El Callejón de las Once Esquinas #7

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EL CALLEJÓN DE LAS ONCE ESQUINAS Número 7

Número 7

Septiembre 2018

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El Callejón de las Once Esquinas

EL CALLEJÓN DE LAS ONCE ESQUINAS

Revista de letras agitadas por el cierzo Número 2017 Número37­ -Septiembre Septiembre 2018

Revista de letras agitadas por el cierzo

PORTADA

«Réquiem» EDITA El Callejón deEDITA las Once Esquinas Zaragoza El Callejón de las(España) Once Esquinas Zaragoza (España) ISSN 2530-481X ISSN 2530­481X COORDINACIÓN Patricia Richmond COORDINACIÓN Patricia Richmond FOTOGRAFÍA Esparvero FOTOGRAFÍA Esparvero Imágenes: excepto mención en contrario, de bancos libres de derechos Imágenes: excepto mención. en contrario, de bancos libres de derechos (Pixabay, CONTACTO PhotoPin, Wikimedia). 11esquinas@gmail.com CONTACTO Blog: callejon11esquinas.blogspot.com.es 11esquinas@gmail.com Twitter: @11Esquinas Facebook: Blog: callejon11esquinas.blogspot.com.es www.facebook.com/11Esquinas Twitter: @11Esquinas Facebook: www.facebook.com/11Esquinas Todos los relatos son propiedad de sus autores. Todos los relatos son propiedad de sus autores.

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AUTORA

Nathalia Suellen http://www.nathaliasuellen.com La ilustración se ha reproducido con permiso de la autora.

El Callejón de las Once Esquinas se encuentra bajo una Licencia Creative Commons AtribuciónNoComercial-SinDerivadas 4.0 Internacional


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CONTENIDOS Plaza Aragón ....................... 4 Escritora invitada:

Pilar Pedraza

Calle Predicadores ............. 19 Relatos llegados de Perú, España, Venezuela, Argentina, Colombia, Chile, México

Camino de las Torres ....... 174 Autoedición

Raúl Ariel Victoriano

Tregua Para el reloj, descansa un momento, repara las armas y zurce los descosidos. Seguro que, alguna vez, también tú has necesitado contemplar ese reflejo que susurra que eres el protagonista del relato que nadie más puede atreverse a escribir. Ángel, demonio, vagabundo o ilusionista, acepta la tregua, sal de tu refugio y pasea por las páginas del Callejón 7. En ellas, personajes audaces, atrevidos y misteriosos van a contarte historias, las suyas, que, una vez, fueron sueño sobre una página en blanco. De sueños sabe mucho Nathalia Suellen, la extraordinaria ilustradora brasileña que nos ha regalado la portada de este número. También nuestra escritora invitada, la fantástica Pilar Pedraza, que va a deslumbrarte con un relato gótico y siniestro. Los autores seleccionados en esta convocatoria aportan cuentos para lectores como tú, abiertos a todo tipo de géneros y estilos. Y bucearemos en el espléndido libro de relatos con el que el autor argentino Raúl Ariel Victoriano se ha lanzado a la autoedición. Todo esto es lo que vas a encontrar en el séptimo número de El Callejón de las Once Esquinas: lee, comparte y escribe… la octava convocatoria ya está en marcha.

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PLAZA ARAGÓN

FIRMA INVITADA

PILAR PEDRAZA Fantástica y siniestra

¿Escritora de culto? ¿Dama gótica? ¿Autora de terror? A ella no le gustan las etiquetas y no se siente identificada con las que intentan encasillarla. Pero ¿quién es Pilar Pedraza? Imaginad a una niña que nace en Toledo en 1951 y que, a hurtadillas, comienza a leer libros que no se deben leer a la edad en que ella lo hace: Homero, los clásicos latinos, el Antiguo Testamento, mitología grecorromana, las obras del marqués de Sade, la literatura realista del XIX… La niña se hace mayor y se traslada a Valencia, en cuya universidad se doctora en Historia, para obtener, más tarde, plaza de profesora titular de Historia del Arte. Además, durante un corto espacio de tiempo, se adentra en los entresijos del poder político, como Consellera de Cultura y Deporte de la Generalitat Valenciana y miembro del Consejo de Administración de la Radiotelevisión Valenciana. Sus primeras lecturas, su formación académica, su afición cinematográfica, sus viajes por Grecia, Asia Menor o Italia, todo ese universo que ella misma 4


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«¿Qué es eso?», preguntó el visitante señalando el cráneo. «La cabeza de mi padre. Murió en el cadalso. Yo misma la cogí del pudridero de la puerta de la Carne, gracias a la bondad de Pedro Alamillo, que hizo la vista gorda cuando entré una noche a por ella. Tuve que hervirla un día entero para limpiarla, y luego le di aceite de ortiga blanca; por eso está tan lustrosa». Mater Tenebrarum

Pilar Pedraza

ha tejido, ha influido en su producción literaria y científica. Como investigadora ha publicado ensayos centrados en temas como arte y sociedad en el Renacimiento y el Barroco, la representación de la mujer en los mitos, en el arte y en las ficciones y ha profundizado en el cine de directores como Fellini, Dreyer, Tourneur, Fritz Lang o Cocteau. También ha realizado traducciones; entre ellas destaca El sueño de Polifilo, de Francesco Colonna, uno de los libros más hermosos, raros, refinados y eruditos del renacimiento italiano, mítico para los esoteristas, y que todavía es fuente de interpretaciones. Y como escritora de ficción… Pilar es única. Su obra narrativa está publicada principalmente en la editorial Valdemar, lo que da una pista sobre su línea temática y su calidad. Sus historias entremezclan la fantasía y el terror, lo cruel con lo tenebroso, lo sagrado con lo profano. Sus elementos fundamentales son lo siniestro, los personajes extraños y ambiguos, tan monstruosos como nuestro propio interior, los escenarios históricos del mundo clásico y del barroco, y la reivindicación de la mujer. Sus protagonistas femeninas son personajes fuertes, libres, que no temen a los hombres y se enfrentan a ellos sin perder su feminidad. Y todo ello narrado con una prosa rica y elegante para ofrecer textos hermosos, crueles y exquisitamente macabros, impregnados de un fino sentido del humor. Tal vez sus novelas más conocidas sean las que conforman la trilogía de las Antiguas: La perra de Alejandría, Lobas de Tesalia y El amante germano. Escritas sin intención de completar una saga, reúnen sus elementos más característicos y celebrados: las tramas de las tres novelas se desarrollan en la antigüedad clásica y están protagonizadas por mujeres poderosas y que se saben invencibles. Mujeres pantera, brujas, filósofas o magas, se pasean por los entramados del poder y la muerte en historias de siniestra emoción. Su estilo libre, fantástico, sadiano, gore a veces, erudito y rebelde, alejado de afanes comerciales, la ha hecho merecedora de los premios Ignotus, Nocte, Ciudad de Valencia y de la Crítica. Además, en 2016 obtuvo el premio Sheridan Le Fanu, otorgado por la Semana Gótica de Madrid. 5


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LOS LIBROS DE PILAR PEDRAZA

NOVELA Las joyas de la serpiente (Fernando Torres Editor, 1 984) La fase del rubí (Tusquets, 1 987) La pequeña pasión (Tusquets, 1 990) El gato encantado (Aguaclara, 1 992) Las novias inmóviles (Lumen, 1 994) Paisaje con reptiles (Valdemar, 1 996) Piel de sátiro (Valdemar, 1 997) La perra de Alejandría (Valdemar, 2003) El síndrome de Ambras (Valdemar, 2008) Lucifer Circus (Valdemar, 201 2) Lobas de Tesalia (Valdemar, 201 5) El amante germano (Valdemar, 201 8) RELATOS Necrópolis (Víctor Orenga, Editor, 1 985) Mater Tenebrarum (Víctor Orenga, Editor, 1 987) Arcano Trece. Cuentos crueles (Valdemar, 2000) Mystic Topaz (Valdemar, 201 6) ANTOLOGÍAS Aquelarre (Salto de Página, 201 0) La maldición de la momia (Valdemar, 201 5) Verbum (Fata Libelli, 201 6) ENSAYO Barroco efímero en Valencia (Ayuntamiento de Valencia, 1 982) Tratado de arquitectura de Antonio Averlino "Filarete" (Ephialte, 1 990) La bella, enigma y pesadilla (Tusquets, 1 991 ) Federico Fellini (Cátedra, 1 993) Máquinas de presa: la cámara vampira de Carl Th. Dreyer (Episteme, 1 996) Máquinas de amar. Secretos del Cuerpo Artificial (Valdemar, 1 998) Metrópolis. Fritz Lang: estudio crítico (Paidos Ibérica, 2000) La mujer pantera: Jacques Tourneur (Nau Llibres, 2002) Espectra. Descenso a las criptas de la literatura y el cine (Valdemar, 2004) Agustí Villaronga (Akal, 2007) Venus barbuda y el eslabón perdido (Siruela, 2009) Brujas, sapos y aquelarres (Valdemar, 201 4) Jean Cocteau. El gran ilusionista (Shangrila, 201 6) 6


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LA GÓTICA Pilar Pedraza Un muerto como mi madre era un peligro para los vivos...

Ilustración: Jaime SanjuAn Ocabo

—ERES UNA NIÑA GÓTICA. No sé qué voy a hacer contigo. Tienes que comer —se lamentaba mi madre con la acritud de quien nunca fue feliz y estaba dispuesta a que nadie del entorno lo fuera. Con lo de «niña gótica» no se refería la pobre a ninguna tribu urbana o a ningún metropolitan style. Por aquellas fechas no había más gótico que el de las catedrales visitadas por los turistas, mayormente las de Burgos y Toledo. Pero en mi tierra los adultos llamaban góticos a los niños y

niñas, sobre todo niñas, debiluchos, estudiosos y gafotas. Yo era las tres cosas, y además culpable, según mi familia, de serlo, y con un futuro más negro que la pez. Creo que por cosas como aquellas, y también porque la tristeza del franquismo se colaba por todos los resquicios y por debajo de las puertas como un gas letal rastrero, me hice anarquista en la adolescencia. Nada que ver con Bakunin. Mi anarquismo era radical y revolucionario pero no agitador; sino un anarquismo del 7


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alma, que nada sabía de sectas ni partidos. Se conoce que cuanto más anarquista me volvía, cuanto más leía y cuanto más me bañaba frotándome con asperón para quitarme la roña franquista que impregnaba el ambiente, más gótica me volvía a ojos de mis padres y más puntos perdía, según ellos, en la carrera por el futuro. Me incorporé al instituto de segunda enseñanza con muy mal pie. Cantábamos himnos fascistas a paso de marcha al entrar y al salir de clase, por la mañana y por la tarde —Montañas nevadas, De Isabel y Fernando el espíritu impera, Prietas las filas y otras que no recuerdo—, cosíamos trapitos ornamentales bajo la dirección de una maruja sádica, que nos susurraba cosas desagradables y se reía de nuestra torpeza, cortábamos patrones de ropita de niño totalmente contrahechos, ensayábamos bailes regionales y nos entregábamos a otras actividades inútiles, además de aprendernos los afluentes de los ríos de España y llenar de borrones un cuaderno de hojas grisáceas que se llamaba Álbum de Dibujo Técnico. Al cabo de pocos meses, estas torturas me sumieron en una tremenda depresión. Acabé echando de menos el gélido colegio de monjas donde cursé mis primeros estudios. Allí por lo menos nos daban un vaso de leche en polvo antes de comenzar la clase de la mañana. Durante una temporada, leí por mi cuenta unas obras completas —ediciones argentinas— de Faulkner y de Dostoyevski de la biblioteca de mi abuelo. No lo entendía todo, pero aquello era otro mundo y me arrebataba. Cada vez más aislada, era la irrisión de mis condiscípulas por mi forma de hablar, que se me pegaba de los clásicos, y porque la melancolía en que me hallaba inmersa me llenaba los ojos de lágrimas por cualquier sandez o, simplemente, porque me escocían a causa de mis largas 8

sesiones de lectura a escondidas y con poca luz. Estas no me llamaban «gótica», sino «mantequilla de Soria», tomando por blandura mi tristeza. Un día se molestaron porque no quise jugar con ellas a la «amiga invisible» y me pusieron tal zancadilla en una clase, una trampa tan vil —justo en Literatura, la única asignatura y profesora que me interesaban—, que di con mis huesos como castigo en un cuartucho situado entre el patio del recreo y la zona de deportes. Contenía pupitres viejos, pizarras y otros cadáveres del mobiliario escolar. Estaba a oscuras, no había donde sentarse, y solo se oía el tictac de un enorme despertador que parecía pura chatarra pero aún latía como un viejo corazón. Apenas llegaban hasta mí los gritos de las chicas que jugaban al pite y a la madre cochina del hilo verde. Me senté en el pico de una mesa, dispuesta a esperar pacientemente a que me restituyeran la libertad. A eso yo lo llamaba entonces estoicismo, porque la palabra «paciencia» me sonaba demasiado católica. El mundo me trataba mal, pero no iba a poder conmigo. Entonces vi al primer fantasma de mi vida. Fue muy poca cosa y no hablaré de él, por no cansar al lector. Solo diré que fui testigo, pasmada, de cómo una de mis compañeras se sentaba en un banco al fondo del trastero donde me hallaba, pequeñita y boca abajo. No supe hasta mucho más tarde que aquel cuarto, al estar oscuro y cerrado, constituía espontáneamente una cámara oscura, en cuya pared se formaba la imagen invertida de cualquier cosa situada delante de la puerta cerrada, donde había un orificio que había sido una mirilla. Desde entonces aquella chica, cabeza abajo como un murciélago, me dio muy mal rollo. Me pareció que estaba señalada por el dedo de la muerte, como muchos de


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los personajes de las novelas que leía en la biblioteca de mi abuelo aprovechando la siesta de la familia. Como habitante de la galaxia Gutenberg, creía, y al mismo tiempo no creía, en ciertas cosas, y lo mismo me pasaba en el cine, donde creía y no creía en lo que veían mis ojos. A veces los cerraba y ya no existía la película ni el universo, solo lo que yo pensaba. Cosas de niños góticos. En ocasiones, miraba a hurtadillas el chorro de luz del proyector y lo seguía hasta que se estampaba en la pantalla ocupándola toda y expandiéndose ante mí. ¿Qué pasaría si quitaban la pantalla? ¿Se caería al abismo la diligencia o los enamorados o los caballos de Ben-Hur? Faltaban muchos años para que yo leyera reflexiones de este tipo en los escritos de Jean Cocteau. Por aquel entonces, mis escasos comentarios en voz alta no cosechaban más que rechiflas, salvo de la profesora que mencioné. No sé si me entendía, pero me trataba amablemente y me miraba como con pena. —Te vas a volver ciega como un topo —me recriminaba mi madre si me pillaba leyendo en nuestro lóbrego cuarto de estar. —Leyendo no hago daño a nadie. ¿Por qué siempre me estás regañando? ¿Me tienes manía o qué? —protestaba yo dolida. —Pero, hija, ¿cómo te voy a tener manía? ¡Soy tu madre! ¿Tú has visto que una madre tenga manía a sus hijos? ¡Señor! Eso sería un gran pecado. Te regaño porque no comes lo suficiente y eres una vaga de siete suelas, siempre leyendo novelones en vez de hacer los deberes del instituto. —Que te den morcilla charolada —susurraba yo. Y ella gritaba: —¿Qué has dicho? ¡No te creas que no te he oído, impertinente! ¡Qué bien vi-

ve la que no os conoce! Con aquel plural infausto se refería a los hijos propios y ajenos. Bien mirado, era casi una consigna anarquista. Se lo había oído una y otra vez, y procuraba que no me afectara personalmente. En realidad, lo conseguí enseguida, para qué me voy a poner melodramática. Aquella mujer renegaba de nosotros tres, mis dos hermanos y yo, pero sobre todo de mí, porque ellos eran normales, comían como cerdos y se pasaban el tiempo jugando al fútbol en el campo de los maristas; pero yo, gótica, esmirriada y con costras en las rodillas, porque solía caerme en las clases de gimnasia, la sacaba de quicio, y eso que no sabía nada de mi anarquismo. Mi padre, aunque era encantador, pasaba tanto de todo que era como si no existiera. Prescindiré de él, pero que se sepa que andaba por allí, con sus cigarrillos de picadura, sus corbatas raídas y su Boletín Oficial del Estado bajo el brazo, porque trataba de mejorar su situación y buscaba oportunidades entre sus páginas que olían a caca de pájaro. La casa era antigua, húmeda y minúscula, tanto que cuando alguien se ponía enfermo era desterrado a la de mis abuelos, que era enorme, situada a las afueras de la ciudad, y tenía un jardincillo muy apañado y sitio de sobra para poder cuidar con holgura y comodidad al o a la doliente sin que todos se contagiaran. Yo solía ser una huéspeda casi constante. Debieron de comprar mi sistema inmunológico de estraperlo en alguna morgue. Pescaba toda novedad que apareciera en el mercado de los microbios, especialmente unas bronquitis que me tenían en cama un par de semanas y otro par restableciéndome a base de caldo de carne, hígado, ponches de huevo y algún que otro vasito de vino de Málaga, que decían que era un buen tónico para el organismo. Yo, cuando podía, abusaba un pelín y me ponía un 9


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poco piripi. Así que me encantaba ponerme enferma, y como eso lo tenía asegurado, era feliz al menos un par de veces al año, en el cambio de estación. Mis abuelos me querían y yo a ellos. Al menos, a estos que digo. Los de la otra rama de la familia, padres de mi padre, eran unos meapilas y siempre estaban metiéndose conmigo, porque en cuanto podía me pelaba las misas de los domingos, que eran lo mínimo para conseguir la salvación. Un médico jubilado, amigo y vecino de mis abuelos, venía a verme con frecuencia cuando me hallaba de retiro con ellos. Era lector empedernido y a veces me prestaba libros muy viejos que olían a humedad y a rancio, como El castillo de los Cárpatos de Julio Verne, Malpertuis de Jean Ray o Mandrágora de Hans Heinz Ewers, estos últimos de una editorial mexicana, comprados según dijo en la trastienda de una librería de Madrid. A eso le llamaba él «echar leña al fuego», no sabía yo entonces por qué. Cuando lo supe, aplaudí: a mi fuego interior le venían aquellas extravagancias como anillo al dedo. Bien mirado, estoy hecha de ellas como de carne y huesos. Este Galeno, que solía jugar al ajedrez bajo las madreselvas a la caída de la tarde con mi abuelo el tipógrafo, era un superviviente de la Guerra Civil. Pasaba por ser buena persona, aunque un poco raro, porque atendía gratis a las familias pobres del barrio. Mi abuelo y él eran comunistas, yo lo sabía por haberles oído ciertas conversaciones, en las que siempre salían a relucir el tovaritch Lenin y El acorazado Potemkin, película, según ellos, que no había sido superada ni lo sería jamás. Yo no la conocía entonces porque no había cineclubes, y ahora siempre que tengo ocasión de verla lo hago en homenaje a aquellos dos ancianos tan frikis y entrañables. 10

Mi abuela también era roja, pero lo disimulaba haciendo ganchillo compulsivamente, como las marujas fascistonas que se ponían por la tarde a las puertas de las casas con el botijo lleno de agua con anís, a cotillear. Era una mujer guapa, muy fuerte, cordial, llena de vitalidad. Lo mejor de la familia. Me acogía en su casa con tremendo cariño. Para mantener limpia y arreglada la casa, se servía de dos mujeres gitanas que vivían cerca de la casona, en el callejón del Pozo Amargo. La gente de ese barrio era sedentaria y trabajadora, de piel muy oscura y gran belleza, sobre todo las mujeres. Nosotros a su lado parecíamos a medio hornear. Los hombres trajinaban de acá para allá por las ferias de ganado de los pueblos, trapicheando con bestias, sobre todo mulas. Los viejos y viejas hacían canastos y muñequillos mágicos en los patios y a las puertas de las casas, mientras cuidaban de la tropa de niños mocosos y descalzos, que sus nietas no dejaban de parir uno detrás de otro. A los más pequeños les cantaban unas nanas un poco siniestras, porque decían que había que quitarles el miedo desde chicos. Jamás encontraréis gitanos más industriosos que aquellos ni mujeres con mayor talento para la conservación de la literatura popular. Sabían muchos cuentos, consejas y coplas, y tenían un imaginario, como se dice ahora, rico en fantasías macabras o espectrales, en las que salía a relucir con frecuencia cierto muló o vampiro, que era una especie de muerto viviente. Yo lo sé porque en mis gripes la menor de las «muchachas» —como las llamaba mi abuela aunque la mayor habría cumplido ya los cincuenta—, Amara Montoya, me entretenía con un sinfín de dicharachos, que para mí resultaban tener cierto aire en común con algunos libros dadaístas que me traía don Crisógono, como Impresiones de África de Raymond Roussel.


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Un día se lo comenté y dijo el buen doctor: —El espíritu sopla donde quiere. Contra todo pronóstico, yo a veces le entendía cuando decía cosas como aquella. Era uno de esos bienaventurados en cuya boca la Biblia no sonaba a sarta de paranoias judaicas mal traducidas, sino que adquiría cierto gracioso matiz budista. En resumen, todo era nada y el vacío era luz, sacaba yo en consecuencia, y le invitaba a un traguito del agua de Melisa que tenía la abuela en el aparador para los desmayos y vahídos, pero que era, según me dijo él mismo —con un talante anarquista que dejaba el mío a la altura del betún—, pura absenta de etiqueta negra, de la que lleva pintado un demonio. Amara Montoya tenía un cuerpo perfecto rematado en cúpula. Siempre estaba preñada, siempre. Cuando parecía que no, era porque acababa de parir y comenzaba a gestar un nuevo churumbel del tamaño de una habichuela. Entonces tenía Amara el aspecto de bailarina de un templo recorrido por monos saltarines. Un día vi a su marido. Era un tipo no muy joven, rechoncho y bajito, con un gran rubí en el meñique de la mano izquierda. De tanto fabricar criaturas en su interior, la hermosa gitana había desarrollado una especie de creatividad carnal, como si su cuerpo fuera una máquina de hacer hijos o una planta de flor perenne, como las rosas de los jardines de Aricia, que siempre tienen doblados sus arbustos bajo el peso de sus flores magníficas. Solo que la Montoya no se doblaba. Resistía a pie firme, fuerte y ligera, transportando su carga sin achaque de cansancio ni desaliento. Pero se conoce que en la parte oceánica de su ser femenino se iban depositando unos como barrillos, algas de piel infantil y quizás ojos incipientes con mirada interior de fetos desechados, con

jirones de alma que hacían que toda conseja o historia que se contara en el Pozo Amargo, o en alguno de los viajes de la familia, se cuajase en las mientes de la madre giganta en forma de fantasía lúgubre. De estas cosas me hablaba cuando estaba ayudándola en el jardín de mi abuela. Lo hacía por gusto de estar con ella y para que no se fatigara ni se le dañara la tierna carga de su vientre, al agacharse o al subirse a una silla a cortar alguna rama muerta. Las fantasías de la Montoya, por lúgubres que fueran, iban acompañadas por una especie de alegría crónica que las enmarcaba como una moldura dorada a un espejo profundo y oscuro. La risa chispeaba constantemente en su boca de canela y los muertos que bajaban por sus aguas interiores eran como muñecos de una feria o un guiñol, sonriendo con sus anchas mejillas pintadas. Si don Crisógono me enseñó que el universo no existe, ella me iba inculcando poco a poco, tal vez sin darse cuenta, que no hay frontera entre la vida y la muerte, aunque sí protocolos para sobrellevar las bromas que los vivos y los muertos se gastan entre sí. La defunción de mi madre fue un acontecimiento insólito en nuestras latitudes e incluso en el trópico, si se hubiera producido en él. Se dijo de todo en la prensa y en los mentideros; pero los que estábamos cerca conocíamos una verdad que parecía un cuento chino, y es que la pobre murió picada por un bicho tan venenoso como poco conocido: una escolopendra gigante africana que nadie sabe de dónde salió, aunque sí dónde la atacó: en la carbonera de nuestra casa, donde no abundaban insectos más temibles que las cucarachas. La asquerosa criatura medía casi medio metro y tenía decenas de patas y unas mandíbulas atroces. Era como un 11


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ciempiés diabólico. Lo encontraron colgando en la comisura de los labios de la muerta, tan difunto como ella. Ambos se habían producido la muerte recíprocamente por un choque anafiláctico que había paralizado en cuestión de segundos el corazón y los pulmones de mi madre. La escolopendra falleció al ingerir su sangre, que era veneno para ella. Esto nos lo explicó el doctor Crisógono. Las explicaciones de los científicos en la prensa serían más sabias —y las hubo magistrales—, pero no tan claras como las del gran ajedrecista. En toda mi vida no había oído lamentos como los de las gitanas ante el cadáver, hallado por Amara, que había venido a traer un cubo de carbón de encina de casa de mi abuela. Ni siquiera mi familia dio tal cante ante nuestra pariente muerta. Y no es que sintieran muchísimo su deceso —que efectivamente lo sentirían, no me cabe duda—, sino que había en ellas un extra de dolor porque, según me insinuó la misma Amara Montoya, un muerto como mi madre era un peligro para los vivos. Durante los primeros días, no hice mucho caso de sus sibilinas palabras, atrapada como estaba en los preparativos del entierro, que me fascinaban. Mi abuela se encargó de todo y yo fui testigo fiel y gótico de los arreglos correspondientes —dada la ocasión, pude vestir de negro de pies a cabeza sin que nadie se metiera demasiado conmigo—. Por cierto, los arreglos convirtieron a aquella mujer avejentada, teñida de gris y malva por el tósigo del ciempiés como una estatua egipcia de granito, en una abyecta figura de cera. Hablo de las chapuzas de Serendipio, el maquillador de la funeraria, y de sus afeites, que nos disgustaron a las gitanas y a mí. Para ellas una lavadita al muerto, si acaso, era más que suficiente, y tenían toda la razón. Don Crisógono también dijo lo suyo. Algo así como: 12

—No os empeñéis en que los muertos parezcan dormidos, porque se despertarán. ¡Por las llagas de Cristo! Esa vez la sabia voz del galeno no me consoló de los males del universo, como solía, sino que sentí correr a lo largo del espinazo un escalofrío, como si un bromista me hubiera introducido un cubito de hielo por el cogote. Después del entierro me pregunté qué habría sido del bicho letal, que se había convertido en una leyenda del barrio gitano, tras desaparecer en el jaleo de las honras fúnebres, pero nadie supo decirme y muchos se santiguaron al oírme mentar la bicha. A mi siguiente recaída en la bronquitis, agravada por la alergia primaveral, le pregunté a Amara. La otra «muchacha» había abandonado la casa por oscuras razones, que en definitiva se relacionaban con mi madre y sus presuntas travesuras de ultratumba. Pues se decía que por ser su muerte tan inesperada y mitológica, no estaba a gusto en ella y se aparecía en busca de la ayuda de los vivos en las casas donde había residido, bien en la nuestra o en la de la abuela. Amara Montoya aguantó el tirón, la muy valiente, por no abandonar a mis abuelos y porque era una mujerona de rompe y rasga que no tenía miedo de ciempiés ni escolopendras por africanas que fueran. Su gran cultura de los lóbregos submundos de su raza la protegía, además, de los fantasmas, y a mí llegó a decirme que mi madre se manifestaba —así lo expresaba ella, con su oscuro saber— alrededor del pozo del jardín de mis abuelos, donde pasó su infancia, y en los arbustos de lilas que amó mientras estuvo viva, porque eran sus flores preferidas por su aroma entre contundente y delicado, como ella misma. A veces —dijo también mi gitana— se notaba cierto olor a lilas cuando se limpiaba su alcoba de soltera, y era porque ella


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andaba por allí en busca de algo o para mirarse en el espejo de su juventud. —¡Pero tú estás loca! ¿Sabes lo que estás diciendo? —fingí escándalo como hubiera hecho cualquier blanco frente a un indio que, como ella, le hablara del karma o de la reencarnación de un antepasado en hormiga o viceversa. La primavera, como dije, cargada de perfumes y pólenes, agravó mi bronquitis, y don Crisógono tuvo que hacerme varios certificados para el instituto, excusando mi asistencia. Hasta vino a visitarme una de las profesoras, por cerciorarse de mi mal más que como cumplido de la institución, supongo yo. Me trajo unos bollitos comprados en la pastelería Dulce Nombre de María, cuyos dueños habían sido socialistas en la República y se pasaron al nacionalcatolicismo con armas y bagajes cuando la Victoria. En casa de mi abuela los productos del Dulce Nombre estaban censurados. Yo le di la cajita a Amara para sus niños y bien que me lo agradeció. Es más, me dijo, a modo de advertencia secreta: —Por lo que sabe una servidora, ha de estar usted ojo avizor esta noche, mi alma, que puede recibir una visita del otro lado. No tenga miedo ninguno y quédese en la cama bien tapadita, que no le va a pasar nada. ¡Ay, madre! Palabras mayores. Aquello presagiaba una visita del más allá como la de Protesilao a Laodamia. Me subió la fiebre. No me puse el termómetro pero lo noté: una especie de ardor de tizones infernales «en los centros de mi ser», como a veces decía la gitana. —¿No puedes quedarte conmigo, Amara guapa? —No, señorita. Yo ya bastante he hecho, y aunque se porta usted muy bien conmigo para ser paya —ironizó alzando por el cordelito la caja de los dulces—, y yo le tengo que estar recono-

cida, hay cosas que una no puede hacer sin llamar la atención de los tíos. Y yo la llamo demasiado por el cariño que tengo a esta casa. Hace ya tres días que duermo aquí y mi gente me echará de menos con razón. Los tíos eran los ancianos jefes de las familias gitanas. El de Amara Montoya, el tío Jacinto de los Juanes, tenía malas pulgas y ejercía sobre sus parientes una autoridad de hierro, aunque parece ser que se llevaba bien con las mujeres, porque tonto no era. No insistí, pero noté en su rostro redondo como una manzana de bronce cierta decepción. Seguramente, habría deseado que insistiera y caer en la tentación de quedarse conmigo, para compartir la aventura que le habían pronosticado las sombras de su inconsciente.

