Diario de un desenterrador de dinosaurios

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Yo sabía que tenía dos opciones: podía intentar una nueva ruta para mi carreterita, o podía suspender la obra para ponerme a excavar justamente encima del misterioso estorbo. Como ya lo saben escogí la posibilidad número dos, aunque debo confesar que una de las razones por las que ganó esta opción fue porque por un momento pensé que aquello tan duro podía ser el cofre de un tesoro. Así que me agaché sobre el misterioso enterramiento y me puse a escarbar utilizando una piedra que parecía la punta de una lanza. Estaba tan emocionado que, en una de ésas, mi rodilla se atoró con un alambre, y ¡zas!, ¡que se me rompe el pantalón! Pero la verdad no me importó mucho que digamos porque mi piedra ya estaba chocando con la superficie del supuesto cofre y pronto tendría varios millones con los cuales mandar a zurcir el agujerote de mi rodilla. ¡Toc, toc, toc!, se escuchaba, pero yo no sabía si era el ruido de la piedra al golpear el tesoro, o mi corazón que de la sorpresa parecía quererse salir de mi pecho. ¡Toc, toc, toc!, y de pronto apareció mi dinosaurio… bueno, más bien dicho el amarillento colmillo de mi dinosaurio: una pieza triangular de unos treinta centímetros de largo que con mucho trabajo logré sacar a la superficie.

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