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El oso y el madroño

Ramón Macías Mora CIESAS Occidente

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¡Ah!Madrid. Cuantas veces antes. Ahora, buscaba afanosa, al prestigiado joyero, Justo Canales, en su famoso local de Serrano. Por esas cosas del destino, me enganché en una aventura romántica con el poderoso magnate Rodolfo Landeros, especialista en importaciones, transoceánicas y ultramarinos.

Me apetecía tomar un vermut Sinzano, ya que había caminado bajo el sofocante sol del verano y mis cansadas piernas ya no daban para más.

Me introduje en el exclusivo bar del hotel Petit Palace Savoy Alfonso XII.

Numen, pronuncié entre dientes, el camarero dijo —¿Dios?, y me miró con curiosidad, sois muy bella— agregó, permitidme mostraros mis respetos y declaradme vuestro fiel admirador.

—Cretino— dije para mis adentros, qué atrevimiento.

Con la tez sonrojada e intentando mostrar indiferencia, agradecí el halago y ordené

—Un Sinzano en las rocas.

—De inmediato señora —repuso el camarero quien supuse, se trataba de un trepador acostumbrado a cazar a sus víctimas, desde su posición de modesto empleado del bar, de ese hotel cosmopolita.

—Si os apetece, pasear por Madrid, os ofrezco serviros de guía— dijo el insolente empleado, a la vez que servía el aperitivo ordenado.

Interpretextos

29/Primavera de 2023, pp. 43-46

Por mi parte, fingí no escuchar la propuesta, aunque había algo en aquel joven que me inspiraba confianza y ante todo curiosidad, tal vez su aplomo, su seguridad, su apostura.

Di un sorbo a la bebida y sentí de inmediato un bochorno y ligero mareo.

—Estáis bien— se adelantó el majo, al notar mi nerviosismo.

—Descuida— respondí, tráeme la cuenta que me marcho.

Llegué al piso de la calle don Ramón de la Cruz en el exclusivo barrio de Salamanca y no pude apartar de mi mente, la arrogancia del bellaco que sin haberle visto antes, consiguió lo que consideré siempre difícil, inquietarme.

Tenía planeado al día siguiente, viajar al Valle de los caídos y mear en la tumba de Franco, pero decidí alterar mi itinerario y posponer la visita.

Como la estación del metro se encuentra a escasas dos calles caminando, me introduje en Becerra para abordar la línea 2 con rumbo a Atocha y de ahí partir en el tren a Toledo. El precio del billete es muy económico, lo que provoca grandes aglomeraciones en la taquilla y mucha confusión en el abordaje.

A todas horas la gente va y viene, los turistas, suben en autocares que ofertan visitas guiadas y las plazas se atiborran, más por esas fechas, en que se rendía homenaje al Greco Doménikus Theteokopoulos en su aniversario.

Por todas partes, los moscones, es el inconveniente de salir sola en España, todo el mundo te ve y de inmediato quieren ligarte.

Al principio es divertido, pero conforme pasa el tiempo, se convierte en un asedio nada recomendable.

Nunca como ahora me sentía tan libre, tan plena, recordaba los días de Estambul, en donde los turcos asedian de verdad, intuyendo que una dama sola, puede ceder fácilmente a sus caprichos.

A la mañana del día siguiente, después de tomar el almuerzo en una bollería de nombre Buen Ran de la calle de Alcalá, en donde se sirven los huevos de monja más exquisitos de todo Madrid y el consabido cafelito, pedí al conductor de un vehículo de alquiler, me llevara a la joyería de la calle Serrano.

No sé qué tienen los madrileños que por todo pelean, gritan y vociferan, aunque todo queda en eso, gritos e insultos. El chofer se disculpó y siguió su ruta ante la mirada atónita de su cliente, o sea mi mirada.

Por un instante, creí que jamás llegaría a mi destino y tendría que caminar como el día anterior.

Quiso mi curiosidad que pidiera al chofer del taxi, parar en el Alfonso XII. Después de pagar seis euros, bajé dirigiéndome al bar de manera decidida, con la esperanza de volver a ver al chico que tanto me hizo sonrojar.

Para mi sorpresa y decepción Atanasio no se hallaba en servicio, era su día de descanso, pensé, mejor así, aunque recapacité y pedí a la empleada de turno entregara mis datos al mesero. ¡Qué bajo había caído!