INTERVALO I Contrariamente a lo que yo misma me había pronosticado, apenas me hube metido entre las sábanas y tomado el jarabe de codeína contra la tos perruna que me destrozaba el pecho, me quedé profundamente dormida. Las palabras de la sibila gitana sobre una visita siniestra se desvanecieron. Soñé, en un grato espejismo de vuelo entre el sol de oro y un mar verde y transparente, que entraba por la ventana de mi propia alcoba y caía a cámara lenta en la cama, cuyas ropas se desplazaban para acogerme y luego se cerraban sobre mi cuerpo sudoroso. Entonces la vi. Se acercaba a mí desde la pared del fondo, como proyectada por un aparato situado a mis espaldas, que yo no podía ver, y su imagen estaba invertida. Permaneció así a un lado de mi cama, cerca de los pies. Me miraba con sus zapatos, es decir, como si las suelas tuvieran ojos, a la manera de un capricho cubista, porque al estar del 13


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revés, yo apenas podía ver las luces de su rostro, sus verdaderos ojos, pero ella efectuaba sobre mí algo semejante a una contemplación, y yo me sentía mirada. Luego creí despertar. El proyector infernal se había apagado, pero ella seguía allí, ahora invisible pero tan palpable como el sudor de fiebre que perlaba mi frente, manaba y resbalaba sobre mi pecho, empapando mi camisón. Se sabe lo mucho que conmueve a un espectro o monstruo del Averno que le llamen por su nombre. Recordé haberlo leído en algún lugar, quizá en un libro de mitología o en Las mil y una noches. Para ponerlo en práctica, tuve que hacer un ligero esfuerzo por atrapar en mi mente el de mi madre, que se me escapaba, porque por lo general todos la llamábamos «mamá», incluido el soso de mi padre. —¡Hola, Amelia, ¿cómo estás?! —le pregunté totalmente tapada, sosteniendo bajo mi barbilla la ropa de la cama en prevención de contactos indeseados. El fantasma tomó cuerpo, se estremeció y pareció absorbido por el fondo de la habitación, algo borroso y en posición invertida como cuando se dejó ver. Luego fue como si el operador que trabajaba con aquella figura abyecta hubiera enderezado y reenfocado la imagen, que caminó hacia mí con pasos naturales y firmes, esta vez cabeza arriba. La luz de la mesita de noche estaba encendida. Mi madre se detuvo junto a la cama, cerca de mí, y me miró con tristeza. El maquillaje de la funeraria había desaparecido de su rostro, dejando ver las livideces del envenenamiento. Tenía los labios secos y pálidos. Los abrió como si quisiera decir algo, pero entonces estalló la tormenta que había estado amenazando desde poco después de la cena, cuando Amara Montoya se marchó a su casa. Un tremendo relámpago estalló en el cielo llenando la estancia de luz violeta, 14

seguido por un trueno que apagó cualquier otro sonido. Si la difunta dijo algo, no pude oírla. Luego, cuando aquella fosforescencia espectral se resolvió en tinieblas nuevamente y el estruendo enmudeció, el fantasma gritó con voz ronca: —¡No me busques, que no estoy aquí! ¡Siempre serás una niña gótica! ¡Tanto leer, tanto leer! En efecto, ya no estaba allí. Tras la desaparición de su figura solo alcancé a ver una de sus manos. Tendida hacia mí, fue devorada por una negrura succionadora. Me dejé caer sobre la almohada y dormí de un tirón hasta el mediodía, cuando entró Amara a despertarme, acompañada por el médico. —Aquí huele como tras la lucha de Jacob con el ángel —dijo este frunciendo la nariz, antes de despedir a la muchacha, que me había traído el desayuno y lo dejó sobre la mesita. —Lo que usted diga, don Crisógono; pero en estas casas nunca pasan cosas tan descomunales —replicó la salerosa muchacha acariciando la octava cúpula de su templo. —Eso lo dirás tú, chiquita, que hablas sin pensar lo que significan tus vanas palabras sin traducirlas antes al latín. Amara se fue riendo y meneando la cabeza, de cuya coleta se habían desprendido varios mechones rebeldes, que bailaron alegremente sobre su frente y sus mejillas. Me pareció una pintura romana tocando un pandero, quizá por la bandeja, que llevaba con su particular desenfado, y por el movimiento de sus caderas. Estábamos en la cocina de mi abuela, pelando patatas para el hervido de la cena. Amara se había prendido con una horquilla en el pelo, detrás de una oreja, un ramito de hierbabuena y parecía una niña adorable y barriguda. De vez en cuando se estiraba, llevándose las manos


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a la zona lumbar. Mi abuela se secaba al sol la blanca cabellera, que normalmente llevaba recogida en un moño. Por la ventana abierta entraba el aroma del agua con vinagre con la que se la aclaraba. La veía reflejada en el cristal entre flores e insectos que zumbaban, como a una vieja y robusta diosa de la tierra. —Amara mía —dije—, tengo que preguntarte algo, a ti que sabes de las cosas de los muertos. —Adelante, niña —respondió muy contenta de que la consultara—. Si yo puedo, mi ayuda no ha de faltarle. —¿Tú crees que después de tres meses es normal que mi pobre madre siga visitándome por las noches? —Huy, de normal nada, mi alma. Las personas que mueren antes de tiempo por violencia de puñalada o veneno, como la que le hizo a ella el ciempiés, suelen estar aleladas o perdidas un par de semanas, pero luego se las arreglan para encontrar la luz y se van a donde corresponda, que eso ya no lo sé ni creo que lo sepa nadie. —Pues mi madre no se va —insistí. No le dije que quizá las visiones se producían en los intervalos del semisueño, porque las respuestas que suscitaban en Amara mis preguntas eran maravillosas y no quería perdérmelas. —Tendría que haberse ido ya. ¿Su madre se orientaba bien en el mundo? Quiero decir que si hubiera ido a Santiago de Compostela ella sola, como peregrina, digamos, o a cualquier otro lugar, ¿se las habría apañado, como si dijéramos, sin guía ni lazarillo? —No, hermosa, mi madre torpeaba bastante. Era un ama de casa que no había salido de su rincón nada más que para hacer el viaje de novios a Galicia cuando se casó con mi padre. A lo mejor es eso, que no encuentra el camino… —Eso va a ser, y no es que no tenga remedio, que lo tiene, sino que va a necesitar que la ayude un familiar próxi-

mo que se sepa la teoría, que aquí no valen dudas ni titubeos; es decir, que para una servidora el lazarillo debe ser usted. ¿Estaría dispuesta a ello? —Mujer, si no hay más remedio… Y ¿qué tengo que hacer? y ¿cuándo? y ¿dónde? —No me lo tome usted a mal, pero por sus preguntas se nota que usted es paya, señorita. —Y ¿por qué? —Porque sí. Oiga, tenemos patatas peladas hasta la semana que viene. Se van a poner negras. No es que me importe, pero podemos hacer otra cosa mientras hablamos. Pusimos las patatas en una olla al fuego y salimos al jardín dispuestas a recoger la ropa tendida. Mi abuela había desaparecido. Amaya dijo: —Cuando la luna esté donde debe, haremos un corrito con algunas gitanas viejas que saben de esto, y en unos tizones echaremos hierbas de olor y alguna cosa más. Entonces sabrá usted lo que tiene que hacer. Es sencillo y no cuesta nada. Yo me encargo de las mujeres.

INTERVALO II Nos reunimos con diez comadres de la provincia de Logroño a la puerta de una cueva en lo más escarpado y gélido de los montes. «Es sencillo y no cuesta nada, sí, sí…», dije yo, y ella se puso el índice sobre los labios reclamando mi silencio. Las más jóvenes hicieron una gran hoguera cuyo calor no consiguió calmar mi frío ni mis temblores, pues aquel lugar y circunstancias me aterrorizaban más allá de lo que yo hubiera experimentado alguna vez. A mi lado se sentó Amara, arrebujándome con su mantón de lana. Su vientre más que el fuego me calmó, porque en Amara todo era vida y calorcillo. Las viejas canturrearon y en el suelo apare15


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ció la escolopendra como por paso de manivela en una película antigua, con sus espantosos cincuenta centímetros, su coraza cobriza con pinchos y sus patitas marfileñas. Estaba devorando viva a una lagartija que se agitaba con frenesí. Se había desprendido ya de la cola por ver si así la soltaban, pero el insecto la tenía bien agarrada entre sus colosales mandíbulas chorreantes de veneno. Una de las viejas se dirigió a mí en romaní. No entendí una sola palabra, pero Amara me tradujo: —Dice que tienes que matar al bicho si quieres que el muló te deje y se marche para el otro mundo por el túnel de las ánimas. —¿El muló? ¿Qué muló? ¿Qué es eso? —pregunté imaginándome una mula negra y del tamaño de una montaña. Entonces todas ellas cantaron con voces de falsete, como brujas de carnaval.

—Que viene el ciempiés, que viene el ciempiés —susurró tenebroso el coro. El canturreo subió de tono y en el humo de la hoguera empezó a formarse una figura negra. La escolopendra se deslizaba hacia mí arrastrando a su desesperada presa, pero yo no quería matarla. Me daba un asco agónico, no podía salir del cobijo de Amara. Ella me arrojó al suelo y se apartó, dejándome sola con mi enemiga para obligarme a enfrentarme a ella. Las voces cantaron: El bicho es un bicho muló, también entre los bichos hay bichos mulé, cómetelo, niña blanca, mastícalo, escúpelo al fuego, donde lo espera la madre muló, porque el muló es tu madre y no se irá si no haces lo que debes.

Cogí una piedra plana como alisada El vampiro que chupa la sangre es el por el agua y descargué su filo una y muló, otra vez sobre la escolopendra hasta la madre que no quiso a la hija es el muló, partirla en varios pedazos, sintiendo el vampiro que descabezó al bicho es el que a cada golpe recuperaba mi valor. muló. La lagartija se agitaba convulsa. Cuando El muló no se irá si la hija no hace lo que aplasté la cabeza del insecto, haciendo debe hacer, saltar aquellas mandíbulas que habían día y noche permanecerá en la casa el causado la muerte de mi madre, sentí muló, una gran alegría interior, como si finalchupando cuanto encuentre, el muló. mente hubiera cumplido con mi deber. La sangre de un cuchillo de cocina, la chu—Ahora tienes que coger eso y echarpará el muló, lo al fuego, mi alma. Si no lo haces, no la sangre entre las piernas de la hija, la la- servirá. O lo mascas, según dicen las comerá el muló. madres, pero no es preciso llegar a tanla sangre del padre al afeitarse, la besará el to. muló. Los fragmentos no dejaban de moverla sangre del hermano en la pelea, la la- se, pero los cogí por las patas y me puse merá el muló. a lanzarlos al fuego, que chisporroteaba La madre muerta y podrida que lo sorbe al recibir a cada uno y dejaba escapar un todo es el muló. olor nauseabundo a gambas a la plancha. La negra silueta entre las llamas se —Cuidado, señorita, que viene el volvía más densa, fuliginosa. Me hacía ciempiés. Que no la pique, por dios, toser. que le parará el corazón como a su ma- —¡Líbrame, mi niña gótica, líbrame de este tormento! —creí oírle decir. dre —me advirtió Amara. 16


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—Mamá, ¿eres un vampiro como dicen estas? —pregunté con la voz ahogada por el humo. —Calla, niña —susurró Amara—. No se habla con los mulé. Estábamos en tales dimes y diretes, cuando apareció en la explanada de la hoguera, montada en una mula de gran alzada, una criatura indescriptible que, sin bajar de su cabalgadura, se metió entre los carbones ardientes y los dispersó hasta que solo quedaron algunos troncos chamuscados y un montón de cenizas. Luego, en medio de un impresionante silencio de las mujeres, volvió grupas y se fue. Su capa volaba desde los hombros como un par de grandes alas grises —¡Cáspita! ¿Qué ha sido eso? —pregunté a Amara. —Hemos tenido suerte. Era el dhampiro de La Arrapieza. Es hijo de muló y mujer, está semivivo y mata a los mulé, por un odio ancestral que les tiene. No sé cómo se ha enterado de que teníamos este conciliábulo. Tal vez se lo dijo la Mejorana, aquella joven del mantón de grana que está allí, que es la mujer del Tío Tarabillas. Siempre lo larga todo.

Un día vamos a tener un disgusto con la Guardia Civil. En el aire que ya clareaba por el Este se oyó una voz rota: —Adiós, mi niña gótica, adiós… Allí te espero comiendo huevos… —Creí oírlo en la lejanía, pero a lo mejor era un relámpago o el graznido de un pájaro.

VARIOS SÁBADOS DESPUÉS Mucho más tarde, mientras daba clases de español en Edimburgo, me volví gótica de un coven llamado Revenantes ofCourse, del que formaban parte varias diseñadoras de vestuario romántico, cantantes satánicas, escritoras suicidas y gentes archicreativas, contraviniendo los malos agüeros de mi madre. Nadie volvió a llamarme «mantequilla de Soria». No se llama así a una chica que además de ser ácrata lleva una daga escondida en los largos guantes negros. Una chica que tiene pactos con un muló y un dhampiro y ha disfrutado de las enseñanzas del doctor Crisógono es sin duda una gótica sin diminutivos.

Este relato fue publicado en la antología Verbum (Fata Libelli, 2016). Nuestro agradecimiento infinito a Pilar Pedraza, así como a Susana Arroyo y Silvia Schettin, responsables de Fata Libelli, por el permiso para su reproducción en El Callejón de las Once Esquinas.

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CALLE PREDICADORES Carlos Enrique Saldívar Raúl Garcés Isabel Pedrero Gleiber Alvarez Raúl Ariel Victoriano Benjamín Recacha Cristina Aguas Enrique Mochón Patricia Richmond Ángel Saiz Mora Eduardo Martín Zurita Alba G. Callejas Luisa Horno Pablo Núñez Silvia Zuleta

21 28 29 35 37 45 49 53 57 66 68 75 79 81 85

Edward Alejandro Vargas Ricardo A. Bugarín Luis J. Goróstegui Luisa Hurtado José A. García Fernando De Gregorio Héctor Núñez

89 91 93 102 103 110 111

Duerme, duérmete ya Tras los pasos de Hemingway Inmortales El puñal ya no gira Gloria Laura Plano en detalle El naugragio Tiempo Roto Escrito en las estrellas Invisibles Renacer Matarla El color de los pájaros Fabulaciones en torno a dos historias de amor Sin salida... Curiosidades de mi tía Enjambre La madeja La caja de té Inspiración fallida Canción de cuna

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Aurora Rapún Plinio el Bizco Isidro Moreno Juana María Igarreta Salvador Esteve Silveria Stallone Carmelo Carrascal Héctor D. Olivera Campos Esparvero Giancarlo Andaluz Queirolo Enrique Angulo

114 117 122 124 125 128 130 132 138 141 148

Esperanza Tirado Sonia Serna Carmen Martínez Marín Ana María Palacios Armando Cervantes

153 156 163 165 168

Marta Navarro 171 Plácido Romero 173

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Trail extremo La Mezquindad según Marcelo Los mil y un puntos de la RAE Un ángel aburrido Huérfanos de Agatha Avance importante Una niña al columpio Tranvía 88 El libro Pena de daño Carta de un espermatozoide reumático a los humanos Mágicos hombres verdes Pepe y Pepa no saben El pañuelo de seda Entre luces y sombras A los autistas no les gustan los helados Un invitado inesperado El último


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Duerme, duérmete ya

Carlos Enrique

Haré que duermas para siempre... AL AMANECER, dormiré sin ruidos. Me da trabajo ocultar la decadencia de mi cuerpo difuso bajo unas mantas sedosas. Mi piel se lastima cada vez que un grillo canta llamando a la muerte. El descanso eterno es para mí el sueño en una cama: un sueño para siempre. Lo único que existe es decir: «Buenas noches, descansa bien, dulces sueños». Es muy simple, casi podría llamarlo una broma de la rutina humana, un formalismo que me aletarga cada vez que pronuncio tales palabras: «Que duermas bien, hasta mañana, no hagas ruido, reposa». De pronto todo mi hogar se alimenta de oscuridad. No hay reflejos verosímiles ante mi vista débil, la cual acostumbra percibir ilusiones. Mis pensamientos se desvanecen uno a uno mientras intento proyectarlos en una

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direccionalidad distinta a la que me envuelve cuando estoy despierto. En realidad, el estar despierto es no poder ver las cosas de un modo etéreo, como se ven en el sueño. Me duermo, mas no sueño. Me ha costado mucho decirle al otro: «Hasta mañana», sobre todo si contemplo el detalle de que no hay nadie ahí que pueda recibir estas tenues frases. Nadie me oye, en apariencia, pero algo me ha escuchado, y ha hecho caso de mi pedido. Se ha regocijado con mi despedida. Aquello está ahí, aunque no duerme; imagina que reposa. No ha dormido en siglos y nunca más lo hará. Empero, su imaginación es potente. Siempre ha vivido aquí. Sé que soy un intruso en su vida, mas debo reconocer que hace maravillas con los misterios de la noche. A menudo yo escuchaba una jauría de perros ladrar con rabia. Oía cuando estos 21


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canes mataban a los gatos. Oía a los felinos comerse las ratas de este oscuro barrio. Percibía a todas las bestias juntas tragarse entre ellas. Solía oír a los pandilleros devorarse entre fauces de odio e ignorancia, o percibía las risas de hombres y mujeres, todos borrachos diciendo palabras orgiásticas en el parque del frente sin que nadie hiciera algo al respecto. Ello hizo algo al respecto. Lo hizo por mí y se lo agradezco. Es muy placentero abrazarme a mis delgadas sábanas sobre mi colchón de amor, cubrirme con mis frazadas tiernas y mi colcha de pasión. Pretendo convertirme en un niño de nuevo y ojalá pueda tener un sueño en el que volar sea posible, pero sé que en sueños esto es tan difícil como en la realidad lo es ser joven otra vez. La edad me pesa tanto como un planeta en la espina dorsal. Ya no existen mundos donde pueda correr, galaxias donde pueda expandir mi poder imaginativo. Ya no hay familia, amigos, amores... sólo está eso. Pero no aprecio a eso. Todo lo contrario, lo detesto. Si aquello lo supiera también se desharía de mí, lo sé. Lo único que desea es descansar en paz. ¡Maldita porquería! ¡Qué cosa podrá ser! Su evolución radica entre el espíritu presente y un ente que escapó del futuro. Algo que salió de un volcán y se congeló, o que se fugó de un témpano y ardió para ahora dormir en mi casa. ¡Perdón! En nuestra casa. ¡Perdón! En su casa, yo duermo en su casa y él —si el pronombre tiene validez— me ha aceptado, pues soy débil y confuso. Sin embargo, sé que le he sido útil en muchas cosas y lo seguiré siendo. Asimismo, él me será útil ya que protege mis oídos y estos son lo mejor que tengo, me han funcionado de maravilla estas decenas de años, y me alegrarán la vida, bailando y titilando por mucho tiempo. Por ende, necesito silencio absoluto. Eso me lo ha conseguido. 22

No puedo dormir. ¿Por qué esta noche me siento tan turbado? ¿Qué será aquella aprensión que muerde mis emociones? Necesito superar mis conflictos momentáneos para poder satisfacer mi necesidad de reposo. Mi cuerpo necesita arrebujarse y ser amado por el descanso. Escucho un sonido proveniente de la habitación contigua. Es aquello, el ser que provoca silencio. Vuelvo a escuchar otro ruido, es más fuerte que el anterior; luego otro, ensordecedor. ¿Qué significa esto? Entiendo, es el horrendo y cataclísmico sonido del silencio; la afonía tiene un ruido terrible. El ser tiene la culpa, pues ha forrado mi hogar de una extraña manta silenciosa hasta por debajo de la tierra, hasta mil metros sobre el cielo, y la manta cubre incluso nuestras habitaciones por dentro. No hay ruido, no hay nada de ruido, excepto el horrible sonido del mutismo que me deja sordo, lacerado a cada momento. Me tapo la cabeza con la almohada, quiero gritar y de pronto cesa el ruido. No debo gritar, no puedo dormir, pero no debo aullar. Quisiera manifestar mi momentáneo dolor; no obstante... eso está en el cuarto contiguo, durmiendo. No durmió hace cientos de años, no dormirá en el futuro, pero en el presente tiene esa ilusión. Siento envidia. Quisiera disfrutar de su descanso. Ahora yo soy el guardián de su sueño y debo permitir que continúe sumergido en los océanos del mismo para que pueda navegar en un barco dorado donde no pueda lastimar a nadie más, sólo a los incontenibles monstruos marinos de su letargo. No logro conciliar el sueño. Me levanto de la cama. Meditaré un instante sentado sobre mi lecho e intentaré comprender si mis pensamientos son ciertos o estoy perdiendo irremediablemente la razón. Espero que por mi bien todo sea producto de mi imaginación y


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en algún tiempo alguien pueda llevarme sin explicaciones a algún lugar cerrado donde la civilización vierta todo su desprecio en mí. Porque yo solo no puedo soportar todo esto. La criatura no es buena. ¿Qué será? Algo entre un espíritu y una energía que vino de otro tiempo, de otro mundo, de otro planeta. Quizá del centro de mi universo, del suelo o desde dentro de mi fuego interno. Ha matado a todos los insectos de la casa, empezó por los grillos y terminó con los pajaritos del jardín. Eliminó a las ratas de los desagües continuos, a las moscas, a las polillas y las cucarachas; a los gusanillos, bestezuelas indefensas que no hacían el menor ruido, pero esa criatura insistía en que los oía. Oía también, según su versión, a las bacterias, a los microorganismos del aire, a las larvas de cualquier insecto, a los ácaros de mi cuerpo y los eliminó, exterminó a los gatos y perros de la calle, y ya pocos animaluchos se acercan a nuestra zona. Eso está bien. Eliminó a los borrachos, drogadictos, pandilleros y prostitutas del barrio, criaturas que de noche danzan en aquelarres de viento inepto. Sólo me ha dejado vivo a mí que prácticamente existo rodeado de la nada absoluta, del fenómeno de la inexistencia interna. Puedo darme cuenta de que los gérmenes y parásitos de mi organismo también han sido exterminados. ¿Por qué no a mí?, le pregunté, y me dijo: Porque tú haces poco ruido. ¿Debe ser así?, se lo pregunté con el pensamiento y con su mente me respondió: Yo lo quiero así. Pero lo cierto es que así es como soy. Quizá lo descubrió cuando llegó aquí y se percató de mi vida taciturna y poco optimista. Mi lengua no funcionaba más que para sentir sinsabores y eso lo entendió al instante, entonces decidió dejarme vivir para, a través de mí, poder crear un muro de insonoridad por la fuerza y, de es-

te modo, sumirse en noches de profundo sueño. Hace varios meses que permanece así, aunque no se ha dado cuenta de un detalle: que en tan absoluto silencio la ausencia de ruidos provoca un nuevo e insoportable estruendo dentro de uno mismo. ¡El terrible y punzante sonido del silencio! Ante la ausencia de sonidos el silencio grita, aúlla como un lobo hambriento dispuesto a devorar al culpable de la muerte de su descendiente: el ruido. El silencio gime, llora desesperadamente. Luego se ríe en un mar de locura y desencanto. Eso es lo que yo he escuchado y lo que me tiene tirado en el piso mirando a la oscuridad, vestido con mi pijama verde y sombrero de duende, atisbando con suavidad la pared frente a mis ojos, el muro negro que con cariño me dice: «Haz ruido, un poco de ruido, por favor». Pero no puedo. Le tengo miedo. Un inmenso miedo y me contengo. No logro hacerlo. Aquello duerme en la otra habitación, pero pronto despertará ante la ausencia de ruidos. La llamarada de sus propios sentimientos culpables lo levantará. Muy pronto sonará como las campanadas de una catedral anunciando un desastre inminente. Llegará en breve. No me muevo. ¿Cuánto tiempo hace que estoy así? Una hora, dos horas, más. Es de madrugada, me pongo de pie suavemente sin hacer el menor ruido. Me he acostumbrado a emitir tan pocos sonidos que cuando camino por los dos pisos de mi enorme casa, mi cuerpo parece flotar. Siento que soy un espíritu que vive una existencia que es de otro y que sólo veo de lejos la gran película muda que es mi propia vida. Por culpa de él, porque yo hubiera deseado que las cosas fueran distintas y probablemente lo serán con un poco de suerte, pues 23


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miro por la ventana y veo dos perros caminar hacia esta cuadra, quejarse con levedad, y luego alejarse. Pueden olerlo, los animales saben, la gente no sabe, pues pasan personas cada diez minutos en medio de la noche arriesgando sus tontas vidas. El guardián de la cuadra se para mucho rato en una esquina del parque y observa la casa donde yo lo contemplo desde la ventana, me mira a mí, algo en su cerebro le hace entender. Aunque no lo sepa, puede presentirlo, y baja la mirada alejándose rápido de ahí. Ya no hay gente, no hay perros, no hay gatos, no hay insectos, no hay amebas, ni gérmenes. Me pregunto si realmente yo seguiré aquí, pues la ausencia de sonidos en mi vida me convierte lento en algo volátil que no distingue entre lo que de verdad esta allí y lo que es producto de mis fantasías. Es una suerte, pienso (mientras cierro mi cortina en absoluto silencio) que no me hayan atrapado hasta ahora. Puedo recordar vagamente lo que mis propias manos hicieron aquella madrugada cuando abordé a esas inocentes niñas que iban casi a diario a fiestas, bacanales infernales. Aquella vez regresaron solas, me acerqué a ellas en plena oscuridad y a la más alta la golpeé en la cabeza con un tubo. De inmediato sujeté a la otra con tal rapidez que no tuvo tiempo de gritar. Las imágenes son tan confusas, sólo recuerdo mis regordetas manos destruyendo su cuello. Sus ojos, llenos de lágrimas, me miraban con amarga familiaridad, diciéndome: Señor B.B. ¿Por qué? Cuando la otra chica, sangrante, se puso de pie, la golpeé con la punta del fierro en el rostro y murió de inmediato, casi no hubo sangre. Al terminar, metí los cuerpos en mi casa, igual que hice con las otras víctimas. Es sorprendente como un hombre casi anciano como yo puede tener tanta energía, pero no provenía de mí, no, eso me había poseído y yo sabía lo que haría con los 24

cuerpos: los devoraría como hizo con los otros, con los borrachos, con los jóvenes, con la vieja del frente, con el niño de al lado, con el antiguo guardián, con los perros, con los gatos, con las ratas, con los ratones, con las cucarachas, con los grillos, con las polillas, con los zancudos, con los ácaros, con los seres unicelulares, con TODO. Dejaría únicamente soledad. Soledad. Soledad casi completa alrededor de nosotros. Silencio total. Silencio absoluto. Yo mataba para él y se aprovechaba de la insonoridad que le ofrecía. Sé que para mí también resultaba provechoso y no se lo discutía, no entendía porque me dejaba vivo a mí, pero ahora lo comprendo: para manipularme en insanas melodías de dominio mental. ¡Malvado ser! ¡Ahora escucharás el sonido de tu propia muerte! ¿Acaso piensas que yo no he llorado en silencio con las lágrimas hacia adentro? ¿Crees acaso que no he sufrido? Me dirijo hacia el cuarto abandonado, ahí podré verlo dormido en la cama que le he armado en horas de esfuerzo, ni siquiera dijo gracias, sólo se recostó y me ordenó largarme para dejarlo dormir. Cuando algo perturbaba su sueño, me obligaba a levantarme y callarlo para siempre, para ello cubría las calles con su velo de maldad a prueba de sonidos y ocultaba con ello, de paso, mis horrendos crímenes. Me mandabas callar y callar a los demás para no molestar tu descanso. Qué egoísmo. Cuánta maldad. Pero ahora me dirijo a tu habitación. Haré que duermas para siempre. Pareces un niño, un pequeño niño indefenso. La puerta esta entreabierta, puedo ver en la oscuridad puedo mover la puerta sin hacer el menor sonido. Mi corazón late en terremotos montañosos a punto de crear una avalancha de nieve en el centro de mi alma. Pronto, pronto será espero, pues te deseo lejos de mi lado


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ahora mismo, no te necesito, no te quiero ser. Ahora en la oscuridad, aberración de la negrura, te contemplo. No hay nada con vida en la calle, ya no necesitas mi cuerpo para eliminarlos ahora los eliminas con la mente: el perro que anduvo por ahí, los jóvenes que pasaron por la calle, el vigilante que cruzó hacia la casa, pues hace tiempo que sospechaba de mí, está muerto también. Piensas que mañana los meterás en mi hogar ¡perdón, tu hogar! y te los comerás para evitar que las larvas y hongos de su putrefacción se den un festín de alboroto sonoro, ¿es verdad, o no? Ahora te vislumbro, no eres humano, aunque lo pareces. Luces como un hombre, normal con pijama verde y sombrero de duende, durmiendo tenuemente sobre tu lecho, acariciando tu almohada con una respiración acompasada, y en tu rostro un artista angelical ha dibujado una sonrisa de armonía. Maldito, duermes bien a mi costa, lo pagarás, ahora mismo, no necesito estrangularte ni tomar mi almohada para ahogarte el rostro, ya que eso no serviría de nada, no eres humano. Estoy solo en esta casa, siempre lo he estado y, sin embargo, tú estás conmigo, ahogando mis sueños de riqueza. Estás feliz a costa mía burlándote de mí con tu dureza y tu silencio. No podré, no lograré hacerlo. Pero pronto, lo pagarás... Ahora. Escucha… escucha el terrible sonido del SILENCIO: ¡KIRRRRRRRRKKKKKKKK! ¡YIOOOIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIII! ¿Es horrible no es cierto? Más ruido. BUMMMMMMMMMM BUUMMMMMMMMM BUUUMMMMMMMMM

BANGGGGGGGGGGG TRANKKKKKK TRANKKKKKKKKKKKKKKKK Disfruta del silencio, retuércete en tu cama. No podrás despertar jamás, estás prisionero en tus sueños. El silencio absoluto te atrapó, el que tú mismo te creaste. Tú le diste vida, ahora ese silencio te tortura con su infernal ruido. ¡Eso! ¡Muere Muere Muereeeeee! Mis oídos sangran, mi nariz se hincha, tampoco puedo soportar tanto ruido, es cruel, inhumano. ¿Qué fuerza desconocida maneja los hilos de este fenómeno demoniaco? ¿Acaso es una poderosa fuerza madre del...? ¿Acaso el silencio es madre de la muerte? ¿O acaso el silencio es su hijo predilecto? No puede ser, no me importa, al menos estoy complacido de ver cómo sufre también aquel ser en su cama improvisada, quiere gritar y no puede, gime, pero lo hace dentro de su sueño, de su boca no sale ruido y grita, y gritas, la lengua no le responde, se la muerde, sangra, sangras, escucha el sonido insoportable de la nada, el ruido intolerable de tu culpa, de tu conciencia, de un millar de víctimas a tu alrededor, humanas, animales, vegetales, unicelulares, escucha y llora, las lágrimas caen, cataratas de miseria, sí, eso, llora, te caes de la cama, al suelo, no puedes abrir los ojos, estos revientan, y pensar que pasé días planeando tu muerte, golpearte la cabeza con algo pesado mientras dormías, apuñalarte en la oscuridad, estrangularte con un cable. Nada de eso hubiera funcionado, no eres humano, eres algo entre el porvenir y una dimensión desde el centro de la Tierra. Has trocado estos últimos meses en algo humano sólo en apariencia, has tomado mi forma porque querías reemplazarme pero descubrí tu plan a tiempo y, en consecuencia, pude descubrir, gracias a un avatar del destino, el modo más efectivo de poder acabar contigo, tú mismo 25


El Callejón de las Once Esquinas

te desintegrarás por ti mismo, por aquello que dentro de ti tan horriblemente duerme y mueres y mueres y mueres sobre el piso con las orejas destrozadas vomitando sangre a raudales, llenos tus poros de una sustancia blanquecina que mi olfato no tolera, sin ojos sin esperanza sin regocijo, ¿mueres...? De súbito te levantas, no sé cómo lo haces, pero lo entiendes todo, te me acercas y me atacas, me culpas de lo que te ocurre, tus ojos centellean, eres más fuerte de lo que pensé criatura de la insonoridad, eres más hostil y torvo de lo que pude deducir, me golpeas, me derribas y grito y grito, pero nada sale de mi boca en los primeros segundos, luego salen mis alaridos y se escuchan mientras me ahorcas. Mil quejidos se oyen cuando me libero y tú no soportas mis aullidos que destruyen el muro de cristal que contenía el silencio y te protegía del ruido. Mis gritos se proyectan a tu mente y te destruyen a ti también. Grito. Enseguida mi garganta no emite ruido alguno, ya nunca más lo emitirá. Destruyo la puerta del cuarto, destrozo las ventanas; cojo los objetos de mi habitación y los lanzo por los aires: floreros, tazas, la radio que tantas veces se quejó de tu conducta cuando lastimabas gente inocente a través de mí. Aplasto el teléfono en el suelo; hago añicos la televisión que tan mal me hizo sentir cuando anunciaba la muerte de aquellas niñas que desaparecieron en el barrio tan misteriosamente; destruyo la plancha con la que me quemé varias veces al distraerme en pensamientos de miedo por tu causa; destrozo el espejo del cuarto y la mala suerte se apodera de nuestros destinos. Ahora tus víctimas te comen desde dentro de ti, más espíritus se introducen por el boquete del cristal roto de tu silencio profanado, a través de tus poros escapan, a través de tus sesos, a través de los cristales rotos del espejo. 26

Y se termina todo, termina todo cuando mis ojos también estallan y puedo sentir el dolor inmenso que se inyecta en mi cerebro en una dosis de agonía. Pero tú ya estás muerto, muerto, y yo entono una canción, la que me entonaba mi madre cuando yo de niño era débil y silencioso: «Duérmete, niño, duérmete ya, que viene el cuco y te comerá». El cuco vino mamá, pero lo eliminé yo solito mamá, yo solito conseguí derrotarlo. Duérmete, al fin dormirás para siempre. Te he liberado y sé que he sacrificado mi propia vida con ello. Ahora espero poder gozar del sueño eterno. A pesar de que no he cometido a voluntad ningún pecado, le pido perdón a Dios y me encomiendo a él mientras reposo echado boca arriba sin ojos, sin orejas, sobre un charco de sangre. Puedo voltear y te miro desvanecerte, muerto, volviendo a ser lo que eras antes cuando te vi por primera vez flotar sobre los muros de mi... perdón, tu casa, nuestra casa. Siento un poco de compasión por ti (más que por mí mismo) cuando desapareces totalmente de tu habitación repleta de objetos hechos pedazos. Te has convertido en niño antes de desaparecer y he notado que podías dormir tranquilo, y eras feliz. Quizá esto sólo sea un delirio puesto que mi hora llegará en cualquier momento y, aunque no tengo nariz, y de mis poros sale un líquido blanco y viscoso, puedo aspirar un entrañable olor a humanidad. Duérmete. Te has dormido ser fantástico. Yo dormiré también. Puedo ver la hermosa claridad de la paz nueva, aunque no tengo cristalinos en mis cuencas desiertas. No tengo mis graciosas orejas, empero, puedo escuchar con mis tímpanos de bronce cómo tocan a la puerta, cómo la golpean y dicen desde afuera: ¿Quién ha gritado? ¿Qué pasa? ¿Está usted bien, señor B. B.?


