El Cuaderno 79

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elcuaderno NARRATIVA

Número 79 / Tercera época, nº 3. Cuarto trimestre 2016

Miguel Ángel Gómez

Una habitación propia

Cambiemos de tema. Tiré el periódico sobre el sofá, apagué la televisión, fui al cuarto de baño. Virgina Woolf mencionaba la necesidad de tener una habitación propia. Si las habitaciones hablaran, la mía hubiera dicho ardiente:

que llegué a las librerías que se encontraban en la Calle Mariana Pineda –ninguna les llegaba a la suela de los zapatos−, y me detuve súbitamente frente a los libros de ocasión. Encontré un libro de Julio Ramón Ribeyro. Aprendí a vivir con una frase:

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Debes abstenerte de todo, avanzar hacia lugares, aumentar la acción al máximo, salir de lo dudoso y de lo oscuro. A mis conocidos les parecía un poco raro mi voto de enclaustramiento. Era un imbécil y a la vez un tipo con suerte. Había quedado para una cena muy sana en un restaurante carísimo llamado Cires. Todo es posible. Había vislumbrado que, en otros lugares, los camareros adoptaban una actitud impertinente, arrogante y ligeramente pacífica. Aquí, en cambio, los camareros atendían solícitos y serviciales, sin síntoma de fatiga. Solo jueces y abogados: Francisco, Guzmán, Ángel, Sánchez León, Maura, Virginia (hermana de Guzmán). Todos ellos trabajaban en un bufete llamado Legalidad libre. «Parece que hoy es bueno ir de cena», me dije interiormente. Antes de acudir a mi pequeña cita conduje -por brevemente que fuese- media hora por ir escuchando leer, por primera vez, la voz grabada de Luis Cernuda sus poemas. Lo hice sin punzadas de inquietud por carreteras generales. Solo necesitaba un poco de soledad y poesía. El coche, un viejo Dodge azul, conversaba consigo mismo mediante el casette que viajaba a la búsqueda del tiempo perdido. Durante unos minutos, holgazaneé por tiendas hasta

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He invertido toda mi salud, mi tiempo y mis fuerzas en negocios espirituales completamente ruinosos …decía al abrirlo. No albergué la menor duda de que ese libro iba a gustarme con aquella argumentación. Hecho polvo y harto de vagar por librerías que eran mi núcleo central no me quedaba otro remedio (ahora sí que de verdad) que ir a la cena meditando aquella frase entrañable y genial. Cuando no hay tiempo, todo se apresura. Con creciente irritación, ¿quién era yo cuando no escribía? Un pobre exiliado abandonado en las avenidas del Pasado, meditando de soslayo en los alrededores del Raciocinio, teniendo que soñar en horas incógnitas del miedo y que sufrir las aspiraciones de la Añoranza. Llegué al restaurante y saludé a todos, manos por aquí y allá. Me sentí tranquilo, durante unos veinte o treinta minutos, como si todo hubiese sucedido ya. Luego, con puntualidad exquisita, el perfil errante del cocinero rodó hacia mis ojos. Era en lo primero que observaba al tomar asiento. No había nada que ver, nada que me distrajera. Me fijaba en todos sus detalles con una

Miguel Ángel Gómez

Una habitación propia

atención interior. ¿Qué vida era la de ese hombre? Hacía veinte años que aquella figura de hombre vivía casi todo el día en una cocina falta de tiempo; no era nada ni nadie en absoluto; dormía relativamente pocas horas, bien podrían haber sido muchas más; iba de vez en cuando al pueblo, del que volvía sin duda y sin pena; absorto, almacenaba lentamente dinero lento, que no se proponía gastar; estaba en Granada desde hace veinte años y nunca había ido ni siquiera a la Capital ni a un teatro. Se casó no sé cómo ni por qué, tenía cuatro hijos y una hija, y su sonrisa al marcharse, más allá de lo que se podía considerar posible, del otro lado del mostrador hacia donde estaba, expresaba una gran, una prominente, una contenta felicidad. Así estaban las cosas. Y no simulaba, era su derrota más gloriosa. Si lo sentía era porque realmente la tenía. La del cocinero es una historia verdadera. Si alguien piensa que le he mentido, le ruego que visite el restaurante «Cires» y compruebe lo que digo sin huir de la luz que no huyo. Me daba cuenta de que tenía hambre. El hambre es una lucidez… …la historia no cambia nada por esto, pero me hubiera gustado mucho comer un filete y unos huevos. Mal a propósito, acabé pidiendo rosbif reseco, langosta y caviar. Daba igual. Guzmán comió, por ejemplo, trozos de gorrín amojamado.

saba de largo los cuarenta años de edad, era el slogan humano, pero el slogan del siglo xxi, con mucho Civil, mucha palabra barata y mucho juicio de repuesto si la mesa estaba triste. Ese era su encaprichamiento. Su cara siempre me había sonado pero no estaba seguro de qué. Por supuesto, no todo eran malas noticias. Alguna que otra vez me había invitado a recitar en su casa minutísima versos de García Lorca.

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Maura, legal de la primera aurora legal, era hermético, testarudo y gracioso en su desgracia. Figúrense. Maura pa-

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—He aquí un poeta, exclamaba. Vivir es ser otro. Pero Granada, metáfora necesaria y profunda, no me pertenecía, literariamente hablando, Granada era de Federico que la humanizaba mucho. La ventaja de frecuentar estas cenas de colegas, vanas como remover cenizas, es que me incitaba a exigir una vida insensata sin ningún tipo de contacto con la realidad. En conjunto no eran malos muchachos con su mirada reflexiva y autosuficiente, en particular eran buenos y menos buenos. Eran inteligentes, otros tontainas, pero había una inteligencia en esa tontería. Unos viejos, otros jóvenes, pero me maravillaba cualquier edad. Unos hombres, otras mujeres, eran del mismo sexo que no existe. A veces estas cenas me interesaban un pito mientras me entraba una oleada de náusea. Creía que la intimidad, y no el mero contacto con aquellas personas, era lo perjudicial. Pero otras, aunque nada podía resultar más incongruente, eran charlas que tenían un rango extraordinario. Era como vivir en un delirio.


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