El Cuaderno 53

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LOS DÍAS DE SONTAG

¿Quiénes SOMOS? El documento más desnudo de una escritora universal Rafael Suárez Plácido

Hay dos tipos de diarios: aquellos que el autor usa como vehículo para su lucimiento personal y aquellos en los que el autor necesita «dejar constancia» (utilizo la expresión de Susan Sontag) de todo aquello importante que rodea su vida y su obra. En general, puede decirse que los primeros están escritos para ser inmediatamente publicados y se esperan como un acontecimiento literario que ocurre cada cierto intervalo regular de tiempo. Pueden ser muy interesantes, por el punto de vista del autor o por su prosa o por la afinidad, ideológica o estética o por ambas, que el lector pueda tener con él. Pero la expectativa de la publicación más o menos inmediata está siempre presente en la voluntad creadora y dificulta la sinceridad o el atrevimiento de lo que allí se expone. En general, estos diarios son meras repeticiones, con mejor o peor prosa, de las opiniones que se leen en la prensa o se escuchan en otros medios; en general, pierden todo su interés unos años después en el mejor de los casos. Pero cuando alguien

[ernesto baltar •] del tiempo que pasa, una tristeza paradójica de la vida que muere, de la nada que nos consume y que solo parece fingirse eterna en los instantes y neutra en los lugares, en los espacios, en los recorridos con que las cosas atraviesan nuestra mirada.

Tras el encuentro (y fotografía) de Azorín y Baroja en el Colegio de España de la Ciudad Universitaria, hacia los dos tercios del libro, toma don Pío el protagonismo en la narración, que en esa última parte resulta más variada Como ha dicho José Luis García Martín sobre La ciudad de los pasos lejanos, «… pocos libros habrá que reflejen mejor la secreta poesía de una ciudad, hecha de cotidianidad y de misterio, de trivialidad y magia. Una magia que está en los detalles, en los pequeños detalles exactos que unen el ayer con el hoy, la ficción con la realidad». José Muñoz Millanes ha compuesto un libro reposado, apacible, celebratorio, minucioso, erudito y poético, de una extraña belleza. ¢

«se encierra» de manera semiclandestina con sus fantasmas, los invoca para sí mismo y los expone, quedando la mayoría de las veces al descubierto, con el riesgo de ofender a los que más quiere, con el riesgo de quedar en evidencia él mismo antes que nada y poniendo en juego su vida, el documento que genera es, cuando menos, interesante. Si el sujeto creador tiene ideas propias y se las está cuestionando continuamente, el texto puede marcar una época y ese interés permanece siempre. Este es el caso de los diarios de la escritora norteamericana Susan Sontag, la más universal de las escritoras de su país. La conciencia uncida a la carne es el segundo tomo de sus diarios, los que recogen anotaciones que van de 1964 a 1980, la época no solo de madurez de la autora, que nació en 1933, sino también de su consagración como una de las intelectuales más importantes

Número 53 / Febrero del 2014

del mundo. El primer volumen apareció en España en 2011, con el título Renacida. El editor, David Rieff, que además es su hijo, cuenta que su publicación le produjo un serio dilema moral, ya que aunque el círculo íntimo de la escritora sabía que existían esos cuadernos, ella nunca publicó ni dio a conocer ninguna parte de su contenido, ni tampoco hizo ninguna referencia Susan Sontag La conciencia uncida a la carne. Diarios de madurez, 1964-1980 Editado por David Rieff Traducido por Aurelio Major Random House, 2014 516 pp., 21,90 ¤ a qué deseaba que se hiciera con ellos. Así pues, la decisión de publicar los más de cien cuadernos que se encontraron tras su fallecimiento fue solo suya, sin tener claro en ningún momento cuál era el deseo al respecto de su madre. Una decisión difícil que se hace mayor al leerlos, porque en ellos Susan Sontag no esconde nada de lo que piensa ni de lo que siente en ningún momento. Me la imagino escribiendo en esos cuadernos constantemente: tras un desayuno en un hotel

INGLESES revolucionarios Un estudio de referencia sobre «la primera revolución moderna» Francisco Carantoña Álvarez