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De repente ya no se oye nada, me entrego al eviterno sueño. Soy un niño dormilón que dormirá para siempre y vivirá sueños de belleza y amor en un país de música dócil y soledad sempiterna. El ser había dicho una vez: Descanso, deseo... dormir sin sonidos... Ahora lo entiendo... cuando percibo el descenso de la luz sobre mis células fallecientes. Amaneció. Dentro de aquella casa no había ruido.

Carlos Enrique Saldívar Rosas (Perú) Blog: fanzineelhorla.blogspot.pe 27


El Callejón de las Once Esquinas

Tras los pasos de Hemingway Raúl

Garcés Al tiempo que observo la imagen que me devuelve el espejo...

Ilustración: Lola Gómez Redondo

ACODADO EN LA BARRA de la cafetería del Gran Hotel, el autor de Por quién doblan las campanas toreaba con soltura las preguntas de un joven José Luis Borau, por entonces crítico de cine para el periódico local, que lo miraba fascinado sin terminar de creerse que estuviera delante de un hombre presente en las principales contiendas del siglo veinte. Llamó la atención del muchacho el aspecto que ofrecía el rostro del veterano escritor. Y, dada la fama de aventurero de este, su imaginación lo situó de inmediato bajo un sol abrasador en algún recóndito paraje, ignorando que se trataba sencillamente de una enfermedad que afecta a la piel conocida como psoriasis. Acude a mi cabeza esta anécdota al tiempo que observo la imagen que me devuelve el espejo. Y solo espero que el periodista que va a realizarme la entrevista achaque la irritación de mis ojos a un afán desmesurado por la lectura y pase por alto este terrible aliento a alcohol. Raúl Garcés Redondo (España) Blog: www.desdesoria.es/tieneunminuto

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NĂşmero 7

Inmortales Isabel

Pedrero PodrĂĄ continuar con su vida normal...

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El Callejón de las Once Esquinas

I

ENTRÓ EN EL VAGÓN y, a empujones, se hizo hueco hasta una esquina del fondo. Era hora punta y estaba abarrotado; el mejor momento para buscar nuevos proveedores. Sacó el dispositivo del bolsillo, tan parecido a un teléfono que nadie sospecharía, y abrió la tapa delantera. Cientos de nanobots revolotearon a su alrededor, esparciéndose como el polvo. La información se comenzó a volcar en la pantalla al instante. Un minuto después, el informe se había descargado por completo. Había tres buenos candidatos. No era mucho, pero lo suficiente para lo que necesitaba. Seleccionó la orden de seguimiento para ellos y levantó la vista del dispositivo. Gracias a las gafas, que él mismo había diseñado, pudo ver la luz verdosa que irradiaban los tres sujetos. En esta ocasión, los tres eran hombres. Maldijo en silencio. Hacía demasiado tiempo que no detectaba a una mujer compatible. Las puertas del vagón se abrieron y uno de ellos bajó en esa estación, perdiéndose entre la gente. No le preocupó, el dispositivo se mantendría activo durante cuarenta y ocho horas, ya le localizaría más tarde. Se acercó al sujeto más joven. Estaba pálido y mostraba unas ojeras violáceas bajo los ojos. Parecía enfermo. Sacó de nuevo el dispositivo y consultó los datos. Sus niveles estaban dentro de lo saludable, no se detectaban enfermedades importantes ni contagiosas y sus genes no devolvían información preocupante de ninguna enfermedad hereditaria. En principio, era perfectamente válido; debería soportar la cirugía sin mayor problema. Supuso que sería cansancio o un resfriado común. Aprovechó uno de los tirones del metro para colocarle, con un empujón, el chip en el cuello. La vibra30

ción del dispositivo en el bolsillo al enlazar le informó que estaba correcto y conectado. Tendría que esperar unos días, tal vez un par de semanas, para comprobar la evolución de aquel sujeto. Por suerte, el último sujeto estaba solo dos pasos más allá, así que no necesitó moverse para observarle. Parecía fuerte, saludable, bien hidratado y con aquella ligera coloración en la cara de quien pasa tiempo al aire libre. Se sintió afortunado. La vida entre edificios de las grandes ciudades hacía que, por norma general, todos los sujetos necesitaran un aporte extra de vitamina D, debido a la falta de la luz del sol. Pero, en aquel lugar, la caza también era más sencilla. En los núcleos rurales la gente aún se preocupaba cuando desaparecía un vecino. Bajó tras él al llegar a su parada, aprovechando el momento de aglomeración en la puerta del vagón para colocarle el chip. Seis semanas más tarde, conocía las rutinas de aquel sujeto como las suyas propias. Su sujeto descansaba los domingos y, por norma general, no salía de su apartamento ni recibía visitas. Actuaría el sábado por la noche, lo que le dejaría un buen margen de tiempo por si algo se torcía. El dispositivo lo tenía listo desde hacía tiempo. El mismo día en el que había detectado al sujeto, se puso a realizar las modificaciones necesarias para que se adaptase a su organismo y evitar rechazos indeseados. Después de tanto tiempo y tantas pruebas en diferentes sujetos, había conseguido que un mismo dispositivo pudiera ser albergado por diferentes cuerpos con unos mínimos ajustes. Recordó las palabras del doctor


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Stanson, repitiéndole, incansable, que aquel proyecto estaba abocado al fracaso, que la tecnología necesaria aún estaba en fase experimental y que los dispositivos serían rechazados por los organismos portadores de forma indefectible. Dejó escapar una carcajada. —¡Malditos dinosaurios! —exclamó en voz alta, pensando que eran ellos los que evitaban que el progreso siguiera su curso. Entrar a la vivienda nunca supuso un problema para él. Era tan simple como llamar al timbre. Un hombre blanco a punto de cumplir los sesenta, que medía poco más del metro y medio y con una prominente barriga no era alguien que temer. Estar bien aseado y con ropa limpia que le hacía parecer incluso mayor de lo que era, también ayudaba. Llevaba una maleta con los identificativos del aeropuerto aún colgando del asa. Podía confundirse con alguien que se había equivocado de piso o que estaba perdido. En todo caso, siempre intentaban ayudarle. El sujeto abrió la puerta con una sonrisa cansada y amable a partes iguales, tal y como era de esperar. —¿Podría ayudarme, buen hombre? —le preguntó, tendiéndole un papel. En cuanto el objetivo estiró la mano para cogerlo, se la sujetó con fuerza y le clavó la aguja directa en la vena con la precisión que le otorgaba su profesión. El anestésico, perfectamente equilibrado para su peso, hizo efecto dos segundos después, el tiempo justo para sujetarle con fuerza y evitar el golpe contra el suelo. Esa era otra de las cosas que había aprendido con el tiempo. Con el tiempo y con un par de sujetos con un fuerte traumatismo que le habían complicado el trabajo. Entró en el apartamento de aquel sujeto y cerró la puerta tras de sí. Su mesa no era lo suficientemente grande para tumbarle por completo so-

bre ella. Por propia experiencia, sabía que no era buena idea colocarle en un lugar blando como una cama o un sofá, así que preparó el suelo de la cocina lo mejor que pudo. Abrió la maleta y conectó al sujeto al respirador mecánico. Extrajo también la fiambrera estanca, colocándola a su derecha pero sin abrirla todavía. Esterilizó el lugar a conciencia, colocó sábanas sobre plásticos y rodeó el lugar con todas las lámparas que encontró, para iluminarlo lo mejor posible. Sacó el instrumental de las bolsas estériles, colocándolo con cuidado sobre la bandeja plástica y se puso el traje de faena. Sujetó el escalpelo con la firme suavidad de la experiencia y comenzó a trabajar.

II

Evan se despertó con un dolor de cabeza palpitante y la boca pastosa. Alguien aporreaba a su puerta, podía sentir cada golpe retumbando con fuerza en su cerebro. Se sintió desorientado. Estaba tumbado de lado en el suelo de su cocina, tiritando de frío. Su primer impulso fue tumbarse boca arriba, pero un dolor le taladró desde la parte baja de la espalda. Su visión se comenzó a cerrar desde el borde, como si estuviese siendo tragado por un túnel. Abrió la boca para gritar, pero el sonido no llegó. Escuchó un golpe más fuerte al fondo de la casa y el sonido de voces distorsionadas gritando su nombre; las escuchaba como si estuviese bajo el agua. Una persona se agachó a la altura de su cabeza, enfocándole directamente a los ojos con una linterna. La luz le hizo daño, pero no pudo hacer nada por evitarla. Tenía la sensación de que su cuerpo no reaccionaba a los impulsos. Aquella persona le dijo algo que no comprendió pero que, de una forma primitiva, le hizo sentir a salvo. Se dejó llevar por una os31


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curidad tranquila y sin dolor que le envolvía como una manta. Evan se despertó de nuevo, esta vez en una cama de hospital. Seguía tumbado del mismo lado y temió girarse, así que no lo hizo. Desde donde estaba, podía ver la ventana y los árboles moviéndose por el viento. Ya no le dolía la cabeza, de hecho, no sentía ningún dolor, lo que agradeció. Inspiró subiéndose las mantas por encima de su hombro, moviéndose lo justo. Alguien entró en la habitación. La puerta quedaba a su espalda. —¿Cómo se encuentra? Un enfermero rodeó la cama hasta que se puso a la altura de su visión. Intentó responder, pero solo consiguió un hilo de voz. Carraspeó tres veces. —No lo tengo claro —respondió al fin, evitando hacer una de sus bromas comunes. No estaba de humor—. ¿Qué ha pasado? —Recibimos una llamada de Emergencias avisando de su situación —informó otro hombre desde la puerta—. Los paramédicos le encontraron en el suelo de la cocina recién operado, pero estable y sin riesgo inminente. —¿Cómo? —preguntó desorientado. Levantó la cabeza e intentó girarla para hablar con su interlocutor. —Es mejor que no se mueva, la intervención está muy reciente —insistió el enfermero intentando tranquilizarle. —Le han extirpado un riñón —anunció el hombre de la puerta, sin emoción en la voz—. La operación ha sido limpia y profesional, no le quedarán secuelas. —¿Que no me quedarán secuelas? —gritó, perdiendo los nervios. —Ahora mismo, doctor —asintió el enfermero a algo que no llegó a escuchar. Todo se volvió negro de nuevo. Se sumió en un sueño tranquilo. Una semana después, salía de aquel hospital con un montón de papeles en32

tre las manos y tres cajas de ansiolíticos en los bolsillos porque «estaba demasiado alterado». ¿Cómo se suponía que debía sentirse? No había conseguido que nadie le informara de nada. Los enfermeros pasaban y se limitaban a decir que no estaban autorizados a responder y aquel médico, al que no había llegado a ver la cara, no había vuelto por su habitación. «Pero no se preocupe, podrá continuar con su vida normal», le insistían. ¿Cómo podría llevar una vida normal si, al parecer, alguien le había robado un riñón? Una vez en su casa, se sentó en una silla de la cocina, con los papeles encima de la mesa frente a él. Allí no quedaba ningún rastro de lo que habría podido ocurrir aquel día. Alguien, quizás la empresa de limpieza que cada jueves acudía a su casa, había hecho un buen trabajo dejándolo todo impoluto. Deseó haber dado instrucciones para que no limpiasen, deseó tener algo que le hiciera recordar. Todo lo que había ocurrido se había esfumado de su cerebro como por arte de magia. Decidió leer los informes con un suspiro de conformismo. Entre montones de tecnicismos, pudo entender que le habían extirpado el riñón derecho, cosa que ya sabía, que había sido de forma limpia y precisa sin ocasionar ningún daño adicional, que la anestesia utilizada había sido la correcta y que una llamada anónima había alertado al Servicio de Emergencias, quienes llegaron aproximadamente diez minutos después de que le hubieran terminado de coser. Parecía que todo hubiese sido perfectamente orquestado. No sabía si debía sentirse agradecido por tanta profesionalidad. Se levantó despacio. Aún no podía moverse con soltura. Se acercó a por un vaso de agua. Allí, en la encimera, había un sobre en blanco que no era suyo y en el que no se había fijado hasta enton-


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ces. Lo abrió sin dudar ni un instante y sin saber el motivo por el cual el corazón se le había acelerado al verlo. No tenía ni idea de qué era lo que iba a encontrar dentro, pero tenía la esperanza de que fuese algo que le aclarase lo que le había ocurrido. No se equivocaba. Una carta le daba la enhorabuena por haber sido elegido para uno de los mayores hitos de la historia de la medicina, a la vez que le agradecía su colaboración, como si hubiera sido algo que hubiese elegido. A continuación, el pequeño manual de instrucciones le explicaba, a grandes rasgos y de forma muy simplificada, el funcionamiento de su nuevo riñón mecánico. Por último, una nueva nota de agradecimiento que finalizaba con un «hasta pronto» y que sonaba a amenaza.

III

Dejó la pequeña nevera en el torno y giró para recoger el dinero. De esta forma, nunca sabía con quién estaba haciendo el negocio. Él lo prefería así. Dejaba la mercancía y recogía el dinero. No necesitaba nada más. Lo guardó sin contarlo. Sabía que estaría todo, incluso puede que algo más por la rapidez en la entrega. Esa era otra de las cosas que le gustaban de aquel negocio: siempre le pagaban un plus cuando entregaba en menos tiempo del establecido. Había comenzado a vender los órganos humanos por pura necesidad. Aquel día en que se encontró con tres pulmones y un riñón en la nevera de su casa, fue consciente de que tenía que hacer algo con ellos. No podía tirarlos a la basura, los recicladores los detectarían y se buscaría un problema. Lo único que se le ocurrió en ese momento fue enterrarlos en los descampados a las afueras de la ciudad. Fue consciente de que aquello había sido una solución temporal más o menos buena, pero que estaba viejo y

cansado para ese tipo de trabajos. No fue demasiado difícil encontrar aquella red de tráfico de órganos. En realidad, le sorprendió lo sencillo que había sido todo. Le gustó la limpieza y la confidencialidad de las operaciones y, sobre todo, la absoluta falta de información. No necesitaba saber quién ni por qué necesitaban ese órgano en concreto, únicamente quería que alguien se ocupase de sus sobras. No habría hecho más de cuatro o cinco entregas, cuando empezó a recibir encargos. Decían que los suyos eran los más limpios, los mejor extirpados y de los pocos que no sufrían ningún tipo de daño y que podían ser trasplantados sin mayor dificultad. Eso era algo que siempre le había sorprendido. No podía llegar a imaginar otra forma de extraer los órganos que no fuese con la mayor profesionalidad posible. Pero, también era cierto que a él le interesaba mucho que sus pacientes —nunca había pensado en ellos como «víctimas»— conservasen su salud por muchos años. De hecho, era imprescindible para su investigación. Un paciente muerto era un fracaso. Hacía casi diez años que comenzó con su investigación y más de seis que le obligaron a abandonarla, al menos de forma legal. Aquellos dinosaurios de mente obtusa del consejo, decidieron que aquello superaba los límites de la ética, con el único argumento de que «no podían jugar a ser Dios». Si en algún momento pensaron que aquello le iba a detener, no podían estar más equivocados. Continuó trabajando por su cuenta, en el más absoluto de los secretismos. Uno de sus mayores triunfos fue convencer a su entorno de que se había dado por vencido y que se retiraba de cualquier investigación, dedicándose a tiempo completo a la enseñanza. No había transcurrido un año desde aquello cuando implantó su primer hí33


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gado mecánico en un paciente. La operación duró más de cuatro horas sobre una cama. Sin haberse llevado a cabo bajo las condiciones ideales, ese primer paciente aceptó sin ningún tipo de problema el implante. Los informes que le devolvía aquel órgano indicaban que funcionaba de manera correcta. La mala praxis que rodeó a la intervención hizo que falleciera días después por culpa de una infección. Él lo contabilizó como un éxito. Perfeccionó la técnica y, tras cuatro intervenciones en las que los pacientes siguieron con vida y con riñones cien por cien funcionales, se atrevió con el resto de órganos. Poco a poco, fue instalando sus prototipos mecánicos en aquellas personas anónimas. Todos ellos no sólo seguían con vida, sino que su salud había mejorado de forma notable. Se sentía un salvador. Era el momento de pasar a la siguiente fase de su investi-

gación: sustituir la totalidad de los órganos internos de un sujeto por órganos mecánicos. Aquella mañana, en el metro, había seleccionado a sus tres últimos pacientes. Aquellos cuyos cuerpos convertiría en máquinas perfectas. Serían inmortales. Tras demostrar sus resultados a la comunidad científica, todos aquellos dinosaurios tendrían que reconocer, por fin, que estaban equivocados. Solo lamentaba que ninguna de las mujeres de aquel vagón hubiera sido apta. Lo sopesó durante un instante, no dejaría ni una grieta por la que pudieran tirar su trabajo por tierra. Necesitaba a tres mujeres para asegurar la paridad en el estudio. Cargó el dispositivo con nuevos nanobots de reconocimiento y salió de casa en dirección a la parada del metro. No pararía hasta completar su obra.

Isabel Pedrero (España)

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Número 7

El puñal ya no gira Gleiber

Alvarez Tampoco sé por qué no abre las ventanas...

HAY UN JUEGO que jugamos cada tarde que nos dejan con la prima Lucy. Es bueno, pero no me siento muy segura cuando lo empiezo yo, porque anteayer casi me quedo sin el meñique. Por eso le dije a ella que primero se la rife con mi hermano y después de que ellos hayan terminado, yo paso bien contenta

a entretener a la prima Lucy. Porque hoy estoy viendo que lo hacemos más por entretenerla a ella que por puro juego; pero yo no puedo hablar por Luifer. Él es el más pendejo de los dos. A su edad, ¿quién no es pendejo? Como casi me quedo sin un dedo, tuve que morderme la lengua para que los 35


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vecinos no me oyeran mientras la prima me limpiaba la herida abierta. Tuve que decirle a mi mamá que me corté con el borde de una lata en el jardín cuando fui a agarrar una peña. Los dos ya sabemos que a la prima Lucy no se le puede quedar mal; porque si un día llegáramos a desembuchar, ella nos dijo que íbamos a saber lo que es bueno. Supe que Luifer fue el primero: según me contó a la mañana siguiente, él estuvo callado el camino entero porque Lucy lo había dejado en la azotea mucho antes de la cena. Me dijo que no gritó porque le mostró el puñal. Y también le pasó por la mente aventarse de la azotea al zaguán. Mientras me contaba todo eso, me dije a mí misma que por eso no lo escuchaba jugando en el patio, y como yo estaba viendo el programa de las cuatro... Yo no sé si ella no me ha puesto el puñal en el cuello porque sabe que si me asusto así, se lo voy a contar a mis papás. Más bien creo que se la está ju-

gando para hacerme algo. Pero también le digo a Luis Fernando que a veces creo que ella sufre más que nosotros, porque al mero momento que nos vamos, la tía Lucilda dice que la prima se encierra en el baño. Y eso que ni siquiera se despide de nosotros. A lo mejor inventa juegos malos porque debe de cansarse de mirar a las calles todos los días; tampoco sé por qué no abre las ventanas. A mi hermano no le interesa eso, él solamente quiere irse con ella a desenterrar las cabezas de mis dos muñecas, a clavarle agujas a los chapulines que encuentran bajo las peñas. Ahora es lo que hacemos; bueno, lo que ellos hacen mientras a mí se me cura el dedo. Cada tarde le digo a mi mamá que no nos deje con ella, que yo puedo cuidar de mi hermano y de mí; pero nomás se hace la que no oye y siempre nos deja contestándome que ya nos vamos a mudar, que solamente falta que regrese nuestro papá.

Gleiber Alvarez (Venezuela) Blog: aburileoblog.blogspot.com

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Número 7

Gloria

Raúl Ariel

Victoriano La locura existe solo bajo la mirada del prejuicio...

I

HACE MÁS DE TREINTA AÑOS que el Tano, Arturo Sanguinetti, tiene el puesto de diarios de la esquina de Humboldt y Paraguay. Es un mueble metálico con las patas traseras vencidas por la intemperie. El tronco firme de la acacia le sirve de apoyo a la estructura para no derrumbarse. Las hojas abundantes de algunas ramas del árbol rebosan los bordes de la cubierta de manera que ocultan el aspecto deslucido del mueble. Las manchas de óxido forman figuras irregulares en las chapas laterales. Los parantes descascarados descubren las sucesivas capas de pintura verde inglés. El Tano se levanta todos los días a las cuatro de la mañana y recibe, al pie del puesto, el paquete que le bajan del camión repartidor. Le Fotografía de Elliot Erwitt 37


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gusta la compañía del silencio cuando las veredas y las aceras están calladas. Se siente amparado por la aureola lánguida de los faroles del alumbrado. A veces detiene su tarea y alza la vista hacia el cielo, a través del aire oscuro, buscando el brillo pálido de las estrellas. Su imagen es una silueta en movimiento, fluctúa de aquí hacia allá en la quietud de la agonía nocturna. Cuando se desperece el amanecer y el bullicio de Buenos Aires ocupe con sus estridencias todos los rincones, el Tano tiene que tener todo dispuesto. Abre el candado y despliega las amplias puertas del quiosco. Los chirridos de las bisagras son remedos profanos del tañido de campanas, solo anuncios seculares de la aparición de un nuevo día. Acomoda, anota, controla. Es solo una figura atareada, semblante serio y actividad. Soltero, cincuenta años, de existencia un tanto deslucida y rutinaria como su profesión. No entra en confidencias con los clientes, por respeto, se entiende. Pero, además, porque él tampoco le da cabida a esa posibilidad: —Buen día, jefe. —Hola, Tano. —¿Crónica? —Sí. —Veinte pesos, maestro. —Bueno, acá te dejo la plata. —Gracias por el cambio, nene. —Chau, Tano. —Chau, pibe. No es un tipo huraño. Para nada. Es un poco corto de carácter, introvertido tal vez. Quizás haya un dejo de cobardía manifiesto en el manejo cuidadoso de sus sentimientos, con cierto retraimiento, con algún recelo, quizás, o alguna pantalla invisible por delante de la intimidad de sus emociones. Por eso rehúye a la temeridad de mirar a los ojos. 38

El alma humana es un manojo de recuerdos. Hay algunas personas como él, quienes ven al olvido como una posibilidad de construir murallas contra el desasosiego. Quizás haya algo en su vida que lo perturba desde hace tiempo y necesite reservarlo en su intimidad. Vaya uno a saber si es así. En el barrio hay una especie de leyenda derivada de un chisme, acerca de una relación contrariada con una mujer, cuando el Tano era muy jovencito. La culminación de la relación, dicen, casi lo lleva al suicidio. Pero se trata de apenas una especulación de bases muy inciertas, porque la verdadera historia del Tano Sanguinetti, nadie la conoce. Es un buen tipo. Sonríe, sucinto, recogido, y disfruta, sin ninguna duda, cuando entrega el diario haciendo un firulete para que el cliente lo lleve doblado. Es el malabar típico de los canillitas, rápido, veloz, casi una habilidad circense, una maniobra adquirida con la destreza de los años, un pequeño alarde de belleza a fin de transformar la superficie plana del periódico en un cilindro fácil de asir. Porque Arturo comprende la importancia de la velocidad de ese procedimiento necesario para disminuir la espera en las horas pico. Porque todos están apurados, pasan como el viento, casi no reconocen al quiosquero en la prisa, apenas reparan en él. Después, más avanzada la mañana, todo el ajetreo amaina un poco, Arturo se afloja, acomoda alguna revista, mira pasar a la gente y escucha algunos nocturnos de Chopin. El repiqueteo de las teclas del piano lejos de entristecer su ánimo, lo alegra, como si el puesto estuviera desbordado por un alboroto de calandrias. Algún que otro transeúnte se detiene y le pregunta la dirección de una calle. Esas cosas.


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IIII

Matías vive en el barrio, a la vuelta, en el edificio viejo de siete pisos. Baja rápido los escalones de la entrada, sale caminando a Paraguay y dobla en Humboldt, donde está el quiosco. Y aunque va apurado porque va a llegar tarde a la clase de la universidad donde estudia Filosofía, se detiene frente al escaparate porque le llama la atención un ejemplar de color blanco, un tomo grueso con un solo nombre en la sobrecubierta, en letras grandes y negras: «Aristóteles». El libro parece un animal absurdo en la esquina de la mesa larga y angosta donde Arturo apoya los periódicos, con una piedra encima, para frenar el aleteo de las páginas con la brisa. Matías compra el libro, paga y se va. El Tano se mete adentro y se queda observando detrás de la ventanilla del escaparate cómo discurre la vida de las personas, contempla su paso por la vereda sin que reparen en él. No pasan más de diez minutos y advierte la presencia cercana de una cliente: la Loli. Tiene treinta años a lo sumo, es nueva en el barrio, y vive en un departamento amplio en un edificio de primera categoría. Algunos días de verano, como hoy, a mitad de mañana, baja en jeans y remera ajustada a comprar el semanario de modas. La semana pasada se inclinó hacia adelante y tomó una revista del estante inferior. Sanguinetti vio la media luna del escote a punto de desbordar. Él estaba detrás del mostrador, frente a ella, y no pudo disimular la turbación, porque miró, justamente, lo que ella le mostró y él no debía mirar. La Loli se dio cuenta y quiso componer la situación, se levantó en seguida y se acomodó el cabello hacia atrás. Ojeó la revista, la dobló en dos, y después le clavó los ojos celestes en la frente. —Arturito… anotámela… mañana

cuando paso, te la pago —le dijo girando la cabeza. Y se fue apurada. Se lo dijo con una sonrisa tan seductora, que, cabe la posibilidad, él la haya interpretado demasiado sugerente. Eso dio la impresión, aunque con él nunca se sabe. Tomó el lápiz y anotó en la libreta negra en la cual asentaba las deudas de los clientes. Cualquiera hubiera podido percibir el leve temblor de su mano al escribir, a pesar de haberse aquietado ya el aire perturbado por el paso impetuoso de la Loli. Sanguinetti le extendió el vuelto a una mujer mayor. Se había recompuesto del incidente, pero le había cambiado la cara. Vaya a saber por qué le brillaban las pupilas. Se le había disipado su semblante anodino, y debajo de la gorra con visera mostraba un rostro más joven. O al menos eso es lo que parecía.

IIIIII El Tano tiene la piel tibia, delicada y del color de la leche, por eso se le ven clarito las venas celestes, como si fuese la superficie de un mapa hidrográfico. Y tiene la delgadez de los huesos livianos de las aves. Se pone colorado cuando debe atender a la Loli, como si le tuviera temor, y eso a ella la fastidia. Ella preferiría que tuviese voz de barítono y modos recios, masculinos, pero él es así, tiene esa forma suavecita de hablar, tímido, por eso trata de evitar a las mujeres turbulentas como ella, pero es una clienta y la debe atender. En cambio, cuando llega al puesto la etérea figura de Gloria, la maestra de música del barrio, se siente diferente, la emoción le da prestancia. Ella le pregunta si ya salió el nuevo ejemplar de la colección «Los mejores compositores clásicos de todos los tiempos». Él lo busca y se lo alcanza con seguridad, sin que se le note el más mínimo temblor 39


El Callejón de las Once Esquinas

en el gesto, la firmeza se le pone de manifiesto desde el hombro hasta las yemas de los dedos. La publicación sale los martes y ella viene puntual, cerca del mediodía, cuando ya no viene gente al quiosco. Gloria Fuentes es delgada, habla casi en voz baja. No es estruendosa como la Loli. Todo lo contrario. Cuando comenzó a comprar la colección hubo un cambio en su aspecto, cada vez llega más arregladita. Arturo, también está cambiado, viene mejor vestido los martes, a diferencia del resto de la semana. Hablan dos palabras, pero son suficientes, a él le cambia el ánimo. Un día, al Tano se le cayó la revista justo cuando se la estaba entregando a Gloria. A partir de ahí el destino cambió las cosas. Arturo extendió el brazo y abrió la mano soltando la revista antes de tiempo porque se demoró, mirando demasiado absorto, en la profundidad de los ojos grises, como si estuviese escrutando la mirada de una diosa griega. Ella no llegó a asir lo que debía, tal vez por mirar a quién la miraba. Entonces, se agacharon juntos a levantarla. Y algo pasó. Él sintió el calor de la mano femenina de Gloria y la amplia sonrisa de ella le dio la mejor respuesta a la pregunta que nunca se habría animado a hacerle. El Tano sintió la necesidad de hablar y ella de que le hablara. Así empezó el diálogo. Se fue alargando sin apuro, así nacieron las frases espontáneas, se engarzaron las coincidencias como un mecanismo de relojería. Fue la primera conversación dilatada. Un vecino la interrumpió con una consulta fugaz, y ambos accedieron, para entregarse luego con entusiasmo al interminable diálogo recién iniciado. Sanguinetti no se olvidaría nunca de ese aroma, y de ahí en más, pudo reconocer en el acto ese perfume, porque anticipaba la llegada de Gloria, porque 40

agitaba el aire con la misma intensidad con que las bandadas de gorriones trepaban a la acacia por detrás del quiosco. Esa fue desde entonces la señal inconfundible, el disparador de una especie de ansiedad turbadora en el pecho que ya creía inevitablemente dormida.

