Hay muchos buenos libros cuyo valor depende del contexto del pensamiento en boga en el momento de su primera publicación. Son como las primaveras que adornan los bosques y praderas, alegran durante unas pocas semanas y luego desaparecen. Pero, de cuando en cuando, un escritor siente en su corazón, su pluma y su alma el impulso de narrar eventos de importancia eterna. Tal fue la inspiración que dominó el espíritu de Legh Richmond al dejar para la posteridad el relato de la vida de la hija del lechero. Su nombre, el ambiente en que vivía, su conversión y su muerte fueron relatados con tal poder que antes de 1853 ya se habían vendido millones de ejemplares para satisfacer la demanda. Numerosos hombres, mujeres y niños aceptaron al Señor por este humilde medio.