EL NARRATORIO ANTOLOGÍA LITERARIA DIGITAL NRO 56 OCTUBRE 2020

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EL NARRATORIO

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EL NARRATORIO ANTOLOGÍA LITERARIA DIGITAL AÑO 5

NRO 56 — OCTUBRE 2020 ISSN 2591—3123 Edición y Diseño de tapa:

Renate Mörder Imágenes:

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ÍNDICE UNA TAZA DE CAFÉ TIBIO LEANDRO SOTo 7 BAJA 1000 BAJA 500 ADÁN ECHEVERRÍa 11 ENTREGUERRAS MARIANA CIREr 16 SERÁ POR ACÁ MARINA GÓMEZ ALAIs 22 LA ESPERA JUAN VELIs 26 ARACELI VERÓNICA MIRANDa 33 LA FE DE LOS SEPULTUREROS BILL CARMONa 36 MARTA,EL HOTEL Y LA FERIA RAMÓN MARTÍNEZ VENTURa 40 EL LOCO ALEJANDRO SEGURa 46 OJOS ABIERTOS ADRIANA AYALa 51 CONVENCIMIENTO GUSTAVO VIGNERa 54 EL AVE ARDIENTE RAFAEL CARONTe 60 NADA ES GRATIS MANUEL SERRANo 64 A SOLAS JAVIER ARROYo 66 LA GRAN MASCARADA LUCÍA OLIVÁN SANTALIESTRa 70 EL INVIERNO ESTÁ ENCANTADOR ROCÍO PÉREZ CALVo 75 LA OSCURIDAD DE UNA VENTANA CARLOS ENRIQUE SALDÍVAr 77 LOS HOMBRES QUE SE CONVIERTEN EN LOBOS JOSÉ LUIS VELARDe 84 5


SÁBADO NOSTÁLGICO OSWALDO CASTRO ALFARo 90 Y ASÍ FUE COMO OCURRIÓ MANUEL ALONSO NAVAZAr 93 EL DOMADOR J.R.SPINOZa 99 OSCURIDAD CENTELLANTE ROBERT GRAy 102 LOS MIMOS AMIR ABDALa 107 SCOPAESTHESIA LUCIANO ANDRÉS VALENCIa 112 OCASO NOEMÍ ESTER MARMOr 114 EL OTRO CIELO SOL VITALe 117 SAGRADA FAMILIA RAÚL GARCÉS REDONDo 120 SOSOL ES LA SOLUCIÓN CARLOS m. FEDERICi 122 RESILIENCIA DAMARIS GASSÓN PACHECo 132 MIRANDO FÚTBOL JULIO VILLARREAL GAVIRONDo 135 LA MUMIA JOSÉ LUIS MACHADo 138 EL PUEBLO NURIA DE ESPINOSa 141 UN BONITO RELOJ MARIANO CARRANZA LUCERo 144

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a última cuadra la caminé arrastrando los pies, como si las zapatillas pesaran miles de kilos. Cuando llegué a casa de la abuela, me quedé parado frente a la puerta, sin hacer nada. Solo pude levantar un pie y apoyarlo en el escalón de mármol. Ahí me di cuenta de que las piernas

se me habían aflojado. Pensé que me iba a desmayar. Me senté un rato, más que nada para tranquilizarme y recuperar la fuerza. Por fin entré. Desde el zaguán me llegaba el murmullo de la gente. Sabía que en el patio techado me esperaban las coronas de flores; el café tibio; los familiares exagerando su dolor; mamá en estado de shock; papá distante, no por frialdad, sino porque amaba a la abuela más que a mamá y nunca supo cómo manejar el dolor; las tías fingiendo el llanto; los vecinos haciendo chistes; y, lo peor de todo, me esperaba la abuela muerta en la habitación. Nunca pude imaginarme a la abuela muerta. Para mí era una especie de ser inmortal que ni Dios podía tocar. Pero la sentencia llegó. Tardó noventa y dos años, pero llegó para demolerme la esperanza de la inmortalidad de la abuela Highlanders, porque así la llamábamos con mi hermana. Avancé de a poco. Trataba de no llamar la atención. Salí al patio y todo era exactamente igual a como me lo había imaginado. Me corrí junto al ventanal que estaba tapado por una corona espantosa que decía “Familia Quiroga”. De ahí podía ver como mi hermana servía café y como tía Olga repartía sanguchitos de miga. No sé cómo hay gente que puede comer en los velorios. Papá hablaba con el tío Oscar, seguro de futbol, pero no veía por ningún lado a mamá. Eso me tenía preocupado. Era la encargada de meter a la gente en la habitación de la abuela y despedirla con un beso. A mamá no le importaba que uno prefería no besar muertos. Miré el reloj. Faltaba menos de una hora para que los de la funeraria se llevaran a la abuela. Había que aguantar un rato más. Una vecina que hacía mucho tiempo que no me la cruzaba por el barrio, se paró frente a mí. No estaba segura si ese pibe alto y gordito era el nieto de Beba, su mejor amiga, compinche en los mates de la tarde y compañera inseparable los domingos de misa. Nos miramos unos segundos y le esquivé la mirada, como si no la conociera. La señora siguió de largo con un gesto entre desconcertada y ofendida. Miré de nuevo el reloj. Faltaba media hora. Un poco más y listo; me ahorraba 8


de ver a la abuela como nunca la quisiera ver. Me descuidé un segundo para acomodar la corona de flores que se había corrido, cuando me atenazaron del brazo. La cara desencajada de mamá lo decía todo. Me arrastró hasta la puerta de la habitación. Ahí me solté de manera brusca. Mamá tambaleó y tuvo que afirmarse con el marco de la puerta. Algunos de los invitados detectaron que algo pasaba y empezaron a mirarnos como hienas buscando sangre. “¿No te vas a despedir de la abuela con todo lo que hizo ella por vos?”, dijo mamá en voz baja, pero rabiosa. Mi hermana pasó con unas tazas de café tibio y simuló que no había visto nada. Descubrí en ella un gesto de terror; a mi hermana también le daba impresión ver a la abuela muerta y seguramente sería la próxima. Mamá me agarró de nuevo y trató de meterme a la pieza. Yo me resistí. “No hagas papelones, por favor”. Las uñas de mamá habían dejado pequeños puntitos de rojos en mi brazo. Como último intentó abrió la puerta de par en par. Eso llamó la atención de casi todos, incluso de papá que ya no hablaba con el tío. De adentro de la habitación salió un olor a flores de velorio. Horrible. Todos me miraban, todos esperaban mi reacción, todos esperaban una historia que contar en sus casas. Mamá había ganado. Tenía que entrar. Las manos me transpiraban sudor frío. El sonido del timbre partió el silencio que se había hecho. Nadie se movió. Sonó por segunda vez. Enseguida vino mi hermana y le dijo a mamá que eran los de la funeraria. “Que esperen”. No terminó de decir la frase que los señores de traje negros se abrían paso entre la gente con la camilla. Mamá le explicó a un hombre de bigote finito que parecía el jefe que todavía faltaban despedirse algunas personas. “Cinco minutos, señora”, dijo el hombre. Mamá asintió y me miró desafiante. Todos me miraban. Estaba en el lugar que nunca hubiese querido estar: el centro de la escena y a punto de entrar a ver a la abuela. Fue demasiado. Se me aflojaron las piernas otra vez, tuve que sentarme en una silla que estaba por ahí cerca. La tía Olga me trajo un vaso de agua y una señora me apantallaba. Mamá estaba colorada de bronca; las venas del cuello se le hincharon. “¿No te da vergüenza?”, dijo con voz rasposa de odio. Entre la gente vi a mi hermana hablar con el señor de bigote. El hombre asintió con la cabeza, se acomodó la corbata y le informó que era la hora de llevársela. Los otros tres que lo acompañaban no dieron tiempo a nada, en menos que cante un gallo se metieron en la pieza, sacaron a la abuela y la subieron al coche 9


negro. En ese momento todo pasó muy rápido: la gente salió en manada, como si hubiesen dado un aviso de bomba. Mamá se fue a las puteadas en el auto de la tía Olga; papá dijo que nos esperaba afuera y se fue a buscar la camioneta. Mi hermana y yo quedamos solos. “Gracias”, le dije. Ella sonrió y fue para la cocina. Miré hacia la habitación de la abuela. La puerta estaba abierta de par en par. Por un segundo la vi saliendo con su saquito verde, sus pantalones marrones y sus pantuflas con pompones rosas en la punta. Cuando mi hermana volvió le conté. Hicimos silencio. “Abuela Highlanders”, dije por fin. “Abuela Highlanders”, repitió ella y me alcanzó una taza de café tibio.

LEANDRO SOTO

Argentina

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l niño había muerto arrollado por uno de los carros que participaban en la carrera. Era el lejano año de 2016. Las protestas habían comenzado sin siquiera una convocatoria y se habían violentado hasta ¿la tragedia? En Ensenada, tan lleno de carencias de toda

índole, el internet se abría apenas durante cinco horas al día, y se repartía por zonas. Nadie pudo convocar “por redes sociales”. La única forma para poder comunicarse era mediante la telefonía móvil, gastándose tus datos. No había por qué pensar que los contrincantes del alcalde de aquellos días, el precario Marco Novelo Osuna, hubieran sido los que motivaran la reunión. Todo era por ser parte del pueblo, por la adrenalina, por ser parte de algo “grandioso”. Dicen que una chica de alrededor de veinte años fue la primera en levantar la voz. Que al principio todo se trató de un equívoco. La nena estaba esperando al novio para terminar con él. Consciente de que para los truenes era necesario hacerlo en lugares públicos, para evitar escenas, Martina decidió citar a su novio en la explanada del CEART. El joven llegó con la sonrisa imbécil pensando que todo aquel pleito de golpes, mordidas y moretones había quedado atrás. Martina tenía la obligación de perdonarlo, era lo justo, lo que debía ocurrir. Pero Martina aún con las marcas en el labio estaba decidida. Sin preámbulos le entregó un sobre: Ahí está la llave de tu casa. Pero Hesiquio no iba a aceptar que un pequeñísimo terrible pleito que había derivado en golpes terminara la relación. ⎯Ya no te quiero, entiéndelo. Has matado todo sentimiento en mí. ⎯Mira, ahora, ya va a comenzar la carrera... (mucha gente comenzaba a arremolinarse alrededor de ellos; los motores de las máquinas gruñían, mientras esperaban que al fin llegara el “alcalde”, tal vez vestido con minifalda, un top de licra con la marca de una cervecera al frente, tacones de punta, paliacate rojo amarrado al pescuezo, para agitar las manos señalando el inicio, como la diva que siempre fue. Las máquinas una vez más lanzarían aceite por todas las zonas naturales de Baja California, arrastrando la vegetación, espantando a la fauna, y contaminándolo todo, mientras aquellos besadores de culos gringos cantan el aleluya de recibir más dólares), y no voy a perder mi tiempo contigo discutiendo estupideces. Tú siempre vas a ser mía. Ten la llave, y déjate de pendejadas. Martina lo ignoró, dándose la media vuelta dispuesta a irse; pero Hesiquio la 12


jaló del codo. Fue cuando dos jóvenes mujeres que pasaban cerca de ellos se dieron cuenta e increparon al chico: ¡Déjala, no la jales! Y una de ellas comenzó a gritar: ¡Maldito! ¡Este maldito nos está golpeando! Hesiquio retrocedió, pero a su alrededor, como salidas del suelo, o caídas desde las alturas, se habían juntado decenas de mujeres y venían otras más para formar multitud. Eran las mujeres que, hipnotizadas, ya estaban ahí como formando parte del paisaje, como estatuas al lado de los hombres y sus carros, calladas y mustias, observando. Con el primer ¡Déjala!, despertaron del letargo, del hartazgo en que vivían sumidas. Los motores seguían sonando. El alcalde Novelo Osuna taconeaba su presencia, rodeado de los mismos besaculos de siempre, pero fiel a su estilo, estaba dispuesto a las fotografías, no para resolver problemas sino para la portada, la mejor portada. Mujeres rodeando a un tipo, y los gritos que iban escalando, no eran material suficiente que debiera importarle, no al alcalde, sino solo el poderío de los flashes, del encuadre en que los fotógrafos lo tenían complacido. A los que sí les importó el barullo del “macho rodeado” por tanta fémina, fue a los “machines” de los motores, que dejaron sus unidades para ir a rescatar a un hombre de su hermandad aceitosa. Al leer la prensa de aquellos días, todavía me preguntó ¿para qué? Las mujeres al verse señaladas por los dedos manchados de aceite, al mirarse una vez más acusadas por aquellos machos, perdieron los estribos, y los golpes comenzaron. Una de ellas extrajo una pistola tipo escuadra de su camioneta, y comenzaron los tiros. El alcalde corrió a esconderse, taconeando por toda la plaza del CEART. Sus lambiscones lo habían abandonado, típico. Martina asentó un golpe bien dado sobre aquel gilipollas, rompiéndole el tabique. Pobre hombre, no quedó nada de él. Las mujeres, como hienas, se habían lanzado sobre aquel, enervadas por el ruido de los motores de los tipos que huían aterrorizados ante la cacería de ogros que se había desatado. Las mujeres ya estaban hartas, y el hartazgo escaló la furia hasta romper años de opresión y lavarse la culpa en la sangre y llanto de los hombres que lograban alcanzar. No solo fue Hesiquio la víctima; cuenta la leyenda que ahí quedaron más de 250 hombres. La matanza se alargó por horas. Mujeres de todos lados habían tomado 13


toda Ensenada. Ahí bajo el puente peatonal de la UABC-Sauzal se habían creado barricadas, como en la avenida Reforma a la altura de Maneadero, o en la carretera sobre la salida a Ojos Negros. No había escapatoria. Si eras hombre debías quedarte en casa. Los altavoces lo fueron diciendo toda la tarde. Aquel cobarde gringo, que se nutría de dólares por organizar cada año el ecocidio que tanto enfadaba a los silenciosos y poco resueltos ensenadenses, huyó despavorido por el arroyo Ensenada, y ahí fue cuando alcanzó al niño. El fotógrafo de El Mexicano captó el momento preciso en que asesinaba con su auto al pequeño. Decidieron que esa fuera la única foto que se publicara, y así le perdonaron la vida (hombre al fin) y lo protegieron para llevárselo a Tijuana sano y salvo. In god we trust. Las mujeres dieron el golpe de autoridad ese día. Nadie supo más de Martina. A ciencia cierta nadie la recuerda del todo, porque en el evento no hubo liderazgos asumidos. Tal vez ni se llamara Martina. Todas somos Martina, era el grito. Martina, gran leyenda. Había sido tan solo una enorme catarsis que se había desatado y que había crecido y crecido en la matanza de los hombres que se atrevían a seguir por las calles. El alboroto fue calmándose al caer la noche. A eso de las 8.30 p.m. todo había terminado; las mujeres se habían lavado con el agua de la fuente danzante, muchas de ellas cargadas de adrenalina se metieron desnudas a la bahía, chapoteando unas contra otras, corriendo por las arenas de Playa Hermosa. Atrás quedaban los autos incendiados, los hoteles tomados, todo el griterío, todo el dolor, las lágrimas. Se trató de una matanza de hombres generalizada. A las nueve, se cuenta que el alcalde Marco Novelo ya se había quitado todo el maquillaje. Se enfundó con tristeza su pantalón caqui, salió de su escondite, y a los pocos personajes que aún estaban bajo su cargo, aquellos que no estuvieron a la hora de la matanza, y que volvían del sur profundo del municipio más grande de México, les dio orden de recoger todos los cadáveres. Fue ahí, en el cerro del Vigía, donde acumularon los cientos de muertos. Todos los autos fueron lanzados a los yonques de la avenida Sokolov. Dio orden para que nada apareciese en la prensa. Todos callaron por miedo e incredulidad. Las mujeres de Ensenada siempre habían sido fuertes, y ahora lo habían demostrado, ¿podríamos culparlas? Cincuenta años han pasado. En su lecho de muerte, mi madre me ha contado 14


esta historia. Su sonrisa era diabólica al relatarlo, y a ratos escupía algunas risas negras.

ADÁN ECHEVERRÍA

México

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L

“Una fotografía es un secreto de un secreto. Cuanto más te dice menos sabes”. Diane Arbus

o primero que escribo es el final: “Mientras la pasta de almendras se filtraba por la porosidad de la lengua, el sabor a cianuro del imperial ardía entre dos”. Negativos, dedos a contraluz. Fran me dio la caja.

—Esto te va a servir —me dijo. Hacía como seis años que no nos veíamos. Si bien en ese paréntesis nos

habíamos hablado de tanto en tanto, no fue hasta ayer que el tiempo se reveló, y en un llamado ya estábamos tomando un vino, en pleno invierno y al aire libre. La noche siguió, manejamos hasta casa al son de Los Charros; estábamos mejor de lo que recordábamos. Recién al otro día la abrí. En una de las solapas estaba escrito: “Patrimonio Buenos Aires”. Eran paquetitos blancos de miles y millones de negativos, rollos, algunos fechados, etiquetados; otros no. Tomé algunos al azar; opuesta a la luz, alcé las pequeñas radiografías: gente restaurando lienzos de luz; la técnica: grisalla, una mezcla hecha de sílice y pigmentos de plomo que llevada a altas temperaturas da pliegues y claroscuros. Flashes de pasado en futuro. Respiro imágenes; imágenes como la de Palas Atenea, hermosa, que viste casco y armadura; lleva consigo un escudo, una lanza y una lechuza. Atenea, ojos de lechuza u ojos grises; desde el Congreso nos dice: “Serás verde. Serás ley”. Pongo la pava al fuego y pienso en Fran, en la caja; me pregunto qué es este pasado, qué es presente y qué no se rinde. Hierve el agua. Mate en mano, ordeno. Separo los paquetes por fechas; cierro los ojos, la mano a tientas recorre los bordes, tomo uno: 1926-2020; lo abro, acerco uno de los negativos a la lámpara. Es un cartel: en él se ve una rueda de acero que desprende rayos a alta velocidad y, al final de las vías, aspas, aspas de colores, letras Bifur y la firma: A. M. Cassandre. Me apresuro a sacar los otros rollos; no lo creo, no hay registro alguno de que el creador del cartel moderno haya estado en Buenos Aires alguna vez. Me repliego, ocupo los espacios en donde no hay blancos, el gato camina sobre los paquetes dibujando un caligrama. Tomo otro negativo; por la disposición de las mesas, entre 17


columnas de hierro y vitrales, no puede ser otro lugar que la Confitería del Molino: se ve a Cassandre y a una mujer; ríen, ríen como si se conocieran de toda la vida. En la mesa hay café y dos porciones de imperial ruso: un rectángulo de líneas art déco, hecho en base a merengue francés, relleno con crema de manteca y almendras, que celebraba acá, del otro lado del mundo, la derrota de los zares. Me visto, agarro plata y corro a la casa de fotos. La rueda gira inconmovible a mis pasos, como carteles publicitarios que raudos cambian, indiferentes al peso de cualquier palabra. —¿Podrás por favor revelarme estos rollos para hoy? El hombre me mira como si no reconociera el pedido. Atemporal. (“Sos lo más atemporal que vi en mi vida”, me dijo Fran, enredándome el pelo en su cara). Los cuenta. —Pasate en dos horas, cierro a las veintidós. Vuelvo a casa, no sé si llamar a Fran; mejor espero a tener las fotos, tal vez ni él sepa qué hay dentro de la caja. Me meto en internet, vuelvo a leer vida y obra del cartelista, miro una y otra vez sus carteles. Imágenes que hablan y palabras que son imágenes. ¿Quién habrá tomado esas fotos? ¿Cuándo? ¿Por qué no aparecen en ninguna publicación de la época? Pego todo el material en la pared; en la primera imagen de la segunda fila se ve una cena: año 26, la mesa larga; sentado último a la derecha, Leopoldo Marechal, al centro el poeta italiano Marinetti; repaso uno a uno los personajes de la escena: Cassandre se encuentra sentado a pocos centímetros de él; la corbata torcida, separa los triangulitos invertidos del cuello de la camisa, con sus puntas dobladas hacia arriba; la mujer de la risa en el Molino aparece también. Acerco la boca al cartel, a las vías, a la rueda, a los rayos, a las aspas, a la máquina, luces intermitentes… La cara de esa mujer me perturba. En un pálpito, me encuentro subida a la escalera en busca de la caja con fotos y recuerdos que me había dejado mamá antes de morir. Después de revolver todo, al fin doy con la única foto que había de mi bisabuela biológica, que era ucraniana. Es llamativo el parecido que tiene con la mujer de la risa en el Molino, aunque para mí todas las mujeres de esa época se parecen. No conocí a mi bisabuela 18


y mamá tampoco, solo sé que se llamaba Ida Bondareff. Apenas nació mamá, su familia la dio en adopción. Ya de grande quiso saber pero no pudo averiguar mucho, solo que su abuela y su madre habían regresado a Rusia para tenerla y que después acá, en Argentina, la dieron a los que la criaron, mis abuelos. Pero nunca llegó a comunicarse con ninguna de las dos y tampoco supo quién fue su verdadero padre. Al tiempo de enterarse de cómo fue abandonada y de que, para peor, nunca quisieron saber de ella, terminó sumida en una fuerte depresión que nunca más pudo revertir. Así me encontraba, sin haber dormido. Y sin siquiera temerles a los cinco grados que amenazaban fuera, esa mañana salí. El frío me recortaba. Hacía cuatro días, desde que había abierto esa caja, que se me armaban en la cabeza dos triángulos de iguales dimensiones, hechos con la misma cantidad de piezas, con la salvedad de que en uno de ellos había un cuadrado vacío, perdido, y que la clave de esa paradoja, aunque no tuviera certezas, llevaba un nombre: el de mi bisabuela Ida Bondareff… Al llegar toqué timbre, exhalé, no había cartel alguno que indicara que esa era la biblioteca rusa que figuraba en internet. Toqué tres veces y no me moví. Al rato se oyó el ruido de la cerradura y una mujer mayor se asomó por la hendija. Apoyando el pie y la mano en la puerta me apresure a preguntarle si podía consultar unos libros para un trabajo que tenía que hacer sobre las mujeres y la Revolución rusa en la Argentina. Agarrándose la cabeza me dijo que hacía como diez años que la biblioteca no funcionaba. El pie detuvo el cierre de la puerta, y a mí me dio el tiempo suficiente para poder sacar las fotos de la cartera y al fin lograr, con solo mostrárselas, que me dejase entrar. El reloj de péndulo en la sala marcaba la medianoche. Un olor nauseabundo a papa mezclada con cebolla frita, impregnó mi aliento. Una gran escalera de mármol blanco se imponía en la sala oscura. El frío era inmenso ahí dentro. Al verla, no tuve dudas. —¿Lila? ¿O cómo debería llamarte? ¿Elizabeth? No me lo digas, ya sé, ya sé: Elba Betty Iakovleff, o abuela, que suena mejor. En un intento fallido la mujer se agarró del picaporte. Le arrebaté el manojo de llaves, cerré y trabé la puerta. —Mostrame la cocina, esos knishes huelen increíble, muero por probar los auténticos hechos por una bobe; mamá siempre se negaba a hacérmelos. Mientras me 19


contás sobre la bisabuela Ida, el abuelo y vos, podríamos preparar algo juntas. ¿Te gusta la idea? Vamos, decime que sí… Entramos a la cocina, un círculo de masa con un agujero en el medio reposaba sobre la larga mesa de madera. Alrededor del hoyo estaba colocado torpemente el relleno de papa y cebolla. Un bollo de harina y claras descansaba sobre la mesada de mármol. En la cacerola, más papas saltaban entre borbotones de agua y vapor. En los azulejos verdes, húmedos, dibujé con los dedos los dos triángulos. En uno de los vértices de la base escribí el nombre de Ida, en el vértice opuesto, el de Lila, o Elizabeth. En el cuadrado vacío del interior del segundo triángulo, que se da, como ya mencioné, por colocar la mismas piezas pero de manera diferente que en el primero, escribí el nombre de mi madre y luego el mío flotando por fuera de los dos. Solo faltaba el nombre del otro, el único vértice vacío, que correspondía a la base. Mi madre ya no puede verla, ver cómo tiembla, incapaz de balbucear palabra. Pero esta mujer anciana ¿me vería a mí? Tomé el bollo y lo arrojé con furia sobre la mesa. El golpe seco hizo que se incorporara y tomara las fotos. “De seguro que ahora con la restauración del edificio van a encontrar el cartel —hablaba mientras señalaba las imágenes—. Está oculto en el segundo subsuelo, donde estaban las cisternas y las máquinas de la confitería —prosiguió como desvariando—. Sí, fue en el Molino donde organizaron la venida secreta de Cassandre a Buenos Aires. Nadie debía enterarse. Ida y él se conocían de la infancia en Ucrania. Ella era mayor que él y estaba casada; no con mi padre, hacía rato que él la había abandonado y se había vuelto a Rusia. Apenas se reencontraron comenzaron a verse de manera furtiva. Yo tenía veinte años y trabajaba acá en la biblioteca, donde se juntaban todos los exiliados. La recuerdo a Alfonsina también, ella y mamá eran muy amigas. Ella fue la única que supo todo”. Me acerqué a la olla, las papas habían quedado sin agua y el fondo empezaba a quemarse. Las saqué del fuego. La mujer seguía hablando, tenía los ojos extraordinariamente abiertos como si toda el agua de su cuerpo se hubiera concentrado ahí, como irrigándole recuerdos; el resto de su cuerpo era solo un pergamino, lleno de surcos. “A veces sueño que mamá vuelve y nos espía. Que observa cómo me desvisto ante él, cómo le tiro del pelo mientras me chupa hasta dejar todo revuelto. Él de todas 20


formas volvía siempre con ella, hasta que yo no pude ocultar más lo que me crecía por dentro, y ahí fue que Ida abandonó todo y me llevó a Rusia; fue una nena, mamá volvió con mi hija a Argentina, y yo me quedé once años en ese país. De él no supe más nada hasta que en el 68 me enteré por los diarios de que se había suicidado”. Pongo la olla al fuego; luego saco de la cartera un recipiente de pasta de almendras con cianuro, la coloco sobre el relleno. Con las manos tomo los bordes y lo envuelvo con la masa dándole dos vueltas hasta llegar al centro. Tomo el cuchillo y corto uno a uno los rectángulos, con los dedos doy forma a los knishes, espero a que el agua vuelva a hervir. El sonido del celular me trae devuelta. Apretó la fecha que dispara la voz de Fran. Todavía es de noche y en esta oscuridad todo se disuelve; en la luz, en cambio es uno el que se desvanece, cegado, dejándolo todo.

