El Guajhú # 9

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Año 4 | N ° 9 | A sunción - Paraguay


El Guajhú

Revista de, con y por las letras Año 4- N.o 9 Abril 2017 Asunción, Paraguay Equipo Editorial Cave Ogdon Christian Kent Giselle Caputo Miguel Arias Diagramación y diseño: César Barreto Fotografías: Martín Crespo Escritores de esta edición: César Barreto Cristino Bogado Edgar Pou Edu Barreto Jorge Kanese José Duarte Marta Mondrián Patricia Cabrera Xavierlón Cazal Camila Recalde Carlos Bazzano Cave Ogdon Charles Da Ponte Christian Kent Ever Román Javier Viveros Miguel Arias Sebastián Ocampos

Editorial ¿En qué se parece un ruiseñor a un elefante? Tendemos a creer que dos realidades tan dispares pueden ser contenidas en una sola idea: son animales. A diferencia de Funes, condenado por su enorme memoria a lo particular, los editores tenemos el don de agrupar, de reunir, de rejuntar, de encimar, de arrimar. Así es como seguimos confiando (y más que nunca) en la importancia de hacer antologías; tarea tan prodigiosa como la que confió el dios del Génesis al viejo Noé. Claro, siempre algún criterio existe, no pondríamos a los conejos con los yacarés, ni a los sapos con las moscas, ni a los poetas a merced de los narradores. Algún criterio –por más extraño que fuese– permite que además de estrellas, veamos constelaciones. En la presente antología esos criterios son simples. Primero: el número 9. Es nuestra novena edición y nos pareció prudente convocar la sumatoria de 9 poetas + 9 narradores. Llamémosle cábala. Segundo: todas y todos son autores que participan activamente en aquello que coincidimos en llamar “literatura under paraguaya”. Y cuando decimos under nos referimos a lo que se mueve por debajo, en cierta clandestinidad; y no porque tenga menos valor o porque se desprecie, sino porque reconoce el peligro de recoger los premios o codearse con los osos panda. Es un poco como el chaleco amarillo de Werther (mitad pose, mitad heroísmo), o como “la flor en la solapa de la miseria” en palabras de un gran poeta. Por último, nos animamos al cambalache con la esperanza de que brindemos por nuestras diferencias: así que, prevenimos al lector, de buscar en estas páginas cualquier especie de jerarquía... En esta edición, el microbio no pesa menos que el hipopótamo.

Impreso en: Arandurã Editorial El Guajhú permite la copia y difusión de los contenidos de este número siempre que se reconozca a los autores y la distribución se realice con fines no comerciales. ©2017. El Guajhú.


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poetas César Barreto Cristino Bogado Edgar Pou Edu Barreto Jorge Kanese José Duarte Marta Mondrián Patricia Cabrera Xavierlón Cazal

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César Barreto ('89) Madrugada El rojo se refleja en las gotas de lluvia. Me detengo. Un cassette en la radio. Subo el volumen. Vivaldi. Tan tran tan taran taran. Concierto de guitarra y algo en algo sostenido. A lo lejos, se escucha un horrible karaoke. Crimen. El canto/lamento se mezcla con el ladrido de un perro. Subo el volumen. Tranquilidad… Vivaldi me acompaña. Se acomoda el cabello, asiente con la cabeza y fuma un porro. Qué buen tema, dice, y señala la radio. Yo también asiento y subo el volumen. Atrás, el cantante del karaoke llora. Lamento ser tan malo, dice. Vivaldi se da la vuel… ………………………. ……………… 4

Juego de luces. Ojos pesados. Bocinas. Verde.

Noche divague

Subo el volumen y sigo mi camino.

Se abre la puerta 2 de 3.

Parálisis del sueño. Pecho agrietado.

Las sombras y luces se extienden por el cuarto como caricaturas macabras. Ataque de epilepsia al velador. Satanás baila una danza árabe moviendo sus huevos de un lado a otro con el ombligo lleno de hostias. La voz de Cartes relata pequeños fragmentos de tu vida mientras Bach toca un rocanrol. Y el diablo aplaude y ríe y te dice que despiertes de una vez porque tenés tarea que hacer. Pero el aire frío parece cubrirte el rostro como una bolsa de plástico y tus sábanas comienzan a irritar tu piel. No podés despertar.


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Cristino Bogado ('67) 1.500.000 yiyis “Buen día gafas, adiós muchachas” (que Lachatre traduce: “Cuando llega la edad de usar gafas, hay que renunciar a los amoríos”) GP

Escribo contra mí y para mí los libros que no existen en plaza para desaburrirme del aburrimiento eterno Buscar sin tregua un archisueño olvidado: [ poesía (Como ese libro de Taine nunca vuelto a ver) Tal como Odín ante las puertas del infierno, Gesang ist dasein es mi oficio sin paga El dasein del poeta es su sang su sol su canto [ al sol guaraní Su hijo su sangre su song coreano El pynandí telúrico y eterno Devoto innato de san Crispín incluso bajo el fragor de las armas me he mantenido fiel a las musas,1 decía Arturo Schopenhauer -mutatis mutandis uno podría parafrasear al teutónico así “incluso bajo el escándalo de la abulia e indiferencia ambiental me he mantenido fiel a esas yiyis deliciosaslas musas y sus letras” Primera regla del no-escritor actual No leer los libros ni oír las músicas alabadas por tus coetáneos (epojé del mainstream)

Qué bajo el asfalto la plaza- ¡bajo la calza la bombacha! Cuando pese a todo uno comprende en [ verdad La fenomenología del espíritu, es como si la hubiese escrito (Badiou casi Borges) suele dormir en youtube con el auricular en el oído guiado por algún poema de watanabe o una interviú con Faulkner ¡Mi vida es un sampleo de la Nada cantarina!

A la Dra. Constance Petersen de Spellbound no le gustaban los poetas por mentir a los [ jóvenes enamorados sin embargo quedó hechizada por un fugitivo sin nombre huyendo de la policía bajo el compás del theremin de la batuta de Rózsa Ndave nde yapú! Oh mi cama tembetary Oh yiyi vislumbrada en una chatarra de la [ línea 30 5


´ Todos somos una estafa Inauténticos –exhumemos esta palabra Por elaborar un doble externo e ideal arrojado al futuro y correr detrás de él nuestro clon monstruoso Antes era un yo conquistador Hoy que vegetamos tiempos de inválidos Vulnerables hasta la comedia Se trata de un yo ético trabajador moral [ justiciero Un yo como el caníbal de El silencio de los [ inocentes con un disfraz para mimetizarse con el presente Ese que solo tiene deseos indecentes de estar despatarrado todo el santo día en el sofá leyendo y durmevelando Escoge un oficio lo más cercano a su [ indecencia Un oficio decente Pongamos de escritor Porque un escritor debería leer en un momento [ dado de ¡su decente vida! ¡Inauténticos hasta los tuétanos! El fotógrafo monotemático de obreros sin embargo era considerado por sus contemporáneos sabelotodos como de derechas, conservador, etc. Porque argüían siempre captaba a los obreros en sus siestas despatarrados o mugrientos comiendo asados o bailando borrachos ¡cumbias innombrables! meterle plomo a la música- disparar a la [ Internacional! ni Buñuel alcanzo tal grado de poesía punk!

1. Para Mariën (en la línea tremendista de Andreiev) el objetivo del escritor no está en ser amado, sino ser odiado, rechazado, censurado

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Edgar Pou ('69) El ultimo reskate

Maybe Mitrídate

En una esquina de la Chaca espero todo sin premoniciones sin recuerdos. A cada pestañeo más y más desenredo la pandorga del destino miro el rio que bate alas y deja la orilla y contagia el cielo de grillos destellos de yrupe me incitan a tener este intento filoso non teim hora de brotar como si tuviera la ganzúa cósmica para desactivar el silencio de las cosas cosas que caen por el revés del sueño y luego serán mi deriva ciega tukae de sístole y diástole. Soy todavía feto del insomnio araño monedas en el fondo de la boca de los peces robé el saxo alto de un pájaro dormido en un andén devorado por temblores de luciérnagas nunca supe el santo y seña de estas piedras lo confieso con cada pisada adivino la perplejidad de sonreír a la nada. El daja vu de los jazmines ha quedado muy atrás Allí donde un perro negro se acurruca en su esquina aurea y nadie podrá saber de qué huye el viento tan manso como un caballo de espuma masticando las sombras de todo lo que no viene de todo lo que espero ese humo sin nombre esa trompeta sin dedos alrededor de la medianoche.

Monder este ílex verde ir mordiendo la escalera dorsal Traspasar tu cabellera ciega Mundos del nahaniri temblor de socavos morder en mi lengua yugular de penumbras lo que arde sin gritar remolino de mar presagio y recoveco dentelladas de mis hachas manos hasta el cuello pálido de luna futuro vestigio de nuestro deseo un momento nuestro otro momento del gemido Un puente de venas al rojo alambre hasta tu boca asediada por el oxigeno Su beso asmático donde caer escafandras para el deja vu Volver volver a la vera de las dunas de tus diez mil senos arrugadas galaxias bajo el instante de tu ombligo Vaivén de una llave que no te abre Una lluvia que zarpa sobre el kaavy dormido espuma silenciosa rondando las comisuras dejarnos ir, ir al fin Con todos los dientes con todos los dedos con todo el olvido de que es capaz el veneno.

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Edu Barreto ('78) Rata Desde hace días una rata decidió vivir conmigo. No sabe lo peligroso que puede resultar compartir el mismo sitio con alguien que puede usar las palabras te amo para acercarle a la palabra queso, puesta en la palabra trampa. Sin una sola mirada de asco, sin un grito repentino, sin un solo gesto de subir a una silla, puedo acabar con su vida. Con la palabra hola puedo hacer que decida quedarse conmigo para siempre. Con un te pienso puedo prometerle una vida segura con techo, paz y pan. Podría proyectar tener propiedades y que caminemos juntos tomados de la mano. Dependencia, la palabra más despiadada. No quisiera terminar cuidándola, engordándola y que decida irse a otra casa , dejándome aquí la palabra que más temo: abandono. Pero sé que terminaré matándola sin palabras, sin promesas como cuando se quiere nombrar cosas que ya no existen.

Penetrame…

hasta que sangren todas las palabras y [ sean las seis de la tarde: Hora del camión de basura y la saliva sobre [ la almohada…

Dale, penetrame y escuchá nuestra risa adolescente burlándose de los próceres.

Penetrame con culpa, con fuerza, con algarabía. Sudame encima, lameme, nunca el Edén estuvo tan cerca de la cama.

¡Penetrame!