Pedí a Paco el conserje del edificio, que nadie me molestara si acaso alguien llegara a preguntar por mí, como así sucedió, entonces sonó el timbre del teléfono y desconcertada, escuche a través de la bocina la voz de Atanasio, abre- dijo, que estoy abajo en la caseta de la esquina.

Por un momento dudé, aunque fue más el deseo de hablar con alguien, y compartir el momento, lo que me hizo ceder a mis impulsos, total; yo misma había provocado la situación.

—Entra —Invité a Atanasio, creí que no vendrías.

—Y por qué pensáis eso, si era lo que más deseabais ¿o no? —Repuso altanero.

—Sírvete y sírveme algo del bar —ordené.

—¿Qué te apetece? —dijo el malandrín.

—Hay whisky y en la nevera encontrarás hielo, a mí, sírvemelo así, sin soda —repuse.

No me permitió Atanasio beber el primer sorbo, cuando ya me había tomado entre sus fuertes brazos robándome el beso más apasionado que antes alguien me haya brindado.

Tomé de la mano a Ata y lo llevé hasta la recámara, prolongamos el encuentro durante toda la noche y parte de la madrugada, hacía mucho tiempo que nadie me daba tanto placer como aque - lla noche Atanasio, el humilde camarero del bar del hotel Alfonso

XII, ahora; buscaría como deshacerme de aquella aventura, antes de que llegara Rodo y se percatara de mi desliz.

Interpretextos

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De más está decir que Rodo nunca llegó, me enteré por las noticias que había sido detenido por la Interpol, acusado de traficar con heroína desde Pakistán en donde le fue decomisado un valioso cargamento.

Recepción: octubre 3 de 2022

Aceptación: noviembre 22 de 2022

Ramón Macías Mora ramamo@hotmail.com

Nacionalidad: mexicana. Premio Iberoamericano Cortes de Cadiz 2012. Nació en la ciudad de Guadalajara, Jalisco en 1955. Estudió arquitectura en la Universidad de Guadalajara 1975/1980. Máster en Historia de América Mundos Indígenas, Universidad Pablo Olavide de Sevilla, España. Candidato a doctor en historia cultural en CIESAS Occidente. Ha dirigido su interés hacia el campo de la creación literaria, destacándose como un prolífico investigador de temas referentes a la cultura y las tradiciones.

Los rosales de mamá

Manuel Dorado

Narrador español e ingeniero aeronáutico

Lasrosas del invernadero de mi madre no olían. Eran, además, de colores poco lucidos: rosa palo, salmón desvaído, blanco sucio. Con todo, se podría decir que ni tenían buen color ni tenían buen olor. A mí, que era ya casi un hombrecito en aquel tiempo, no me parecía que valieran nada. Y algo así debía de pensar mi padre, que solo se ocupaba del ronroneo continuo de su fábrica que, para ser sinceros, producía toda nuestra prosperidad. Pensarán que a qué venía entonces cultivar rosas, invertir aquel enorme invernadero adosado a la fábrica de latones de papá, si aquellas flores ni adornaban, ni se podían vender ni daban alegría alguna, y que, si me apuran, diríase que ofendían a la misma primavera. Bien: mamá se las comía.

Y no solo se comía las rosas, también se bañaba en ellas: en agua tibia cubierta de pétalos, quiero decir; y se frotaba su cutis, siempre un poco verdoso, con pasta de estambres y pistilos; y hacía licor de espinas y también ungüentos con los tallos. Las rosas de mamá, que se criaban casi silvestres entre los vahos que subían de los escombros sobre los que se construyera el invernadero, servían para todo. Al menos, a ella le servían.

Papá tenía una entrada a la rosaleda desde la fábrica, y una vez por la mañana y otra por la tarde, bajaba de su oficina en la planta alta de la factoría e iba a tomar el té con mamá. «Todo va bien, el latón se vende bien», le informaba él y ella le servía un té con dos o tres pétalos de color pardo flotando sobre el líquido rojizo. Él se acariciaba las patillas y se bebía la infusión e incluso charlaba un

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29/Primavera de 2023, pp. 47-50 rato con los pintores impresionistas, que mi madre invitaba al invernadero, y que venían desde París o la Polinesia a tomar té con pétalos a nuestro rincón de la campiña. Después, mi padre volvía a las oficinas de ladrillo, a discutir con el contable gordo y con el ingeniero barbudo. En esos tiempos, la fábrica marchaba bien y las rosas alimentaban el cuerpo y el alma huidiza de mamá.