MARIANA CIRER

Argentina

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“¿S

erá por acá?” Pregunta recurrente en los últimos tiempos. Se le había arraigado la idea de que la lógica había sido desplazada por el instinto. Esa tarde diluviaba. Él, montado en su bicicleta. La mochila con el pedido, trepada en la espalda. Una mano sostenía el

manubrio y la otra, el teléfono. Pretendía mantener el equilibrio y verificar el destino, todo al mismo tiempo. Después de trabajar seis meses en el rubro delivery, buscándose la vida en época de pandemia, había aprendido algunos secretos clave del oficio. Puntualidad, rapidez, higiene e impecabilidad del embalaje eran pilares fundamentales. Pero la revelación asombrosa que había cambiado, radicalmente, su modo de percibir el mundo, fue descubrir una nueva dimensión de la literalidad: los nombres de ciertas calles de la ciudad guardaban un universo sensorial insospechado, acorde a su sentido explícito. Nadie le había informado este dato trascendental, quizás porque desentrañar la influencia de lo nominal sobre lo fáctico, diferenciaba a los improvisados de los expertos. Decidió mantener la confidencialidad del hallazgo, entendiendo la función de tamiz para los que no captaban el concepto o no querían complicarse la existencia. Esta peculiaridad del servicio le generó tanta curiosidad y adrenalina, como un juego de competencia en el que iba sorteando obstáculos y aprendiendo las reglas día a día. Llevar pedidos a domicilio, a veces proponía vivir aventuras extremas o experiencias paranormales. Detrás del significado de los nombres, solían ocultarse indicaciones, guiños, advertencias, que resultaba primordial interpretar, para salir a enfrentar los desafíos con la planificación de estrategias y el equipamiento adecuados. Al principio, pagar el derecho de piso fue duro. Las primeras veces que transitó por Combate de los Pozos o Empedrado, en pocas cuadras pinchó las gomas, quebró algún rayo o se le soltó la cadena. Así fue como nunca más olvidó salir provisto de una caja de herramientas con inflador, parches y diversos repuestos. Peor todavía, cuando a causa de un extraño y sorpresivo fenómeno atmosférico, en un trecho de la calle Piedras, sufrió magulladuras de principiante. Iba confiado por Carlos Calvo ⎯donde ya estaba acostumbrado a perder el casco y todo el pelo⎯, pero ni bien tomó por Piedras, arriba de su cabeza se formó una minúscula nube negra de la que cayó granizo del tamaño de un limón. Para las entregas subsiguientes, frenaba en la 23


esquina, esperaba a que, en cuestión de segundos, volviera a crecer el pelo, recogía y se ajustaba el casco y se cubría con un traje de neopreno forrado de goma espuma. El mismo que luego usó para entregas en las calles Espinosa, Cazadores y Artilleros. Cuando el encargo era por Cerrito, llevaba calzado deportivo anticipando que, por momentos, se haría escarpada y cuesta arriba. Ni hablar en avenida Escalada, donde llegó a necesitar arnés y zapatos de trekking. Por la calle Carabobo, solo tomaba pedidos de madrugada, porque no le gustaba el irreconocible aspecto que tomaba su rostro, de modo que terminaba la diligencia, volvía rápido a su casa por calles oscuras y, al día siguiente, la cara ya recobraba sus facciones. Para entregas en Dragones, se enfundaba en un ajustado mono revestido en amianto y trataba de esquivar las llamaradas. Tenía presente nunca combinar el viaje con pedidos para la calle Gordillo, ya sabía que en un corto tramo aumentaba tres talles y reventaba las costuras. Era compatible con envíos a Delgado, pero tampoco resultaba demasiado cómoda tanta holgura en las piernas del pantalón porque dificultaba el pedaleo. Después de pésimas experiencias, decidió no atender pedidos por las calles Donado y Saraza, en ninguno de los domicilios consiguió que le pagaran. En el primero, dijeron que ellos todo lo que recibían eran obsequios o dádivas y que no acostumbraban abonar nunca nada; en el segundo, lo embaucaron con hábil charlatanería. Doblas era otra de las calles que intentaba evitar, jamás lograba avanzar en línea recta sin que el manubrio, de manera automática, se inclinara a derecha e izquierda. Los viajes se hacían eternos y los brazos se le entumecían en el afán de corregir el rumbo zigzagueante, a lo largo de todo el trayecto. Sin duda, sus clientes estrella se repartían entre las calles Ciudad de la Paz, Concordia y Valparaíso, donde la bicicleta levitaba por encima del pavimento, el aire olía a gardenias, la gente siempre sonreía amable y, con cada entrega, alcanzaba el Nirvana. Solo le temía a dos calles, a las que jamás se lanzaba sin antes haber leído el reporte meteorológico: Arroyo y Entre Ríos. Intuía que era muy arriesgado transitarlas con lluvia copiosa. Tenía suficientes pruebas de la desmesura textual y estaba convencido de que podrían bastar escasos minutos para que se generaran crecientes 24


intempestivas y se salieran de su cauce, sin dar tiempo para salvar la vida, el pedido o ambas cosas. Aquella tarde, el pronóstico del tiempo falló. El agua barría el asfalto con furia. “¿Será por acá?”, volvió a preguntarse contrariado, pensando que seis meses de experiencia no le habían servido para nada. Con inmensa frustración, chequeaba una y otra vez la dirección. Arroyo nueve seis cero era una numeración inexistente. El agua corría por los cordones de la vereda armando torbellinos, cada vez más caudalosos. Con gran estrépito, una tapa de alcantarilla fue eyectada por un grandioso geiser urbano, entonces decidió que ya era momento de huir. Montó la bicicleta al hombro y caminó con el agua por la cintura, hasta que el torrente lo arrastró dos cuadras con bicicleta, mochila y todo. Medio ahogado, llegó a orillas de la calle Juncal y se tomó con fuerza de las cañas que se erguían desafiando la correntada. A pocos pasos, se topó con la iglesia del Socorro y allí se guareció. Para indagar algún dato acerca del destinatario, violó la regla de oro y abrió la caja. Además de empapada, estaba vacía, pero del interior cayó un papel con un mensaje, apenas legible por la tinta lavada, que decía: “Nivel no superado. Fin del juego.”

MARINA GÓMEZ ALAIS

Argentina

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E

l Tongo y él están en el auto, esperando. Él tiene aproximadamente treinta años, no más. El Tongo es un tipo mayor, alrededor de los cincuenta. El Tongo está sentado del lado del conductor, y él en el asiento del acompañante. Afuera, ya está anocheciendo. El barrio es

muy lindo, “muy elite, bien careta” pensaría él. Las casas son muy bellas, amplias y pintorescas, al menos eso se alcanza a percibir desde afuera. O desde adentro del auto, con esos vidrios polarizados y oscurecidos. Opacos. Se nota que hay una brisa húmeda que anuncia una tormenta, pero el clima es demasiado invernal, aunque sea otoño. De todas formas, el Tongo y él no van a salir del auto todavía. Están esperando, aún no sabemos muy bien qué. El Tongo parece estar quedándose dormido, pero él mantiene la mirada clavada en la fachada de una de las casonas de la zona, una mirada aguda y alerta. El Tongo se despabila, entonces, y sacude la cabeza mientras se dispone a encender la radio del auto. Rápidamente, él se percata e interrumpe la acción con su brazo. —No no, pará… Dejá, dejala apagada por favor, que me hace mal —dice él, y el Tongo ríe irónicamente pero obedece, retirando su mano del estéreo. Se vuelve a recostar sobre el asiento. Suspira. Él parece buscar algo debajo del asiento, se inquieta. El Tongo mira extrañado y confundido. —¿Qué pasa? ¿Qué carajo buscás ahora? Yo tengo las cosas... Él continúa tanteando unos segundos más, hasta que por fin saca el revólver. Lo apoya sobre sus piernas. El Tongo lo mira serio, con una mirada rígida y severa. Él aprieta fuertemente el arma con sus manos. —¿Podrás quedarte quieto un segundo, viejo? —Solo quiero estar preparado. Se hace una pausa estremecedora, un silencio agudo. Desde afuera solo se oye el leve sonido de la brisa otoñal, algún ladrido de algún perro, algunas pocas bocinas de auto que suenan lejanas y distantes. No hay voces, no hay movimientos en la cuadra, ya nadie circula por la zona, el área permanece estéril. El Tongo abre la guantera, busca algo con sus manos, se fastidia porque hay muchas cosas ahí dentro, muchos papeles. —Pero la re puta madre que lo parió —insiste, hasta que obtiene finalmente ese paquete de Marlboro. Se ríe débilmente. Prende el cigarrillo, inhala, exhala, tose. 27


Tose ahogadamente, casi de un modo exagerado, intolerable. Él permanece con los ojos entrecerrados, la cabeza inclinada hacia la ventanilla, el revólver entre sus manos firmes e inmóviles. El Tongo lo mira, se fastidia. —Vos sabés… —pero otro estrepitoso ataque de tos lo interrumpe súbitamente— ¡Ay, Dios! Te decía… ¿Sabías no, que volvió Pedro el otro día de España? ¿Te conté? Pedrito… Otra pausa, él mantiene la vista hacia fuera. —No… no me habías dicho. —¿Ah no? Bueno, volvió el tipo… Menos mal… menos mal para él, me parece que no soportaba más a los gallegos… Bueno, los madrileños en realidad, no sé cómo se les dice… —Los madrileños no son el problema —interviene él inesperadamente— no tienen la culpa. Pero somos así todos, quiero decir, es imposible que un extranjero en un país desconocido al que no fue nunca antes en su puta vida, se termine acostumbrando. El Tongo frunce el ceño, confundido. Habla: —¿Cómo? Él responde desganado pero pronunciando muy detenidamente cada palabra, tomándose todo el tiempo del mundo. —Claro… o sea, quiero decir, es otra cultura al fin ¿no? Es imposible que uno se sienta uno más entre tanta gente tan diferente. Entre tantas… otras expresiones, otras palabras, otra forma de vida, otro ritmo, ¿no? Tanto cambio…. esto… ¿Esto era un congreso, cierto? —Sí, sí. De un posgrado, un doctorado… Ciencias políticas. —Bueno ¿ves? Por eso, por eso te digo… ¿Ciencias políticas decís? Mirá vos… Bueno, a eso voy ¿entendés? Uno nunca puede terminar de adaptarse. Vivir en un lugar tan ajeno, más allá del idioma o del acento de mierda, o de las actitudes de las personas… Siempre te van a dar ganas de volverte. Al Tongo se lo nota algo aturdido y abrumado. Se puede advertir esa expresión en su rostro. Se rasca la cabeza. Fuma, tose. Arruga su cara, pensativo. Responde: —Claro pero… pero acá es diferente. Digo, si alguien viene a vivir acá, indefinidamente, por un lapso indefinido de tiempo ¿no? Bueno… ¡A la semana y 28


media ya se quiere tomar el palo! Digo, en este país en particular ¿no? Nadie quiere permanecer mucho tiempo acá —el Tongo hace una pausa, como pensativo, prosigue: —Yo… yo me quedaría en España. Ahí, en Madrid, a donde fue Pedro. No me quejaría tanto. —Bueno. Pero eso es lo que decís vos ahora. Porque estamos acá… El Tongo mira el arma, la mira de pronto, inconscientemente, de un modo casi involuntario, automático. Él levanta el revólver a la altura de sus ojos, también lo observa, como analizando algo. Lo baja rápidamente. —Si estuvieras allá… —continúa él— tampoco lo soportarías mucho tiempo. ¿Por qué quiso volver tu sobrino sino? —Mi hijo, Pedro es mi hijo. Sí… Bueno, sí sí. Lo que pasa es que a él lo entiendo, fue por laburo y no tenía mucho tiempo para nada más ¿viste? Es un flaco ocupado… es un flaco dedicado. Muy muy dedicado. Yo lo admiro eh, yo lo admiro verdaderamente. Él se habrá querido volver, pero yo creo que podría haberse quedado un tiempito más. Pero bueno… —Y bueno… —Igual, no termino de entender lo que decís. Si hay un montón de gente de afuera viviendo acá, un montón de argentinos viviendo en cualquier otra parte del mundo. ¿No? No entiendo. —Actúan. Fingen. Se dejan llevar, se dan por vencidos. Se rinden… Se rinden. —No sé, no sé. No termino de entender tu punto. El Tongo niega con la cabeza firmemente, serio. Abre la ventanilla por completo y reposa su brazo sobre la puerta del auto. Vuelve la mano a su boca para dar una pitada larga y tranquilizadora a su cigarrillo. Él lo mira, incómodo, perturbado. —¿Qué es lo que no entendés? Sabés que es así. No hay manera de acoplarse por completo a una sociedad distinta, diferente. No hay manera —dice él mientras lleva el dedo índice de la mano izquierda a sus labios, en tono pensativo. El revólver permanece sujeto, con firmeza, por su otra mano. El Tongo no deja de echar vistazos constantes al arma, se lo nota inseguro. ⎯Te voy a decir algo… —retoma él— yo viví tres meses en Uruguay. En Paysandú. —¿Paysandú? —pregunta el Tongo y se desata otra catarata de tos. —Cerca de Colón, Entre Ríos, o sea, está conectada con la provincia de Entre 29


Ríos la ciudad… Yo era muy chico, fue mi viejo por laburo. Cuestión… cuestión que una mierda. Una mierda el clima, mucho calor. Una mierda la comida… —Ajá… —El tema es que no me acostumbré. Los que lo hacen es porque encuentran una excusa perfecta… O un laburo, o una relación, o un accidente pelotudo de algún tipo… Por alguna excepción, ¿entendés? Siempre hay una excepción que obliga, que fuerza, que condiciona. El Tongo menea la cabeza, dubitativo. Extingue su cigarrillo y lo arroja a la vereda por la ventanilla. —Sí, qué sé yo… —Si al final, uno nace donde nace, pero la tierra natal no la elegimos. Se da. Uno quiere irse a la mierda quizás… Pero se queda, porque ¿a dónde va a ir? La excusa perfecta, esa excepción que te hace quedarte en otro país, también está acá… está donde nacés. Y puede ser una excusa de mierda, inútil, que no sirve para nada… pero que hay que aceptarla. Y hasta respetarla, mirá lo que te digo, hasta hay que respetarla... —Ahora… —interrumpe el Tongo— ¿vos viste cómo nos ven los yanquis a nosotros? ¡Es increíble, viejo! ¡Eso sí que es increíble! —No sé si tanto tampoco… No sé… —contraataca él— Al fin y al cabo ellos ¿cómo nos ven? Como el exilio: donde ir a desaparecer, por un tiempo, por un rato, o para siempre… Y nosotros, ¿no los vemos parecidos a ellos? Es lo mismo. La perspectiva cambia pero es lo mismo. —Me mareaste… ¿Querés guardar eso, por favor? —dice el Tongo mientras señala la pistola, él lo ignora por completo. —Se hace de noche… Se viene el invierno, se hace de noche más temprano. ¿Por qué vinimos tan temprano, igual? —Y, viste cómo es el Beltra. —Sí… La calle permanece desierta, hasta que por la esquina se alcanza a ver a alguien que cruza la calle. A paso veloz, se acerca una silueta que avanza algo encorvada y con la mirada cabizbaja. El Tongo advierte esa llegada, tantea el hombro de él, le advierte con la mirada que alguien llega. Él frunce el rostro, entrecierra los ojos intentando distinguir la situación. La persona está cada vez más próxima, es una joven de 30


veinticinco años aproximadamente. El cielo se termina de oscurecer y comienza a caer una levísima llovizna. La joven llega hasta la puerta de su casa, la más imponente y hermosa de la cuadra. En la entrada se observa un amplio enrejado negro y un reluciente Mercedes Benz plateado estacionado en la zona del garaje. Él se recuesta sobre su asiento, se acomoda nuevamente, suspira pensativo, calculador. No aparta su vista un instante de la joven. El Tongo mira a su compañero, como preguntando qué hacer al respecto. Ella mira hacia ambos lados de la vereda una vez que levanta la cabeza para introducir la llave sobre la puerta de rejas negras. Entra rápidamente, la lluvia aumenta su intensidad. Se genera un silencio atroz, el único sonido perceptible es el de las gotas de lluvia percutiendo sobre el techo del auto. Él sonríe levemente. El Tongo lo mira, como sobresaltado. —Hay alguien más en esa casa, lo sabías ¿no? —se anima el Tongo. —Sí, pero es ella a la que buscamos. —Es joven. —No tanto. La cuadra vuelve a estar desierta. La tormenta amenaza con algunos rayos. El viento se deja sentir con mayor intensidad. Él se arremanga la camisa vieja, mira su reloj de pulsera. Van a ser las siete y media de la tarde. Vuelve la mirada hacia el Tongo, que mira hacia el frente, hacia la nada misma; se lo nota abstraído, con los ojos brillosos, cierta palidez en el rostro. Él lo advierte y se extraña. —Che… tu hijo, ¿te trajo algo de Madrid? El Tongo no contesta. Está ido, ahora mira hacia el cielo, se distrae observando alguna nube. Mira más hacia allá, las espléndidas construcciones. Se frota la cara con las manos. Él le toca el hombro y reacciona. —¿Qué? ¿Qué pasa? —¿Qué te trajo tu hijo… Pedro, no? ¿Te trajo algo de Madrid? Algún regalo, algún souvenir… El Tongo mira a su compañero y rápidamente vuelve la vista hacia el exterior, hacia la casa. Niega con la cabeza, hay una gran perturbación en su expresión. Cierra los ojos y suspira. —No… no, no. La verdad, dudo que se acuerde de mí. Hace diez años que no hablamos. 31


Él baja la mirada de pronto, algo atónito. Serio. Mira el revólver. Desliza sus manos sobre el arma. Abre la boca, intentando hablar o pronunciar algo pero no lo hace. Por fin habla el Tongo, luego de preparar su arma y sacar los dos pasamontañas de abajo del asiento: —¿Vamos? Ambos se bajan del auto y se acercan a la entrada de la casa.

JUAN VELIS

Argentina

Instagram: @juan_velis Páginas WEB: https://juanvelis96.wixsite.com/metatextos https://lacuevadechauvet.com/

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raceli tiene una cabeza podrida en su cama, dice que en vida perteneció a su amante, y que no piensa deshacerse de ella. Le habla como si la escuchara, besa los labios putrefactos, mientras ríe y llora. Lleva ocho días sin salir de su casa, estoy seguro de que ha perdido

la razón. No me atrevo a llamar a la policía porque tengo fe en que escuche mi voz cuando le hablo frente a su puerta. ⎯Araceli, Araceli… deja que te ayude, él ya está muerto, deja que descanse en paz. No me escucha o no quiere responder, se hace un silencio inmenso en donde solo se oye el latido de mi corazón. A través de la ventana la miro sentada en el piso, con la cabeza del muerto en sus piernas. Eso en el día, cuando la luz natural me permite observar, de noche es imposible saber qué pasa dentro, Araceli no enciende ninguna lámpara, y a mí me gana el sueño. Duermo, pero mi descanso es imposible, en mis paisajes oníricos la veo tomar una espada para decapitar, me persigue el terror, me siento ante una Salomé implacable. En ese escenario, veo mi cabeza cercenada que yace a un lado de mi cuerpo, lo miro insondable y ajeno a mí, veo a Araceli a los ojos y ella permanece impávida. Me agito en esa pesadilla y busco ayuda, grito el nombre de mi esposa para que me despierte, no me escucha, estiro el brazo para tocarla, pero no está conmigo. Logro despertar, busco el gotero de clonazepam para calmar mi inquietud, duermo y aunque sé que las pesadillas me alcanzan más allá del subconsciente, trato de ser fuerte, porque pienso que Araceli me necesita, sé que no tardarán los vecinos en darse cuenta de lo que sucede en su casa. El hedor ya empieza a ser notorio, he usado sales cuaternarias de amonio para repelerlo y también creolina, pero ya no se podrá ocultar más, será cuestión de horas para que los vecinos llamen a la policía; me decido y voy hacia ella, fuerzo la chapa de la puerta, entro con extremo cuidado, escucho su respirar en mi espalda, volteo lentamente, no está. Remuevo todo lo que hay a mi alrededor, busco la cabeza putrefacta, escucho la voz de mi esposa que me llama: ¡Roberto! ¡Roberto! ¡Qué impotencia! Araceli se esfuma como el humo de los cirios que me rodean, alarga los brazos y me atrapa, me atrae hacia sí. Huelo la sangre, pero también el sudor de ella, no percibo más que su silueta lejana, me he tenido que sentar en el piso porque pienso que solo doy vueltas sin llegar a ningún lugar. Escucho los sollozos, le hablo, le digo que se deje guiar. 34


⎯¡Roberto! ⎯Mi esposa me llama, la escucho cada vez más lejos. Araceli se mete en mí, me posee, estoy aterrado; entonces veo todo más claro, la cabeza entre sus piernas es la mía, pero ya no tengo ojos, y mi piel se pudre. Grito desesperado y Araceli se aferra en un beso hacia mis labios, come lo último de mí, y entonces recuerdo todo… En una vorágine de recuerdos, veo nuestra entrega sexual clandestina, enferma y llena de emociones que no tenían que ser. Me persigue, me llama a todas horas, me acosa, me enferma, la odio y me odia, pero estamos juntos ⎯como ahora, para siempre⎯ en gélidos besos fantasmales en donde solo quiero encontrar mi cabeza para que regrese a mi cuerpo.

VERÓNICA MIRANDA

México

Facebook : Verónica Miranda Maldoror https://www.facebook.com/mirandaducasse

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staba catatónica. De alguna manera había logrado sentarse en una silla antes de quedarse inmóvil, pero aun así no creyó que debiese experimentar algún tipo de sensación respecto a ello, porque sentarse en una silla

es lo mismo que levantarse de una silla. Es un mecanismo, y los mecanismos no deben provocar ningún tipo de sensación. Se había sentado allí y se había puesto catatónica, pero no recordaba haberlo hecho. A medida que la memoria regresaba, su capacidad motriz iba asomando el rostro de a poco. Igual que esos niños que se esconden detrás de la pierna de su madre, y esperan a que el miedo se desvanezca para mover la cabeza y darle lugar a la vista. No podía mover ni un músculo. No entendía lo que le pasaba, ni podía explicarlo. Y eso que ese tipo de cosas raras llenaban las páginas de los relatos de ficción que ella escribía semanalmente, y que se publicaban en uno de los blogs más leídos en internet. Quería moverse pero no podía. Querer y poder son dos cosas absolutamente diferentes. Los niños quieren y los adultos saben que no pueden. En algún rincón de su cabeza, su mente daba la orden del movimiento pero su cuerpo no obedecía. Era como un grupo de alumnos frente a una maestra suplente. Como un titiritero que mueve su cruceta sin darse cuenta que los hilos que sostienen a la marioneta están rotos. Levantó la vista y observó su torso frente al espejo que tenía delante suyo, a unos pocos metros. No se sintió conforme con el tamaño de sus pechos. Nunca había estado conforme con el tamaño de sus pechos. Lo que ella era siempre había dependido de alguien más. Lo que somos todos, depende siempre de alguien más. Lo que hacemos depende de nosotros mismos, lo que somos no. ¿Pero acaso lo que somos no está relacionado con lo que hacemos? No, lo que hacemos es lo que hacemos y punto. No está ni remotamente cerca de lo que somos. Los recuerdos van apareciendo como se suceden los fotogramas en el rollo de una película. Pero no todos los recuerdos. Solo los que la memoria seleccionó. La memoria es un fotógrafo que elige las mejores fotos y guarda las otras en un cajón. Y esas no se las enseña a nadie. Una niña vista desde un plano subjetivo, sostenida por las manos de un hombre. Dando vueltas y más vueltas. Con el fondo todo borroso. Una muñeca sonriente con el pelo peinado, rubio y hermoso. 37


Una torta de chocolate con nueve velas encendidas y un montón de niños alrededor, cantando el feliz cumpleaños. Los retos de mamá. Los dientes que se caían y volvían a salir. El primer perro muerto. El primer llanto de dolor. Las primeras cicatrices. El primer diez. El primer beso. La graduación. El primer relato escrito y el primer relato publicado. La primera vez. En una cama de hotel con sábanas con dibujos de emperadores chinos. Con un chico que creyó que iba a ser el único. Las manos están llenas de sangre, que a este punto de la noche, ya se secó. No hay nada más difícil de limpiar que la sangre que se seca. Ojalá que esta noche sea más fácil de limpiar que la sangre que se seca, pensó. Ya había recuperado el movimiento de sus dedos. Los mismos que usaba para escribir. Eso la tranquilizó un poco. Recuperar las armas con las que uno ejecuta una acción. Tener las fichas aunque todavía no se sepa por qué se juega el juego. Algo es algo, y algo es mejor que nada. Recordó por qué escribía. Lo había dicho en una entrevista en Santiago de Chile, cuando estaba de gira con su segunda novela. Escribía porque era lo único que sabía hacer. No es que tampoco hubiera intentado hacer otra cosa. La escritura era un bálsamo de la cotidianeidad del mundo. Un jardín con flores de muchos colores en el medio del desierto. Una torre altísima desde donde se podía observar todo el mundo. Y a todo el mundo. Un espacio en el que ocurría todo lo deseado con solo pensarlo. En la escritura la separación entre baldosa y baldosa estaba delimitada por el tamaño de sus pasos. La fe que tenía en sus palabras era la misma fe que tenían los sepultureros en la profundidad de las paladas con las que enterraban a los muertos. El último recuerdo, el último punto a unir, la última ubicación del estadio por ocupar. Los gritos, los forcejeos y la muerte. La muerte reciente. 38


Sin saber cómo, teniendo en cuenta que hace unos minutos estaba inmóvil, pero suponiendo que, como el cuerpo se vale de caprichos, el cuerpo decide qué hacer y cuándo hacerlo, levantó el teléfono y marcó el número de la policía. Esperó y esos segundos que la separaban de decir la verdad, al menos una verdad, le parecieron eternos. Alguien del otro lado del tubo le respondió. ⎯¿Policía? Maté a mi esposo… Fue un accidente… Discutimos… Hace mucho que lo hacíamos… Le dije que ya no soportaba más estar con él... Le juro que no quise matarlo… Está en la cocina… Tengo su sangre en mis manos… Necesito que vengan ya... Sí, acá los espero. Colgó el teléfono y se levantó. Sin ninguna dificultad. De la misma forma y por el mismo capricho por el cual sus manos habían levantado el teléfono, ahora sus piernas se habían sumado al misterio. El movimiento de su cuerpo había abierto de nuevo sus puertas al público y ya estaba funcionando de acuerdo al cronograma. Así como así. Volvió de la misma manera en la que se había ido. Sin explicación. De la misma manera en la que suceden las cosas que valen la pena. Se vistió con un vestido rojo y se puso unos zapatos negros. Se ató el pelo. Nunca antes se había atado el pelo. Pensó que le quedaba precioso. Se limpió la sangre de las manos. Le costó, pero no tanto como ella creía. Otro mito más derribado. Esa noche se habían caído unos cuantos. Se deshizo de todo lo que había sido y de todo lo que era. Se prometió a sí misma tirar por la ventana todos los recuerdos que la habían acompañado hasta ese horrible día. Después de todo, los recuerdos se inventaron para olvidarse. Salió del departamento imaginando una nueva vida, de la misma forma en la que alguien que acaba de salir ileso de un tiroteo se toca con sus manos y piensa que no puede seguir siendo el mismo después de semejante caricia de la suerte.

