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Memorias de un venezolano en la decadencia (VIII) En ese Barquisimeto caliente y crepuscular de comienzos de los 90´s, con apenas 800.000 habitantes, los conciertos de rock eran escasos pero atesorados. Como ajuares de quinceañeras, los rockeros guaros dejaban sus mejores galas para cuando, cada tanto en tanto, se celebraba lo que para ellos era el evento social por excelencia. El Anfiteatro Oscar Martínez, ubicado al interior de lo que se llamaba “Zona Ferial” de la ciudad, era la mayor ágora que con cierta frecuencia albergaba las huestes de pelo largo y ropa negra. Allí se presentaron la banda del “boom” nacional de los noventas, como Sentimiento Muerto, Desorden Público, Zapato 3 y Témpano, a veces compartiendo con otras propuestas más poperas como Pentágono, Wag y Aditus. De fuera, pisaron aquella concha acústica Soda Stereo, Charly García y Fito Páez, entre otros. Lo malo del Anfiteatro era que el aforo era al aire libre, con lo que se dependía del buen tiempo, y que a veces los conciertos se pautaban en medio de vendimias agropecuarias de
todo tipo, la típica feria pueblerina con sus stands de quincallería, fritangas y hasta corridas de toros. En esas oportunidades, el aire bucólico de la ciudad se mezclaba con los aromas de los excrementos bovinos, porcinos y de los caballos de paso que eran parte de la atracción de los días. Anteriormente, había sido el Domo Bolivariano el que había albergado algunos conciertos de rock, con bandas como Equilibrio Vital, Resistencia, Polifusión, Arkangel, Tempano y Aditus (estos últimos en su etapa sinfónica-rockera). A nivel más subterráneo los espacios eran más pequeños y alternativos. Por prejuicios y realidades, no eran constantes los locales alquilados para el despliegue de las bandas locales. Quienes se arriesgaban a organizar algún recital debían incluir en el presupuesto el reembolso por sillas y vidrios rotos, alfombras quemadas por colillas de cigarrillos y dosis de manzanilla y valiums para lidiar con peleones y borrachos que ventilaban al aire sus fantasías de lo bravucones que debían ser “los rockeros de verdad”. Días más tardes, sobrios y tranquilos, eran los mismos que se quejaban que en la ciudad “nunca pasaba nada”, pero ante cada convocatoria musical se dedicaban meticulosa y pacientemente a que menos que menos sucediera. Si ubicar un local era un dolor de cabeza (incluyendo en la lista clubes y bares, centros “sociales y deportivos”, estacionamientos, patios de casas y ateneos de las ciudades circundantes), no menos problemático era alquilar el sonido. Ante una demanda tan escasa, en el Barquisimeto de aquellos días no existían compañías profesionales de sonido medianas o pequeñas, por lo que había que conversar de precios con las minitecas del pre-
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