sospecho que algún día voy a poder hablar con él más detenidamente, preguntarle desde cuándo está en el barrio, qué hizo durante toda su vida. Porque ahora necesito saber más, investigarlo con mayor profundidad. Pero tengo que estudiarlo, tengo que estudiarlo minuciosamente, cada acción, cada mirada, cada gesto. Develar lo oculto en su mirada. Porque el viejo ese tiene como una especie de aura alrededor de él ¿viste?, que lo protege. En fin, es una observación y nada más que eso... —Okey, okey. Entiendo, pero, entonces… ¿para vos la mató él a la mujer o no? Se escuchan los pájaros, el cantar intermitente de las chicharras, algunos perros ladrando de fondo, alguien que corta el pasto, el ruido de la máquina, gritos divertidos de niños que ríen y juegan, alguien pasa en bicicleta, alguien toca una bocina y, a lo lejos, más de fondo, el tren Roca pasa por las vías del tren. —Sí. Yo creo que sí. Fue el viejo. Definitivamente fue el viejo.

JUAN VELIS

Argentina

Instagram: https://www.instagram.com/juan_velis/?hl=es Páginas WEB: https://juanvelis96.wixsite.com/metatextos https://lacuevadechauvet.com/

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esde mediados del siglo pasado, y durante varias décadas, la modorra de los pueblitos del interior del Uruguay se veía alterada tres o cuatro veces por día: un estallido de febril actividad que se producía cada vez que llegaba uno de los gigantescos y plateados

buses que unían todo el país con la capital, Montevideo. Se trataba de la gran empresa de transporte de pasajeros y encomiendas, llamada ONDA (Organización Nacional de Autobuses), y cuando uno de sus coches arribaba, la gente decía, por deformación; “ahí viene la Onda”. No era el coche, el autobús, el ómnibus, ni el bus….. ¡era la Onda! En cada localidad, ONDA tenía una agencia para llegada y partida de los pasajeros. Se recibían los diarios de Montevideo, cartas y encomiendas para el correo. En la ciudad de Castillos la gente se reunía en la estación cada vez que atracaba uno de los coches, quedando admirada y estupefacta con la habilidad de esos choferes de leyenda, que dominaban a su antojo a esos rugientes monstruos mecánicos. Los pasajeros que descendían despertaban cuchicheos de admiración; “Pahhh…. Vienen de Montevideo… ¿Qué habrá pasado?, ¿habrán ido por enfermedad o por paseo?” Wilson era un hombre-niño alto y flaco. Su mente se había detenido entre los cinco y diez años. Sus enormes ojos saltones miraban maravillados todo lo que ante ellos pasaba. Siempre escudado en una sonrisa sin maldad, con un pequeño rictus, como si pidiera perdón por ser distinto. Tenía unas manos enormes, y su mayor demostración de ser amigable era dar una fuerte palmada en el hombro a cada una de las personas que lo saludaban. Era un personaje muy querido en la ciudad. Le encantaba asistir a los bailes del club social; había conseguido una camisa de un blanco dudoso, y una corbata roja que anudaba torpemente al cuello. Los porteros lo dejaban entrar pese a que no era socio, y ninguno de ellos, ni los miembros de la comisión directiva, protestaron jamás por su presencia. Se paraba al borde de la pista, hamacándose arriba y abajo al ritmo de la música, chasqueando los dedos. Cuando alguna pareja pasaba bailando a su lado, estiraba su enorme manaza, despeinando al engominado caballero. Pese a ello, nunca se produjo ninguna reacción malhumorada. Todos lo querían. La primera vez que vio un ómnibus de la Onda fue siendo todavía un niño. Pasado el espanto del primer momento, quedó prendado para siempre de ese 51


atronador artefacto con ruedas, de tal manera que sus días y sus noches pasaron a estar vacíos desde el momento en que dejaba de verlo luego de la salida, hasta que asomaba envuelto en polvo, a la llegada. Diariamente estaba en la agencia treinta minutos antes de la hora prevista, y se iba a casa media hora después de cada partida. Comenzó a aproximarse, tímidamente, al grupo de personas que se agolpaban para dar la bienvenida a los pasajeros que arribaban, y luego a los que despedían a quienes embarcaban, y a quienes procedían a la carga y descarga de valijas y encomiendas en las enormes bodegas, y de a poco empezó a ayudar en la tarea de alcanzar los bultos con un empeño y dedicación que conmovía. Se hizo querer por los guardas, conductores, y funcionarios de la agencia y por los vendedores ambulantes de panchos y refrescos. Caminaba cuadras y cuadras hasta la entrada del pueblo para esperar a la “Onda”. Cuando llegaban los coches, los choferes le permitían subir. Wilson entraba triunfante por la calle principal hasta la agencia, parado junto a la puerta, detrás del enorme parabrisas. En su rostro se dibujaba una enorme y pura sonrisa. Sus ojos, llenos de un total asombro, iban descubriendo cómo las calles se le aproximaban y luego desaparecían bajo las ruedas y su atenta mirada, hasta llegar a la misma agencia. Sí, eso era para él magia y una completa felicidad. Año a año, iba agregando nuevos y sutiles cambios en su servicio de maletero. Comenzó a llevar las valijas pesadas desde la agencia hasta la casa de los pasajeros, y con el tiempo logró que muchas personas le pidieran que les acarreara el equipaje hasta la agencia. Creó una elaborada y dificultosa logística para el traslado de las valijas, todo un sacrificio para su mente simple y lenta. Si tenía dos pedidos desde distintos barrios del pueblo, se confundía y corría torpemente de un lado a otro, tratando en vano de estar en dos lugares a la vez. Cuando su cerebro captaba que eso era imposible, se llenaba de vergüenza y tartamudeaba a sus clientes de manera atropellada y confusa ininteligibles disculpas que siempre eran aceptadas de buen humor. En cierta ocasión encontró tirada en un basurero una carretilla rota. En un golpe de imaginación se vio corriendo tras ella, con tres valijas, media docena de cajas y paquetes, llevando todo a la vez. Era construida en madera, hasta su rueda; las tablas estaban apolilladas y quebradas. Desde luego que no le importó; estuvo días y 52


días pasando por una carpintería, saludando melosamente al dueño a cada momento, como si se hubiera olvidado del primer saludo. Al tercer día, el carpintero, cansado de ver a Wilson estorbando en la puerta, le dijo; “¡¡Wilson, trae la carretilla que te la arreglo, a ver si te dejas de joder!!” Su nuevo instrumento de trabajo quedó precioso. Wilson corría incansablemente, empujándola. A veces algún pozo de la calle la hacía volar por los aires junto con él y las valijas. Sin perder la sonrisa, se restregaba las rodillas lastimadas y decía; “Volcó la Onda”. Los años pasaban, el Wilson niño creció y se hizo hombre niño. Su mundo era perfecto; tenía su Onda y lo tenía todo. Los funcionarios, choferes y guardas de la empresa eran sus amigos, su familia. No aspiraba a otra cosa, ni siquiera imaginaba que fuera posible que existiera otra rutina diferente a ir a la agencia, y esperar la Onda, restregando nervioso sus enormes manos. Pero el país avanzaba a los tumbos. Su economía cíclica lo llevaba desde años de riqueza y prosperidad a años de desazón e incertidumbre. Wilson era tan ajeno a esos avatares, que nunca escuchó, o no pudo captar de qué se trataban esos rumores, que decían que la Onda estaba muy mal económicamente, que su cierre era inminente. Cuando finalmente sucedió, fue como un cataclismo social; el cierre de la empresa era la imagen de un Uruguay que moría, de un puente a Montevideo que se derrumbaba, de una identidad perdida. Era el punto de encuentro de los viajeros, ya sea en la plaza Libertad de Montevideo, donde estaba la Casa Central, o en la agencia de cada ciudad o pueblo del interior. Cada pasajero que subía o bajaba era observado con disimulada admiración, como si fuera el protagonista de una aventura que comenzaba o terminaba. Wilson no entendía por qué la Onda dejó de venir a la agencia, ni por qué esta estaba cerrada y ni los empleados, ni los vendedores ni los pasajeros se arremolinaban en la vereda. Le decían “se fundió la Onda”, pero no entendía que quería decir eso. Seguía yendo porfiadamente en el horario de cada turno, y esperaba con su sonrisa infantil, sus ojos saltones y su carretilla vacía, esperando por bultos y valijas que no llegaban. Después de un par de semanas de espera, de golpe comprendió que algo se había muerto, o que algo se había ido para no volver. Pero ese descubrimiento no lo 53


hizo dejar de ir a esperar la Onda. Era como una traición, como la peor de las infidelidades si no lo hacía. Su sonrisa eterna también se fue, como la Onda, y la viveza y asombro de aquellos ojos grandes y saltones se transformó en una tristeza callada. Era flaco y enflaqueció más, era ágil y su andar se volvió pesado. Un día fue sin la carretilla, y ya no la llevó más. Un día enfermó, lo llevaron al hospital y estuvo unos días sin ir. Cuando se mejoró un poco, volvió a la agencia vacía y cerrada, y se sentaba en el cordón de la vereda porque ya no se podía mantener parado. Estaba descuidado y no se alimentaba lo suficiente por lo que su decaimiento cada vez era más evidente. Unos meses después, una hermana que vivía en Pando se lo llevó a vivir con ella, para poder atenderlo mejor. Se dejaron de tener noticias suyas por un par de años, y finalmente llegó la noticia que fatalmente iba a llegar, tarde o temprano; Wilson había fallecido a causa de un cáncer cerebral. Claro que en Castillos nadie creyó eso; todo el mundo sabía que Wilson murió de amor.

RAMÓN MARTÍNEZ VENTURA

Uruguay

Facebook: Ramón Martínez

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e pena. De auténtica pena. La habitación de aquel motel de carretera parecía una trinchera devastada por algún ejército enemigo. Los pocos muebles que contenía cojeaban con patas rotas enmendadas a base de vendas y esparadrapos extraños, las

sábanas se veían roñosas y el espacio estaba dominado por un enorme camastro de muelles duros que parecía un cetáceo con el vientre a mitad abrir. Pero no le importó; al fin y al cabo, y con la ayuda de unos pocos euros que le había prestado Martín, había conseguido llegar hasta allí. No se veía a nadie por las calles. La ciudad parecía aletargada, dormida bajo los efectos de algún opiáceo. El asfalto, achicharrado bajo aquel sol implacable de agosto, emitía una neblina temblorosa que emborronaba las líneas de la carretera de acceso a las primeras casas. De vez en cuando, algún perro merodeaba por los basureros rebosantes en busca de huesos y despojos. Se pasó el dorso de la mano por la frente. Sudaba como un jodido cerdo. Notó el olor de la axila, ácido y rancio, mezclado con el aire sofocante de la tarde. Mañana se pondría el traje. Sí, eso haría. Aunque, bien pensado, esperaba poder caber dentro de él después de tantos años. Ah, y se pondría también la corbata, pensó. La ocasión no merecía menos. Quería estar presentable para mañana. Imaginarse ataviado con un par de mangas blancas como la espuma y con los botones de la chaqueta cerrados le devolvió la imagen de un pasado que ahora le resultaba lejano: cenas y reuniones con clientes, los dos niños, María y luego el divorcio. Pero no, mañana volvería a empezar de nuevo. Todo cambiaría a partir de mañana. Se hurgó los bolsillos. Llevaba la pistola. Muy bien, todo preparado, pensó. Siguió las instrucciones del plano de la ciudad. La segunda a la derecha, la calle seis, pasando la plaza de La Liberación. Vio comercios cerrados. El aire olía a basura recalentada. Había moscas por todas partes. Salieron a su encuentro dos chavales de mirada salvaje y chándal festoneado de cadenas y abalorios. Lo miraron. Mascullaron algo entre ellos. Se reprochó a sí mismo haber sentido miedo. María tiene razón: soy un cagado. Dobló una esquina más. Más allá de una pequeña tienda de ultramarinos, desde lejos, vio una vieja barbería. De esas de las de antes, con butacón de cuero y farolillo giratorio. Peluquería Raimundo, se leía en el letrero de la puerta. Apretó el 56


paso. Quiso llamar al timbre, pero vio abierto. El local estaba en penumbra y reinaba el silencio. Qué raro, en el motel le habían dicho que el viejo Raimundo trabajaba hasta tarde. —Está cerrado. Una voz ronca y unos pasos a su espalda hicieron que se diera la vuelta sobresaltado. No le había oído venir. De la trastienda apareció un hombre de unos cincuenta y pico años. Nada viejo, a decir de la descripción de la señorita de la recepción del motel. Sintió una punzada de desaliento. Si no aparecía bien aseado mañana perdería la oportunidad a la que tanto le había costado llegar. —Vamos amigo. Vengo de fuera y eres el único tipo que tiene abierto. —No me llames tipo. No te conozco de nada y aquí decido a quién corto o no. —Te pagaré bien. Y sin dejar que el hombre reaccionase, de una rápida zancada se dejó caer con una sonrisa en el sillón de cuero negruzco, arqueando el cuello para indicarle que quería que empezase por rasurar la barbilla. El hombre lo miró por unos instantes, serio como un sello monocolor. Tras unos instantes, cogió las tijeras de un estante blanco bajo el espejo. Lo conseguí, pensó repantigándose en la silla de barbero. Respiró tranquilo y se relajó mirando a su alrededor. Entonces lo vio todo. Vio al viejo Raimundo maniatado y amordazado. Asomaba tras la puerta de la trastienda por entre una cortina de canutillos de madera. Vio al hombre acercarse. Sus enormes manos. El acero brillando entre sus dedos.

SILVIA TENA

España

Twitter: https://twitter.com/silvia_tena

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ero tú sabes lo que era decirme aquello a mí… Me quedé estupefacto, porque… a ver, ese tipo no me conocía de nada… ¿Con qué fundamento decía que yo era un racista? Y tú… ¿le conocías a él?

No, tampoco, era la primera vez que hablábamos. Yo lo veía pululando por

allí, por La Casona, pero no teníamos ninguna relación. Alguna vez habíamos cruzado algún saludo, apenas un ¿qué hay?, un ¿qué volá?, nada más. Él era novato, casi acababa de llegar. Si mi memoria no me falla llevaba solo algunas semanas o algo así. Apenas había empezado el tratamiento de choque. Ya te digo…, no sé cómo se atrevía a dar una opinión de mí; él no sabía nada de mi vida. Pero… ¿qué hiciste, qué dijiste, para que te dijera eso? Yo estaba hablando con Maliba ¿Te acuerdas de Maliba? ¿Sí, compadre, aquella trigueñita tan delgada, a la que todos llamábamos Doctora Palillo, la que se dio candela cuando salimos de La Casona? Bueno, pues con esa, ya veo que te acuerdas. Hablábamos de cosas del barrio, de la gente, de conocidos comunes, porque ella me decía que eso era bueno para “mi terapia”; la pobre, ella sí que necesitaba una buena terapia, pero yo me dejaba hacer, para qué quitarle la ilusión. Maliba decía que hablar de esas cosas me haría olvidar los horrores de la guerra… Y, no sé cómo, hablando de unos y de otros, salió a relucir lo de Damarys… ¡Coño, verdad, Damarys, ya no me acordaba de ella! ¡Qué desgracia! ¡Tan joven…, tan linda…! ¡Asere, qué clase de jeva se perdió ahí! Así es, compadre, así es. Bueno, sigue… ¿qué pasó? Pues lo que te decía, salió a relucir el caso de Damarys. Maliba no sabía nada; ella, cuando ocurrió lo de Damarys, ya estaba ingresada en la Casona. Yo empecé a contarle lo que había ocurrido. El tipo este, te puedes creer que ni siquiera supe nunca cómo se llamaba, estaba sentado justo detrás de nosotros oyendo toda la conversación. Entonces Maliba me preguntó que qué Godofredo era el que había matado a Damarys, porque te acuerdas que estaba también Godofredo el hijo de la Rusa y de Pepín, y yo le respondí que había sido el mulato Godofredo, ella me dijo que claro, que era de esperar, que todos sabíamos que Godofredo no era buena persona, que se le veía a la legua; y le recalqué: sí, tal como lo oyes, Maliba, el mulato 59