BILL CARMONA

Argentina

Twitter: https://twitter.com/Andy14Johnson

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l cartel blanco con grandes letras rojas sobre su puerta era impresionante: Hotel Tambores. Pero en realidad era una modesta pensión de estudiantes, ubicada estratégicamente al lado de los dos colosos de la educación uruguaya. Por un lado, la Universidad de la

República, que ocupaba toda una manzana, y por otro, el bachillerato; el Instituto Alfredo Vázquez Acevedo, en la manzana posterior. Esa proximidad era ideal para estudiantes del interior del país que concurrían a sus clases solo cruzando la calle. Cada año, el comienzo de cursos traía una horda de jovencitos alborotados, bochincheros, que pese a un cierto temor a lo desconocido, trillaban la avenida 18 de Julio y la rambla montevideana; querían hacerse baqueanos de la gran ciudad y participar allí del trepidante fermentario de los años sesenta… A las pocas semanas lograban aquerenciarse, estableciendo una especie de alegre rutina entre los casi cincuenta pasajeros del hotel. Los más jóvenes formaban barullentos grupos y los que ya estaban desde el año anterior les transmitían sus experiencias. Se divertían, iban al estadio, parques, caminaban barrios. Sin embargo, a mediados del año ese ritmo bullicioso se vio alterado con la llegada de una nueva clienta al hotel: Marta; peinadora, de edad indefinida… entre treinta y cuarenta años. No era especialmente bella, su cuerpo era algo bajo y gordito, pero desbordaba simpatía. La vida la había maltratado en su juventud; había sido violada al salir de la niñez y le llevó años reconciliarse con su cuerpo y transitar desde aquel horror hasta descubrir el placer sexual. Era una mujer de buenos sentimientos; la enternecía la urgencia que adivinaba en los jóvenes estudiantes en sus intentos por iniciarse sexualmente, y el martirio de culpa con que los castigaban las moralinas del siglo veinte, si es que conseguían lograrlo. Sabía que si se manejaba con prudencia, podría hacer hombres a esos muchachos tan queribles, tan jóvenes, tan guapos. Pero tenía que ser cuidadosa. Era consciente de que ninguno de ellos la miraba como una mujer deseable, sino como a una tía grande, simpática y bonachona. La diferencia de edad era mucha y ella no estaba dentro de los parámetros de belleza sexy de la época… Una de esas tardes en que el hotel se adormecía en el silencio de la siesta, se cruzó en el pasillo con Julio, un muchacho alto y guapo de dieciséis años. No tardó ni un instante en darse cuenta que era el momento apropiado, y le dijo, zalamera: 41


⎯Ay, Julito… ¡Qué suerte que te veo! Tengo que hacer unos pequeños cálculos ¿no serías tan amable de ayudarme a resolverlos? Serán solo un par de minutos… tengo los papeles en mi habitación, ven… ⎯Claro, Marta, pero si son cuentas fáciles… mira que yo estudio abogacía y no soy muy bueno con las cuentas, pero con mucho gusto. Ella lo tomó de la mano y lo llevó a su pieza. Cerró la puerta, tomó unas facturas de la mesa y se puso a su lado para mostrarle las cifras a sumar. En ese momento, Marta apoyó su seno en el brazo del joven y al señalar con su dedo los números Julio comenzó a sentir la turgencia del pezón que se movía contra él. Pensó que esos roces eran provocados sin querer pero igualmente se sintió excitado. Terminó de hacer la suma, ya totalmente perturbado, y tartamudeó; ⎯Está pronta, Marta. Creo que está bien. Cualquier cosa a las órdenes. ⎯Muchas gracias Julito; si hubiera sido yo me habría equivocado. ¡Soy una burra! Bueno, dame un beso y anda a estudiar… Él se inclinó ofreciendo su mejilla; ella le dio un beso con sus labios tibios, y en un rápido movimiento le mordió suavemente la oreja y le pasó la lengua por el lóbulo. La señal era inequívoca, pero tan inesperada que el muchacho tardó un par de segundos en comprender lo que estaba sucediendo. Ella buscó su boca y lo llevó a la cama sin soltarlo, lo tendió en ella y le sacó la ropa a manotazos. Su cuerpo joven y ansioso reaccionó como un resorte, y la fuerza de su juventud le hizo estallar antes de haberla penetrado. Sintió una vergüenza indescriptible y se tapó la cara con las manos para que no viera correr sus lágrimas de frustración. Marta lo miró con dulzura y comenzó a hablarle suavemente, casi susurrándole al oído, mientras lo limpiaba con un trapo húmedo. Luego le acarició las manos, apartándolas de su cara, besó sus ojos llorosos y sus mejillas arreboladas. Le hablaba muy despacio, como se le habla a un niño que está asustado, mientras sus manos le iban sacando el resto de sus ropas, y sus dedos aleteaban sobre su piel, rozándolo apenas. De pronto se sintió sorprendido de haber pasado tan pronto de la vergüenza del fracaso a ese fuego que volvía a llenar de hormigas su sexo que se volvía a levantar, prepotente, mientras sus caderas comenzaban a moverse con el más ancestral de los ritmos de la vida. Ella se subió a horcajadas y se dejó caer sobre su hombría, despacio, 42


mirándolo a los ojos. Lo dirigió como un eximio director de orquesta; cuando él aceleraba el ritmo, ella lo enlentecía, lo calmaba, le enseñaba que ella también tenía que disfrutar, le hablaba despacito; “espera… no te apures… quédate quietito y déjame a mí…”. Ella lo fue graduando de a poco, sintiendo en sí como se aproximaba el momento sublime, y entonces movió sus caderas más rápido y le gimió al oído; “ahora…” y estallaron juntos, en un orgasmo prolongado, maravilloso, que los dejó extenuados, sudorosos, relajados… Julio descubrió también que luego de la vorágine de la pasión, el placer seguía igual en esa fatiga perezosa que le entrecerraba los ojos, y en la tibieza de los brazos que lo abrazaban y en el aliento que entibiaba su mejilla. De pronto, sin pensarlo siquiera se escuchó decir: ⎯¡Te amo! Marta sonrió con dulzura, le revolvió el pelo y le dio un beso en los labios, ya sin pasión; un tierno beso de tía, de amiga grande, de confidente. Espero unos minutos, lo miró a los ojos y le dijo; ⎯No, mi querido…. no me amas… es hermoso lo que me dices, pero acabas de descubrir el sexo, acabas de sentir que te has hecho hombre, y ese descubrimiento te tiene encandilado. Pronto encontrarás tu destino. Y debes jurarme ahora que este será nuestro secreto y que jamás lo comentarás con nadie. Tuvieron un par de encuentros más en la pieza de Marta. Y siempre ella lo dirigía sabiamente, administrando sus urgencias, enseñándolo a prolongar el placer, a ser un buen amante. Pero llegaron las vacaciones de invierno y Julio debía viajar al interior a pasar con su familia. En el último encuentro le dijo que no quería viajar, que quería quedarse con ella, pero Marta descartó de plano la idea con una determinación y firmeza que lo asustaron y lo llenaron del miedo de perderla. Las vacaciones pasaron pronto, entre el reencuentro con los amigos del pueblo y las reuniones de familia grande, bulliciosa, con primos entrañables que se reunían en torno a él ávidos de escuchar los cuentos y vivencias del admirado y temido Montevideo, donde cualquier sueño o aventura era posible. A veces se sorprendía pensando en Marta, en los besos de su boca y en la pasión de su cuerpo de mujer madura, y en la ternura de sus caricias y el susurro de sus consejos. Su solo recuerdo 43


le hacía excitarse y sentir casi que realmente la maravillosa sensación de estar en ella. Cuando finalmente llegó el día del regreso, abordó el autobús de la Onda con muchos más miedos e inseguridades que cuando fue por primera vez a Montevideo. El viaje se le hizo interminable y miraba el paisaje rural y los árboles que corrían por la ventanilla, y le parecía que ahora demoraban mucho más en quedar atrás, que la distancia se estiraba y que las ruedas del autobús se enlentecían para demorar su reencuentro con Marta y su tibieza, con Marta y su pasión. Finalmente llegó al hotel y subió las escaleras al primer piso saltando los escalones de tres en tres. Corrió a su pieza a dejar la vieja valija de cartón, y luego a la habitación de Marta, desbocado de ansiedad y pasión y pensando como haría para no estallar en el primer beso… La puerta abierta que mostraba el cuarto vacío, sin su mesa, sin sus sillas y sin su cama fue como la cachetada que despierta al sonámbulo, como el golpe inesperado que lo bajó de un sueño y lo dejó frente a la realidad, comprendiendo de a poco que ya no estaba, que se había ido… Volvió despacio a su pieza, con la mente en blanco. Ordenó mecánicamente su ropa y se sentó, mirando el dibujo de las baldosas del piso, y así estuvo hasta que de pronto entró uno de los compañeros de hotel, excitadísimo, y con los ojos como que se querían salir de las órbitas… ⎯¡Hola Julio; no te imaginas qué lío tremendo hubo hace tres días! ¡El dueño del hotel descubrió que Marta se encamaba con cuatro o cinco de nosotros y la corrió a la mierda! ¡Era flor de puta, y yo no supe nada, y nadie dice quién anduvo con ella! ¡Carajo! El lío, como todos los líos, estalló, dio pie a cientos de comentarios, pero de a poco se fue apagando hasta que quedó como una anécdota tremebunda. Pero jamás se supo realmente quienes se habían acostado con ella. La vida siguió, el hotel y la vida estudiantil quedaron atrás y toda esa bohemia bizarra quedó como en una romántica nebulosa que el paso del tiempo embellecía. Muchos años después, un fin de semana en que se festejaba el día del Patrimonio, Julio se encontró paseando por los viejos salones del IAVA, en un recorrido nostálgico por sus mejores recuerdos. Había pasado también a ver el viejo hotel, pero ya no estaba… había sido demolido y ahora se levantaba un orgulloso y 44


moderno edificio de diez pisos. Con un nudo en la garganta le volvieron los recuerdos en tropel, se sintió vivir de nuevo en aquella algarabía, en aquel asombro de vivir el inicio de la juventud, la aventura de salir de casa, el descubrimiento del sexo… El recuerdo de Marta volvió a su mente, pero ahora envuelto en un sentimiento cálido que terminó por hacerle comprender finalmente la realidad de los sentimientos de aquella mujer veterana, llena de ternura, gordita, que sufrió el escarnio de ser corrida por puta del hotel en un lío del demonio. Se sorprendió de la simpleza de su descubrimiento; no, no era puta. Era una mujer buena y generosa… Continuó el paseo hasta la feria de Tristán Narvaja, esa especie de cambalache y hormiguero humano, cuyos rincones nunca se terminan por descubrir. Cuando era estudiante iba todos los domingos en busca de libros raros y viejos discos de jazz, pero ahora hacía muchos años que no concurría y extrañaba el barullo y el olor de la garrapiñada entremezclado con el humo de las fritangas. Empujado por una marea humana que caminaba lentamente, casi tira la mesa donde una anciana exponía los más inimaginables modelos de peines, peinetas, abanicos y prendedores… la vendedora, una viejita de rostro simpático, aceptó sus disculpas con una encantadora sonrisa. Siguió caminando un par de cuadras, ojeando los puestos del casi interminable cualquiercosario, cuando, súbitamente sintió un escalofrío que lo hizo erizar, y que volvieran a su mejilla aquellos primeros rubores… ¡Era Marta! Había reconocido en el rostro de la anciana, aquella sonrisa y aquel invencible optimismo, que se mantenían igual, como si el tiempo no hubiera pasado. Giró sobre sus pasos para buscarla con una sonrisa. Necesitaba un peine y hablar mucho con la vendedora…

RAMÓN MARTÍNEZ VENTURA

Uruguay

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ecuerdo que armé un anillo del poder con una vara de hierro que encontré en una gomería. Luego ingresé en la avenida Rivadavia y empecé a detener los colectivos con mi aro. Aquí sigue un vacío. Después aparezco frente a un taller. El taller está en Maza y Avenida

Belgrano. Allí doy saltos frente a un viejito que me mira, me señala a otro más que está ahí, y empieza a reírse. En ese momento yo era un duende. Otro vacío. Ahora llegué hasta una calle que conozco bien, la avenida Hipólito Yrigoyen. Me estoy trepando a un árbol para comer hojas. Soy una langosta. Es curioso, pero se los llama enajenados, es decir los que son otros de sí mismos. También se les dice poseídos. Son palabras bien propias de la economía basada en la propiedad. Enajenar un bien. Poseer algo, ser desposeído. Ser poseído por otro más poderoso. Al comienzo de la modernidad se los enviaba en una nave que daba vueltas y vueltas. Se llamaba la nave de los locos. Alguna vez pensé que volverme loco fue una experiencia iluminadora. Y la mayor parte de las veces creo que no. ¿Qué trae de nuevo la locura? ¿En qué nos ilumina? Probablemente en nada. Solo queda una huella en nuestra mente. Es algo que uno recuerda bien. Las intermitencias entre vacío - enajenación son bien nítidas. Uno sabe cuando hubo un estado de inconsciencia, que solo puede establecerse en ese preciso instante, porque uno sabe que ahora está aquí, y que de pronto, ahora uno está en otro lugar, en otro aquí. El vacío se mide por el espacio recorrido entre un sitio y otro. Cuando detuve a los buses con mi anillo del poder, yo estaba en Acoyte y Rivadavia. Stop. Corte. El siguiente acto consciente fue en Maza y Avenida Belgrano. Allí ocurrió la escena del taller, cuando me convertí en duende, o tal vez, un duende se apoderó de mí. Es decir, el tiempo vacío fue el que transcurrió entre estos dos estados conscientes. Un kilómetro y medio, aproximadamente. El vacío debe haber durado unos veinte minutos. El otro, entre el taller de Maza y Belgrano hasta Hipólito Yrigoyen, fue seguramente de unos cinco minutos. Juana se ha acostado frente a mí. Creo que le doy tranquilidad. Afuera llueve y han caído un par de relámpagos sobre el cielo gris. Los truenos. A mis animales les asustan los truenos. Ahora apoya su cabeza sobre el teclado. Juana correte. Y Juana no se mueve. Así que la empujo un poco, para poder seguir escribiendo. Seguro la locura fue la experiencia más perdurable de mi vida. Por muchos 47


años me dejó sin historias que contar. En su ensayo sobre Lezkov, Walter Benjamín introdujo la idea de la muerte del narrador. En buena medida, Benjamín lo atribuyó a la guerra: los soldados vuelven mudos del campo de batalla. Benjamín idealizaba la figura del narrador, que bien podía ser alguien que había viajado o alguien que conocía viejas historias del lugar. Pero para encontrar el narrador del que habla, hay que remontarse al tiempo en que el que trabajaba en un taller era dueño de sus propias herramientas. Una de las etimologías de la palabra loco, nos lleva a la palabra locuaz: alguien que habla mucho y sin sentido. Y es cierto, los locos no paran de hablar. El loco sería un reemplazante moderno del narrador. Cuando desperté en la clínica, me vi rodeado de un grupo de personas que no cesaban de hablar. Incluso se daban golpes entre sí para imponer su propia voz. Solo cuando comenzaban las agresiones físicas cortantes, intervenían las enfermeras. La clínica comenzó como otro vacío. Esta vez duró cinco días, me lo dijo el calendario que había en la sala de arte. Cuando desperté, me llevaron a una sala abierta y me sentaron frente a una taza de plástico. Luego una enfermera se acercó con un vaso, y una pastilla. La tomé, y esperé que sirvieran el desayuno. Entonces cobré plena conciencia de que estaba internado en una nave de los locos. Pronto hice mis amigos, que eran los más sanos. Ellos podían hablar. Juan era un astrofísico que tenía en su cabeza una voz que le repetía, matala, matala. José y Marcelo eran bipolares, parecían exaltados; tocaban la guitarra, y habían fundado un grupo de rock dentro del loquero. Al segundo día me incorporé al conjunto. Mercedes era una kiosquera que pensaba fundar un Carrefour una vez que descubrieran su genialidad; y José Dos, un hombre que se había internado con su hijo, Ramoncho, que estaba en otra sala, y que ahora vegetaba, deprimido. Con él pude hablar, y explicarle lo que me había sucedido. Salto a otro recuerdo que, parece, no tiene nada que ver. En el año 2008 conocí en París al pintor Henri Cabezos. Recuerdo que unos mexicanos, con quienes nos reuníamos en la Societé historique du 15ème arrondissement, me invitaron a cenar con sus amigos franceses. Cabezos se hizo notar de inmediato. Comenzó a hablar de Juan Domingo Perón. No dijo nada nuevo, solo que Perón había sido un nazi. Yo le recordé que Argentina fue el primer país en reconocer al Estado de Israel, y que eso 48


sucedió en el transcurso del gobierno de Perón. Mis amigos mexicanos nos hicieron callar. Entonces Cabezos pidió a la mesera una servilleta de papel. Y dibujó a un hombre rodeado de ninfas. Y se hizo a sí mismo, dibujando a ese hombre, que era yo. Aun guardo esa obrita. La última vez que hice un dibujo fue en el psiquiátrico. Lo empecé el mismo día en que recuperé el conocimiento. Era una copia de Daria, el personaje de los dibujitos animados que solía mirar antes de que me internaran. No terminé la tarea en ese primer momento. Las manos no querían responderme. Y a medida que fueron pasando los días, mis dedos estaban más tiesos y mis manos más temblorosas. Sin embargo, seguí. Después de una semana pude concluirlo. Abandoné mi carrera como pintor ese año, de modo que Henri nunca supo que alguna vez yo había hecho cuadros como los de él. En París, después de aquel encuentro, me sentí tentado, pero ya no volví a pintar. Tal vez Benjamin debió haber dicho que el dolor no impide solo la narración, sino el arte. Mis amigos del grupo de rock desafinaban como nadie, pero insistían en que debían ser tratados como artistas, por lo cual, las quejas ante la dirección de la clínica eran continuas. Yo los acompañaba, actuaba, de alguna manera, como su abogado, y de otra, como mediador. Solían pedir cosas creíbles viniendo de un loco, como una botella de whisky en su habitación. Es decir, un loco no puede ser considerado como un artista. Juana se ha dormido. Me gusta verla dormir. Sus bigotes ya están blancos. Cuando la encontramos, perdida en la puerta de casa, cabía en la mano de Vero. No tuvo que preguntarme qué hacemos. Yo sabía que ella la quería, y si Vero tiene un deseo, se cumple. Calculamos que ahora debe tener ocho años. Al menos es lo que festejamos el 7 de enero. Lo festejamos en el campo, allí Juana se siente en su mundo. Probablemente la naturaleza sea el mundo de Juana. Nosotros la hemos privado de eso. También un loco puede ser considerado alguien privado. ¿Fui realmente un duende?, ¿fui alguna vez una langosta?, ¿fui un asesino, un vacío? Al menos, en algún momento, un duende y una langosta se apoderaron de mí. No solo de mi mente. Yo tuve la habilidad saltarina de un duende, me moví con su graciosa figura, con la rapidez de sus movimientos, desde su pequeñez. Yo fui una langosta de brazos largos, fui una 49


langosta particular, la que en la infancia llamábamos Tatadiós. Fui un Tata Dios. Es curioso, porque en mi infancia me llamaban Tata. Lo otro que se dice de mí, lo otro por lo que se me acusó, lo que supuestamente hice, no lo recuerdo, ocurrió en el espacio vacío. Nadie me ha dicho si ocurrió entre Acoyte y Maza, o entre Belgrano e Hipólito Yrigoyen.

ALEJANDRO SEGURA

Argentina

Facebook: Alejandro Segura

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brí los ojos y lo primero que encontré fue una cara ancha, más redonda de la que recordaba. El entrecejo fruncido, como si hasta en sueños, el mal genio fuera la batuta que dirige la orquesta; el cabello cano; la barba de dos días que, al paso de los años, crece

como pasto en época de lluvias; de la boca entreabierta, un hilo de baba se adhería a la almohada. ¡Qué asco!, pensé. Miré más abajo. Una barriga prominente llena de gruesos pelos escondía las partes íntimas; continuaban las piernas flácidas, los pies con evidentes juanetes, las uñas duras, la piel reseca. ¡Qué asco!, volví a pensar. Este es el hombre con el que comparto la cama, la casa, los hijos, la vida. Este es mi esposo. Lo seguí observando a detalle: párpados caídos, dedos arrugados, orejas grandes con vellos; y a todo él, en su conjunto. Ese señor era un completo desconocido. ¿En qué momento dejé de verlo? ¿En qué momento se volvió extranjero en su propia tierra? Aún recuerdo la piel tersa de su rostro; ni una arruga marcaba sus facciones ni sus manías. Su cabello negro, siempre bien peinado hacia atrás, dejaba ver los ojos grandes que me leían completa. Su cuerpo esbelto y sus piernas torneadas me enloquecían de deseo con solo mirarlo. Ése era el hombre con quien me casé. Aquél que no necesitaba fruncir el ceño para empezar el día. Quien secaba cada uno de los dedos de los pies con paciencia para después cuidarlos con crema. Quien me abrazaba todas las noches al dormir y todas las mañanas al despertar. El hombre que me escuchaba y me sonreía; con quien caminaba de la mano, como cuando salimos de la iglesia el día en que nos casamos, cuando contemplábamos un atardecer en la playa, cuando nació nuestra primera hija y luego la segunda, cuando me operaron de la vesícula, cuando íbamos a los festivales y a las juntas escolares, cuando enterramos a su madre, cuando éramos él y yo. Me pareció imposible que ese hombre fuera el mismo que dormía profundamente a mi lado. Miré sus manos y me acerqué a una de ellas que descansaba cerca de su mejilla. Su respiración exhalaba un olor nauseabundo, me alejé, pero seguí acostada en la cama, sin hacer ruido. El dedo anular había perdido la marca del anillo de bodas. Extravió la primera argolla en alguna mudanza, entre los cajones del clóset, en algún viaje, ¡sabrá Dios dónde! Armó un escándalo y, en el siguiente aniversario, compramos una nueva y renovamos los votos en una ceremonia romántica a la luz de las velas. Por más que quiero recordar hace cuánto tiempo perdió el segundo anillo, no lo logro. 52


Debió haber sido hace mucho porque la huella se ha borrado. Esa vez, en que olvidó el segundo anillo, ni se inmutó ni necesitó comprar uno nuevo o preparar el show de la renovación del compromiso. Si hubiera sido así, yo habría recordado la fecha y él tendría una marca más blanca en comparación al resto de su mano. Mi marido no es ni la sombra del hombre del cual me enamoré. Dormido, sin poder controlar la postura, me pareció tan descuidado, que sentí lástima por él. ¿Cómo llega uno a desatenderse tanto?, pensé. Ya en otras ocasiones me había asaltado la sensación de no encontrar nada en común, al grado de considerarlo desagradable, y con la contradicción de que solo nos separan unos cuantos centímetros de sábanas, aunque parezca un abismo. Esa mañana de domingo era una de ellas. Demasiada repugnancia en tan poco tiempo terminó por cansarme. Fui al baño y ahí, encontré una vez más a mi marido, pero en versión femenina. El espejo de cuerpo completo me devolvió la imagen de una mujer entrada en años, con firmes arrugas alrededor de los ojos, el cabello con rastros de tinte deslavado, las comisuras de los labios marcadas hacia abajo, los pechos cansados con los pezones apuntando hacia el suelo, la barriga abultada alrededor de la cadera, las piernas repletas de celulitis y varices, el esmalte de las uñas de los pies descarapelado, los talones resecos. Mi flácido cuerpo enfundado en un camisón roído que me llegaba hasta las rodillas. ¡Qué asco!, pensé. Seguí mirando a aquella mujer irreconocible, una mancha abstracta de lo que jamás imaginé que llegaría a ser algún día. Agradecí haberme levantado más temprano que el señor que dormía a mi lado. Si él hubiera sido el primero en abrir los ojos, dudo mucho que yo hubiera salido avante de tal escrutinio. Acomodé algunos mechones irreverentes de mi cabello mitad negro, mitad castaño. Me quité el camisón y lo tiré a la basura, me puse el más nuevo, uno más corto, y corrí hacia la cama a abrazar a ese hombre que era mi marido.

ADRIANA AYALA México Blog : “El ladrón de Rosín” http://www.elladrónderosín.com/ Facebook. Adriana Ayala Autora Twitter: @BibiAyre

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iempre dije que si una actividad la practicás sucesivamente y ensayás mucho cada día de manera perseverante, lográs que esa práctica se convierta en un hábito y luego de unos años, ese hábito se impregna en tu personalidad y te terminás convirtiendo en eso que venías haciendo.