IVIV

Arturo vive solo, en la casita que está en Paraguay al fondo, pegada a la vía muerta del ferrocarril, ramal Mitre. Cuando se hace presente el crepúsculo, la tarde y el silencio descienden sobre las baldosas calcáreas del patio, y la melancolía se filtra por debajo de la puerta de su pieza a suspender el tiempo de su existencia. No tiene mascotas. No le gustan. Su tesoro es el inmenso jaulón de los canarios, erguido como un monumento vertical sobre uno de los muros perimetrales de su jardín. Ocupa casi todo el lateral, alto como la tapia, hecho con palos de caña y forrado con malla de alambre galvanizado de trama octogonal. Hasta tiene un arbusto adentro para que los canarios hagan nidos. La parte superior está rematada con un techo de chapa de fibrocemento de onda grande pintada de rojo carmín. Los pájaros son su pasión. Sabe mucho del tema, los cría con mucho cuidado y luego los vende, incluso ha ganado premios con ellos. Se pasa las horas cuidando, aseando y distribuyendo el alimento. Cuando el tiempo está cálido abre las ventanas del dormitorio de par en par y se tira en la cama. De este modo escucha el canto alegre y ensordecedor de los pajaritos. Tiene canarios de los plumajes más variados: amarillos, blancos, rojos y moteados. Los cantos se entrelazan en la sinfonía como los instrumentos de cuerda de una orquesta. Se deja llevar por los tri-


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nos y se pierde en sus pensamientos. Sueña, se puede decir, mientras escucha la melodía del inconfundible concierto de los cantos de los pájaros. Se extravía en los gorjeos, piensa en las pequeñas gargantas hinchadas, en la aguda vibración del aire circulando apurado entre las plantas y alrededor del limonero. Y se enciende su alegría inevitable en esos instantes de serenos desvaríos, sus pensamientos lo llevan a los recuerdos de Gloria y se disuelven en el aire, en las ondas armónicas que rebotan en las paredes y terminan danzando entre las cortinas ondeadas por la brisa. Su cuerpo se eleva suave y lento como una cortina de humo. La fuerza de gravedad ha desaparecido, se han quebrado las leyes de la Naturaleza en este instante sublime, y le parece percibir que se encuentra horizontal, rígido y levitando, separado a veinte centímetros por arriba del cubrecama morado, suspendido en el aire por un sostén inexplicable. Y cuando pasa ese momento, le quedan dudas acerca de la certeza del fenómeno y se queda sin saber cuánto tiempo pudo haber estado así. Y del mismo modo no puede alcanzar a saber cuán lejos se ha distanciado de las paredes de su cuarto, ni cuán cerca ha estado de la clara percepción del rostro de los ojos grises. Esto último es el lamento mayor, la resistencia más grande de su ignorancia, la añoranza suprema de la ensoñación, el recuerdo más valioso prometido a su memoria. Y después, cuando cae el sol, los cantos del jaulón se atenúan. Comienzan a bailotear en el jardín las sombras de la agonía de la tarde y la danza oscura se va adueñando y esconde los colores de los malvones. Se apagan los fulgores, se entristecen los rosales, agonizan los resplandores escarlatas como llamas de fuego a punto de apagarse. Ascienden y se pierden más arriba del muro. El Tano advierte que hoy es lunes.

Entonces, antes de desvanecerse en la pesadez onírica, pone música, añorando la llegada del otro día, porque es martes, el más importante de la semana. Apoya la cabeza sobre la almohada y un somnífero suave, agradable, lo traslada a otro mundo calmando algún resto de ansiedad agazapada, tal vez, porque mañana la verá a Gloria. Solo al pensar en sus ojos grises se le dibuja una sonrisa en los labios. Y vaya a saber cuántas cosas se encierran en ese sueño mortecino, arrullado por las serenatas nocturnas de Boccherini, desplegadas en su mesa de noche y saliendo por la ventana abierta del dormitorio, a inundar los canteros del fondo, cuando el crepúsculo declina y se convierte en un lamento taciturno. Quién podría saber lo que pasa en estos momentos por la cabeza del Tano.

VV Matías baja del edificio y al llegar al palier se cruza con la portera. Hubiese querido verla acompañada, conversando con otra persona. Pero está sola y seguro que algún chisme le va a contar, lo cual lo va a demorar más y va a llegar más tarde a la facultad. Ni bien lo ve, se levanta de la silla, lo saluda y enseguida pone cara de querer conversar. Se lleva el índice de la mano a la mejilla y en voz baja le pregunta si se enteró de lo de la señorita Gloria. El pibe la mira con algo de sorpresa y le dice que no. Entonces ella aprovecha. —Arturo, el del quiosco y la maestra de música estaban muy «entusiasmados». ¿Sabías, no es cierto? —No… la verdad… no me había dado cuenta. —Bueno, ella estaba muy cambiada, se la veía distinta, se ponía vestidos más claros y coloridos, había empezado a pintarse las uñas, cantaba cuando barría 41


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la vereda. Pero sucedió lo único que a ella no le debía pasar —y aquí hizo una breve interrupción a fin de aumentar el suspenso—. Hizo un infarto anoche y se quedó dormida para siempre. Pobrecita, no tenía familia, una tía hizo los trámites y le puso una cadena con un candado de bronce enorme a la puerta de entrada, la que tiene el cartel. Ni velorio hubo. —¿Y Sanguinetti lo sabe? —¡Ay! Mati… ¡yo que sé!… no puedo estar en todo. Alguien ya se lo debe haber dicho… Digo… por la cara que tiene, pobre hombre. Claro, las porteras no pueden estar en todo. Matías deja el edificio, dobla, y se detiene en el puesto de diarios. Está sobre la hora de cierre: son casi la una de la tarde. Le pregunta al Tano si salió el nuevo tomo de filosofía: el de Platón. Sanguinetti está cerrando, tiene el rostro totalmente cambiado, el cutis casi gris. Con un tono de voz más bien neutro le dice: «Recién el jueves va a salir, pibe». Parece abrumado. Matías se acaba de enterar de la noticia y no quiere hacerle ningún comentario. Gloria, por supuesto, hoy no vino, y el Tano sabe por qué, pero, de todas maneras, no va a devolver a la editorial el último ejemplar de «Los mejores compositores clásicos de todos los tiempos». La acomoda en el estante detrás de la ventanilla, con blíster y todo. Antes de cerrar le pone un cartelito que dice «Reservada». El Tano es así. Y se va para su casa.

VIVI

en la puerta donde vivía Gloria. Primero lo escondió en la parte de adentro del quiosco, pero al poco tiempo, vaya a saber por qué, lo trajo en una caja de cartón y lo dejó en el pasillo, al lado de la puerta de la cocina. Se pasó toda una tarde retocando el fileteado de las letras y le dio una mano final de barniz. Lo fijó en la parte superior de la jaula de los canarios, bien arriba, para poder verlo desde la cama cuando tiene las ventanas abiertas. Un día de estos le va a colocar un farolito encima para iluminarlo en las noches de verano y que no quede solo en la penumbra. Sanguinetti nunca fue al colegio. No pudo. Pero aprendió a leer por intuición. Las lecturas más extrañas edifican su rústico saber enciclopédico. En la estrechez de su pieza consulta libros y arma su ajedrez complicado de conocimientos. Nunca ha terminado de leer uno completo, últimamente dedica sus largas horas de ocio a leer algún tomo de la colección que fue acumulando con los años, de los sobrantes del paquete del camión repartidor. Seguramente su curiosidad le pide alguna respuesta. Pero vaya uno a saber. Él tiene un modo tan particular de ver el mundo. Cuando una frase le llama la atención, la subraya. A veces anota algo al margen. Siempre ha pensado que la locura existe solo bajo la mirada del prejuicio. Con el paso de los días, luego del fallecimiento de Gloria, se fue metiendo más adentro, sus reflexiones se fueron oscureciendo. Los sueños, y únicamente ellos, le dan valor a la existencia. Desde chico arrastra el berretín de pensar así.

A primera hora de la mañana, antes VII VII de abrir, el Tano hizo algo raro: se había llevado una herramienta del gal- La señorita Fuentes, ahora tiene una poncito y desprendió el cartel de presencia similar al aire, y una consis«Maestra de música» que todavía estaba tencia como el Tano la imagina en esos 42


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sueños tan valorados. Y así debe ser, porque Arturo ha comenzado a cenar todas las noches en su compañía. Aunque parezca mentira. La ciudad desaparece, nada existe más allá del tapial blanco cubierto en la parte inferior por el entramado verde de la madreselva. Saca la mesa al patio rodeado de macetas con flores, coloca el mantel claro, la vela, dos platos, dos copas. Descorcha una botella de vino blanco, luego se sienta, se cruza de piernas, y les pregunta a sus pupilas grises, si les gusta el nocturno de Schubert que se despliega en una melodía a través de las ventanas abiertas. —Sí, sí… por supuesto… el solo de piano me gusta mucho, ¿y a usted? —le pregunta, a su vez, ella, con una sonrisa pícara en los labios. La que responde es la voz delicada de la dama que ocupa la otra silla en apariencia vacía. Porque, no existe duda, hay presencia allí. Hay un perfume en el aire muy intenso por encima de los brotes de los dos jazmines plantados en las esquinas más alejadas. El mismo aroma que se adelantaba a la llegada de ella, cuando iba a buscar la revista de la colección al quiosco. Exactamente el mismo. El Tano asiente pensativo, arquea las cejas, y bebe el primer trago disfrutando de los acordes en secreta compañía de la dama con la que habla. Pero recién hacia la media botella se produce eso inesperado, tan difícil de describir, que le da la plenitud al momento: la silueta de Gloria va ganando en detalles, colores y texturas, cobra vida y se hace más consistente aún, casi tocando la verosimilitud de lo concreto. Primero, es verdad, parece una nube difusa que apenas le da contornos a la forma, pero luego el pincel mágico de la realidad del Tano termina de modelar el rostro completo, el vestido blanco, la figura delgada.

Y entonces, le charla como en el puesto de diarios, mientras la armonía de fondo sigue envolviendo la ilusión que se genera en el patio silencioso, en la casa recostada contra el terraplén, en la calle Paraguay, al fondo. O, simplemente, en la cabeza de Arturo Sanguinetti. Vaya uno a saber cómo sueña el Tano, cuando sueña.

VIII VIII El Tano cerró para siempre la parada de diarios luego de esa noche, o una semana después a lo sumo. El camión repartidor ya no dejó más el paquete y el mueble pintado de verde no abrió más sus puertas. Los clientes, al principio, preguntaban a los vecinos si sabían cuándo iba a abrir el quiosco. Nadie sabía nada. Con el tiempo la gente se fue dispersando, fueron comprando el diario y las revistas a los puestos más cercanos y cesaron las preguntas. Pasaron las noches azules de marzo y comenzaron las ráfagas levantando remolinos de hojas secas haciendo firuletes en el aire. Los fríos empezaron a cerrar las puertas y ventanas de los restaurantes, las mesas que adornaban las veredas de Humboldt volvieron a ocupar el interior de los locales. Pero también llegaron las lluvias a empapar marquesinas, a formar charcos en las veredas, a abrir paraguas sobre las cabezas de los transeúntes. El moho comenzó también su trabajo sobre las chapas del mueble verde de la parada del Tano. Tuvo todo el invierno para hacer la tarea minuciosa. Lo fue carcomiendo más del lado de la esquina. El óxido debilitó el costado que da a la calle Paraguay. Y a pesar de que el tronco de la acacia todavía sostenía la espalda de la estructura, una noche se inclinó y perdió el equilibrio. Hubo un es43


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truendo, como un estrépito fofo, pero nadie salió a la calle ni miró por la ventana. El mueble quedó retorcido y ocupando parte de la calzada lo cual ponía en riesgo la circulación del tránsito. A la mañana siguiente llegó el aviso al sindicato de canillitas. Recién una semana después una grúa subió el bulto deforme a un camión de la municipalidad y la circulación quedó liberada. Los primeros días se notaba que faltaba algo en la esquina, pero luego las ramas de la acacia fueron disimulando el hueco. Se abrió un expediente, pero luego de muchos meses después, durante el verano siguiente, cuando había pasado casi un año con el quiosco cerrado, se hicieron presentes en el domicilio del Tano un inspector de la policía y dos patrulleros. La casa estaba abandonada, los yuyos demasiado crecidos casi tapaban la puerta de entrada, la madreselva se desbordaba por encima del tapial. Lo primero que le llamó la atención al inspector fue el cuerpo del Tano en la cama del cuarto, o lo que quedaba de él: un montoncito de huesos de aspecto muy similar a los canarios muertos en el fondo del jaulón del patio, pero sin plumas.

El Tano no tenía familiares por eso es que el trámite fue bastante rápido. A fojas veintiuno del expediente aparecía un detalle: sobre la mesa de noche se había encontrado un reproductor de DVD con las pilas sulfatadas y al lado un ejemplar de la colección «Los mejores compositores clásicos de todos los tiempos», con una selección de las mejores obras del inolvidable Boccherini. La resolución del juez era bastante escueta, pero mencionaba dos veces que en el lugar del hecho no se había encontrado ningún indicio de violencia. Y por supuesto, es muy raro que las personas como el Tano se vean envueltas en situaciones violentas. Como dice la portera: «A ese hombre se lo llevó la tristeza».

Raúl Ariel Victoriano (Argentina) Blog: hastaqueelesplendorsemarchite.blogspot.com.ar 44


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Laura Benjamín

Recacha Era detallista...

EL METRO HACE SU ENTRADA en la estación. Laura, sentada en el banco de piedra del andén, se incorpora con movimientos pausados y espera a que se abran las puertas. El vagón vomita un reguero de pasajeros, que, como

un solo organismo, sortea a varios obstáculos humanos empeñados en avanzar a contracorriente y se desplaza en masa hacia las escaleras mecánicas. Laura, caminando despacio, entra en el convoy cuando las señales acústicas 45


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advierten del inminente cierre de puertas. Con el mismo aire ausente, que contrasta con la sensación de urgencia que transmite la mayoría de pasajeros, toma asiento entre una mujer pequeña y redonda que sostiene entre las piernas un cesto cargado con la compra, y un hombre de piel oscura y ojeras marcadas, que regresa a casa tras otra larga jornada laboral. Laura se coloca en el regazo el bolso de tela, con bonitas mariposas de colores bordadas, que le regaló Oriol por su cumpleaños. Era detallista. Ese fue uno de los motivos que la llevó a fijarse en él. Como la espectadora de un anodino programa de televisión, ve cómo sus manos abren el bolso, extraen un libro y buscan el punto donde se ubica el marcapáginas plateado decorado con motivos élficos. También fue un regalo de Oriol. Resulta extraño, porque son sus manos, es su bolso, es su libro y, sin embargo, ella no es consciente de haber ordenado ninguno de esos movimientos. Se lleva las manos al pelo, a la larga cabellera lisa y rubia que tanto le gustaba a Oriol. A ella también le gusta. Agarrarse los mechones casi desde la raíz y deslizarlos entre las manos, lentamente, hasta la punta. Eso hace ahora. Trata de fijar la mirada en el libro, pero sus ojos sólo ven pequeñas letras oscuras que se apelotonan en palabras sin sentido. En realidad, su cerebro procesa otras imágenes, localizadas en otro momento y en otro lugar. Y mientras lo hace, ella no deja de acariciarse el pelo. Cuando llega a la punta de un mechón, deja que se le escurra entre los dedos y se lleva la mano, muy despacio, a la oreja. El contacto con el pendiente con forma de mariposa es agradable. Una mariposa azul y amarilla en una oreja, y verde y roja en la otra. Son 46

muy infantiles; lo sabe. Pero le llamaron la atención, y Oriol se los regaló. Era detallista. Le encantaba acariciarle la larga melena, y a ella le gustaba que lo hiciera. No perdía ocasión de decirle lo mucho que la amaba, que era lo mejor que le había pasado en la vida. Se lo decía mientras enredaba los dedos de aquellas manos tan cálidas en sus largos mechones rubios. Y ella se dejaba hacer. Después de tocarse el pendiente, se coloca el pelo detrás de la oreja, y vuelve a empezar, ahora con la otra mano. Toma un nuevo mechón y lo recorre con dulzura, con gesto aletargado, hasta llegar a la punta. El metro se detiene en la siguiente estación. La pequeña mujer redonda desciende con dificultad del asiento (y es que apenas toca con las puntas de los pies en el suelo), levanta el pesado cesto y, renqueante, abandona el vagón. Laura, con un movimiento distraído, se lleva una mano a la cabeza y palpa el bulto. Aunque han pasado semanas, la costra sigue ahí. Ya no le duele. Tampoco le duele el hueco, unos centímetros más atrás, casi en la coronilla, que dejó el mechón arrancado. Ya nada le duele. A Oriol le encantaba acariciarle el pelo, y a ella también le gusta. Lleva haciéndolo toda la tarde, desde que salió de la ducha, con la misma parsimonia meticulosa. Se agarra el mechón casi desde la raíz y, lentamente, lo recorre hasta sentir cómo los suaves y largos cabellos se le escapan entre los dedos. El hombre de piel oscura y ojeras marcadas la mira. Por su mente cruza la impresión de que se toca el cabello de manera compulsiva. Piensa que tiene un pelo bonito, pero la forma obsesiva de acariciárselo le provoca rechazo, así que desvía la mirada. A Laura le da igual lo que piense la gente. Lo que le importa es que ya no le duele nada, y que puede acariciarse el pelo tanto como quiera. Nunca más vol-


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verán a hacerle daño; Oriol lo sabe mejor que nadie. Ahora está tan tranquila que le cuesta asimilar que es la misma persona que unas horas antes se dirigía a casa de Oriol al borde de la taquicardia. Le temblaban tanto las piernas que casi no podía andar. Vuelve a tocarse la costra. Ya no le duele. Recuerda cómo se asustó al notar la sangre resbalándole por la cara. Oriol la ayudó a limpiarse, le hizo una primera cura de urgencia y la llevó al hospital. No fue hasta encontrarse tumbada en la soledad de su cama, con diez puntos de sutura en la cabeza, que comprendió lo sucedido. Pero no podía ser; a Oriol le encantaba acariciarle el pelo, y a ella le gustaba que se lo acariciara. Le hacía regalos, porque era detallista y porque ella era lo mejor que le había pasado en la vida. La voz robótica de la megafonía anuncia la próxima estación. Una niña de largas trenzas con lazos rojos en las puntas, que se sienta en frente de Laura, la mira con curiosidad. Le gusta su pelo y le sonríe, mostrando dos grandes mellas. Pero Laura no la ve. Sus ojos vuelven a mirar a los ojos rebosantes de deseo de Oriol; a sus manos, cargadas de caricias. Ahora Laura está tranquila, porque ya no le duele nada y sabe que nadie le volverá a hacer daño. Pero sólo unas horas antes estaba al borde de la taquicardia; aterrada ante la posibilidad de que su plan no saliera bien. Nota el tacto agradable de sus cabellos finos y sedosos entre los dedos. La madre de la niña sonriente le da una palmada en el muslo para que deje de mirar a la muchacha que no para de tocarse el pelo. Pero Laura no la ve. Ella está viendo, otra vez, las manos de Oriol, enredarse en sus mechones, acariciarlos, agarrarlos suavemente, recorrerlos de arriba abajo mientras le

vuelve a decir lo mucho que la ama. Y entonces vuelve a notar el tirón. Ahora ya no le duele, porque sabe que ya nadie le volverá a hacer daño, pero en el recuerdo sí. Las pequeñas letras amontonadas del libro se transforman, se mueven hacia un lado y hacia otro, arriba y abajo, hasta dibujar el rostro crispado, sediento de deseo de Oriol. Y vuelve a ver sus ojos, que le dicen lo mucho que la ama mientras le agarra su preciosa melena rubia y tira de ella con fuerza creciente, hasta que le arranca un mechón. Ya no le duele. Nadie, nunca más, volverá a hacerle daño. Y Laura ve cómo Oriol se lleva el mechón a los labios y lo besa, fuera de sí, atrapado en el deseo. Y entonces cruza los dedos para que sea suficiente, para que sea la última vez que le arranca el pelo, para que no haya más golpes, ni heridas, ni regueros de sangre, para que no haya más visitas al hospital. De Oriol le gustaba, sobre todo, lo detallista que era. Pero no echará de menos sus regalos. Ya tiene los pendientes de mariposa, el marcapáginas con motivos élficos, el bolso estampado… Laura deja de tocarse el pelo y dirige su atención al bolso con mariposas estampadas. Lo abre en busca de nada en concreto. Quizás sólo quiere comprobar, antes de seguir acariciándose la suave y larga melena, que todo está en orden. Le cuesta creer el haber sido capaz de llevar a cabo su plan. En realidad, no era un plan muy sofisticado. Supo que había funcionado cuando, pocos instantes después de besar el mechón, la cara de Oriol mutó en la expresión aterrorizada de quien no sabe qué le pasa pero sabe que es horrible. También ella se asustó, y fue muy desagradable verlo llevarse las manos, aquellas manos tan cálidas, al cuello, presa del pánico, mientras empezaba a salirle espuma por la boca. 47


El Callejón de las Once Esquinas

Oriol se retorcía de dolor y gruñía. Laura se alejó poco a poco, hasta dejarlo solo en la cama. Un par de minutos después, cesaron las convulsiones. Laura entró en el cuarto de baño, se lavó a conciencia el pelo y las manos, procurando evitar la más mínima salpicadura en la cara, y se duchó. El metro ha parado en una nueva estación. Laura mira el interior del bolso y respira tranquila al localizar el bote de cianuro. Por la mañana lo volverá a de-

jar en el laboratorio. Nunca pensó que ser química le ayudaría a eliminar el dolor de su vida. A pesar de la regañina de su madre, la niña mellada continúa dirigiendo miradas fugaces a la muchacha que, cuando las puertas se cierran, vuelve a acariciarse el largo cabello rubio. Se agarra un mechón casi desde la raíz y, lentamente, lo desliza entre sus dedos. Está tranquila, porque nadie, jamás, volverá a hacerle daño.

Benjamín Recacha García (España) Blog: benjaminrecacha.com 48


NĂşmero 7

Plano en detalle

Cristina

Aguas

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El día ha llegado... UNA ARAÑA ASOMÓ por la grieta de la pared y descendió hasta el suelo. Cuando llegó al escenario interrumpió la marcha unos instantes para observar a su alrededor. Después comenzó un trayecto como dibujado con tiralíneas hasta su tela porque allí le esperaba una atemorizada mosca que intentaba liberarse en vano con frenéticas sacudidas. Las diminutas ocho patas dejaron en el polvo la huella del crimen que se iba a cometer. Un aleteo en las alturas llamó su atención y replegó su miedo pegando el abdomen al entarimado. No era el momento. Dejó a su presa para otro rato observándola en su desesperación con un ansia que le costó reprimir, lo que se notó en su retirada porque ahora describió una huida zigzagueante. Era una paloma la que había entrado por la claraboya del hall. Los cristales rotos y los dorados desvaídos ya no filtraban la luz como antaño, cuando los colores irisaban el recinto por el día y daban una pizca de polvo de estrellas por la noche. El ave se posó sobre la cabeza de una de las deidades clásicas que recibían al público tras las cortinas. Con encadenado preciso se proyectó el rojo decorado de la desidia y el abandono, luego viró a púrpura y después se fundió en negro. Desde un objetivo sin párpado ni transición, como la pupila de un espectador observando a través de los ojos del pájaro, se derramó finalmente una luz blanca enfocada hacia la pantalla. Era Luis. Sus manos estaban inspeccionando el proyector que había recuperado del desván del abuelo. Había conseguido ponerlo en marcha aunque no estaba muy familiarizado con un aparato tan antiguo, pero la carencia de habilidad la suplía con sus conocimientos como operador de cámara, 50

moderna claro, no era lo mismo, pero algo ayudaba. Cuando llegue el verano la fiesta mayor romperá en estruendo de cohete. «¡Queda mucho por hacer!», se dijo, dándose ánimos. Se proyectará Almuerzo en la Fuente Vieja a las doce de la mañana, restaurada recientemente en la filmoteca de la capital. Fue rodada por su ancestro antes de que marchase del país en busca de posibilidades, reconocimiento y financiación. Consiguió fama, premios y se codeó con lo más selecto del cine internacional. Los vecinos le nombran orgullosos, pero aunque te citan de carrerilla los títulos de sus películas, pocos han visto más de dos o tres, y esas ni las entienden, «muy bueno pero un poco raro sí que es», dicen. Luis Nieto quiere sorprender a sus vecinos porque se lo merecen. Pondrá a su pueblo en el firmamento cinematográfico por un día, además cree de justicia que la película se reestrene allí con el merecido fasto y visita de autoridades. Otra cuestión es también el reto personal que se ha impuesto a sí mismo. Atareado queda en imagen fija a modo de elipsis argumental viendo pasar el tiempo, con la presencia del abuelo vigilando sus progresos y música incidental de tambores. El día ha llegado. El patio de butacas está iluminado por los ojos de la ilusión. Roberto mira incómodo porque la corbata que le ha hecho poner su mujer es como una soga de la horca de esas películas de vaqueros de su infancia. Carmen y las mujeres de la asociación se han colocado en la primera fila, sin caer en la cuenta de que precisamente no es el mejor sitio. Los jóvenes, por la costumbre, se han traído unas palomitas y antes de empezar ya llevan consumida


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la mitad de esos aperitivos imperialistas. El anciano Florián, con sus ojos ya cansados casi no verá la pantalla pero no se quería perder el acto llevando con él a su nieto Francisquín. Tiene gracia que la primera película del chico en una sala de verdad sea en blanco y negro con acompañamiento de piano. Los dibujos animados plenos de color y fantasía quedaron en casa como introducción infantil. El abuelo espera que siempre recuerde ese día. Han llegado gentes muy importantes de la farándula, incluso algunos les suenan a los congregados allí por haberlos visto en la televisión. El alcalde está ufanamente en el escenario soltando un discurso de alabanza sobre la vida y milagros del director que él personalmente no conoció. Hay un fotógrafo que toma instantáneas desde un lateral. (Aplausos) Después se une el secretario de Cultura presentando un montaje que ilustra con imágenes lo que el edil ha esbozado. (Aplausos) El último en intervenir es un enviado de la filmoteca donde se ha restaurado la película. Suelta un rollo sobre los materiales, el procedimiento, los diferentes pasos a seguir en una labor como esa y

nombra a las personas que han intervenido. (Bostezos) El secretario pone cara de interés porque es un tío cabal, el alcalde mira de reojo al fotógrafo que ahora se ha colocado de frente y el restaurador termina su intervención pidiendo un aplauso para Luis Nieto. (Ovación calurosa de todos los presentes girando la cabeza hacia donde este se encuentra) Él corresponde lanzando un haz en intermitencia como guiño que ciega al trio de conferenciantes. El público está deseando que empiece la película. Francisquín, con su lengua de trapo pronuncia en voz alta una frase con cantinela que le ha hecho aprender su yayo: «¡Que empiece ya, que el ‘plublico’ se va!». (Risas) El local queda en la oscuridad de toses y carraspeos. Parece como si se escuchase el aire del ventilador que refrigera el proyector. Los títulos de crédito van al principio, en unas letras blancas sobre fondo negro y ribetes modernistas. La imagen oscila ligeramente pero solo es un segundo al principio. El músico comienza a tocar con aire teatral. La primera escena muestra a dos paisanos que van por un camino. Uno de ellos en51


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ciende un cigarrillo y se le ve con cabeza ladeada y ojos entornados por el humo de la primera calada. Llegan a una bifurcación donde se unen a un grupo de mozos sonrientes y chavalas con cestas de mimbre. Todos se dirigen cantando hacia una fuente cercana. Allí echan unas mantas al suelo y dan cuenta de unos chorizos o longanizas regados con una botella de champagne del bueno, de ese que tiene una etiqueta amarillenta con forma de escudo nobiliario. Todo muy campechano y sofisticado a la vez. Y fin. Cinco minutos y medio, o lo que se podría llamar un microcorto o un cortometraje superbreve, ¡qué película ni película!, claro, tomado desde el punto de vista actual a cualquier cosa le llamaban película. Las luces se adueñan de nuevo del recinto. La gente se queda con ansia de más cine porque a saber lo que esperaban, pero luego hay un vino español en

el que todos confraternizan. Se abren las puertas de una sala anexa en la que pasan a contemplar las pinturas que con motivo del evento han realizado los niños del colegio. Ha sido un éxito de público y crítica. Luis está emocionado. Ahora que se le ha dado un lavado de cara al antiguo cine del pueblo no descarta mantenerlo en activo. Alguna semana cultural o concurso comarcal de cortometrajes no estaría mal, ha de proponerlo en el ayuntamiento, o no, mejor con programación habitual. Lo tiene muy difícil. Seguro que la mitad o así de los ochenta y cinco habitantes tirando por lo alto que hay en invierno continuarán reuniéndose, como acostumbran, en el bar de la Marihepburn los sábados por la tarde. «¡Queda mucho por hacer!» La araña sigue en el hall tejiendo sueños perdidos de pantomimas luminosas.

Cristina Aguas Marco (España) Blog: elbonetedemimi.blogspot.com.es

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El naufragio

Enrique

Mochón Vino entonces aquel silencio...

I

BEATRIZ DESPERTÓ sobre la cubierta de aquel velero en mitad del Pacífico creyendo que estaba en la casa de campo de sus padres. Fue solo una ligera confusión que pronto el húmedo viento tropical y el mismo leve balanceo que un rato antes la había llevado hasta el sueño se encargaron de disipar. Aún con los párpados bajados, se desperezó dulcemente y buscó a tientas junto a la hamaca su bolsito y sacó un cigarro. Lo primero que vio al abrir los ojos fueron sus manos cobijando la llama del encendedor y, después, tras la primera calada, la abrumadora inmensidad del océano reverberando bajo el sol del mediodía. Tenía hambre, y pensó con secreta complacencia que Roberto estaría ya cocinando algo; pescado, seguramente, que él mismo habría capturado

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mientras ella tomaba el sol. Llevaban casi una semana de travesía y hasta ahora él se había ocupado de casi todo. Mejor así, desde luego, porque había que reconocer que ella era una perfecta inútil a la hora de ayudar en lo que fuera; no había más que preguntar a su padre y a su hermano. Aunque eso no quitaba que prestara gran atención cuando los demás hacían algo. En el barco, por ejemplo, después del primer día de navegación sabía todo cuanto Roberto se disponía a hacer con tal antelación que ella misma habría podido hacerlo —o intentarlo, como mínimo— de haber sido necesario. Ahora mismo, sin ir más lejos, las velas se encontraban, a su entender, anormalmente arriadas. Permaneció todavía un rato fumando, algo intrigada por esa circunstancia, hasta que finalmente la curiosidad venció a la pereza y se incorporó. Ante sus ojos, más allá de la barandilla de popa, se extendía la misma masa de agua que momentos antes había visto al despertar, idéntica a la que venían viendo durante los tres últimos días, pero a su izquierda, a poco más de una milla, algo que parecía ser una isla rompía la monotonía cromática y uniforme del océano. Sin duda, aquello era una novedad importante que podía explicar, por ejemplo, la abundancia de aves marinas alrededor —cosa de la que hasta ese momento no se había dado cuenta—, pero en ningún modo que estuvieran allí parados por propia voluntad. Se oyó entonces un ruido que espantó varias gaviotas del pasamanos de babor, y acto seguido una explosión, no muy grande, aunque sí lo suficiente para poner al resto de aves en vuelo y hacer tambalear al barco y a ella misma. Ambos sonidos venían del interior, donde se suponía que Roberto andaba trajinando. Beatriz, que hasta ahora solo estaba algo inquieta, se asustó de verdad y empezó a gritar el nombre de su 54

amigo al tiempo que se encaminaba apresuradamente hacia el camarote. Sin embargo, apenas había descendido dos escalones cuando la figura de Roberto apareció saliendo entre una nube de humo y polvo. Cargaba con dos chalecos salvavidas, una mochila y dos pares de aletas, y no parecía tan alterado como cabía esperar. «Rápido, pongámonos esto —dijo con autoridad—; el barco se hunde». Había muchas cosas que ella hubiera querido preguntar, y que en cualquier otro caso no habría dejado para más tarde, pero en esta ocasión, consciente del peligro que corrían, obedeció sin rechistar. Poco después ya estaban listos. A una señal de él ambos se lanzaron al agua y comenzaron a nadar sin prisa hacia tierra.