Godofredo. Pues para qué habré puesto tanto énfasis en lo de mulato, compadre. Aquel tipo se levantó, se dio la vuelta y se vino hasta nosotros y, en un tonito sarcástico, va y me suelta: Ya está, como era un asesino tenías que remarcar que era mulato. Como en las películas yanquis, que todos los delincuentes o son negros o son latinos; siempre el mismo cliché de mierda. ¡Vaya racista me ha salido el blanquito este! Maliba y yo nos miramos, ella me apretó la mano para serenarme, porque me cambió la cara, pero a mí ya hacía mucho que no me daban ataques de ira, el último que había tenido justo me había costado aquella reclusión en La Casona por tercera vez; simplemente no daba crédito a lo que estaba escuchando. ¿Quién coño le había dado vela a este tipo en este entierro? ¿Qué importancia tenía que yo llamara mulato a Godofredo, si era mulato? ¿Qué coño tenía que ver aquello con las películas yanquis ni la cabeza de un guanajo? Además… ¿quién en Naranjos no dice: el negrito Arquímedes, la mulata Helena, el jabao Agapito? Todo el mundo lo dice, es una manera nuestra de hablar, muy nuestra, no hay nada de despectivo en ello. Y aquello de: ¡Vaya racista me ha salido el blanquito este!; eso, a qué coño venía… ¡Pero, qué cojones se había creído este hijoeputa! La verdad es que me jodió mucho, me recomió el higadillo, ya ves tú, decirme eso a mí, a mí que todas mis novias habían sido negras, a mí que mis mejores amigos en el pre eran dos negros; a mí que había estado en Angola, en la guerra de Angola defendiendo negros; a mí, a Eladio Montesdeoca, al que le habían matado a su negra, mi negrita Araceli, mi mujer, mi linda negra Araceli, en aquella puta guerra. A mí, llamarme racista. Pero ahí no quedó la cosa, empezó a destripar de Damarys, de Totó ¿te acuerdas de Totó, aquel jevito que tuvo Damarys? El que toda la familia se había ido pa’ la Yuma ¿no? Sí, ese mismo. Pues bueno, el tipo siguió con la cantaleta, que si Totó era un gusano, un apátrida pagado por la CIA, y yo que sé cuantas comeduras de mierda más, y después hasta empezó a destripar de Godofredo, que hasta hacía unos minutos lo había estado defendiendo. Ni que él hubiera conocido a Damarys, a Totó o a Godofredo, como los había conocido yo, que habían sido mis vecinos del barrio de toda la vida y no de él, que yo no sabía ni dónde pinga vivía este tipo. Y luego, ya, el colmo de la cosa: comenzó a analizarnos a mí y a Maliba, como si él fuera nuestro psiquiatra… Y todo esto a grito pelao. Maliba se puso a llorar y con tremenda temblequera. Te lo juro, ese tipo era malo, y estaba más jodido del coco que nosotros 60


dos y que todos los de La Casona juntos. Después supimos que había sido un alto cargo de una empresa mixta, o algo así por el estilo, y que lo habían tronado por no sé qué chanchullo en el que se habían metido su mujer y él, algo de jineterismo con menores, me parece. El caso es que el tipo se tostó, porque un día, en una de las fiestas que montaban él y su mujer, se emborrachó y le metió mano a su propia hija de doce años. Bueno, la chamaca fue la que los denunció, y los metieron a los dos, a su mujer y a él, en la cárcel, y allí acabaron de fundírsele los fusibles pa’l carajo al cabrón este. Así que fíjate tú, qué clase de elemento era ese tipo. Por eso te vuelvo a decir… ¿Quién coño le daba derecho a hablarnos así, quién? ¿Cómo podía juzgarme por un simple comentario, sin saber nada de mí ni de mi vida? ¿Cómo podía hacer llorar a una muchacha tan indefensa como Maliba? ¿Y qué hiciste? Na’, en ese momento no hice na’; tenía muy presente lo que tú me habías dicho de las confrontaciones en público, que las evitara si quería salir lo antes posible de allí, de La Casona, y más sabiendo que, cuando me pongo iracundo, me da por romper cosas, y no es un espectáculo muy agradable de ver. Pero, aparte de eso, es que no merecía la pena que yo gastara una gota de saliva en responderle. Aún así, le pedí disculpas por si le había ofendido, sabiendo que no tenía por qué disculparme, porque el tipo ni era mulato ni negro ni jabao, era más blanco que tú y que yo, y tampoco era un jodido médico, y yo no había dicho nada malo. Este tipo solo era tremendo cometranca, tremendo hijoeputa, eso es lo que era. Simplemente estaba harto de su perorata y quería desaparecerme de su vista, así que después de decirle: perdone, no era mi intención ofender a nadie y menos a usted, me llevé a Maliba de allí y le dejamos con la palabra en la boca. Y fíjate que podía haberle rebatido todo aquello con solo contarle todo esto que te he contado, pero… ¿para qué…? Y después... ¿pasó algo más, volviste a hablar con él? No, no volví a hablar con él, esa misma noche apareció muerto en su habitación con el cuello roto, partío en dos. Pero tú sabes, compadre, lo que era decirme racista a mí, justamente a mí, decirme aquello a mí…

OVIDIO MORÉ

Cuba

Blog: www.piramideacostada.blogspot.com 61


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H

oy

es

dos

de

noviembre

de

mil

novecientos

nueve,

conmemoración de los Fieles Difuntos. Y como cada vez que recuerdo lo que sucedió hace justamente un año, me entristezco. Ese día Martín Aguirre había bajado por la vieja escalera de

madera hasta el comedor, más iluminado por los relámpagos que por la luz escasa del amanecer. Me encontraba somnolienta y malhumorada porque el temporal nocturno me había desvelado, y apenas lo saludé… ¿Cómo saber que era la última vez que lo vería? Hasta bien entrada la mañana no pude superar el fastidio de tener que levantarme tan temprano para preparar su desayuno. Pero así lo había decidido Mercedes, mi hermana mayor. Ella y Roberto, su esposo, eran los responsable del hotelito heredado de nuestros padres, gracias al que sobrevivíamos graciosamente sobre el borde este de San Lucas. ––Paga lo suficiente y pun-tual-men-te. Así que hay que respetar sus horarios. Lo dijo mirándome fijamente, como para asegurarse de que entendiera el mensaje. Sin embargo las molestias estaban compensadas, ya que me daba la tarde del viernes libre, dos pesos extra y el sulky, para ir a las clases de dibujo de la señora Castel, en la Escuela de Arte para Señoritas. Esta afición hizo que me volviera más observadora, y que buscara lugares apropiados para inspirarme. Como el viejo cementerio que se extendía colina abajo, al otro lado de la carretera. Desde que se inauguraran una nueva capilla y un nuevo cementerio en el casco del pueblo, esos terrenos quedaron descuidados. Cubiertos de espinos y enredaderas, descendían hasta un cañadón profundo, que se convertía en torrente cuando la lluvia arreciaba. Muchas veces me sentí ahogada y encerrada por el círculo de colinas agrestes. No me bastaba mirar el cielo y pensar que algún día esa misma carretera podría llevarme a otro lugar, aunque fuera por inercia. Sería por eso que sentí lo que sentí. Martín había llegado a “Las Colinas” en agosto del año anterior, mientras soportábamos los últimos fríos. Traía una carta lacrada de una prima de nuestra madre que, desde Puerto Salado, lo recomendaba como “una persona decente y cumplidora”. Un soltero de buen pasar que se hospedaría con nosotros, hasta 63


encontrar una propiedad en San Lucas. Por fin agregaba que era profesor de Filosofía y de Teología, y que no nos preocupáramos por sus “rarezas”. Pero a decir verdad, sus rarezas consistían en hablar poco o pedir que le subieran las comidas cuando había mucha gente, durante las ferias o celebraciones del pueblo. Esos días se quedaba en su habitación, leyendo. La mayor parte de su equipaje, eran libros. Una tarde de septiembre, fría y soleada, crucé hasta la capilla abandonada para comenzar un boceto. Entonces lo vi, unos metros colina abajo. Estaba frente a una sepultura, con la cabeza morena gacha y las manos juntas en actitud de rezo. No quería que me viera; retrocedí y me senté en un viejo banco de madera detrás de un seto espeso. Me quedé garabateando líneas sin sentido sobre una cartulina en blanco. No había nadie más en los alrededores; solo el viento del sur, y yo. Estaba ansiosa, pero me dominé y esperé. Tenía que descubrir de quien era la tumba. Nunca había dicho que conociera a alguien por aquí, y comencé a preguntarme por qué querría instalarse en un pueblito como el nuestro. Cuando me atreví a asomarme ya no estaba, y bajé corriendo hasta el lugar adonde lo había visto. La sepultura estaba marcada por un semicírculo de piedra manchado por el óxido de la cruz de hierro que la remataba. Pero estaba libre de malezas, y en su base había un hermoso jarrón lleno de siemprevivas. Leí la inscripción conteniendo el aliento: Eugenia María Rosell 3 de octubre de 1875 –– 2 de noviembre de 1902 Eugenia María... La sobrina del cura... La que vino a morir a San Lucas... Por ese entonces yo tenía doce años, pero recuerdo el revuelo que provocó su llegada. Era bonita y frágil, y los ojos castaños estaban rodeados por unas profundas ojeras que revelaban su condición de enferma. Se alojó en la casa parroquial, y desde la hostería podíamos verla caminar por el jardín repleto de flores que hacían resaltar su palidez. Pero al poco tiempo dejamos de verla. Murió pocos días después. Al año siguiente el padre Antonio fue trasladado a otra parroquia, y no tuvimos más noticias de él. En el pueblo se dijo que Eugenia fue profesora de 64


música, y que venía de Puerto Salado. Por lo tanto tenía que ser el motivo de la llegada de Martín. Si me hubiera bastado con eso, no habría tratado de entablar conversación con él o de echar una ojeada a sus cosas. Ni tendría una teoría propia sobre su desaparición. Porque a partir de ese día traté de sonsacarlo, y comencé por las típicas frases hechas de quien no sabe muy bien que decir. ––¿Le parece mejor este café que el que compramos la semana pasada? ––Sí, señorita Clara, aunque el otro también era bueno ––¡Mire que oscuro se puso! ¿Usted cree que lloverá? ––Podría ser, aunque el viento sopla del oeste. Tal vez refresque y no llueva. Y los diálogos eran todos por el estilo... hasta el día en que se cumplió el tercer aniversario de la muerte de mis padres en un accidente. Ese día Mercedes y yo, vestidas de negro riguroso, fuimos al cementerio nuevo. Dejamos las tareas en manos de una mujer de confianza, y al volver nos abrazamos durante largo rato, sintiendo renovarse los lazos familiares. No pude evitar andar llorando por los rincones. Entonces Martín se acercó a mí: ––No piense que todo cuanto hay es lo que vemos, Clarita. Si no, nada tendría sentido, y la vida sería de una crueldad estúpida. Mientras hablaba puso una mano sobre mi hombro. Sentí afecto y agradecimiento, y mi interés y mi curiosidad se multiplicaron. Así que, con vergüenza pero sin arrepentimiento, en cuanto tuve la oportunidad, entré a su cuarto y revisé los cajones de su cómoda. En uno de ellos había una foto color sepia de una Eugenia sonriente y vital, que tenía una dedicatoria: “Por siempre suya” En el mismo cajón, unas cartas atadas con una cinta y escritas con la misma letra, me tentaron. No me animé más que a echar un vistazo, pero fue suficiente para entender. Eran cartas de amor. Sin embargo, en la última, fechada en mayo de 1902, ella decía que necesitaba tomar distancia para aclarar sus sentimientos, y que aceptaría un puesto como profesora en un colegio de Buenos Aires, desde donde le escribía. El adiós era frío; estudiadamente frío. 65


Terminé de armar la historia a mi manera: no quiso decirle que moriría, prefirió desengañarlo. Y él se enteró de la verdad, demasiado tarde. Demasiado tarde para estar a su lado, para cerrar sus ojos y renovar los votos de un amor eterno. No quise saber más, ni pensar en los detalles. En ese mismo momento comprendí lo doloroso que podía ser el amor. El tiempo siguió su curso, y un Martín cada vez más ausente cruzaba cada día al cementerio, con su infaltable ramillete. A veces estaba tan cerca que con solo extender la mano podría haberle revuelto el cabello para ver si le arrancaba una sonrisa. Pero jamás me atreví. Empecé a sentirme dolida. Ni siquiera manteníamos los diálogos mínimos de antes, y los echaba de menos. Me había nacido un afecto extraño hacia él, y ya no me sentía como una niña. ¡Si hasta llegué a sentirme celosa de su amor incondicional! Por fin llegó la madrugada que vuelve a mi memoria una y otra vez, cuando se cumplía el sexto aniversario de la muerte de Eugenia. Aún me parece verlo de pie junto al ventanal del comedor, concentrado en la lluvia que chorreaba por los cristales en largas hebras ondulantes. Sus ojos tenían una expresión ausente, que fui incapaz de descifrar. Dejé el desayuno sobre la mesa, y me fui a mi cuarto; otra vez tenía ganas de llorar. Cuando volví a la sala, a media mañana, Mercedes me dijo que había encontrado el desayuno intacto, y la puerta de entrada abierta. El huésped no estaba; había salido a pesar de la tormenta. Pasaban las horas, y no volvía. Entonces, mi cuñado salió de recorrida para ver si lo encontraba, pero sin resultado. No quedó más remedio que acudir a las autoridades. El agente Sánchez y su ayudante Cardales tuvieron que reforzar el plantel con un par de voluntarios que no dejaron rincón del pueblo o de los alrededores sin revisar. Demás está decir que todo fue inútil. Esa noche, el cielo pareció vaciarse. El cañadón se desbordó, rugió, y al fin se fue a morir al río, como siempre. Tres días lo buscaron antes de declararlo desaparecido en el torrente donde se perdían sus huellas. Sus pertenencias fueron embaladas y enviadas a Puerto Salado. Pero la foto y las cartas de Eugenia, quedaron guardadas entre mis cosas. 66


Pasados varios meses, decidimos vender “Las Colinas”. En unas pocas semanas, partiremos definitivamente hacia Buenos Aires. Mercedes y Roberto esperan un hijo. Piensan que no tendríamos porvenir aquí, y que yo languidecería sin remedio. El cementerio está más agreste y melancólico que nunca, pero ahora se ha convertido en mi refugio favorito. Yo no creo que el agua se lo haya llevado, sino ella. Tal vez estén juntos para siempre en San Lucas, sin que nadie pueda verlos bajo la luz del sol. Mantengo la esperanza absurda de volver algún día, y encontrarlo cerca de la capilla abandonada o en las colinas de los alrededores. Mientras siga aquí decidí ocuparme de que la tumba esté libre de malezas, y el jarrón lleno de flores frescas. Tomando en cuenta las circunstancias, creo que es lo menos que puedo hacer.

NEDDA GONZÁLEZ NÚÑEZ

Uruguay

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E

stá desorientado. No comprende nada de lo que sucede a su alrededor. Mueve sus manos en el aire y las mira detenidamente, perplejo. Succiona, mueve, aprieta, gira, grita, babea. Mira con ojos de asombro las moscas que flotan y hacen ruido por toda la

habitación. Mira el elegante caminar de una hilera de hormigas. También lo sorprende el mover de una cortina de flores amarillas en la cocina. Come, ríe de los gestos y las muecas exageradas que hace su madre. Para él todo es presente, todo es un ahora. La gente aparece y desaparece a todo momento. Explora toda la casa en cuatro patas. Cada rincón es desconocido, cada rincón es una aventura, su casa parece un laberinto sin fin. Se balancea de un lado al otro. De a poco le queda más lejos el piso. Imita a los seres cercanos y comienza a caminar sobre dos patas. Juega. Inventa. Se convierte en pirata, se convierte en un soldado, inclusive en un aviador; todo en el patio trasero de su casa. Juega con otros similares. Juega con su vecina de al lado, aunque no le quiere prestar sus juguetes. Para su mirar todo cambia, todo es devenir. Nada se mantiene. Todo lo que es, deja de serlo. Todo fluye. Todo se destruye para construirse de nuevo y poder destruirse nuevamente. Las cosas se visten con diferentes disfraces. Descubre y redescubre. Aunque poco a poco se limita, va conociendo lo que todos llaman “tiempo”. Lo interioriza. Su derredor deja de escurrirse, deja de eternizarse. No entiende muy bien qué es eso que todos llaman “vida”. Inicia involuntariamente sus primeros pasos en un lugar ajeno y misterioso que lo obliga a usar un uniforme que le da picazón. Tiene que cumplir un horario y le quita minutos de juego. Dicen que está aprendiendo muchas cosas. Ahora mira todo diferente. De a poco y a medida que avanza, su ambiente se homogeniza y pierde algo de brillo. Aquella flor ya no tiene nada de especial, es la misma flor que la de la otra plaza a seis cuadras y la flor que se posa en el cantero de la señora longeva de al lado. Siente sus brazos y piernas más largas, siente calor. Sigue compartiendo su agenda con los compañeros de ese extraño lugar. Su vecina ahora le parece algo más que una compañera de juego. Siente que cosas cambian en su interior. Le crecen pelos en lugares donde antes no tenía. Se siente perdido y confundido. De pronto lo acribillan a preguntas. Debe decidir su futuro. No sabe bien cuáles son sus opciones, pero no hay tiempo, tiene que elegir. El reloj marcha sobre él. A veces logra persuadir a sus padres para poder salir con su vecina. Conoce un cine donde pasan películas 69


clásicas, tal vez pueda llevarla allí. Busca un trabajo. No es ideal ni le gusta demasiado, pero es efectivo. También le sirve para salir con Ella, comprarle cosas en ocasiones especiales. Compra una casa no muy vistosa en un barrio que siente mediocre. Cambia de trabajo. Se hunde en la rutina. Se reconoce muy repetitivo. Una pastilla más, otra pastilla más. Y vuelve a trabajar. Dormir cinco horas no parece saludable, su cuerpo le recrimina, pero no importa. Tiene que ir a la oficina y soportar las fechorías de su jefe para conseguir dinero y pagar todas las cuentas. Son muchas. Qué desdicha sería perder la casa. Tiene la responsabilidad de mantener a su familia que se extiende. Primero un hijo, al tiempo el otro. Cree que fue ayer cuando sus brazos sobraban al sostenerlos. Eran unas masas minúsculas entre sus palmas. ¡Cómo lloró aquellos días! Ahora sus brazos son insuficientes para alzarlos. En escasas oportunidades se puede juntar con sus antiguos amigos y recordar épocas que cada vez se asemejan más lejanas. Su hijo mayor lo sorprende una noche en una cena familiar con la noticia de que va a ser abuelo. Siente que tiene algo que lo supera en la historia. Toda una rama genealógica que se bifurca. Y mejor, porque sus movimientos son cada vez más sutiles, más delicados. Sus ojos le engañan de a poco, ve más nublado. Ya no hay nitidez en las imágenes. Ahora la cama la siente más amplia, hay un hueco del otro lado. Quisiera poder pasar más tiempo con su familia, ya no los puede ver como antes. Se siente solo. Todos están ocupados, todos van y vienen. Todos ajetreados. Envuelto siempre en nostalgia, vive del pasado. Ve a su nieto jugar. Mira con recelo aquel jardín donde se regocija. Mientras, su pelo se cubre de blanco en cada suspiro. Extraña esa inocencia infantil, ahora tiene el mismo tiempo de ocio que de niño, pero su imaginación está disecada. Su alma levemente se llena de piedad. Lentamente el respirar se hace dificultoso. Se deja caer. Sin prisa decide dormirse por un tiempo...