Para dar un ejemplo, cuando era chico y jugaba a las figuritas con los chicos

de la cuadra siempre volvía a casa llorando porque me embaucaban. Recuerdo que mi santo padre me decía ¡no seas pelotudo, hijo, no seas pelotudoooo! Cuando llegué a la secundaria y teníamos prueba de física y todo el mundo aprobaba minando de machetes los pupitres, yo era el único que reprobaba... por pelotudo. Ya en mi vida adulta y afrontando mi primer trabajo como oficinista, cada vez que llegaba a la cocina y la pila de tazas sucias alcanzaba el techo, yo era el pelotudo que las lavaba. Cuando contraje matrimonio con Claudia y ella me pidió encarecidamente que le prestara dinero a mi cuñadito, saqué un crédito para darle lo que necesitaba y en la primera Navidad tuve que poner cara de pelotudo cuando me dijo Ahora no tengo plata, chiquito, mientras ostentaba la nueva cuatro por cuatro cero kilómetro recién comprada. Estas y otras mil y una veces tuve que hacerme el pelotudo, poner cara de pelotudo, pasar por pelotudo hasta que me di cuenta de que esa era la característica que mejor se amoldaba a mi persona. Siempre estuve dispuesto a ayudar a todos, a dar una mano desinteresada, incapaz de dar un golpe sobre la mesa, levantar la voz y hacerme escuchar. Lo mío era pasar inadvertido, dejarla correr como quien está esperando que suene el silbato del referí para que termine un estúpido partido. Mi convencimiento empezó hace muy poco, de un par de meses a esta parte. Claudia estaba planeando un viaje a las sierras. Quería que fuéramos con mis suegros, con su hermano y su nueva novia, Camila, más rápida que una gacela perseguida por una jauría de leopardos. Alquilamos unas cabañas en Calamuchita, lugar pedorro si los hay, pero tranquilo. Yo aún estaba triste. No había podido superar el reciente fallecimiento de mis padres. Primero papá, en un fatal accidente automovilístico, y al poco tiempo mamá, que contrajo una enfermedad terminal y se dejó morir. Siendo hijo único, había quedado solo en este mundo, a merced y al cuidado de la parentela de Claudia. Nunca había querido hacerme cargo del negocio familiar. Quería demostrarles cómo siendo un pelotudo, iba a poder crecer por las mías sin participar del imperio 55


que habían logrado fundar cuando llegaron de España con una mano atrás y otra adelante. Pensaba que iba a hacer todo desde cero. ¡Qué pelotudo! Era por eso que el gerenciamiento y la administración de la cadena de tiendas deportivas, que eran de mi padre, se hallaban a cargo de empleados, mientras yo seguía tratando de hacer carrera como contador en una oficina de la repartición pública. Llegamos a Calamuchita a media mañana. El lugar era bonito, tenía cuatro cabañas, tres de ellas ocupadas por nosotros. La que no tenía aire acondicionado — obviamente— fue para el pelotudo, o sea para mí. Tenía una piletita bastante linda. Mi primera obligación asumida en esas vacaciones fue pasarle el barrefondo y el sacahojas todas las mañanas, como un pelotudo, por orden estricta de mi suegra, mientras Claudia y Camila tomaban sol en tanga y mi cuñado se tomaba todas las botellas que mi suegro me hacía comprar en la despensa de la zona. A pesar de lo que pudieran decir, me daba cuenta de que la relación entre mi cuñado y su novia no era del todo normal. No se daban bola, para decirlo claramente. La piba, a la que, no importa por donde se la mirase, no le faltaba nada, tenía un cuerpo escultural. Parecía una de esas vedettes que aparecen en los programas más chabacanos de la tele. ¡Estaba bárbara! Además, no paraba de hacerme caritas, festejar cualquier pelotudez que yo decía, o acomodar sus enormes pechos dentro del diminuto corpiño blanco, frente a mis ojos desorbitados. No le importaba que estuviese mirando Claudia, o su novio, o mis insoportables suegros. Siempre me tiraba onda. Muchas veces pensé que debería llevar el mote de pelotudo atómico, pero por suerte tengo un dejo de autoestima que me protege. Me daba cuenta de que todos, en cierta forma, se aprovechaban de mí, pero nunca me faltaban el respeto ni me decían las cosas de mala manera. Siempre que me pedían algo lo hacían con la mejor sonrisa, y nunca faltaba una palmada en la espalda o un sonoro beso acompañado de un abrazo. Juro que eso me hacía sentir bien. En esos días busqué muchas veces tener un minuto a solas con mi cuñado para reclamarle lo que le había prestado, pero nunca le faltaba una buena excusa para escabullirse. El primer domingo, mi suegro propuso una idea: —¡Hagamos un asadito! —exclamó, mientras sumergía la media luna en el café con leche. 56


Obediente como siempre —aun a las órdenes no verbalizadas—, me subí a la cuatro por cuatro de mi cuñado y junto a las dos chicas fui hasta la carnicería, donde compramos carne como para un regimiento; seguimos por la verdulería, panadería y heladería. Quien no me haya visto sacar mi billetera puede haber pensado que estábamos saqueando todos los negocios de Calamuchita. Cuando volvimos hacía un calor insoportable. Bajé las bolsas mientras todos se tiraban a la pileta. Acomodé la mercadería en la heladera de la cabaña de mi suegro y me puse a preparar el fuego. Ellos decían que yo era el mejor asador de la zona, y como buen pelotudo me lo creía. Puse la mesa, hice las ensaladas y les llevé toallones para que pudieran secarse. El almuerzo estaba listo. Entre chorizos y morcillas noté que Camila me miraba distinto, como si yo fuera parte de las mollejas que aún estaban jugosas sobre las brasas. Me incomodaba, pero no podía dejar de mirarla. Cortaba un pedacito de carne y se lo llevaba a la boca de una manera tan sensual que me excitaba. Relamía sus carnosos labios con la lengua y luego los secaba con golpecitos de la servilleta de papel que siempre tenía a mano. Mi cuñado hablaba por celular todo el tiempo, estaba en otro planeta. Nos ignoraba. En ese momento tuve una fantasía: tener sexo con su novia como una buena forma de cobrarme lo que de seguro nunca me iba a pagar. Pero solo era eso, una fantasía. De pronto él se puso de pie como si le hubieran metido un cohete en el culo. Pidió disculpas y se fue corriendo a su cabaña. Pocos minutos después reapareció, ya vestido con camisa y pantalón largo. Desencajado, nos dijo: —¡Me tengo que volver a Buenos Aires! Falleció el padre de mi amigo Juan, tengo que estar con él... Lo comprendí, de corazón. ¡Cómo me hubiese gustado que alguno de mis amigos me hubiera acompañado en esos momentos tan difíciles! Casi nadie había venido a los velorios de mis papás. Camila se levantó también, con intención de acompañarlo, pero él le pidió que se quedara ya que estaría de vuelta ese mismo lunes, a más tardar a la noche. El rugido del motor del vehículo fue desapareciendo en el inmenso silencio del lugar. Todos quedamos impactados por tan repentino suceso. No llegamos a terminar el almuerzo, y ni siquiera probamos el helado. Levanté los platos y guardé todo lo que había en la parrilla con la intención de 57


comerlo por la noche. Claudia se recostó en una reposera y mis suegros fueron a dormir la siesta. Me quedé mirando a Camila zambullirse como una sirena en la pileta que yo mismo había limpiado. Era una cosa impresionante, cada vez que sacaba la cabeza fuera del agua su mirada me buscaba, me dedicaba una sonrisa provocadora y me guiñaba un ojo. Yo bajaba la cabeza haciéndome, claro, el pelotudo. Me daba vergüenza, o quizás temor: no quería que Claudia interpretara que yo estaba buscando a la chica, aunque a decir verdad me calentaba muchísimo. Los vasos de vino que había tomado estaban haciendo efecto. Por ese motivo me fui cantando bajito, yo también, a echar una siestita en mi habitación. Como dije, hacía mucho calor. Me quité todo excepto los calzoncillos y me tiré en la cama. A los pocos segundos me dormí profundamente. Perdí la noción del tiempo. No sabía si estaba despierto o soñando. Sentí un cuerpo húmedo que me abrazaba por la espalda. Aunque aturdido, pude notar que dos pechos se aplastaban contra mis costillas. Creí que Claudia se había puesto mimosa, por eso me quedé quietito. Sentía su respiración agitada, su mano rozar mi cuello, mi hombro, bajar por mi cintura y llegar escurridiza hasta mi parte de adelante. Eso me gustaba. De repente escuché la puerta abrirse, y el grito atronador de Claudia me hizo saltar de la cama como un sapo. Angustiado, miré hacia atrás y pude ver que Camila yacía completamente en pelotas en mi cama. Los gritos no paraban. Mi suegro y mi suegra aparecieron casi al instante. También un joven que dijo ser el encargado del complejo. El aquelarre era infernal, gritos, insultos, puteadas y hasta golpes llegaban por todos los frentes. Yo no sabía cómo defenderme, no tenía excusas, me habían agarrado in fraganti, con las manos en la masa como se dice vulgarmente, culpable de un crimen que no había cometido pero que, como buen pelotudo, podría perfectamente cometer. Esa misma tarde nos volvimos de las malogradas vacaciones. Al llegar a Buenos Aires no tardamos en empezar los trámites de divorcio, y Claudia me echó de casa como a un perro. Nunca sospeché que todo había sido planeado. Calamuchita, el asado, el fallecimiento del amigo de mi cuñado, el señuelo de Camila. Hasta el 58


supuesto encargado era un escribano que había dado fe de mi pecaminoso adulterio. Ahora Claudia dirige la empresa de papá, mi cuñado está en el departamento de compras, Camila en finanzas y mis suegros están a cargo de varios locales. Yo sigo con el miserable sueldo de empleado del estado viviendo en mi departamento de soltero. Ese fue el convencimiento que indudablemente, detrás de cada gran pelotudo hay un grupo de hijos de puta esperando agazapados.

GUSTAVO VIGNERA

Argentina

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ras dos meses de exitoso escondite en la humilde choza del viejo Rigoberto, el águila Fede fue nuevamente embestida por el primer asalto de la venganza de Bieru y su banda, materializado en ráfagas de balas de revólver y flechas encendidas. Todo el horror de los

proyectiles y el nacimiento del incendio fue súbito. La madera de roble, si bien no resultó inexpugnable, por lo menos retuvo gran parte de las flechas. En cuanto a las balas, de entre las casi veinte que entraron y reventaron cuanto objeto se atravesó en su camino y alguna cabeza de periquito, una había ido a parar al vientre de Rigoberto. Cuando Fede se percató de que las agresivas llamas y la fuga de la vida en su salvador eran el peligro más inmediato, resolvió enseguida volar hacia un rincón de la choza, uno virgen del fuego y cuyos tablones estaban rodeados —a diferencia de los demás— por la espesura del bosque; dirección oculta e inaccesible para sus cazadores. Al llegar, Fede rasgó con sus fuertes garras las tablas inferiores de forma ruidosa y desesperada. Rigoberto entendió la orden, y de inmediato fue, con ágil paso de moribundo derramándose, a buscar el hacha. De regreso, apartó del camino el reguero de sangre corriéndolo con el filo hasta instalarse en el rincón. Ya ahí, sus dos piernas bien conservadas escudaban a Fede, mientras el resto del cuerpo luchaba por derrotar a la madera antes de que el fuego los alcanzara. Fede ya podía sentir al calor pellizcándole la piel y al humo comenzando a invadir sus pulmones. Conforme atendía al ritmo de trabajo descendente del viejo, Fede admiraba, preocupada por los efectos inesperados del dolor, cómo el mango metálico se estaba fusionando con la flácida carne de las palmas. Desconfiaba, aun sabiéndose sagrada para el anciano. Y eso lo supo desde aquella vez en que, al caer bañada en cenizas sobre el techo de paja, encontró en los ojos de Rigoberto un súbito cambio de molestia a paz, luego compasión, luego adoración. Durante el transcurso de aquellos meses, Fede gozó de privilegios que a los periquitos y carpinteros del bosque de robles les eran negados. Comida preparada por el viejo, permanecer en el interior de la choza todo el día, poder arrebatar sin temor a reclamos la comida ajena… Quizá, sospechaba ella, era su naturaleza exótica, el hecho de que las águilas hubieran sido extintas —se decía que por cuenta de padres de familia y vándalos— de toda tierra conocida por esos hombres. Por eso Fede sabía que el viejo defendería a su restaurado plumaje de las garras del fuego, en la medida de lo que le fuera posible; sin embargo, el resto 61


dependería de ella. Fede no alcanzaba a distinguir ni un solo murmullo de la banda ni el relinchar de los caballos. ¿Se habrían ido? No, Bieru no se habría permitido cantar victoria sin comprobar que hasta la última pluma dentro de la choza había sido devorada. El único ruido que Fede alcanzaba a percibir eran los de las fauces masticando muebles, cuadros, libros, utensilios, periquitos y carpinteros. Puso entonces su fe en que el volumen del desastre enmudeciera la tala. Esperaba paciente, ella tampoco se iría, no sin antes poner de rodillas a la escoria de Bieru. No hubo peligro hasta que Rigoberto, agotando sus últimas fuerzas, abrió el agujero del tamaño de Fede. El rostro de desvanecimiento del viejo fue a los ojos del águila un reflejo patético de la estupidez humana. Antes de que el cuerpo tocara el suelo y la rozara con su repugnante piel de cadáver, Fede se disparó a través del agujero. Afortunada decisión, pensó después, alejada, sobre una rama, tras ver cómo la geometría de la choza se perdía dentro de un remolino naranja manchado desde arriba por una bruma gris. Quizá el alma del viejo la continuaría protegiendo —o maldiciendo— desde allí. Ya lo averiguaría. Camuflada y a la distancia, Fede se dedicó a examinar a la banda. Esta vez el grupo era más reducido, incluso se había renovado; no le pareció extraño que los demás hubieran abandonado a Bieru. Ahora solo dos tipos, que apenas podían sostener los revólveres, y tres esqueléticos niños amontonados en un caballo deforme con pintas de burro —más bastardos perdidos de Bieru, según juzgó Fede—, acompañaban al jefe, repartidos todos entre el suelo empedrado alrededor del fuego. El menor de los tres niños, que era quien estaba más cercano al trasero del animal, cautivó su atención de inmediato. El mocoso llevaba un pantaloncito beige manchado de barro y un sombrerito de paja; habían tratado de hacerlo parecer una copia en miniatura de Bieru, como para enfurecerla o retarla; pero a los ojos del águila el niño lucía más como una sucia rata envuelta en harapos. La obviedad del plan era tan escandalosa que, si en vez de pico hubiera tenido quijada, Fede se habría reído hasta hacérsela reventar. Los dos mocosos más grandes —el mayor apenas llegaría a los siete años— apuntaban con sus arcos hacia las aves que sobrevolaban la zona; por su parte, Bieru y los dos zopencos que tenía por ayudantes se mantenían, con revólver en mano, a la expectativa, vigilando a la rata 62


temblorosa. Fede ya tenía su propio plan: pronto la flama crecería súbitamente cuando llegara la ventisca de la tarde, en ese instante atacaría. La naturaleza cumplió la cita, y cuando el coloso de fuego espantó a la banda, Fede salió disparada hacia donde permanecía, inmóvil y confusa, la pequeña rata. Lo hizo con tal agilidad que, antes de que los otros se percataran de los gritos, ya Fede y el pequeño guindajo se elevaban por encima de las llamas, desapareciendo y apareciendo entre la bruma. Bieru, puede que consciente de su imprudencia, aunque para Fede era más bien el instinto de quien cuida a su carnada, no dio la orden de disparar e incluso les hizo gestos a los otros para que no accionaran. En cierto momento, Fede extendió el tiempo dentro de la bruma, pero fueron solo unos segundos porque ya la sangre le ardía al águila como en temporada de cópula. Al emerger de entre la espesura gris, miró al jefe a los ojos y soltó al mocoso sobre el suelo empedrado. Se confundieron los gritos, la ráfaga de balas y flechas, y el crujir del cuerpecito. El águila danzó en burla durante unos segundos esquivando los proyectiles, hasta que el jefe abandonó su revólver y le arrebató con brusquedad el arco de fuego a uno de sus otros bastardos. Fue entonces cuando una flecha encendida atravesó la pata ya curada de Fede; el fuego se esparció sobre su plumaje. Para desgracia del jefe, el águila huyó en veloz disparo. Atrás dejó los gritos de Bieru, que se lamentaba sobre la masa desparramada. Ya se conseguirá otro, pensó el ave. Pasados unos segundos, Fede dejó de escuchar el sonido de las balas rompiendo en el aire. El fuego cedió pronto y el águila pudo volar entre muchas auroras y crepúsculos —aunque la noción del tiempo le era confusa—, dejando llover las cenizas de sus plumas sobre bosques calcinados y llanuras infértiles. Rehuyéndole a los pueblos. Tras esa dudosa infinidad de escenarios desolados, al fin pudo encontrar otro bosque de robles. Al sobrevolarlo, descubrió una choza escondida entre los árboles. Se dejó caer a conveniencia del sonido sobre el techo de paja. Ante el estruendo las aves del bosque gritaron. Un anciano salió de la choza con un periquito en su hombro y, de nuevo, los ojos de hombre y águila se encontraron, y ella supo que estaría a salvo.

RAFAEL CARONTE

Colombia

Instagram: @rafaelcaronte - Twitter: @rafaelcaronte 63


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O

tra vez me ha pasado en un autobús urbano. Fue antes de la pandemia, cuando íbamos como sardinas en lata. Ese día éramos una auténtica conserva. Todos aborregados excepto el conductor que, como él iba cómodo, se detenía en cada parada para recoger

cada vez más gente en el ya abarrotado vehículo. Iba distraído, mirando pasar la ciudad por la ventanilla cuando noté unos pechos pegados a mi espalda. Pensé que era natural, una señora que no había podido agarrarse, pero no fue así. A mi lado quedó un hueco y aquellas dos manifestaciones de feminidad continuaban calentando mi espalda y mi entrepierna. No me moví, eso lo hacía ella: a cada vaivén se frotaba conmigo. En cierto momento noté que su pequeña mano recorría mi trasero. Tras un rato de manoseo, introdujo su mano libre en mi bolsillo delantero. Pensé, como no podía ser de otra manera, que asiría mi pene y me masturbaría. Sus dedos juguetones rozaron mi virilidad varias veces hasta que no pude retenerme y eyaculé en silencio. Fue un éxtasis de placer. Cuando fui a darme la vuelta para agradecérselo, vi que se había bajado. Era una hermosa mujer y, como ya me imaginaba, de generoso pecho. No muy alta — también lo sabía—. Me miraba, me sonreía; con una mano me saludaba y en la otra me mostraba mi cartera y mi móvil.

MANUEL SERRANO

España

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e terminó la sexta copa de vino, experimentando una sensación de navegante de alta mar, como si las olas menearan su silla. Los ojos lagrimosos flojeaban sobre la nota de suicidio, que tanto dolor le costó escribir. Toda su vida resumida en nueve renglones que nadie leerá,

excepto la policía cuando encuentren el cadáver. Teresa deambuló por la casa con otra copa en su mano que no tardó en vaciarse en su garganta. Se plantó frente a la ventana que daba a la calle con las lágrimas secas. Se fue desnudando con toda la calma del mundo, deseando sentir algo antes de partir; un poco de calor antes de recibir el frio beso de la muerte. Desgraciadamente, ningún hombre yacía del otro lado de la calle, solo una jovencita morena que la admiraba con sorpresa y pena. Decepcionada, corrió la cortina y apagó la luz. Se hundió en la cama, navegando entre las tinieblas de su mente en busca de un motivo para no hacerlo: esposo siendo feliz con su otra familia, padre desconocido y madre enterrada lejos de ella, sin trabajo, cero amigos, con un libro que ella se autopublicó y que nadie compró. Teresa esparció un arcoíris de pastillas sobre la nota de suicido, contemplándola por un buen rato. Estaba a punto de coger un puñado de pastillas cuando el timbre de la casa la frenó. Se extrañó demasiado, aún más por la insistencia del visitante. El timbre martillaba su cerebro alcoholizado, por lo cual no fue consciente de su desnudez cuando abrió la puerta. Ambas quedaron asombradas por los que sus ojos veían: a una mujer mayor sin ropa y una joven de piel oscura con uniforme de camarera. Dos mujeres de mundos diferentes mirándose en silencio en medio de la noche. —Yo… —Sus pupilas parecían estrellas fugaces zarandeándose por el cielo blanco de su esclerótica, sin saber en dónde posarse: en las areolas rosadas, en las estrías de sus caderas, en la capa de vello púbico o en los gruesos labios de Teresa. ⎯Perdón. —Sonrojada, se dio la vuelta para escapar, pero Teresa la sujetó de la mano en un reflejo inconsciente. —No —dijo ella con timidez. La morena sonrió con menos vergüenza. Fue ella la que avanzó con lentitud hacia Teresa, introduciéndose en la penumbra de la casa. Teresa continuaba inmóvil, 67


con el pulso acelerado. —¿Estás bien? —Recorrió sus brazos, acariciándola desde el hombro hasta enlazar sus manos—. ¿Te puedo hacer sentir bien? Teresa no se decidía a quien echarle la culpa: al alcohol, a la soledad o al calor de su tacto, pero ella se dejó besar por la visitante: mezclando el aroma del vino con su perfume, saboreando el amor de su piel. Cerraron la puerta con una patada, y se fueron a la alcoba donde se amaron en completa oscuridad, remplazando al frío con el calor de sus caricias. Teresa era inexperta, pero la jovencita fue una maestra paciente y amorosa, deteniendo el tiempo con cada beso y con cada gemido. Terminaron empapadas de sudor con el aliento cortado, abrazándose en forma de cucharita. —Soy Teresa. —Es un bonito nombre. Soy Erika. —Todo esto… gracias. —¿Lo necesitabas? —Sí. —Yo también. En verdad lo necesitaba. —Respiró hondo, enlazando sus dedos con los de su amante, poniéndolos sobre su húmedo muslo—. ¿Me puedo quedar? —Claro que sí —habló con suma ternura. Ambas sonrieron, y poco a poco fueron cayendo bajo el manto oscuro de Morfeo. Al amanecer Teresa se encontraba sola con el jugoso recuerdo de la noche impregnado en su rostro, aunque el vacío del abandono no tardó en hacer efecto. —Era lo mejor. No hubiera sabido cómo actuar o qué decir. Se fijó en su mesita de noche donde reposaba la carta de suicido. Las pastillas se habían esfumado y las palabras de tristeza y odio fueron rayadas. Erika dejó un mensaje escrito con labial en el otro lado de la hoja. No lo hagas, por favor. Busca ayuda. Vive. Teresa se dejó caer sobre la cama con las lágrimas a punto de descontrolarse. 68


—Como si fuera tan fácil…pero creo que le puedo dar otra oportunidad.

JAVIER ARROYO

México

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T

oma. Bebe. Hay muchos motivos de celebración. La bella joven toma la copa de vino que le acerca el enmascarado y sonríe. Brindan. Se ríen. Ella lo mira a los ojos desde su antifaz y va saboreando poco a poco el líquido ofrecido. Un sabor agrio va

impregnado su boca, sus labios, su garganta, su estómago. Un hormigueo le recorre todo el cuerpo. Le invade un estado de embriaguez. Hace calor en la habitación. De repente, su cabeza comienza a darle vueltas. Siente que desfallece. Beatrice busca apoyarse en el sillón cercano a ella. Pero no lo consigue. Pierde el equilibro. Se cae. Hay un espejo. Este le devuelve la imagen de un rostro enfermo, muy pálido. Hace frío. Su vestido tiene manchas color burdeos. Es el vino, se dice. Entonces se da cuenta de que su nariz sangra, y sus manos están también manchadas. Es lo último que ve antes de sumergirse en un profundo sueño. El desconocido le toma el pulso. Nada. Abandona la sala. Afuera la música de los violines anima el salón de festejos, donde los invitados esperan a la entrada con sus galas preparados para la gran mascarada. La fiesta comienza. Y la habitación se inunda de colores, brillo y pomposidad. Rostros herméticos y pálidos, cubiertos de perlas, plumas y ribetes dorados para la ocasión se deslizan suavemente por ese decorado de ensueño. Hay mucha luz. Una media sonrisa se dibuja en la cara del duque que, todo recto y con el pecho hinchado, preside el baile. Hace justo un mes que su hija se ha casado con Carlo Abriamo. A la joven no le han faltado pretendientes, ricos y nobles, deseosos de formar parte de la familia Barbarigo, una de las más influyentes de Venecia. Pero ella solo ha querido a Carlo: un buen apellido que oculta una gran insolvencia. Esto no ha sido un impedimento para ella. Sí para el duque. Sin embargo, su hija siempre ha sido muy insistente. Y ha ganado la batalla a su padre, otra vez, aunque con dos condiciones. La falta de dinero de los Abriamo jamás saldrá a la luz: una máscara que debe llevar Carlo durante toda su vida, opina este. Y si Carlo enviuda, pierde derecho a cualquier herencia. Un seguro de vida para su hija, piensa el conde. Los invitados siguen bailando al son de la delicada música. Júbilo y risas. Vueltas y más vueltas, hasta que súbitamente se oyen unos gritos, unos lloros. La multitud se petrifica. Hay un silencio que se clava en el ambiente y parece detener el tiempo. La hija del conde, dicen. Le ha pasado algo. Es grave. Unos pasos agitados, ir 71


y venir de los médicos de palacio. El duque abandona la sala. En el aire se palpa el temor y la sospecha. Pero nadie habla. Solo se oyen murmullos. La noticia que nadie se atreve a anunciar se confirma. —La joven Beatrice ha muerto. Ha sido envenenada, sin duda alguna — afirma el médico personal del duque sosteniendo en la mano dos copas de vino encontradas en la sala de al lado. Los invitados se miran unos a otros. El silencio estalla, revienta, haciéndose añicos y ruido. La señora Grimani profiere varios grititos exagerados. Agita con fuertes aspavientos su abanico. Respira haciendo unos sonidos roncos. Su marido y su hijo hacen el gesto preocupado de sostenerla para que no se caiga. Los Marcello se llevan las manos a la cabeza y se mueven con pasos presurosos de un lado a otro, agitadamente. Los Foscari hacen muecas que intentan transmitir estupefacción. Y así va desarrollándose ahora la mascarada: ademanes afectados, suspiros y exhalaciones, murmullos y cuchicheos. Luego siguen más lloros, exclamaciones más fuertes, desmayos más aparatosos y ruidosos, y médicos atareados en asistir a unos y otros: todos pujando por mostrar el mayor dolor. Beatrice asesinada. Qué horror, se grita. Carlo viudo. Sin poder, se piensa. Y en el aire empieza a perfilarse otro descarado y pérfido pensamiento que muchos nobles ocultos tras sus caretas y su decoro no se atreven a expresar. El duque permanece impasible, de pie, en silencio. Sin embargo, tras su máscara se enconde el rostro de un hombre que acaba de envejecer veinte años de golpe, con más arrugas, más sombras en los ojos, más canas. La verdad lo golpea por todas las partes de su cuerpo como un cuchillo que lo hiere y lo lastima. La muerte, el envenenamiento, son ya de por sí insoportables. Y a eso se añade algo más. Huele el aire, lo palpa. Hipócritas, se dice. Fingen compasión y pena por mi Beatrice, pero ya piensan en casar a alguno de sus hijos con Alessandra. Los músculos de su cuerpo se endurecen, y nota cómo un gusano va hurgando caprichosamente en su estómago. Lo va recorriendo pausadamente hacia arriba y abajo, a un lado y otro. Se lo revuelve. Siente náuseas. La duquesa aprieta el brazo de su marido. Sus ojos proyectan una luz traslúcida. Son grises y opacos. Erguida y estirada, parece una estatua pálida con el rostro cubierto de plumas y fino yeso blanco. No dice nada. Un lamento fino y ahogado va 72


goteando en su fuero interno, ahondándolo, como una suave lluvia, que; no obstante, no se desborda. Se queda allí. Guarda la compostura. Tiene la flema propia de los ingleses, de donde procede. Y sabe cómo debe comportarse en cada situación, como su hija pequeña. Siempre se parecieron más. Carlo contempla la escena con ojos vidriosos tras su oscuro antifaz ribeteado. Unas lágrimas de sudor se resbalan por sus sienes. Todo le da vueltas. Sin embargo, sabe que debe permanecer allí. Tiene que desempeñar su rol como un miembro más de la familia. No se quiere desmoronar, aunque las rodillas y las piernas le pesan. Decide sentarse. La madre de Beatrice se acerca. Le dice que es mejor que descanse en su dormitorio. Este se niega al principio. Asiente después y, apoyado en esta, es acompañado hacia sus aposentos. —¡Mi hermana! ¡No puede haberle ocurrido algo así! ¡Es horrible! —exclama Alessandra, antes de desvanecerse con su máscara de perlas de nácar y plumas granates y escarlatas y su vestido pomposo de gasa. Y son ahora los médicos los que se acercan a ella e intentan animarla y que vuelva en sí porque el duque ni se percata. Su mente solo la llena su Beatrice, algo que no extraña. Los médicos llevan a Alessandra a su dormitorio, la desvisten y ordenan que descanse y que nadie entre a molestarla. —Es muy posible que el asesino todavía esté aquí entre nosotros. Debemos interrogar a todos los invitados al baile —sugiere el médico personal al duque. E inmediatamente después envía a un criado a que avise al inspector. La sala es desalojada. Los convidados van saliendo poco a poco para prestar su declaración. Se va instaurando una aparente tranquilidad. El duque se promete que no habrá piedad con el asesino de su hija. La investigación será hasta el final. No tolerará que su nombre y su honor se manchen. Su familia es intocable; su Beatrice, sagrada. De nada le convencerán las muecas y los lloros de muchos de los asistentes, que tan solo hace un mes hubieran ansiado cualquier desdicha a la familia si con eso hubieran logrado alcanzar una mínima parte de su fortuna. Bien sabe que la señora Grimani nunca aceptó el enlace con Carlo, su propio hijo siempre fue para ella el mejor partido para Beatrice. ¿Y qué decir de los Foscari y los Marcello? Siempre fueron familias volcadas en sus propios intereses, involucrados desde siempre en oscuros asuntos conocidos por todos, no ajenos a muertes sospechosas o 73


sorprendentes. El inspector no tarda en llegar. Comienza un interrogatorio que promete durar toda la noche. En esos mismos instantes, en otro lugar del palacio, un enmascarado va en busca de su amada. Entra en su dormitorio. Se quita su antifaz oscuro y ribeteado. Tienen muchos motivos de celebración. En un año aproximadamente, cuando acabe el luto, se podrán casar. Mira a su deidad derritiéndose. Su cabeza le da vueltas. Esta descansa en la cama Lleva su vestido pomposo de gasa y se ha cubierto el rostro juguetonamente con sus perlas de nácar y sus plumas granates y escarlatas. La joven le devuelve la sonrisa y asiente. Lo besa violentamente y le muerde los labios. Después su mirada se endurece. Piensa en el duque, y en su Beatrice. Esta vez ha sido ella la que ha ganado la batalla. La única vez, se dice. Aprieta los dientes y un sabor amargo le inunda la boca, la garganta, el estómago. Se siente borracha. No obstante, se contiene, ella siempre sabe cómo debe comportarse en cada situación. Vuelve a sonreír a su amado, muy dulcemente. Entonces se quita su máscara. Y le susurra tiernamente al oído que ella será la única heredera de su fortuna, mientras le clava suavemente un puñal. Hay un espejo en la sala. Este devuelve una imagen de muerte, ambición y celos entrelazados justo antes de que el enamorado se sume en un profundo sueño. La mascarada ha llegado a su fin.