II

El mar estaba tranquilo y tan solo alguna pequeña corriente obstaculizaba su avance de vez en cuando. Nadaban en paralelo, ella mirando cada poco hacia atrás, comprobando el lento aunque implacable hundimiento del velero, y él, con la mirada fija en aquella porción de tierra, pero sin perder noción de la presencia de Beatriz a su lado. Ella seguía sin encontrar el momento de preguntarle por lo sucedido, y él no parecía muy dispuesto a dar explicaciones por sí solo. Alrededor de media hora más tarde, Roberto decidió hacer un descanso. Bea calculó que habían cubierto la mitad del recorrido, y lo que desde el barco solo era una mancha de color velada por la bruma, ahora se mostraba con bastante nitidez. Dando por sentado que en aquellas latitudes solo había islas, se podía decir que se trataba de una no muy grande y con abundante vegetación. En la orilla hacia la que se dirigían destacaba la presencia de dos grandes promontorios rocosos entre los que se


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cobijaba una frondosa masa vegetal subrayada por una pequeña playa de arenas blancas. Una vez que hubo recobrado el aliento, Beatriz preguntó a Roberto por lo sucedido en el camarote. Pero no obtuvo ninguna respuesta convincente; nada que fuera más allá de confirmar, y en un tono bastante esquivo, lo que ella ya sabía: que se había producido una explosión y que el casco se había roto. Casi a continuación reanudaron la marcha. Contemplados a vista de pájaro, sus jóvenes cuerpos solo eran dos puntos amarillos avanzando casi imperceptiblemente en el inmenso azul, más cerca ahora de tierra firme que del velero hundido. La segunda mitad del recorrido se mostró desde el principio más complicada. La intensidad de las corrientes fue en aumento —según Roberto, por la fisonomía de la costa— y las olas se hicieron mayores. Las fuerzas también comenzaban a fallar. Pero a pesar de todo, en otra media hora más o menos —esta vez agotadora— tenían la orilla a tiro de piedra. Fue entonces cuando todo se torció. La mochila, que Roberto llevaba a remolque, se soltó de su enganche y se encaminó hacia uno de los promontorios a gran velocidad. Si tenían alguna posibilidad de llegar sanos y salvos al final, esta pasaba por que nadaran derechos hacia la arena. Sin embargo, cuando la mochila se fue a la deriva ambos salieron disparados tras ella sin pensarlo. Este último y desproporcionado esfuerzo acabó dejándolos exhaustos y a merced de la corriente a escasos metros de las rocas. Vino entonces aquel silencio. Ese que tanto teme la gente de mar y que tan parecido es al que precede a la tormenta, o a las malas noticias. El agua en la que flotaban se serenó de repente al tiempo que, tras ellos, una ola gigantesca se elevaba hasta ensombrecerlos primero y lanzarlos violentamente luego

contra las rocas.

III

Esta vez, cuando Beatriz despertó estaba de bruces sobre la arena y tenía los pulmones llenos de agua. No muy lejos de ella estaba el cuerpo de Roberto y, en medio de ambos, yendo y viniendo sobre claras e inofensivas olas, la mochila. Beatriz permaneció una larga hora en esa misma postura expulsando el agua de su interior y analizando el estado de su cuerpo —le dolía todo, pero parecía no tener nada roto—, y luego dedicó otra a recomponer, sin tan siquiera abrir los ojos, su situación. No tenía ninguna duda sobre la muerte de Roberto. Su cuerpo se había interpuesto entre ella y la pared rocosa en la primera y mayor embestida, y cuando más tarde intentó socorrerlo pudo comprobar los daños irreparables, fatales, que había sufrido al menos en la cabeza. El devenir tiene como norma mostrar sus cartas boca abajo. Solo a veces somos conscientes de la especial trascendencia de la decisión que estamos tomando o de aquello que nos está aconteciendo. En este caso Beatriz comprendió todo antes de que ocurriera, si bien tardó un tiempo en concebir su completa dimensión. Fue durante aquella pequeña pausa de descanso; una revelación que en principio produjo en ella una mezcla de lástima y condescendencia hacia Roberto, degenerando más tarde, a medida que todo cobraba sentido, en indiferencia: una indiferencia total y absoluta que la cubrió de una fría coraza ante lo que pudiera ocurrir en su más inmediato futuro. El detonante fue un recuerdo anterior, de cuando lo conoció. Había asistido a una fiesta organizada por el club de hípica y, tras una accidentada velada en la que se había tenido que quitar de encima —casi literalmente— a su profesor de 55


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equitación y al interventor del banco que presidía su padre, acabó participando en una charla con un grupo de amigos de su hermano. Entre ellos estaba Roberto. En un momento de incómodo silencio alguien hizo la manida pero siempre interesante pregunta sobre las tres cosas que uno se llevaría a una isla desierta. A esas alturas ya estaban todos algo bebidos, y casi nadie contestó en serio. Desde una criada a un secador de pelo, pasando por una bicicleta, un comedor amueblado, un yo-yo y un sinfín de tonterías más, cada cosa que se iba diciendo era correspondida con una carcajada general. Cuando llegó el turno de Roberto, sin embargo, la cosa cambió. Él mismo se encargó de advertirlo con su gesto grave. Recordando lo que había respondido entonces, Beatriz no necesitaba abrir la mochila ahora para saber lo que guardaba dentro. Las dos primeras cosas que nombró fueron un manual de supervivencia y una navaja multiusos. Para decir la tercera se tomó unos segundos durante los cuales paseó la mirada por cada una de las chicas del grupo. «Una hembra guapa», dijo finalmente. Y luego añadió: «Guapa y desvalida». Mientras lloraba de rabia, Beatriz entendió que más que haber sido utilizada,

de haber sido arrancada de su placentera y cómoda vida de lujo y arrastrada hacia un destino que no era el suyo o no el que ella buscaba, en cualquier caso, lo que de verdad le dolía era haber dado esa triste imagen de sí misma; eso y el haber estado tan ciega como para caer en brazos de semejante chalado. Con gran esfuerzo se levantó del suelo y se acercó a echar un vistazo a lo que quedaba de él —no era necesario el dictamen de un forense para certificar su muerte—, y luego se metió en el agua hasta las rodillas para recoger la mochila. Había decidido empezar por cortarse adecuadamente aquellas largas y cuidadas uñas, y para ello necesitaba la socorrida navaja suiza. Mientras quitaba el envoltorio de plástico, pensando en lo mucho que tenía que hacer antes de que anocheciera, hubo de admitir que aquel necio había sabido elegir las dos primeras cosas. Si se había equivocado o no respecto a la tercera, ni ella misma lo tenía claro aún. Por el momento solo sabía que era una mujer extenuada y hambrienta, aunque decidida a sobrevivir; una mota amarilla perdida en mitad del Pacífico si la mirabas desde el aire, más y más pequeña conforme fueras ganando altura.

Enrique Mochón Romera (España) 56


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Tiempo Roto Patricia

Richmond El tiempo se quedó así, roto…

LA LUZ DE LA LUNA imprimía un halo sepia alrededor del rótulo dorado: «Tiempo Roto – Casa de Huéspedes». Contempló el edificio. Era un chalet de tres plantas, de estilo modernista, que sobrevivía entre inmensos bloques de pisos. «Se necesita asistenta». Sin pensar en lo que hacía, arrancó el papel pegado bajo la placa y empujó el portón de forja que daba acceso a un jardín que había olvidado sus días de esplendor. Se acercó a la casa y llamó al timbre. Oyó una campana tintineando en su interior,

pero nadie acudió a la puerta y tuvo que insistir varias veces hasta que escuchó unos pasos y adivinó un ojo al otro lado de la mirilla. Una anciana vestida de negro abrió la puerta. Se miraron la una a la otra en silencio durante unos segundos. —Vienes del teatro. —¿Cómo lo sabe? —le preguntó, sorprendida. —Hueles a humo. Pasa. El recibidor sólo estaba iluminado por la luz débil que llegaba desde una habitación abierta al fondo de un pasillo. 57


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Le tendió tímidamente el anuncio y la mujer lo dobló para guardarlo en el bolsillo de su delantal. Sin decir nada, se dirigió a la habitación iluminada y ella supuso que debía seguirla. Allí otras dos ancianas, también de negro, dormitaban sentadas en unos grandes butacones. —Una nueva —dijo la mujer como única presentación—. Viene del teatro. —¿Cómo te llamas, querida? —preguntó la que estaba sentada más cerca de la puerta mientras se ponía las gafas para examinarla. —Eva —respondió con un hilo de voz. —¿Sabes lavar y planchar? —inquirió la que aún no había hablado. Ella afirmó con la cabeza. No tenía a dónde ir, lo había perdido todo en el incendio y necesitaba un lugar en el que refugiarse hasta que su espíritu se serenase. —De acuerdo, Eva, puedes quedarte. Sube al segundo piso; tu habitación es la última. Descansa hasta mañana. No hagas ruidos y no molestes a los huéspedes —le ordenó la anciana de las gafas. —Gracias —susurró—. ¿Cómo debo llamarlas? —Señoritas —respondieron las tres a la vez. Salió de la estancia y se dirigió a su cuarto. La escalera crujía siniestramente a su paso y subió muy despacio para no hacer demasiado ruido. Toda la casa estaba en penumbra y no se oía nada. Las puertas de las habitaciones de la primera planta estaban numeradas, por lo que dedujo que eran las de los residentes. En el segundo piso había varias piezas sin rótulos que, sin duda, correspondían a las señoritas y al servicio. Entró en la última; era un cuarto abuhardillado por cuya claraboya entraba la luz de la luna. Se tumbó en la cama sin desvestirse, cerró los ojos, pero no se durmió. Por la mañana inspeccionó el dormitorio. No contenía más mobiliario que la cama y un ropero vacío. Intentó con58

templarse en el espejo que cubría la puerta del armario, pero, a la escasa luz que se filtraba a través del polvo acumulado en la ventana, no pudo distinguirse. Salió al pasillo. Seguía sin oírse nada y una inquietud comenzó a tomar forma en su mente. ¿Aquel silencio era normal en una pensión? Bajó al salón donde la habían recibido la noche anterior y allí encontró a las tres señoritas. —Buenos días —saludó desde la puerta. —Buenos días, Eva —le respondió una de ellas—. ¿Has descansado? Ella preguntó a qué hora se levantaban los huéspedes y cuáles iban a ser sus tareas. Le contestaron que no debía preocuparse por ellos ni incomodarlos. Una de las mujeres le señaló un saco de arpillera vacío. —Hay que llenarlo con hojas del árbol del jardín. ¿Podrás hacerlo? Ella asintió y salió al exterior. Un espléndido ejemplar de una especie que no conocía cubría el edificio con su sombra. Las hojas estaban algo marchitas y no le costó mucho desprender las de las ramas más bajas. Mientras lo hacía, contempló la casa a la luz del día. Su aire de abandono no invitaba a alojarse en ella. La fachada mostraba bastantes desconchones y los cristales de las ventanas hacía años que no se habían limpiado. Le intrigó que a las señoritas les importara más el cuidado de un árbol que el aspecto de la casa. La monotonía del trabajo le dio la oportunidad de pensar despacio. No le habían pedido referencias ni habían hablado de condiciones ni de salario. En otro momento hubiera exigido la redacción de un contrato que recogiera minuciosamente todos sus derechos y obligaciones. Sin embargo, tras el incendio, no tenía fuerzas ni para respirar. Aquellas mujeres eran extrañas, pero parecían buenas personas y decidió que-


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darse con ellas hasta que su cabeza se librara del humo que la asfixiaba. Entró en la casa y encontró a las ancianas en la cocina. Allí le indicaron que dejara el saco y que se retirara a su habitación. Se ofreció para vaciarlo en algún contenedor de basura y salió de nuevo hacia la puerta de la calle. No pudo abrirla; estaba cerrada con llave. Perpleja, se giró y una de las mujeres le arrebató el saco. —Vamos, niña, sube a tu cuarto y no salgas. Si te necesitamos, tocaremos la campanilla. Asustada por el tono áspero de su voz, subió corriendo la escalera. Paró en el rellano del primer piso y escuchó. Seguía sin oírse nada en las habitaciones. ¿Realmente había alguien alojado en la casa? Pasó el resto del día en su dormitorio. A medianoche, salió sigilosa al pasillo, iluminado solamente por el leve res-

plandor que llegaba desde la planta baja. Descendió e intentó salir a la calle. La casa seguía cerrada. La luz de la sala estaba encendida, pero no vio en ella a las ancianas. Aprovechó para entrar a examinarla. Aparte de una mesa camilla y las tres butacas, descubrió un piano vertical, en el que no había reparado antes. Sobre su tapa descansaban varias fotografías enmarcadas sobre tapetes de ganchillo. Eran ellas, juntas o por separado, en diferentes edades de su vida. Habían sido guapas, no podía negarse, y su parecido, acentuado en las instantáneas más antiguas, evidenciaba que eran hermanas. ¿Cuántos años tendrán?, se preguntó sin atreverse a calcular. Vio un secreter al otro lado de la estancia. Un grueso volumen sobre la tapa abierta del mueble llamó su atención. El nombre de la pensión, «Tiempo Roto», estaba escrito con tinta 59


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dorada sobre la cubierta; era el libro de registro. Mientras lo hojeaba pensó que era un nombre muy poco apropiado para una casa de huéspedes. Las primeras anotaciones databan de 1936 y mostraban la actividad durante los últimos ochenta años. Comprobó que, en ese momento, había tres huéspedes alojados sin fecha de salida: Luisa A. Entrada: 30/09/2014. Hab. 5. María P. Entrada: 10/10/2015. Hab. 2. Elías R. Entrada: 19/02/2016. Hab. 4. Recordó que faltaban pocos días para el 23 de abril, festividad de San Jorge, el santo aniquilador de dragones. Es decir, que la primera inquilina llevaba más de un año en la casa, la segunda seis meses y el último, dos. Tendría que vigilar esas habitaciones. Cerró el libro y salió despacio al pasillo para seguir curioseando. Oyó pasos que bajaban la escalera y entró en la cocina. Se escondió detrás de la cortina que ocultaba la despensa. El sonido de las pisadas se hizo más débil. Dedujo que quien las provocaba había tomado otra dirección, pero, súbitamente, la cortina se descorrió y fue descubierta por una de las señoritas. —¡Te cacé! —gritó con júbilo. —¿Cómo ha sabido que estaba aquí? —le preguntó, incrédula. —Por el olor… Sigues apestando a humo, querida. Se miró la ropa, avergonzada. No tenía nada más que ponerse; esa camiseta deshilachada y los vaqueros raídos eran lo único que poseía en el mundo. El incendio lo había devorado todo. —No te preocupes, solo es un problema de intendencia y lo solucionaremos. ¿Qué pasó en el teatro, Eva? La pregunta provocó un estallido de recuerdos dentro de su cabeza. Vio el viejo edificio, el «Teatro Descalzo», en el que había vivido como okupa durante 60

los últimos dos años. Cansada de dar tumbos, se había unido a otros marginados que habían tomado posesión de una casa abandonada para convertirla en teatro y sobrevivir organizando espectáculos. Todo había ocurrido muy deprisa. Estaban probando sobre el escenario un mecanismo que lanzaba llamas por la boca de un dragón de cartón que iban a utilizar en una obra sobre la leyenda de San Jorge. Algo había fallado y una chispa alcanzó el telón mugriento. No pudieron hacer nada; el edificio entero ardió en pocos minutos. Las imágenes del fuego y de los bomberos se le mezclaron con las de sus compañeros pidiendo auxilio y las de las ambulancias circulando a toda velocidad. No recordaba cómo había salido de allí ni cómo había llegado hasta la pensión. La señorita la rodeó con sus brazos para consolarla, pero ella no fue capaz de sentir el calor de su cuerpo. Volvió a su cuarto, se tumbó en el camastro y, como la noche anterior, no pudo conciliar el sueño. La casa comenzó a hablarle quedamente por medio de chasquidos y suspiros. Intuyó que le estaba desvelando sus secretos, pero no entendió el mensaje. Al amanecer bajó al piso de los huéspedes. Pegó la oreja a las puertas de las habitaciones, sin conseguir oír nada. Ya se marchaba cuando le pareció sentir un gemido. Pensó que habría sido su imaginación o un crujido del suelo desgastado, hasta que volvió a percibirlo. Era un quejido apenas audible que provenía del cuarto marcado con el número 4. Llamó a la puerta, rozándola suavemente con los nudillos. El toque estridente de una campanilla en la planta baja la sobresaltó y bajó corriendo la escalera. Al pasar por el recibidor intentó salir al exterior, pero la casa seguía cerrada. Las señoritas la esperaban en la cocina. Entró asustada y preguntó si tenía


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que recoger más hojas, con la esperanza de poder salir y escapar de aquel caserón y sus misterios. —No —dijeron—. Tenemos bastantes para unos días. Hoy vas a limpiar aquí. Miró incrédula a su alrededor: se respiraba limpieza en aquella estancia. Azulejos, muebles, suelo, todo brillaba. Una de las ancianas le señaló un armario y en él encontró bayetas, estropajos y detergentes. —Limpia a conciencia —le ordenó. Saca todos los trastos de los armarios y friégalos bien por dentro. La dejaron sola en la cocina y cerraron la puerta. El miedo se apoderó de ella al escuchar cómo metían una llave en la cerradura y le daban dos vueltas. ¿Por qué la encerraban? ¿Qué pretendían? Pasó buena parte de la mañana temblando, mirando por la ventana enrejada y esperando que la puerta se abriera en cualquier momento para dar entrada a algo horrible. Pero no ocurrió nada. Después de unas horas, más tranquila, comenzó a abrir los armarios. No contenían más que utensilios domésticos. La antigua cocina de carbón también estaba inmaculada; ni una mota de polvo, ni rastro de cenizas en su interior. Registró la despensa y no encontró víveres en ella. Se había convertido en un almacén de trastos antiguos: una plancha, un molinillo de café, una romana, embudos, varios quinqués, cajas de cerillas y una botella de petróleo, cuyo olor intenso la mareó al destaparla. ¿Para qué necesitaban una asistenta? ¿Dónde comían? ¿Cuántas personas había en la casa? Un ciclón de preguntas para las que no encontraba respuestas. A media tarde sintió pasos en el pasillo y escuchó a las ancianas abriendo la puerta de la habitación de al lado. Parecían susurrar a alguien, darle órdenes en voz muy baja. Oyó un grito y un

portazo. Después, silencio. Mojó algunas bayetas para que creyeran que había estado todo el día limpiando y esperó. Al anochecer, la puerta de la cocina se abrió y una de las señoritas le ordenó que volviera a su habitación. Salió y miró la puerta de la sala contigua. Estaba entreabierta y de ella salía una luz mortecina. Avanzó hacia ella e hizo ademán de empujarla, pero la anciana se lo impidió. —¡No entres! ¡Jamás! Era el dormitorio de nuestro padre y podrías romper algo. Todo debe conservarse tal como él lo dejó. Las otras dos mujeres salieron de la habitación, cerraron la puerta con llave y la mandaron a su dormitorio. Al pasar por el rellano de los huéspedes volvió a tocar sobre el número 4. No obtuvo respuesta y subió a su cuarto. Se tumbó en la cama y, durante horas, reflexionó. «Tiempo roto… puertas cerra61


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das… inquilinos invisibles… ¿Qué me ocultas, casa? ¿Quiénes son estas mujeres a las que no veo comer, que no sé si duermen, que no salen fuera de tus muros? ¿Por qué impiden que me vaya?» La casa le contestó con su jerigonza de crujidos. Ella escuchó, pero no la comprendió. De madrugada, un lamento la estremeció. No se lo había imaginado; lo había oído con claridad. Se levantó y se asomó al pasillo, donde reinaban el silencio y las sombras. Bajó y esperó ante la habitación número 4. Enseguida, un sollozo la convenció de que ahí dentro había alguien pasándolo mal. Intentó abrir la puerta, pero fue imposible. Recordó el libro de registro y se dirigió al saloncito. Registró el secreter y, en un cajón, encontró un revoltijo de llaves etiquetadas. Cogió la que llevaba marcado un 4 y corrió escaleras arriba. Temblando, la introdujo en la cerradura y abrió la puerta. La oscuridad le impidió avanzar. Adivinó una ventana al fondo de la habitación. Fue hasta ella y descorrió las cortinas. La luna iluminó débilmente la estancia y su único contenido, una cama. Un bulto cubierto por hojas como las que había recogido en el jardín se agitaba sobre ella. —¿Elías? —susurró recordando el nombre anotado en el libro de registro. Apartó las hojas. No pudo evitar el grito que alertó a las tres mujeres, que aparecieron, al instante, en la habitación. —¿Qué haces aquí? ¡Fuera! Ella bajó hasta la puerta principal y, al no poder abrirla, empezó a golpearla llorando. Las ancianas seguían arriba. Corrió al cajón de las llaves, pero no encontró la de la casa y se desplomó, aterrada, en un rincón, convencida de que no iba a poder escapar jamás. Allí la encontraron las señoritas por la mañana. La levantaron y le preguntaron 62

qué había ocurrido. Intentaron convencerla de que lo había soñado todo, pero ella sabía que no era cierto; no había dormido nada desde que llegó a esa casa. Lo que había contemplado era espantosamente real: bajo las hojas resecas, un amasijo humano, si así podía llamarse a aquella deformidad que respiraba, había extendido los brazos hacia ella pidiéndole ayuda. —Quiero irme —musitó. —Podrás marcharte cuando estés preparada —afirmó la mayor de las hermanas—. Tienes que confiar en nosotras. Sólo queremos ayudarte. El tono dulce de su voz le hizo dudar; parecía tan sincera... ¿Y si era verdad que todo era producto de su imaginación? El incendio había sido un shock terrible. Dejó que la abrazaran y, aunque no sintió el contacto de su piel, notó la calma que intentaban transmitirle. Pasaron la mañana en la salita, ordenando unas piezas de tela que una de ellas fue sacando del cajón de una cómoda. El roce de una de aquellas telas la sobresaltó y se echó a llorar. Su tacto le recordó los copos de nieve con los que jugaba de pequeña. Le gustaba quedarse muy quieta y sentir cómo la iban envolviendo. ¡Soy una mujer de nieve! —gritaba riendo a su madre. ¿Qué había sido de aquella niña feliz? Iba a recuperarla cuando saliera de allí, se prometió. La seda blanca brilló entre sus dedos con unos breves destellos, como si su deseo hubiera sido concedido, imaginó. —Vamos a solucionar tu problema de vestuario —dijo una de las señoritas sacando una cinta métrica de modista de un cajón. Le tomó medidas, que otra de las hermanas fue anotando en una libreta, mientras la tercera buscaba patrones en una revista. Aprovechando la cercanía que había


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conseguido establecer con las mujeres, les preguntó por la casa. Le contaron que la había mandado construir su padre, un médico prestigioso, como regalo para su madre tras el nacimiento de su primera hija. —¿Cómo se convirtió en casa de huéspedes? —preguntó. —Fue durante la guerra —le respondió la hermana mayor. Nuestra madre había muerto en un bombardeo y papá entró en un profundo estado depresivo. Dejó de acudir al hospital y perdió su puesto. Nosotras habíamos permanecido en casa, como señoritas de buena familia, y ni sabíamos hacer nada ni las circunstancias eran las mejores para conseguir un empleo. —¿Qué fue de su padre? Las tres mujeres se miraron y callaron. Una de ellas dijo que era muy tarde y le aconsejó que se retirara a descansar. Una vez en su habitación, echada en la cama, meditó sobre todo lo que había ocurrido durante el día y no consiguió quitarse de encima la sensación de que la casa ocultaba un secreto terrible. Cada vez estaba más segura de que lo que había visto no había sido un sueño. Al amanecer oyó algo parecido a un graznido. Creyó que había sido en el jardín, pero escuchó también un batir de alas dentro de la casa. Salió del cuarto y bajó la escalera. Escuchó junto a la puerta número 4, pero no parecía ocurrir nada allí. Entonces lo oyó otra vez, pero no en esa habitación, sino en la contigua. Miró por la cerradura y vio algo negro que se movía en la penumbra. Llamó. Nadie contestó y el ruido cesó. Corrió al secreter del salón y cogió la llave. Volvió ante la puerta y respiró despacio para prepararse; fuese lo que fuese, no iba a gritar. Tenía que descubrir qué pasaba en esa casa. Abrió, avanzó hasta donde tenía que estar la

ventana y corrió las cortinas. Un extraño ser con unas enormes alas negras se abalanzó sobre ella graznando furiosamente, intentando arrancarle los ojos a mordiscos. Las señoritas aparecieron por la puerta y la criatura escapó al pasillo con algo que se removía entre sus brazos. —Pero, Eva, ¿cómo se te ocurre entrar tú sola? No contestó. Se había quedado sin habla: encima de la cama, sobre un colchón desnudo, brillaba la silueta que había dejado la sangre seca de un cuerpo humano. —¿Qué es esto? —gritó, al fin. —Vamos al salón —le ordenaron. Allí, se sentó sobre la alfombra, abrazándose las piernas, incapaz de entender lo que acababa de presenciar. —No querrán hacerme creer que esto también lo he imaginado. —No había necesidad de que te enteraras, pero has visto demasiado —susurró tristemente la menor de las hermanas. Y bajo el eco de los graznidos del ser que aún chillaba en algún lugar de la casa, comenzaron a relatarle la historia del «Tiempo Roto». Todo había sido culpa de la guerra. Una bomba cayó sobre el mercado y su madre, que había salido a hacer unas compras, no regresó. Su padre la encontró, sin vida, bajo los cascotes de un puesto que había albergado una antigua herboristería regentada por una mujer con fama de bruja. El dolor lo trastornó. Se la llevó a casa y, tal como estaba, con la ropa hecha jirones salpicados con sangre y fragmentos de hojas secas, seguramente procedentes de la herboristería, la veló durante días. Tanto le rogaron sus hijas que, finalmente, la enterró en un rincón del jardín. Allí pasó meses, arrodillado sobre la tumba de su mujer, hablándole como si pudiera escucharle, esperando el momento en que, haciendo caso de 63


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sus súplicas, se levantara y emergiera de nuevo a la vida. Un día descubrió que, justo en el centro de la tumba, comenzaba a crecer un arbusto. Cuidarlo se convirtió en su obsesión, pues estaba convencido de que era ella, que acudía de esa forma a su llamada. Afirmaba que, a través de las hojas de la planta, escuchaba su voz. —¿El árbol del jardín? —preguntó Eva. Las hermanas asintieron y continuaron con la historia. Remodelaron la casa como pensión y ellas mismas hicieron correr por la ciudad el aviso de que admitían huéspedes, pues ya no tenían ningún medio para sobrevivir. Pronto fueron llegando personas atrapadas allí por la guerra y que no podían volver a su ciudad, entre ellos un joven poeta, que se escondía de los militares. Una noche, una patrulla entró por sorpresa en la casa y el muchacho fue arrastrado al jardín, donde lo fusilaron, junto al arbusto. Por la mañana, el cuerpo seguía en el mismo lugar, cubierto por hojas de la planta, como si esta hubiera querido protegerlo del frío de la noche. Su padre lo escondió en su habitación y nunca más volvieron a ver al poeta. En la biblioteca de la casa abundaban los libros antiguos de medicina, pues el padre había sido un aficionado al estudio de la ciencia arcaica. Los trasladó todos a su dormitorio, al que les prohibió entrar, y se olvidó de sus hijas. Sólo salía de noche para mantener conversaciones con su árbol, momento que aprovechaban ellas para dejarle en la puerta una bandeja con comida que apenas probaba. Sortearon la situación como pudieron, ocultando la vida de su padre a los pocos huéspedes que les quedaban, hasta que la guerra acabó y se marcharon todos. Pasaron años y, un día, un anciano se presentó pidiendo una habitación. No 64

era un hombre como los que habían tenido alojados. Algo le hacía diferente. Se compadecieron de él y decidieron dejarle entrar. Su padre se ocupó de él y de todas las extrañas personas que llamaron a su puerta a partir de entonces. —¿Qué hacía con ellos? —preguntó Eva. Las mujeres callaron. —¿Por qué llamaron a la casa «Tiempo Roto»? —Porque el tiempo se quedó así, roto… para todos nosotros —le contestó una de ellas, vuelta de espaldas, sin mirarle a la cara. Iba a volver a preguntar cuando una de las ancianas salió del saloncito y volvió con un paquete. Es para ti —le dijo. Lo abrió. Era un maravilloso vestido que habían cosido para ella con la tela blanca que la había impresionado. Se lo probó allí mismo y se miró en un espejo en el que sólo logró contemplar los destellos de la seda. Por más que lo intentó desde distintos ángulos, su propio reflejo no apareció. Entonces, de repente, comprendió el significado de la frase que acababa de escuchar: «El tiempo se quedó así, roto… » La habitación comenzó a girar a su alrededor y se desplomó. Se despertó en su cama, rodeada por las tres mujeres. Las imágenes del incendio del teatro volvieron a su cabeza y se echó a llorar. La dejaron sola para que descansara. Su mente giraba atormentada por todo lo que, al fin, había sido capaz de entender: el abandono de la casa, el silencio, el secreto, la atrocidad monstruosa que albergaba… y lo que la había guiado precisamente hasta ese lugar. Escuchó la campanilla y se levantó. Bajó las escaleras y se encontró con las tres mujeres, que la esperaban. —Ven, Eva —le dijo una de ellas señalándole la habitación prohibida—. Papá quiere conocerte.


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El recuerdo del abominable ser al que había sorprendido en el primer piso la enloqueció. Las empujó y entró corriendo en la cocina. Se escondió tras la cortina de la despensa, aturdida, mientras se decía a sí misma «Piensa, piensa…» Cuando las mujeres descorrieron la cortina, las roció con el petróleo de la vieja botella y encendió una cerilla. Las llamaradas llegaron en segundos hasta el techo. Un horrible rugido llegó desde la habitación contigua. Tenía que acabar también con esa criatura abominable si quería escapar. El humo que desprendían los tres cuerpos que ardían silenciosos en el suelo apenas permitía ver por dónde salir. A tientas y guiada por los horribles aulli-

dos del monstruo, llegó hasta su cuarto. Abrió la puerta, vertió sin mirar el petróleo que quedaba en la botella y lanzó una cerilla encendida. La fuerza de las llamas le hizo retroceder hasta el final del pasillo. La casa se quemaba e iba a desplomarse en cualquier momento. Giró la manecilla de la puerta principal y esta se abrió con un lamento. El humo inundó el exterior y, a través de él, vio un porche que conocía muy bien: era la entrada del teatro. Salió. Estaba nevando. Contempló los copos; rió, lloró, rió de nuevo, mientras extendía los brazos y corría al centro de la plaza, donde una mujer le sonreía. —¡Mamá, mira! ¡Soy una mujer de nieve!

Patricia Richmond (España) Blog: patriciarichmond.blogspot.com 65


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Escrito en las estrellas Ángel Saiz Mora La impresión fue tan intensa que no supe reaccionar...

NO PUEDO SOPORTARLA, en verdad que somos incompatibles. Nunca había creído en los horóscopos hasta que conocí a doña Gertrudis, la insufrible vecina. Yo, Escorpio; ella, Tauro, hemos nacido para no entendernos. Abrir la puerta y encontrarla con dos maletas sobre mi felpudo fue una visión demasiado fuerte. Me temí lo peor. Su desafiante «¿No me invitas a pasar, pasmarote?», me dejó aún más descolocado. Laura, que tiene una bondad natural y un don de gentes del que yo carezco, enseguida vino en mi auxilio, porque 66


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la impresión fue tan intensa que no supe reaccionar. Momentos después, la fastidiosa doña Gertrudis estaba sentada en nuestra salita, con una taza de té, mientras explicaba, sin dejar de mirarme, como si fuese yo el culpable, que tenía una plaga terrible de cucarachas rubias en su vivienda, que no soportaba la presencia de ningún tipo de bicho y que, aunque yo también lo fuese —eso dijo la condenada—, como presidente de turno de la comunidad de vecinos debía ocuparme de inmediato de su problema. Cuando Laura le ofreció la habitación de invitados, por humanidad, a la vecina le faltó tiempo para instalarse. Con esa presencia dominante y odiosa metida en mi propio hogar traté de hallar una solución rápida, antes de venirme abajo. Propuse pedir presupuestos a varias empresas de control de plagas, a lo que doña Gertrudis se negó, tajante: «Nada de veneno en mi casa. ¿Acaso quieres matarme, animal?», me encontré por respuesta. Mientras intentaba que sus críticas por dejar la tapa del inodoro levantada no me afectasen demasiado, tuve una idea luminosa. Dije que recurriría al mejor profesional en la eliminación de ese tipo de insectos, alguien muy cercano a mí, que trabajaba sin utilizar pro-

ductos químicos, de una forma limpia. Con un gesto de suficiencia y desprecio, doña Gertrudis parecía dar por seguro mi fracaso, pero al menos, me permitió intentarlo. Al cabo de una semana no quedaba rastro de cucarachas, ni siquiera sus cadáveres. No me molestó en absoluto que se marchase sin darme las gracias, lo importante fue que esta mujer, que tanto me perturba, regresó al fin a la guarida de la que nunca tenía que haber salido. Esa noche volvió la ansiada normalidad, con doña Gertrudis y esas carnes magras apalancadas sobre algún sofá de su casa, sin dejar de ver programas de escaso interés intelectual. Yo dormí tranquilo, abrazado a Laura, satisfecho de haber recuperado el sosiego y agradecido a aquel a quien tanto debía, que en ese momento estaría agazapado en casa de la vecina, quizá en una caja de zapatos, o dentro de un armario, mientras recorría esos vestidos de tallas excesivas, a la espera de volver a clavar su aguijón venenoso a cualquier ser vivo con el que se encontrase. Ya lo dice la astrología, los escorpiones somos así, eficaces y discretos.