Penetrame Penetrame una, tres, ciento ocho veces. para escuchar como pronuncio una mentira Así me orino en tu título, en tu estrategia [ tras otra, y en tu cara que ríe, pensando y tu rabia, rotunda, entrando… saliendo… que mi goce es verdadero…

Penetrame y deja dentro lo viscoso, una cicatriz, algo de pasado que suene a tu nombre. Si, penetrame así el Sistema se confunde: Una pija dentro de un culo no es burguesía, no es manifestación ni proletariado… ¡Es duelo! 8


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Jorge Kanese ('47) nimbô raka’e raë abujero #malestarenlacivilización ñandekô momentos monumentos movimiento iniciátikos iniciales insinuación melódica atonal de las kontradicciones básikas o sea el trasporte edéniko idíliko ekléktiko ekuánime a el los purgatorios del dante sería un sekreto demasiado pobre superficial que sirviera komo pretexto para konstruír todo un libreto como este no les desearé pues que se hagan vanas ilusiones vanas varias vagas más bien krearemos kreeremos que este purgatorio kambakué kamasutra kambalache es y sea será lo úniko poko todo lo que tendremos entre manos este es el mundo en que vivimos éstas nuestras manos este será mi libro esos aquellos son serán tus ojos y esta tu lektura tajateke los uevo jaikó jina jaikoveta ànga mombyry meandros impensables imprecisos peresozos yaikó así son así van las kosas o parecen pero no provable o muy provablemente no son deben ser olas son pura y simplemente olas oleaje kalentura que se van que vienen bajando korriendo kantando dónde y kuándo inútil rekordar o tratar de rekordar ilar komponer kombinar konstituír konstruír las alturas se diluyen se hunden hasta se ahogan de enkanto sexo y ruido y así el tiempo y las buenas intenciones no alcanzan no alcanzaron nunka luego para nada todo sukumbe y muere en el aleteo de un este mbykymi sísmiko finísimo plagueo mental del que nadie eskapa toma nota ni apunta ni eskucha si no hay tiempo no hay tiempo porque el aceleradísimo #tiempotiempo de nuestro tiempo no alkanza para vivir para nada aclarar sin embargo para los que no conocen el tema que el ynfierno también está clasificado tiene sus secciones sektores su ritmo su burocracia ja’e xupê pero no es eso no es para hablarles de minucias que vuelvo el hecho al hecho maldición que los po’ëtas como yo están estamos asignados a una zona especial a cargo de nues-

tra vieja amiga y maestra lucifer al margen eso de que los diablos no tenían tienen sexo puro cuento chino esos pobres diablos demonios ángeles y arcángeles en desuso se suponía que no escribían porque escribir es algo al pedo y a ellos ellas las cosas al pedo no les interesan esa es la novedad en fin kanese aburrido de tanto deambular casi siempre bastante al pedo por los ynfiernos de mierda de cuarta en una de tantas #heteaquíque y por descuido de la susodicha encargada maestra luxifer tejiendo y chismorreando en la piecita de al lado con alguna otra mandona de allá abajo y casi sin querer lo juro mira miro de chanfle el basurero hay basureros en el averno y se encuentra oh sorpresa con ésto para qué seguir papeles papeles en absoluto desorden retazos despelotados chamuscados para ser sinceros dudé pero al final en un rapto me hice con ellos y no me pregunten cómo conseguí sacarlos traerlos aquí arriba koape upepe tapekué na’ape hina la tembiuasajé piipu

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José Duarte ('85) resaca

poema para ale

de los estados de alma rescato la resaca

nunca antes supe lo que era salir de un bar para besar a una mujer en la calle besar a una mujer en la calle a la salida de un bar impregnados más que de estrellas de las luces de los autos nerviosos encandilados perdidos en la piel del otro ahogados de amor

como apertura a un terror frágil dudoso temblor confuso de una euforia arrítmica

leibniz

trayecto

no te excedas con la dosis o te vas a enamorar perdidamente del pánico

acaso la vida puede ser otra cosa que ir migrando de ciudad en ciudad sin haber conocido sus esquinas el nombre de sus barrios los animales típicos de sus parques el trayecto infalible de sus líneas de transportes los hospitales donde nace el horror la dirección exacta de alguna casa construida para el abandono

de la cuantificación de tristeza en moneda fuerte de las salas de espera con claves de wifi siniestras te va quedar en mano la épica depresiva de todas las miradas fijas reunidas en un dios melancólico atrapado en lo peor de su mente explotada

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Marta Mondrián ('86) Ceniza Las historias están pero no queda nadie que las recuerde o las quiera divulgar. Ahora la gente prefiere olvidar, a riesgo de permanecer empantanados en el eterno devenir pasado. Los narradores prefieren deleitarnos con fabulaciones tan distanciadas de los hechos que llamarlas “Historia” es un acto de fe. Digo esto a modo de advertencia, no deberían creer en mis palabras ni en mis figuraciones. El pueblo se transformó en cenizas, no por la perversión de sus habitantes, sino, más bien por haber permitido la existencia de una mujer excepcional con poderes sobrehumanos. Una aberración por donde se vea. Una mujer sin alma y con apetitos caóticos, con deseos destructivos, una mujer de impulsos inestables. Desde pequeña fue signada por lo trágico, no recibió el amor de los mortales y, aunque alguien hubiese intentado quererla, no podría escapar a su sino: destruir incluso aquello que ama. Era el tipo de chica que pasa desapercibida, casi invisible en la multitud. Pero en silencio se le fueron clavando las raicillas del odio en su corazón. Ella anhelaba enterrar sus recuerdos, planeó la muerte de todo aquel que pudiera recordar. No sólo la muerte, la tortura y el tormento de quienes alimentaron el monstruo que dormía en su pecho. Ella fue besada por el diablo y un buen día devolvió el favor. Un buen día se cansó, un buen día explotó y nosotros estábamos adentro. Fuimos el fuego que prendió la mecha de nuestra aniquilación. Así nos volvimos ceniza que lleva el viento y no queda quien nos recuerde. Incluso nosotros nos hemos olvidado.

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Patricia Cabrera ('90) Monólogo de quien sueña con ser un mártir mientras lee una novela rusa explicas el anochecer cuando cierras los ojos porque asomar en tus cuencas es otro espejo con la sangre seca en las almohadas en las sábanas destilarme en cada hematoma de tus mordidas eyacular con el martirio de San Sebastián cuando los venenos influyan en la parsimonia cotidiana (porque él lo hizo en su delirio de bondage y flechas, ¿nacerá aquella flor si es regada en el patíbulo con semen postmortem?, ¿qué flores nacen de las erecciones de un santo?) vestirse dolerá confiarse dolerá no pasaremos por el ritual de la fotografía de las sonrisas impostadas abandonaremos esta cáscara que es el tiempo como última falacia existencial (y perdón por cubrirme la cara durante el orgasmo) sin recordar ninguna palabra de los rezos dominicales pero siempre el estirón de oreja de la abuela tiempo de visita: tus pies ajenos invaden la estancia de mi devenir piedra lacerada por el mar, porque mejor naufragar que navegar en palabras rotas que luego tenemos que coser te acompaño en tus movimientos en tu fluir constante de disparos sin objetivo, porque elegimos la entropía como himno te reclamo esta carne llena de aguijones y deseos permutantes, castiga esta carne como verdugo fiel y resignado retira mi piel sofocante enajenante que antecede al lenguaje que iracundo brota del lado contrario de la luz como el más pequeño de los dioses que llora al ser pisoteado por pies descalzos y sucios rodéame de tu experiencia finita, pero recuerda que me bautizaron con el miedo germina en mí tu desobediencia a los modos más elementales de convivencia incendiemos la civilización es el pacto que puedo ofrecerte

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Xavierlón Cazal ('96) Lucero del albañil No cambio estos ladrillos de la placidez, ni el hilo de alquitrán que calza su postura en la mezcla semental de mis aliados, en donde parte la cutre y potente selección de piropos que humedece a perlas mentales que nunca estarán conmigo, me conformo con esta ambrosía de espejo, mientras duermo en mi andamio sin barnizar, y la lluvia de famélicas termitas asomándose.

Boceto del bostezo Asajepyte ndahasei hacia escupitajos de [ epicentros, ndaikatui aguata asajepytere entre los [ afiches. Han llegado más orvallos, ya ví tu cara de otra forma y me decía lo [ siguiente: Cerdos observando from pasado, enorme, con fruta en la mano y un pellejo! ¿Ya abrieron el botiquín? Hechos polvos del nacimiento, obsceno fue el bautismo, saltaban las codornices sobre el purgatorio, ataban las lenguas en los alambiques. Ndaikatui aguatá desde tu recuerdo hasta la [ luz-bola, Asajepyte ndahasei hacia poluciones, hechos polvos del nacimiento, saltaban las codornices sobre el purgatorio. Yacía allí un boceto del bostezo.

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narradores Camila Recalde Carlos Bazzano Cave Ogdon Charles Da Ponte Christian Kent Ever Romรกn Javier Viveros Miguel Arias Sebastian Ocampos

Pรกg. 16 18 21 23 26 28 30 33 34


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Camila Recalde ('92) ¿A DÓNDE VAS? Qué importa el tiempo sucesivo si en él hubo una plenitud, un éxtasis, una tarde. J. L. Borges Me subí al bondi como casi siempre me subo: con una leve duda de si me llevaría al destino que deseaba. He tratado, deliberadamente, de evitar reflexionar sobre ese fenómeno, pero como suele pasarme, mientras más trato de evitar algo, más lo atraigo y eventualmente se me hace imposible evadirlo. Heme aquí: tengo dos hipótesis excluyentes en torno a las posibilidades de esa confusión, la primera radica en el caótico sistema de transporte de mi país, donde uno nunca está totalmente a salvo de tomar mal el bondi, ya sea porque tomaste el 2-1 cuando el que te llevaba era el 2-3; o porque tomaste el 2-3 amarillo que se va y en realidad, el que te llevaba era el 2-3 rojo que viene… eso de que uno viene y el otro se va es una trampa metafísica en la que hemos caído como mosquitas hambrientas; como va la cosa, ni siquiera preguntar al chofer puede darte la seguridad de que vas bien, ya sea porque el tipo finge demencia o porque tampoco sabe exactamente a donde va o si en vez de ir, está viniendo. La segunda hipótesis tiene que ver con algo muy personal: mi poca confianza en mi capacidad de confianza, simplemente dudo, de todo, siempre, como para no perder la costumbre, dudo incluso de la afirmación anterior. Una mezcla de esos dos factores se mezclaron un día mientras tomaba el bondi que va desde Ñemby a Asunción, subió detrás de mí un vendedor de medias, vociferando una imperdible oferta en medias para damas; para evitar malentendidos de terminología regional, pasaré ahora a describir el articulo ofertado: las medias también son llamadas calcetines, consisten en un par de telas que se ponen en 16

los pies para abrigarlos y protegerlos. El par de medias o calcetines “para damas” ofertado por el vendedor ambulante, colocados en un pie promedio hubiera alcanzado un poco más de la altura del tobillo, eran de color blanco con algunos detalles marrones; ¿qué diferencia podrían tener esas medias con las medias para “caballeros”? ¿Será que mis pies podrían entrar o no dentro de la categoría de pies de “damas”? En esas cavilaciones andaba cuando entró en acción el primer cliente: un señor que lucía una prolija boina compró un par de medias y yo pensé: ¿quién será la afortuna dama que recibirá el obsequio? ¿Las usará él? En ese momento me apoderé de la firme convicción de que todo hombre con boina guarda dentro de sí una dama con medias y de paso, a modo de souvenir, adquirí también, a un precio irrisorio, mi propio par de medias o calcetines para dama. Tengo la capacidad de abstraerme con facilidad mientras viajo en ómnibus, aun sin auriculares ni libros, sobre todo cuando ya he recorrido el mismo tramo varias veces y por tanto, no presenta mayores novedades. En el asiento individual, me sentí dueña de una paz inigualable, trascurrían frente a mí bocinazos, gritos, los populares programas radiales de tinte misógino y fascista, vendedores de cualquier cosa, gente, mucha gente, sin alterarme en lo más mínimo. Eran sombras indefinidas, los sonidos, las luces, los olores, todo era sombra; de pronto desperté como si despertara de un sueño eterno después de mucho peregrinaje absurdo, miré hacia afuera a través de una ruidosa ventanilla desencajada y divisé con claridad nuevas calles viejas, pintorescas y ajenas… No tenía la menor idea de dónde estaba, el bus tendría que ser un bus interno que pasa