JEREMÍAS AGUSTÍN GIANGRECO

Argentina

Instagram: https://www.instagram.com/jeremiasgiangreco/ Facebook: https://www.facebook.com/jeremiasagustin.giangreco

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T

odos vivimos construyendo recuerdos, la mayoría, los mas débiles, se esfuman y mueren en el olvido, pero los otros, los mas fuertes, sobreviven y nos acompañan o nos torturan por siempre. Pero las cuestiones de la vida, la cobardía y la inseguridad nos meten en una

campana de vidrio, como si fuéramos sanguches de miga sin poder contar nuestras historias a los cuatro vientos. Ya habían pasado treinta y ocho años, me había recibido de ingeniero mecánico y me había venido a vivir a Zárate, muy cerca de la planta automotriz que había ido en busca de sangre joven a la facultad donde había cursado toda mi carrera. Formé una familia, sin sobresaltos, sin sorpresas, sin emociones y sin haber hecho el cambio de domicilio de mi hogar materno ya que para mi, era una linda excusa, cada vez que había elecciones, para ir a la casa de los viejos y pasar todo un día solo con ellos. Pero ese año había sido distinto, mientras tomaba mate antes de ir al laburo suena el teléfono y escucho a mi vieja que me recita: —Recibí un telegrama, vas a ser autoridad de la mesa 403 en las próximos comicios. De primera me molesté, ¡me las quise cortar! ¿por qué a mí me tenía que tocar ese clavo? Pero por otra parte, sabía que debía cumplir con mi obligación de ciudadano con toda la responsabilidad del caso. A partir de esa llamada, no había dejado de pensar en lo que pudiese pasar ese día. Con cuánta gente conocida del barrio me encontraría, iba a ser como tomar lista a las personalidades que recorrieron mi vida tanto en mi infancia como en mi adolescencia. Casi como quien tira los dados y saca una generala en el primer tiro, me viene a la cabeza la imagen del ruso Turman, mi compañero de primaria, del industrial, y de los primeros años universitarios. Éramos amigos, ¡si lo éramos! pero tengo que reconocer que lo único que teníamos en común con el ruso, eran las tres primeras letras de mi apellido “Turccio”, de la baja Italia, como decía el abuelo. Yo no dejaba de ir a tomar la merienda una sola tarde a su casa con la única intención de poder ver a Esthercita, su hermanita dos o tres años menor, por la que hubiese donado mis dos riñones y mis córneas, ya que mi corazón se lo había regalado, pero quizás ella nunca había caído en la cuenta. Recuerdo que en ese instante me había quedado sin aire, te diría que me había bajado la presión. Solo los recuerdos me habían conquistado y me empecé a sentir un 72


extraño en mi propia casa. Recordaba que siempre llevaba bizcochitos de grasa, ¡mi perdición! Y nos íbamos al cuarto que tenia el ruso en el piso de arriba donde tocábamos la viola. Recordaba que feliz que era cuando escuchaba sus pasos subir por la escalera y verla entrar triunfante en medio de nuestras canciones. Yo cortaba cualquier acorde para arrancar con el tema que sabía que le encantaba a esa muchachita frágil de piel blanca y ojos de papel. Pero el tiempo cruel había pasado y ahora existía una ínfima chance de volverla a ver. Día a día que se acercaban las elecciones, mi corazón aceleraba su ritmo, sentía que todo pasa por algo y que quizás ese telegrama había sido una señal de alerta para una vida chata y aburrida, que solo entendía de bulones y herramientas. En definitiva se me había movido la estantería. Decidí salir el día anterior. Como presidente de mesa me iba a sentir muy mal si el resto de fiscales y vocales llegasen antes que yo. Cené con los viejos, mi mujer no había querido venir, en realidad ella tenía que cumplir con su obligación ciudadana cerca de casa. Esa noche no había pegado un ojo. Me acordaba con lujo de detalles cuando el ruso Turman, me había invitado a la fiesta de quince de Esthercita. Los viejos tenían guita, habían tirado la casa por la ventana, y yo había usado todos mis ahorros de varios años para comprar un anillito finito, cuyo estuche de terciopelo lo hacía mucho mas diminuto. Cuando había llegado el vals, yo me puse al frente, delante de las mesas de los comensales, no podía desaprovechar ese momento. Iba a ser la primera vez que tendría en mis brazos a esa muchachita hermosa. Yo era un pata dura, pero había practicado con mi prima que la tenía clara en asuntos coreográficos. El padre, obviamente fue el primero en salir al ruedo, siguió el hermano, los tíos, los primos, el abuelo y cuando tocaba mi turno arrancaron con la música judía a todo lo que da y empezaron a dar vueltas y vueltas y a revolearme en rondas que iban y venían y ahí… sí ahí… perdí mi única oportunidad. En el vértigo del baile, llegué a hacerle una mueca y ella me sonrió y con el tiempo, pero muuuuucho tiempo después, alguien que la conocía íntimamente me dijo que ella solo deseaba bailar el vals esa noche conmigo ya que estaba muerta por mí y no se había animado a decirlo. ¡Qué paradoja! Esa muerte también me mató a mi arrastrándome por años con ese luto por el mismo motivo. Por la mañana miré el reloj y me di cuenta que me había quedado dormido. Salté de la cama y salí a los piques. Saqué dos paquetes de bizcochitos de grasa de la 73


alacena de mi señora madre y me dirigí a la escuela donde estaba la mesa 403. Fui el último en llegar. ¡Qué papelón! Mis compañeros de jornada ya estaban en sus puestos, casi no nos saludamos. Yo estaba muy dormido. Nos repartimos las listas y al rato empezaron a caer los votantes. Llegaban primeros las personas mayores, al rato un incesante peregrinar de hombres, mujeres, jóvenes con cara de que les habíamos robado el domingo. Yo solo comía algún bizcochito y no convidaba a nadie, no tenía nada en común con esas personas que me acompañaban y era mi único alimento para todo el día. Mientras anotaba los nombres y entre algún saludo de alguien que aun reconocía mi fisonomía a pesar del tiempo, pasaba y repasaba las hojas del padrón. De reojo veía aparecer el nombre de “Turman, Esther” debajo del de “Turman, Alejandro” y se me rebobinaba la película dejándome totalmente absorto y conjeturando que de un segundo a otro, ella o su hermano podrían apersonarse a emitir su sufragio. Miraba la planilla, asentaba los votos y estiraba mi cuello para ver si en la fila podía divisar sus presencias. Recordé que el ruso, se había ido a estudiar a Estados Unidos, por eso había dejado la “facu” y habíamos perdido todo contacto. Quizás la hermana también había seguido sus pasos, y la ilusión de volverla a ver empezaba a desvanecerse. Cerca de la hora de cierre de los comicios, llegó el gendarme para avisarnos que quedaba ya muy poca gente afuera. Cuando ya no quedó nadie, les dije a mis compañeros de la mesa 403, casi sin voz, que iba a emitir mi voto. Elegí la primera boleta que tenía a mano la puse en el sobre y salí, quería terminar de una vez por todas con ese trámite. Invito a abrir la urna para hacer el recuento del escrutinio y una de las fiscales me dice: —Perdoname, pero yo tampoco voté. La señora, billetera en mano, estaba ahí mirándome con fastidio. Aún nuestra tarea no había terminado. Se me acerca, me extiende su documento, la miro, casi temblando, veo una señora con las marcas que el tiempo y la vida a todos, sin excepción, nos imprimen. Tomé la bolsa de bizcochitos se la ofrecí y ahí pude ver esos ojos de papel que aún estaban llenos de vida.

GUSTAVO VIGNERA

Argentina

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L

o necesitaba. En aquel reducto inmisericorde solo podía ansiar una única cosa: la chatarra. En aquel agujero oscuro y profundo, en aquella mirada del diablo, el hombre vivía de los objetos que atravesaban las tinieblas y lograban llegar hasta sus manos: ropa, móviles, anillos,

colgantes, televisiones… Chatarra. Los tomaba con delicadeza, contemplando con avidez sus imágenes; en su rostro una sonrisa destemplada se dibujaba, repleta de dientes rotos, negros, con la saliva cayéndole de los labios; formando ríos sanguinolentos bajo su mentón. Desde arriba: luna pálida, sol pálido… La luz era tibia, tan gélida como las piedras que revestían aquel lugar. A veces, una sombra se recortaba en aquella circunferencia monstruosa y el hombre suplicaba, suplicaba, suplicaba... —¡Algo!, ¡dadme algo!, ¡por favor! ¡Sí! Dadle algo al desgraciado: un trozo de metal, un objeto de plástico… Basura. ¡Arrojadla! Él la cogerá, lo admirará con sus ojos porcinos, la morderá, la rechupeteará… Seguirá pidiendo; saboreando. ¡Qué bien sabe!, ¿verdad? Las migajas de los poderosos, la basura del egoísta, del maltratador, del mentiroso, del racista, del homófobo… ¡Sí!, que suplique mucho más, que se arrastre por el suelo, que se llene de mugre y vista de cortes su cuerpo, para que las risas resuenen como tormentas en la noche. Él lo hará: vive entre la podredumbre y cree que lo que reluce es oro, que lo que huele es el aroma del viento, y que es el rocío de primavera lo que le baña, aunque tiene un tacto extraño, como de saliva u orín. Al acabar, da las gracias, y en cuanto se queda solo contempla con horror, cómo lo que había adorado se convierte en cenizas. Así que mira hacia arriba, con la esperanza de hallar otra nueva sombra. Sin embargo, un día, una de ellas le tiende una cuerda. El hombre la mira. El hombre se pregunta. ¿Qué es eso que cuelga en el aire? —Es una escalera. —Tiene en su rostro una cálida sonrisa: quiere que suba. Ninguna persona debería vivir entre la inmundicia, con los ojos cerrados, viviendo de las sombras y las pálidas luces de focos y mentiras, de palabras hechas con desprecios, de sueños que no son más que pesadillas. La sombra desea que ascienda; lo apremia—. ¡Vamos, sube! Puedes hacerlo: coge la cuerda con las manos e impúlsate con las piernas. 76


El individuo vuelve a mirar el extraño objeto, hace lo que le dice, y empieza a ascender. En su periplo, se da cuenta que lo que había amado una vez solo eran manchas en el mundo, y experimenta la sensación de tener nuevos colores en los ojos. Sigue ascendiendo, hacia arriba, hacia el nuevo mundo… Sigue y sigue; comprende las nubes, conoce el cielo, toca la tierra. Ya son sus ojos de verde y rojo, de azul y amarillo, violeta, marrón, naranja… Y sabe lo que es el viento, y la lluvia, y los sueños. Llega a la cumbre; el otro le espera con su gran sonrisa. —¿Ahora entiendes lo que es el mundo? —Sí, gracias —le responde; luego, lo arroja al vacío.

RAFAEL UREÑA EGEA

España

Facebook: https://www.facebook.com/rafa.urenaegea/

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M

amá me va a llevar de nuevo al pediatra porque mañana cumplo once meses y dentro de poco voy a tener un año y voy a ser grande pero lo que pasa es que no me acuerdo mucho de la última vez que fui al doctor que fue hace como cinco meses a

ver si saco bien la cuenta porque todavía no sé sumar y restar muy bien pero soy muy inteligente y en la televisión ahora pasan clases para los niños que no van a la escuela y les enseñan matemáticas y a mí me gusta mucho verlas cuando mamá se pone a cocinar o a planchar y pone la televisión de fondo y se piensa que yo no entiendo nada pero yo entiendo mucho más de lo que ella cree ah sí volviendo a la última vez que fui a verlo al doctor Ruiz que es mi pediatra que me revisa desde que soy chico porque ahora soy chico pero antes era más chico todavía y ahora sí saqué la cuenta y tenía seis meses la última vez que fui al doctor y eso sí me acuerdo de que el doctor Ruiz le había dicho a mamá que tenía que ponerme unas vacunas que se llaman las vacunas de los seis meses que no me gustaron mucho porque me dolieron y el doctor le dijo a mamá que podía empezar a darme papillas además de tomar la teta y ahí fue que conocí el puré de zanahoria y el de zapallo y el de manzana y la banana pisada y al principio no me gustaron demasiado pero ahora me doy cuenta de que no veo que llegue la hora de comer porque me aburro mucho en casa es que no salimos a ningún lado porque afuera hay una epidemia que dicen que es una pandemia que es como una epidemia chiquita que creció y se hizo gigante de un virus que salió de China y ya está dando la vuelta al mundo y por eso estamos aislados en cuarentena y todavía no pude ir a visitar a mi abuelo Pilo y a mi abuela Cande que hablan todos los días con mamá por videollamada que es algo nuevo que ahora se puso de moda y mi abuela me dice qué lindo bebé qué gordito que está se ve que toma bien la teta y vos nena le das de comer zapallo que no alimenta y por qué no le das hígado porque cuando vos eras chica yo te daba hígado y aceite de bacalao y creciste fuerte y nunca tuviste anemia y la abuela Cande cuando se pone a hablar no hay nadie que la pare porque el abuelo Pilo habla pero habla poco porque para mí que la abuela no lo deja porque es muy mandona y el abuelo tiene cara de bueno y la abuela también y cuando no está hablando se la ve tranquila y tiene una linda sonrisa porque cuando llaman a casa por videollamada no se ponen esos tapabocas que usan todos cuando están en la calle que lo veo en la televisión y también cuando me asomo a la ventana en puntas de pie 79


aunque todavía no tengo mucha fuerza en las piernas para pararme y caminar pero ya lo voy a hacer porque ya aprendí a gatear que suena parecido a gato será porque cuando gateo estoy en cuatro patas pero no tengo la cola peluda que tiene Bigotes que no me cae muy simpático porque cada tanto me gruñe y no quiere que le tire de las orejas y decía que cuando veo a otras personas por la ventana están todos con tapabocas y no se les puede ver la sonrisa por suerte mamá tiene una sonrisa muy linda parecida a la de la abuela Cande y papá cuando vuelve de trabajar también tiene el tapabocas pero se lo saca para alzarme y besarme y le cuenta a mamá que en el hospital donde trabaja de enfermero atendiendo a las personas aunque él no es doctor pero está muy orgulloso de lo que hace usa un tapabocas profesional que se llama barbijo birúrgico o algo así y se pone máscara y gorro y bata y guantes y que vestido con todo eso parece un astronauta de los que van al espacio que en cualquier momento van a llegar a Marte que queda muuuy alto y muuuy lejos más lejos que la luna pero no tanto como el sol y eso lo aprendí viendo las clases de geografía en la televisión y ya me sé todos los planetas del sistema solar empezando por Mercurio que es el que está más cerca del sol y después Venus y después viene la Tierra que es donde vivimos todos excepto cuando los astronautas se van a la estación espacial que está allá arriba que no sé si también tienen que usar tapabocas o barbijos birúrgicos por la pandemia que de repente no llegó todavía al espacio porque a veces me pregunto si los virus flotan sin gravedad como las gotitas de agua que se ven en las películas de los astronautas y yo me pregunto tantas cosas y me gustaría aprender mucho más porque no sé si ya les conté que soy muy inteligente y papá le dice a mamá que se quede tranquila que siempre que llovió paró y a mí me gusta ver la lluvia por la ventana pero más me gustaría un día ver la lluvia afuera sin tapabocas y mojarme como en las propagandas de la televisión que venden remedios para la gripe que el doctor Ruiz dice que no sirven para nada y seguro que si salgo en medio de la lluvia y me mojo todo va a ser muy divertido aunque a mamá no le guste porque me dice cuando llueve qué bueno Uriel que estamos tranquilitos adentro de casa ahora que llueve pensá en la gente que se está mojando y tiene frío nosotros tenemos la suerte de estar abrigaditos acá adentro juntitos y de que papá tenga trabajo y yo deseo desde mi corazón de chico que algún día ojalá que pronto este virus va a desaparecer y vamos a salir de la cuarentena y voy a poder ir a pasear con mamá y conocer a otros 80


bebés como yo y festejar mi cumpleaños con el abuelo Pilo y la abuela Cande que la quiero mucho a pesar de que a veces es una pesada que no para de hablar y mientras estaba pensando en todo esto acabo de dar mi primer paso solito ey mírenme que puedo caminar abran camino que ahí vengo yo y ahora di otro paso más y otro y la veo a mamá que viene y se emociona porque me ve caminar sin caerme pero ella no sabe que estoy practicando para cuando salga a pasear por la plaza y pronto también voy a empezar a hablar porque quiero decir: ¡BASTA!

MARCELO MEDONE

Argentina

Facebook & Instagram: Marcelo Medone

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ientras la noche recuperaba aquellos territorios de aroma, de voces, de caminantes con litronas en el interior, ella se preparaba para salir, salir acicalándose con atuendos de musgo, decidió ponerse sus pendientes favoritos, se asomó, asomó, esta vez no

para quedarse allí, no inquieta durante horas, momificada de sueños, lontananzas y tinta invisible. Salió a la ventana, salió y agarró del cielo sus pendientes favoritos, se asomó, asomó, esta vez no para quedarse allí no inquieta durante horas, momificada de brisas y meteoritos, salió a la ventana y agarró en el cielo sus pendientes favoritos, eran como una blusa escotada, cuando los llevaba nadie miraba su cara, miraban sus lóbulos y ella podía observar con total falta de oscuridad todos los gestos que portaban los habitantes de los garitos; hoy tocaba el señor pétalos de rosa y canela en ramificación, perdón canela en alucinaciones, poético sino fuera por los tics faciales, tal vez también un atisbo de algo cítrico como el cerrar de ojos en peli de sustos hasta el techo antes de depositar con mimo la cabeza en una cabezadita pre-mortem sobre una almohada de cerveza y cacahuetes. A punto de ver a lenta cámara esa cabeza a ras de sueñecito y manchurrones pensó en aquella chica que sabía a higos en su punto cuando tienes hambre y sed, en esa frutosidad y dulzor carnoso trepidantes en boca, en texturas grumosas, tibieza granulada como besos o beso que describía aquel escritor en aquel capítulo siete. Ella salió con estrellas en orificios lobulares, salió deslumbrando, dejando unas cuantas cegueras a su paso, como si quisiese “premonizar” un ensayo sobre algo. Tal vez, tal vez sufriera una inundación de Suspicious Minds en la posición cóncava de sus manos en forma de murmullo heavy de cabellos largos con coleta y camiseta negra de los Maiden como solo podría llevarla un último hombre de verdad. Hermoso y sabio como un animal a punto de extinguirse, belleza obsoleta preparando maneras de desaparecer. Ella antes de salir no olvidó complementar o cubrir su cuerpo con outfit de cardamomo y miserias en color toronja, zapatilleando de rojo sus pies. Intres antes de sair agarró una frutilla y la reventó entre sus dientes con la contundencia de una piedra de molino, no dejando válvula de escape a su frescor ¡Lo atrapó! Ella salió con despreocupación de jilguero y pendientes de estrellas, estrellas pendientes; conjunto de toronjas y ajonjolí; zapatillas con rastro de jícamas y ají 83


molido jalonando de jacarandas y jaulas los ojos mojados que provocaría a lo largo de los territorios que le mostraría la noche, esa noche, aquella noche, cada noche.