Ángel Saiz Mora (España) 67


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Invisibles

Eduardo

Martín Zurita Hoy me pongo a recordar y me parece y no me parece tan mentira...

RECUERDO que les gustaba hacerse los invisibles, por más que Fulanito estuviera departiendo con Jota y Zutana amartelada con Equis en lo hondo de uno de los sillones de la discoteca. Se comía el sonido de las recíprocas engañifas (añagazas, en realidad) y de los besos, el ritmo frenético de la música sincopada. Estaban ligando. En los prolegómenos del sexo, se diría. Pero esa situación era algo fugaz y transitorio. Había otros que bailaban desenfrenadamente en la pista, con tal intensidad en 68

lo que hacían, de todo menos componer pasos de danza, que podría esperarse que sus cabezas fuesen a volar de un momento a otro o que sus miembros desarticulados rodasen por la pista al igual que los de unos muñecos necesitados de bricolaje. Se diría también que se les hubiera condenado a realizar esfuerzos tan cansinos, cualquiera sabe por qué extravagantes o inmorales conductas. Había gente muy estirada y decorativa. Y otros personajes, la mayoría, que estaban siempre yendo de aquí para allá,


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como si quisieran borrarse del mapa. Sospechaba que procedían así, a fin de cuentas, para que nadie pudiese elaborar un juicio preciso sobre ellos y para aparentar: «Andará liado con muchas, o con muchos, porque no se le ve, no se la ve con ninguno ni con ninguna, en particular». Cómo va a juzgarse por alguien aquello que no ha podido ser visto. A lo ancho y largo del local flotaba un aire como de gato encerrado. Quien más, quien menos, exhibía frente a los otros, antes de no ser visto, lo más granado de sus dones. No escapaba yo a esa pauta, una norma no escrita pero vigente y al parecer inderogable en la discoteca Rasgos, que era como un espejo ruidoso que se tragara al que lo escuchara reflejándose en él. Estaban los camareros y las camareras, uniformados con chaleco y pantalón color grana, sirviendo más bien los diversos géneros de venenos, pues el relleno de las botellas con alcohol ful, el llamado garrafón, era práctica común. Estaba el jefe de sala, Eulogio, con rigor de policía en el gesto lleno de severidad. Podías verlo en el nivel más alto de la discoteca, escrutando lo mismo que un ave rapaz a la caza de desmanes salidos de madre, no de meras transgresiones; bien acicalado, era la autoridad, el capo dentro de aquella astrosa bombonera. Y estaba Concha, Chicha, proyecto de mi chica. Había quien sacaba su virilidad y danzaba con ella cogida, aprovechando el disimulo que le brindaba el flash, el zoom. Nos parecía, el jefe de sala, el gran papá, el gran hermano, que iba a dejarnos sin la merienda o sin el postre. La verdad es que no tenía por qué servirse de altozanos, pues su altura rayaba el uno noventa y cinco. Una especie de amanerado Conan el Bárbaro que conseguía impresionarme. Estaba también doña Eulalia, «la reina de las fichas», como habíamos bautizado a la señora del ropero, dispuesta siempre a escuchar y a

impartir un buen consejo. Era, por así decirlo, la cara B de aquel tabernáculo, la porción ética, el contrapunto moral y razonable. Allí, en su modesto trono, movía los ojos saltones. Para mí que, de tanto escrutar y tanto fijarse en imponderables, se le habían proyectado hacia adelante. Muchos sostenían que le pasaba informes de todos y cada uno a Eulogio, al jefe de sala, siempre en la mejor disposición para escuchar informaciones. Y quien daba por hecho que aquella mujer tenía la marca de una puñalada al destornillador en uno de los senos. Aseguraban algunos que se la había inferido la Gamo (cosa de mujeres, quizá), una chica de lo más bella y seductora si no fuese por los labios recosidos producto de quién sabe qué accidente, acaso los puñetazos furibundos de un proxeneta. O de un chulo de otra ralea. Muchos juraban que la «pelaba» en el servicio; lo que denominaba ella «pajuela». Y que quien del mayor número de consuelos había dispuesto por sus manos era el jefe de sala. Estaba el pinchadiscos, el disc jockey de ahora, con una melena hasta las nalgas y los ojos maquillados lo mismo que los de un suricato. Concentrado, guardando un suspense largo, anunciaba la próxima tanda de canciones o de melodías, como si largase a sus feligreses una prédica diabólica. El «relaciones públicas», a quien se conocía por el Desproporción, con quien más se relacionaba era con el género femenino, se lo recomendaban unas a otras: no veas que dotación se gasta el pony (era bajito). Una vez me fui con él a recorrer la calle del escalofrío y subimos con la misma mercenaria del amor. Le cedí el turno para quedarme, en efecto, estupefacto, no paraba de frotarme los ojos cuando se desnudó y el aparato sexual, el órgano guapo, «flauto», empezó a bambolearse como el de un mulo, como si de un brazo roto se tratara, o de un muslo. 69


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Al mejor amigo que tuve, Mario, mi memoria se resiste a dejarle en un rincón, el hombre con el cutis como un amanecer, el que usaba la línea de afeitado española, LEA, el hombre con la piel más tersa que he conocido. Cenábamos cerca de Rasgos, en un restaurante que se llamaba El Agobio. Decía indefectiblemente, antes de volver a entrar en la discoteca (las sesiones eran dobles: tarde y noche): «Sábado sabadete, camisa nueva y polvete». Y no se quedaba sin añadir: «Dios de dioses». Hoy me pongo a recordar y me parece y no me parece tan mentira. ¿Estuve yo allí? ¿Me encontraba en ese instante lejano? ¿En algún momento? Mi relación con el más limpio sonido cuadrafónico de la ciudad era curiosa. Con ese espejo engullidor. Quería ir, estar allí, por supuesto, y lo más a menudo que me resultase posible; pero viendo y sin ser visto también, cosa la segunda imposible casi entre aquellas paredes. Pero que yo me trabajaba. Que prácticamente la totalidad se cuidaba muy mucho de poner en práctica. —¡Qué hay, degollao! —con estas palabras me recibía siempre el portero, el Botijo. Si le contestase sería peor, por eso callaba y le dedicaba la sonrisa más ancha de la que era capaz y él se quedaba como desconcertado y añadía: «Que te lo pases, chavalote. A ver si te veo salir de aquí con la mejor pieza». El Ballena, como le llamaba yo, me inspiraba altas dosis de repugnancia. Un día se iba a enterar. Iba a jugársela por lo fino. Le iba a colar de matute una congregación de monjas. O le iba a pedir a Mario, más que bien musculado, que me ayudara a darle una paliza leve. Bajaba las escaleras a toda leche para encontrarme, tras salvar los últimos peldaños en ese labio inmenso: la barra. El aroma a esencias florales, recién pulverizadas, apartaba de mi nariz el olor a 70

aquel sustrato, como de putrefactas capas freáticas, acumulado durante la noche más tardía. —Bacardí con Coca-Cola, ¿no? —me preguntaba Antonio, uno de los tres camareros, que tan pronto atendía una zona de la barra como servía consumiciones alrededor de la pista. Yo era admirador de su polivalencia y de sus exitosos requiebros para con las extranjeras. Quieto, como un poste, le decía a cualquiera de ellas que sus ojos, los de cualquiera de ellas, eran tan grandes como su culo. Los versículos para cuando el bombón le acompañara a la ferretería a comprar herramientas. No sé qué es lo que le encontraba yo al ron adulterado, pero lo cierto es que al segundo vaso alto, para cumplir con la tradición que me había impuesto, y el límite de mi bolsillo, lo veía todo de otra manera muy diferente: las poco agraciadas me parecían guapas valkirias, preciosas huríes, vestales que me tendían los brazos abiertos a la profanación. Gloriosas ménades. Los «pavos» me parecían todos animales fantásticos: anda, mira, el Minotauro, Cancerbero anda por ahí, el Pulpo parlanchín, el Ave Fénix bailando. Cuando me cansaba de sacarle brillo al vaso de cristal, transparente, contenedor de tósigos, pero muy agradable al tacto, me iba en busca de la cabina de esa especie de oficiante. —Hola, Muñeca —le decía al pinchadiscos. Él siempre, no sé por qué, bajaba la música para escucharme ante las protestas de pavos y pavitas—. Por qué no pones a James Brown, la que quieras, y luego Street Life y luego Pedro Navaja y luego Billy Jean, de Michael Jackson. Siempre lo llevaba a cabo sin discutir una sílaba; por eso me caía bien El Muñeca. Tenía unos ojos como decapitados, como acuarelas borradas por una lluvia enfurecida. Tenía humildad y una taimada forma de respeto. Sería para


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que el puesto le durara. Eulogio le vigilaba de una manera especial. A veces le ponía unos ojos violentos (como el cárabo al ratón) si entendía que, por la música, el personal y la pista no llegaban a formar una sola cosa, una unidad indivisible. Tiene estilo, oía decir por encima de la música crecida, refiriéndose a mi persona mientras bailaba, y me crecía a su vez: casi no cabía en la pista y daba en los focos del techo con la coronilla. En honor a la verdad, debo reconocer el ritmo metido en el cuerpo entonces. Me movía como un colibrí a pesar del ahogo que me producía el cargado ambientador. Procuraba adecuar mis pasos y cabriolas al tipo de música que estuviera sonando. Enseguida, como producto de un milagro, Concha, Chicha, bailando conmigo. Rociaba ella nuestra alícuota parte de cielo, colindante con la giratoria bola de minúsculos espejos, con un pulverizador que olía a felicidad. Se quedaba hasta que el Muñeca ponía piezas lentas y evolucionábamos a oscuras casi, agarraditos hasta el punto que notaba los latidos de su corazón y supongo que ella mis manos sudorosas, mi calor, y cierta parte de mi anatomía media muy compacta y sin mesura. Finalizada esa tanda, cada cual seguíamos nuestro rumbo para no coincidir hasta la semana siguiente en lo lento. Qué duda cabe que nos teníamos por personas de fiar. Jamás, por ejemplo, se le ocurrió meterme la mano en el bolsillo del pantalón. Ni a mí acariciarle el lóbulo de la oreja. Cuidándome de no llenarlo de saliva, sí se lo mordisqueaba un poco. Era lo menos que podía hacer para atestiguarle mi rendida devoción. La semana corría veloz, entre las máquinas de artes gráficas, yo era aprendiz de tipógrafo, leyendo a hurtadillas a poetas malditos y no malditos, a novelistas lujuriosos y saboreando poder encontrarme con ella, con mi renovado proyecto

de chica. Que le dieran al capitalismo explotador. Esos gordos no bailarían como yo bailaba. Con unos, los poetas, y otra, mi chica ideal, la boca se me hacía agua. Con ella jugaba al amor imaginario noche y día. Lo que bailaba representaba la menor parte en el correr del reloj. El resto del tiempo no me dejaba ver, como la piel de un fantasma. Me hurtaba al espejo distorsionante y manipulador, demagógico. Para cumplir con la norma de la casa. Por no sentirme un conculcador de lo más malevo. Me pasaba media hora encerrado en uno de los servicios pensando, que era mi distracción favorita. Incluso en una discoteca. Otra hora larga la consumía de cháchara con Eulalia. La mujer del ropero se sabía todas las vidas ce por be, la suya y la de los demás. Y podía dialogar de la existencia, adoptando un tono que apuntaba a lo filosófico y que me volvía loco. Me aseguraba que era un gran chico, una gran persona, si lo prefería así. Lo mejor que había desfilado por Rasgos en años y reaños. Que a Rasgos quien más quien menos iba a ligar, a dar salida a la postre a las urgencias del sexo, por mucho que lo disimulara. Que lo mío se le antojaba admirable: estaba allí por amor a la música y por bailar y desaparecer. Ella entendía que me apartara del espejo. Un día le contaría. Y cómo demonios me las arreglaba yo con el sexo. Le iba a referir que aquello, la discoteca, era un laberinto de voluntades. Una colección de disimulos. De víctimas para inmolar. De fatuos diosecillos incansables de veneración. Le iba a asegurar que la mentira bien construida resulta más digna de crédito que la verdad desnuda. Y que todo esto no era fruto de que estuvieran causando estragos en mi mente las pócimas, los ponzoñosos bebedizos que circulaban bajo la nomenclatura de ron. Que acudía a este carcomido palacete como el buen estudiante, que suspende 71


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la asignatura para seguir en ella. Pero ¿cuál era en verdad mi asignatura? —La que te gusta es Nines, no me lo irás a negar, la que quiere ser actriz. Por qué no se lo dices —espetó Eulalia, la señora del ropero, abriendo como un ventanal sus ojos chispados. —Algo hay. La que me gusta es usted. Se miró con detenimiento el canalillo del pecho; esa noche, se repasó los labios con carmín y dijo: —Qué gracioso, qué más quisiera yo. Me saqué la mano del bolsillo y apuntándole delicadamente con los dedos, le dije: —O que más quisiera yo mismo. Qué sabe nadie. Podríamos dilucidarlo un día. Claro que si prefiere jugar al juego de los deseos o a los barquitos o meterse a biógrafa... Me dio un beso, estirando el cuello grácil y se puso a buscar la ficha de alguna despechada. No era normal irse tan pronto. Yo me encaminé a un rincón oculto, a uno de los lados de la barra: mi isla en ese mar de música que te masticaba como provista de un millón de mandíbulas de tiburones. Lo de la música sí que te subía, te bajaba, te condenaba y te absolvía, y siempre terminaba por lamerte, por curarte las heridas a su antojo lo mismo que un perro etéreo y estereofónico, cuadrafónico en este caso, que ladrara con todos los decibelios. Más que nada cuando se había disipado el olor floral. No comprendía como para los otros la música constituyese el instrumento del que se servían para procurarse la compañía que desembocara en sexo puro y duro. No sentían la música, incapaces de saborearla, de encontrarle su erótico misticismo. Enseñaban, como sin querer, las llaves del coche. Desconocedores de que las notas musicales redimen. Me daban pena, llegando a inspirarme pensamientos lúgubres. Desfallecidas caobas, depauperados castaños en esa lucha en busca de 72

encontrarse para perderse luego cuanto antes. Bien tenía aprendido que las cuestiones negativas, en tu vida, te las sirven en bandeja los demás. Que se lo dijeran a la Gamo o a doña Eulalia. A veces, todos me parecían un rebaño paralítico. Otras una interminable manada de lobos. Una horda de eficaces dentelladas. Yo mismo me incluía en ella. A pesar del criterio que de mí se había formado la señora del ropero. La única persona que sabía de mi escondite, no se le escapaba prenda, como a doña Eulalia, era la Gamo. Siempre me buscaba cuando presumía que me encontraba más aburrido o derrotado, quién sabe. Como me quitaba de encima sus tentativas con suma elegancia, ella no dejaba de intentarlo una y otra vez. A ver si en una de esas, quedaba instalado, como porque sí, en la órbita de sus deseos. —Qué, guapo, nos damos una vueltecita. —No, Visitación (así se llamaba, no es broma, y lo que ella quería es que me vieran con ella), no, lo que me gustaría de buena noche y de una vez es darte un beso en la boca. Primero superficial y luego hondo. Estoy seguro de que la miel que guardas por ahí dentro es de primera clase. De la Alcarria por lo menos. Los ojos enucleados, tartamudeaba para acabar, insinuante: —No prefieres que te la pele, eres el único que me falta. —Que no, que no. Anda, siéntate en mi escondite. Te voy a hablar de las madres consoladoras, me lo contó un médico, me hablaba de unas monjitas, que después de la guerra civil a los mutilados... Cuando la besé en la boca se desmayó y allí la dejé, sumida en sus oníricos interrogantes. Antes de dirigirme a mi otra manera de pasar inadvertido, una de las que más me divertía, me fui a topar, casi chocan-


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do, con Eulogio, el jefe de sala. —Con tu táctica, las tienes que tener loquitas, eh, cómo te lo montas. Pero mira para arriba de vez en cuando, ¿vale? Por humildad y respeto ni le contesté, limitándome a asentir con la cabeza. En el teléfono me tiraba siempre otra media hora por lo menos. Tenía que echar monedas, pero resultaba divertidísimo ver la cara del que estaba esperando a que terminase la comunicación. Iba de acá para allá, el o la pobre, como si estuviese a punto de orinarse y luego me miraba, el o la que fuera, con cara ansiosa y daba otras cómicas vueltecitas para acabar clavándome los ojos con cara de mala leche. Yo le miré a él, al de esa noche, con expresión de no haber roto un plato en mi vida y le dije: —Seguro que lo entiendes, chavalote, me estoy reconciliando con mi novia. Cuando estés a punto de sacar la pistola me avisas. Al tiempo que se lo decía contraía uno de mis formidables bíceps, aunque de un rango menor que los de Mario, abultándose por el tejido del polo a cuadros escoceses, y el hombre se daba media vuelta suspirando de cretina, que no cristiana, resignación. Venía otra incauta a tratar de comunicar, y yo con semejante tipo de plática. Y al cabo: —Pues si ella no te quiere, podrías pedirme el número de teléfono. Era Nines, no me había fijado. —Por fin te dejas ver. Chico, llevo toda la tarde buscándote. Me gustas, hombre invisible. A partir de ahora, te van a ver conmigo colgada de tu brazo. Salí corriendo de allí, como siempre, y respirar el aire negro de la noche era todo un alivio. Ligar, lo más aburrido del mundo. Y de seguro algo cuajado de peligros. Buscaba a Mario y nos íbamos a tomar un tentempié en un bar cerca-

no, casi siempre un bocadillo de salami. Y conversábamos, como si estuviera presente Leo Ferrer, en las pálidas horas de la noche, acodados en la barra, con un vaso en la mano de vermú y cerveza, respectivamente, mirando detrás del espejo, hablando de problemas de hombres, problemas de melancolía mientras poníamos a prueba aquellos dientes anclados como tornillos al maxilar y a la mandíbula. Firmes como una roca. Al volver a la discoteca no había nadie. Luego iban regresando ostentosos y ostentosas, fatuos y fatuas para, al poco, no dejarse ver. Para perderse en el espejo. Ya de baile, nada de nada. Ahora descanso mi artroplastia de cadera (no me quejo, no me queda otra, puñetero sistema del capitalismo: sistema Tribo-fit: par de fricción metal-metal, vástago intramedular corto, ancha cabeza femoral y cotilo lubrificador). La matemática cuántica al servicio de lo protésico y en contra del bolsillo, maldita sea; ahora abro la puerta a mis sentidos en el mejor asturiano de la ciudad. Allí hay mucha persona, y no fulanos ni fulanas, petardos ni petardas, hoy por hoy. A los que les gusta la sidra y la fabada. A ver si un día aparece Mario por allí con el libro que le regalé un cumpleaños. Parerga und paralipomena, de Schopenhauer, con el subtítulo Aforismos para la sabiduría de la vida, edición de Juan Bergua, extinto editor de libros propios, como a él le gustaba denominarse. Ya poco menos que un incunable, el libro. Ya poco menos que una gloria de las letras, don Juan, que hasta nos regló al traducir los sagrados Vedas. Le puse a Mario una dedicatoria de la que me acuerdo de memoria: «Desde la amistad,

y en el deseo de que te resulte útil, recibe un libro que, sirviéndose de una vida vivida, pretende servir a una vida por 73


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vivir».

Veo, en mi diario paseo por el parque, una silla de ruedas con su ocupante y quien la empuja. ¿Para cuándo la aplicación en serio de las células madre? No sé en qué términos se lo estará preguntando el ocupante de la silla. Seguro que podría yo, de la mano de tan poderosas células, también denominadas «toti potentes», seguir bailando al compás de los acordes desgarrados de James Brown, si se pusiera en marcha, de verdad, la clonación terapéutica. Ya se lo olió Miguel Hernández: «... Porque donde unas cuen-

cas vacías amanezcan, ella pondrá dos piedras de futura mirada y hará que nuevos brazos y nuevas piernas crezcan en la carne talada». Pero del capitalismo, que no

evoluciona, no cabe esperar otra cosa que sinsabores. Dios creó el mundo para que algunos y algunas se dedicasen al noble arte de coleccionar dinero. Y a los demás, aunque yazgan postrados en una cama, de puro tetrapléjicos, que les den por rasca. El capitalismo es la descomunal hucha de unos pocos para llenarla entre ellos. A los demás ni nos ven. El minusválido me pidió que me acercara. Y dijo: «Tengo que denunciar a la comunidad donde vivo, en un noveno piso. Lo heredé de mis padres. El maldito escalón nos hace la vida imposible. Tras ascender por la rampa, entro en la taberna y no alcanzo a la barra ni a ver la televisión, por encima de los gigantes agolpados. No puedo coger el coche porque casi siempre otros vehículos lo emparedan como al ingrediente de un bocadillo. Ya estoy aburrido de sentirme minusválido. Voy a tirarme de la silla de ruedas para comprobar si alguno de ellos, los verdaderamente incapaces, me coge en brazos y me devuelve a casa

sin salvar escaleras ni utilizando el ascensor». Y se tiró de la silla. Este hombre sabía lo que se decía y lo trasladaba de fábula. Voy a apuntarlo en la libreta que siempre llevo encima, no sea que se me vaya a ir de la cabeza. Solo quieren enfermos crónicos y gente a la que poder explotar. No nos ven. Somos tan invisibles como en Rasgos.

Eduardo Martín Zurita (España)

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Renacer Alba G.

Callejas

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Soñaba con el espacio... WENDAE llevaba viviendo toda su vida entre basura. Y no hablamos en sentido figurado de aquellas personas que, durante generaciones, habían vivido rodeadas de hipocresía y corrupción, no. El mundo se había transformado en un enorme basurero que abarcaba hasta el horizonte. Las ciudades se habían convertido en desiertos, parajes de hormigón y hierro en los que ya no vivía gente; estaban desoladas por completo y ya no era seguro vivir en ellas. Así que la poca gente que quedaba en la tierra había decidido adentrarse más allá. A malvivir entre las montañas de chatarra, los bosques de desperdicios y los mares de plásticos… Porque claro, no todos tenían el dinero necesario para viajar al espacio, donde sin duda, la vida era mejor. Los padres de Wendae eran dos de esas personas pobres que habían visto marcharse a la humanidad sin poder hacer nada para evitarlo o participar en el exilio masivo. Todos huyeron como ratas cobardes al espacio, dejando atrás aquel desastre que no habían sabido corregir. Sin embargo, quedarse en la tierra —que ya no era el hogar agradable que había sido— no había evitado que ellos trajesen algo bonito al mundo. Y así había nacido Wendae. Ella había crecido entre escombros y desperdicios, sin conocer nada mejor pero escuchando las historias de mares azules y verdes prados que le contaban sus progenitores. No era capaz de imaginarlo del todo, en su mundo gris rara vez aparecían cosas coloridas —como los prados primaverales que describía su madre— y, si aparecía algo vivo, normalmente aparecía mustio y tan solo podían verlo como comida, como parte de los nutrientes de su penosa dieta. 76

Pero soñaba. Wendae soñaba con los cambios, con cosas más bonitas, con una vida en la que no tuviese que estar constantemente preocupada por tener algo que llevarse a la boca. Soñaba con el espacio. Tenía que haber algo más en su existencia que rebuscar entre los desperdicios que otras personas habían desechado. Sabía que era casi imposible conseguir ahorrar tanto como para poder permitirse un billete en las pocas naves que todavía hacían viajes entre la estación-hogar y la Tierra, y que tampoco conseguiría estudiar una profesión que ellos, los refugiados en el espacio, necesitasen como para permitirle viajar allí solo en calidad de trabajadora. Pero aquello no la desanimaba. Cada noche se escapaba cuando sus padres se habían dormido y buscaba un lugar alto donde el tupido velo de contaminación le permitiese tener una vista privilegiada del firmamento y veía brillar las estrellas hasta casi quedarse dormida. Era algo tan bonito y puro que solo podía desear con más fuerza ir a formar parte de ellas. Y así conseguía levantarse cada mañana con energía, dispuesta a seguir a sus padres hasta donde hiciera falta. A buscar cosas valiosas que vender en los infectos mercados para poder conseguir comida y todo aquello que pudieran necesitar. Y esperaba algún día, encontrar algo tan grande, tan valioso… que por fin pudiera surcar el firmamento y formar parte de la comunidad que vivía con los astros. Su refugio aquella noche había sido una pequeña cueva natural que no le había permitido mirar las estrellas, una oquedad en esa reseca cadena montañosa que estaba completamente repleta de


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ellas. Servían habitualmente de cobijo a errantes como ellos, en búsqueda de algo que encontrar, algo que se pudiera aprovechar. Sin embargo, nadie las había convertido nunca en su hogar pese a que eran sitios relativamente cómodos, nadie podía estar demasiado tiempo quieto en aquella realidad. Tenían que moverse en busca de recursos o pronto fallecerían de inanición. A Wendae la había despertado su estómago bastante temprano. Conocía de sobra lo que era el hambre y sabía que si no encontraban algo en los próximos días volvería el dolor y el agotamiento. Pero un sonido en la puerta de la cueva la había aliviado casi instantáneamente. Llovía. Agua limpia. Salió al exterior sin pensarlo mucho y sonriendo intensamente. No le importó lo más mínimo mojarse pese a que no hacía calor. Repartió por el suelo algunos cuencos que llevaban consigo y simplemente esperó. Cuando sus padres despertaron pudo ofrecerles un trago fresco para llenar el estómago y aclarar la garganta. Nadie que no viviera una vida como la suya podría apreciar cuánto significaba aquello para ellos; significaba esperanza, significaba que casi con toda seguridad sobrevivirían un día más. La lluvia arreció cuando todavía no habían llenado por completo unas botellas que llevaban consigo, pero ninguno se atrevió a quejarse. Aquel inesperado regalo del cielo había hecho que todos se animaran notablemente. Comenzaron su jornada de búsqueda más vigorosos que de habitual, encaminándose al valle que formaba en su seno aquella cadena montañosa. Desde allí podían ver, más allá, lo que solían llamar pajar. En los tiempos en que todo comenzó a irse a pique, algunas iniciativas intentaron descentralizar todos los deshechos que las ciudades producían, trans-

portándolos kilómetros más allá con la finalidad de no agrupar toneladas de residuos en un mismo punto. Pero algunas veces ese remolcado salía mal y toda una lluvia de desperdicios se perdía en medio de la nada, sin control y quedando abandonado para siempre. Encontrar uno de esos sitios significaba una oportunidad de encontrar algo que nadie hubiera hallado antes. Aun así, era como «encontrar una aguja en un pajar» decía su madre. Wendae no sabía lo que era un pajar pero le gustaba cuando encontraban uno de aquellos. Solían ser lugares recónditos y prácticamente inexplorados; bastante seguros, por lo que sus padres le solían dejar bastante libertad para corretear a su aire para explorar. Siempre que se abrían paso entre auténticas montañas de basura y desperdicios Wendae aprendía algo de la civilización que había precedido a su nacimiento. Solía encontrar algo que no había visto nunca y que, aunque no tuviese ningún valor, hacía que sus padres le contaran historias de su niñez y juventud, y le transportaba a aquella época en la que el mundo era un lugar mejor y más hermoso. Avanzaban a duras penas, retirando con las manos cubiertas con gruesos guantes de cuero, los grandes bultos que les impedían seguir adelante. Wendae, que era pequeña y escurridiza, prefería escalar los obstáculos y acceder a los puntos que sus padres no podían llegar. —¡No te alejes mucho! —escuchó de pronto la voz de su madre. Se dio la vuelta y se percató de que sus padres se habían ido quedando atrás mientras ella avanzaba, internándose en aquel auténtico mar de chatarra. Hizo un gesto para indicarle a su madre que la había escuchado y luego comenzó a descender por la otra cara del montículo. No sabía qué esperaba encontrar, pero quería echar un vistazo 77


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rápido antes de volver junto a sus padres. Lo que no sabía Wendae era que aquel día frío y húmedo sería protagonista en la historia de la humanidad, encontrando por fin algo que daría esperanzas no solo a ella y a sus padres, sino a todos los seres humanos que seguían viviendo en la Tierra. Porque, al llegar a la parte más baja y tras retirar un par de electrodomésticos y aparatos sin identificar, encontró algo que no había visto en toda su vida. Se acercó al pequeño ser retorcido y esquelético que se erguía entre basura, algo temerosa ya que jamás había visto algo como eso. La criatura agitaba todos sus diminutos apéndices cuando soplaba el viento, manteniéndose firme clavado en el suelo y sin hacer un solo movimiento en su presencia, sin detectarla… ¿o simplemente le daba igual? Wendae puso una mano sobre su cuerpo irregular y rugoso, estaba frío y mojado por la lluvia y era más duro de lo que había esperado. Aquellos apéndices pequeños y verdes no dejaban de moverse, sin embargo, inquietándola. Tomó uno entre sus dedos, esperando que pasase algo pero no sucedió nada. Era tan fino y delicado que sus dedos prácticamente podían tocarse a través de él. No sabía lo que era, no lo había visto en la vida, pero algo en su corazón le gritaba que era tremendamente importante. Se alejó de allí corriendo, volviendo a trepar por la falda de la montaña de desperdicios y llamando a voces a sus padres. Sin saber, que lo que había encontrado era el primer árbol que brotaba en la Tierra desde hacía varias generaciones. El primer suspiro de vida de un mundo que quería renacer.

Alba G. Callejas (España) Página literaria: www.facebook.com/AlbaYorunotsuki 78


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Matarla

Luisa

Horno

Tenía que hacerlo yo misma...

Ilustración: Humberto Nieto L.

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LA SEGUNDA VEZ que vi a la Blanca ya pensé en matarla. Nunca había sentido un rechazo tan fuerte, un asco tan físico por nadie. La percibía como el Mal a mi alrededor. Al principio la idea de matarla me asustó. Pensé: mejor que desaparezca, que se vaya de nuestras vidas. Sobre todo, de la de mi Pedro. Que cese de una vez su maldita influencia sobre él. Pero ¿cómo podrá desaparecer esta víbora? Un cambio de trabajo: no tiene trabajo. Un viaje de negocios: su único negocio es una pensión de incapacidad permanente. Un traslado familiar: ha renunciado a su familia, no se trata con nadie. Me desesperaba, no encontraba motivos sólidos de desaparición. Sin causa de muerte. Entonces me acordé de mi amigo G. Escucha bien, prenda: si alguien te hace daño, mi gente y yo nos encargamos. Tú sólo dime quién.