LUCÍA OLIVÁN SANTALIESTRA

España

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E

sta noche estás sola y fría. Tenés las manos y los pies congelados. La nariz te gotea y no podés recordar en qué funda de almohada dejaste los pañuelitos. Es tu tercer amoxidal del lunes y tu cuarto acemuk en veinticuatro horas. Tirada en la cama, te abrazás a una bolsa de agua

caliente, te tapás con dos pulóveres y tres frazadas y seguís cagándote de frío. Lo sentís en el alma, en los huesos, en la musculatura. Te reduce a un nudo humano, compuesto por unos cuantos calambres y contracturas, que suena cada vez que se desenreda un poco. La cama está fría, la noche está fría. Y vos, siempre vos, estás helada. Querés ir al baño pero te aguantás las ganas porque el inodoro te parece el polo norte y decidís, entonces, preparar dos tazas de té. Te tomás una y la otra la dejás en la mesada de mármol, como esperando visitas. Espero que no pienses en mí yendo a buscarte porque no me gustan ni el frío ni la manzanilla. Y vos, en esencia, sos exactamente eso. Te conocés. Me conocés. Tirás el té con taza y todo en la bacha metálica de la cocina. Chocan y la cerámica se fragmenta y astilla. Vos, loca de mierda, aplastás la mano contra los restos. Tu sangre hierve, tu cara roja también. Te ves drenar y lo único que llegás a suponer es que un poco de caos es todo lo que precisabas. El caos te acalora. Y no te viene mal un poquito de calor, ¿no? A falta de calor humano, una inyección de adrenalina en forma de mano cortajeada. “Carajo”, soltás. Se te está yendo de las manos el asunto. La sangre también. Abrís el agua fría. Te lavás. Ensangrentás el repasador verde al secarte y vas goteando un poco de todo a buscar el botiquín del baño. Te vendás y vuelve el frío. Prendés la estufa de tu pieza. Salta la térmica. Mandás todo bien a la puta que los parió y te tirás a dormir. Con frío, siempre con frío.

ROCÍO PÉREZ CALVO

Argentina

Instagram: https://www.instagram.com/letras.y.amarula/ Medium: https://medium.com/@Miscelanea

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s uno más de aquellos días tristes y solitarios desde que se fue mamá, debido a la COVID-19. Uno más de esos días sin sentido mirando yo a través de la ventana. Antes se fue mi abuela, la madre de mi progenitora. Sentía que

extrañaba a mi abuelita, aunque nunca había sido muy unido con ella, nuestras mejores conversaciones las tuvimos cuando estaba borracha, en su casa, en San Martín de Porres. Recuerdo cuando la visitaba seguido junto a mis padres y hermanos hacía varios años. La abuela tenía una personalidad única, realizaba bromas, nos hacía reír a todos y, a menudo, terminaba en el suelo, con daños menores. Era muy amigable, quizá debí pasar mucho tiempo más con ella. Recuerdo que una vez de chiquito me entristecí porque mis padres no pudieron comprarme un muñeco de combate y ella se acercó a mí, con su botella de cerveza en la mano y me dijo que no me deprimiera, que sí, que los varoncitos lloran, pero que saliera afuera, que mis primos me esperaban, que mis progenitores no pasaban por una buena situación económica, mas ella me conseguiría aquel juguete para mi cumpleaños. «Hay un bonito mundo allá afuera, anda, sal a jugar, no seas mala cara, hazle caso a tu abuela». Me dio un beso en la mejilla y le obedecí, animado. Fue fiel su palabra, la bella figura de acción estaba en una caja de regalo que me entregó el día en que cumplí siete años. Pienso mucho en su persona. Pienso además en mamá ahora que estoy en su recámara; duermo en su cama, tratando de que la melancolía no me apabulle. Me hallo en el segundo piso de mi casa, en esta habitación que me es tan ajena, tan cercana, donde se ubica la amplia ventana, al lado de la puerta que daba a un balcón que ya no existe, mi papá lo mandó derribar hace meses porque estaba sucio y descuidado, «daba mal aspecto». Esto me hacía percibir una contradicción, porque el barrio en el que vivíamos, en San Juan de Miraflores, no era bonito, por lo contrario, era una zona roja donde pasaban cosas feúchas. Residíamos frente a un parque de mediana extensión, llamado por los drogadictos de la zona: «El parque del hoyo». Siempre hubo problemas allí: robos, asaltos, agresiones a gente inocente, peleas de pandillas, reuniones de barras bravas, venta de drogas. Mamá detestaba eso, se peleó de boca más de una vez con algún malviviente que se plantaba con su grupo frente a la casa para hacer escándalo a 78


medianoche. Mi madre tenía carácter. Yo no. Yo tenía miedo. Ella los enfrentaba desde su ventana, luego llamaba a la comisaría (que solía tener su teléfono descolgado y, si contestaba, rara vez se presentaba para intervenir a los maleantes), después nos pedía a mi padre, que era un hombre anciano, a mis hermanos y a mí que descansáramos tranquilos, que esos malandros se estaban largando, que los había echado. Mamá era excepcional, ahora ya no está con nosotros. Nos dio el coronavirus a toda la familia casi al mismo tiempo. Al parecer, lo trajo mi padre, que trabajaba en la bodega de abarrotes en el piso inferior de mi casa; fue al primero que le vinieron los síntomas, luego el resto sentimos calentura en la cabeza, dolor corporal, fatiga, moco, flema, fallos respiratorios. Nos tocó levemente, excepto a mamá. A ella le dio al último y le dio fuerte. Mi progenitor pidió al Ministerio de Salud que nos hicieran la prueba del virus y salimos positivos. Nos indicaron que guardáramos cama, todo parecía estar bajo control, incluso papá llamó a un amigo suyo, doctor, quien le recetó vía digital varios medicamentos que compramos, pese a que eran muy caros, y los tomamos. Creímos que solo necesitábamos dos semanas para recuperarnos, y la situación fue bien en parte. Todos perdimos el olfato, algunos el gusto; hubo esa ligera pero fregada tos que no se iba. En mi caso, se me cerraba el pecho durante las noches y no conseguía dormir de modo apacible; también se me cerraron las fosas nasales, comencé a respirar por la boca, lo que me provocaba ardor en la garganta. Mi mamá se sentía peor que los demás, ella insistía, con calma, en que el malestar le venía por ratos y se iba. Una madrugada se despertó y bajó a la sala (yo me encontraba en mi cuarto leyendo un libro), me dijo que tenía un dolor fuerte en el pecho, que no podía respirar bien, que sentía que se desmayaba, que le consiguiera el teléfono de una clínica de nuestro distrito mediante el internet de mi celular. Tomó agua sola tibia, caliente, y con kión. Dijo que se le apretaba el pecho. Llamé a la clínica para que mandaran una ambulancia, me respondieron que enviarían ayuda en breve. En tanto, ella se fue a recostar en su cama, y ya no se levantó. Dijeron que la había fulminado una neumonía, pero mi padre mencionó que esa no había sido la verdadera razón de su muerte, ¿cómo puede fallecer alguien de un momento a otro? 79


«Ha sido un deceso por causa por la COVID-19. Acéptelo, señor». Es muy triste para mí rememorarlo. Hace dos meses que acaeció. Yo ayudaba a mi progenitor en su negocio, localizado frente al parque. No le iba mal. Yo, antes de la pandemia, trabajaba en una empresa como corrector de estilo, pero me despidieron por la cuarentena, la empresa se fue a pique, comencé a vivir de mis ahorros, y aquí estoy, haciendo casi nada durante el día entero. Lagrimeando a menudo. No tengo mucha comunicación con mis amigos y familiares. Gracias al internet (que yo pago), me entretengo con lecturas digitales y artículos en línea, además miro eventos audiovisuales, de literatura y cultura. Tengo también una nutrida biblioteca que abastecí durante mi época de universitario, cuando estudié Lingüística en la Universidad Nacional Federico Villareal. Aquí estoy ahora, mirando por la ventana parte de la tarde y durante la noche. Ya no me importa conectarme con el mundo y ver las novedades de la pandemia, ya no creo en nada de lo que dicen los medios de comunicación. Ya ni siquiera creo en lo que me dicen las personas o incluso los médicos y virólogos. Ya no los veo; ya no los escucho ni los leo. Solamente me dedico a escrutar a través del vidrio que limpié con esmero días antes. Hay momentos en los que miro a los individuos transitar, hay algunos que no sé si serán buenos o malos, en cambio, hay otros que sé reconocer como escoria, lo bueno es que son minoría. La realidad del día a día no me consume, me provoca interés, como una película. Hay momentos en los cuales me salgo de la cotidianeidad y me parece visionar el caos, muertos amontonados y ciudadanos que se lamentan, aglomerados unos sobre otros. Me parece ver entre ese terrorífico montón a mi madre y a mi abuela; creo que me hablan, me dicen: «¿qué haces aquí, Damián, ¿por qué no estás ayudando a tu papá? ¿Por qué no te hallas buscando la manera de salir adelante? ¿Por qué no trabajas de forma independiente en tu carrera? Eres un buen corrector de estilo, eres un erudito. Recuerda que ante cualquier duda que teníamos siempre recurríamos a ti y nos informabas». Percibo mediante mi atormentada mirada que las cosas van mal, no veo fuego 80


ni hielo, en esta recámara el clima es templado y llevo una frazada encima durante las noches, sin embargo, noto que las personas piden ayuda, lloran, se angustian, no solo en mi país, sino en otras partes del mundo. Me impresiona todo ello. Empero, son solo visiones que mi cerebro construye para hacerme sentir turbado, para reírse de mi infelicidad. No pasa mucho tiempo para que la realidad me atrape de nuevo. Sigo mirando y, como dije, no hay nada bonito. Sobre todo, en las malditas madrugadas. Los fumones se zurran en el toque de queda, merodean en los rincones del parque del hoyo. A veces viene una patrulla de policía que los ahuyenta, pero no se presenta seguido y solo se estaciona un rato muy breve, se va pronto y los malhechores vuelven a las andadas. Lo peor es cuando discuten entre ellos y gritan. Parecen animales. Al principio, eso me causaba ansiedad, pero ya no. Ahora siento como si me mimetizara con ellos, con la noche, como si fuera uno más en ese mundo de degradación. Como si, tras esta ventana estuviera la verdadera existencia y yo me encontrara muerto, desperdiciando parte de mi vida, ya que en los últimos días hasta he dejado de leer y de usar mi celular. Solo miro por la ventana, el ocaso y la madrugada, con la luz apagada, en la habitación (de mi madre, donde ahora reposo). Apenas me muevo, nadie me distingue en las sombras y desde aquí atisbo el panorama. La gente saca a la calle a sus perros para que hagan sus necesidades, no levantan sus restos con una bolsita. Los vecinos dejan sus paquetes de basura al frente. Hay chillidos a medianoche, una ambulancia, alguien ha muerto de coronavirus. El camión de la basura pasa con su música, invitándonos a sacar nuestros deshechos: hacen bastante bulla, como si fuera de día. No quiero estar al tanto de las noticias ni del número de infectados. Apenas hablo con mi padre y hermanos. A veces viene mi mamá a visitarme, se recuesta conmigo, no dice nada, yo tampoco. Se sienta en la cama, detrás de mí. Yo, acomodado en mi silla, observo el 81


«paisaje». Gente decente o indecente que transita por las calles hasta las diez de la noche, con sus mascarillas y protectores faciales. Creo ver algo moverse entre los arbustos del parque, algo pequeño, un animalillo, un ratón o una ardilla, me preguntó qué se sentirá ser como ese pequeñín. Es libre, yo no; no saldré, estoy recluido, arrinconado. Únicamente bajo al comedor para almorzar a las cinco de la tarde y cenar tres horas después; me atiendo solo. Me acuesto muy tarde, a las cinco de la mañana, y eso que tomo unas pastillas que me recetó la doctora el año pasado. Sé que esto no es correcto para mí, que me estoy haciendo daño, sin embargo, no puedo dejar de mirar. Veo un velorio discreto en una de las casas de la cuadra opuesta al parque. A mamá no la pudimos velar, la cremamos de inmediato. Sus cenizas están un cuarto del primer piso, donde guardamos nuestras cosas más valiosas, como las fotos de mi papá o mis libros. A mi abuela tampoco pudimos hacerle un velatorio ni enterrarla; también la cremaron mis tíos, dicen que ella lo solicitó. Mi madre también pidió que la cremaran. Todos acordamos terminar así, es lo ideal para no diseminar el virus. Por eso me da tanta molestia ese evento funerario del frente, esa gente hablando, sin las medidas de distanciamiento social, sin las normas de salud que se requieren. No obstante, escruto con avidez, como si visionara un espectáculo. Mi abuela se sienta atrás de mí, lo sé, por el aliento a licor. Me abraza, no habla. Espero a su lado la hora de descansar. ¿Por qué esta vez vino ella y no mi progenitora? Entiendo que no veré más a la mujer que tanto quise, la que me parió y educó; es duro para mí aceptarlo. Eso sí, la llevaré en la memoria y nadie podrá arrebatarme eso: nuestros mejores momentos. Mi abuela me toma de la mano, me indica que debemos bajar. Le hago caso. Nos dirigimos al primer piso, mientras mi familia duerme. Ya no otearé por la ventana. Le digo «adiós» a mi abuela, procedo a salir por la puerta. El velatorio está terminando. 82


«La vacuna contra el virus funcionó», dicen. «Es un día histórico». Voy dar un paseo por el parque, a esta hora se halla tranquilo, como mis pensamientos.

CARLOS ENRIQUE SALDÍVAR

Perú

Blog: http://fanzineelhorla.blogspot.pe/ Facebook: https://www.facebook.com/carlosenrique.saldivarrosas

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El polvo se estrella con fuerza en el hombre muerto y comienza a desfigurarlo. El Libro de las Desapariciones

l salón de convenciones de Mazatlán se encontraba repleto. Los aparatos de aire acondicionado traqueteaban ante la canícula empeñada en calcinar el agosto mexicano. El profesor Anaxágoras Lante quiso retirarse antes del inicio de la plática, pero la gente

apretujada en los pasillos le impidió adelantar más de unos pasos y volvió a sentarse antes de perder la butaca. El calor se hizo más intenso cuando un aplauso dio la bienvenida a Ricardo Ramos Valderrama; el expositor invitado por la Asociación de Promotores de la Observación Astronómica. Un grupo que nunca antes había logrado reunir más de veinte personas en las charlas desdeñadas por los medios de comunicación y por los posibles espectadores, pero ahora las condiciones eran distintas. El auditorio lucía lleno como todos los recintos visitados por el conferencista durante las últimas semanas en Latinoamérica. Las cámaras y las miradas se enfocaban en Ramos Valderrama quien aseguraba ser un hombre lobo. —Los efectos especiales cinematográficos acostumbran mostrar las transformaciones de los que padecen o disfrutan la condición de los licántropos. Algunos directores, ávidos de espectacularidad, han procurado exponer una metamorfosis insoportable para cualquier ser vivo. De ser verdadera tal suposición, no quedaríamos muchos practicantes. Las renuncias y los suicidios ya superarían el número de miembros de nuestra hermandad. Nadie sería capaz de experimentar tal crisis corporal sin enloquecer. Es desagradable observar la manera en que las mandíbulas se alargan y distorsionan, mientras los ojos se botan de las cuencas. Cambian de color entre las convulsiones del cuerpo sometido a un trance perverso alumbrado por las noches de luna llena. Las articulaciones se ven sometidas a cambios descomunales para cualquier ser viviente, aunque las razones dolorosas que podría argüir un científico pasan desapercibidas ante el atractivo que representa el fenómeno transformador. Los cambios no son tan espectaculares en la verdadera licantropía. Un hombre lobo podría confundirse con un ser humano y vivir una vida casi normal. Una existencia apacible, enmarcada de tiempo en tiempo con desapariciones y muertes que acostumbro llamar “razonables”. No somos proclives a cometer los excesos de los 85


sicópatas que tanto abundan entre ustedes. Somos discretos. No matamos por gusto. Los peores encuentros suelen propiciarlos ustedes, los humanos, aunque luego se quejen como si fueran inocentes y no gustaran de la sangre. A los de mi raza nos gustaría ser invisibles. Solemos ocultarnos desde que nuestro padre Licaón huyó al bosque para escapar de la ira de Zeus que lo visitó disfrazado de mendigo para probar la crueldad que achacaban a mis ancestros. Al dios no le gustó comer las entrañas de Níctimo, un hijo de Licaón, servido como alimento por sus propios hermanos. Dicen que Zeus fulminó a muchos con rayos y que a otros los destinó a convertirse en lobos sin necesidad de intervenciones lunares. Desde entonces los descendientes de Licaón matamos por necesidad y sin alardes. Aún tememos la ira de Zeus. Hoy vine aquí, porque deseo perdón, si no de dios, por lo menos de los humanos. Desde hace algunos años voy alrededor del mundo para contar nuestros misterios. Un suspiro surgió de la muchedumbre cuando una falla en el suministro eléctrico incrementó el ruido de los acondicionadores de aire e hizo parpadear las luces del recinto. Ricardo Ramos Valderrama pidió calma. Con un gesto imperceptible ordenó a uno de sus acompañantes restablecer el voltaje a condiciones normales y activar los efectos de sonido que complementaban cada presentación. Los ruidos de una tormenta estremecieron a la audiencia. El conferencista reanudó su monólogo con voz profunda. Un guiño de ojos ordenó que la temperatura ambiental comenzara a descender. Cada frase finalizaba con un trueno. —No abandonen sus sitios. No sin saber que Gervase de Tilbury introdujo a la luna llena como factor que desata la transformación de un hombre lobo. Lo afirmó en la Edad Media cuando toda Europa hablaba de lobizones y licántropos. No sé las razones exactas del origen de tan desaforada metamorfosis, pero no hace mucho, un aficionado a la licantropía declaró que en la antigüedad hubo asesinos seriales que coincidieron en su afición por los lobos. Los consideraban superiores a la raza humana. Estos seres desquiciados fabricaron todo tipo de cuentos para alimentar el miedo entre la gente, a la vez que utilizaban disfraces que los convertían en lobos durante sus rachas criminales. El autor de la disparatada propuesta añadía que las instituciones religiosas eran las más interesadas en mantener vivos los temores de sus fieles, pues juzgaban que el miedo es otra forma de lealtad que aumenta el número de 86


creyentes. De acuerdo a esos razonamientos retorcidos inventaron otras historias igual de espantosas para propiciar el apoyo incondicional de sus fieles. No discutiré ahora las características de esta última suposición que, de ser más difundida, desquiciaría el funcionamiento de algunas religiones y podría conducir mi discurso hacia polémicas sin duda infinitas. Mi divagación finaliza con un comentario que algunos juzgarán innecesario, pero debió ser delicioso salir de caza en los tiempos primigenios de los hombres lobo. La oscuridad era intensa y el cerebro de los seres humanos era una materia más dúctil. Me gustaría retroceder a esos años y desplazarme sobre un mundo sombrío, aunque la modernidad también ofrece beneficios cuando emprendo mis cacerías. El público se comportaba como un organismo unificado. Un ente lleno de horror que lanzaba exclamaciones primitivas. El crepitar de los insectos atrapados por el reflector añadía acordes brevísimos como contrapunto de la voz con que la multitud expresaba sus miedos elementales. Era la voz debilitada de la presa que huye antes de afrontar los riesgos del combate, pues se sabe indefensa ante un enemigo que adivina invencible. Los pensamientos del profesor Anaxágoras Lante se remontaron a los días en que las sombras eran cotidianas. Desde su punto de vista era absurdo referirse al pasado sin poder demostrar tantas suposiciones. Sabía que el interior del cerebro humano es igual de frágil en cualquier época. De nada sirve el desarrollo tecnológico y poco alivio ofrece la cultura cuando se advierte el combate desigual. Siempre resulta imposible huir de un hombre lobo. Se preguntó qué deseaba demostrar Ramos con aquel discurso repleto de inexactitudes. El orador continuó su plática. Lucía satisfecho con las reacciones nerviosas de los espectadores. —Hubo quienes se empeñaron en disfrazarse con pieles de lobos auténticos, yo lo considero una aberración, otros encontraron plausible cubrirse con vestimentas sucias. Me atrevo a suponer que la sangre y los restos de las víctimas anteriores jamás eran lavados para acrecentar el horror. Surgieron consejas que hablaban de asesinos omnipresentes. Algunos mencionaron los nombres de hechiceros que sancionaban con la licantropía a quienes deseaban ser inmortales. En otras ocasiones no existía castigo alguno y ser hombre lobo era característica de unos cuantos elegidos que 87


podían transformarse a voluntad, aunque siempre ha predominado la suposición que otorga a los plenilunios toda posibilidad de cambio. Las historias se diversificaron para explicar el origen y las características de nuestro género. En tiempos remotos se dijo que un hombre lobo sometido a una fuerte emoción podía abandonar el estado humano sin que importaran las fases de la luna. Incluso hubo quienes describieron métodos ingeniosos, algunos muy divertidos, para luchar en contra de nuestros poderes nocturnos. No sé quién fue el primero en afirmar que las balas de plata eran capaces de aniquilarnos, ni quién fue el primero en suponer que la luz del sol era capaz de disminuirnos como si nuestros poderes hubieran nacido en Transilvania con las condiciones malditas de los vampiros. Ramos Valderrama alzó las dos manos y un electricista supo que era momento de elevar la temperatura de la sala a treinta y cinco grados centígrados. —Mírenme aquí sin miedo a iluminación alguna. Mírenme aquí presentándome como el primer hombre lobo decidido a revelar los misterios de nuestra vida compartida con los hombres. Hablo porque deseo ser quien instaure una nueva época de convivencia entre dos razas primigenias sobre la faz de la Tierra. Imaginen un futuro donde puedan convivir humanos y licántropos para erguirse sobre castas infames como las representadas por vampiros, zombis, reptiles o seres acuáticos de perversidad inimaginable. No se diga invasores extraterrestres de aspecto que supongo horrorosos, aun sin haberlos visto. Anaxágoras Lante se dijo que los sistemas informativos habían convertido al Siglo XXI, en un noticiero perpetuo donde nadie se atrevía a refutar las afirmaciones procedentes de cualquiera que afirmara ser un vocero legítimo. Ricardo Ramos Valderrama exteriorizaba sus alegatos con el aplomo de los locutores más experimentados de la televisión interactiva. Lante se preguntó las razones que habían convertido a los presentes en simples testigos timoratos. ¿Nadie se atrevería a cuestionar la sarta de mentiras pronunciadas con rostro de político perfecto? Si de verdad era un asesino, ¿cómo lograba ir de país en país sin problemas legales? El profesor carraspeó para contener las palabras y la ira. Los ojos de Ricardo Ramos Valderrama parecieron enfocarlo antes de reanudar la charla. Era un mago. Hipnotizaba con las palabras suaves que suelen esconder las personalidades poderosas, era difícil no creerle, pero solo era un 88


oportunista llegado para desprestigiar a la familia de los licántropos. La raza surgida en las sombras de las tormentas antiguas. Entonces los hermanos de la luna infinita eran más que una simple nota en los noticieros vespertinos, o un expediente de rarezas olvidadas en los departamentos parasicológicos de incontables universidades y gobiernos. Anaxágoras deformó el rostro al incorporarse en la antepenúltima fila del congestionado recinto. —¿Cómo es un hombre lobo verdadero? —preguntó sin reflejar la ironía imaginada. La voz surgió rugiente confundida con el estertor de una fiera. Un reflector dispuesto en el escenario iluminó al profesor Anaxágoras. Al mismo tiempo fueron apagadas todas las luces del recinto. Una luna llena surgió en los ojos del tipo inmerso entre la multitud que iba en todas direcciones. La transformación era incontenible. Las mandíbulas crecían como tantas otras veces. Los huesos se alargaron y de los poros alterados surgió pelaje grisáceo. Anaxágoras aceptó la metamorfosis al saborear la sangre de las personas cercanas. El monstruo aullaba con intensidad doliente. Pocos pudieron advertir los movimientos precisos de Ricardo Ramos Valderrama. De una caja de madera, hasta entonces inadvertida, extrajo un fusil de mira telescópica cargado con balas de plata. El primer proyectil se introdujo en el cráneo de un hombre que decía padecer mala suerte congénita. El hombre lobo ya se dirigía al escenario. Ricardo Ramos Valderrama apuntó al corazón de la víctima imaginada muchos años atrás, cuando Santos Ibarra Godínez, de oficio cazador y experto en el arte de matar, comenzó a urdir la emboscada que lo llevaría a cambiarse de nombre y de aspecto para obtener una presa de inmejorables características; una vez aprendidos los misterios y las debilidades de los hombres que se transforman en lobos.