SILVANA LAMEIRO MICCICHE

España

Twitter: @SilvanaLameiro Facebook: @silvanalameiromicciche, @acuatrovoceslibro Blog de cuarentena: https://45cuarentay5.blogspot.com/

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A

ún cuando leo por las noches, metida en mi cama, siento que leo contigo. Acaricio las palabras con la sensación de que las percibes junto conmigo. Me detengo en alguna sabrosa frase y caigo, a veces, en la tentación de mirar hacia mi izquierda, a ese espacio que antes

ocupabas, esperando tu sonrisa de aprobación o el cinismo cómplice escurriéndose entre tus labios. Las sábanas son tan frías por las noches, que ni los duendes del pensamiento logran calentarla con sus saltos inquietos. Se escurren entre mis trémulas piernas los recuerdos estremecidos de besos impúdicos que me habían robado el clamor de un gemido, acallado por tus manos de hombre. Intento seguir, continuar con la lectura. No me engaño, ya no es lo mismo, me cuesta concentrarme. Quisiera interrumpirla con la excusa de un abrazo inopinado o de un ósculo que se filtrara a contraluz en el reflejo de la ventana. No sucede. La vacuidad irónica de mi cuarto se sobresalta cuando tiemblan los vidrios, ya no se empañan como antes, ahora cimbran ante las vibraciones del viento, de ráfagas que rezan versos de Neruda o de Sor Juana, y que van o vienen, desde mi alcoba hasta tu casa. Sigo leyendo, entregada al mundo de ficción que procura atraparme una vez más. Me refugio en las palabras, en las de tinta; no en las que dejaron huella sonora en mi memoria. No, en esas no, porque esas pronunciaban te quieros y te amos que fueron acunados por el tiempo hasta dormirse muy lejos, en otras sábanas, entre medio de otro cuerpo y el tuyo. Con certeza sé que hoy y varios mañanas, dormirás con tus promesas sobre la almohada, llenando el espacio que deberías poder dibujar con caricias y encender con lujuria. Buenas noches, mi amor. Me acuesto con mis libros llenos de historias, pero tú conciliarás el sueño mirándola de reojo, sin decir ni una palabra, con la nostalgia clavada en el pecho... y con la silente niebla que cubre a quienes han cambiado al verdadero amor por un cuento de hojas en blanco.

LETICIA MARINA BAICO

Argentina

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-D

e modo que lo que dice es que el futuro puede cambiarse. —¡No! No han entendido nada. Tanto se esfuerzan por creer que no estoy en mis cabales que no han escuchado nada de los que les he dicho. Cambiando el pasado se crean

nuevas realidades paralelas. Y digo que se crean pues perfectamente podrían no existir, ya que no todas las posibilidades son tomadas dentro de la trama. Cada realidad es inamovible, pero a partir de ella se puede crear otra que antes no existía. En el mundo del que yo vengo, Kennedy no fue asesinado. —Bueno, por fin una noticia positiva. —En 1965 le declaró la guerra a la U.R.S.S. Y del conflicto resultante surge el mundo post apocalíptico del que vengo. Demoramos mucho en darnos cuenta que con el simple hecho de asesinarlo el conflicto se evitaba. En este arte hay una regla que siempre se cumple: la de la simplicidad, menos es más. Cuando no se encuentra la solución a un dilema puede ocurrir dos cosas: o es que la solución se encuentra delante de nuestros ojos, o que no existe, ya que no hay ningún dilema. Así es que llegamos a esta realidad que ustedes habitan, en donde Kennedy fue asesinado. Debe de entender que nos agrade más que la nuestra. —¿Dice que han cambiado nuestra realidad? —No me escucha, ¿no es cierto? He dicho que su realidad no existía antes de ciertas intervenciones más que como una realidad general, de la que todos venimos. ¿Cree que eso es lo único que cambiamos? ¿Cómo explica las huellas de pies humanos petrificadas junto a las de dinosaurios de hace doscientos millones de años? Todo ha sido cambiado, muchas veces. Hasta se han hecho cambios de cambios, correcciones de correcciones. Se han enviado viajantes a que se intercepten a sí mismos. La realidad como usted la concibe solo existe en su imaginación. Ni siquiera sus recuerdos personales son certeros. Hasta usted mismo es fruto de la imaginación de alguien. Tan solo que su cerebro ha preferido la conservación al caos, y por lo tanto no recuerda nada. El auto negro giró en una esquina a una velocidad peligrosa. El conductor, cuyo compañero mantenía esa charla con el prisionero, solo pensaba en poder entregarlo lo más rápido posible y no tener que soportar más ese discurso que consideraba ridículo. 88


—O sea que en teoría… ¿Podrían cambiar lo que quisieran? —No solo en teoría —respondió el hombre en el asiento de atrás. Las esposas en las muñecas habían comenzado a cortarle la circulación de la mano derecha. Se acomodó lo mejor que pudo. —¿Y entonces por qué se encuentra ahí esposado? —dijo triunfante el hombre de lentes negros. Su compañero, el conductor, no pudo evitar sonreír por la ocurrencia. Era su mejor cara de jaque mate. El hombre en el asiento de atrás demoró unos segundos en responder. —Porque esto es parte de un cambio más grande, del que yo formo parte. Los otros dos rieron. —¡Qué conveniente! —Tiene razón —pareció sonar más decidido—. Hay otros cambios que pueden hacerse sin tener que soportar todo esto. ¡Ya he perdido la paciencia! —Y esta última frase pareció estar dirigida para alguien fuera del coche. El hombre de negro miró por el espejo retrovisor y sintió que se atragantaba. En el asiento trasero no había nadie. —¿A dónde fue? —gritó su compañero y ya no era el mismo que segundos antes. Afuera todo pareció trastocarse. La disposición de los árboles, los autos estacionados en la calle, las sombras de algunos edificios. El otro, en el asiento del acompañante y con las gafas negras colgándole a medio camino hacia la punta de la nariz, lo miró sin palabras. Era otra persona. El coche ya no era negro, era amarillo. El conductor frenó de golpe. —¡Dios mío, qué está ocurriendo! —dijo tomándose la cabeza. En el asiento trasero dos niños con cara de hastío lo miraban serios. —No discutas, Jorge —sintió una aguda voz femenina desde el asiento del acompañante—. Ya te dije: hace dos domingos que no vamos a lo de mi madre.

ÁLVARO MORALES

Uruguay

Facebook: https://www.facebook.com/profile.php?id=100004283896091 Linkedin: Álvaro Morales 89


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E

l día de su cumpleaños, Ana despedazó con ansias el envoltorio de un regalo colosal y dio un paso atrás para contemplar por primera vez la casa de muñecas. Sus paredes eran color nieve y tenía un porche en la entrada y un tejado rojizo, triangular, con un par de

buhardillas. Sus ojos relucieron de gratitud y torció su cabeza hacia madre, quién había tenido la idea de comprarla, porque Ana necesitaba desesperadamente una nueva manera de entretenerse durante los largos meses de verano. Madre montó los muebles a mano, uniendo las diferentes piezas que los componían con pegamento, y los pintó según el criterio de Ana. Esta instaló a sus cuatro muñecos favoritos dentro para que formaran una familia. Jet era el padre. Estaba ausente durante la mayor parte del tiempo, escondido debajo de la cama, por un motivo que solo él y su mujer Laila conocía, pero no deseaban explicarlo a sus hijos Mimi y Newt y, por consiguiente, Ana tampoco lo sabía. El primero en desaparecer fue Newt. Antes de dejarse poseer por los nervios y pedir ayuda a sus padres, cerró los ojos y recordó dónde lo había visto la última vez. Su memoria regresó al domingo anterior, en el momento que estaba a punto de salir con madre y hermano a la piscina y estaba pensando cuál de los cuatro muñecos la iba a acompañar. En sus ojos inexpresivos, Ana leía una súplica para que fueran ellos los elegidos, por lo cual fue una decisión difícil; en aquella ocasión optó por Newt, pues él tenía aspecto de ser el que más deseaba salir, aunque solía preferir a Mimi. Era fácil, pues, deducir que Ana lo había perdido en el centro deportivo. Si bien lo había agarrado bien dentro de su puño mientras salía del vestuario, no lo había traído de vuelta después de haber nadado en la piscina. Entonces recordó la sensación de soltarlo estando sumergida en el agua; no lo había hecho a propósito, ni siquiera se había dado cuenta, puesto que estaba distraída con una muchacha que acababa de conocer. Unos días después, cuando ya se había acostumbrado a jugar con tres juguetes en vez de cuatro, Ana rompió por accidente la pierna derecha de Laila. Intentó adjuntarla con el resto del cuerpo, disimular su error, pero la cinta adhesiva no podía ocultar el hecho que Laila había perdido una parte fundamental de su cuerpo. Laila había muerto. Ana se imaginaba la sangre saliendo a chorros del cuerpo de Laila; era incapaz de jugar con ella sin sentir que estaba perpetuando una mentira. Por ello, 91


cavó un hoyo en una esquina del jardín con la pequeña pala de hierro que padre empleaba para sacar malas hierbas, tendió a Laila dentro y colocó sus brazos en forma de cruz encima de su pecho, como si fuera una faraona. Solo le faltaba conseguir un pedazo rectangular de madera, escribir encima con permanente negro ‘AQUÍ ESTÁ LAILA’ y colocarlo verticalmente en la tierra, justo dónde yacía la muñeca. Todavía tenía dos figuras con las que jugar, Jet y Mimi; ahora bien, en realidad Ana solo usaba una, porque casi no veía a Jet. Laila, quién era la única persona que conocía el secreto del motivo por el cual Jet prefería estar entre el polvo que no con sus hijos, muerta ya no podía revelar nada. Mimi formuló varias conjeturas para intentar averiguarlo por ella misma, no tenía ningún otro remedio, pues Jet sí no iba a abrir la boca en los pocos momentos en que rondaba por casa. El juego se había convertido en un aburrimiento para Ana. Podría pedir a padre o a madre comprar nuevos juguetes, pero estaba sola en casa y por tanto había de encontrar otro modo de distraerse. Colocó a Mimi en su cuarto y la sentó encima de la silla situada delante del escritorio de su habitación. Ambas se estaban preguntando dónde se había metido su familia.

WILLIAM DOVE ESTRELLA

España

Blog: https://puzzlenarrativo.video.blog/

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O

tra vez Antonio había golpeado a su abuelo. Don Esteban lo abrazaba por la espalda hasta que el joven se tranquilizaba. Al mismo tiempo le contaba historias o le cantaba, poco a poco los arrebatos de su nieto mermaban y este entraba en un sueño

profundo.

—¿Otra vez te pegó ese animal? —gritaba la esposa de don Esteban. —No pasa nada, sabes que está enfermo —contestaba el señor. —Un día de estos te va a matar —la mujer lloraba. —¿Y qué voy a hacer, abandonarlo como hizo su pinche familia? —Pero podemos —el viejo la interrumpió y dijo: —Últimamente, el que lo cuida y quien se lleva los chingadazos soy yo, fin de la discusión. Don Esteban siempre fue la estrella donde orbitaba su familia. Educó a quince hijos. A sus sesenta y cinco años aún trabajaba y ayudaba económicamente a sus descendientes. Antonio nació con una enfermedad mental que le hacía imposible adaptarse al mundo. Llorando, uno de los hijos de don Esteban (el padre de Antonio) le confesó a este que deseaba matar al enfermo: —Creí que te había criado para ser un hombre, tu hijo está condenado, ¿y qué? ¿Nada más por eso vas a tirar la toalla? —gritó el señor mientras su hijo estaba en el suelo por un golpe que le asestó el viejo. —Para ti es fácil hablar, tú no tienes que soportarlo, que aguantar sus locuras y… —una patada de don Esteban cortó de golpe las quejas del padre de Antonio. —Muy bien, si quieres matarlo adelante —el viejo sacó una pistola y se la entregó. Iban a ir al monte para terminar con todo. El arma (en manos de su hijo) temblaba; este la soltó y de nuevo comenzó a llorar. Don Esteban no quizo seguir golpeándolo, obviamente la situación rebasaba al padre de Antonio. El viejo se quedó con el joven, firmó unos papeles para ser su tutor legal y le dio una bendición a su hijo porque desde aquel día no deseó volver a verlo. La familia se fragmentó entre los que apoyaban a don Esteban, los que odiaban a Antonio por golpear al abuelo y aquellos que pensaban en la cobardía de su hermano al no ocuparse del loco. En las acaloradas discusiones sobre el tema bastaba un grito de don Esteban para imponer en la atmósfera un silencio incapaz de ser 94


revertido. ¿Qué le podían decir sus hijos?: "¿Te vamos a ayudar a cuidarlo?». Claro que no, todos tenían la boca muy grande pero los huevos quebrados. Antonio gritaba todo el tiempo, se embarraba la boca y la ropa al comer, agredía a las personas, defecaba y orinaba como un bebé, golpeaba su propia cabeza contra las paredes, a sus veinte años hablaba como niño de tres. La enfermedad siempre se topaba con la tranquilidad de su abuelo. De vez en cuando Antonio experimentaba momentos de lucidez, abrazaba al viejo y le decía: papito. Nadie sabía, ni siquiera su esposa, que don Esteban —en su niñez— vivió en las calles. Robó para comer, golpeó y fue golpeado al hurgar en los contenedores de basura que otros indigentes acaparaban. Cierto día unos policías lo encontraron peleando y lo llevaron —por error— a un lugar conocido como La Castañeda, uno de los primeros hospitales psiquiátricos en México. En ese lugar vio a todo tipo de enfermos, las mismas reacciones que observaba en su nieto lo transportaban a sus años dentro de la institución. Fue allí donde se prometió ser una persona fuerte para no sufrir lo que esos enfermos enfrentaban todos los días. Ese recordatorio no le permitía rendirse con Antonio, sería como abandonar las creencias que encaminaron su vida fuera de las calles. Los golpes recibidos de su nieto apenas llegaban a dejarle moretones. Bajo la ropa de don Esteban se escondían heridas por navajazos, quemaduras de cigarro, toletazos y algunos impactos de bala recibidos en su adolescencia. Comparado con eso los arañazos provocados por Antonio eran tímidas pinceladas en un lienzo que retrataba el infierno. Un día Antonio se le fue a los golpes a uno de los vecinos: el señor Adrián. Los hijos del último querían linchar al enfermo, rodearon su casa y estaban a punto de tirar la puerta. Don Esteban salió a hacerles frente, no iba armado, le gritó al señor Adrián para que diera la cara. Los hijos de este, ante la voz recia del viejo, no pudieron esconder el temor que los hizo dar un paso atrás. El otro jefe de familia salió al encuentro, no tenía muestras de haber sido agredido gravemente. El conflicto se arreglaría entre ellos dos. El señor Adrián abrió sus ojos con asombro al ver a su contrincante, con la cabeza abajo, pidiendo perdón por las acciones de su nieto. Don Esteban no perdió el tiempo explicando la condición mental del muchacho. Su propuesta era simple: «Él no tiene la culpa, pero 95


si estás enojado golpeame a mí hasta que estés satisfecho, no voy a defenderme». Los demás también se quedadon boquiabiertos ante esas palabras. No las tomaron en serio y se disponían a golpear al viejo; esta vez fue la voz del señor Adrián la que paró en seco a sus hijos. Les advirtió que no se metieran. Golpeó por varios minutos al abuelo de Antonio. Eran los golpes de un hombre violento pero no entrenado. La paliza era más aparatosa que dolorosa. Durante los golpes —el viejo— pensaba que su nieto tenía más ferocidad en los puños que ese tipo. El señor Adrián, con dificultad para respirar, terminó de agredir a un manso don Esteban que no le importaba lo que le pasara a él, siempre protegería a los suyos. Incidentes como aquel fueron recurrentes. La abuela de Antonio no comprendía por qué su marido se exponía hasta esos límites por un loco, mucho menos entendía la calma de su esposo, una calma tan fuerte como los muros con los que Antonio estrellaba su cabeza. Al señor no le interesaban los consejos negativos sobre su nieto, no quería vivir pensando en lo peor, se negaba a vivir dentro del temor y prejuicios de otras personas. El tiempo pasó y el viejo enfermó. Tenía más de ochenta años y el médico lo había desahuciado. El loco pasaba los días al lado del lecho de su protector, lo hacía en completo mutismo, ese era el lenguaje de respeto hacia su padre. Don Esteban reía cada que sus hijos iban a visitarlo y Antonio se les echaba encima, la familia esperaba lo peor, aunque no se explicaban la actitud tan optimista del abuelo. Una noche, mientras todos dormían, Antonio tomó su posición habitual a un lado de su abuelo, lágrimas brotaban de los ojos ausentes del joven. «No te vayas papito», repetía el enfermo. Don Esteban le acarició la cabeza, secó su llanto y pensó: «¿qué será de ti cuando me vaya?» Dos disparos despertaron a todos en la casa.

