Collar de perlas - Rulfo, Etchegaray, Córdoba, Michela, Espinosa

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viene, ni a donde va, sólo que cuando el arreo se pone flojo allá, en el sur, se convierte en su temporaria compañía. El día se desmaya sobre ellos, se enreda en la cañas del alero, bosteza algún remolino engañoso de tormenta, se desparrama por el campo; está cansado. Tanta sed, tanto calor. “¿Ta bueno el camino? Pregunta el cebador “Mas o meno. Hay guadales…” responde el hombre de a caballo entre sorbo y sorbo. “La pucha y no quiere llover…” Miran al cielo a través de la enramada. Sólo el oeste rojizo, como siempre. “Refrésquese, don, hay un poco de’agua, entuavía en el tacho”. “Ta bien, se agradece” el visitante desensilla el caballo que olfateando el aire corre a la aguada, casi un tazón cuarteado por la sequía. Pocas palabras, no sea que se seque el garguero. El viejo sabe que el hombre ha pasado por la tapera achatada en su mortaja de campanillas azulmoradas, y que todavía le dura el estremecimiento. Algunos se santiguan, otros apuran el tranco. Pero de eso no se habla, para qué remover lo pasado. El suceso dio para agotar conjeturas y habladuría. Fue en el tiempo en que las tuscas florecían apurando la vida del monte. El pobrerío, sabía divertirse sobretodo en esa época. Dicen que los sanavirones eran bailarines de alma. Tal vez de ellos les venían esas ganas de moverse al compás de la música: dos violines, una guitarra y para los valcesitos, un acordeón. No paraban de sonar hasta el amanecer, cuando pateando terrones y alguno que otro sapo, regresaban a la única realidad que les había tocado en suerte.

Collar de perlas

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