´ por barrios poco transcurridos, me pareció extraño porque aunque uno no conoce todas las calles de su ciudad, cuando ves las que nunca habías visto, generalmente se asemejan a las ya vistas; en este caso era distinto, eran calles extrañas y al mirarlas lo mismo podía ser Lambaré o Budapest, tuve la inconfundible sensación de sentirme extranjera, veía todo con ojos ignorantes y curiosos; doblamos en una esquina donde una heladería era coronada por un cartel que decía “Heladería Wilson; el helado, si es Wilson, dos veces Bueno”. Al doblar, agarramos la avenida que pasa frente al mar. Un momentito, ¿un mar en Asunción? Espléndido, salado, como cualquier otro mar, pero asunceno, un verdadero mar con una playa de arena blanca y toda la cosa, un mar mar. Al verlo, me pareció extrañamente habitual, como si siempre hubiera estado allí, como si fuera yo la ilusa que nunca había tomado el atajo indicado para poder verlo, de alguna manera era lógico que esa confusa travesía me llevara a un lugar así, lo insólito hubiera sido que después de todo llegara a casa, y que la escoba recostada contra la heladera siguiera siendo la misma escoba que dejé al salir, y que la heladera continúe refrigerando alimentos y todo siga siendo solamente lo que suele ser.

dato más que la ratificación del poder embelesador del agua. Pude haberme bajado, pero temía no llegar a tiempo a algún lugar que en ese momento no recordaba o más probablemente, temía perderme y quedarme allí definitivamente. Lo lógico hubiera sido hablar con los demás, armar un pequeño circo dentro del colectivo entre gritos y preguntas, pero ya se había probado suficientemente que no estábamos jugando con las reglas de la lógica. ¿Qué ganaría yo con la confirmación de los otros de que Asunción tiene costa marítima? ¿O qué perdería con que me dijeran que no? El mar estaba ahí, latiendo, se había presentado ante mis ojos ese día, y eso era algo que tenía una importancia más grande que mi simple convicción individual. En un tramo cualquiera de la avenida, el colectivo desvió el rumbo y retomamos las calles con casas pintorescas, nadie bajó ni subió del trasporte en aquel tramo y luego otra vez la misma avenida de siempre y el mismo batiburrillo a cinco mil guaraníes que hace años se oferta en la churrasquería de siempre. Esa tarde decidí aprovechar la oferta y bajé del bus antes de llegar a casa. He aprendido a agradecer los instantes fuera del tiempo, he aprendido a reconocer su eternidad.

Miré a los demás pasajeros, diagnóstico: tranquilos. Nadie parecía asombrado por lo sucedido; me miré a mí misma, también tranquila. Hasta ese momento, a pesar del remolino interior, tampoco había yo manifestado señales visibles de mi confusión. La inmensidad a la que daba paso la costa marítima colmaba el ambiente de una fluidez tan material que lograba deslizar con ella a los pensamientos y a las dudas, no permitía que se quedaran mucho tiempo, era lo mismo que brotaran y que se los llevara la brisa con su olor a sal; vi un par de miedos rodar por las escaleras y escurrirse debajo de la puerta, mis ganas de pedir explicaciones al chofer se despegaron de mis orejas y tras chocar abruptamente contra la pared trasera del colectivo, se hicieron trizas y los pedazos se fueron escapando como chispas por las ventanas, me pareció ver volar algunos trozos del ajado mito de la insularidad paraguaya, la isla rodeada de tierra. Todos, sin excepción, mirábamos el mar, lo cual no aportaba ningún 17


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Carlos Bazzano ('75) LA DESPEDIDA José no se mueve. Percibe una acústica imposible entre las letras del epitafio, la cruz, y los otros nichos. Su mirada es una mirada extraviada entre el silencio y el epitafio. Imagina a Manú vivo, joven, robando velas a los difuntos. Es como si lo viera. Manú encendiendo las velas, Manú leyendo a Rubén Darío, Manú y Guillermo Molinas charlando sobre los artículos de Barrett. Manú compartiendo una caña, fumando un tabaco pobre, escribiendo. El tiempo pasa, o es solo un silencio de redonda entre José y el epitafio. Ahora José imagina a Manú caminando apenas, y entre penas, a orillas del arroyo Mburicao. Es como si lo viera: apoyado en su bastón, mirando su rostro curtido, mirando a través del agua su mirada oculta entre cabellos largos y ondulados, mirando la sombra que proyecta la capa, el sombrero, la nada. Mirando sus guantes blancos como destellos remotos. «para no contagiarte José, porque la lepra no es poética José». José se acurruca en el silencio del cementerio. Hace unos días viajaba, con Manú y Dalmacia, desde la casita de Tayasuape hasta Asunción. Fue un viaje largo en una carreta tirada por bueyes color ceniza, que mientras tiraban, rumiaban su transitar de toros muertos en vida. Llegaron al amanecer, luego de siete horas lentas y frágiles como si el tiempo estuviera por quebrarse. La carreta bogó entre aromas de jazmines, azahares, y calvarios color azabache. Siete horas eternas y fugaces. Escucharon innumerables cantos de gallos, oyeron ladridos lejanos y opacos que se perdían entre las luces de muás y luciérnagas. Pero, definitivamente, el ritmo estaba marcado por los pasos de los toros vivos muertos. Manú viajó acostado y agonizando, envuelto en su vieja capa. José sintió los lentos y pesados pasos de los bueyes como ecos, ecos como los reflejos de los hilos de la luna en una calle triste. 18

En el cementerio José recuerda a Manú. Casi sordo, casi ciego, pedía a José que cante. José cantaba y cantaba un viejo poema de Manú, a Manú, entre el pesado sonido de los lentos pasos rumiantes, y el rechinar de las dos enormes ruedas de madera. La carreta era como un símbolo, luminoso y sombrío a la vez, llegando a Asunción para una tarea absurda, imposible, necesaria. “Andate a Buenos Aires, José, tenés que hacerlo, José”. También recuerda las vendas de las manos húmedas por el pus y la sangre. Recuerda su rostro curtido por las cicatrices. Su mirada era un surco que a ratos se desvanecía entre los vaivenes de la carreta. A ratos Manú escuchaba o imaginaba escuchar las canciones de José en la carreta. A ratos escuchaba o imaginaba escuchar las palabras de Dalmacia, “ya estamos cerca, descansá Manú, ya estamos cerca Manú”. José ve a Manú tendido en los delirios de la agonía. Por momentos despertaba y les musitaba algo sobre un poema, que lo tenía dentro, que quería escribirlo. Por momentos cerraba los ojos, y su voz quejido murmuraba el poema de la despedida. En el cementerio, salvo José, ya no está nadie. Un suave viento agita delicadamente la estola de la cruz. Atardece. José sigue en silencio. Nadie lo ve. ―Ya estamos cerca, descansá, Manú… José recuerda. Vuelve el silencio de redonda, está suspendido entre el cementerio y la nada. El silencio de redonda parece eterno, es como si un instante de ese viaje en la carreta lo acompañase. Observa las velas de los nichos, ya atardece. “Ojalá otros poetas roben velas”, piensa. Vuelve a leer las letras del epitafio: “Manuel Ortiz Guerrero, su mejor poema fue su vida”. Piensa en su vida y en el tiempo. Hoy el río de Heráclito es el Mburicao de Manú. El


´ cementerio es la surgente del silencio. José está suspendido entre los recuerdos y el presente de un silencio de redonda. Siente la brisa. Siente el viejo sufrimiento que renace hoy con una violencia en creciente. La estola se agita en el manso viento, piensa en Dalmacia. Su mirada es una mirada perdida. Mira la estola. Imagina a Dalmacia y a Manú caminando hacia los proyectos y delirios, hacia las casitas a crédito, hacia las cuentas del pan cada día más duro, y las risas, y los hijos nacidos nunca. Los imagina entre los libros, los panfletos, las notas de venta, la imprenta y los dédalos del infortunio y la esperanza. Ahí están, Manú y Dalmacia, fabricando andamios, transformándose en imágenes parecidas a un tornado sin viento. José es el vórtice de un tornado de recuerdos. En el cementerio atardece, los nichos adquieren una tonalidad naranja y gris. La brisa es fresca, tenue. Siente los ecos de los pasos de los bueyes, la imagen de la carreta vuelve, inevitable, siente el rechinar de las ruedas, recuerda las horas, las calles, recuerda los ojos tristes pero intensos de Dalmacia. Ella miraba hacia un horizonte oscuro, luego hacia José, luego hacia Manú. ―Ya llegaremos a Zuruku`a ―le decía Dalmacia, y lo invitaba a intentar dormir en la vieja carreta que iba, lentamente, hacia el viejo ritual de la muerte. Antes de desmayarse, Manú murmuraba palabras bellas sin cuerpo. La mirada de José está fija en la estola y la cruz. Entre José y Manú hay una frontera. Una frontera parecida a ese instante cuando llegaron a Zuruku`a. La carreta no bogaba. Los bueyes bebían en bateas para luego pastar cerca de la escalinata de Antequera. Manú se sentía cansado, la lepra lo dejaba sin fuerzas y la tuberculosis apenas lo dejaba respirar. Ahora Manú aspiraba y expiraba, luchaba, quería escribir un poema a la vida. ―Lo sabemos, iremos enseguida. Esas palabras aparecen como fantasmas, las manos de José se contraen.