José Luis Velarde

México

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M

onik lleva con elegancia y convencimiento su viudez. Hace seis años perdió a Alfredo cuando fueron interceptados por asaltantes, quienes, además de robarles, lo mataron. El disparo mortal le abrió la brecha de locura y determinación para los

sucesos siguientes. Retiró el cuerpo de la morgue y lo enterró en privado. La familia cercana y los amigos íntimos asistieron al funeral y vieron cómo el ataúd fue depositado en la tumba que nunca visita. Con absoluta frialdad se enquistó en la casona de una gran avenida. Vivió atrapada entre ideas suicidas y cortocircuitos cerebrales que desconcertaron a los psiquiatras tratantes. Su mente enferma fue cicatrizando con la gestación y parto de Freddy. A los dos años del nacimiento retomó el trabajo en el bufete de su marido. El socio de Alfredo la reintegró al pool de abogados. Al inicio escuchó murmullos provocadores y luego el dialogo directo se tornó en el lenguaje diario. Monik superó la depresión y la memoria del fundador era el recuerdo que mencionaban en las celebraciones de aniversario. Monik siempre tuvo las cosas claras sobre el amor. Dueña de una severa formación religiosa, llegó virgen a la noche de bodas y jamás pasó por su mente la infidelidad. Al ser una viuda joven y hermosa, los pretendientes no escasearon y más de uno la invitó a viajar o a una noche de copas. Toreó a todos y fue ganándose el escudo de fidelidad post mortem. Ella misma advertía que el hombre de su vida era Freddy. Al averiguar que se trataba de su hijito, se encogían de hombros y buscaban en otros predios. Había suficientes mujeres cuerdas para enredarse con una loca. Los primeros años de Freddy transcurrieron entre las ideas delusivas de su madre y la tutoría relajada de Sofía, la hija fronteriza de la empleada todo terreno de la casona. La muchacha, dueña de pensamientos simples, poseedora del coeficiente intelectual de un adolescente permanente y buena como el pan caliente, se dio maña para criarlo mientras su patrona caminaba con el fantasma del abogado por los jardines o bebían jugos en la piscina. También fue la celestina que cerró la puerta de la habitación para que gozara con los orgasmos invisibles. Sofía la espiaba unos segundos y luego buscaba a Freddy para jugar con sus amigos imaginarios. Con el niño se encerraba en el cuarto de juegos y pasaban horas con Lucy, Jaime y el gato de Sol. 91


Poco a poco la presencia del muerto fue diluyéndose hasta casi olvidarse. La dedicación puesta en la oficina la distrajo y nadie sospechó sus alucinaciones. Monik, incluso, intentó intimar con un colega. Llegado el momento vio el rostro y porte de su finado marido. Salió despavorida del hotel y despidió al sorprendido hombre de leyes. Volvió a las andanzas de antaño. Junto a Freddy y Sofía teatralizaron escenas de la vida que debieron compartir con Alfredo. Era la forma que tenía de mantener en Freddy la imagen de su padre. Enredaba la imaginación de su hijo para recubrirlo con el perfume paterno. Por su lado, tenía estrategias para seguir el romance truncado por un par de balas… Monik llega a casa con la champaña y el clavel rojo. Tiene lo necesario para la nostalgia del sábado, como lo hace desde hace meses. En la noche toma el baño de burbujas y depila las piernas y el pubis. Se coloca la lencería brasileña y se cubre con el baby doll sexy de su luna de miel. Se envuelve en la nube de Nina Ricci y baja por el licor y la flor. Abre el estudio de su marido y luce como hace seis años. El polvo, telarañas y el olor a hongos le dan la bienvenida como siempre. En el sofá de terciopelo está sentado el cadáver momificado de Alfredo. Parece un dandy distinguido. Monik reemplaza el clavel marchito del sábado anterior por el nuevo. Le da un beso en la frente y se sienta frente a él. Sirve las copas y recibe su mirada apasionada. Con disimulo se alista para conversar sobre los progresos de Freddy en la escuela. Con las burbujas discurriendo por la sangre, Monik lo amará más tarde como es su código.

OSWALDO CASTRO ALFARO

Perú

Facebook: Oswaldo Castro

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H

ubiera preferido que olvidaras el asunto ese con Miguel, pero no. Como casi siempre ocurre con mujeres como tú, tenías que volver a entrometerte y terminar por estropearlo todo. No sé cómo te enteraste que Miguel regresaría. A pesar de todas las precauciones

que tuve para que no lo supieras, tuviste que enterarte, ir a la casa en la que se hospedaba y decirle una de las cosas más estúpidas que jamás habría podido salir de la boca de una persona en sus cabales, como crees que lo estás. Te preguntarás por qué me he tomado la molestia de venir desde muy lejos para solo reprocharte si, al fin y al cabo, el daño ya está hecho. Tal vez tengas en ello un poco de razón, pero las personas como tú no pueden seguir justificando sus actos diciendo que las cosas se dieron como tenían que darse y que lo hecho, hecho está, creyéndose libres de culpa y pensando que no sirve de nada el seguir recordándolos. Por eso, he decidido que esta vez no te saldrás con la tuya y aquí me tienes, dispuesto a confesarte toda la verdad. ¿Recuerdas aquel día? Tú tendrías dieciséis cuando Miguel llegó de Buenos Aires y se hospedó en nuestra casa. Desde el primer segundo demostró ser un chico correcto y formal, digno comportamiento de alguien que estudiaba en la universidad. Sé que está mal que gaste el tiempo contándote cómo era Miguel como si no lo hubieras conocido. Sé que lo conociste perfectamente, quizá mejor que yo, pero no pienso dejar escapar el más mínimo detalle. El asunto es que tú te fijaste en él. Al principio, pensé que se trataba del simple capricho de una adolescente. Miguel era joven y apuesto y no era nada extraño que una mocosa de dieciséis años se fijara en él con solo verlo. Pero no, no tardé en darme cuenta de que te habías enamorado realmente de él. Siempre buscabas la manera de subir a su recámara y molestarlo, aun cuando él estaba ilusionado con Amanda, la chica a la que había conocido en la facultad. Lo cierto es que Miguel nunca te dio alas. A pesar de que tú siempre buscabas la forma de que él se fijara en ti, en su mente solo estaba Amanda y eso te enfurecía por completo. De lo contrario, no te hubieras comportado del modo en que lo hiciste cuando ella llegó a cenar a la casa. Cuando Miguel te reprochó tu actitud, subiste a tu 94


habitación y no saliste de ella por espacio de dos días con sus noches, en los que apenas probaste uno que otro alimento. No te voy a negar que sentí miedo por ti. Temí que enloquecieras y llegaras a cometer alguna barbaridad, más aún conociendo tu carácter díscolo y poco dado al raciocinio. Fue así que le pedí a Miguel que se fuera de la casa. Sentí pena al hacerlo porque el chico me agradaba, pero era lo mejor. Él mismo lo entendió perfectamente y sin ningún tipo de reproches ni rencores, empacó sus cosas esa misma noche y se fue a la mañana siguiente en busca de otro alojamiento. Reconozco que fui un tonto al pensar que la partida de Miguel acabaría por solucionarlo todo. Por el contrario, terminó por empeorar las cosas, pues, apenas te enteraste, enloqueciste por completo y te fuiste tras de él. No puedo imaginarme la cara de Miguel al verte nuevamente allí, parada frente a él, preguntándose cómo rayos diste con su paradero. Lo cierto es que por culpa tuya pasé las tres peores noches de mi vida. No quise recurrir a la policía por miedo a comprometer la honra de Miguel, pues sabía que él no tenía la culpa de nada. Confié entonces en que él mismo te traería de regreso a casa sana y salva, y así fue como ocurrió. Al tercer día de tu desaparición, volviste en compañía de él. Tenías una sonrisa increíblemente estúpida dibujada en el rostro y yo, en un principio, no pude adivinar a qué se debía. Sé bien que pude darte el peor de los castigos, pero Miguel intercedió por ti. Me pidió que tratara de entenderte, que eras solo una niña y que solo estabas un tanto confundida y fue así que accedí a cumplir su deseo de no castigarte. Tú, con la misma cara de lela con la que te vi venir, me abrazaste y me besaste como no lo habías hecho desde hacía mucho tiempo, en la época en que aún eras una niñita preciosa y agradable. No sé por qué Miguel no me dijo en aquella ocasión toda la verdad. Tal vez fue el miedo de imaginarse a sí mismo tras las rejas y ver truncado todo su futuro. Pero no, lo cierto es que nada me hubiera gustado más que una mujer como tú tuviera al lado a un hombre como él, pues, sabía que tarde o temprano acabarías por mezclarte con un tipo de mala calaña como lo acabaste haciendo y, de ese modo, terminar de estropear tu vida por completo. Fue el mismo Miguel quien después de dos meses me llamó por teléfono y reconoció que, en efecto, tú y él… ya sabes, en el transcurso de 95


esos tres días que pasaste a su lado. Me dijo también que pensaba regresar por ti porque se había dado cuenta de que realmente te amaba y todo lo demás, y fue así que regresó y vivió con nosotros un buen tiempo hasta que un día se alejó para no volver jamás. Apuesto a que pasaste cada noche tratando de explicarte por qué Miguel te abandonó. Siempre me pareció increíble que no vieras la respuesta cuando tú misma te fuiste convirtiendo en aquella respuesta. Desde el primer día en que se instaló con nosotros como tu pareja oficial, te ocupaste en hacerle la vida imposible. Lo llamabas al celular cada maldito segundo creyendo que estaría con otra mujer, sin preocuparte por pensar que el muchacho se quemaba las pestañas estudiando para darte a ti y al niño un futuro mejor, al mismo tiempo que trabajaba en el supermercado para pagar los gastos de manutención que, dicho sea de paso, tus continuos caprichos elevaban hasta el cielo, mientras tú te quedabas holgazaneando en la casa sin siquiera dignarte a lavar los platos con los cuales comías a cada hora del día. Sin duda, la gota que rebalsó el vaso fue el accidente sufrido por Amanda. Cuando Miguel se enteró de lo ocurrido tuvo la sospecha de que tú tenías algo que ver. Siempre le resultó inconcebible creer que Amanda se aventurara a ir, sola y sin razón alguna, a un lugar tan apartado, y mucho más que se haya caído, por sí misma, desde la cima del barranco. Sé bien, aunque te empeñes en negarlo, que tú estuviste allí para empujarla. No en vano sentí cierta desconfianza cuando, de la noche a la mañana, decidiste convertirte en su amiga, pero jamás te creí capaz de poder hacer algo como eso. De lo contrario, ten la seguridad de que habría visto el modo de impedir esa desgracia. Hasta hoy, me parece inconcebible cómo fue que te libraste de los cargos, mas no así de la culpa, que ya verás que te carcomerá cuando menos lo esperes. Siempre creíste que Miguel y ella tenían un romance. Te juro que hubiera querido que así sea, que Miguel y Amanda llegaran a tener algo más que una amistad para que, de ese modo, se alejara de ti lo más pronto posible. Cuando pienso en todo el daño que le has hecho, no concibo cómo pudo haber estado enamorado de ti, aun después de ese incidente. Ojalá nunca hubiera venido a la casa. Es allí donde empezó 96


aquel cúmulo de circunstancias que terminaron por joderle la vida por completo. ¿Pero, sabes? Lo cierto es que Miguel jamás te habría dejado… Sí, lo confieso, yo se lo pedí. Le insistí que te dejara y que aprovechara la ocasión de que aún podía hacerlo antes de que tú le salieras al encuentro con alguna otra jugarreta. Desde que lo conociste creíste siempre que Miguel era algo así como un objeto de tu propiedad, al que podías manipular a tu antojo, haciendo con él cualquier cosa que se te viniera en gana. Por eso le dije que se vaya y que no se preocupara por su hijo; que mientras yo estuviera vivo velaría por él. Se me partió el alma al verlo alejarse de ese modo, como si fuera uno de esos muertos vivientes de las películas que dan en la televisión, tan distinto al Miguel que vino de Buenos Aires a estudiar una carrera que, por culpa tuya, no llegó nunca a culminar. Lo repito, su maldición fue el haberte conocido. No obstante, no guardó para ti el más mínimo rencor. Desde el lugar de su exilio se preocupó siempre por enviar los giros para la manutención del muchacho. ¿Acaso pensaste que salían de mi bolsillo? Te equivocas, Miguel me los enviaba cada mes, pero decidí que tú no lo supieras porque de ese modo darías cuenta de que yo sabía dónde estaba. Debes entender, Miguel ha sido como un hijo para mí. Me dio más afecto del que tú me has dado en toda tu vida. No podía permitir que regresara a tu lado para verlo hundido nuevamente en la miseria a causa de tus excentricidades. Y así fue como ocurrió. Como ves, Miguel nunca quiso abandonarte, fui yo el que le pidió que lo hiciera, y todavía no concibo cómo fue que te enteraste que había regresado. Sin tener por qué hacerlo, pidió mi permiso para volver, con el único propósito de ver nuevamente a su hijo después de nueve largos años de no haberlo visto crecer cerca de su padre. Me refiero, obviamente, a él, su padre verdadero, y no al vago bueno para nada que cogiste por marido. No sé qué quisiste conseguir al decirle que el niño no era suyo. ¿Por qué razón te molestaste en buscarlo para únicamente decirle algo como eso? Sin duda alguna, terminaste por matarlo. Demostraste, al fin, que no tienes corazón. Tenía la esperanza de que Miguel rehiciera su vida y volviera a ser el hombre feliz que antes era, pero tú, como siempre, porque naciste con el talento innato para eso, has vuelto a estropearlo 97


todo en un instante. No obstante, sabes bien que llegará el día en que ese niño te mirará a los ojos para preguntarte quién es realmente su padre. Dudo mucho que Miguel haya decidido tragarse tan fácilmente ese cuento. No obstante, ya han pasado dos meses y aún no sé nada de él. Solo espero que uno de estos días suene el teléfono y escuche su voz diciéndome: Descuide don Leonardo, sé que el niño es mío y usted no se preocupe que no pienso abandonarlo. Pero la vida es así. No siempre se tiene lo que uno merece, y mientras más correctos somos la vida nos golpea con comba de hierro. Un minuto, un segundo, una simple decisión puede cambiarnos la vida por completo, tal y como ha llegado a suceder con Miguel. El llegar a conocerte no ha sido para él otra cosa que un calvario, que ha pasado a convertirse, con el tiempo, en una amarga condena.

MANUEL ALONSO NAVAZAR

Perú

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E

l circo de los hermanos Silva era famoso por su espectáculo de leones, en el cual las bestias mostraban su destreza brincando aros de fuego y caminando sobre dos patas. Recorrían la República Mexicana de norte a sur. Ulises Silva tenía más de veinte años siendo el

domador del circo. Yo me escabullía detrás de las gradas para verle ensayar. Si tuviera que escoger cuál de sus prácticas me impresionó más, sería la siguiente: Bajó las rejas de seguridad. Colocó el candado. Guardó la llave en el bolsillo de la camisa. La carpa estaba desierta. Le gustaba ensayar en la madrugada. Había indicado a los tramoyistas que pegaran la jaula de leones bajo la pista antes de que se fueran a dormir. Tomó el látigo y se aproximó a la jaula. Cuando llegaba un nuevo felino se debía domesticar junto a los otros antes de presentarlo en una función. Con los cachorros era sencillo, pero el león que habían traído ya era un adulto. Abrió la escotilla y retiró el candado a la jaula. Ningún león salió. Acercó su cubeta de premios, más de sesenta cuadros de bistec crudo. Lanzó un latigazo al suelo. —¡Mane! —gritó. La leona más vieja salió de la jaula, subió por la rampa y se formó en una línea imaginaria. Arrojó un pedazo de carne que la bestia atrapó en el aire. La fiera dio un giro y se sentó. —¡Kuwe! —un león de tres metros de largo salió de la jaula. Rugió. El domador dio otro latigazo al suelo. El felino bajó la cabeza y se formó junto a su compañera. Después de recibir su premio, se sentó. Los siguientes dos leones eran mellizos. Ashanti y Duma. Hembra y macho respectivamente. Eran obedientes, debido a que fueron criados desde pequeños. —¡Madaki! —algo raro pasaba con el león nuevo. El domador se asomó a la jaula y de ella salió un hombre desnudo. Subió por la rampa, tenía la piel morena y los ojos leoninos. —Dame las llaves —dijo el hombre, cuyas manos parecían garras. El domador suspiró y negó con la cabeza. —Tendré que hablar con Kraven, es el tercer nahual este mes. Tomó la cubeta de premios y le arrojó su contenido al hombre, llenándolo de sangre y carne cruda. Este dio un paso hacia atrás, desorientado. —Hora de comer. 100


Se escucharon varios rugidos. Cuando el nuevo reaccionó, ya tenía a las cuatro bestias sobre él.

J.R.SPINOZA

México

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¡C

uánto lamento ser parte de los “civilizados”! ¡Ahora solo me queda el dolor! ¡Ahora solo me queda un pueblo devastado y solitario, herido bajo la mortandad salvaje y benigna de la naturaleza! Los sentimientos de amor o esperanza que sentía parecen haberse desvanecido, ¿y cómo no huir tras tanto sufrimiento?

Sostuve a mi madre en brazos mientras la oía agonizar, presencié su último suspiro, observando el grotesco dolor que reflejaba en muecas retorcidas; un dolor que está levemente presente en mi cuerpo, y que no desaparecerá sino hasta mi muerte. Acá, de lado a la ventana, mientras escribo este relato —por momentos apartando la vista hacia las nubes oscuras— comienzo a aceptar mi fatídico destino. Nunca supe —tampoco creo que nunca alguien lo haya hecho— cuál fue la primera víctima de la muerte en estas extrañas circunstancias. Sospecho que empezamos a deducir que todos tenían un mismo motivo a medida que las historias o leyendas sobre los indígenas comenzaron a hacerse oír, a venir en murmullos hasta nuestras casas, resonando en forma de flautas y tambores provenientes de la oscuridad boscosa en la que habitan. Sus rituales, deduzco, fueron funcionando y aterrando poco a poco, ya que debían y deseaban retornar a su hogar, volver a tener lo que ya es suyo, pero que perdieron por culpa de los humanos salvajes, los aparentemente civilizados. Cuando empezó la ola de sangre junto a la llegada del otoño, supusimos aterrados que se trataba de alguna especie de nuevo virus, aunque los síntomas eran tan extremadamente horrorosos que ni siquiera se asemejaban a los de la simple gripe. Estos signos que tanto temo nombrar, eran tan despiadados que ni siquiera podían ser llamados así. Aparecían como si nada, ni siquiera se hacían notar, y aun evitando “contagiarnos”, resguardándonos en nuestros hogares, las muertes no cesaban, sino que se multiplicaban con espantosa velocidad; sucedía de un momento a otro, por lo tanto, podía anunciar su llegada mientras alguien tomaba un baño, pasando a desapercibido, o mientras una familia se reunía para cenar. Tal era la espontaneidad con que la muerte llegaba a los hogares o trabajos, que puedo nombrar a algunas de ellas. Una que puedo tomar por ejemplo, y sin el mínimo ánimo de ofender, es la del carpintero que se desvaneció mientras cortaba y 103


formaba una tabla de madera, con su sierra…o cuando el señor Ibáñez, en la reunión vecinal debido a los sucesos, aterró a todos los presentes con sus gritos de dolor mientras se sujetaba el abdomen. Dado que en el pueblo no rebosaban habitantes, los mismos no tardaron mucho en huir hacia otras provincias, propagando las retorcidas historias hacia todo el país y el continente. Pero pasado unos siete meses, todavía había gente en el pueblo, y entre ellos, mi familia y yo. Todavía permanecíamos ya que nuestro apellido estuvo presente desde la fundación del lugar, también debido a la incredulidad de mi padre y yo en cuanto a esas supersticiones divinas. Durante el transcurso de vaciamiento del pueblo, las noches —para volver peores nuestros días— se volvían más singulares, ya que desde nuestros hogares lográbamos oír los cánticos y el tamborileo de los indígenas alegres celebrando sus rituales extravagantes. Esto comenzó a suceder tras la ola de muertes, motivo por el que ahora se esparcían las tantas leyendas y supersticiones que nombré al principio de mi relato. Oímos rumores de que algunos de nuestros vecinos se habían organizado para salir de caza al bosque, pero no en busca de animales silvestres e inofensivos, sino que deseaban callar a los que nos quitaban el sueño. Ellos jamás volvieron o aparecieron, y se dice que fueron capturados por los nativos y utilizados para sus rituales, pero como nadie ha visto esto ni tampoco nada puede afirmarlo, nosotros pensamos que solo se habían alejado del pueblo, como los demás vecinos. Entonces llegó un momento en el que el pueblo quedó casi deshabitado, a no ser por mi familia y algunas otras familias. Fue en una noche como esta, de tormenta veraniega, cuando la maldita desgracia finalmente llegó a mi hogar. Oía el estruendo de los truenos, y mi habitación se iluminó de un relámpago que acompañó al grito de dolor de mi padre, que según mamá, comenzó a retorcerse en su sufrimiento. No supimos qué hacer; le ofrecíamos agua, pero él se negaba, de hecho ni siquiera lograba hablar; le ofrecimos medicamentos, pero se negaba igualmente; tras esto, sin que la muerte nos dé el tiempo suficiente para pensar, mi padre abrió los ojos de forma exagerada, y de un espasmo, se quedó inmóvil… Mamá, a pesar de mis intentos de contenerla, comenzó a gritar sin contención. 104


Ya habíamos abandonado la creencia de que las muertes eran ocasionadas por algún tipo de virus, motivo por el cual los vecinos, al oír los gritos, llegaron a mi casa intentando ayudar en algo, pero de nada sirvió el socorro. Pasados varios días, finalmente nos habíamos decidido a abandonar el pueblo, pero las tormentas habían provocado crecidas de río, motivo por el cual los puentes que conectaban a nuestro pueblo con los caminos a las ciudades, ni siquiera lograban vislumbrarse. La comida se agotaba. Las únicas tres familias que quedábamos decidimos convivir en un solo edificio, para ayudar en algo si era posible, o al menos para no sentir la soledad. En una de las cenas, mientras charlábamos sobre uno de tantos temas, oyendo de nuevo a lo lejos aquel tamborileo, acompañado además de una melodía de flautas, hablamos sobre lo que tanto intentábamos evitar. No recuerdo cómo llegamos a la conclusión —creo que recordando viejas historias contadas en el pueblo— de que los nativos, en sus rituales, estaban intentando recuperar sus tierras con ayuda de la fuerza de la naturaleza, relacionada fuertemente a sus dioses, si no es que ella misma lo era. Pensar en aquello me aterró de tal manera que me quitó el hambre, y debí cederle mi alimento a uno de los niños de las otras familias, quienes aceptaron contentos. Sufrí como nunca cuando la desgracia llegó a las demás familias, pero eso ni siquiera se puede comparar al dolor que cargué cuando sucedió eso con mamá. Habíamos llorado durante todo el día la muerte de la última víctima, y ahora temíamos, ya que éramos los únicos en quedar en pie. No sabíamos qué hacer. Llorábamos, orábamos a gritos intentando buscar refugio en Dios, pero aun así, todavía seguíamos horrorizados ante la amenaza, y después, sin que pasara mucho tiempo, la muerte volvió a aparecerse. Si alguien me preguntase cómo es Ella, sin ninguna duda respondería que se presenta como noches relampagueantes y lluviosas, como una tormenta de verano que inmoviliza todo bajo sus nubarrones sombríos. Yo dormía con mi madre durante esos días, pero esa noche no logré cerrar los ojos; el cántico no tan alejado, las risas, las flautas, los tambores y la descarga eléctrica me mantenían despierto, atento ante el mismísimo horror. Creí que mi madre buscaba algo cuando empezó a tantear con su mano en mi hombro, pero a medida que el movimiento se volvía más brusco y helado, comencé a 105


temer, a llorar sin consuelo, a temblar forzosamente sabiendo que la ruina había llegado a mi vida, y que ahora estaba a mis espaldas, en forma de una mujer sin aliento, adolorida, febril, helada y rígida. Entre lágrimas la sostuve en brazos, la sacudí, grité mientras la melodía espantosa del exterior me torturaba los oídos, y no cesé en mis intentos de reanimarla aun sabiendo perfectamente que ya no había retorno para ella. Exhaló. Y ahora quedé en una triste soledad. Quisiera poder alegrarme de que los nativos recuperarán su tierra natal, que se alejarán del bosque y pudieran vivir como lo hacían antes, pero debido a los macabros horrores que trajeron consigo, no puedo hacer más que temer y llorar. Aun despojándome de cualquier sentimiento, hay uno que jamás podrá desvanecerse de ningún alma afligida, y es el que experimenté durante tantas noches, el que actualmente sigue vigente, y crece, y se multiplica mientras observo aquellas nubes oscuras y relampagueantes acercándose, aquella nueva tormenta de verano, tan similar a las que trajeron consigo la desgracia y la muerte; ese maldito sentimiento que estuvo con nosotros desde nuestros comienzos, el inexpresable, el funesto terror.

ROBERT GRAY

Argentina

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“Imagínate estar allí abajo ⎯dijo Olive, escrutando la negrura del pozo⎯, imagínate dando vueltas allí, como un ratón en una rueda, tratando de aferrarte de las paredes resbalosas, con el agua entrando en tu boca, y mirando hacia arriba para apreciar el cielo apenas como una mancha diminuta”. William Jacobs. El pozo.