Mi padre, siempre que podía, me informaba de todo lo que discutía con el contable y el ingeniero, me aleccionaba, me adoctrinaba en el negocio del latón. Mamá me acariciaba el pelo y me mostraba los tallos espinosos, como si hubiese que ver alguna belleza en ellos. Pero yo, tengo que reconocer, nunca entendí del todo ni el monstruo mecánico que escupía latas prensadas ni la floresta del edificio de cristal. Lo más que atisbé una tarde de lunes de otoño fue que las cosas se ponían feas entre el latón y los pétalos: mi padre había decidido que, ante los vientos de guerra que empezaban a olerse en el país, la fábrica se debía ampliar y muchas más paredes de ladrillos rojos debían ser construidas. Pero… «¿En el espacio preciso que ocupan mis rosales?». Mamá se untó un bote entero de ungüento de espinas y estuvo sin levantarse de la cama durante una semana y media. Cuando se levantó y vio el camión que traía los ladrillos, se tragó una botella de licor de estambres y anunció que se iba a casa de su hermana, en París, hasta que amainase el vendaval de cemento.

En poco menos de tres meses, papá logró hacer la ampliación de la factoría. Y, para que mamá volviera a nosotros, consiguió además replicar el invernadero unas docenas de metros más allá, junto a la nueva pared de la fábrica. Muchos rosales murieron en el trasplante, pero muchos otros sobrevivieron. Y como parecía que la tierra era mejor que la escombrera donde se asentaba antes el invernadero, los rosales supervivientes, fortalecidos quizás por el esfuerzo de sobrevivir, solazados en la nueva ala, en la que no daban sombra las chimeneas, y mucho mejor regados por un sistema que montó ad hoc el ingeniero barbudo de mi padre…, los rosales, digo, dieron unas rosas que olían a cuello de musas del Parnaso, y cuya coloración parecía retar a los pinceles más atrevidos de los impresionistas de París y la Polinesia. «A mamá le van a encantar».

Pero cuando mamá vio aquello, al volver traslúcida y blanca de París, casi se muere del disgusto. «¿Dónde están mis rosales? ¿Dónde están mis rosales?». «Son los tuyos —decía papá—, han mejorado, ¿no ves?». Durante veinte meses mamá solo lloró. Ese invierno fue demasiado caluroso. Los siguientes, demasiado largos. Los pintores se mudaron a nuevos continentes y comenzaron a pintar trazos que ni mi madre conseguía entender. La guerra hizo que se derribaran muchos ladrillos, por todas partes. Se levantaron nuevas cristaleras, aquí y allá. Cuando, después de muchos veranos grises e inviernos asfixiantes, las estaciones empezaron a ordenarse de nuevo de forma cabal, yo volví del frente y el negocio de mi padre pasó a mis manos. El negocio y los rosales. El frente de latón y pétalos. Y toda la responsabilidad. Solo moví una pared. Para ser sincero, dirijo la fábrica peor de lo que lo hacía mi padre. Hago lo que puedo, peleándome todos los días con el enjuto contable y el ingeniero cuadriculado, al que ya le blanquea la barba. Me reconforta, no obstante, ver que el cutis de mi madre sigue tan terso como cuando yo era niño y me acariciaba, con sus manos delgadas y de piel como olivácea, entre las ramas retorcidas y espinosas de los rosales. Mi padre se acaricia las patillas y toma el té con ella una vez por la mañana y otra por la tarde, en el invernadero, en silencio. Él me suele observar, yo diría que ensimismado, desde aquel último movimiento de ladrillos. Dos o tres pétalos arrugados flotan sobre el líquido pardo.

Recepción: noviembre 22 de 2022

Aceptación: diciembre 5 de 2022

Manuel Dorado

Manolo. dorado.us@gmail.com

Nacionalidad: española. Radica en Madrid, España, donde ejerce como ingeniero aeronáutico. Escribe relatos y novela. Obtuvo el premio TIFLOS por Amores distópicos (2022); fue seleccionado en la sección literaria del Festival Internacional de Cine Fantástico de Sitges con su novela El efecto Midas (2020). Obtuvo el Premio Internacional “Patricia Sánchez Cuevas” en Madrid y mención honorífica en el Premio “Julio Cortázar” de Montevideo. Publica en revistas y antologías.

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