José mira hacia los otros nichos. La ovenia proyecta una sombra de la cual no teme. Mira los nichos, mira sus pequeñas puertas. Recuerda las puertas que golpeó. ―Manú se está muriendo. Sí, lo sabemos, iremos enseguida. El epitafio es el eterno retorno de ese instante. En realidad José golpeó muchas puertas, pero pocos llegaron hasta Zuruku’a, la editorial y casa, construida a deudas para el arte y la revuelta. La casita de pared francesa que por muchos años solo tuvo aberturas de lona, sin piso ni oropeles. La pequeña editorial con una imprenta Minerva que Manú compró usada y a crédito, luego de la edición de Surgente. La casita del poeta con lepra. Las hojas de los árboles del cementerio se agitan al viento. Son como cuchicheos tristes o solemnes. Recuerda un sonido leve, agónico. Y es como si viera a Dalmacia escuchando atenta la voz murmullo de Manú. ―Dr Boggino, Manú le dice… Luego Dalmacia calló. Y como si fuese un secreto o una confesión miró a José que miraba a Manú. José escuchó cómo Dalmacia dijo: “Manú le dice, que (silencio eterno, fugaz y frágil) cuando escriba el poema podrá morir tranquilo”. Luego sólo se escuchó la respiración quejido de Manú. El viento lleva una hoja a los pies de José mientras mira el epitafio, piensa en Manú y piensa en sí mismo. Recuerda a Manú respirando con dificultad, se recuerda a sí mismo escuchando el trabajoso aspirar y expirar. Manú parecía mejorar en algo. José vio su ciega mirada intensa, vio su esfuerzo por intentar escribir. De los mutilados dedos manaba pus, la pluma se resbalaba, caía. En el cementerio José piensa que esos últimos momentos son un recuerdo de formas tristes, pero de contenido bello. Ahora José ve unas flores casi marchitas, y recuerda a Manú intentando, sordo y ciego, escribir palabras como murmullos. Lo ve, Manú intenta, lucha, pelea, la pluma cae, la hoja es un garabato. “Si existiera dios…”, piensa José.

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´ José da un paso hacia el epitafio, la cruz, la estola y las flores casi marchitas. Recuerda la mirada de Dalmacia perdida entre el poema y la muerte de Manú. José entendió, y los dejó a solas. Luego de unas horas, parecidas a las horas de la carreta tirada por bueyes, encontró a Manú, serenado por la muerte y a Dalmacia besando su frente. José toca el epitafio, lo siente fresco, húmedo, frío. Ahora recuerda el velatorio, los rezos y los llantos de Dalmacia, ve que en la plataforma de la impresora se agazapan la capa, el sombrero, los guantes y el bastón. En el suelo, libro sobre libro, se encumbra parte de la edición de La Conquista. Al lado del lecho, sobre la minerva, arde, tenuemente, un cirio. José siente la brisa. Su mirada ya no es una mirada perdida, ya no está como suspendido. Acaricia el epitafio, siente como una surgente que nace entre las piedras, o como el canto del suruku`a en el Mburicao. La situación es como un símbolo triste y alegre, siente la brisa en el cementerio. Toca una frontera al sentir con la mano el epitafio. Es la despedida. José mañana cruzará otra frontera de la que quizá tampoco haya retorno. Mañana se va a Buenos Aires. Siente un dolor intenso pero no tiene miedo, la última imagen de Manú es como un bálsamo. Entiende algo que por ahora sólo puede explicar con melodías.

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Cave Ogdon ('87) LEDA QUE RÍE No sabía dónde estaba. Debí alejarme de la ruta y dejar que un incierto camino de tierra colorada me llevara hasta la casa de Oki, a quien no veía desde hacía tiempo. Tampoco había vuelto a ver a Leda, pero la verdad es que intentaba no pensar en su nariz respingada, en las cuencas de sus ojos azules, en sus risotadas complacidas, cuando divisé, a mitad de la mañana, la fachada rústica, la cerca de postes y alambre de púa, las paredes arqueadas dejando resbalar las luces matutinas hasta los corredores de baldosas pardas. Precedido por el movimiento desigual de pájaros, me acerqué a la puerta, grande y negra, que conservaba su antigua aldaba de hierro. No me referiré a cómo Leda y Oki consiguieron adquirir esta propiedad de vago aire campestre, ni tampoco referiré los motivos que tuvieron para “escapar” ―como solía decir Leda― de Asunción, rumbo a esa región del país, boscosa y central en el tráfico de rollos de madera, dos asuncenos que no sabían hablar guaraní con fluidez ni estaban acostumbrados a la vida de campo. No lo haré, sencillamente, porque quiero ceñirme a esa visita, a esa caminata fatigosa tierra adentro, en dirección a un soberbio muro de arboledas que rellenaba el fondo del paisaje hacia el que me encaminaba. La distancia me había impuesto evocaciones de Thoreau: el hombre que retorna al estado salvaje, hermanado con el bosque, etc. Flanqueé la casa por la izquierda, porque creía recordar que, alguna vez, Leda me contó, con una voz lejana, estertórea, cruzada de interferencias ―hablábamos por celular― que Oki había instalado su taller en la parte trasera del terreno, casi en las lindes de un bosque enmarañado donde habían encontrado un ave irreconocible, despedazada por hambrientas hormigas rojas. Sólo entonces me sentí nervioso de tener que posar mis ojos en Oki después de todo lo que había sucedido, fingir que el tiempo no había avanzado para ninguno de

los dos. Había una especie de caseta fabricada con tablones de madera ―sin duda, obra de Oki―, rematada con un techo inclinado de chapas curiosamente azuladas. Como los ojos de Leda, pensé, pero sucios. Vi una espalda flaca y curvada, piel y huesos, en el umbrío interior; vi sobresalir un codo puntiagudo hacia un costado y luego desaparecer, acompañado del sonido zumbón de unos dientes metálicos hendiendo una superficie de madera. Ahora lo distinguía mejor: serruchando reconcentrado, ahora que me había acercado golpeando una palma contra la otra para distraer al carpintero esquelético. Oki estaba más flaco de lo que recordaba y enseguida, mientras nos dábamos un fugaz abrazo, pensé involuntariamente en Leda, creí escucharla hablar de que Asunción era un foso de basura y marginalidad, que Oki y ella querían saber cada vez menos de lo que pasaba en “esa ciudad de mierda, donde tenés que trabajar como un perro, para ganar un sueldo que apenas da para sobrevivir”. Leda era así: impetuosa, su nariz temblaba en un anillo de excitación cuando hablaba haciendo vibrar las palabras. ―Ando haciendo muebles ―dijo Oki, apilando en el suelo unos tablones―. Muebles chicos, baratos. Hay un rapai que viene a buscar y lleva a Ciudad del Este. Ahí pues se vende. Y bueno, hago poco, pero hago. Le ofrecí un pucho. ―Gracias, que no vea nomás Leda. ―Tranquilo ―dije, pero, en realidad, hubiera querido decirle otra cosa. Estuvimos un rato tomando tereré y hablando de los tipos mbarete dedicados, con total impunidad, a traficar rollos de madera extraídos 21


´ de talas ilegales. La reserva de árboles de la zona era devorada, lentamente, por la marabunta humana. Yo no dejaba de mirar el contorno boscoso que parecía querer tragarse, en un silencioso avance, el taller y la casa, quizás como venganza. ―Acá podés quedarte sin problema ―dijo Oki, la cara macilenta, cadavérica de Oki, la cara que le dejaban los días de privaciones materiales, de pobreza. ―Estoy de paso ―dije―, pero quería venir a verte antes de seguir. Oki se hundió en sí mismo, en un silencio de huesos afilados, con un pie en una región secreta de su alma y otro en la sandalia gastada que le veía sacudir con ansiedad. ―Leda lo que se va a alegrar ―dijo―. Legalmente, ella siempre se acuerda de vos. Yo, al principio, me acuerdo que te quería garrotear, porque ustedes fueron novios, no sé qué. Macanadas de celoso. Después se me pasó. Oki me miró un rato, serio, y dijo con voz insistente: ―Me vendría bien una mano. Me ayudás a hacer unos roperitos de mita’i, total el rapai eso nomás luego me pide últimamente. ―No creo. Ya te dije que estoy de paso. Ahora fue Oki el que, cebándome un último tereré, dijo: ―Tranquilo. Chupé la bombilla, apoyé los dientes en el acero mojado y me quedé observando sus sandalias maltrechas. Oki había cerrado los ojos cuando volví a mirarlo a la cara. Sus labios temblaban como la nariz de Leda cuando me contada algo divertido. Me puse de pie y di una vuelta a la casa, sin apuro, oyendo crecer, aquí y allá, las voces alborozadas de los pájaros, que revoloteaban confundidos con el follaje verdinegro. Cuando desemboqué nuevamente a un costado de la caseta de madera, vi que Oki apilaba, 22

en un tablón sostenido por un caballete, unas cuantas piezas de madera prolijamente cortadas. ―Y así nomás es ―dijo Oki―. No te digo para entrar en casa porque Leda seguro está durmiendo. No sus ojos, sino todo su rostro me pareció entonces una crispación lacrimosa, un espejo de acuosa susceptibilidad. Manoteé una de las piezas, luego otra, intenté encajarlas entre sí, aunque era una operación sin sentido. La persistencia de los pájaros entre los árboles era una señal de que debía seguir camino y no pensar más en Leda, que reía en el viento sin que Oki pudiera escucharla.


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Charles Da Ponte ('73) “CAMBIO DE FRECUENCIA, ¡UTILICE TANGO, TANGO!” 1 La misma canción, / sólo una gota de agua en el océano infinito/ Todo lo que hacemos se derrumba, aunque nos rehusemos a ver/ Polvo en el viento, todo lo que somos es polvo en el viento 2 ¿Quién había prendido la radio? Néstor tenía una mano en el volante; la otra ocupada con la llave de encendido. El motor se había puesto a ratear apenas entraron en la niebla. Las manos de Ana yacían desmayadas en su regazo. La radio expulsó un fragmento de una canción del grupo Kansas, luego una metralla de estática y chillidos, después algo parecido a un diálogo, lejano, viruelado por la interferencia: «Columbia. This is Houston (ruido blanco) Okay. I’m going to step off the LM now.» Se produjo una sacudida, cual si el auto hubiera pasado sobre una lomada. «That’s one small step (ruido blanco) one giant leap for mankind».3 *** ―No tenía buen aspecto ―dijo Ana, la mirada huída por la ventanilla de su lado―. Se reía y todo, pero no estaba bien. A veces escribía unas esquelas inquietantes y te las dejaba entre las páginas de un libro. Y esos cuentos con alienígenas y seres extravagantes... Adelante se desperezaban titánicas líneas amarillas en un cielo púrpura somnoliento; a los lados, la hierba era el mundo; lejos, la tierra se elevaba en una serranía azul; la carretera se convertía en el último refugio de la noche. Unas luces pasaron en dirección contraria, remolcando el bulto sombrío y traqueteante de un autobús. Antes, nada, luego, nada. ―¿Me darías un mate, por favor? ―dijo Néstor. Era julio y hacía frío.