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a visual del lugar era agradable. A pesar de que mantenía una oscuridad casi absoluta, se podía apreciar el lujo en conjunto con sus detalles. La cuota, de por sí costosa, escondía un acuerdo de confidencialidad que aceptaba a no más de cinco personas por el resto de sus vidas. Entre

otros puntos, el contrato desarrollaba una serie de pautas donde, por ejemplo, cada interno de la denominada “Sección oculta: sótano” podría desenvolver sus actividades normales sin la pretensiosa mirada de un supervisor. Bajo este concepto de privacidad, el régimen de visitas (exclusivo para familiares íntimos) se organizaba el primer sábado del mes a las siete de la tarde. Asimismo, el asilo se encargaba de ofrecerles a los pacientes atención, confort y detenido cuidado en todo lo que necesitaran para agudizar sus condiciones de placer. La Marcha Fúnebre (entre otras piezas clásicas) los despertaba, como primera medida de seguridad emocional, a las once de la mañana. Durante las horas siguientes, aunque cada uno se esforzaba por retomar el sueño, repetían hostigados en sus mentes el ritmo de las notas que amplificaban los espacios comunes, acorde a la velocidad de los intérpretes. Cansados y solitarios en sus recuerdos, retomaban indefensos sus viejas costumbres. Lo notorio de las decisiones en las que se enfocaban recaían en sus individualidades: uno jugaba al ajedrez y el otro leía; una pintaba y la otra escribía. Jamás concordaban ni unían sus actividades. Nadie tenía derecho a exigirles nada porque, de los cuatro, ni uno solo levantaba la voz protestando por hambre, frío o sed. Desde esa posición soñaban: a veces, con sus hijos; y otras, con sus pasados. Pero, en general, el desinterés aumentaba y caían en el olvido de ellos mismos, perdiendo las ganas de comprender por qué todos sus esfuerzos habían declinado; sepultándose en esa bóveda repleta de comodidades y objetos inservibles. De a poco se fueron acostumbrando a que sus cuerpos, en la realidad de alquilar una subsistencia indefinida bajo tierra, eran unas simples burbujitas de 108


detergente que la gravedad o el viento o los dedos de Dios reventarían. Sus debilidades se complementaban con la escasez de sus palabras. Aunque la música sonara por horas o segundos, en ellos cuatro la necesidad de comunicarse o de razonar alguna observación estaba vedada por los sentimientos que creían controlar en y con el silencio. Además de ciertas carcajadas que resonaban huecas y a merced de sus destinos, vagaban por su cuenta entre las sombras de los largos pasillos decorados con mármol, marfil, jarrones chinos, porcelanas persas y alfombras bordadas en oro adquiridas en Oriente Medio. También contemplaban, ciegos por la abstinencia, los cuadros en el “Salón de Arte” donde sus fotos colgaban estratégicamente formando, con total precisión, unas líneas cronológicas que marcaban los hechos importantes de sus logros sociales: títulos universitarios, viajes por el mundo, casamientos, hijos, hijas, bautismos, recortes de entrevistas y más. Tal estallido de impotencia los hacía sentir vulnerabilidad y abandono. Sus voluntades estaban vencidas. Ya no se culpaban ni trataban de justificarse. La indiferencia siempre había sido parte de sus futuros. Ninguno se consideraba indispensable, excepto cuando sentían caer la noche en el cielo raso de yeso esculpido con imágenes religiosas. Sus millones, sus prestigios, sus largas carreras académicas, solo habían sido la excusa para no escucharse ni escuchar. En definitiva, los deseos satisfechos e incrementados por el hundimiento de otras personas revolvían, en la miseria que habitaban, la vieja paz interior que tanto supieron esquivar. El éxito los consumió, como a los niños que al hacerse mayores son alentados con las palabras: “Inútil, Basura e Inservible”. Quien los observaba desplazarse en el arrastrar de sus pasos, no podía eludir la sensación de derrota y de lástima que los envolvía. Entre la verdad de esos entes, alguna vez hubo una historia que contar o una sonrisa que recordar. Lo poco que hacían pasaba desapercibido. No importaba quiénes habían sido, a qué se habían dedicado ni porqué sus familias se habían desligado de ellos. Lo único aceptable se rebajaba ante una pena definitiva, igual al ser que encuentra la felicidad en el último minuto de su existencia. El espectáculo contaba con dos clasificaciones: sórdido en la moral de los adultos y atrapante en el desprejuicio de los niños. Los límites, evidentemente, no eran 109


las reglas. El comienzo los sorprendía cuando la llama de una vela alumbraba el centro del zoom rectangular. Para ese entonces, las cortinas se encontraban descorridas y el vidrio de acrílico brillaba entre la penumbra que se traslucía y los familiares que ansiaban compartir la presencia de sus padres y madres, esposos y esposas, sentados en unas butacas de cine de primer nivel: asientos reclinables, acolchonados y forrados con piel de elefante. A medida que las pupilas se acostumbraban a la tenue densidad de la luz, Rosa se mostraba inclinada sobre unas botellas pequeñas que parecían contener agua. Su quietud era admirable pero no por su tranquilidad, sino por su postura de gárgola. A su lado, Ramiro sorbía, en tragos demasiados cortos, el líquido transparente directamente del pico de la botella. Del otro lado, con el pelo lacio y suelto que le llegaba hasta la cintura, Sonia hamacaba en la pose vacía de sus brazos a nadie en particular, aunque, por el llanto de su esposo abrazando con ternura a su hija, daba a entender que ella aún seguía extrañando la sensación de aquella bebé (que ya tenía siete años y ningún recuerdo de su madre) tan deseada por ambos. En ese instante, Sonia soltó de golpe a su bebé imaginario y también bebió desesperada del vaso que Roger (tal vez el más inquieto de los cuatro) le servía hasta hacerlo rebalsar. Por la manera de tragar, la esposa de Roger se percató de que lo que tomaban no era agua, sino alcohol etílico. Logró contar quince botellas en total, de las cuales solo quedaban siete llenas. Después de asegurarse de que el numerito teatral no duraría demasiado, sonrió. Su economía estaba segura. En el ambiente se respiraba ansiedad. Los padres y las madres ahogaban los gritos o las quejas de sus hijos amenazándolos con dejarlos ahí si no se callaban. Encontraban la satisfacción de estar haciendo lo indicado y de la mejor manera posible. Sabían que ninguno de los cuatro les devolverían las indirectas o los gestos de asco, vergüenza y lamento. Se excusaban en los perdones que siempre quisieron dedicarse, pero que nunca pudieron o no tuvieron el verdadero valor para hacerlo. A veces, los que controlaban y organizaban las reuniones mensuales, les advertían a los visitantes que pasada la hora de función debían retirarse. Agregaban que el que pusiera alguna objeción, pagaría la multa que figuraba en el punto nueve del contrato. También, antes de entrar, les informaban, mediante una reunión grupal, que el trabajo 110


que llevaban a cabo los iba matando rápidamente con su propio alcoholismo. La frase textual e implementada para prosperar la tranquilidad de quienes habían abonado en efectivo el tratamiento completo era: “La adicción es como el sexo, señoras y señores: explicarlo sería una estupidez”. La singularidad se transformaba en un discurso contradictorio y, para algunos, difícil de digerir. Dadas las características, el escenario, junto a sus actores, vislumbraba un desenlace más que predecible. Rosa trató de pararse, pero se desestabilizó y cayó de espaldas, dándose la cabeza contra la pared y quedando con la boca abierta en el piso de parquet. En la otra punta, Sonia y Ramiro se divertían tomando “fondo blanco” de unos vasitos de cristal, mientras se apoyaban pálidos y desenfocados en el acrílico, de frente a los familiares. Roger, que en todo momento permaneció caminando y girando en círculos con su delantal gris oscuro, se tocaba el corazón con el dedo índice, señalaba hacia arriba, juntaba las manos en modo de rezo, se tapaba las orejas y negaba desesperado. En el aturdimiento que parecían apagarse, la hija de Sonia le dijo a su padre: ⎯Son como mimos, papá. El padre, reflexivo, le contestó: ⎯Peor, mi amor. Estos ya no lloran. De repente, un hombre vestido de traje blanco apagó la vela de un soplido, corrió las cortinas y levantó la púa del megáfono que había estado sonando con explosiones de fuegos artificiales, solo audibles para los internos. Tres enfermeras ordenaron a los cuatro martirizados. Los llevaban, sentados en sillas de rueda, a sus respectivas habitaciones. Mientras tanto, los familiares se retiraban orgullosos por un lado y confundidos por el otro, pensando en la educación que trataban de inculcarle a sus primogénitos sobre las adicciones, los excesos y las consecuencias de… En lo inconcluso, todo final (literario o literal) representa, por intempestivo que parezca, el camino de un desierto por pasar.

AMIR ABDALA

Argentina

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a Scopaesthesia es la capacidad de percibir que estamos siendo observados. Es ese “tengo la sensación de que alguien nos observa” de las películas de suspenso. Siempre tuve esa capacidad muy desarrollada. De niño, muchas veces

me despertaba en la noche y veía a mi padre o a mi madre cuidándome. Otras veces no los veía, pero suponía que habían estado ahí, de lo contrario no me hubiera despertado con esa sensación de ser observado. En mi adolescencia y juventud me sirvió para identificar a quienes se fijaban en mí. Para saber hasta dónde llegaba mi capacidad me anoté como voluntario de un experimento en la universidad. El mismo consistía en permanecer con los ojos vendados en una habitación cerrada, sin cámaras para no afectar los resultados. Por una mirilla, una persona se asomaba periódicamente. Yo debía presionar el botón de un control remoto cada vez que me sintiera observado por esa persona. Los resultados fueron increíbles: acerté el cien por ciento de las veces. La directora del experimento me dijo: “Eres el primero en obtener el puntaje perfecto en la prueba de scopaesthesia. Nunca dudes si sientes que te están observando”. Esas palabras adquirieron nuevo significado cuando terminé la universidad y me mudé de la pensión compartida hacia una vivienda individual. Porque cuando estoy solo siento muchas veces que alguien me observa. No es la sensación habitual, sino que se siente como un fuego quemándome en la nuca y un escalofrío corriendo por mi cuerpo. Sin embargo no hay nadie en la casa, nadie que yo pueda ver. Podría pensar simplemente que es una falla en la percepción: los sentidos nos engañan permanentemente. Pero en lugar de eso resuenan en mi mente las palabras: “Nunca dudes si sientes que te están observando”. Desearía no haber participado del experimento.

LUCIANO ANDRÉS VALENCIA

Argentina

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e costó horrores tocar el timbre, quizá porque sería la última vez que lo haría, que vería el dulce rostro de Antonia. La última vez que tocaría su cálido cuerpo, que escucharía su dulce voz ronca…

Lo supimos desde el principio, cuando el azar dispuso que nos conociéramos

haciendo un trámite. Los amores prohibidos tienen el tiempo contado. La culpa, el temor de herir sentimientos corroe con la misma fuerza que induce la pasión para pecar. Antonia cuidaba el departamento de una sobrina en viaje de negocios. Ese fue nuestro punto de encuentro. Yo acudía a nuestras citas clandestinas mirando sobre el hombro, temiendo ser descubierto por algún indiscreto, el corazón estallándome de miedo y placer anticipado. Luego, lo inevitable. La sobrina regresaba en breve. Perdíamos el cobijo de esas paredes cómplices. ⎯Es una señal, Benjamín ⎯dijo Antonia entre lágrimas⎯ Debemos terminar con esto aunque me muera por dentro. ⎯Podemos buscar otro lugar, mi vida. El departamento es lo de menos… ⎯No, Benjamín. ¿Qué excusa le daría a mi esposo? Pobre Edgardo… Si supiera lo que he estado haciendo… También yo me sentía culpable. Dora, mi mujer, estaba enferma. Eso le confería a mi engaño un peso canallesco. Acordamos vernos por última vez, y “retomar nuestras vidas”. Como si tuviera algún sentido para mí la vida sin Antonia… ¿Por qué el destino se había burlado así, cruzándome con la persona perfecta en el momento más equivocado? Toqué el timbre. Ella abrió y me abrazó llorando, temblando sin control. ⎯Nunca he amado a alguien como a vos. Cuando te vayas, voy a quedar seca, vacía… Tragué saliva. Me habían criado con la creencia estúpida de que los hombres no lloran, y ahora sabía que era un cuento insostenible. 115


⎯¡Te amo! ¡No dejemos que esto termine! ⎯Ya lo hablamos, querido. No volvamos sobre lo mismo removiendo la herida. Disfrutemos nuestros últimos momentos juntos. Nos desvestimos torpemente en la habitación. Nos acostamos entrelazados, mirándonos los ojos en silencio. Así pasamos dos horas: perdidos uno en el otro, acariciando suavemente nuestros cuerpos doloridos de pesar. ⎯Ya es hora ⎯me dijo con la voz enronquecida de angustia. ⎯Está bien, mi amor… Nos levantamos y vestimos con lentitud. Le di un abrazo. ⎯Sos todo para mí. Gracias por haber pasado por mi vida… Ella se sacudía en un llanto desgarrado. Sopesé la posibilidad de mandar todo al diablo, y buscar un refugio para vivir con Antonia. Las respuestas de siempre volvían a mi mente como una bofetada: mi mujer, postrada en silla de ruedas, noble compañera de toda la vida, no merecía ese maltrato. Mis hijos, que con tanta ternura había criado, se transformarían en jueces implacables. Incluso tendría encima la desaprobación y el desprecio de nietos y bisnietos. Tomé el bastón apoyado en la silla. Miré el hermoso rostro de Antonia, cuyas arrugas conocían mis dedos de memoria. Salí abatido hacia un mundo gris. Es una ironía absurda encontrar el verdadero amor a los noventa y siete años…

NOEMÍ ESTER MARMOR

Argentina

Twitter: @NMarmor Instagram: @Solopalabras2 Blog: mimimarmor.blogspot.com

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R

oberto acababa de morirse. El llanto de los familiares y amigos todavía resonaba sobre las células de su fallecido cuerpo. Convertido en espíritu él intentaba buscar alguna parte viviente. Piernas, boca, dedos, ombligo, algo, pero nada encontró que lo relacionara con la

vida, su labor de médico había quedado atrás. No obstante, un deseo lo mantenía vivo de alguna manera: conocer la próxima estación, quizás una entrada gloriosa al Más Allá con trompetas y un coro de voces asexuadas cantando el Aleluya. Sin embargo, la eternidad lo apabullaba. Sintió ganas de retroceder, volver a su otredad en el planeta Tierra, pero era tarde, ya no habría marcha atrás. Una nueva oportunidad incorpórea lo esperaba después de tanto esfuerzo durante la pandemia 2020. Roberto reflexionaba resignado sobre su final, mientras detrás de unas nubes, notó una energía especial. Era intensa y sumaba los aplausos de una multitud de seres de luz. Sonrió por dentro, algo le dijo que iba por el camino correcto hasta que, en medio de ese bullicio, bajó ante él una campana de cristal dejándolo aislado del resto. Ahora sí, Roberto, estaba más confundido que antes. Finalmente, un comunicado en lengua celestial se escuchó de fondo: ⎯Roberto, te estábamos esperando ⎯dijo la voz⎯ observamos que te has dedicado a lidiar con virus indeseables, desde ya valoramos tus acciones, pero comprenderás que no admitiremos contaminación alguna. Los covid positivos como vos son considerados espíritus no gratos. Debemos conservar este espacio de manera impecable. Atónito por semejante planteo, Roberto se sintió desfallecer por segunda vez, tomó coraje y consciente de su estado, reclamó por un lugar en el infinito: ⎯Pero cómo, ¿no tendré mi descanso merecido? ¿No recibiré un premio por mi ardua tarea salvando al prójimo?, y los arcángeles, ¿dónde están? ¡Dios: exijo una explicación! ⎯Roberto, tranquilo ⎯le respondió la voz⎯ En compensación recibirás un par de alas. Eso sí, evita los contagios, y no olvides usar el traje de bioseguridad cuando vueles por ahí afuera; el arpa, es un obsequio de la casa. ⎯¡Esto es un fraude!, me niego a ser un ángel sin cielo, además no se tocar el arpa. 118


⎯Te acostumbrarás Roberto, después de cuentas, ustedes los humanos, creen saberlo todo.

SOL VITALE

Argentina

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P

ese a no estar permitido, llevaba el móvil en el bolsillo de la bata por si recibía la ansiada llamada. Como solía decir la amiga con la que se vino a Madrid en busca de su sueño de ser actriz, nunca se sabe cuándo va a saltar la liebre. Aunque a estas alturas, tras casi un año en la gran

capital sin un triste anuncio que llevarse a la boca, parecía que la liebre no estaba mucho por la labor de fatigarse. La que sí que terminaba exhausta era ella, compaginando su trabajo poniendo copas con el de limpieza en aquel edificio no pequeño precisamente, el Museo del Prado. Un pasillo más ⎯se dijo cuando al alzar la cabeza descubrió el lienzo donde unos humildes y hacendosos padres contemplan a su niño que juega feliz. Y vio en aquella pintura de Murillo a su propia familia en aquel viejo piso de eternos inviernos, papá volviendo exhausto del trabajo y mamá, tan joven, remendando la ropa sin quitarle el ojo a ella, una pequeñaja que no se estaba quieta. Entonces le pareció que no podía haber nada más hermoso en el mundo. Y mientras trataba de contener una lágrima rebelde como lo fue ella misma al irse de aquel modo, tomó el teléfono y marcó el número de casa.

RAÚL GARCÉS REDONDO

España

Página WEB: www.desdesoria.es/tieneunminuto

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odo anduvo relativamente bien durante las primeras semanas. Pero alrededor de mes y medio después de firmado el contrato de tenencia a prueba, Umberto perpetró un acto de agresión en perjuicio del Sosol.

—¡Fuera de mi vista, montón de chatarra! —graznó, con escape de saliva

pulverizada a través de las mellas de la gastada placa Dentosint. Y lanzó furibundo puntapié, obteniendo en pago un sonido metálico, más un leve zumbido de reconvención. El incidente no dejó de alarmarlo. ¿Sería posible que le estuviese aquejando el ominoso Síndrome de Soledad III, sobre el cual leyera en la hoja Infogar? Por lo general usaba el periódico de marras como envoltura de desperdicios; pero algunas veces, en la cúspide del aburrimiento (dado que el Holovisor seguía estropeado y sin posibilidad de refacción), la única alternativa era la hojita de información, incluida sin cargo en su pensión del gobierno. Le había llamado la atención la gacetilla relativa a la soledad en la Edad Crítica, porque supuso que debía referirse a individuos de su clase; esto es, enfermizos, depauperados, cuasi centenarios y sin alma viviente a quien le importase un ardite su existencia. Sin embargo, no fue aquel texto de divulgación lo que habría de colocarlo en el brete donde finalmente se encontró, sino un pequeño anuncio a dos columnas por seis centímetros, recuadrado en rojo. Rezaba así: SOLUCIÓN PARA SOLITARIOS ¿Sin compañía? ¿Su presupuesto no le permite afiliarse a Clubes de Amigos? ¡Tenemos la solución a su problema!

C. P. 997/ABC - Absoluta Reserva

Le había estado dando vueltas a la idea por algún tiempo, sin resolverse en definitiva. Pero una tarde en que el caduco revestimiento plástico de su habitación mostraba unas grietas más deprimentes que nunca, Umberto ahogó el postrer bostezo del día y llenó uno de sus últimos cupones personales con nombre, código y dirección. Puso una “X” grande en el renglón de “Estoy interesado”; tras observar su obra con alguna satisfacción introdujo el papel por la ranura postal. No le dolió en exceso el 123


trozo de cupón que debió sacrificar para costear el envío. Cuarenta minutos más tarde, el titilar de la diminuta bombilla roja le avisó que llegaba la respuesta. Una blanca lengua oblonga emergió de la abertura. No había más que una dirección en le tarjeta, aparte de un “¡Bienvenido!” escrito en menudos caracteres fluorescentes. Umberto se sintió intrigado. —¿Y si se trata de otro de esos “Erosex”? ¡Hasta los setenta y ocho me habría servido, pero a estas alturas...! Sin embargo, nada indicaba algo por el estilo. ¿Por qué no sacarse la duda de una buena vez? Quedaba algo alejado de su barrio; pero su bono de transporte todavía era válido para seis viajes más durante el mes... Fue. El local le gustó. No tenía aspecto de Erototel ni de Discosex; tampoco parecía una de esas clínicas naturistas tan en boga. El plástico de las paredes lucía alegres tonalidades, que se alternaban cada cuatro o cinco minutos, y la iluminación era discreta. Había hologramas móviles aquí y allá... Umberto contempló interesado las imágenes nostálgicas que representaban cosas de otrora, como bosques y pájaros, que é1 apenas conocía de oídas. —¡Eh! ¡Eso es un perro! —exclamó de pronto, con risita complacida—. Igual a la holofoto que tenía el abuelo, blanco y negro... ¡Qué bicho simpático! Repentinamente sonó la voz del recepcionista cibernético: —Sírvase pasar por la puerta de la izquierda. Le atenderemos al instante. Su preferencia nos honra. Al obedecer, Umberto se halló en un agradable gabinete, todo cubierto de moquetas en tonos púrpura, inclusive los muros. El techo emanaba un sedante resplandor azulado, suavizando los contornos y difuminando las sombras. Los cansados ojos de Umberto distinguieron a un funcionario, sentado tras un escritorio de acrílico negro. —Adelante, señor Umberto D-2 —dijo el individuo, con gentil ademán de bienvenida—. Por favor, acomódese. Era un hombrecito de baja estatura, tocado por uno de esos gorritos cilíndricos, bicolores, que acababan de pasar de moda. Su traje consistía en una sola pieza, color naranja con ribetes negros. Muy burocrático. —Me llamo Salvatore T-6 —se presentó—. Es un privilegio poder ayudarlo 124


con su... este, problema de soledad—. Viendo que Umberto iniciaba un gesto de protesta, levantó la mano, con afable sonrisa, y añadió—: ¡Créame que sé cómo se siente, amigo mío! Pero no se preocupe: aquí tenemos lo que usted necesita. Umberto enrojeció y se agitó en su asiento neumático. —Supongo que no será... —empezó. —¡Oh, no, no, no! Somos una empresa seria. No trabajamos con sucedáneos, señor D-2, sino con soluciones auténticas... Nada de compañía ocasional, ¿me comprende usted?, sino la mayor fidelidad y constancia que pueda imaginar. ¡Satisfacción garantida! —¿Mascotas? ¡Pero tenía entendido que...! —¡Por desgracia, amigo D-2 —suspiró Salvatore—, los animalitos no han sobrevivido a los vientos del cambio! Ni a la polución atmosférica progresiva, que acabó inclusive con muchos de sus dueños, antes de que comenzaran a usarse los filtros nasales implantados... No, lo nuestro no es nada tan efímero. Le brindamos compañía permanente..., al menos tan permanente como usted lo desee. Un instante: voy a presentarle a su Sosol. Presionó un botón por debajo de su escritorio. Diez segundos más tarde, Umberto pudo verlo. Se movía sobre pequeñas ruedas silenciosas; era articulado, pulido, y poseía cuatro brazos. Una esfera facetada, arriba, giraba pausadamente sobre el erguido cuello. De su centro brotó una voz de precisa modulación: —Honrado de conocerlo, señor D-2. Soy su Sosol personal, y me gustaría mucho residir en su casa para acompañarlo y servirlo. ¿Quiere llevarme, por favor? Umberto estaba atónito. —¡Un robot! —balbució—. Pero creí... —Sí, señor —asintió Salvatore—. Por cierto que habían dejado de fabricarse después del Armisticio del 86, por Decreto del Consejo Mundial... Pero esa decisión fue derogada el año pasado. —¿De veras?... —musitó Umberto, solo por decir algo. —Se autorizó la producción de cibombres con fines estrictamente civiles e industriales... —Sonrió, con un guiño amigable—. ¡Le aseguro que estamos dentro de la ley, amigo mío! Y ese es su beneficio, créame —agregó. 125


—Pero... ¡Una máquina como esa! No sé si... —Le diré lo que vamos a hacer, señor D-2. Usted se lleva a su Sosol (ya está programado para usted, ¿o acaso no ha oído cómo lo llamó por su código patronímico?); lo toma en carácter de prueba, por tres meses. Solo una mínima cantidad, deducible de su pensión, validaría el contrato... Si al término del plazo estipulado no está satisfecho, deshacemos el negocio usted sin que usted deba abonar un centavo más... ¡Creo que son condiciones muy ventajosas para usted! ¿No le parece? El tal Salvatore siguió hablando por algunos minutos más. Servía para lo suyo, sin duda: al cabo del proceso, Umberto se halló fuera del establecimiento, dueño de una unidad Sosol por el período de prueba de tres meses, y habiendo firmado un contrato cuya letra menuda se escurrió bajo sus gastadas retinas. Así había comenzado. Y si bien al principio funcionó de maravillas —Umberto se sintió incluso relevado de los molestos menesteres domésticos a que le condenaba su soledad—, más adelante la relación con el Sosol comenzó a deteriorarse. Primero fue aquella silenciosa obsequiosidad, que por repetida llegó a hacérsele empalagosa a Umberto. ¡Y esas apariciones súbitas, que le ponían los nervios de punta! —¡Avisa antes de entrar, sobre todo de noche! —graznó, irritado—. Toca un timbre, zumba, ¡cualquier cosa! ¡Pero no irrumpas como un montón de humo inodoro! ¿Entendiste, pedazo de...? Desde entonces el Sosol se hizo preceder de un penetrante timbrazo, tomando invariablemente desprevenido al viejo. Umberto decidió que era preferible cancelar la orden hasta tanto se le ocurriese algo menos drástico. Luego estaba la conversación del Sosol. Lo sabía todo de todo; inclusive de los “buenos viejos tiempos”, con lo que frustraba la afición de Umberto a discursear sobre sus años mozos. No demoró mucho en incubarse un sordo sentimiento de encono en Umberto, focalizado sobre el suave matiz de la voz del Sosol, jamás alterado por la más leve traza de emoción. Él nunca contradecía, por intragable que fuese el disparate que se le dijese. Acababa por hartarse uno con eso de tener eternamente la razón... Tampoco era nada divertido verse obligado a rogarle al Sosol que lo derrotase de vez en cuando en alguno de los múltiples videojuegos que contenía su programa. 126


Umberto hubiese deshecho el convenio. Solo habría bastado una llamada; pero el videófono no funcionaba, por estar impago su mantenimiento desde hacía un semestre. Dejó las cosas como estaban. Quizás, se dijo, cuando ambos se conocieran mejor... Fue poco después del famoso puntapié que Umberto se permitió una parranda. Se las arregló para obtener un adelanto de su pensión, mediante la impúdica falsificación de varios datos, y se compró una caja de Martinis en barra, para chupar. Era un 24 de diciembre, estaba solo y se emborrachó como una cuba. —Antes festejábamos en familia la Nochebuena, ¿sabías? —dijo melancólicamente. —Víspera de Navidad o Pascua del Señor —repuso el Sosol—, celebración relacionada con rituales misticorreligiosos un tanto arcaicos. La simbología contenida en la comilona nocturna asociada al recuerdo del padecimiento de la figura central de la trilogía divina, indica con claridad... —¡Basta! ¡Enfermarías a un Geosenador! Limítate a escuchar y no escupas una sola palabra más por esa boca de micrófono, ¿me oíste? Pero al momento halló que el silencio del Sosol lo exasperaba todavía más; de modo que le lanzó una orden de retirada que sonó como un tiro. Solo para romper en llanto a los dos minutos, quejándose a gritos: —¡Soy un pobre viejo abandonado, que no tiene con quien pasar la Nochebuena! ¡Sosol! ¡Sosol! ¡Ven enseguida! El efecto del Sintetílico obraba por acumulación. Todos

aquellos

años

perdidos, rememoró, las oportunidades que ya no se le presentarían... Intentó explicárselo al Sosol, pero se halló contemplando una esfera inexpresiva y oyendo una voz sin vibración humana, más fría que caliza de Umbriel. A las dos y cuarto de la madrugada llegó a la conclusión de que había un solo remedio. —No eres... una persona —barbotó, con los enrojecidos ojillos fijos en el Sosol—. Tienes que desaparecer..., ¡finis! Era más fácil disponerlo que llevarlo a cabo. El Sosol era punto menos que indestructible; pero Umberto, bajo la influencia del Sintetílico, resultaba más pertinaz que de costumbre. 127


Al fin lo consiguió. Conectó una terminal de la unidad de limpieza en falso circuito con la salida del termorregulador, y obligó al Sosol a colocarse en medio. Resultó espectacular, con chisporroteos, chasquidos y ahogadas explosiones, más el agónico gemido del complejo neurocibernético del Sosol al extinguirse. —¡Viva! ¡Hurra! —aplaudió el viejo, entre hipidos—. ¡Me encantan los juegos pi... pirotécnicos! ¡Uuu-laláaa! ¡Vivaaa! Sin embargo, el epílogo lo impresionó. Ennegrecido y fláccido, el Sosol se desplomó al ceder sus articulaciones; la oscura esfera golpeó el piso con ominoso sonido. Casi sobrio a la sazón, Umberto sintió que las entrañas se le contraían. ¡Cielos! ¡Era prácticamente un asesinato! —¡Oh, Dios! ¿C-cómo pude...? —y sepultó la cara entre las manos. Pero ya no había forma de remediarlo... Tampoco podría mantenerlo oculto, según comprobó enseguida. Aparentemente el Sosol había sido provisto de un emisor automático, conectado con la casa central. Cincuenta segundos después de su destrucción, se encendió la bombilla postal. Umberto temía leer el texto de la tarjeta recién expelida. Pero comprendió que no podría evadirlo. —“Agradeceremos su visita a esta” —leyó, con voz trémula— “en el día de mañana a las 1000 horas. Tema: cumplimiento de las cláusulas de seguridad de su contrato. De no acudir, será transferido el caso a las autoridades competentes. SOSOL, S. A.” ¡Trabajaban incluso en Navidad!... Umberto parpadeó. Se había malquistado con una Empresa de las mayores. ¡Vaya a saber en qué terminaría esto!... No podía oponerse, razonó, en sus circunstancias. ¿Qué recurso le quedaba? ¡Más valdría acabar de una buena vez! Aunque no iba a negar que estaba aterrado. ¡Las cláusulas de seguridad del contrato!... Sabía que existían, desde luego, pero no tenía la menor idea de su texto. Los tipos más pequeños que el cuerpo 10 le estaban vedados, ya que no había podido costearse el último ajuste ocular indicado en su ficha de salud. A la hora en punto estaba sentado frente a Salvatore. Tenía la boca reseca y un nudo en el estómago, pero se mantenía rígido en su silla. Le tranquilizó un poco el que Salvatore no diera muestras de enfado. —De manera, amigo mío —dijo el funcionario, con la urbanidad de siempre— 128


, que decidió acogerse a los artículos 20 y 21... ¡Bien! ¡Una decisión muy acertada, si me permite indicárselo! Umberto pestañeó. Los cojines del asiento parecían ceñirse en torno a sus huesudas caderas, como apresándolo. —¿Los... artículos veinte y...? —insinuó. —¡Su Cesión Personal! Muy atinado, amigo mío, habida cuenta de su... situación. Permítame buscar los formularios... —Extrajo una delgada carpeta de un cajón; la abrió y extendió ante Umberto un documento rematado por una línea de puntos—. Ahora, si tiene la bondad... Umberto estaba aturdido. La comisura izquierda de su boca cedió a un tic espasmódico. Su mano, salpicada de puntos marrones, tembló al tomar la hoja de papel. —¿No están... enojados conmigo? —balbució—. No fue mi intención... Salvatore esbozó una sonrisa. —En “Sosol” nos preciamos de ser comprensivos... Por cierto —añadió—, el hecho de suscribir el presente documento lo exime a usted de la... ¡jum!, considerable compensación económica que nos habría adeudado en otras circunstancias... El desventurado Umberto, vadeando entre lúgubres premoniciones de una atroz indigencia senil, ni siquiera oyó el resto. Casi sin darse cuenta, aferró el termoscript que le habían puesto entre los dedos y lo sostuvo sobre el papel. Un rasgo imposible de duplicarse por cualquier otra mano, ya que lo determinaron diversas constantes propias de Umberto, como temperatura promedio de la piel, presión sanguínea e impulsos nerviosos, se estampó indeleblemente sobre la línea punteada. El anciano experimentó una sensación similar a la que le habría causado una enorme puerta cerrándose a sus espaldas..., pero todo parecía preferible a la sanción económica, o al menos así lo supuso el propio interesado. —¿Parientes cercanos? —inquirió la voz de Salvatore—. ¿Empleo vigente? —¿Eh? N-no. Nada de eso... Yo... —¡Perfecto! —Salvatore oprimió uno de sus botones ocultos, y un hueco se abrió en la pared del fondo—. Puede pasar al sector de fusión... De hecho —agregó, como al acaso—, ya le están esperando. Posiblemente, se dijo Umberto, en tanto se ponía de pie sobre rodillas 129


vacilantes, el efecto de los Martinis persistía aún. Todo parecía bastante claro para la otra parte, pero él se sentía igual de mareado que el día en que se bajó de la calesita nulgrav, años atrás... Sus pasos lo llevaron hacia la abertura. El resplandor lo deslumbró; luego se le acostumbró la vista. Había un gran despliegue de acrílico blanco, mucho cromado también, extraños aparatos... Y dos ojazos de cielo en un bonito rostro auroleado de cabellos verdemar. —Por aquí, señor. —La voz de la chica, enfundada en un enterizo plateado, era tan cautivante como la rosada boquita de la que brotara—. Tome asiento allí... Solo es cosa de minutos. Su toque era tan suave, al conducirlo... Dócil, dejó que ella le ajustara un casco y sendas abrazaderas en

muñecas y tobillos.