Juan Antonio González Díaz

México

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N

o llegaron al Pueblo de Aguas Tranquilas por elección o decisión propia, llegaron por pura desesperación. Juan José guardaba entre sus cosas una carta de su tía Soledad, en donde le comentaba su decisión de irse a vivir a este pueblo costero, en donde el

aislamiento y la discreción eran la norma; lo que en la ciudad era considerado indudablemente “un mal paso”, en Aguas Tranquilas era la mala fortuna de una supuesta viuda joven y preñada. Sin embargo, el destino de Juan José no estaba movido por razones tan habituales: la gripe española azotaba la ciudad, y si bien pocas personas creían que el hacinamiento y la falta de higiene contribuían a la expansión del contagio, para él (que se consideraba un hombre ilustrado) constituían la clave de la pandemia. Su esposa Lourdes, en un principio se resistió, pero su sentido de obediencia y sumisión la hicieron seguir las huellas de aquel a quien consideraba el dueño de su voluntad. El pueblo en sí era hermoso, su misma rusticidad le hacía contraste a la naturaleza desbordante. Como mucho, unas veinte casas de bahareque distribuidas alrededor de la plaza y la iglesia, una bodega, un bar y un puerto de pescadores. Lo primero que hizo Juan José fue tratar de ubicar a su tía. En la Jefatura Civil le dieron sus señas, con no poca reticencia, ya que al parecer la señora en cuestión se había vuelto loca y se había lanzado por el acantilado con el embarazo muy avanzado. Tras mucho indagar dio con la casa de su tía. Un lugar bastante lúgubre, tanto como la cara de Lourdes al contemplarlo. Juan José colocó las maletas en el suelo de tierra apisonada y se dispuso a inspeccionar todo. Con ese “todo” se refería a una cocina mugrienta justo al lado de la sala, un cuarto minúsculo y una puerta que daba a un pequeño patio en donde se adivinaba la existencia de una letrina. Le propuso a Lourdes,que dieran un paseo, que él sabía cuánto adoraba ella el mar y que esto era una oportunidad de estar cerca del gigante salado que tanto le gustaba. No les llevó más de media hora acercarse al embarcadero, en donde Juan José entabló conversación con algunos pescadores, mientras Lourdes se entretenía coleccionando conchas y piedras. Buenas tardes comentó Buenas tenga usté Le contestaron, observándolo con curiosidad, hasta que uno de los mayores preguntó: ¿Es usté de por aquí? Nunca lo había visto. 98


No mi estimado, soy sobrino de la señora Soledad. Los pescadores se miraron mutuamente con cara de entendimiento, mas no dijeron nada. Y ahora pretendo vivir en la que era su casa. Ahh ya, pues déjeme decirle don… que escogió un mal sitio para vivir. Verá, en estos momentos no hay pesca, la marea roja volvió a matar todos los peces, como si algo dentro del mar no quisiera que nosotros viviéramos de él. Otro de los pescadores le metió un codazo al interlocutor, a lo que respondió: ¿Y acaso ésa no es la verdá?, ¿O crees que porque no lo digamos va a dejá de pasá? El pescador en cuestión se acercó a Juan José y llevándolo aparte le susurró: Yo que usté me juera, su tía le hubiera podido decí por qué… Llamó a Lourdes con disgusto y se fueron a la casa. Esperaba que su hermano en tres días a lo sumo trajera consigo a sus tres hijos, pues se adelantaron para ver las condiciones que les esperaban sin tratar de comprometerlos. Llegaron los niños y junto con su hermano, las malas noticias: La gente moría como moscas en la calle, sacaron la procesión del Nazareno y no sirvió de nada, en todas las casas había cruces blancas pintadas en las puertas para indicar si había enfermos. Lo mejor era que se quedaran en Aguas Tranquilas, al menos hasta que pasara lo peor de la epidemia… Piensa en tus hijos Juan José, si tú y Lourdes mueren ¿Qué será de ellos? Los niños estaban encantados con el lugar. Todo lo exploraban con la típica exuberancia infantil, lo que contribuyó a mejorar el carácter de Lourdes y el suyo propio. Pero a los días lo inquietaron con la pregunta: ¿No hay más niños en el pueblo? Sus hijos le contaron de sus recorridos y de otra cosa que les llamó la atención a los tres: Papá, aquí la gente te mira como si fuéramos bichos raros, y cuando los saludas, se voltean como si no te hubieran visto ¿por qué papi? Eso mismo se preguntaba Juan José mientras se paseaba por el acantilado El miedo y el sobrecogimiento lo paralizó ante lo que vio a sus pies, un mar rugiente muy diferente al del embarcadero, con filosas piedras que prometían destrozar, cual si fueran dientes, lo que el mar iba a digerir. Se prometió a sí mismo escribir cada tres días a la ciudad, así tan pronto supiera que las cosas estaban mejor, volverían. No le dio tiempo, tarde en la noche vio como sus hijos salían de la casa como su estuvieran sonámbulos, rumbo al acantilado. Quiso detenerlos, pero él mismo se 99


vio bajo el influjo de lo que fuera que tenían sus hijos, así como Lourdes, que se les unió a los pocos instantes. Todos iban hacia allá sin detenerse, sin poder hacerlo. Cuando vio que todos iban a lanzarse hacia el vacío rompió su parálisis, aunque tarde de nuevo. Los niños cayeron primero, luego Lourdes, que a pesar de estar libre de la parálisis en el último instante se lanzó en pos de sus hijos. El también se lanzó, y mientras caía le llamó la atención que el mar estuviera teñido de rojo, el rojo donde se derramaba la sangre de su familia, y otro tono allende a ellos, en donde los peces que flotaban panza arriba aparentemente muertos, revivían con súbito vigor.

DAMARIS GASSÓN PACHECO

Venezuela

Twitter: www.twitter.com/damarisgasson

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-Y

a estoy cansada de esta vieja, todo el día anda gritando, todo el día molesta. Manuela refunfuñaba mientras limpiaba la entrada de su casa. César está en la chacra mientras Manuela se queda a cuidar a

mamá Grimaldina quien ya está muy anciana y tiene un carácter insoportable; Manuela se cansa y a veces se queja pero la atiende con cariño. Cómo no hacerlo si mamá Grimaldina ha sido una gran mujer; pero su carácter, su carácter hace que sea una anciana insoportable; gracias a ella Don César se ha convertido en una buena persona, gracias a ella Manuela está casada con un buen hombre. Hace treinta años nació Don César, hijo de Doña Matilde y de Don Humberto. Cuando Doña Matilde enfermó, mamá Grimaldina no quería que César se comunicara con ella por más madre de este que haya sido; pero sin embargo le daba un sencillo para que César le comprara medicinas. Cuándo vas a venir a verme hijito, gracias a ti aún sigo viva – le decía Doña Matilde a César cada vez que hablaban por teléfono. Cuando César nació, sus padres eran muy pobres pero ricos en vicios; sobretodo Doña Matilde quien era alcohólica; dejaba a sus hijos y se iba a beber con lo poco que conseguía Humberto. Remigio, quien ya tenía dos años de vida y de suerte seguía vivo y César, de duras penas cuatro meses de nacido, eran los hijos de Doña Matilde y Don Humberto. Hasta que un día Doña Matilde no volvió más y abandonó a sus hijos y a su esposo; Don Humberto no supo qué hacer con los niños tan pequeños e indefensos. Ya pronto iré, lo que pasa es que tengo que cultivar la chacra, pero ni bien

termine, iré a verte respondía César. Mamá Grimaldina, aunque refunfuñaba, apoyaba con las medicinas de Doña Matilde a pesar del enojo que sentía hacia ella. Al poco tiempo de su hospitalización, Doña Matilde falleció; se hizo un velorio muy humilde en Nueva Arica, enterrándola en el cementerio de la localidad, todo gracias a mamá Grimaldina, quien a pesar de lo enojada que podría estar, apoyaba siempre a su hijo. Grimaldina no lo quiso recibir: No, yo no estoy para cuidar hijos ajenos, 102


por eso no tengo hijos, para no tener que cuidarlos; yo te dije, ésa mujer es mala, pero terco; ahí está pues, te ha dejado la borracha ésa fue la respuesta cuando vio a su hermano con dos criaturas raquíticas y medias moribundas. Ya pues Grimaldina, yo no sé cómo cuidar un niño, no puedo ni cuidarme yo gracias a la insistencia de su hermano y de su padre, accedió. Ya pues, que se queden hasta que se mueran, porque no tengo para médicos ni nada y no lo dijo con maldad, realmente Grimaldina era muy pobre y las criaturas, sobre todo César, estaban tan delgados, tan pequeños. Tanto que a César lo tuvo en una cajita al lado de una mesa mientras que Remigio se sentaba a un lado a recibir migajas, porque era lo único que había de comer para todos. Don Humberto los dejó y se fue a probar suerte, mientras que la suerte de sus hijos ya estaba echada, la muerte era lo que les esperaba porque Grimaldina era muy pobre. Juntó lo que pudo y abrigó al pequeño César quien no tenía ya fuerzas para seguir, a duras penas lloraba. Su llanto era tan imperceptible que pareciera escuchar a la muerte llorar; una semana esperando sus muertes, pero los niños se empeñaban por vivir y nada de morir; Grimaldina los tenía con las pocas posibilidades que tenía hasta que no aguantó más, juntó el poco dinero que tenía para la comida, vendió sus dos únicas ollas, pidió adelanto a la señora para la que trabajaba lavándole la ropa, pidió prestado a una amiga quien también era pobre, cogió a los niños y se fue como pudo hasta la hacienda Cayaltí donde estaba el único médico que atendía a varios pueblos aledaños. El médico, al ver a dos niños muriendo de inanición, se indignó con Grimaldina: Pero nunca en mi vida había visto una madre como usted, cómo es posible que tenga así a sus hijos, los niños no están enfermos, lo que tienen es hambre; tome, tiene que conseguirse estas medicinas para que sus niños no mueran lo poco que había juntado no alcanzaba ni para enterrar a sus aún no muertos hijos a la fuerza; de dónde sacaría para pagar tan larga lista de medicamentos, se arrepentía de haberlos recibido pero ya les tenía cariño. No podía seguir lavando ropa, tenía que estar lo más próxima a sus niños, pedía limosna a los trabajadores de la hacienda, algunas veces pedía limosna a los dueños quienes en la mayoría de ocasiones la miraban con desprecio por ser vagabunda y limosnera, hasta que entre varios trabajadores, al conocer la verdad, hicieron una colaboración y lograron reunir para las medicinas de una semana. El 103


médico Barzola, cada vez que tenía la oportunidad, recriminaba a Grimaldia: Pero qué madre tan desgraciada es usted le decía constantemente hasta que Grimaldina no pudo más y le contó lo sucedido al médico, quien entendió la situación y de ahí en adelante, él pagaba las medicinas y la atención la brindaba sin cobrar un centavo. Los niños lograron salvarse, los vecinos dieron su ayuda para la comida y mamá Grimaldina consiguió trabajo de cocinera para la esposa de uno de los ingenieros que trabajaba en la fábrica en Cayaltí. Después de un tiempo, mamá Grimaldina se casó con un buen mozo llamado Macario y juntos, con sus hijos a la fuerza, lograron conseguir unos terrenitos que cultivar y vivir mejor. Vieja esta, gritar no más tu vida; quién te cuidaría ahora si no hubieses salvado al César, no más por eso te quiero tanto viejita linda siempre terminaban así los quejidos de Manuela para luego abrazarla con ternura.

adrián Do CHÁVEZ

Perú

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U

na vez más voy en camino a la casa de Angie, mi amada novia y la mujer más maravillosa que conozco, no hay persona ni viva ni muerta que pueda comparársele, es una flor en el desierto y justo ahí, fue donde la vi por primera vez.

Nuestra historia comenzó cuando tenía dieciocho años, toda la vida fui visto

como chico raro en mi pequeña ciudad natal, rara vez pude congeniar con alguien y cuando lo hacía, rápidamente se alejaba al saber de mi don. Hastiado de aquello, decidí realizar una de mis habituales escapadas a los páramos desérticos de las afueras, pues, solo conduciendo a través de ellos podía encontrar la paz que ni la ciudad ni la gente podía darme. Tras un día excepcionalmente malo pisé el pedal a fondo e inadvertidamente, pasé sobre una pequeña nopalera que con sus espinas reventó una de mis llantas. Al instante perdí el control del auto y aunque logré salir ileso, quedé varado, sin ningún repuesto para reparar el daño y lejos de cualquier otra forma de vida en más de tres kilómetros a la redonda. Vagué por lo que parecieron ser horas y antes de que desfalleciera ante el cansancio, encontré mi salvación, una pequeña y decrépita chocita en medio de la nada. Sus paredes de ladrillo lucían los descarapelados dibujos de flores de colores, de todas las ventanas colgaban atrapasueños y una oxidada furgoneta yacía estacionada afuera. El auto no era más que una chatarra y parecía que nadie había vivido ahí en mucho tiempo, así que decidí entrar para salvaguardar mi vida. Apenas puse un pie dentro, me tumbé sobre un viejo sillón que había en la sala y cedí ante la fatiga. Desperté tiempo después, con un trapo mojado sobre la frente, rodeado por un centenar de velas que iluminaban toda la casa y con mis pulmones invadidos por el aroma del incienso. Me incorporé de un sobresalto, pues se suponía que estaba solo en aquella casa, ¿quién pudo haber hecho todo eso mientras dormía?. Sin querer conocer la respuesta decidí marcharme, pero antes de que pudiera salir por la puerta, una desesperada voz me detuvo. 106


—Por favor, no te vayas —suplicó una mujer de edad madura antes de salir de las sombras. Al verla quede pasmado y mi miedo desapareció por completo, pues, aunque parecía estar atrapada en la onda hippie de los sesenta era muy hermosa. Llevaba un floreado paliacate anudado alrededor de su lacio cabello gris y negro, sus marrones ojos rasgados se encontraban resguardado tras unas redondas gafas de sol amarillas y estaba imbuida en un colorido vestido que, aunque disimulaba su figura, contrastaba de manera perfecta con su piel canela. Aquella hermosa mujer que de un segundo a otro me había robado el corazón y sacudido mi paz, era mi Angie. —Hace tiempo que no hablo con nadie, por favor quédate —insistió. —¿Qui… quién eres? —apenas si me salían la palabras. —Me llamo Angela, pero mis amigos me dicen Angie, ¿tú cómo te llamas? — preguntó con una sonrisa tan cálida que aún al día hoy, cuarenta años después, todavía me derrite el corazón. —Raúl —respondí taciturno y buscando el momento preciso para salir corriendo de ahí. —Gusto en conocerte Raúl, ¿tú crees que puedas quedarte, aunque sea un rato? Hace décadas que nadie me visita y solo quiero hablar, por favor —suplicó por tercera vez. No sabía que decir, por un lado, ya era de noche, tenía que haber vuelto a casa de mis padres hacía horas y por el otro, ella solo era una pobre alma solitaria que no podría causarme ningún otro daño más allá de un simple susto. Fue así como accedí a su petición y me quedé a charlar con ella. La primera vez que hablamos me contó todo sobre ella, me habló de cuando abandonó la casa de sus papás a los dieciséis para seguir el movimiento hippie, de cómo fue que decidió vivir en el desierto lejos de las contaminadas ciudades y cómo fueron sus treinta años viviendo sola ahí. Todas sus historias eran magnificas y muy interesantes, pero no me enamoró hasta que ambos revelamos nuestro gustos musicales y literarios, en ese punto nos dimos cuenta de que los dos compartíamos muchas cosas en común. Ambos gustábamos de las viejas baladas románticas y libros de terror que a la 107


mayoría de las personas les parecían muy melosas o espeluznantes. Platicamos hasta el amanecer y después de agradecerme por haber aceptado pasar la noche entera hablando con ella, me dejó marchar, no sin antes darme precisas indicaciones de cómo volver a la ciudad antes del atardecer. Al salir de su casa me sentía acongojado, todavía quería quedarme ahí, pero también tenía que volver a la ciudad, seguramente mis padres estarían histéricos por mi ausencia. Estaba decidido a irme, hasta que vi el triste semblante de Angela, yo había sido su único visitante en décadas y ahora, me marchaba sin más para continuar con mi vida. Me sentí fatal y aunque sabía que era apresurado, le juré que pronto regresaría para hablar con ella de nuevo y que la próxima vez que lo hiciera, le llevaría unos cuantos libros nuevos para que se entretuviera. Tras volver a mi casa, mis padres me dieron la regañada de mi vida, no solo por no haber vuelto en toda la noche, sino también, por haber dejado mi auto en medio del desierto. Pero no me importó ni un mínimo todo lo que me dijeron, al fin había encontrado a la chica de mis sueños y lo único que tenía en mente era cuándo la volvería a ver. Después de dos semanas de castigo cumplí con mi promesa y regresé a la casa de Angie con decenas de libros que pensé que quizás podrían gustarle. Una vez más charlamos por horas y de nuevo, cuando fue la hora de despedirse, le juré que volvería. Hice eso con cada una de mis visitas, hasta el punto de que lentamente, los nada alentadores “adiós” se fueron convirtiendo en confiables “nos vemos luego, Angie”. De igual forma nuestra relación fue progresando tanto que antes de que siquiera pudiéramos darnos cuenta, ya no era una simple amistad lo que nos unía, sino el inconfundible y cálido sentimiento del amor verdadero. Aunque ambos sentíamos lo mismo, en principio ella no me quiso corresponder, decía que perdía mi tiempo, que me buscara otra mujer, una que al menos pudiera tocar. 108


Yo me negué, si había nacido con la capacidad para verla, era porque estaba destinado a estar con ella, no me importó que nunca pudiéramos formar una familia, tomarle la mano o siquiera besarla. Yo era para ella y ella para mí. Hoy ya tengo más de setenta años, el cansancio me pesa y aunque se me dificulta manejar, mientras me quede vida, no dejaré de venir a la casa de mi bella fantasma.

RONNIE CAMACHO BARRÓN

México

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-¡A

mamá le habría gustado que te lo pusieras...! ¿Tu crees..? Bueno, quizás, sí… Esa falda plisada.

Incluso, cuando falleció, me seguía pareciendo a ella. Sobre todo, por dentro. ¿Te acuerdas cuando me dijo que no le hubiera importado que fuese chica...?