―Claro ―dijo Ana y recogió termo y guampa de entre sus pies. Néstor movió la palanca de cambios. El Variant, un modelo 1600 del año 69, aumentó ligeramente la velocidad. ―Pues, la última vez que lo vi me pareció, no sé, como, ¿desteñido? ―dijo Néstor―. Sí: Jorge Aparicio Ventura parecía un trapo desteñido. En septiembre del año pasado fue. Más o menos. Ya estábamos en primavera. ―Cuando quieras me das el volante ―dijo Ana. ―Todavía estoy bien. Me gusta conducir a estas horas. Tras la joroba de una pendiente, un enorme cartel rutero imponía la imagen del presidente de la República y el lema de su gobierno sobre fondo rojo sangre. Debajo y alrededor de la estructura portante asomaba la tierra, yerma y reseca y como removida en algunas partes; notorias dunas de basura se acomodaban aquí y allá, pese a lo deshabitado del paraje. Unos pocos árboles agonizaban en las cercanías. ―Nunca contó adónde se iba ―dijo Néstor y sonrió―, conociéndolo, podía ser a la mismísima luna. ―“All we are is dust in the wind” ―canturreó Ana. Era profesora de inglés y tenía buen acento. El autorradio había dejado de sonar hacía kilómetros. Una sombra negra y de gran tamaño pasó volando sobre ellos y se posó a un lado del asfalto. 23


´ ―¿Eso era un buitre? ―dijo Néstor―. Qué raro ver uno tan temprano. Debe de haber algún animal muerto por allí ―chupó la bombilla sin apartar la vista del camino. O quizás de sus recuerdos. ―A veces extraño todo aquello. Y ninguno del grupo volvió a escribir nada, ¿verdad? Jorge hacía cosas raras, cierto. Pero era muy bueno ―Néstor se aclaró la garganta― ¿Será que lo desaparecieron? ―No, no, no ―dijo Ana―, no digas eso. No militaba en ningún partido. La política no le interesaba. No tenía por qué. Los cruzó una moto, un tractor, dos camionetas. La ruta seguía y seguía. Ana se desperezó en el asiento. Un bostezo empezó en ella y terminó en él. Ambos sonrieron, con lágrimas en los ojos. ―Ana, ¿vos y él…? ―No ―dijo Ana y volvió a llenar la guampa. ―En un rato más, paramos a estirar las piernas ―dijo Néstor. Al rato alcanzaron un poblado. Las casas se alineaban a lo largo de la carretera como cicatrices mal curadas o prisioneros condenados. Ana se fijó al azar en una anciana, un esqueleto chamuscado vestido de camisón, que asomaba al frente de una choza; aferraba algo en las manos, quizás un rosario; dos policías de uniforme aparecieron tras de ella, como brotando de la miseria misma; forcejeaban arrastrando a alguien; uno de ellos se fijó en el auto. ―Mejor vamos un poco más ―dijo Ana sin mirar a Néstor―. No pares. Por favor. Poco después alcanzaron a una carreta; un perro en los puros huesos hacía de satélite, olfateando vivamente aquí y allá; el carrero era el centro del sistema, los bueyes, la Vía Láctea. Todos marchaban, bamboleándose, hacia lo desconocido. En el asiento de atrás del Variant, entre bolsos y almohadas, dormía un telescopio Apollo de 24

60 mm. La ruta continuaba entre escasos árboles y arbustos indiferentes que alternaban con cañaverales y extensos campos de hierba crecida y amarillenta, algunas vacas, esparcidas como al descuido, dos o tres caballos y poco más. En todas partes, alambradas anónimas y desesperadas. Al final del viaje se suponía una descuidada propiedad de la familia de Néstor donde él y Ana pasarían el fin de semana. Se acercaba la temporada de Las Perseidas y si tenían suerte verían algunos meteoros. También, Ana había estado tomando la píldora y había condones en algún bolsillo. Llegaron a una bifurcación. No había señales ni carteles indicadores; lo que fuera un mojón de kilometraje, yacía disperso en pedazos grises sobre la tierra roja. Aprovecharon para aparcar y orinar cada uno de su lado del vehículo. Tomaron el desvío de la derecha. En dos ocasiones se encontraron flanqueados por eucaliptos, sus troncos pálidos elevándose hacia el cielo como almas en pena. ―¿Qué es eso? ―dijo Ana. Salían de una curva. Un banco de niebla o polvareda o humareda muy espesa, atravesaba la carretera. Ana buscó las llamas que pudieran causar aquello. Néstor redujo la velocidad pero sin detenerse. Atinó a encender los faros y subir del todo el vidrio de su ventanilla. ―¿A qué huele? ―dijo Ana. *** Entonces la radio volvió a emitir: «Eagle, you’re looking great. Coming up 9 minutes /… / Engine arm is off. Houston, Tranquility Base here. The Eagle has landed».4 Y más ruido blanco y un chillido electrónico truncado abruptamente. La cabina quedó en silencio; el parabrisas mostraba una profusión de árboles enmarcando el camino de tierra; más allá, la luz del sol brillaba con potencia. ―Casi llegamos ―dijo Néstor con voz ronca. Por un momento le pareció que se encontraba solo. Miró, confuso, hacia el lugar del acompa-


´ ñante y allí estaba Ana, masajeándose las sienes. Y había alguien en el asiento trasero. Se le ocurrió que podía ser un celoso Jorge Ventura que volviera luego de años a reclamar lo que consideraba todavía suyo. Con un arma. Dispuesto a cualquier locura.

cuando uno de los astronautas del Apolo 11 hace referencia al hallazgo de formas de vida alienígena durante su misión a la Luna.

Pero allí se amontonaban los bolsos y el telescopio. Nada más. Nadie más.

3. Columbia. Aquí Houston. (ruido blanco) Está bien. Voy a bajar del Módulo Lunar ahora /... / Este es un pequeño paso (ruido blanco) un gran salto para la humanidad (Fragmento del “Diario de Misión del Apolo 11”, traducción del autor)

Ya en la quinta ‘La Tranquilidad’, Néstor notó pequeños detalles en su vestimenta, cierto desaliño sin razón: cordones desatados, la camisa fuera de la cintura de los pantalones, la falta de un botón. Ana obedeció a una necesidad imperiosa que sentía de darse un baño. Allí notó que el periodo se le había adelantado en, por lo menos, nueve días. Y en abundancia. Además, ni el tiempo empleado ni el espacio recorrido cuadraban. Habían tardado mucho más de lo necesario y no conservaban recuerdos claros de los kilómetros entre la niebla, o lo que fuera, y la casa. Los dos se sentían como envueltos en algodón sucio, sin conexión con sus cuerpos, torpes y asqueados.

2. “Dust in the wind”, del álbum “Point of Know Return” del grupo Kansas, 1977

4. Águila, se ven muy bien. Restan 9 minutos/... / El brazo del motor está apagado. Houston, aquí Base de la Tranquilidad. El Águila ha aterrizado (Fragmento del “Diario de Misión del Apolo 11”, traducción del autor)

El crepúsculo descendía como un telón de pesadilla sobre el día que acababa. Los contados moradores del lugar se apuraban a recogerse en sus ranchos y casas, preocupados por las luces que habían estado viendo en los cielos y entre los árboles. Y por las desapariciones. Y por los animales encontrados sin sangre o con las entrañas abiertas. A miles de millas de allí, en Cabo Cañaveral, Florida, EEUU, comenzaban las celebraciones por los diez años de la primera huella humana en la Luna, impresa en suelo extraterrestre el 21 de julio de 1969. Los ochenta estaban a la vuelta de la esquina y el espacio era el siguiente horizonte a conquistar por los vaqueros del optimismo. Eran tiempos de águilas y cóndores. Y de criaturas que no tenían nombre en ningún lenguaje de la Tierra.

1. “Cambio de frecuencia, ¡utilice Tango, Tango!” -- En un archivo de audio apócrifo, frase adjudicada al centro de control de Houston 25


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Christian Kent ('83) LORENZO PAOLI, PRIMER Y ÚLTIMO COSANOVISTA (Emilio Áyer, “Mímesis y representación”, 1984) “Un pensiero così vivo che como lo spirito di una pianta o un animale, ha una architettura stessa, adorna la natura con una cosa nuova”. Ciertamente, todo comienza antes de haber comenzado, como esta frase que, antes de ser escrita por Vicente Huidobro, en 1916, fue pensada por el poeta provenzal Lorenzo Paoli en el siglo XIII. Desde los griegos, para ser justos, los poetas han querido “hacer con la palabra”, moldear como pequeños dioses, con el barro de la lengua, un pájaro, un lejano astro o cualquier otra cosa que respire por sí misma. Además de poeta, se puede considerar a Paoli como el padre de la jardinería moderna, o bien, de la modificación genética con propósito estético. Educado con un renombrado botánico fiorentino, Marco Oddone, autor del famoso “Fiori attraverso i secoli”, que fuese una de las obras precursoras de “The origin of species”, Lorenzo Paoli dio origen en su laboratorio/invernadero particular a cientos de nuevas especies de flores, guiado siempre por el sentido de la belleza que, en su parecer, coincidía con la noción de lo raro, de lo nunca visto. En sus anotaciones de jardinería, que fueron guardadas por la Biblioteca Mediceo Laurenziana, se reconoce la preocupación -la obsesión tal vez- por la cosa nuova. “Todo cuanto he logrado no es sino otra variación de cuanto estuvo antes en la Tierra. Nos ha sido dada la ventaja de poder transformar la naturaleza, de someter a los tres reinos para provecho de nuestro espíritu, pero ¿seremos capaces de agregar uno cuarto: el reino de nuestras creaciones?” Por supuesto que Paoli no se refería a 26

la mecánica, ni a la tecnología en todo el sentido del término, sino en hacer real lo que aún no existe, aquello que en nada se parece a lo que ya es. Sobreviven en los jardines de Italia algunas de las tantas flores confeccionadas por el maestro Paoli, algunas de ellas desafían en apariencia a las flores que podríamos soñar, superando incluso a aquella florecita azul que Wells trajo del futuro en su máquina del tiempo o a las voraces carnívoras catalogadas por Darwin en “Insectivorous plants”(1875). Pero, desde la mirada del genio, por más insólitas y bellas que pudieran ser, éstas no son sino testimonios de su fracaso. “Es hermoso, pero irrealizable”, concluyen sus manuscritos. Obstinado en sus labores de pequeño dios, Paoli cierra con llave el invernadero en el año 1272 y comienza su relación con la poesía. Escribe a su padre: “Antes sembraría toda la Tierra de flores, que encontrar aquello que busco. He estado pensando en el propósito de los griegos, para quienes la poesía significó che fare con la parola, pero que ignoraron cómo hacerlo. Creo poder encontrar la cosa nuova en mi propia voz; si digo lo que nunca se ha dicho, la cosa se hará, como en un principio se hizo la luz, la tierra y todos los seres”. Más cercano a la ciencia que a las musas, Lorenzo Paoli imaginó una teoría que hoy, gracias a los avances científicos, podemos comprobar que no es del todo delirante. Según el poeta, la palabra cosmogónica, es decir, la orden proferida por Dios que da origen a las diferentes cosas, es la materia fundamental de todo