Consideré esta posibilidad. Los de G son perfectos para estos asuntos. Silenciosos, limpios y fantasmales. Pero no quería encargarlo a otros. Tenía que hacerlo yo misma. Sin intermediarios. Era mi responsabilidad, mi Pedro. Lo decidí: la Blanca morirá aunque me cueste años de vida. Años de vida no, la vida entera. Por-

que lo he conseguido. A saber qué será de mí de ahora en adelante. El sábado, de madrugada, la esperé escondida en el rellano de su piso, el octavo. Salió del ascensor dando tumbos. Tan colgada como mi Pedro cuando viene colgado. Puros autómatas. Intentaba meter la llave en la cerradura a tientas, sin siquiera dar la luz. Me acerqué por detrás y la empujé con todas mis fuerzas escaleras abajo. Tan flaca, rodó varios tramos sin decir ni pío, la cabeza golpeando contra los escalones. Quedó desmadejada en un descansillo. Salté por encima de ella cuando me largué a oscuras. Hay que ver, no se enteró nadie. O nadie se quiso enterar. Pero el lunes, día y medio sin saber de ella, mi Pedro como un loco telefoneó a no sé cuánta gente. Al final colgó en silencio, se encerró en su habitación y se tiró por la ventana. Hoy es miércoles y aún no he dormido desde el sábado. Café y vomitar, vomitar y café. Estaba decidida a entregarme en comisaría, porque total ya. Pero de pronto se me ha ocurrido que mejor voy donde G, y me quedo con ellos. Sí, es buena idea. Esto de matar no me impresiona demasiado, y no se me da tan mal. Para lo que me vale ya la vida.

Luisa Horno (España) 80


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El color de los pájaros Pablo

Núñez

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Caminaba por calles estrechas... NATALIO ADORNABA su vida anodina disfrazándola de mentiras piadosas. Trabajaba como contable en una oficina gris del centro de la ciudad. Leía un diario deportivo para estar al tanto de las conversaciones de sus compañeros a la hora del desayuno, casi siempre acaparadas por el fútbol, y poder introducir algún dato que se les hubiera escapado, a pesar de que era un deporte que le aburría soberanamente. Vivía solo desde que tuvo su primer sueldo. Se había enamorado tres veces y, entre su timidez y la mala pata para entablar una conversación, había cosechado tres heridas en su corazón. Incapaz de sobrellevar otro fracaso, decidió echar el candado a sus sentimientos a base de mirar hacia otro lado cuando las mariposas del estómago empezaban a aletear sin control. Al terminar su jornada laboral, recogía su mesa y, tras despedirse, salía por la puerta de la oficina a vivir sus fantasías. Había días en los que se creía un espía al que intentaban atrapar y, para despistar al enemigo, se cubría con una mugrienta gabardina reversible, muy útil cuando quería cambiar de aspecto según el papel que fuese a interpretar. Caminaba por calles estrechas, dando rodeos absurdos, mirando desconfiado a los transeúntes que se cruzaba, a los mendigos apostados en la puerta de algún supermercado o a cualquier pareja sentada en una cafetería que, según su criterio, lo habían mirado de reojo con recelo. Otras veces pensaba que era un héroe cuya identidad estaba a buen recaudo tras su pinta de hombre corriente, e iba buscando voces de auxilio con los oídos bien abiertos y los andares estudiados, decidido a encarar el peligro, pensando 82

en cómo proceder y qué palabras utilizar ante los vítores de los espectadores de su proeza, quitando importancia a su valentía. Aquello siempre quedaba en un eterno ensayo, pues no tenía la oportunidad de demostrar sus poderes secretos que, en ese ensueño de heroicidad, eran una fuerza descomunal en el brazo izquierdo y una mirada capaz de hipnotizar a cualquier malhechor, dominando su mente. Pero el papel que más le gustaba era el de detective. Usaba un sombrero de fieltro que heredó de su padre, le daba la vuelta a la gabardina de espía y, después de informarse por la radio y en las crónicas de sucesos de los diarios vespertinos dónde había ocurrido algún crimen, se dirigía con las manos metidas en los bolsillos y la cabeza gacha hacia el lugar de los hechos. Sus pasos meditabundos creaban un eco al pisar el acerado que daban un aire de misterio a su figura achaparrada. Por el camino, iba diseñando una estrategia sobre cómo se había producido el asesinato, e inventando las excusas pertinentes para poder atravesar las líneas que la policía cerraba a los curiosos. Un comisario al que todos llamaban don Gervasio, vecino suyo, a partir de una conversación trivial en el ascensor, fue tomando confianza con Natalio y este, un día en el que estaba desprendiéndose de los últimos jirones de su vida inventada, se sinceró con él y le habló de su soledad y de la forma que tenía de dejarla abandonada entre las brumas de la realidad. Aquello conmovió al policía y, desde entonces, cuando lo veía aparecer por una zona acordonada, hacía la vista gorda, le daba un pase y dejaba que echara un vistazo con la condición de que no tocara nada. Para


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no desmoronarle su juego, le pedía que observara bien la escena y, si veía algo fuera de lo común, se lo comentara a solas, una vez estuvieran en casa, a salvo de miradas y oídos que pudieran desbaratar las pruebas que hubieran escapado a los demás agentes. De esta forma descubrió que Natalio tenía un don especial para fijarse en lo que parecía una vulgar coincidencia y resultaba una valiosa pista que, tirando de ella, acababa por arrancar las cortinas de la coartada tras las que se escondía el culpable. Gracias a esta información, el comisario resolvió más de un caso y se ganó tal fama que, cada vez que las investigaciones quedaban varadas en la orilla de la incomprensión o envueltas en una densa neblina, lo llamaban para que iluminara tanta oscuridad con su sexto sentido. En estos casos, se las apañaba para que su vecino volviera a aparecer en el lugar apropiado y le desvelara lo que sus ojos, y los de los demás, eran incapaces de ver. En aquel tiempo Natalio comenzó a dudar si realmente era un detective secreto cuya tapadera era la de contable y, aunque no olvidaba sus papeles de espía o héroe, los fue dejando en la cara B de sus fantasías. Una tarde lluviosa en la que Natalio iba camino de ninguna parte, como era habitual, valorando la posibilidad de crearse un nuevo personaje, escuchó unas sirenas que auguraban un acontecimiento fuera de lo común en una calle cercana. Como otras veces, al llegar al lugar en el que las luces intermitentes anunciaban el revuelo, se deslizó hasta la primera fila y al ver a Gervasio, le hizo un gesto imperceptible al que este contestó con una negación con la cabeza. Aquello le sorprendió y, por un momento, dudó si marcharse y volver disfrazado de espía, mas la prudencia le hizo retroceder en sus pensamientos y esperar a

que el comisario le diera una explicación razonable del porqué lo dejó encogido de hombros y abandonado entre el anonimato de los curiosos, que ya inventaban historias sobre lo que había pasado en aquel inmueble. Como esperaba, aquella noche Gervasio lo llamó por teléfono para invitarle a tomar una copa en su apartamento. Allí se disculpó de su acción, explicando que se trataba de una escena demasiado desagradable. La víctima era una chica a la que habían cosido a navajazos. En la pared, escrito con su sangre, se podía leer: «La salvación solo se encuentra en la muerte». Natalio no dijo nada, a pesar de que había asistido a crímenes más crueles, pero el comisario tendría sus razones para dejarlo apartado en esta ocasión. Como siempre se veían en la casa de Natalio, por petición de Gervasio para evitar riesgos de micros escondidos, con un gesto mezclado de sorpresa y admiración, por primera vez pudo observar las decenas de pájaros que hacían compañía a su vecino. Cuando se conocieron, recordó que le había enseñado un álbum de fotos de aquellas aves, pero nunca las había visto al natural. Le contó, con orgullo, que procedían de todos los rincones del mundo. Para Natalio, lo más espectacular fue las diferentes tonalidades de sus plumas, una verdadera explosión de colores. Algo muy extraño... Una vez en su habitación, la curiosidad pudo con su sueño, se levantó de la cama y salió hacia aquel inmueble que, a esas horas de la madrugada, se encontraba custodiado por un agente de uniforme. Natalio le enseñó uno de los múltiples pases de los que le había dado Gervasio y que guardaba en una caja de bombones. Así tuvo vía libre y entró hasta la habitación donde leyó la frase que había escuchado de labios del comisario, pero, sin embargo, no se había escrito con sangre. A pesar de la oscuri83


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dad, las luces nocturnas que entraban por un ventanal le dejaron ver que las palabras eran de color verde. Después de saludar al agente, se marchó meditabundo, pensando en aquella chica que hacía menos de seis horas aún no sabía que, al día siguiente, sería la protagonista de la sección de sucesos en la mayoría de los noticieros. Su instinto comenzaba a encajar algunas piezas y una terrible sospecha se fue apoderando de sus conjeturas. En cuanto amaneció, no esperó el ascensor. Bajó por la escalera y con paso firme llegó al quiosco de la esquina. Desde todas las portadas la víctima lo miraba a la cara, con unos ojos sin brillo y una leve sonrisa que no acompañaban la rigidez de sus pómulos. La reconoció enseguida y un fogonazo ordenó cada una de las pruebas que señalaban al culpable del horrible crimen. Se fue a trabajar como cada mañana, montando proyectos sobre qué camino tomar cuando, liberado de la oficina, volviera a sus quehaceres de detective. Aquel día equivocó dos balances y, por primera vez, tuvo que enmendar su trabajo. Salió media hora más tarde de lo habitual, pero decidido a terminar con cada una de sus vidas paralelas. Al llegar a casa se disfrazó de escritor, y empezó a crear este relato autobiográfico del que soy el protagonista. Les aseguro que todo lo escrito es cierto, menos mi nombre, mi profesión y, quizá, alguna que otra realidad. Gervasio ya es un recuerdo. Su decisión de no inmiscuirme en aquel caso, aquella foto de la chica que mi yo espía había visto salir la noche anterior de su apartamento, mientras le lanzaba una amenaza que quedó flotando en el aire,

asegurando que la publicaría en los periódicos, y, sobre todo, saber al fin el porqué hacía las fotos en blanco y negro a sus pájaros de colores me abrió los ojos. Aquella frase pintada de verde me delató definitivamente su daltonismo y levantó el telón que cubría las manos de quien había cometido aquel crimen. Analicé cuáles eran mis posibilidades para desvelar lo que sabía y que me creyeran, mas pronto supe que mis teorías serían derribadas por la figura del comisario. Tras un último ensayo ante mi espejo, no me quedó más remedio que poner a prueba si realmente funcionaba mi poder de persuasión. Entré en la casa de Gervasio por la terraza, me disfracé de él, di de comer a aquellos pájaros y encontré un bote de pintura verde mal cerrado escondido tras un baúl donde guardaba los restos de su conciencia. Al entrar por la puerta, me abalancé sobre Gervasio, le golpeé con mi poderoso brazo izquierdo, lo hipnoticé y, finalmente, no sin esfuerzo, conseguí convencerlo de que se cortara las venas en su bañera. Aquello, finalmente, quedó en un suicidio por una disfunción de algún neurotransmisor a la altura del bulbo raquídeo, según declaró el forense. Cuando todo acabó, quemé mi gabardina y dejé en el fondo del mar mis realidades, las de verdad y las de mentira. Ahora, liberado de anclajes mundanos, he abandonado el cuerpo de aquel hombre gris lleno de fantasías y formo parte de las notas que mecen la rima de un verso escondido en un acorde secreto de una canción de Leonard Cohen, donde olvido los silencios del pasado y siento la piel del presente, mientras susurro al compás de la brisa, Hallelujah.

Pablo Núñez (España) 84


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Fabulaciones en torno a dos historias de amor Silvia

Zuleta Solo sexo y cuentas...

JOHN SE PARÓ FRENTE AL ESPEJO con su hoja de afeitar. Se miró con simpatía. Gustándose. Y estuvo una media hora trabajando su frondoso bigote. Ese quehacer le relajaba. Hasta el punto de olvidar su presente y rememorar sus andanzas. Entrecerró los ojos mientras pasaba la fresca cuchilla por su piel. Entró en una cadencia silenciosa que lo transportó a la reconfortante bruma del pasado. Plácida y dulce. Fue verlo y se enamoró. De sus ojos.

De ese aire de niño terrible juguetón. John era un hombre serio. Economista. Bien vestido. Que no dudaba en salir a la calle desesperado por seducir hombres jóvenes en cualquier esquina. Su única religión era la búsqueda del placer desenfrenado, lo que se traducía en relaciones intensas. Pasionales. Obsesivas. Furtivas. No se equivoque el lector. No estamos hablando de un depravado. John se movía cómodo tanto en los bajos fondos londinenses como en las exclusivas 85


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escuelas de Eton, King’s College o la secreta sociedad de los Apóstoles. Allí radicaba nada más y nada menos que el amor por las cosas que profesaba John. Amaba la economía. La filosofía. Los números. El arte. El movimiento. Las sucias alcantarillas de la capital. Y el sexo callejero rodeado de inmundicias. John coleccionaba arte. Creía en la gestión cultural. Y tenía un grupo de amigos con los que charlaba sobre cualquier tema. Filosofía. Moral. Y la crítica entre ellos imperaba hasta el punto del desgaste. Pero un día, todo cambió. Conoció el amor. Su primer amor. Sucedió un día cualquiera, como aquellos tantos en los que John se dejaba caer en la casa de su amiga Virginia en el 46 de Gordon Square. Fue verlo y enloqueció. Se llamaba Duncan. ¡Por Dios! John sabía que no había punto de retorno. Lo persiguió por los andurriales en los que se movía. Él era pintor. Y era el elemento perfecto para ese grupo de intelectuales. Fue tanta la fascinación que despertó este personaje, que casi todos sus amigos se acostaron con él en alguna ocasión. Tanto hombres como mujeres caían en su embrujo y John se movía como si toda esa panda de admiradores y compañeros de cama que rodeaban a su enamorado en realidad no existiera. Ese aspecto tornaba el asunto aún más interesante. John se enamoró de no tenerlo. De correr tras él. De viajar de aquí para allá para sacar a su país de la guerra. Y, en medio de tratados de paz y seducciones en grandes cumbres, John —el economista—, sufrió como un perro. Ya nada bastaba. El sexo no era suficiente. Las charlas con Duncan continuaban pero era escurridizo como una lagartija. Un día posaba para que su amiga lo pintara. Otro día se acostaba con la hermana de su amiga escritora. Otro día tenía un hijo con ella. Y finalmente, otro día 86

se iría a vivir en ménage à trois con la madre de su hijo y su marido. Ahí se acabó todo entre ellos. Duncan tenía que volar y John estaba cansado de correr. Él se quedaba solo. Con su puesto de funcionario. Con sus charlas eruditas y sus malditos dolores de ciática en la oscura bruma londinense preguntándose si la vida era eso. Así pasaron los años. John se refugió en los números. No solo en las cifras de la economía que manejaba sino en los rankings minuciosos que elaboraba de sus encuentros sexuales. Fecha. Lugar. Duración. John tenía la obsesión por las cuentas y si bien se le apaciguaban los males cuando vivía un gran amor, en cuanto caía en la melancolía volvía a sus grandes vicios. El sexo callejero. El conteo incesante de sus amores. Nunca fue de tomar alcohol. Ni fumar. Tampoco hacía ejercicio. Solo sexo y cuentas. Gustaba de caminar y callejear. Buscar con la mirada hombres pintones. Observarles la ropa. Las uñas. Y además de esto, ya dijimos que John amaba el arte. En especial, la danza. Y fue así que sucedió un hecho que cambiaría su vida. Conoció al segundo amor de su vida. Pero esta segunda vez cometió una transgresión grave en su círculo: se reveló contra lo establecido. Fue contra los preceptos de Los Apóstoles. Contra las creencias de su grupo de amigos. En efecto, hizo enojar a su entorno. A sus amigos. A sus colegas más cercanos. No iba a ser fácil lograr la aceptación. Pero él, tozudo como un toro envalentonado, asumió el riesgo. Después de más treinta años de relaciones con hombres, se había enamorado de una mujer. John era un mecenas que dedicaba una buena parte de su dinero a apoyar a los artistas. Fue así que hizo una importante donación a un teatro que, en muestra de su agradecimiento, lo invitó a aquella gala en la que venía la compañía de dan-


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za Ballets Rusos. Fue en ese ambiente en el que conoció a Lydia. Una de sus figuras más importantes. Pasó algún tiempo para que él se diera cuenta de muchas cosas. Primero, que no era una bailarina mediocre. Y segundo, que estaba perdidamente enamorado. John la veía bailar, chiquita, esquelética y ágil como un mono y no pudo evitar quedar completamente roto de dolor. Era una sensación física. Era deseo. Era posesión y la certeza de que ella iba a ser alguien importante en su vida. Era menuda. Llevaba el pelo tirante y le saludó con una mano fuerte y venosa que contrastaba con su supuesta fragilidad. Pero no se equivoquen, señores, ella era todo menos frágil. Apenas tenía 25 años pero ya había estado casada, se había codeado con pintores como Picasso y ya había vivido en Estados Unidos y Francia pero, a pesar de su corta edad, estaba empezando a experimentar un

creciente hartazgo por una carrera que había comenzado cuando era muy joven. Es que cuando eres bailarina, pronto ya te sientes vieja, solía decir ella. Bailar estaba bien pero intuía que la vida era algo más. Fue así que ella vio algo en el bigote y en los carnosos labios de John que la subyugó. O fue tal vez aquel sobretodo elegante de caballero inglés. O fue esa mirada penetrante. Él tenía algo. Y ella también. Llevaban vidas excéntricas pero estaban listos para entregarse a la convencional existencia de una pareja heterosexual. Y así lo hicieron. Se casaron. Los amigos de él quedaron en shock. No podían creer que aquello hubiera prosperado. No la tragaban. La consideraban bruta. Solo una bailarina. No era intelectual. En realidad, Lydia se dejaba llevar por la intuición y el charme de sus palabras. Casi no participaba de las tertulias de los amigos de él. Sentía que no tenía nada interesante que decir. O tal vez fuera el idioma que no 87


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manejaba a la perfección. Aparte de tener que espantar a algún amante esporádico de John y de intentar agradar a sus amigos, Lydia decidió pasarla bien con su marido. Abandonó su carrera y se dedicó a descansar de sus arduos años de bailarina. Hizo la vida plena de la mujer de un funcionario y en sus ratos libres, que eran muchos, iba al teatro. Sin embargo, los amigos de él nunca le perdonaron que amara a una mujer. Que fuera monógamo. Que abandonara las tertulias snobs de sus amigos y se entregara al arte y a viajar. Aquel grupito de intelectuales no podía concebir que una mente brillante hiciera una vida tranquila. Convencional. Se hartaron de él. Y de los silencios de ella. Su amiga escritora, una célebre feminista, dijo barbaridades. No de él. Era su amigo. Sino de ella. La bailarina. Contra todo pronóstico, fue un matrimonio largo. Quisieron tener hijos pero no pudieron. Ella lo cuidó hasta el final. Su corazón era frágil. Ella lo sabía. Y los amigos de él, ya tarde, reconocieron que, de verdad, el amor había sido verdadero. John se vistió con esmero. Se palpó con placer sus mejillas recién afeitadas. Frescas. Salió a la calle. Agarrado del brazo de su mujer. Murió a la tarde. No sufrió.

Silvia Zuleta Romano (España) Blog: laguaridadeficcion.blogspot.com 88


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Sin salida...

Edward Alejandro

Vargas

Si es que a eso se le podĂ­a llamar vida...

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UNA PÁGINA MÁS, era por la tarde y ya llevaba su tercer libro en el día… su mirada ansiosa y sus manos inquietas habían empezado a buscar la próxima lectura. ¿Qué buscaba con tanto afán en aquellos viejos libros? La verdad, nada; no había nada especifico o que requiriera ser descifrado con premura; nada, pero la lectura compulsiva de todos aquellos libros lograba mantener su mente ocupada y durante aquellas horas de silencio y quietud, la desagradable sensación de angustia, encierro y claustrofobia… no era más que un lejano zumbido. Cuando no leía, dormía; y era un sueño profundo y pesado, era un sueño que llegaba sin previo aviso; llegaba cuando por fin el agotamiento hacía que cayera sin sentido sobre el frío suelo de piedra. Pero al despertar… la angustia, la sensación de vacío profundo, de encierro e impotencia y el desespero se apoderaban por completo de su mente y de su cuerpo; que era recorrido por temblores de tal violencia que semejaban estertores de muerte. Siempre al despertar y no en otro momento, soportando tan deleznables cosas en aquella soledad tan solemne y al parecer impenetrable, debía durante un par de horas que parecían la mismísima eternidad contenida en un suspiro, arreglárselas para reunir fuerza de voluntad y comer con avidez unos cuantos mendrugos de pan duro y mohoso y beber el agua amarga de aquel charco que se formaba cada noche en la estancia al filtrarse la humedad por las calcáreas y vetustas paredes. Al pensarlo con algo de prisa, no sabía con exactitud por qué después de

tanto tiempo seguía comiendo y manteniéndose con vida; si es que a eso se le podía llamar vida, cuando en realidad lo que más deseaba era morir. Pero eso no importaba, nada importaba mientras estuviera despierto excepto encontrar algún libro entre aquella enorme pila que caía presa de la putrefacción a causa de la humedad; encontrar un libro y perderse entre sus páginas. Perderse en esas páginas durante horas y horas, significaba acallar los gritos y las voces de su cabeza, significaba controlar ese torrente infame de emociones que le aturdían cada vez con más fuerza y frecuencia, tanto así… que lo único que aguardaba ahora, era la muerte, el beso frío de la parca que diera fin a este suplicio. Ya no le importaba saber dónde estaba ni por qué se encontraba allí, ya nada importaba. En la lejanía, empezó a oír pasos y murmullos… y eso no podía ser bueno, esa era la señal; la señal para comenzar a leer y dejar que el alivio llegara poco a poco. Justo en ese instante, una figura vestida de blanco entró por la puerta de la habitación número trece del psiquiátrico; se acercó a la cama y con una sonrisa sincera, posaba sus labios en la frente de aquella persona que estaba en cama y comenzaba a moverse erráticamente y a balbucear. Luego con mucha delicadeza, tomaba una jeringa y aplicaba con mirada dulce los calmantes y acariciaba el brazo de aquella persona en cama mientras se iba sumiendo lentamente en un sueño tranquilo y balbuceaba en un tono casi ininteligible «Debo… de-debo, debo… encontrar más…libros… »

Edward Alejandro Vargas Perilla (Colombia) 90


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Curiosidades de mi tía Ricardo Alberto

Bugarín

La casa era toda una sonaja...

TÍA MARAJILDA (en verdad, Dolores Azcuera) era tan dada a las novedades que no escatimaba esfuerzos en prodigárselas. Había adoptado ese nombre vistoso para su vida social y familiar porque el suyo le pareció siempre de vírgenes morenas y antojadizas. Marajilda había sido una especie de cortesana que encontró en una novela y le pareció que ese nombre le avenía más con su personalidad. Y quería heredármelo y por eso no perdía oportunidad de llamarme Marajildita cada vez que me veía. A mí no me latía demasiado esa

novedad pero a mi madre le sulfuraba que no reconociera en su primogénita el iluminado Anunciación Inmaculada, nombre que consta en mis papeles de bautismo sacro en el Sagrado Socorro del Corazón que autentica el padre Venancio de las Calderas y Camposanto. Había dos cosas que en los últimos años ocupaban toda la atención de tía Marajilda: revistas de modas, de vida femenina y social como la renombrada Inquietud y tantas otras de mayor o menor duración; y lo segundo de interés eran los aparatos de medir el tiempo. 91


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La casa era toda una sonaja. Había ruidos de los más diversos motivos. Ya comenzaba a sonar una campanilla en la sala que desde la otra punta se descolgaba un gorjeo, una musiquita se encendía por aquí y una especie de redoble le contestaba por allá. De este modo se diría que toda una algazara acompañaba la vida de tía Marajilda. Lo más complicado vino cuando se le impuso la idea de hacerse traer del Brasil la pareja de negros de librea de paño azul que colocó en el centro de la sala. El instructivo, en dudoso español, decía que «desde la lejana Angola llega esta maravilla de la creación humana. Voces prístinas para anunciar y marcar las horas de la bienaventuranza» y otras cosas por el estilo que testificaban que, el descomunal bulto que retiramos del puerto, era todo un portento y seguro acicate a la felicidad. Todo anduvo bien aunque como toda

novedad, fue perdiendo interés. Al comienzo los comentarios iban del asombro a la expectación, en una especie de péndulo exclamativo. El País sacó una nota de novedad en la edición dominical. Mi madre nunca aceptó esas extravagancias de su hermana. Reuniendo ácidas observaciones y tal vez otras razones, dejó de frecuentarla. Mi niñera, sin embargo, tenía autorización para llevarme a esa casa. Esa fue la casa de mi infancia. Decía, entonces, que al comienzo todo fue jolgorio y satisfacción con esos negritos en el medio de la sala. Fornidos mocetones de canto sublime. Con el tiempo, las cosas se complicaron. Esos oscuros angoleños se vaciaban la despensa, no alcanzaron vituallas y dineros para calmar atrasada hambruna y, además, los rigores de nuestro clima los afectaron de enrarecidas flatulencias.

Ricardo Alberto Bugarín (Argentina)

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Enjambre

Luis J.

Goróstegui

No, no estábamos solos en el universo... I

Año 3259 d.C. El sol se abre paso entre las nubes blancas. Amanece. Entre las ramas de los árboles se escucha el canto de los pájaros. Un vehículo se desliza silencioso levitando casi medio metro por encima de la carretera y aparca junto a la entrada del museo conmemorativo. La puerta del conductor se abre. Una joven de pelo corto pelirrojo baja del aerodeslizador antigravitatorio. Hoy es su cumpleaños, cumple 18; a la

entrada la está esperando su amiga Laura. Laura es un año menor. —Hola, Clara, ya creía que no venías, ¿ha pasado algo? —le pregunta Laura. —No, perdona, es que me he quedado dormida, ¿llevas mucho esperándome? —se disculpa Clara. —Oh, no, tranquila, acabo de llegar, yo tampoco he sido muy puntual —le responde con la mirada baja y cierta sonrisa de complicidad. Ambas pasan la verja de hierro forjado decorado con artísticos motivos 93


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que hay a la entrada y que rodea el recinto del museo; ante ellas se alza un soberbio edificio de una sola planta y amplias salas. Las jóvenes recorren el suelo de losas de mármol, que rodea la pradera de césped recién cortado de forma cuadrada y de unos cincuenta metros de lado que hay antes de llegar al edificio. Justo en el centro de la pradera hay una piedra esférica de diez metros de altura. —¿Has traído la flor? —le pregunta Laura. Es costumbre que los visitantes depositen una flor ante el monumento conmemorativo. —Sí —le contesta Clara mientras busca en la mochila. Clara y Laura se detienen unos instantes a los pies del monumento, depositan la flor y leen en silencio orante la inscripción. En memoria de los que dieron su vida para salvar a la humanidad de la amenaza alienígena. Descansen en paz.

II Año 10270 a.C. (aproximadamente) El cielo está claro, sin nubes, una leve brisa hace mecer las plantas, algunos ciervos pastan mientras un par de mamuts se acercan al río a beber; a lo lejos se oye el rugido de un diente de sable cazando, en una cueva cercana viven un grupo de humanos. En eso, un niño mira al cielo, se asusta, hace señas, avisa a los adultos. Algo cae del cielo. Es una piedra enorme, esférica, más grande que dos mamuts adultos machos juntos. Pero algo hay de extraño en ella, no cae como el resto de piedras que han visto otras veces, no echa humo ni fuego, no, 94

la fuerza de la gravedad no parece afectarla. La esfera sigue descendiendo hasta llegar al suelo, pero no se estrella contra él, no, sólo se posa con delicadeza, en completo silencio. Tras unos minutos de sobresalto, los hombres se acercan temerosos, pero, al ver que no pasa nada, se atreven a tocar la piedra. Está fría. No logran moverla, ni siquiera un poco, incluso la golpean con palos y le tiran piedras. No sucede nada, sólo es una piedra grande que ha caído del cielo. Unas horas después nadie le hace caso, regresan a su cueva o se van a cazar. La vida sigue. Lo que esos humanos desconocen es que esa no es la única piedra redonda que ha caído del cielo, no, otras muchas más han caído por todo el planeta, en todas partes, en el mar, en las montañas, en las praderas, en los pantanos… Y lo que tampoco saben es que han ido cayendo equidistantes, justo quinientos kilómetros unas de otras, y así durante treinta días sin descanso. Al final, la superficie de la tierra es como un descomunal tablero imaginario de ajedrez y en cada cruce de líneas de ese tablero se ha posado delicadamente una esfera de piedra de diez metros de diámetro. Y pocos días después, sin previo aviso, todas al unísono se han hundido en la tierra, como se hunde un clavo incandescente en la mantequilla, como un fantasma atraviesa una pared, como un pez se sumerge en el agua. Y allí se han quedado, a un kilómetro de profundidad, estáticas, inmóviles, unas en lo profundo de los océanos, otras bajo las montañas, otras más en las praderas o en las tundras más remotas, esperando, aguardando la llamada, el momento de actuar, de cumplir su misión. Y con el paso de los años, de los siglos, los humanos las han olvidado, si es que alguna vez les llegaron a hacer caso.