¡¡A mamá le habría gustado que te lo pusieras...!! ¡Claro que no le hubiera importado! Es más, lo hubiera preferido. Así, no le

habría dado los disgustos que le di. ¿Pero qué podía hacer yo si nací niño con mente de niña? Tú no sabes todo lo que yo sufrí porque lo era todo en mi vida y ella me rechazó cuando se percató de que era de la otra acera. Las madres conocen a sus hijos desde el primer momento… ¡¡¡A mamá le hubiera gustado que te lo pusieras!!! ¿Y tú, qué…? Mongolito perdido desde el primer momento en que sacaste

la cabeza. Lo que lloró nuestra pobre madre porque a mí me había dado por perdido, por lo que había puesto todas sus esperanzas en ti. Eres un niño que nunca crece. ¡Menudo drama! Tú, tocado del bolo y yo, mariquita. Así acabó la pobre, con una depresión de caballo porque papá pasaba de todo. La botella le hacía evadirse, pero también acabó con él demasiado pronto. Y nos quedamos los tres, cada uno con sus problemones internos y externos. Anda, que…¡Qué asco de vida...! ¡¡¡¡A mamá le hubiera gustado que te lo pusieras...!!!! ¡Qué sí, que ya lo sé! No hace falta que lo repitas mil veces. Ya sé que mamá

me hubiera preferido a su imagen y semejanza, una amiga en quien poder confiar ya que no podía hacerlo en nuestro padre. Pero le salió todo mal. ¡Pobrecita! Y el día que yo salí del armario… ¡Qué gritos, qué sollozos! Ahí, ahí tenía que haber estado papá para poder orden y haberse puesto de mi parte para compensar. Pero a él le daba todo lo mismo. Salió igual que el abuelo: Vago redomado. Pero, claro, era tan guapo, que la enamoró desde que se conocieron aquella tarde lluviosa. Ya lo decía nuestra abuela: “No hay ningún vago que sea bueno”. ¡¡¡¡¡A mamá le hubiera gustado que te lo pusieras!!!!!

(Entra en cólera) ¡Ayyyyyyy, ya no puedo más…! ¡Cállate o te parto la boca, pelma! Me tienes

amargada la vida. ¡Menuda carga que me ha caído! Cuidar de un hombre de treinta 111


años con un cerebro de uno de dos…Y cuidarlo solo, sin ayuda de nadie. A mamá no le hubiera gustado verme en esta tesitura. (Gritando con desgarro) ¡Mamá querría que yo fuera feliz...! ¡¡¡¡¡¡A mamá le hubiera gustado que te lo pusieras!!!!! ¿Qué le hubiera gustado que me pusiera? ¡A ver, dime el qué! ¿La falda, la

blusa, los pendientes, la pulsera? A ver, ¿el qué..? (Coge a su hermano por el cuello, le mira fíjamente a los ojos y le zarandea. Luego, le suelta de golpe y aquel cae al suelo) A mamá le hubiera gustado que te pusieras la pistola en la boca porque no

te quería nada… Te detestaba. Te odiaba. (El hermano retrasado profirió, tumbado en el suelo, estas palabras con una claridad fuera de lo normal en él y lo hizo sin esfuerzo alguno) (Dicho esto, el hermano mayor maricón corre a la cocina a por un trapo, lo enrolla, levanta a su hermano menor del suelo, lo coge por las espaldas, se lo ata bien fuerte en la boca y tirando con todas sus fuerzas hacia atrás por ambos extremos, le ahoga y exhala…) ¡Y a mamá le hubiera gustado que no hubieses nacido! Ya soy libre, pase lo que pase a partir de ahora, mamá…

IÑAKI FERRERAS

España

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L

a cosa empezó como una joda. Julián estaba re emocionado. Nos contó que estaba saliendo con una compañera del laburo. Lo tomamos en broma. Se enojó y nos mostró una foto en su celular; en ese momento fue que le dije “ahh, pero si es la carnicera”. Era una chica

bastante linda. Estaba con el delantal y blandía una cuchilla, de ahí el apodo. Pedro y Rodrigo, también, se prendieron, sobre todo porque se dieron cuenta de que le molestaba. Nos juntábamos los lunes a la noche, a comer asado y jugar al truco en el departamento de Pedro; tenía parrilla en el balcón. Era la única noche libre de Julián en el restorán de Palermo. A los meses tuvimos que cambiar el día y la hora ya que la cosa se había puesto sería, y necesitaba tiempo para Laura (la carnicera). Después se fueron a vivir juntos, y no hubo día ni horario posible. Creo que pasaron un par de años; Pedro llegó y nos contó que había estado hablando por whatsapp con Julián; parecía que la cosa se había complicado, y estaba por separarse. Nos miramos atónitos. Por lo que nos dijo, otra mina estaba terciando. Ché, invitémoslo, tal vez ahora quiera distraerse, les propuse. Pedro enseguida le escribió; no hubo respuesta, y hacía casi cuarenta y ocho horas que no se conectaba. Yo lo intenté al día siguiente, con el mismo resultado; además la última conexión era la misma de antes. El noticiero de la tarde nos explicó la ausencia de repuestas, y dio otro sentido al sobrenombre.

MARTÍN ACEVEDO

Argentina

Instagram: instagram.com/martin_letrasypimienta

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E

l último hombre sobre la Tierra estaba sentado solo en su sala. Nadie llama a la puerta… De hecho, la visitante atraviesa la pared y se acerca a él, es su fallecida esposa, ahora convertida en fantasma, que no ha dejado de

amarlo y quiere estar junto a su amado. El varón se alegra mucho de verla, recupera las ganas de vivir que tuvo adormecidas durante mucho tiempo, desde que surgiera la gran pandemia, que eliminó a todos, excepto a él, porque resultó ser el único ser humano inmune. Intenta abrazar y besar a su mujer (ánima), pero no puede tocarla, la atraviesa. Eso lo entristece. Nunca más podrán hacer el amor. Ella está más joven, aunque, al mismo tiempo, así la recuerda: lleva un vestido celeste, de cuando se hallaba enferma en un hospital, antes de fenecer. No obstante, la dama etérea le dice que no se preocupe, que quizá no puedan entrelazar sus manos, unir sus cuerpos, pero podrán hablarse, contarse historias, acompañarse el uno al otro, como antes. Le menciona que hay muchos como ella, espíritus que existen con sus familias (fantasmales) y, como no hay cielo ni infierno, vivirán juntos hasta que el planeta se extinga (algún día). Desde luego, solo estarán juntos quienes se quieren de verdad, los que se odian o se son indiferentes vagarán solos por las calles, en total aburrimiento. Es hora, le comenta la aparecida, te leeré mi libro favorito, es uno de Fredric Brown, luego tú me leerás la obra literaria que más te guste. Él le responde que está muy bien la idea, último estuvo disfrutando de unos números de la Revista del Taller Literario de la Terbi que se publicaron en una red social hace años. Juntos, toda la noche se leen mutuamente. Son felices y cuando él fallezca por vejez, se transformará también en un alma que podrá comunicarse con la que adora. No será anciano, se verá como quiera, al igual que su esposa, quien luce más joven que cuando murió. Él la admira, ella está en su edad más preciosa. Es la magia fantasmal. La magia del amor puro y verdadero, con el cual pocos contaron en vida, por eso de vez en cuando el último hombre vivo y su espiritual esposa escuchan unos lamentos que provienen de afuera. Él le pregunta a ella si duerme. El ánima le dice que no, pero que no se preocupe por eso. Ella estará tranquila y velará su sueño. 116


Casi al amanecer el varón se siente cansado y se recuesta en la cama matrimonial. Su cónyuge no atraviesa el lecho, puede controlar eso. No traspasa superficies que se hallan bajo de sí. No puede abrazar a su marido, pero le canta con una bonita voz que en alguna época lo enamoró, hasta que él queda dormido, con un gesto de contento en su rostro, pues sabe que cuando despierte, la razón de su vida estará a su lado, existiendo de forma asombrosa en este mundo no menos prodigioso.

CARLOS ENRIQUE SALDÍVAR

Perú

Blog: http://fanzineelhorla.blogspot.pe/ Facebook: https://www.facebook.com/carlosenrique.saldivarrosas

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S

e encontraba nervioso, desesperado, lo único que tenía que hacer era tomar su pastilla. No la encontraba. Tampoco recordaba dónde la había dejado, o quizás se le había terminado el blister y debía ir a comprar más a la farmacia del hospital. El mismo quedaba un poco a contramano para

él, prácticamente en el otro extremo de la ciudad. Si te estabas muriendo, pues sabías que tenías por lo menos una hora y media de viaje y que debías encontrar la manera de sobrevivir durante el trayecto. El punto es, que tenía que encontrar esa pastilla. ¿Para qué servía esa pastilla? ¿Recuerda la función que cumple en su organismo, o simplemente está tan acostumbrado a tomarla día tras día que el motivo por el que toma la pastilla se le olvidó? No lo tenía muy claro, solo sabía que la debía de tomar. ¿Y qué pasaba si no la tomaba? ¿Algo en él cambiaba? Y si cambia, ¿cambia para bien o para mal? Toda una incógnita que debía de descifrar en tan solo unas horas... Quizá te preguntes: ¿Por qué tiene unas horas para resolver el tema? ¿Acaso oculta algo que no debe ser revelado? Pues la respuesta es la siguiente: si alguien te dice que hagas algo por tu propio bien, por tu salud y te dan todo un sermón de por qué tienes que hacerlo, lo haces y luego se te hace tan monótono que olvidás el verdadero motivo de la dosis diaria. ¿Qué hacés? ¿Tomás todos los días la dosis recomendada sin preguntarte nada sobre el asunto? Bien, si hacés eso está bien. Pero la verdad es que… ¿Realmente está bien? No lo sabemos, ni tu ni yo. Lo único que tenemos claro es que él debe de tomar su pastilla. ¿Dónde estarías si fueras una pastilla? Esa y otras estúpidas preguntas son las que se hace una persona desesperada por su dosis. Él sabe que las pastillas no tienen vida propia, no hablan, no se mueven, por ende, tampoco van a escapar de nuestra vista, solo hay que recordar el último lugar donde se dejó la pastilla en cuestión e ir ahí para poder finalmente tomarla. Él se llama Luis y hace tres años y dos meses que toma medicamentos psiquiátricos. Ingiere solo cuatro drogas, cada una cumple una función distinta, o también, puede cumplir lo que la otra no hace. Luis tenía solo dieciocho años cuando pasó. Él no tenía idea de que ese día, le cambiaría la vida y se le pondría patas arriba. Todo iba bien, concurría al liceo, rendía 119


como debía y solo tenía una materia con calificación inaceptable. Vivía con sus padres, hijo único. Bueno, decir “único” es una aberración a la realidad, resulta que tiene dos hermanos mayores que él, con los cuales no mantiene relación hace muchos años. Tocaba la guitarra hacía mucho tiempo, no era un virtuoso, pero tampoco se comía los mocos. Por decirlo de otra manera más sencilla, tocaba bien. Un día le tocó audicionar para una banda que buscaba un guitarrista que pudiera componer y hacer solos en los temas, o por lo menos eso decía el aviso que vio en las redes sociales. Tenía una semana y unos días para preparar los temas que le habían dicho que debía de tocar con la banda, nunca le habían puesto una prueba tan complicada, debía de sacar los temas solamente a oído. Es decir, no le pasaron ningún acorde o tablatura, tenía que escuchar y utilizar su oído para entender qué estaban tocando. Llegó el día de la prueba y no pudo hacerla. El motivo por el cual no pudo asistir a la prueba era muy simple pero a la vez un poco extraña. Le dio algo que los doctores llaman “brote psicótico agudo” y se trata de un estado en el que la persona se escapa de sus cabales, llegando a actuar como un verdadero loco, puede incluso alucinar y escuchar voces. En palabras más profesionales, se define como una ruptura de la realidad en una forma temporal. La causa es, por lo general, una fuente de estrés potente y constante y se puede deber al consumo de alguna droga, principalmente aquellas que tengan en su composición algún alucinógeno. En el caso de Luis, comenzó a aislarse socialmente en su cuarto, con la excusa de sacar los temas para la prueba con la banda. Comía en su dormitorio, desayunaba en el mismo, algunas veces cenaba en su cuarto, una actitud que sus padres no toleraban, veían la cena como la oportunidad de estar todos en la misma mesa y así generar una instancia de comunicación y diálogo familiar, algo así como ponerse al día. Cada uno contaba un poco como había sido su jornada en el trabajo y en el caso de Luis, en el liceo. Incluso más de una vez había fumado marihuana en el colegio (cosa que no le comentaba a sus padres). Pese a estas actitudes lo notaban raro los últimos días, aislado y poco comunicativo, cosa rara en él. Así fue como llegó el día de la prueba y él se encontraba en su casa, más 120


específicamente en su cuarto, con su guitarra eléctrica sentado en la cama tocando uno de los temas. Era el tema que más le gustaba tocar, pero también era un tema complejo de tocar, por lo tanto ponía lo mejor de sí para poder ejecutarlo en tiempo y forma. Cuando terminó de tocar el tema, siguió repitiendo la frase final que hacía en la guitarra, pero esta vez con su voz, como en esos momentos en que te queda una canción pegada en la mente y lo único que hacés es tararearla a donde sea que vayas. Solo que en el contexto de Luis, era algo serio, no estaba pasando por un buen momento, aunque él así lo creía. Su padre llegó a la casa, lo encontró parado frente al espejo de la habitación con su guitarra colgada y tarareando la melodía del final de la canción. Dos días más tarde Luis se encontraba en el sector psiquiátrico del hospital al que su padre le había hecho socio en su nacimiento. Recibía las visitas de amigos y algunos selectos familiares, incluidos obviamente sus padres. Así estuvo un mes entero, día tras día llorando por la situación en la que se encontraba, claro está que estaba medicado con pastillas muy fuertes, pues lo que querían era tenerlos a todos los pacientes lo más tranquilos posibles, ya que en ese lugar había todo tipo de personajes. Para Luis, el lugar se veía un tanto siniestro, siempre hablaba con una chica, llamada Carla, aunque él prefería decirle Carlita. Él nunca lograba que sus padres la conocieran, ella siempre andaba ocupada cuando habían visitas. Charlaban de un montón de cosas, y lo mejor era que nadie se metía en sus conversaciones, ninguno de los pacientes. De hecho llegaron a pintar y escribir cosas juntos. Ella cada vez que a él le daban sus pastillas huía, ya que no toleraba a las enfermeras, le caían mal. Luis se sentía cada vez mejor. Carlita era su compañía en las mañanas y las tardes, siempre y cuando no hubieran visitas. Sin embargo, Luis salió un buen día de la clínica, y nunca más volvió a verla. A veces creía verla por la calle de su casa, como si estuviera buscándolo para hablar. En su estadía mensual en la clínica, Luis comenzó a sentir voces e imaginar gente. Imaginaba escenarios en los que hablaba con gente, más específicamente con una tal “Carlita” como la solía llamar él en aquellos días. Ella no existía en el presente, 121


fue una paciente de ese lugar hace aproximadamente siete años y, de hecho, murió ahí por una sobredosis de medicamentos. Se sospechaba de una enfermera que puede haberle dado las medicinas. Sin embargo, Luis la veía e interactuaba con ella. Cuando las enfermeras le daban su medicamento ella se iba, y no regresaba sino hasta el otro día en el momento en que la droga ya no surtía efecto. En la actualidad Luis se encuentra teniendo una vida pseudonormal, en la que toma sus medicamentos, pero de un tiempo a esta parte son menos intensos, debido al buen estado en que lo nota su psiquiatra cada vez que la visita mensualmente. También tiene un trabajo bien pagado. La historia de Carlita nunca se le contó a Luis, pues sus padres preferían cuidarlo psicológicamente. Pensaban que mejor dejarlo así, sin que él se enterara, era el mejor escenario, nunca sabría de la existencia de ella. Con lo que no contaban sus padres era con su memoria, que siempre fue muy buena. Por las noches Luis en su habitación todavía puede ver a Carlita sentada en la silla donde él deja su ropa, por momentos habla con ella, y por otros la evita tomando su pastilla de la noche.