´ cuanto existe. Como en otro tiempo intuyó el matemático de Samos, Paoli afirmaba que el mundo estaba compuesto esencialmente de sonido, de vibraciones, de ondas. Lo que, parafraseando a Pitágoras, llamaba: “la musica delle stelle”. Razonaba pues que si el cuerpo (corpo, en el original) de la materia y de las palabras eran uno solo, entonces, por lógica, lo uno tendría que poder trasmutar en lo otro. Los escritos de Paoli eran, más que poemas, sentencias, afirmaciones o incluso imperativos que pretendían, como podemos suponer, materializarse en aquella cosa inédita. No tenían nada que ver con la gentilezza y el amore de los stilnovisti; fue en definitiva una poesía más cercana a la acción, al concretismo de las vanguardias artísticas que a la bucólica del siglo XIII. El “Al cor gentil rempaira sempre amore” de Guido Guinizzelli, le reemplazaría la singular obra “Il rospo è un cuore gettato a terra” del fundador y único exponente del movimiento “Cosa Nuova”. Esta última obra reúne 377 sentencias, que son en verdad invocaciones, palabras mágicas o abracadabras que pretenden originar esa entidad física, palpable, que es la cosa nuova. Ha sido traducida al castellano por el italoargentino Franco Pastrone en 1948, para la ya desaparecida editorial Guillermo Kraft; a continuación transcribimos algunos poemas de esta traducción.

ra existe, ¿serán mis ojos capaces de verla o mi boca de pronunciarla una segunda vez? A las mañanas me paro en la puerta de casa, siento como el viento mueve las hojas de los sauces, escucho el lejano balido de las ovejas, veo pasar a los pastores y a los comerciantes, y entiendo que todas las cosas se ocultan detrás de sus nombres. Que estos, en definitiva, ponen bajo arresto la alucinada singularidad de cada acontecimiento. Tal vez, lo que deba hacer, para salir al encuentro de lo nuevo, es callar”.

16. Escribo una jaula para mis manos. 21. Cuidemos la oveja que no ha nacido. 44. Está pasando nieve de otro cuento entre mis dedos. 97. Sapo, corazón tirado al suelo. 108. No digamos pájaro, ese ángel incompleto. 245. Una tormenta de asteriscos acabará con el signo. 301. Se retrae como ciertas plantas que rozan las manos. 377. La puerta para salir de este poema sonríe horriblemente. En una carta a Guido Calcavanti, el único stilnovista con quien mantuvo una breve relación epistolar, el poeta y botánico Lorenzo Paoli confiesa el fracaso definitivo de su empresa. “¿Cómo sé que no he creado ya la cosa nuova? Si en nada se parece a lo que hasta aho27


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Ever Román ('81) ASHLEY Hace 15 años conocí a una muchacha llamada Ashley B. Era alta, voluptuosa y estadounidense; tenía mi edad, 21, 22 años. Hablaba un castellano dulce con voz melodiosa. Recuerdo encarecidamente sus grandes tetas, su pelo abundante, su boca carnosa. También recuerdo su ojo de vidrio. La conocí en un bar, el Britania. Yo había ido con alguien, no me acuerdo con quién; o tal vez fui solo, una costumbre que tenía a veces. Iba a beber un poco de cerveza con la intención de encontrarme gente conocida, a la aventura. De alguna forma, en la oscuridad del bar, terminé sentado al lado de la muchacha. Ella estaba con otra yanqui, una rubia delgada, pequeña. Tomamos cerveza en jarra con grandes vasos. La noche estaba algo fría, era invierno; el bar rebosaba de abrigos y bufandas. Me contó que era enfermera, o tal vez maestra, o quería ser algo de eso; el caso es que trabajaba en la Peace Corps y vivía en Villa Hayes, una ciudad pequeña del Chaco, distante a dos horas de Asunción. Había venido a ver a su amiga y pasear, necesitaba estar en una ciudad más grande que la suya. Tenía un novio paraguayo con quien quería casarse y una familia, también paraguaya, que la acogía en su casa. Me fue contando estas cosas mientras yo iba percibiéndola cada vez más bella. En algún momento, fuimos a la barra a comprar más cervezas y en el camino la besé. Su cuerpo era más ancho que el mío, lleno de curvas. Llevaba el pelo suelto, castaño, largo, con ondas; y la piel bronceada por el sol chaqueño. El beso fue largo, ardoroso; noté contra mis mejillas el calor que le subió al rostro, y cuando se apartó de mi boca vi que sonreía, entre tímida y pícara. Estuvimos un rato más en la mesa y finalmente las acompañé, a ella y su amiga, al departamento en que estaban parando. Mientras bajábamos las escaleras del bar, Ashley me abrazaba, me apretaba contra ella. 28

Recuerdo que sonreía, sospecho que insegura de lo que estaba haciendo, pero a la vez no quería que me apartara mucho de ella. Hacía frío y ya habían apagado las luces, pues en ese entonces una ley obligaba a cerrar los bares a la medianoche. La noche asuncena era oscura, desolada y sucia. A la vez, parecía un poco como una mujer alterada, con los nervios en punta; los coches cruzaban la calle Oliva haciendo mucho barullo, los neumáticos chirriaban, los motores rugían, parecían animales furiosos y destartalados; había gente que caminaba de aquí para allá; además, los que salíamos del bar nos amontonamos en la puerta como no sabiendo qué dirección tomar. Las noches asuncenas están siempre como al borde de una tormenta; el ambiente cargado, ráfagas de viento y papeles revoloteando por ahí; con esa electricidad que te eriza la piel y te hace chispear los cabellos. Recuerdo haber escuchado gritos, venidos de quién sabe dónde, gritos traídos por el ventarrón, de muy lejos, ininteligibles, pero potentes. Nadie volteó a mirar. En fin, la noche era un poco espectral, pero cargada de expectativas, pues me llevaban del brazo un par de muchachas y una de ellas me atraía bastante. La amiga de Ashley parecía contenta con mi compañía. Llamémosla Bernadette. Bernadette me miraba de reojo, sonreía, me golpeaba el hombro. Quizá estaba borracha y solo trataba de disimular su desconfianza. Caminamos pocas cuadras hasta un edificio alto. Subimos al décimo piso y Bernadette se refugió enseguida en una habitación. Ashley y yo quedamos solos en el living, que era amplio: había un sofá, bolsos y mochilas en el piso, una mesita y también una cama angosta.


´ Salimos al balcón: la ciudad, como cualquier otra, se veía maravillosa con sus lucecitas centelleantes y las calles alumbradas por los faros de los coches. La noche era clara allí arriba, muy cerca de las siempre bajas nubes asuncenas, así que estuve un rato mirándole la cara a Ashley y ella hizo lo mismo con la mía. Su ojo derecho brillaba más que el izquierdo, pero por lo demás eran iguales. Nos desnudamos rápidamente y estuvimos largo rato parados en el living, girando en cámara lenta; la besé y metí la cara entre sus tetas;le besé los muslos y las nalgas, la mordí; tenía la concha dulzona; Ashley ronroneaba y me agarraba el pelo con fuerza. Después la tendí bocarriba en la cama y le abrí las piernas. Nos miramos a los ojos cuando se la metí. Luego ella miró hacia el techo, entreabrió la boca y se la relamió con la punta de la lengua; se mordió los labios. Yo empujé con más fuerza y ella comenzó a gemir. Dijo fuck me, fuck me whichever, now, love, love. Luego palabras sueltas como yes, yes. Era un festival oírla y verla así, tan ida, como elevándose en su fraseo mántrico, hacia lo que hubiera en el techo -ese lugar sin pensamiento, pura sensación-; me excitó hasta el mareo. Entonces sucedió: su ojo izquierdo, sacudido por mis envites, perdió la orientación y empezó a vagar, primero hacia las paredes, luego hacia la nariz,después se hundió un poco bajo el párpado y, finalmente, me miró. Ashley seguía con su yes, yes, love, fuck me, etcétera, y su ojo derecho seguía mirando al techo y parpadeando. Pero el ojo izquierdo estaba completamente concentrado en mi cara. No me miraba a los ojos, sino algo que había en mi cara. Era como una mirada global y objetiva; me di cuenta enseguida de que ese ojo no tenía nada que ver con Ashley. Ella se había ido lejos y aún se estaba yendo, y en su lugar quedaba ese ojo para observarme; era el ojo de nadie, venía del otro lado, era el ojo de la muerte. Ashley extendió la mano y me agarró la pija, fue como un gesto para evitar que huyera de allí, que claudicara, o me borrara. Me la aferró con delicadeza y acompañó sus inmersiones. Sin embargo, yo ya me había ido y estaba yéndome, ni el ancla de su delicada mano podía ya retenerme. Me llevaba el ojo: tiraba de mí hacia la noche, el horizonte

era negro y silencioso, se oían olas, iba en medio del mar como un pájaro de alas inmensas, un albatros, que quisiera alcanzar el fondo de la mirada que se había posado ante él, pero no había fondo, ni horizonte, no había nada detrás; esa mirada era la mirada en sí misma, el acto puro, que no recibe ni devuelve nada. Cuando comprendí que no iba a ir más, que no había más, acabé. Derramé mucho semen, una cantidad fantástica. Ashley lo sintió y elevó las caderas para recibirme. Me tendí a su lado y le miré todo el cuerpo, como si la acariciara. Tenía la piel bronceada como si hubiera estado en una playa y apenas se hubiese sacado la bikini. Sus tetas eran enormes y sus pezones parecían picos nevados de rosa, un poco más oscuros en la punta: seguían erectos. Llevaba el pubis depilado, con una breve mata de pelo rojizo delineándole el sexo. Seguía muy mojada, lo sentí en las manos. “Me besaste todo, todo”, dijo. Se la veía muy contenta, pero a la vez como que ya quería que me marche. A la luz del velador, que le alumbraba bien la cara, pude ver que tenía ambos ojos de diferentes colores; el izquierdo era levemente más opaco y desaturado, como si estuviera despintado. No seguía los movimientos del ojo derecho, que era eléctrico y vivaz. Quise hablarle del ojo, pero no me atreví. De haber hablado, quizá le hubiera pedido que me ame. Aún desnudo, salí a fumar un cigarrillo en el balcón; el viento de la madrugada me despejó un poco y Ashley pegó su cuerpo a mi espalda. Mientras yo fumaba, ella me acarició el pecho y el estómago, yo sentía su mejilla en la espalda. Empezó a masturbarme con suavidad, como si la pija fuera suya. En ese momento Bernardette entró al living. Nos miramos mientras Ashley seguía masturbándome, escondida tras de mí. Bernadette agachó la cabeza, me miró la verga cuyo glande asomaba y volvía a esconderse por causa de los movimientos de la mano –que no era, evidentemente, mi mano- que le corría y descorría las cortinas como un telonero indeciso; luego me miró otra vez a la cara, sonrió. Le ofrecí el resto de mi cigarrillo y negó con la cabeza. Volvió a su habitación. Cuando terminé el cigarrillo caminé lentamente hasta el 29