—Ahora, tranquilo, señor. ¡Relájese! No hay de qué preocuparse, ¿sabe? Salvatore sonreía cuando vio en su pantalla la delgada silueta del viejo que se marchaba a casa. Las cámaras persec le permitieron seguirlo en un trecho de su camino a través de la avenida. Luego dobló una esquina y salió del campo de visión. Con leve soplido, Salvatore extinguió la imagen. —Todos seremos más felices de aquí en más —musitó. Umberto seguiría su monótona existencia, y era improbable que nadie, entre la multitud urbana, advirtiese diferencia alguna, a no ser que observase con excesivo detenimiento. La pérdida de seis octavos de las neuronas de un solitario no significa gran cosa para el resto del mundo. Con la ventaja, además, de que un solitario con seis octavos menos de neuronas deja de padecer por sus carencias, que ya no le preocuparán. Entre tanto, aquel ingrediente inapreciable complementaría con insustituible eficacia el software de una nueva unidad Sosol..., el más perfecto compañero para un solitario. Porque los Sosoles, gracias a su complejo neurocibernético, casi poseían sentimientos, y desde luego conservaban la conciencia del donante de neuronas. Integrada a una unidad concebida para acompañar, esa conciencia jamás volvería a sentirse solitaria. —¿No es la perfecta solución? —murmuró Salvatore, sonriente.

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CARLOS MARÍA FEDERICI Uruguay Wikipedia: Carlos María Federici

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e parecía un ejercicio por demás inútil calcular cuánto tiempo llevaba viviendo en esa casa o cómo es que llevaba a cabo las rutinas propias de una vida común y corriente. Solo sabía que su mayor interés se centraba en el momento en que alguna persona entraba a su casa y se

quedaba a vivir en ella pensando que estaba deshabitada. Su fanatismo religioso lo llevó al más profundo aislamiento, pero su psiquis no estaba preparada para esa prueba. No, no pudo y por esa razón ansiaba tanto que las personas llegaran a su casa, así fuese por casualidad. Una de las que más recordaba era la señora, de unos sesenta años largos, con el rostro horadado por la amargura y la espalda martirizada por la soledad. No se mostraba a ella pues la oía murmurar un monólogo constante semejante al zumbido de una avispa. Aprovechaba de robarle comida y sabía que la ponía nerviosa y aún más molesta pues se sentía observada. Cuando finalmente se le presentó, la señora falleció de un infarto y, lejos de estarle agradecida por ello, reconcentró su furia y lo maldijo. Pensó que sencillamente la maldición carecía de fuerza porque sin su nombre no estaba personalizada y él tenía a Dios de su lado, siempre sería así. La joven señorita lo tuvo cautivado mucho tiempo. Solo se le acercaba de noche, cuando dormía, y procuraba aspirar su aliento pues este era fresco y límpido, un exquisito perfume de juventud. No la tocaba, solo la contemplaba y llenaba sus pulmones de ese aire vivificador. Sin embargo, ella también murió. La velaron en la casa y pudo escuchar a través de las paredes que había muerto de consunción, que probablemente un espíritu impuro le había arrebatado la vida a la pobre niña, que se debía hacer justicia por ella y por la señora que también había muerto allí. ¿Entonces él era un fantasma? Le resultaba extraño, solo que… no quería pensar en su muerte, pues ahora que lo recordaba revivió el dolor de la cuchilla de afeitar al cortar su yugular, los borbotones de sangre, la debilidad, el saber que lo volvería a hacer pues la vida le sobraba y no tenía motivo alguno para seguir de rodillas, mejor irse de pie con el orgullo intacto. Recordó que estuvo internado en un sanatorio para enfermos mentales, recordó que pidió la ayuda de la iglesia mas no la recibió. Se aferraba a su Biblia buscando pasajes que lo ayudaran a entender por qué era un paria pese a su devoción. Dejó de rogar y su comportamiento se volvió sumiso. Al tiempo lo dejaron salir. Los 133


médicos se ufanaban de haberlo curado. El posterior suicidio del paciente les cayó como un balde de agua fría. Ahora aguardaba a los sacerdotes que por tanto tiempo esperó, la ayuda que ya no necesitaba. Él se había hecho resiliente, había superado el trauma, pero se aseguraría de que los que vinieran no lo hicieran jamás.

DAMARIS GASSÓN PACHECO

Venezuela

Twitter: @damarisgasson

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a mujer tejía en el living, sentada junto a su esposo que sufría viendo el partido por las eliminatorias entre Uruguay y Colombia. De vez en cuando lo observaba o le preguntaba si necesitaba algo, en vano porque este le mascullaba.

⎯Lo que necesito es que den dos pases seguidos. Pongo a mi vieja con delantal

y todo y hace mejor los cambios de frente. No tiran al arco ni por decreto de gobierno. En esos momentos el relator de la radio decía, pues le gustaba ir a la par del partido y no unos segundos después como le mostraba la pantalla en su televisor. Aunque a veces dudara si el relator trasmitía ese u otro encuentro. Relator ⎯Corre para tomar Stuani, muy bien Stuani; lo mejor de Uruguay ¡Eh! Su esposa se desinteresó del tejido, se había despertado su curiosidad, quería saber quién era el tal Stuani. Relator ⎯Toca la pelota Sánchez, Sánchez a Lodeiro, Lodeiro a Stuani, Stuani entró por la punta, quita la pelota, la recogió otra vez Sánchez, ahí entró con Maxi Pereira ¡Tiró bajo! Y se va la pelota al córner sacada por Colombia ¡La jugada más peligrosa del partido! Mujer ⎯Cómo para no ser el mejor Stuani si está en todos lados ¿O hay más de un Stuani? Su esposo la miró, sopeso en su fuero íntimo si le contestaba un disparate o atendía lo que decía el comentarista en ese momento. Comentarista ⎯Lodeiro en vez de buscar a la derecha, tendría que haber buscado a Rolán que entraba solo por la izquierda. Mujer ⎯¿A quién buscaba Lodeiro, a la pelota? ⎯Preguntó inocentemente. Marido ⎯¿Cómo que a quien buscaba? No preguntes sandeces, mujer. Mujer ⎯Preguntaba porque escuché que Sánchez tomaba la pelota, luego se la quitó Stuani para dejarla en el suelo. Marido ⎯¡Pero qué disparates dices mujer!, ¿por qué dices eso? Mujer ⎯Porque luego la debió recoger Sánchez ayudado por Maxi Pereira. No me quedó claro quién tiró al arco. Relator ⎯Córner que va a tomar Carlos Sánchez, va a venir el córner, están esperando varios hombres. 136


Mujer ⎯No sabía que jugaban mujeres también. Su marido casi le tira con el control remoto, se salvó porque en ese instante el relator decía: ⎯Godín espera ¡Viene el córner, se quedó Lugano… ¡¡Goool de Uruguay!!!... Godín ¡¡Goool uruguayo!! Fue el córner de Sánchez, entró Godín como una saeta humana, tiró un cabezazo formidable, violento, notable, furibundo. Corren treinta y cuatro minutos del primer tiempo. El marido dio rienda suelta a toda la tensión nerviosa, saltaba, se ponía de rodillas mientras gritaba a la par del relator ¡¡Golazo nomás!! ¡¡Uruguay pa todo el mundo nomás!! ¡¡Pa los contra!! ¡¡Para esos que critican al maestro y su forma de hacer jugar!! Comentarista ⎯Vale oro esta dupla mi viejo. Sánchez los tira y Godín los cabecea. Este fue de cabeza o de pie un zapatazo ¡Ah la pepituá, qué golazo de Uruguay! Se veía venir por arriba, estaba dicho desde la mañana, lo dijo Comesaña, a Colombia le duele el juego aéreo ¡Lo mató Godín! Su mujer lo observaba, su marido seguía transformado en un iracundo hincha en la tribuna imaginaria del living. Por eso no se animó a decir lo que pensaba. Que el gol en definitiva no era válido y a las pruebas se remitía. Godín había matado al golero de un zapatazo.

JULIO A. VILLARREAL GAVIRONDO Uruguay

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ale papá... contame. Contame sobre la mumia. ⎯Momia. ⎯Ok. Mo-mi-a. ⎯¡No! Así no se separa en sílabas. La palabra momia se

divide en dos sílabas: mo-mia y es llana. La sílaba tónica es mo, es una palabra llana o paroxítona, esto es que su sílaba tónica es la penúltima y no lleva tilde. ⎯¡Ufa! Está bien. Momia. ⎯A pesar de estar enterrada en una cripta en lo más profundo del desierto... ⎯Pará, pará, pará. Si está encerrada en una cripta, no tendría que decir: “Encriptada” en lugar de enterrada, porque que yo sepa las personas que están enterradas están literalmente debajo de la tierra. ⎯Eh. Bueno... A pesar de estar encriptada en una cripta en lo más profundo del desierto una antigua princesa llamada Anksunamun... ⎯Pará, pará, pará. Si es una momia que viene de Egipto, no puede ser una princesa, las princesas son hijas de reyes, y ella era hija de un faraón, en todo caso sería una “Faraonesa”. ¿No te parece? ⎯Bien. ¿Puedo continuar? ⎯Dale. ⎯A pesar de estar encriptada en una cripta en lo más profundo del desierto una antigua faraonesa llamada Anksunamun... cuyo destino le fue arrebatado injustamente, se despierta en la época actual y demuestra una maldad que ha crecido hasta límites insospechados... ⎯Pará, pará, pará. ¿Y quién tiene derecho a decir lo que está bien o está mal? Aparte “límites insospechados” ¿A quién se le ocurre sospechar de los límites de alguien o de algo? Yo no me imagino diciéndole a la maestra: “Mae, sospecho que los límites del Uruguay no son esos”. No sé, no me cierra... pero dale, seguí. El padre se rascó la cabeza, y prosiguió. ⎯A pesar de estar encriptada en una cripta en lo más profundo del desierto una antigua faraonesa llamada Anksunamun... cuyo destino le fue arrebatado injustamente, se despierta en la época actual y demuestra un comportamiento ni bueno ni malo (que aquí no estamos para juzgar a nadie) que no sabemos si ha crecido 139


y mucho menos sospechamos si hay algún tipo de límite en dicho comportamiento. El padre hizo una pausa, como esperando una nueva interrupción de la niña. Ella hizo una mueca para indicarle que prosiguiera. ⎯... con el paso de miles de años. Desde las inmensas arenas de Oriente Medio hasta unos desconocidos laberintos bajo el Londres actual. ⎯Pará, pará, pará. En clase aprendimos que se casó con Tutankamón en el año 1327 a. C. y estamos en el año 2020... (La niña miró el techo e hizo la cuenta en el aire) son unos 3347 años, aproximadamente, digo, por qué exagerar con eso de: “miles de años”. ¿No te parece papá? ⎯Está bien hija. Ganaste. Si querés podés decirle Mumia.

JOSÉ LUIS MACHADO

Uruguay

Facebook: https://www.facebook.com/joseluis.machado.10 Página WEB: http://abrelabios.com/general/indexjose.html

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l viejo autor evocaba su infancia en sus conferencias. Sus primeras obras literarias hablaban sobre la vida en el campo, los aperos de labranza y hierro forjado; en realidad, su propia infancia rodeada de labriegos arando y cultivando la tierra. Explicaba sus recuerdos

emocionado:

“Las mujeres bajo el techado del porche tejiendo al amparo del sofocante calor. Y como al anochecer la plaza del pueblo se llenaba de mujeres charlando tranquilamente, mientras los esposos jugaban una partida de cartas en la taberna y los niños correteaban alrededor de la fuente jugando al pilla-pilla”. Añoraba aquellos días y el sosiego del pueblo. Las grandes urbes decía: son un enorme altavoz del claxon de los coches, botellones, peleas, tráfico y la música de los que tampoco respetan el sueño de los demás. Por ese motivo nunca quiso dejar el pueblo. Se sentía un poco triste porque ya quedaban apenas una docena de habitantes y estaba convencido que cuando a todos les llegase la hora de dejar este mundo; el pueblo moriría con ellos. Las conferencias suponían para él, una manera de concienciar a los jóvenes. “No se puede perder la España puebleria, donde el aroma del café es intenso. El olor de la madera en el fuego de las chimeneas es acogedor y donde se respiraba aire limpio sin contaminación. Un lugar en el que por las noches solo se oye de vez en cuando el pito del sereno y el ladrar del perro que lo acompaña. Soy testigo inexorable de las noches y su silencio”. Tras la conferencia, regresó de nuevo a su amado y tranquilo pueblo: “El Saladillo”. Siempre se preguntó el porqué del nombre, puesto que allí no había salinas. Los más ancianos comentaban que se le puso el nombre gracias a un forastero que se instaló después de la guerra en el pueblo. Un hombre solitario pero de gran corazón que construyó muchas casas, la escuela; derribada durante la guerra civil, y la iglesia quemada por los republicanos. Su nombre era Juan Salado Gómez, y por lo avispado y nervioso que era trabajando a alguien se le ocurrió decirle “Saladillo” y cuando falleció de una 142


neumonía, decidieron los ediles por unanimidad, cambiar el nombre del pueblo “La Parca” por el de “El Saladillo”. Juan fue un hombre bueno con todos que invirtió su dinero en crear su lugar de descanso lo más hermoso posible, ya que tras la guerra el pueblo estaba con más de la mitad de las casas derruidas. Construyó una preciosa fuente en la plaza del pueblo, y cuando se enteraba que alguien del pueblo estaba enfermo llamaba al médico y corría con los gastos. Juan no merecía haber muerto tan joven, pues al morir contaba con apenas 58 años. Germán, el conferenciante era famoso por sus publicaciones, alguno de sus libros llegaron a editarse hasta diez ediciones. Pero él se negaba a dejar su pueblo natal. El lugar donde nació, se crió, y en el que se encontraba tan a gusto. Cansado y tras comer un trazo de pan con queso y un buen café, se recostó sobre la cama. Desde la bóveda de su habitación, podía ver las estrellas. Pensó en lo hermoso que se veía el cielo de noche y como la luna resplandecía. Escuchó el apreciado silencio que reinaba en el pueblo, y poco a poco sin pretenderlo, se quedó dormido bajo la luz de las estrellas que penetraban por la bóveda.

NURIA DE ESPINOSA

España

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S

e apresuró a cruzar la calle esquivando vehículos. Atrás dejaba edificios que albergaban tiendas de ropa y talleres textiles, en su mayoría; así como calles abarrotadas por vendedores y compradores. En el bolsillo llevaba unas pocas monedas. Al salir de su casa tuvo la esperanza de que las cosas

cambiarían; al mediodía se convenció: todo sigue igual. Cinco años y un día, el encargado le comunicó: La producción ha bajado. Apenas se normalice te mandamos a llamar. Y la espera fue en vano. Pasaron los días y cayó en la cuenta: la intención era deshacerse de los trabajadores con antigüedad: fue echada sin indemnización porque no tenía contrato de trabajo de por medio. ¡Vienen los de la inspección!, recordó las veces que dijo alarmado el encargado, y ella y otros tenían que salir disparados a esconderse. Luego les avisaban que regresaran a sus puestos que ya los inspectores se habían marchado. Y ella colaborando para no quedarse sin trabajo, y hoy, se arrepentía de haber sido cómplice de esas artimañas que le ahorraban dinero a los dueños de la empresa. Pero no le quedaba alternativa: allí los empleadores imponían las reglas, y no las autoridades, pensó enfurruñada. Por lo que esa tarde Mailena Álvez echaba chispas porque no había conseguido nada y había merodeado por los alrededores de su antiguo trabajo sin conseguir nada y, el panorama en los próximos días se tornaba difícil. Y sin embargo no tenía tiempo para autocompadecerse. Había que afrontar la situación, y pensó que las cosas podrían haber sido menos dramáticas si se tratara únicamente de ella. Pero apenas cruzársele esa idea, la desechó en un segundo: era un niño hermoso y lo amaba; y una sensación de culpabilidad la estremeció de pies a cabeza por habérsele ocurrido aquello. Ella no era una mala madre, pensó angustiada. Mejor era mirar sus alternativas. Y las alternativas en este caso podían ser las amistades. Recordó a Maricielo, una amiga de quien hace mucho no sabía nada. Vivía algo lejos pero podía llamarla e ir a buscarla si es que esta estaba libre. Quizá podía tener algo para ella. Nunca se sabe, se le ocurrió. Y así se dirigió a un teléfono público y marcó el número que llevaba en su billetera repleta de direcciones de viejas amistades a las que nunca veía. Casi no se distinguían los números anotados en el reverso de una 145


vieja tarjeta de cartulina. Encontró dos números que pertenecían a su amiga y optó por el de su casa y no el celular. Cuando sonó el teléfono hizo inconscientemente una plegaria esperando que se encontrara en casa porque se estaba gastando el poco dinero que llevaba encima con esa llamada que podía resultar inútil. Contestó una voz que reconoció enseguida: la señora Rosario, madre de Maricielo. Apenas preguntarle, esta le dijo que esperara un momento, que la comunicaba, y se hizo un silencio al otro lado de la línea, mientras angustiada porque los segundos corrían (y no tenía más monedas que echar y la comunicación se cortaría en unos instantes), sintió alivio cuando la amiga al fin se puso al habla. La saludó efusivamente, y luego dijo apresurada: ⎯Puedo pasar por tu casa ⎯y Maricielo dijo: ⎯Claro. Te espero ⎯extrañada por la llamada de esa amiga de quien no sabía hace mucho. Al colgar vio que pasaba un microbús que iba en la ruta de la casa de Maricielo y a la carrera y haciéndole señas trepó al vehículo cuando este se detuvo a esperarla. Se conocieron en un taller de los Chumbes, pero luego de un tiempo y cuando ya se habían hecho amigas, Maricielo dejó las costuras por la venta de celulares y sus encuentros se hicieron esporádicos, pero aún así se siguieron comunicando hasta que un día dejaron de hacerlo sin motivo alguno. Y la veía después de tiempo. La misma chica alocada que conoció pero mejor vestida. Un peinado que la hacía ver exuberante. Se nota que le va bien a la condenada, pensó sin malicia. La recibió como siempre la había recibido: con excesiva alegría que siempre le pareció un poco forzada pero que a ella no le desagradaba. Le dijo que se ponía una casaca y salían a almorzar afuera. ⎯Mamá voy a salir. No me guardes almuerzo⎯. Comunicó a su madre que no disimuló su disgusto por dejarla con la comida preparada. Apenas volver Maricielo, un aroma dulzón impregnó el ambiente que la hizo estornudar. Era el perfume de su amiga. La casaca que se había puesto era de buena factura notó en el acto. No había duda: las cosas le iban bien. Le advirtió que no llevaba dinero pero su amiga le dijo que no se preocupara, que invitaba y, así se vio yendo con Maricielo a una zona opulenta de la ciudad. 146


Mientras recorrían las calles en ese momento llenas de vida y aparente despreocupación, en el taxi que habían abordado, Mailena pensó en lo tonta que había sido por haberla perdido de vista tanto tiempo y haberse privado de esos buenos momentos que siempre pasó al lado de esta muchacha loca. ⎯Por lo que veo las cosas te van bien ⎯le dijo una vez instaladas en un restaurante donde entraron por sugerencia de Maricielo. Hacía tanto que no entraba a un lugar agradable, y viendo a las personas que allí había, pensó en lo mal que iba vestida. Maricielo le preguntó por su hijo. Le dijo que estaba bien felizmente y que su madre lo cuidaba mientras trataba de conseguir trabajo. El padre de su hijo también se encontraba sin trabajo y era muy poco lo que le pasaba a la criatura ⎯le contó⎯, y que a pesar de llevar separados casi desde que el niño nació, la ruptura no había sido hostil y que en las cosas del niño trataba que la relación se mantuviera, aunque había empezado a notar que Juan cada día se ausentaba más y hacía poco por ver a su hijo. La explicación: no tenía trabajo y por eso no estaba yendo a verlo como quería, le había dicho la últimas vez que fue a ver a Juancito, y de eso hacía buen tiempo. Por su parte Maricielo le contó que laboraba en un exclusivo casino y ganaba lo suficiente para cubrir sus gastos y darse algunos gustos. Su horario era de turno noche, así que de allí se iría a trabajar. ⎯Por la mañana duermo ⎯le dijo divertida. Estaba encantada con su trabajo porque atrás habían quedado los días en que tenía que ganarse la vida como obrera dándole y dándole a una máquina de coser por una paga miserable. ⎯El casino en cambio es relajado. La mala noche del casino no es nada comparado con el doble turno de los talleres. Había olvidado las preocupaciones que durante toda la mañana la habían abrumado. Su malhumor se había disipado. Después de todo ⎯pensó⎯ no era tan terrible lo que le estaba pasando: la vida volvía a tener sentido. De pronto su amiga la miró y le enseñó la muñeca en donde llevaba un reloj que a simple vista se notaba de los costosos, y que ella ya se había fijado desde que salieran de casa de Maricielo, pero que se había guardado de hacer algún comentario hasta el momento. Además, esta había hecho algunos aspavientos con aquella muñeca, 147


y a ella no se le había pasado la intención de lucir ese objeto ante sus ojos. Y finalmente había cedido a lo que a todas luces su amiga quería que le preguntara: ⎯¡Qué bonito! ⎯dijo señalándole la muñeca. Esta, encantada, dijo enseguida la marca del reloj, y se lo acercó para que lo apreciara en todo su esplendor. A Mailena en un instante se le cruzó por la cabeza: ¿Cuánto debía de costar?, y aunque no sabía de marca de relojes, se le ocurrió que mucho. La amiga viendo su silencio dijo que era un regalo de su jefe. ⎯¿Tu jefe? ⎯dijo Mailena como un murmullo. O sea está saliendo con su jefe, y como no se consideraba una mujer pacata, le pareció que con lo bonita que era su amiga por fin había encontrado su porvenir, y que era un lindo detalle lo del reloj y se lo hizo saber: ⎯Está bárbaro el regalo del jefe. Pero al oírlo Maricielo su rostro se opacó mirándola con una expresión que la estremeció, y luego, como si saliera de un estado de conmoción le increpó: ⎯¿Estás cojuda o qué? La reacción de su amiga la desconcertó. ⎯Eso me pasa por andar con gente de otro nivel ⎯siguió diciendo mirándola con verdadero resentimiento. Y Mailena que no salía de su asombro, pensó aturdida: en qué momento metió la pata. ⎯Si vas a venir a buscarme para burlarte puedes irte a la mierda ⎯siguió la otra ofuscada. Luego de ese primer estremecimiento. Después de ese remezón; trató de hacerle entender a su amiga que había malinterpretado sus palabras, que para nada estaba insinuando algo, pero Maricielo estaba fuera de sí. ⎯Todos pueden irse a la mierda. Están envidiosos porque he podido sacar algo con mis propios medios y me he superado. Mi madre también jode. Me tiene harta. Quieren que siga viviendo como tú. Mírate, sin trabajo y con un hijo, y tu madre tiene que hacerse cargo de él. Esa recriminación terminó de estabilizarla. 148


No le podía pasar por alto a su amiga por más confundida que estuviera esas palabras. Si Maricielo le levantaba la voz ella también se la podía levantar, y más alto. Mientras tanto la gente miraba hacia su mesa solapadamente. La armonía, la paz que venía sintiendo desde que salieron de casa de Maricielo, se desvaneció. Retornaron los malos pesares que desde temprano la habían estado agobiando; y con su mejor voz, dijo: ⎯Puedo ser una misia de mierda pero no necesito tirarme a nadie y que me dé regalitos para que te enteres. Fue suficiente. Su amiga se paró rauda y atropelladamente salió del restaurante. Ella quedó allí expuesta a las miradas de todas las personas que ahora sin disimulo la observaban. El dinero del consumo había quedado sobre la mesa. Su amiga al marcharse lo había arrojado para hacerle sentir todo su desprecio. Ella pidió la cuenta. Pagó. Y el vuelto que luego le trajera el mozo lo colocó en uno de sus bolsillos de su gastado jeans, y, esbozando una sonrisa, pensó: “después de todo no había sido mala idea haber visto a Maricielo”, mientras salía de allí.

MARIANO CARRANZA LUCERO

Perú

Facebook: mariano carranza lucero Instagram: mariano_carranza Twitter: @marianocalu

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