LUCAS MIGDAL

Uruguay

Instagram: lucas.migdal Facebook: https://www.facebook.com/lucas.migdalsanchez

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A

scendimos desde el lado de Orión que es donde marcaba nuestra trayectoria. Por tanto tiempo habíamos estado en la oscuridad perpetua. Librando luchas interestelares en busca de capullos. No tenía registro de cuándo desperté y tampoco sabría hacia qué era

habíamos sido enviados y programados. El espacio estaba totalmente oscuro. Aún se inspiraba el azufre por doquier. En los relieves más altos se concentraba la energía como esporas que daban vida a la creación. Despertábamos después de la última misión. Alejarse es como estar en el vacío donde no hay conciencia de nada mientras atravesamos el túnel del tiempo, todavía escucho las voces entrecortadas como centellean en la memoria y cada vez son más claras mientras dejamos al avatar, nuestro refugio. Salir de la presencia del gran avatar, rey o dios es como salir a la nada. Y cada cual se va construyendo fragmento a fragmento desde la materia orgánica hasta las ideas. A donde vamos, la materia física está en mayor proporción, comuniqué a los tripulantes que uno a uno avanzaba tras de mí. A medida que nos alejábamos, nuestras mentes e ideas se quedaban allá y solo la apariencia física y la conciencia vacía atravesaban el umbral. Siempre es la misma experiencia, empezamos a ascender como en un ascensor por muchos niveles, a medida que vamos acercándonos a la superficie se va sintiendo el peso de la armadura en los pectorales, en los hombros y brazos a la vez, las extremidades parecen contraerse. Al principio me fue difícil ponerme en pie, gateaba sin conciencia de nada, hasta que fui acostumbrándome a esta forma de existencia básica y primigenia. Dudé al principio que estos homínidos fueran a ser nosotros en el futuro y de ser así, cuántos millones de siglos les llevaría adaptarse a nuevas configuraciones y reprogramaciones. Su vida y ciencia era formativa e inicial, de rústicas habilidades que apenas se diferenciaban de los otros mamíferos. La orden había sido dada “toda especie humana deberá ser evacuada”, es decir conducida hacia las coordenadas latitud y longitud cero, punto donde nos materializamos. Al principio resultaba difícil transportarlos ya que uno mismo tenía que arrastrarse, avanzando pequeños espacio bípedos, (al menos eso recuerdo) el ejercicio parecía desagradable; sin embargo, había que aprender a moverse como esas criaturas y su dinámica tan dispareja e interrumpida. Su energía era limitada y equivalente a la décima parte de nuestras larvas vegetales. Hasta entonces dudaba de 124


su configuración genética, pero, más tarde se produciría una catástrofe en el espacio por poseerlas, por tener su sabia vital. Fue cuando el gran avatar decidió evacuarlos. Esta civilización, en mi primer viaje al verme desorbitado me trajo a existir con ellos, me enseñó a beber los fluidos, a alimentarme de partículas, a recoger los escasos granos de la tierra; siempre seguido por una especie inferior que llamaban canis que además tenía un lugar en el espacio estelar al igual que otras especies de su mundo. Al intentar hacer contacto con estos seres no pude saber nada más que lo ordinario de su lenguaje humanoide. En aquel entonces, por realizar ciertas acciones que consideraron prodigios me establecieron un símbolo: ensis, coordenada que estudiaba cuando su cielo se ponía oscuro no muy lejos de ese cuadrúpedo hogareño que tenía un comportamiento que consistía en hacer y obedecer cada cosa que los homínidos le enseñaron. Ensis, se convirtió en el anhelo de volver al avatar, al origen, y para eso habría que esperar tantas lunas y tormentas estelares hasta que estuvieran en posición. Mientras eso sucedía, viajé por el espacio soportando el tiempo y conociendo especies y superficies cada vez más avanzadas a la anterior, pero ninguna tan desarrollada como la nuestra. Algunas especies se mostraron hostiles, otras amistosas, sin embargo, solo una era semejante: la humanoide; es por eso que la elegimos. De alguna manera me siento como ese ser inferior (terrícola) con referencia a la voz que siempre escucho desde el avatar. ¿De dónde proviene?, me cuestionaban y yo señalaba las estrellas en el firmamento, tres estrellas en particular la que llamaban Orión. Esta civilización lo asemejó con sus dioses. Tienen historias que narran su relación con ellos: están los egipcios, los celtas, los romanos y griegos, los aztecas e incas, y todas las culturas (unas más desarrolladas que otras) que hablan de estos seres hacedores del cosmos. Yo mismo pasé a ser uno de ellos dentro de su cosmovisión, en la primera migración cuando transporté a los primeros hospederos. Desde entonces fui enviado a crear una hecatombe, esa era la orden. Creí que aquellos humanoides se extinguirían pero han vuelto a empezar de cero, del vacío, de la nada absoluta; como si estuvieran habituados a empezar de la nada. Y efectivamente ahora cuentan los tiempos en ascendente e infinito. Entonces, empecé a creer que llegarían a ser como yo o como el ejército que espera nuevamente para salir a exterminarlos. Cada generación me ha preguntado ¿por qué? ¿Por qué gran 125


señor nos destruyes? Y yo mismo me he cuestionado sin albergar respuesta suficiente. Apenas soy un instrumento convocado a actuar para algún propósito supremo. Lo característico es que después de mi partida desaparecieron los códigos, las leyes y normas. Aquellos seres hacían y deshacían sin consultar a nadie más que a su insustancial conciencia. Las leyes se daban ahora a sí mismos, saboteándose los códigos de preservar la vida. Se asesinaban, se degradaban, se inyectaban sustancias que aceleraba en retrospectiva su insignificante ciclo de vida. Se concentraban en darse a existir con solo un propósito: suplir las necesidades básicas para la mayoría y el placer del poder, para unos pocos. Se cultivaban intencionadamente las enfermedades en laboratorios ordinarios y se esparcían en el éter, y luego, comerciaban el antídoto unas pocas organizaciones de su pequeño mundo. Las “democracias” creaban mercados para comprar y vender entre ellos. Y muchos Estados perecieron al no formar parte de estas. De alguna forma nos ayudaban con la consigna y el estado de conciencia que representaba el exterminio del gen humano. Ya que necesitábamos al más capaz, al más avanzado. Así que nosotros haríamos la selección de los mejores capullos. Cuando volví en mí en esta otra apariencia y retomé mis habilidades, que por mucho tiempo fueron reprogramándose en mi memoria, estaba listo, seguro para la tarea que debería llevar a cabo. Había aprendido mucho de esta especie (segunda generación). A pesar de sus desaciertos, era una especie que seguía ahí, aferrándose a la vida, ya que nuestro primer ataque solo consistió en devolverle a la naturaleza la fuerza para defenderse y no intentamos nada contra las otras sub especies, la humana; dando esperanzas a que evolucionaran y fueran a soportar nuestros cuerpos. Entonces, muchos de los nuestros decidieron quedarse y entregaron sus armas y su condición de “súper hombres”, por así decirlo, y volví con los programas de mis propios soldados al avatar, a la mirada del gran señor. Lo reconfortante fue que los elementos que dejé habían mejorado su hábitat. Su cálculo y lenguaje habían sufrido una variación, habían reproducido ciertos códigos digitales por intuición y esto daba lugar a una mejora permanente a pesar de sus pares humanoides inferiores y coterráneos, cada vez más parecidos a sus ancestros iniciales cuasi cavernarios. Atravesamos el último umbral del tiempo (portal donde los humanos ubican a 126


Orión) y de repente aparecieron ante nuestra posición edificios flotantes, ciudades flotantes, el color del espacio no era como la segunda vez. El celeste espacio apareció intenso en su atmosfera, el sonido de tormentas y descargas eléctricas y la presencia de nubes magnéticas desaparecieron: efectivamente han evolucionado. Entre sus gentes hay hombres demasiado avanzados en saberes a quienes detectamos desde el portal, me doy cuenta que estos eran los primeros soldados que decidieron (que me solicitaron quedarse y ayudarlos a sobrevivir). Entonces tomé sus cuerpos y los envié de regreso a nuestra nave que esperaba en la superficie. Podía notar su emoción de gratitud ahora que regresaban al avatar. No les importaba si serian desintegrados al llegar allá, les bastaba la satisfacción de haber vivido en superficies terrícolas como humanos. Estos, nos habían estado esperando en una cadena interminable de seres con atuendos blancos formando el primer anillo de seguridad. Curiosamente no vi armas. Entonces hice la señal para que nadie atacara (ya no eran hostiles como en el segundo período cuando empezaron a ensamblar sus naves intergalácticas). Pedí que inspeccionaran los elementos que constituían su atmosfera: el agua, su suelo, el verde característico de sus ojos y sus translucidas venas de brazos y cuello que emergían tras sus pieles transparentes y membranosas. Definitivamente habían evolucionado, no a nuestro nivel, pero había posibilidad de enseñarles algo; ahora estaban listos para aprender. Me sorprendió cuando su líder se comunicó con el más básico de nuestros sentidos: la telepatía (claro que a ellos les había tomado tantas generaciones) su intuición se había desarrollado a favor de la vida. “Eligieron bien se coló una voz en mi mente, eso les ha alargado los años”. Era mi segundo al mando que volvía con las muestras. No había signo de enfermedad. Estaban listos para incubarnos. El líder apenas soportó nuestro código y presencia, luego se desvaneció, entonces pedí a los nuestros que regresaran hacia el portal. No había necesidad de atormentarlos. No había necesidad de exterminarlos. Por primera vez di una orden y esta fue que se deshicieran de las armaduras y se confundieran entre ellos y ayudaran con su ciencia y tecnología incipiente para mejorar su atmosfera. Volveríamos de seguro otra vez. Guardé mi espada y me deshice de la armadura y transporté a aquel hombre por el túnel del que ingresamos para que aprendiera en nuestro mundo. Había en él algo de nuestra genética. Sería un potencial capullo para empezar su 127


revolución a favor de la vida. “Habrá esperanza para ellos, oh Ensis”, preguntó, antes de caer en la inconsciencia, mientras atravesamos el túnel. “No lo sé”, respondí, e ingresé al instante en la presencia del avatar. Esta vez, dejaría para siempre las armas y regresaría con el humano, me había impresionado su mundo, desde que pisé su atmósfera por primera vez y estuve a punto de perecer. Allí dejaría de recibir y dar órdenes y enseñaría tantas cosas menos a hacer la guerra. Lucharía contra el mismo origen por esta raza, por ese gen que nos multiplicaría y nos permitiría ser los únicos γένος en el espacio interestelar. Había esperanza para ambos mundos.

MARCOS MIGUEL CORONADO TERRONES

Perú

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M

elina tuvo un sueño hace muchos años cuando aún estaba enamorada de Ernesto Gardelli: entraba a una habitación de paredes blancas y lo veía acostado en una cama, con los ojos cerrados, su tez se veía pálida casi transparente, en su rostro

destacaba su negro bigote y sobre la almohada el cabello ensortijado. Una enfermera le decía en voz baja “Está muy delicado”. Melina sabía que en ese tiempo Ernesto era de otra mujer, sin embargo, afirmó en voz alta “Sé que estaremos juntos al final” Con esa frase terminaba su sueño. La vida los separó por muchos años, hasta que una tarde recibió una invitación para concurrir al “Castillo” como ella y sus amigos llamaban en su juventud a la casona que había sido de los abuelos maternos de Ernesto, que se encontraba en un apartado y solitario paraje y de la que conocían solo su exterior. La invitación suponía quedarse todo un fin de semana y no lo dudó un instante. El viernes a las ocho de la noche estacionaba su automóvil al frente del “Castillo”. Por la cantidad de autos dedujo que los demás invitados ya habían llegado. Salió el propio Ernesto a recibirla y la abrazó, feliz de reencontrarla. El tiempo no parecía haber pasado por él, salvo algunas canas en sus sienes que aumentaban su atractivo y Melina se alegró al confirmar que ya no ejercía sobre ella aquella fascinación de décadas atrás. En el salón se encontró con los demás invitados: todos los viejos amigos que, como ella misma, habían acompañado los primeros emprendimientos comerciales de Ernesto: el arquitecto Mauro Sander, el Ingeniero Álvaro Cárdenas, el escribano José Santos y la secretaria Antonella Cortinas con la que Melina, abogada del grupo, había desarrollado una mayor amistad. Todos conversaban animados y dieron muestras de alegría de volver a encontrarse. —Ya tendrán tiempo en el fin de semana de contarse qué ha sido de sus vidas, ahora la cena nos espera —anunció Ernesto en voz alta y se encaminaron todos al comedor. Un hombre delgado y serio al que Ernesto se refirió como su asistente y una jovencita que parecía hija de aquel, fueron los encargados de servir la cena. El salón comedor era hermoso, con muebles antiguos de nobles maderas labradas, al igual que la decoración con enormes jarrones de porcelana finísima y 130


figuras de marfil. La iluminación le daba un tono rosa al salón y de fondo se sentía una tenue música de piano. Melina se alegró de que le hubieran asignado en la mesa un lugar junto a Antonella, siempre se habían llevado muy bien. —¿Sabes el motivo de la reunión? — le preguntó Melina no bien se sentaron. —No, no tengo idea, yo no lo he visto en años, al igual que todos los demás. Todos conversaron animadamente durante la cena, inclusive el anfitrión, pero por momentos este guardaba silencio y parecía ausente. Melina, que disimulada lo observaba, sintió de pronto un instintivo rechazo hacia aquel personaje del que alguna vez estuvo, o creyó estar, enamorada. Luego de la cena siguieron charlando en una pequeña salita donde tomaron café y licores, pero a las once Ernesto anunció que él se iba a retirar a su estudio porque tenía una teleconferencia con el exterior que ignoraba cuanto podía tardar, pero que sus invitados se sintieran libres de continuar conversando y retirarse a descansar cuando lo desearan ya que el asistente había dejado sus equipajes en las habitaciones del piso superior que estaban señalizadas con su nombre en el exterior. A los hombres no les extrañó esa ausencia repentina del anfitrión y siguieron con sus conversaciones, pero Melina y Antonella se miraron. —Ha perdido su educación con los años —comentó Melina en voz baja. —Bueno, siempre ha sido un poco extraño y misterioso —respondió Antonella riendo. Cuando poco después ya iban a despedirse hasta el día siguiente, el escribano que había bebido demasiado jerez insistió en despedirse de Ernesto. Los demás trataron de convencerlo de que no lo hiciera, pero fue inútil. Abrió la puerta por la que había desaparecido el dueño de casa y entró decidido por ella, pero apenas un momento después, su exclamación de asombro llegó hasta la sala. Todos fueron tras él y pudieron ver que tras la puerta no se abría ningún elegante estudio sino un pequeño habitáculo completamente vacío con una única puerta que ya el escribano había abierto hasta atrás y daba paso a una amplia recámara lujosamente amueblaba con un enorme lecho en el que podía verse la figura de Ernesto Gardelli con el torso desnudo. Aun tenía puesto el pantalón que llevaba durante la cena. Antonella se acercó a él como presintiendo que no solo descansaba y 131


tomó su pulso. Luego se inclinó y acercó su rostro al de Ernesto y se volvió hacia los demás invitados. —¡Está muerto! –exclamó. Todos se acercaron al lecho y lo rodearon. La expresión de Gardelli era serena, parecía dormir plácidamente. —Hay que llamar una ambulancia, tal vez aun haya algo por hacer —dijo el escribano. —Ya lleva muerto mucho tiempo como para que puedan hacer algo. Buscaré al asistente y a la muchacha. —dijo Antonella visiblemente conmovida y salió de la habitación. —Miren allá —dijo el escribano señalando hacia el extremo de la habitación. En un rincón se filtraba una luz amarillenta muy diferente a la tenue luz rosada que iluminaba la recámara de Ernesto. Se acercaron y vieron que se trataba de una puerta corrediza disimulada en el lambriz de la pared, que no había sido completamente cerrada. Antonella regresó alarmada. —El asistente y la muchacha han desaparecido. Llamé al 911. ¿Qué han encontrado ahí? —Parece una puerta secreta —dijo el escribano mientras la hacía correr sobre unos invisibles rieles y se adentraba en el nuevo espacio descubierto, seguido por todos. Era como una enorme gruta de piedra, en cuyas paredes habían grabados y pinturas antiguas que representaban escenas eróticas de hombres y mujeres desnudos y muertes violentas. El ambiente estaba en penumbras apenas iluminado con la luz mortecina que habían visto desde la recámara, pero había candelabros de hierro con velas negras. Antonella encendió las velas de uno de los candelabros y las escenas de las paredes se vieron con claridad. En casi todas aparecía un hombre de aspecto y facciones parecidas a las de Ernesto que además era quien parecía presidir las reuniones en aquellas escenas que eran grupales. Pero la luz del candelabro permitió ver también a lo largo de la gruta una hilera de vitrinas de vidrio en cuyo interior había mujeres inmóviles en extrañas posiciones, algunas completamente vestidas, otras con los vestidos rasgados y otras 132


completamente desnudas. Parecía una exposición de macabras esculturas, pero eran seres de carne y hueso perfectamente conservados, quizás por el frío proveniente de unos equipos compresores que se encontraban al pie de cada vitrina. Antonella dio un grito señalando una de las vitrinas. —Las hermanas Bello ¿las recuerdan? Ambas perseguían a Ernesto tratando de conquistarlo. —Sin duda consiguieron llamar su atención —dijo el arquitecto con su ironía característica—. Bueno, de todo esto podemos deducir que nuestro amigo era un pervertido y un asesino serial. —Esto tiene que tener otra explicación —murmuró incrédulo el escribano mientras todos lo miraban— podría ser responsabilidad de un antepasado, quizás Ernesto lo descubrió y nos reunió para contárnoslo. —No seas ingenuo, sus gustos los habrá heredado de sus ancestros dada la antigüedad de los grabados y las pinturas de las paredes, pero las mujeres de las vitrinas perfectamente conservadas suponen una tecnología de refrigeración, o lo que sea, muy actual. Además, Antonella ha reconocido a dos de ellas —el arquitecto miraba casi con pena al desolado escribano. —Salgamos de aquí y esperemos a la policía en el comedor dijo Antonella tomando del brazo a Melina que parecía a punto de desvanecerse. Para salir de allí debieron pasar por la habitación donde yacía el cadáver de Ernesto. Todos se detuvieron un momento y se oyó la voz del escribano. —Digamos al menos una oración por él —todos lo miraron sorprendidos, pero sabiendo de su amistad con Ernesto desde la niñez lo siguieron a coro cuando comenzó su oración. Apenas comenzaron se escuchó un trueno espantoso y el pecho de Ernesto se abrió en un hueco del que salió una enorme llamarada que los hizo retroceder a todos y subió hasta el techo donde se convirtió en una cascada de luces en forma de estrellas rojas que al chocar con las paredes se transformaban en un humo negro con un olor nauseabundo, mientras el hueco en el pecho de Ernesto lentamente se cerraba volviendo a quedar intacto. Ya se sentían las sirenas cuando agitados llegaron todos al comedor. Pasaron horas tomándoles declaración mientras la casa se vio invadida por técnicos forenses y 133


personal de investigación. Sin haberlo acordado previamente, ninguno mencionó lo ocurrido en el momento en que intentaron orar por Ernesto. Por la mañana retiraron el cuerpo de Gardelli y permitieron que los invitados se retirasen. Antonella se despidió de Melina. —A todos nosotros nos ayudó en algún momento de nuestras vidas murmuró Melina cuando su amiga la abrazó. —Sí, es cierto. Con nosotros fue una buena persona pero, ¿alguna vez llegamos a conocerlo realmente? —¡Melina, Melina! —Melina sintió que la sacudían y abrió los ojos. —¡Ernesto! —gritó. —Amor, me asusté, no podía despertarte —dijo Ernesto sonriendo mientras ella lo miraba como si nunca hubiera visto a aquel hombre con el que llevaba diez años casada.