´ sofá, con Ashley pegada a mí y sin menguar su manoseo. Me senté y ella se arrodilló entre mis piernas y comenzó a chupármela. Yo le acariciaba el pelo, las mejillas, los pezones, el cuello, las mejillas, los labios, sus ojos cerrados. Bebió mi semen y se relamió los labios y me limpió la ingle con la lengua. Nos quedamos dormidos, yo recostado bocarriba contra el respaldo del sofá, Ashley con la cabeza apoyada en mis muslos, con mi pija en la mano. Cuando despertamos, me pidió que me fuera. Salí a la madrugada asuncena, a esa hora ya completamente despoblada. Parecía un páramo, o la escena final de una pésima película policial sudamericana, llena de crímenes, basura y cosas así. Volvimos a vernos varias semanas después, pues ella había estado fuera de la ciudad. La noche era cálida, con brisa. Tomamos una cerveza en un bar y hablamos de cualquier cosa. Luego salimos a caminar. Yo no tenía suficiente dinero para un telo. En cierto momento, mientras nos besábamos, entramos a una casa abandonada, o en construcción. Le levanté el vestido mientras la besaba. “Esto es lo que más quiero”, dijo Ashley, mientras yo le sostenía la cara entre las manos. Sin que venga a cuento, dije: “Me gusta tu ojo”. Su expresión cambió en ese instante, ensombreció. Escuchamos pasos, voces. Ella se acomodó el vestido rápidamente. Salimos otra vez a la calle. Nos separamos un rato después, pues se acercaba la madrugada y ella tenía que viajar muy temprano a Villa Hayes el otro día. No recuerdo nuestro último beso; quizá la despedida fue algo tensa. Nunca más la volví a ver.

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Javier Viveros ('77) DE POLVO ERES ¡Seres de un día! ¿Qué es uno? ¿Qué no es? Sueño de una sombra es el hombre. PÍNDARO

Todo eso de la cárcel vino después, muchos años después. Verá, señora, yo enseñaba en un pequeño colegio secundario de Asunción. Tenía nada más que un turno, el dinero que ganaba no era mucho pero daba para ir remando por sobre la línea de la miseria. En la casa éramos nada más que tres: mi marido, mi hijito Remigio y una servidora. Cuando mi marido murió no nos quedó otra que venirnos a vivir aquí con la madre de él, esto es, con mi suegra. Nos costó acostumbrarnos a la vida en Pedro Juan Caballero, tan lejos de Asunción. Pero más nos costó acostumbrarnos al régimen tirano de la anciana. Soportamos nada más que un par de semanas y luego tuvimos que alquilar esta casita. Mi hijito tenía dieciséis años cuando consiguió trabajo con don Pierre, el fotógrafo francés con fama de loco, pero de loco lindo. Soy fotógrafo de muertos, mamá, me decía mi pequeño Remigio, fotógrafo post mortem, y me contaba lo que don Pierre y él hacían. Es algo escalofriante, me decía, y no hacía falta ninguna de que lo dijera porque ya podía imaginarme los ojos sin vida, la cara sin muecas, la frialdad de ultratumba dormitando en la piel, el rigor mortis. Me comentó que esa primera vez le fue muy difícil mantener el aliento. Entramos a una casa donde se sentía por todos lados la majestad de la muerte, recuerdo que me contó, lo nuestro nos hacía sentir como animales carroñeros, a pesar de tener el beneplácito de los familiares del fallecido, porque eran ellos quienes solicitaban las fotos, sentíamos como que estábamos profanando algo,

y la gente nos miraba como a los que con un flash sacrílego iban a inmortalizar la muerte de un ser, y yo lo oía nada más como a alguien que lee un texto macabro y escabroso. Es una costumbre europea pero que también estuvo de moda en Perú, especialmente en la Lima del siglo XIX, me decía que le decía don Pierre. A mí me costaba entender cómo es que podía seguir en boga, en pleno siglo XXI, esa costumbre decimonónica. Yo enseñé mucho tiempo Historia en el colegio y no recuerdo haber leído nada acerca de fotografía post mortem. Pero no me extrañaba demasiado porque sabía que los pueblos del interior son muy distintos a la capital. Desde que llegué a Pedro Juan Caballero supe que existían dos repúblicas del Paraguay cohabitando en el atlas, compartiendo la misma geografía pero siendo diametralmente opuestas. Asunción es lo urbano, el cemento, el smog y la miseria. El interior, en cambio, es lo rural, la campiña, el cielo claro y la miseria. Los pueblos del interior portan siempre ese aire cansino, reposado, donde inclusive el perfume virulento de la globalización llega tarde. Todo eso de la captura y la cárcel vino después, tiempo después. Don Pierre es un bromista, me contaba mi Remigio, a veces me pregunta si ya abofeteé a un muerto y si nos dejan solos con el cadáver, antes de que salga el flash de la cámara él dice «diga whisky» o a veces también «decí sífilis», dependiendo el tratamiento otorgado de si el fallecido es un adulto o un joven o niño, y yo me quiero morir de la risa, pero me contengo por31


´ que los parientes están todavía de duelo en la pieza contigua. Eso me contaba. Hoy hicimos unas tomas, me dijo un día. Era una criaturita muerta, la madre posaba con ella en las piernas, vi los ojos mustios, al acomodarle la ropa palpé la piel seca, trabajábamos en silencio casi, como si estuviéramos robando una casa, voces bajas, susurros nada más. Toda una escenografía montada para la ocasión, ropa nueva para el cadáver que ya empezaba a oler mal, la madre también iba bien vestida, una pose trabajada y flashes continuos. Hay que amalgamar la ciencia de un médico y la imaginación de un poeta para capturar con éxito las últimas imágenes del cuerpo me decía mi hijo que don Pierre le dijo que su padre le había dicho cuando lo iniciaba en los secretos de congelar en papel el rostro de un ser que ya no era de este mundo. Yo no quería que siguiera con eso, pero bien pensado era un trabajo honrado que lo tenía ocupado y lejos del narcotráfico que impera en esta zona, de las muertes por encargo y de las plantaciones de marihuana hasta en los jardines más expuestos. Era un trabajo honrado, como cualquier otro, bueno, como cualquier otro no era, pero sí honrado, y los quince mil guaraníes que recibía después de cada trabajo lo compensaban, y a veces don Pierre le daba hasta cincuenta mil, dependiendo de la cantidad de fotos que pedían del modelo, digo del muerto, del que posaba para la cámara o al que posaban para la cámara. Y era un dinerito que ayudaba a seguir tirando el carro, señora, usted comprenderá. Porque como usted bien sabe, mentiría si dijera que nuestra economía marcha sobre rieles. Lo que hacían no era fotografía forense ni documentación gráfica para los periódicos. Era la gente del pueblo que había elegido ese camino para recordar a su ser querido. Sus fotografías terminaban siempre enmarcadas y colgadas de una pared o sobre un anaquel o a veces también en álbumes de hojas amarilleadas por el tiempo y la nostalgia. Una vez leí su aviso en el diario: «Las familias que tengan la desgracia de perder algún deudo de quien deseen poseer un momento de esta naturaleza pueden lograrlo por medio de las fotografías que don Pierre ofrece ejecutar en el mismo aposento mortuorio». Todo eso de la persecución policíaca, la captu32

ra y la cárcel vino después, algún tiempo después. Mi hijito me hablaba con fervor acerca de algunas fallecidas. Mamá, vi a la mujer más hermosa del mundo, pero estaba muerta, irremediablemente muerta. Y me daba detalles y más detalles. Y en los últimos tiempos me hablaba sólo de mujeres y yo decía Dios mío qué pasará que van muriendo tantas mujeres jóvenes, pero también morían hombres y fotografiaban hombres, mas su interés se había decantado por las mujeres, cosa también normal, considerando que ya estaba en plena adolescencia. A la muerta más hermosa del mundo le pusimos el vestido más hermoso del mundo, me dijo Remigio, le abrimos los ojos con una cucharilla de café y volvimos a situar correctamente cada ojo en la cuenca, don Pierre hizo gala de su manejo del maquillaje post mortem, con lo cual desapareció la lividez cadavérica y el flash de las cámaras empezó a incendiar como un fuego fatuo el aire de la habitación, ese aire tan rubricado de guadaña. Todos esos detalles me desbordaban. Los únicos cadáveres que vi en mi vida fueron los de mis padres y el de mi marido. Pero no los había tocado. Dios me libre. A la muerte le tengo un respeto terrible. Sin embargo, Remigio se movía como pez en el agua. Eso me daba cierta preocupación, señora, a la muerte no hay que perderle el respeto. Pero era una preocupación leve que quizá entrañaba algo de envidia y admiración, como cuando miramos desde bien lejos a las personas que durante una fiesta de San Juan caminan sobre las brasas, o patean una pelota tatá. Todo eso de la huida, la persecución policíaca, la captura y la cárcel vino después, poco después. Estábamos tan bien, señora. Mi hijito traía a casa cada vez más dinero porque había aprendido bien el oficio y en muchas ocasiones hacía el trabajo él solo, ya sin don Pierre, que nada más recibía los pedidos, daba las instrucciones y se entregaba al reposo. Remigio cobraba ya mucho mejor porque su trabajo era mayor y porque fotografiar muertos fue siempre mucho más rentable que fotografiar vivos. Estábamos tan pero tan bien, señora. Mi hijo traba-


´ jaba con sus fotografías fúnebres y yo enseñaba en el colegio estatal, hasta podría decir que fui feliz en esa época. Estaba muy contenta por mi hijo, por mi Remigio, por verlo enderezarse hacia un futuro de bien, con un empleo tempranero que le enseñaba el valor del dinero y del trabajo honrado. Pero el destino es experto en eliminar las piezas del tablero golpeándolas en la cabeza y los más humildes somos siempre quienes estamos más indefensos ante sus manotazos. Todo eso de la necrofilia vino después, poquito después.

De “Ingenierías del insomnio”, Jakembó Editores, Asunción, 2008.