Los ingleses «han tenido siempre inclinación a la rebelión y a los disturbios intestinos». La cita de Pufendorf, que recoge Pincus, demuestra la banalidad de los tópicos sobre el carácter de los pueblos y refleja la imagen que tenían los europeos del siglo xvii de un país que vivió en esa centuria dos revoluciones y decapitó a un rey siglo y medio antes que Francia. Fue precisamente ese siglo revolucionario el que allanó el camino para que la historia británica, a pesar de los levantamientos jacobitas y del largo conflicto irlandés, pudiera aparecer en los tres siglos siguientes como muy diferente a la de la Europa continental, trufada de movimientos revolucionarios y guerras civiles. Para las clases dirigentes británicas y los dos grandes partidos que dominaron la vida política hasta entrado el siglo xx —tories y whigs primero, conservadores y liberales después—, ese pecado original pronto se tornó en incómodo, se hizo necesario reescribir la historia. El largo periodo revolucionario de 1640 a 1660, aunque

tuviese cierta justificación debido al autoritarismo de los primeros Estuardo, habría sido un desvarío radical, una anomalía explicable en el contexto de los conflictos religiosos que asolaban Europa, al que había puesto remedio la Restauración. El destronamiento de Jacobo II ni siquiera tendría el carácter de una verdadera revolución, se habría producido, de forma pacífica, por la voluntad prácticamente unánime de los ingleses, que habrían evitado tanto el establecimiento de un absolutismo que rompía con una tradición parlamentaria secular, como el fin de las libertades individuales y la imposición del catolicismo. Steve Pincus deja claro al lector desde la misma introducción a su extenso libro que su objetivo es demostrar que la de 1688 fue una verdadera revolución, que contó con una importante participación popular y fue violenta, también que tuvo un carácter moderno —«fue la primera revolución moderna»— y sirvió para construir un nuevo Estado. Cuestiona tanto la tradicional interpretación

en Karlovy Vary, anotando la lista de las películas que ha visto en el festival de cine, o en una cafetería de París, contando lo que había dicho alguien la noche anterior, o en su propia casa en Nueva York, pero siempre celosa de que nadie leyera lo que escribía en ellos. Entiendo la dificultad del hijo, pues en estos textos se ven los momentos de felicidad de su madre pero, especialmente, las dudas, los temores y los complejos que la asolaban, por no hablar de las opiniones que tenía de los que la rodearon, la amaron y la traicionaron, o de los que ella amó y traicionó. Es cierto que había dos opciones: o publicarlos o quemarlos, como confiesa que alguna vez pensó hacer. Pero, tras leerlos, quemarlos habría sido un error garrafal. Estos diarios son Susan Sontag. No es frecuente encontrarse con una niña que a los trece años ingresara en la universidad y que, tan joven, tuviese tan claro a qué podía aspirar y a qué no: «A los cinco años anuncié a Mabel que iba a obtener el Premio Nobel. Yo sabía que sería reconocida. Y supe también —a medida que pasaban los años— que no era lo bastante inteligente para ser Schopenhauer o Nietzsche o Wittgenstein o Sartre o Simone Weil. Me propuse merecer su compañía, como discípula, trabajar en su rango. También, supe que tengo una buena cabeza, incluso con gran [•página 16]

whig de Burke, Macaulay y Trevelyan, que considera que lo que ocurrió fue un rechazo casi unánime de la sociedad inglesa a la violación de la constitución tradicional del reino por un monarca que pretendía establecer el absolutismo; como la «revisionista», que lo atribuye a una reacción contra la defensa de la tolerancia religiosa por parte de Jacobo II. Para Pincus la revolución se produjo como consecuencia de un intento de modernización del Estado por parte del rey —«modernización católica», lo llama—, que habría pretendido establecer en el reino británico una administración moderna y eficaz, con la Francia de Luis XIV como modelo. Pincus sostiene que «las revoluciones no son luchas para derrocar los Estados tradicionales. Solo ocurren después de que los regímenes decidan, por las razones que sea, iniciar ambiciosos programas de modernización», aunque «no todos los programas de modernización han dado lugar a revoluciones populares». Afirma que «la modernización estatal necesariamente pone a una gran cantidad de personas en contacto con el Estado. Los Estados modernizadores tienden a crear nuevas y vastas burocracias centralizadas. […] el contacto con el Estado en la vida cotidiana hace que aquellos para quienes la política nacional había sido anteriormente


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