LEONOR NIETO MUÑIZ

Uruguay

Facebook: Leonor Nieto

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L

levaba años deseando encontrar a la mujer de mis sueños. Había salido con muchas chicas, pero ninguna era suficiente para mí. Tenía expectativas muy altas sobre la mujer ideal y ninguna las cumplía. Un día conocí a una mujer que estaba sentada en la cafetería, lucía

preciosa. Tenía unas piernas de ensueño, de figura esbelta y curvilínea. Sus ojos eran de color miel y ni hablar de su piel que parecía porcelana fina. Ella estaba bebiendo una taza de café mientras leía un libro, que casualmente era de mi película favorita. Era ese el momento: la chica que por tanto tiempo había deseado conocer estaba justo frente a mí. Tragué saliva y en un acto de valor me anime a hablarle. —¿Me podrías decir si estoy vivo? Porque creo que he llegado al cielo, eres todo un ángel. A lo que ella respondió indiferente: —¿Qué quieres? Me sorprendió su respuesta tan impetuosa. Creí que se estaba haciendo la difícil, por lo que hice un nuevo intento por entablar conversación —Perdona, no quise incomodarte. Es solo que me pareces conocida. ¿Nos hemos visto antes? A lo que ella respondió: —Sí, me parece que sí, Francisco. Pero dudo que recuerdes quien soy. Su respuesta me dejó helado, a mi parecer era la primera vez que nos habíamos visto. —Espera un momento, ¿me conoces? En realidad no encontraba la forma de entablar una conversación contigo, pues me pareces una mujer sumamente atractiva. —Ah, ¿sí? ¿Ahora sí te lo parezco? —Respondió indignada. —No entiendo por qué me hablas así. El hecho de que seas bonita no te da derecho a ser grosera conmigo. —Estamos de acuerdo en eso. Pero sí tengo derecho a serlo con alguien que lo fue conmigo alguna vez. Tal vez ya lo olvidaste, pero, yo no. Yo era Yolanda, la “gordinflona” que estaba enamorada de tí en preparatoria. Esa que humillaste en público. Permíteme recordarte tus palabras: ¡Adefesio! Por que así me llamaste, y hazme el favor de retirarte, estoy esperando a alguien. De haber sabido que se pondría tan bella no la hubiera rechazado. Me quedé 136


paralizado, sumergido en mis pensamientos y en ese momento se acercó un hombre corpulento, alto y de gafas. Se intrigó de mi presencia y de lo molesta que se veía Yolanda, me miró desconcertado, pero antes de que pudiera decirme algo Yolanda se levantó de su asiento, lo tomó por el brazo pidiéndole que fueran a otro lugar. Luego que se marcharon, me senté un momento a reflexionar lo que había sucedido. Una mesera se acercó a mí ofreciéndome el menú, pero estaba tan estupefacto que solo deseaba marcharme del lugar y así lo hice.

R.G.ASTRID

México

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E

sa tarde mientras la multitud hacía sus compras, el reloj giraba y giraba. Ahí, al lado, en el café internet donde paso los mediodías escribiendo para no aburrirme mientras espero la salida del colegio, volví a verlo. Ahí estaba él. Le rocé la pierna con la mano, volteó y,

pícaro, esbozó una sonrisa que me enterneció. Él leía algún fragmento de una novela en la computadora, por un momento atisbé un par de páginas, y él intentaba no distraer su mirada de la pantalla. Me miraba extasiado, y sentí como me desvestía; una a una caían mis prendas, yo había puesto esa canción para recordarle que lo amaba, y le alargué un auricular para que escuchara. Tarareé algunas notas, y me despedí con un Te quiero, y ese beso en la mejilla. Recordé aquellos tiempos cuándo nos mirábamos, y de pronto las sábanas eran nubes de colores, los días de fuego volvieron a mí en plena calle Miramar. Hasta releí nuestros mensajes siempre a un metro de distancia; pero todo se acabó por culpa mía. Llegó el verano de pasiones insanas, y esa chica de lentes oscuros que lo hiciera ganarse el infierno en unos tragos de tequila; descender lento, mientras crecían mis ganas de arrebatar al tiempo aquel primer beso que nos llevó al mismo instante dónde en sus brazos le escuché cantar, mientras los perros dejaban de ladrar y las sirenas de la ciudad, que anunciaban muerte, se silenciaron. Me tenía que marchar y lo besé en la frente. Le dije Te quiero libre, soñador, triunfante. Sin decir palabras se levantó para abrazarme y hacerme sentir que aún me amaba, que las llamas no se habían extinguido, que seguía usando aquel reloj que le había regalado un año atrás. Lo amé porque se me dió la gana, el reloj era el objeto adecuado para que cada minuto pensara en mí. Pero ahí estaba ella diciendo: Siempre serás la sombra que me acecha, la pasión que lo consume, la mujer que más admira y su mejor canción. Yo la miré sin reservas, le dije sin dudarlo: Tú serás solo un capítulo en esta historia. La mujer prohibida, las mordidas al alma. Ella se agarró de su cinturón diciendo: Es mío, lo tengo, y le acarició los cabellos, le quitó los lentes oscuros, intentó besar sus labios pero él, la apartó de su lado y centró su mirada en mí. Rodrigo nos dijo: De las dos la prefiero a ella, señalándome como la sonrisa en mi memoria, el sabor de antaño. Besó mi frente, hurgó en sus bolsillos, y sacó un dije que representaba el infinito. Lo puso en mi cuello con tal delicadeza, besó mi 139


mano diciéndome: Eres más que todo lo anterior, eres este infinito amor colgando sobre tus pechos, en los cuáles fui tan feliz, ahí al terminar tu ombligo quise dibujar el amor. Norma hizo muecas de disgusto, tan horribles que su cara se tornó mortecina. Apretó los puños e intentó golpear la cara de Rodrigo. Él, tranquilo, le detuvo la mano, se la besó igual con cariño y se volvió a poner los lentes oscuros. Ambos salieron caminando mientras a mí, en casa, me esperaba Rodriguito ansioso por ese regalo sorpresa. Rodrigo había sembrado ese infinito amor en mi vientre, un mes antes de que empezara el verano; no quise ser yo quién le destruyera sus planes de ser cantante. Con el tiempo supe que él había escrito una gran novela. Mi infinito había mudado su mundo a los brazos de otra mujer. Yo, a pesar de todo era feliz, sonreía porque mi hijo me besaba la frente, me cantaba al oído, como lo hizo aquella vez su padre; y fue creciendo hasta encontrar a su propia mujer, y sin embargo, toda historia se repite. Mi hijo Rodrigo, también nos amaba a ambas, a su esposa y a mí, solo que esta nueva mujer no me miraba con ninguna máscara, ni con odio. En su vientre, mi hijo Rodrigo había configurado de nuevo aquel infinito amor; yo me sentía la mamá más orgullosa del mundo, quería tener a mi nieto entre mis brazos y en su lugar llegó la pequeña Génesis que tenia los ojos de Rodrigo, su sonrisa, y el don de cantar de mi hijo y su abuelo. Años más tardé Rodrigo, ya anciano, se enteró de que Génesis era su vivo retrato. Mientras la escuchaba cantar buscó entre sus recuerdos la última vez que habíamos hecho del invierno esa gran hoguera, y un par de lágrimas le brotaron. El mar inmenso se hacía huracán dentro de su pecho. Me buscó pero yo me había mudado muchas veces de ciudad, tal vez evitando encontrármelo, y abrirme nuevas heridas. Fue por eso, que intuyo, construyó aquellos dos fragmentos que tuve la oportunidad de leer sobre su hombro esta tarde en el café internet, mientras espero que mi nieta salga del colegio. En su historia, Génesis lo toma del brazo diciéndole: Abuelo, cuéntame de nuevo la historia de amor, tuya y de mi mamá Rebeca. Rodrigo le besa la frente, hurga en el bolsillo izquierdo de su pantalón, y saca un anillo en forma de corazón, con un granate. Se lo cuelga al pecho a nuestra nieta, diciendo: Lo compré para tu abuela pero ella se fue de mi vida cuando mayo agonizaba. 140


Mi hijo Rodrigo y Génesis me esperan en el coche. Me he dado cuenta que este Rodrigo, anciano y solitario, ni siquiera logró reconocerme. Tal vez solo he sido ahora, una cálida anciana que le roza la pierna con algún afán coqueto. No le dije nada, y salí del café internet mirando con atención los lentos pasos del reloj. Los lentes oscuros cubren el rostro de mi hijo que, sosteniendo el dije de infinito que me diera su padre, acaricia la cabeza de mi nieta. El solitario anciano se ha quedado atrás, mirando en la pantalla de su computadora. En ese instante había terminado de escribir el último capítulo de la mejor historia de amor.

ROCÍO PRIETO VALDIVIA

México

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N

ecesitaba valor para escribir esto, hasta que lo conseguí, y aquí me tienen, a punto de contarles el desastre de persona que soy. Nadie se cruza en tu camino sin un propósito, eso decía mi abuela, decía que todas las personas que llegan a tu vida lo hacen

con la mejor intención y que si te decepcionan, no es porque ellos lo hayan querido hacer sino porque tu pusiste expectativas demasiado altas y esperaste mucho más de lo que ellos estaban dispuestos a dar. A él no recuerdo haberlo visto nunca, sin embargo, él me conocía, me había visto muchas veces, eso lo comentó la primera vez que hablamos. No sé exactamente qué pasó, pero desde la primera vez que lo vi, no pude sacarlo de mi mente, estaba frecuentemente en mis pensamientos y no podía evitar sonreír cada vez que lo tenía frente a mí... Me enamoré como una niña cuando anhela un juguete nuevo, me enamoré de la forma más estúpida que existe, me enamoré con el corazón. Sus mensajes de texto eran mejor que leer un poema, todo lo que me decía me llenaba el alma y alimentaba de amor mi corazón; cuando planeábamos salir, él no lo sabía, pero yo contaba las horas para verlo y cuando al fin lo tenía frente a mí, no podía evitar que me temblaran las piernas y no me podía quitar esas ganas incesantes de querer abrazarlo tan fuerte como si él solo fuera un instante que quería que durara toda la vida. El día que me pidió que fuera su novia, no pude evitar sentirme nerviosa, mi temperatura corporal bajó y las piernas me temblaban. Él solo tomó mi mano y me pidió que lo intentáramos, que le diera una oportunidad de hacerme feliz y yo, yo solo me acerqué a él, apoyé mi cabeza sobre su hombro y le dije que sí... En ese instante pensé que algo bueno iba a salir de todo ese sentimiento que se salía de mi ser. Y así empieza una pequeña historia de amor, un pequeño instante de mi vida, un pequeño instante que hubiera querido que fuera eterno. A su lado todo me parecía nuevo, tomar su mano era como transportarme a otro planeta, para mí él era el ser humano más perfecto que pude haber encontrado y lo amaba, lo amaba como a nadie... Dicen que el amor se da en la misma medida que uno recibe, pero no es así, algunas veces uno se esfuerza por darlo todo y, sin embargo, eso no será suficiente si la otra persona no quiere que seas tú quien se lo dé. Ahí debí entenderlo todo, cuando él me dijo que no le gustaba mi actitud, que no le 143


gustaba mi forma de ser, entonces por qué se enamoró de mí me lo decía yo. Su rechazo se hacía constante y demasiado obvio para no notarlo. Con el tiempo me enamoraba más y él se alejaba de mí. Nunca olvidaré la última vez que me dijo que me amaba, me lo repitió muchas veces; cambió, no podría explicar como lo hizo tan de pronto, pero cambió, no volvió a ser el mismo y aunque trataba de entenderlo, en el fondo se notaba claramente que mi presencia le incomodaba. Él nunca me dijo nada, pero su actitud, su forma de hablar, su forma de mirar lo decía claramente, me estaba sacando de su vida y hasta ahora no logro entender que hice mal para que ya no me quisiera tener cerca... Un día lo entendí, entendí que me saco de su vida sin ninguna explicación; los planes que teníamos juntos desaparecieron. Él solo me decía que planeaba viajar y recorrer el mundo, que ese era su sueño y que lo iba a cumplir, pero que en sus planes ya no estaba yo, yo ya no formaba parte de su vida y aunque no fue directo al decirlo, fue muy directo al demostrarlo... Me dolió y aun me sigue doliendo porque a pesar de todo, el amor aún está presente, y eso me está matando lentamente cada día. Ha pasado algún tiempo y tengo claro algunas cosas: él me contesta los mensajes cuando necesita que le ayude con algo; todas mis opiniones no valen nada para él; puedo mandarle mil mensajes deseándole que tenga un buen día, que se cuide, que lo extraño y que lo quiero y su respuesta siempre será “gracias, tú también, éxitos”; de lunes a viernes, en las mañanas se puede tener conversaciones fluidas, desde las dos de la tarde en adelante ya no, si él gusta me contesta sino no lo hace; en las noches no le puedo decir que estoy cansada y que necesito dormir, porque siempre me dirá que no quiero hablar con él y que si es así él ya nunca me va a molestar; los fines de semana no cuento para nada con un mensaje de él, esos días, yo no existo en su vida; no le puedo reclamar sobre su actitud porque una vez me dijo que él no va a cambiar por nadie y que eso lo tenga muy claro; si me enojo, él simplemente me deja y no me busca porque no le importo, nunca le he importado y nunca le voy a importar... Así de desastrosa es mi vida amorosa, al parecer el amor es un juego, en el que si no sabes jugar lo pierdes todo. Sé que es mi decisión detener la situación, pero tiendo a ver siempre el lado bueno de las personas y considero que en algún momento cada situación mejora y todo puede cambiar para bien... 144


Se preguntarán que pasó con todo este caos, y lo único que puedo decir es que soporté lo que más pude, hasta que terminé por dejarlo ir, no se puede retener a quien no quiere quedarse y no se puede obligar a alguien a que te quiera, la vida es así, a veces ganas y otras pierdes... Yo gané, gané porque lo más importante siempre seré yo, después puede venir quién sea.

MARIA ELIZA GARCIA MARTÍNEZ

Ecuador

Twitter: www.twitter.com/mariaelizaxdd Pinterest: https://www.pinterest.com/mariaelizaxdd/

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Que el cielo exista, aunque nuestro lugar sea el infierno El Aleph – Jorge Luis Borges

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odavía no se había puesto el sol en la calurosa tarde de verano, cuando bajó del colectivo, dobló en la esquina, avanzó hasta la mitad de la cuadra y se detuvo frente a una casa. José miró la numeración y comprobó que coincidía con el papelito que traía en el bolsillo de la

camisa. Era una casa antigua, con puertas de hierro doble, de rejas y postigos de vidrio en cada hoja. La entrada daba a un hall con puerta cancel de madera, también de dos hojas, una de las cuales estaba abierta. Los techos eran altísimos. José tocó el timbre y esperó. Unos segundos después una señora canosa se asomó y le hizo señas para que esperara. Enseguida volvió con un llavero en la mano, pero solo abrió uno de los postigos. —¿Sí? — le dijo esbozando una sonrisa. —Soy José —atinó a decir con voz ronca. —¡Ah sí! ¿Vos llamaste por teléfono? Todavía es temprano, —y abriendole hizo un gesto para que pasara— igual podés esperar en la recepción. José entró y se encontró en una habitación cuadrada, con un gran ventanal de vitraux con motivos florales, una puerta de metal, abierta, que dejaba ver un patio con varias macetas de malvones y jazmines. Sobre su derecha un portón doble, de madera, con cuadrículas de vidrio de la mitad para arriba, daban paso a una gran habitación. En un rincón, un pequeño escritorio, con una PC, un teléfono y un tarrito lleno de lapiceras. Contra la pared algunas sillas y una cartelera de corcho con varios afiches clavados. Se sentó en una silla, cerró los ojos y dejó vagar su mente. El último año había sido muy duro para él. Los arquitectos con los que había trabajado desde que llegó de Corrientes con su familia, hacía casi quince años, habían disuelto la sociedad, y él se había quedado sin trabajo. Al principio todos se lo disputaban para llevarlo a sus obras porque era un albañil de lo mejor. Pero en este momento ninguno quería tenerlo, y no sabía por qué.

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Había conseguido algunas changas, de peón, no de oficial, pero también duraba poco. “Encima, la Rosa, me regaña cada vez que llego a casa porque paso por el boliche y me tomo un vino”, pensaba, “¿para qué trabaja uno si no puede tomarse un vino?” “La Rosa es una gran compañera. Cuando llegamos de Corrientes, con el Santiago, que tenía dos añitos, enseguida encontró trabajo en una casa de familia, a la que le permitían llevar al nene. En los últimos años, cuando mi trabajo había empezado a andar mejor, ya no trabajaba afuera. ¡Pero en este último año estaba insoportable! Protestaba porque llegaba tarde, porque había tomado un poco. Y si me enojaba, lloraba y no quería que me le acercara. Hacía como dos meses que no teníamos relaciones. Y la última vez casi había tenido que ser a la fuerza, porque tampoco quería”. “Y el último viernes, justo me había peleado con el capataz, y me habían hecho la liquidación, así que pasé por el boliche”. “Cuando llegué a casa, la Rosa empezó a gritarme, que mirá como venís, que no tenés vergüenza… y casi sin darme cuenta, le pegué un sopapo”. “Se encerró en la pieza llorando, y apareció el Santiago, y me dio un empujón, y me dijo con una firmeza que no conocía: ¡Papá, basta! ¡ No vuelvas a tocar a mamá nunca más! Estás siempre borracho, por eso te echan de los trabajos, por eso nadie te quiere tener en su plantel, por eso mamá te aguanta lo que no aguantaría nadie. ¡Pero si no buscás ayuda pronto, te voy a echar de casa!” “Me quedé parado, mirándolo y comencé a llorar como un chico. Yo no quería pegarle a la Rosa, yo la amo, y al Santi también, no me quería quedar sin ellos…”. —José, ya comienza la reunión —la voz de la señora lo sacó de sus pensamientos. Ahí se percató que había llegado más gente. Se paró, caminó despacio hacia la habitación que estaba a su derecha. Estaban sentados en ronda. Ocupó una silla, y cuando el que dirigía le dio la bienvenida y le pidió que se presentara, dijo: —Me llamo José, soy alcohólico, quiero dejar pero solo no puedo… 148


OSVALDO VILLALBA

Argentina

Blog: www.osvaldoevillalba.blogspot.com.ar

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