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Miguel Arias ('81) LOS CRISTALES Ahora que lo escribo parecerá un relato fantástico, pero todo lo que ocurrió se desarrolló dentro de los parámetros de la más absoluta normalidad. La concatenación de los sucesos en la escritura crea un tiempo mentiroso, ya que los hechos se fueron dando en un periodo largo. Esa naturalidad hizo que todo sea imperceptible hasta que pude darme cuenta de la situación en la que me encontraba realmente. Lo primero sucedió cuando hubo una tormenta muy fuerte. Uno de los postes, que sostenía el techo del corredor del fondo de la casa, se vino abajo, por ese poste estaba un espejo pequeño, apenas un poco más grande que una mano. No quedó nada del espejo. Al poste lo volví a colocar en su lugar. Otra noche, en que compré comida para mi gato, después de darle su ración, obviamente, me olvidé de la bolsita en la que estaba su comida, sobre la mesa de afuera. Los gatos sin dueño no me perdonaron el descuido. A parte de desparramar toda la comida en el piso, echaron los vasos de vidrio que había dejado sobre la mesa. Me quedé sin vasos de vidrio. Nuevamente, en otra noche, estaba sacudiendo mi cama antes de acostarme, cumplí rigurosamente bien, sin ningún problema, todo el ritual hasta que levanté la sábana de las puntas y al darle una sacudida en el aire se enganchó por el cable del foco que colgaba. Me quedé sin foco. Los focos fueron un caso aparte. Paulatinamente fueron desapareciendo los que estaban afuera, en el frente. La necesidad tiene que ser verdaderamente grande para robar focos por la noche, presumo que los robos fueron de noche, porque de día hay mucha gente acá en el mercadito, a no ser que… ¡no!, no tengo que pensar en esas cosas porque después van 34

a confundirse y dirán que es realismo mágico. El foco del fondo simplemente se quemó. Mi casa se quedó a oscuras, a medias en realidad porque sobrevivió un solo foco, el que está encima de mi cabeza ahora. Pero la cosa no paró ahí. Otra noche tuve una lucha frenética con una mariposa enorme. Mi arma ni siquiera cumplió su papel intimidatorio. La mariposa salió tranquilamente por la ventana luego de que, con la escoba, derribara el único diploma que tenía encuadrado sobre la pared. Podría seguir con los escuetos detalles de cada uno de los otros sucesos que acontecieron, pero no tengo la menor intención de seguir dilatando esta narración. Siguieron más objetos, el reloj, mis perfumes, mi exhibidora de minutas, mi ventana, y alguna otra cosa ínfima que ya no recuerdo. Lo que me ha llamado la atención no es realmente el hecho de que estos objetos se hayan roto, sino el material común entre dichos objetos. Bien sabemos que, gracias a ciertos artificios de la química y de algunos que otros elementos afines, podemos restaurar casi todas las cosas que rompemos, pero como civilización avanzada no estamos preparados aún para reparar demasiadas cosas. “Nuestra vida es un lecho de cristal y esta vida está hecha de cristal, nuestra vida es un lecho de cristal, un lecho de cristal para los dos”. Fito Páez.


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Sebastian Ocampos ('84) LA TORTA CONGELADA Ella la había guardado en la congeladora un día después de su casamiento, pensando que la degustaría durante una de esas tardes con él, su esposo, quien se deleitaba como un niño pequeño con los postres dulces. Tras dos años de matrimonio, la porción grande de torta de chocolate con almendras aún se conservaba congelada, y yo, cuando lo supe, morí de la curiosidad por comprender la razón de mantenerla ahí, así, artificialmente. Apenas tuve la oportunidad se lo pregunté y recibí su espalda indiferente a mi cuestionamiento existencial. No insistí. Supuse que la falta de respuesta era una consecuencia directa de su carácter de malas pulgas. Y sólo volví a saber de eso cuando todo terminó. La relación iniciada con un noviazgo tímido se había convertido abruptamente en matrimonio luego de un lustro de compartir parte de sus vidas juveniles sin los desenfrenos habituales de otros jóvenes de su generación postdictadura. Mucho se especuló sobre la razón de la unión civil, pero hasta el momento de estas palabras nadie ha llegado a una explicación sustentable. Simplemente días antes del acontecimiento recibimos, por mensaje de texto al celular, la invitación a la boda. La sorpresa sólo pudo ser superada por la noticia de que ella no estaba embarazada. ¡Entonces por qué se casan!, se hartaron de escuchar de su entorno. Nadie —quizá tampoco ellos— admitía la idea de que se casaran por amor. Esa carátula sirve como tal, no como realidad, pues el amor no lleva a tomar esa decisión. Por eso, a estas alturas podemos afirmar que ambos —como el resto de los jóvenes que dan ese paso legal y social— sólo necesitaban estar juntos sin que nadie metiera las narices en sus asuntos de pareja. Las familias, los amigos y los compañeros de

trabajo de ambos se unieron al festejo y los acompañaron en el nuevo camino tomado, dándoles una mano durante las situaciones un tanto complicadas del inicio. Luego el mundo parecía favorecerles, facilitándole el trayecto hecho a dúo. Al igual que antes, prácticamente en todas las ocasiones se los veía juntos, unidos, como si fueran siameses. La única diferencia a la vista de los demás de su conversión de novios primerizos a casados precoces fue el peso de los anillos dorados, ya que en el resto aún eran las mismas personas: ella se mostraba enamorada de él en público y él se entregaba a ella en privado. El declive inevitable en la relación apareció en escena cuando el amor público de ella se volvió un cúmulo de reproches y quejas diarias; y la entrega íntima de él, hartazgo y sueños con ronquidos en aumento. Yo todavía lo amo, pero él ya no está más enamorado de mí, había dicho ella en una madrugada de tragos con los amigos, ante el silencio de él, que sólo la miraba lamentarse de la realidad de ambos, con una copa semivacía en la mano. Quizá ese acto de sinceridad los hizo reflexionar y llegar al acuerdo tácito de volver a ser una pareja preocupada y ocupada por ser feliz, recordando y retomando las palabras de cariño honesto y las caricias de amor diario. Ella tomó en serio la obligación de ser de nuevo lo que fueron y él se unió a su optimismo de a poco, sobre todo porque en verdad todavía la amaba, ya no de la misma manera de antes, pero aún lo suficiente como para hacer el intento de darle el gusto, por más de que no estuviese de acuerdo en casi cada pedido de cena en un lindo y económicamente accesible restaurante, de charlas artísticas donde pudieran participar juntos, de baile en un bar al que acudiese gente interesante y atractiva, de idas al cine comer35


´ cial y el teatro independiente, y de tertulias y juergas con amigos y amigas, entre otros momentos solicitados. Pero los esfuerzos cansan, más aún si desde el otro lado no se perciben las mismas ganas o necesidad de estar juntos. En pocos meses recayeron en la rutina de la indiferencia pública y la intimidad de dormir a espaldas del otro. Ella decidió dedicarse a sí misma, trabajando de mañana y tarde, siguiendo cursos y asistiendo a charlas sobre arte de noche. Él ocupó cada vez más su tiempo con sus labores comunicacionales, que lo consumieron por completo cuando el desquicio político se hizo presente luego de la tragedia de Curuguaty y se vio en la obligación de trabajar todo el día y todos los días. Esa situación inesperada e improbable para muchos los unió de vuelta. Ella se percató de la necesidad del trabajo de él y lo apoyó y ayudó en cuanto pudo, asistiéndole a diario en cada favor que precisaba. Él, a su vez, supo verla predispuesta y se mostró agradecido, volviendo a ser —por gusto, no por obligación— el novio y el esposo de los primeros tiempos. E incluso, en esos instantes de entendimiento, volvió a recitarle con esfuerzo, debido a su memoria volátil y leve tartamudez, las tácticas y estrategia que había prestado del amigo Benedetti para comunicarle a ella, por vez primera, su amor escondido tras su timidez irremediable. Y funcionó de nuevo, sobre todo porque ella no lo aguardaba. Él se entusiasmó con la buena recepción y jugó a ser el novio recién aceptado. Ella, encantada, se sumó de inmediato al reinicio lúdico y sorpresivo. Era como si recomenzaran recurriendo a los pasos que habían dado resultado, viviendo una vez más la felicidad compartida durante los primeros encuentros de amor que parecían haberse esfumados. La situación política y social en el Paraguay, luego de meses de posturas antagónicas tanto dentro como fuera del país, volvió a su estado habitual. Y nuestra pareja debió verse de nuevo a sí misma sin que el entorno interfiriese en sus decisiones. El juego, en consecuencia, había terminado, pues cada uno había regresado al mismo punto del que partieron por segunda vez. En ese momento me enteré de la 36

torta congelada. Mi conocimiento al respecto, ante su falta de respuesta, se limitaba a nada. Y sólo comprendí sus conflictos cuando, de un encuentro a otro, de un trago a otro, escuché a ambos por separado y en distintas noches. Entonces me condolí y reconfirmé la verdad escrita entre líneas en las relaciones de amor y desamor: todos las sobrellevamos a duras penas al darnos cuenta de que ya no somos los mismos. La discusión final basada en un absurdo que colma paciencias y tolerancias estaba a punto de ser incluida en la pareja. Ella le pidió que comprara la cena y que hiciera el favor de no olvidar por nada del mundo la salsa tártara. Él, por supuesto, la… ¡Qué! ¿La olvidaste? ¡Te repetí mil veces que por favor no la olvidaras! Cuando vos me necesitaste, yo te ayudé, te apoyé, y ahora ni siquiera esto, algo tan simple como esto, te importa hacer por mí. Su voz aumentó de volumen. Él no tuvo excusas. Ella se puso de pie, gesticuló, gritó y no pudo contener el llanto. La mesa resintió la tensión. Un par de vasos cayeron al piso y se quebraron. La cena se enfriaba. Él permanecía sentado, callado. A ella le sacaba aún más de quicio que él continuara en su silencio de sepulcro. A él le molestaba que ella reaccionara de esa manera dramática y exagerada ante cualquier detalle como el del olvido de una salsa. Ambos sabían que no querían seguir viviendo así, con heridas que nunca sanaban. El hartazgo se reflejaba en los dos. Entonces ella, con el rostro compungido y sabiendo que eso, su vida en pareja, ya era en vano, se secó las lágrimas con las manos y fue a encerrase en la habitación. Él se mantuvo sentado, mirando el celular, como si leyera mensajes importantes. Minutos más tarde tomó un plato y unos cubiertos y se sirvió la cena. A la mañana siguiente, bien temprano ella se apresuró en sacar la torta de la congeladora para colocarla sobre la mesa. Él la había olvidado hacía bastante tiempo. Incluso llegó a pensar que la habían tirado. Fue por eso que cuando bajó y se sentó a la mesa para desayunar, sólo le llamó la atención la torta porque en general sólo encontraba pan y mermeladas. Ella, con los lentes oscuros cubriéndole


´ sus párpados hinchados, lo miraba de reojo y con atención prepararse el café con leche, a la espera de que se llevase el primer bocado a la boca. Aún semidormido, él no se fijó bien en la torta y se sirvió un poco. Y cuando estuvo a punto de probarla, ella se le acercó de golpe y lo detuvo. Ni siquiera recordás que esta torta es la de la noche de nuestro casamiento, le dijo con cierto tono de cuestión perdida, de toalla tirada, y tomó el plato con la torta y la tiró de una vez por todas a la basura. Luego recogió su bolso y, sin volver a mirarlo, fue a trabajar.

De "Espontaneidad", Editorial Y, Asunción, 2015.

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