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III Año 2257 d.C. Día 1 Todo está dispuesto para el lanzamiento, comienza la cuenta atrás… 10, 9, 8… todo va conforme a lo previsto… 3, 2, 1, despegue, la nave estelar toma rumbo a la Luna. Se trata del viaje tripulado del nuevo prototipo impulsado por el primer propulsor antigravitatorio, y cuya increíble innovación consiste, básicamente, en la utilización de una matriz cuántica gravitatoria que permite la interacción con la gravedad circundante haciendo viable alcanzar velocidades de crucero hasta ahora sólo imaginadas. Su objetivo: circunvalar la luna y regresar al puerto espacial terrestre del que despegó. El nuevo propulsor permite que la carga útil de la nave sea inmensamente superior a la que tendría si el motor fuera uno convencional; además la duración del viaje, a diferencia de los habituales hasta ahora, no superará la hora; un increíble avance de la ingeniería. Se trata de un vuelo de prueba, claro, pero muchos lo consideran el primer paso hacia la conquista eficaz del espacio. Cincuenta y ocho minutos después la nave aterriza sin incidentes. La prueba ha sido todo un éxito. Por la noche, la red de alerta sísmica mundial capta ligeros temblores cuyos epicentros se distribuyen equidistantes por toda la superficie planetaria. Al tratarse de movimientos telúricos de muy baja intensidad no se les presta la atención debida. El instante 0 Amanece. Un nuevo día se despereza. Todo es como siempre: las carreteras abarrotadas de coches de la gente que

van a sus puestos de trabajo, los niños que entran en sus colegios, el vecino del quinto que discute con la vecina del cuarto por no se sabe qué cosa sin importancia… lo de siempre. Un hombre sale del supermercado con la compra y regresa a su casa, el suelo que pisa tiembla, la gente se asusta… «¡Un terremoto!», grita alguien. Todos salen corriendo. Y en eso el suelo se rompe y surge una piedra esférica enorme, de diez metros de diámetro, que levita como un globo y sube hacia el cielo. A quinientos kilómetros de distancia, en los cuatro puntos cardinales, otras piedras similares a esta levitan también, y así por todo el país, en todos los países, incluso en los océanos, desde el polo norte al polo sur, por todas partes. Si estuviésemos en la estación espacial veríamos cientos, miles de piedras esféricas que se elevan saliendo al espacio y se van agrupando más allá de la Luna formando algún tipo de extraña estructura, y veríamos cómo las piedras 95


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refulgen con un brillo eléctrico indefinido y los portentosos rayos que salen de cada una de ellas se conectan con las que tienen al lado como los rayos de una siniestra tormenta que formaran una red de destellos de infinitos colores hasta que finalmente parecen formar una inmensa superficie curva, como una especie de cucurucho o una caracola de mar, y es entonces cuando de su interior, como si de un portal espacio-temporal o de un agujero de gusano se tratara, van apareciendo cientos, miles de naves espaciales de sorprendentes diseños, algunas grandes, otras pequeñas, que se dirigen hacia la Tierra y atraviesan las nubes y comienzan a disparar sin previo aviso y la gente mira al cielo y no se pueden creer lo que están viendo y gritan y corren pero nada parece poder hacer frente a esas naves alienígenas que matan sin discriminación a diestro y siniestro. Así fue como sucedió. La Tierra estaba siendo invadida, la humanidad estaba en peligro, y no, no estábamos solos en el universo. Día 365 Por primera vez hemos hecho frente común y conseguimos frenar el impetuoso avance alienígena, aunque las ba-

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jas son innumerables. No obstante, muchas ciudades han caído ante el enemigo y las que aún sobreviven lo hacen en precarias condiciones. No podremos seguir así por mucho tiempo más. Por eso, ante la acuciante situación de nuestras tropas, nos hemos visto en la necesidad de organizar grupos de resistencia formados por civiles, por familias enteras que luchan sin desfallecer, aunque bajo el mando directo de, al menos, un militar. Gracias a ellos logramos mantener la esperanza. Y no es que el armamento alienígena sea muy superior al nuestro, no, ni que los extraterrestres sean inmortales, no, tampoco es eso, se les puede matar como a cualquier persona, pero el caso es que por cada alien muerto, por cada nave derribada, del portal salen diez, cien, mil naves con cientos de guerreros. Son hordas incontables y no parecen tener fin. Desconocemos casi todo de los invasores: de dónde vienen, por qué han venido…, pero hay una cosa que sí hemos averiguado: tras todo un año de encarnizada lucha sabemos que actúan siempre colectivamente, como los enjambres de abejas o las marabuntas de hormigas, como si no tuvieran libre albedrío y las órdenes procedieran de un solo centro de mando. ¡Si pudiéramos averiguar dónde lo ocultan! Y eso que hemos


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utilizado la tecnología más moderna, la más avanzada, la última generación de radares y rastreadores, para localizar e identificar las señales eléctricas que los aliens deben utilizan para sus comunicaciones, pero todo esfuerzo ha sido en vano. Nos encontramos en un callejón sin salida, sin respuestas, ¡si al menos les oyéramos hablar…! podríamos comunicarnos con ellos, negociar, pactar, pero no hablan, es como si no lo necesitaran; y, por otro lado, ¡si pudiéramos interceptar sus comunicaciones…! podríamos adelantarnos a sus estrategias de ataque, pero sus naves no se intercomunican, al menos no sabemos cómo lo hacen, si es que lo hacen; es como si tampoco lo necesitaran para saber qué hacer, dónde atacar, cuándo. Día 700 El capitán Robles, Marcos Robles, se despierta antes de que amanezca; sólo ha podido dormir unas pocas horas: la noche ha sido larga y le espera otro día difícil. En el campamento el ajetreo es considerable, además hay que cuidar a los niños. Bajo su mando tiene una compañía o lo que queda de ella, ciento cincuenta y siete soldados, aunque lo que más le preocupa son los civiles que debe proteger: unas cincuenta familias con ancianos y niños, incluyendo a su propia esposa e hijos. Cuando los alienígenas entraron en la ciudad no pudieron hacerles frente y tuvieron que evacuarla. En el ataque murieron treinta y seis soldados y muchos civiles, pero el resto lograron huir y ocultarse en las montañas. La ciudad ha quedado destrozada; sin embargo, la mayoría de los aliens se han ido, al parecer a atacar otra ciudad, aunque, al no captar ninguna comunicación, son sólo suposiciones. Durante la noche han logrado acabar con los aliens que se habían quedado de guardia y han podido instalarse en lo

que queda de un colegio, al menos están protegidos y no falta ni la comida ni el agua y muchos de los civiles son de gran ayuda: entre ellos hay ingenieros, mecánicos, médicos —como su esposa—, incluso algún joven boy scout que aportan sus conocimientos y habilidades a la compañía. Robles entra en la enfermería y le da un beso a Marian, su esposa, que está curando las heridas de un hombre anciano. Sus hijos están ayudando: Jaime, que ya tiene quince años y que quiere luchar como los adultos (aunque sus padres le tienen dicho que aún es muy joven para ello), y Ángel, de nueve, con síndrome de Down, que se afana por echar una mano a su madre. —¿Has podido dormir algo? —le pregunta Marian. —No mucho. Ahora vamos a ver si sacamos algo en limpio de ese —le contesta Marcos. Y es que esta noche han tenido suerte y han podido capturar a un alienígena vivo. El capitán Robles se dirige al sótano. Allí, en una sala, tienen atado al alien: son seres bípedos, este es algo más alto que el capitán, de aspecto insectívoro. A pesar de haber visto ya a tantos aún le cuesta acostumbrarse a su aspecto, como si estuviera viendo una mezcla entre una hormiga, una mantis y algo más, algo raro sin definir; sin embargo sus ojos son turbadoramente humanos. Ah, y sangran. Robles entra en la sala. Le están esperando el teniente Gaviria y dos soldados armados. —¿Ha dicho algo? —pregunta Robles. —No, mi capitán, nada —le contesta el teniente. El capitán cierra la puerta de la sala. Y tras varias horas de interrogatorio no han podido sacarle ninguna información. El alien sólo mira y calla. Los alienígenas no hablan, nunca, quizá 97


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no pueden, quizá no quieren, además aguantan bien el dolor; en caso de que sientan algo. Agotados, el capitán y el teniente salen de la sala mientras dos nuevos soldados sustituyen a los otros dos que han estado durante el interrogatorio. Robles se acerca a una mesa y bebe agua de una botella. —Papá, ese hombre me ha dicho... El capitán Robles, aún cansado, no comprende bien el final de la frase y se sorprende al creer oír la voz de su hijo Ángel; durante un instante cree haber tenido una alucinación. —¡Papá…! —repite Ángel tirándoles de la manga mientras señala al alien. Robles se vuelve y ve a su hijo que le sonríe y que señala hacia la sala. La puerta está abierta y al fondo se ve al insecto que, con la cara ensangrentada, mira fijamente al niño; ah, su sangre alienígena también es roja. —¿Qué dices, cariño?, ¿y qué haces aquí? —le dice su padre aún sin comprender bien lo que sucede. El niño se ha debido escapar de la vigilancia de su madre y ha bajado hasta el sótano. —Ese hombre me está hablando, papá —repite Ángel—. Sobre unas piedras redondas. El capitán Robles se agacha, mira fijamente a su hijo y le da un beso en la mejilla y mira al extraterrestre. Y vuelve a mirar a su hijo y de nuevo al alien. —…unas piedras redondas… No puede ser… ¿Entiendes lo que ese… hombre… te dice, hijo? —le pregunta, y el capitán mira al teniente y de nuevo al alien. —Sí, papá, estaba con mamá y le oí aquí —le responde Ángel y se señala la cabeza con el dedo. —Tú crees que será posible… —le dice Robles a Gaviria. Y sin esperar contestación toma a su hijo de la mano y entra con él en la sala, aunque se quedan en la entrada; el alien 98

sigue bien atado, sentado en una silla, al fondo. —Dime, hijo, ¿está diciendo algo ahora este… hombre? Y el pequeño Ángel comienza a hablar, despacio, sin apartar la vista del alienígena, repitiendo lo que su mente escucha. —Hace miles de años las piedras redondas cayeron del cielo. Desde entonces han aguardado pacientes la llamada. Hoy ha tenido lugar. El mensajero ha llegado. Las piedras se han activado. La misión ha comenzado. Temblad humanos, la reina ha despertado. El capitán Robles escucha hablar a su hijo pero el alien no emite sonido alguno. Ahora lo comprende, por eso no hablan, los aliens son telépatas. —Pero ¿cómo es posible?, tu hijo… con síndrome de Down… —balbucea sorprendido el teniente. —No lo sé, puede que la configuración neuronal de mi hijo sea compatible con la del alien, no sé, quizá sea precisamente por el síndrome de Down —le contesta Robles sin apartar la vista sobre su hijo. —¿Qué misión?, ¿quién es esa reina?, ¡contesta! —le ordena el capitán al alienígena. Los ojos de este parecen clavarse en Ángel. Y el pequeño contesta con su voz y su tono inocente de niño de nueve años, pero no habla él, pues el que habla es el insecto a través de él. —No tenéis nada que hacer, humanos. Ya no tenéis tiempo. Nuestra reina os ha estado observando desde el… ¿cómo lo llamáis vosotros?... portal… agujero de gusano. Ha decidido que ha llegado el momento. Y a ella obedecemos. Ella somos nosotros. Todos somos ella. Pronto os aniquilaremos, humanos. ¡Morid, no podéis evitarlo, morid! El capitán empieza a comprender, pero no puede soportar ver por más tiempo cómo el alien interfiere en la


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mente de su hijo. —Bien, ya es suficiente —dice con tono serio y decidido. Y cogiendo en brazos a su hijo, salen de la sala y cierra la puerta tras él. Todos a su alrededor guardan silencio. —Hola, papá —le dice Ángel sonriente y la voz del niño rompe la tensa atmósfera. Es como si el pequeño no fuera consciente de lo que ha pasado y ahora, que ya está libre del control del alienígena, vuelve a ser él mismo de nuevo. Este fue el primer golpe de suerte que tuvimos. Día 753 Y tuvimos un segundo golpe de suerte. En lo remoto del bosque, entre las montañas, lejos del ataque alienígena, vive una familia. Un matrimonio con su hija, Emma, de veinte años. La joven es aficionada a la electrónica, sobre todo le gusta arreglar viejos televisores de esos arcaicos del siglo XX, que su padre, técnico en una empresa de televisores de última generación, de los de plasma holográfica, le conseguía antes de la guerra de vez en cuando. A Emma le gusta desarmar los tubos de rayos catódicos y volverlos a montar y se pregunta cómo pudo ser que en la antigüedad la gente viera la televisión en esos mamotretos con todo el ruido de fondo que captan. En ocasiones, sobre la casa pasan volando a gran altura enjambres de naves alienígenas, pero no les ven; la casa no es muy grande y los árboles la ocultan. Hoy Emma acaba de reparar un viejo modelo del año 1985 y, justo cuando lo conecta, escucha pasar sobre la casa uno de esos enjambres de naves y se da cuenta de que en la pantalla del televisor se percibe una señal, pero no

una señal limpia, digital, como la del oscilador cuántico que tiene en el taller, no, sino una señal portadora analógica de muy alta frecuencia camuflada en el ruido blanco que capta la pantalla. —¡Papá, cómo podemos ponernos en contacto con el Alto Mando; esto les va a encantar! —grita Emma desde el sótano. Fue realmente un golpe de suerte, porque esa señal oculta en el ruido blanco de un televisor de 1985 era la señal con la que la reina alienígena se comunicaba con sus tropas. Día 813 Todo está dispuesto para el lanzamiento, pero en esta ocasión no se trata de ninguna prueba, la misión es mucho más trascendente y peligrosa. Un par de días antes, todos han sido convocados con carácter de urgencia y el Alto Mando aguarda las explicaciones del Presidente. —El asunto es sencillo, señoras y señores, los alienígenas se disponen a lanzar un ataque definitivo en breve y sólo tenemos una opción: adelantarnos y atacar; no, morir no es una opción —alguien, al fondo, aún tiene ánimos de soltar una risa contenida—. Todos somos conscientes de la situación tan delicada que atravesamos, pero en los últimos días hemos obtenido información muy valiosa que nos permite 99


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albergar esperanzas. Y aquí quisiera hacer un paréntesis para agradecer sinceramente, tanto al capitán Robles y a su compañía…, y a su hijo Ángel, capitán…, por el esfuerzo realizado para obtener dicha información; soy consciente de lo duro y arriesgado que debió ser ver a su hijo bajo el control de ese insecto —dice el Presidente dirigiéndose al capitán Robles, que le observa y asiente—; y también quisiera agradecer a Emma Garainza y a su familia, por la detección de la señal-madre con la que la reina alienígena transmite sus órdenes; ha sido realmente una suerte dar con ella, nos ha servido de mucho, pues por ella hemos podido averiguar que el ataque será inminente; muchas gracias de nuevo a todos. Bien, como decía, sólo tenemos una opción: atacar y destruir a la reina antes de que ordene el ataque; pues, basándonos en lo que sabemos de ellos y en su modus operandi, estamos convencidos de que sin órdenes que obedecer los insectos serán presa fácil; y para eso debemos destruir el portal en el que reside su nave-madre. Hasta el momento, cualquier intento de destruirlo ha resultado inútil, pero el capitán Robles propone atacarles con el propulsor antigravitatorio de reciente invención. Sí, se trata de algo extremadamente peligroso, hay quienes lo consideran una locura, y nunca antes ha sido probado, evidentemente, pero es nuestra única opción, pues sólo su matriz cuántica gravitatoria nos permitirá destruir el portal. Y dos días después todo está dispuesto. El día amanece claro, sin nubes, y comienza la cuenta atrás… 10, 9, 8… una vez más todo va conforme a lo previsto… 3, 2, 1, despegue; y mientras la nave estelar toma rumbo al portal, la aviación lanza un ataque de distracción para evitar que los insectos la intercepten; y la nave alcanza el portal y el propulsor 100

antigravitatorio es detonado y crea una brecha en el continuo espacio-tiempo y el portal colapsa y se desintegra. Sólo permanecen algunas piedras esféricas dispersas por las cercanías de la órbita terrestre. Durante los siguientes días la guerra continúa, pero, como se preveía, al carecer de su reina y por tanto de su centro de mando, las tropas alienígenas son fácilmente abatibles y la guerra dura poco. Por todo el planeta se celebra la victoria. IV Año 3259 d.C. Atardece. Laura y Clara permanecen aún en el museo. El tiempo pasa rápido cuando hay tanto y tan interesante que ver. El museo se construyó poco después de finalizada la guerra como conmemoración a aquel trágico suceso y está dividido en dos grandes secciones: en una de ellas se expone todo lo relacionado con la humanidad y su lucha contra los invasores; en la otra, lo relacionado con las hordas alienígenas. Evidentemente la parte que más expectación despierta es la de los insectos. —¿Has visto qué hora es ya? ¿Qué tal si nos vamos? —le pregunta Laura a su amiga. —¡Sólo un poco más!, vamos otra vez a la sala de las naves alienígenas, que me quiero sentar de nuevo en el asiento del piloto —le responde Clara. —Vale, sólo una vez más, pero nada de entrar después donde el cuerpo momificado del insecto, ¿eh?, que te conozco; ¡no sé cómo te gustan tanto! —le responde Laura. Media hora después, Clara y Laura salen del museo. —Sube, Laura, te llevo a casa —le dice Clara al llegar donde está aparcado su


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aerodeslizador antigravitatorio. Laura acepta y se sube al asiento del copiloto. Clara arranca el coche y este levita en completo silencio. —¿Te das cuenta de que el propulsor de este coche está basado en el propulsor antigravitatorio con el que se venció a los insectos? —le pregunta Clara. —Sí, estamos sentadas sobre una bomba —le responde Laura. Y ambas ríen. Segundos después el automóvil acelera y toma la carretera en

dirección a la ciudad. —Oye, ¿qué te han regalado tus padres por tu cumpleaños? —le pregunta Laura. —Estás sentada en él —le responde Clara con cara de satisfacción. —¿Este?, creía que era el de tus padres que te lo habían dejado para venir, por eso no te dije nada al verte esta mañana; ¡jo, qué suerte! —exclama Laura, mientras el aerodeslizador se adentra en la ciudad.

Luis J. Goróstegui Ubierna (España) Blog: observandoelparaiso.wordpress.com 101


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La madeja Luisa

Hurtado Como si se le hubiera saltado un punto...

LE PARECIÓ que el extremo de la letra a que había en la quinta línea del segundo párrafo, esa a con la que acababa, sobresalía ligeramente de la hoja; como si se le hubiera saltado un punto de tinta y se estuviese descosiendo de la historia. Lo miró con atención, comparó unas aes con las otras, puso el libro de perfil y lo estudió a contraluz, pasó la yema de los dedos por la superficie lisa con los ojos cerrados y, aunque no tenía lógica, creyó estar seguro: la parte final de la letra se estaba despegando y hasta puede que lograse cogerla y tirar de ella.

Tras algunos intentos lo consiguió y, antes de darse cuenta, ya estaba deshaciendo el nudo argumental y la novela empezaba a formar un montón oscuro y leve junto al sofá. No, lo cierto es que no lamentaba haberlo hecho, el libro no era bueno y la historia en ningún momento lo había atrapado, pero esa pila de hilos de tinta que había que mantener a salvo de las corrientes de aire, quizás se mereciese una segunda oportunidad, llegar a ser algo como una ficción, un cuento o, en el peor de los casos, un nanorrelato.

Luisa Hurtado González (España) Blog: microrrelatosalpormayor.blogspot.com.es 102


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La caja de té

José A.

García Intentó advertirnos de algo, pero no la escuchamos...

HABLAR DE CULPAS carece de sentido; por lo menos aquí y ahora, cuando los hechos son parte del pasado y nada puede cambiarse. En este caso creo que sería bueno repetir la historia lo mejor que me sea posible. De seguro que no será tal y como sucedió sino solo su recuerdo; porque el tiempo ha pasado también para mí. Han pasado tantos años que quizá sea la única persona que lo recuerde. La muerte y el olvido, como solía decir mi profesor de filosofía del instituto, es lo único que nos iguala. Tal vez ahora, que mi cabeza se cubrió de canas y mi rostro de arrugas y patas de gallo, pueda darle la razón que entonces le negué con ahínco

a dicha sentencia. La abuela, sí. Debería comenzar hablando de ella para que la historia tenga un cierto orden, algo de coherencia. La abuela no fue la primera mujer de la familia, creo que también era la última hija de un matrimonio huido de la guerra; aunque estoy segura de que una vez se refirió a sí misma como la única hija de su padre. Hablaban entre ellos una mezcla de dialectos tan extraña como inclasificable, tan cercana al español como al portugués y al italiano, con tantas palabras inentendibles que ni siquiera fijándonos en los pocos documentos que encontramos luego de que muriera, podíamos decir de qué zona de Europa 103


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provenían. Además, en ese entonces, las fronteras, los países y las naciones, no duraban el tiempo suficiente como para entrar a formar parte de la Historia del mundo. Era difícil entender lo que decía en sus últimos años, cuando hablaba sin separar los labios, con un susurro falto de dientes y sentido. Una imagen de matrona eslava, vestida como las mamuschkas, con cofia y delantal, la persigue en mi memoria. Imagino los inviernos fríos en medio del campo, de la pampa, perdida en la soledad de la casa que construyera mi bisabuelo en la tierra que consiguió adueñarse a la vera de un camino, sin calefacción, cortando leña de árboles raquíticos, calentando raíces o vegetales renegridos en calderos colgados sobre el fuego; imágenes que desentonan por completo con cualquier otro recuerdo. Una imagen que sin dudas confundo con algo visto en el cinematógrafo, o en las ilustraciones de algún libro sobre costumbres del pasado, es la que consigo con mayor fuerza de ella. La mujer que nos acogía cuando éramos niños y nos obligaban a ir a visitarla, a mis hermanos y a mí, que la detestábamos por su olor a tierra seca y el polvo de los largos veranos de sequía, calor y el sudor que con nada se evitaba, se tornaba irreal y ficticia. Por suerte para nosotros, aquellos días pasaban rápidos. En mi recuerdo, una semana con ella se resume en uno o dos momentos quizá; y nunca nos quedábamos más. Nunca queríamos quedarnos más tiempo en medio de una nada tal que nos obligaba a extrañar la ciudad. Papá insistía casi tanto como nosotros insistíamos en volver a casa. Fue, sin embargo, en uno de esos veranos soporíferos, en los que incluso el sol ha de aburrirse allí arriba, en su cielo, que nos habló sobre su secreto. Nada oscuro se ocultaba detrás de sus 104

palabras y, si con mis hermanos esperábamos descubrir algo emocionante, algo que nos hiciera repensar las mismas cosas, replantearnos algo de lo que éramos o reírnos de algún recuerdo vergonzoso de la abuela (o de nuestra familia), todo quedó en un anhelo infundado. Lo que nos dijo, siempre en su media lengua mezcla de palabras, lo que pudimos entenderle, era algo así como que creía en los duendes. Aunque, cuando lo dijo, utilizó una palabra que sonaba parecida a gnomo. Un duende, un gnomo, un espíritu de los bosques de la antigua Europa oriental, habitaba en su casa, allí mismo, en medio de la pampa, como si no hubiera notado que aquella tierra en poco se parecía a la suya. La abuela no estaba loca, al menos no al nivel de locura habitual que veíamos en la ciudad; tan solo, explicó papá, la soledad le afectaba y terminaba por inventar ese tipo de cosas para entretenerse. Sí, inventaba para nosotros una historia sobre un gnomo de un lugar que jamás existió y cuyo nombre es difícil de pronunciar. Hablaba de bosques arrasados, de fuego consumiendo aldeas, de animales masacrados porque sí, aves huyendo entre nubes de oscuro humo y hombres muriendo por la codicia de otros hombres, de otros como ellos. La locura de la guerra que veía en la televisión ella la había vivido y no a través de una simple pantalla. En los veranos sucesivos nos contaba la misma historia; pero nunca era la misma. Evitaba repetir sus palabras, comenzaba en el punto exacto en que la dejara un año atrás, sin volver sobre sus pasos, confiando en que nosotros también recordaríamos cada detalle. Su memoria era prodigiosa, la mía, en cambio, en poco se le parece. Supongo que de alguna zona cercana a donde tenía lugar esa guerra huyó su familia. Me es difícil de creer que la abue-


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la viviera en ese entonces; las cuentas sobre su edad, la mía y la del resto de la familia, no me sirven para acercarme a la fecha en cuestión. Quizás esa parte de la historia, la guerra por un pedazo de tierra, también se la hayan contado. La familia huyó de allí y se llevó, junto con las pocas posesiones que rescataron, la ropa de abrigo y el único objeto de valor que poseían, una caja de madera. Una vetusta caja de madera que el abuelo, ebanista y detallista como él solo, convirtió en una hermosa caja de té. Pudo haber sido un joyero para su esposa, o una caja de música para sus hermosas hijas (así lo dijo la abuela, también); pero su fascinación por el té pesó más, y hasta esa caja de madera de sándalo, trasladó su pasión. Claro que, siguiendo el hilo del relato, otro ser sentía la misma predilección por la caja y su contenido. Sí, el gnomo, el otro refugiado de la destrucción de sus bosques que se sumara a la huida de la familia a través de tierras extrañas y el océano interminable, amaba, también, el té. Algo que, según la abuela, no es para nada extraño. Ignoro cómo es que ella sabía tanto sobre las supuestas costumbres de estas criaturas, pero cada verano agregaba algún detalle más sobre las mismas. Ella quizá creyera que el mundo estaba poblado por estos diminutos seres sin saber que los mismos eran fruto de su imaginación y su soledad. Para ella esos duendes eran reales, eran parte de su vida, como mis hermanos y yo éramos parte de sus veranos. Nuestros padres le daban poca importancia a lo que la abuela contaba sobre su infancia, o sobre la de ellos; tal vez porque sabían que el pasado es del todo inofensivo o porque creían que era poco lo que entenderíamos en su mezcla idiomática. Pero a pesar de sus dificultades, si realmente te lo proponías, podías comprender lo que decía casi a la per-

fección. Decir que ansiábamos que llegara cada verano para ir a visitarla sería una exageración pero, una vez que comenzó a contarnos sobre el gnomo, duende, elemental de los bosques o fantasma con el que convivía, el ir a visitarla ya no nos parecía tan insoportable como antes. La ubicación exacta de la caja de té, por otro lado, era el gran misterio. Cuando se lo preguntábamos directamente, evitaba responder pero, cuando hablaba sin interrupciones, solía señalar hacia un extremo u otro de la casa sin preocuparse por contrariarse. Sabía que, a la hora de la siesta, cuando el sol pega con fuerza sobre la tierra sin árboles de la pampa y las paredes de adobe de la casa, nos entretendríamos revisando las habitaciones vacías. Tengo por seguro que ella conocía su ubicación, pero jugaba con nosotros para que aprendiéramos a querer esa casa, esa tierra, ese lugar que, según ella, algún día sería nuestro; lejos de las ciudades, en contacto con lo más importante, la naturaleza, el mundo silvestre que aún perduraba, el lugar ideal para criar una familia, decía, y mantener un hogar. Quizá porque ella era incapaz de ver, al igual que nosotros, la cantidad de sacrificios que debía realizar cada día para lograr sobrevivir en ese paraje desolado. El banco pensaba de otro modo y nunca un embargo se ha frenado con recuerdos y fotos viejas. Pero aún faltaba mucho tiempo para eso en ese entonces. Aún éramos unos niños revisando los rincones de las habitaciones buscando al Sr. Duende, al Mr. Gnomo, porque su verdadero nombre, decía, era un secreto que nunca debía revelarse en voz alta. La caja de té, por supuesto, nunca aparecía; ni siquiera entre la ropa de la abuela, ni en los baúles del oscuro y polvoriento sótano. No, allí no estaba. Pero, ella hablaba con tanta convicción 105


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de la fascinante caja que, en su insistencia, sabíamos que había algo de real, algo mínimo y probablemente carente de verdadero valor, pero real para ella. Por eso poníamos patas para arriba cada habitación; pero cada verano nos sentíamos con menos suerte que el anterior. Éramos niños, casi púberes, cuando la abuela hablaba de su preciada caja de té, jamás imaginamos que la misma pudiera ser parte de su imaginación. Ese tipo de cosas no pasaba por nuestros pensamientos, cuando uno tiene esa edad en la que apenas comienza a averiguar qué es la mentira. Por lo menos así era en ese entonces, ahora que también me he convertido en abuela, noto que muchas cosas han cambiado, que la gente desconfía de los demás antes de conocerse. Mis nietos dicen que mis épocas eran tiempos de tontos y de crédulos, pero yo nunca lo sentí de ese modo. La abuela, por ejemplo, nunca nos mintió. Crecimos para pensar de ese modo, pero luego nos dimos cuenta que los tontos habíamos sido nosotros, siempre, no porque creyéramos en ella, sino porque realmente no creíamos en sus palabras. Es cierto que evitábamos reírnos de ella como hacen mis nietos conmigo, pero en lo profundo, en lo más oculto de nuestro pensamiento, ni mis hermanos ni yo creíamos en su relato. El que tenga la caja de té sobre mis rodillas en este momento en nada cambia la realidad. No creíamos, y la abuela lo sabía. Por eso nunca nos dijo dónde la guardaba, o si la cambiaba de lugar día tras día; así como tampoco nos confió el nombre del gnomo. Decía sólo lo necesario para mantenernos atentos, interesados; pero en cuanto veía nuestro desinterés, los detalles se mezclaban, las palabras se tornaban incomprensibles y sus ojos se nublaban un poco más. Cuatro, tal vez cinco, fueron los veranos en los que intentó contarnos la historia completa, el último de los cuales, 106

el verano de nuestro despertar adolescente, fue el peor. La maltratamos, estoy segura de ello, diciéndole cosas feas en inglés, idioma que ella no entendía pero nosotros sí. Discutíamos las referencias de sus historia; como que no existía el país del que decía provenir, sino que todo era una mentira y que los duendes eran para niños y que sólo los viejos recalcitrantes y molestos como ella tomaban té tibio en lugar de una coca cola bien fría. Intentó advertirnos de algo, pero no la escuchamos, no teníamos tiempo, ni ganas ni capacidad para ello. Advertencia que cae en oídos sordos, palabras que se pierden; siempre lo he dicho. Aun hoy lo repito, aunque nadie me esté escuchando. Me doy cuenta, también, de que, poco a poco, sin quererlo, he ido convirtiéndome en ella; veo en los míos sus propios gustos, sus movimientos, sus expresiones que, sin dudas, se llevan en la sangre. Si miro de soslayo sobre algún espejo, termino confundiéndome, y eso asusta a mi familia que dice que estoy perdiendo mi lucidez, o que me está atacando la senilidad. Dicen, también, que debería dejarme de joder con esta caja de madera vieja y apelmazada. Sí. Falta mucho por contar aún. Pasaron años en los que ninguno de mis hermanos quisimos ir hasta la casa de la abuela. A veces iban nuestros padres, nosotros nos quedábamos en la ciudad o, si lograban arrastrarnos hasta el campo, nos negábamos a dejar el pueblo, mientras volvían de su silenciosa y aburrida peregrinación. Pasaron más años, hasta que nos acordamos de ella. ¿Sigue viva?, preguntamos sorprendidos y con algo de sorna. Apenas sí, pero allí estaba. Casi postrada, sin dientes y ciega de un ojo. Pero viva. Y en la misma vieja y desvencijada casa, quizás un poco más desvencijada


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de lo que siempre estuvo ahora que ella era incapaz de mantenerla. Su lucidez, en cambio, permanecía intacta, al decir de nuestros padres. Algo nos impulsó a visitarla. Diría que la culpa retroactiva de los años anteriores, pero dudo que ello fuera lo que nos moviera a todos por igual. Aprovechamos un fin de semana largo e hicimos una escapada hasta su casa. La vieja casa, la destruida casa de siempre. No nos cruzamos con nadie en el camino; ningún vehículo, ningún peón a caballo ni a pie. Nadie. El pueblo parecía uno de esos pueblos fantasmas que se ven en las películas sin argumento: vacío, sucio, abandonado. Unos pocos perros corriendo de esquina a esquina y, con suerte, una o dos personas escondidas detrás de las ventanas cerradas. La sequía duraba en la región varios años, y los que habían podido irse lo habían hecho a los pocos meses. Sólo quedaban los que nada tenían, los que no sabían hacia dónde ir, o los que estaban solos en el mundo; los viejos que, como hiciéramos con la abuela, sus familias despreciaban. Dicen que ya casi no quedaban pueblos de ese estilo en el interior, que los han destruido para que no se ocuparan otra vez y poder vender la tierra, o que la gente de otros pueblos más grande los saqueaban llevándose lo que podían, desde muebles y vajilla vieja, hasta las tejas de los techos y los vidrios de las ventanas. Se decían muchas cosas, pero nada se hacía al respecto sobre el peor de los males: la soja avanzaba silenciosamente devorando lo que encontraba a su paso. Es terrible que nadie haga nada al respecto, que a nadie le importe, que la ciudad mire hacia otro lado y sólo piense en sí misma. Terrible, como lo que le hicimos a la abuela. No sé si este será el mejor caso para hablar de ironías, pero quizá lo sea. Llegamos a la casa pero ninguno se

atrevió a ingresar. Todo permanecía exactamente igual a como lo recordábamos. Cada cosa en su sitio, hasta las ramas de los pobres árboles parecían encontrarse en los mismos lugares que antaño. La humedad de la tierra y las nubes del cielo eran lo único ausente. Una fotografía no hubiera sido más perfecta en su estatismo. No sé cuánto tiempo estaríamos allí parados, fuera del automóvil, mirando la casa sin decidirnos a nada. Unos instantes o unos minutos, hasta que mi hermano Luis, dijo que ya era tiempo de terminar con eso, y ver si la abuela estaba ahí dentro, viva o no, y si podíamos hacer algo para ayudarla. Después habría tiempo para volver a la ciudad a bañarnos y sacarnos la tierra reseca del camino del cuerpo aunque no del recuerdo. Pobre Luis, lo recuerdo recién ahora que vuelvo a mencionarlo. Fue terrible todo lo que le pasó. La vida que llevó, la situación que debió sobrellevar. Pero nada sabíamos en ese momento. Nunca supimos nada. Y, cuando sí lo supimos, cualquier reacción carecía de valor alguno. Fue el primero en entrar, los demás le seguimos unos pasos más atrás. El interior tampoco parecía haber cambiado en lo más mínimo, salvo por los últimos objetos que la abuela quizá usara antes de acostarse la noche anterior, o la anterior a esa, difícil saberlo. Estaba dormida, o inconsciente, hasta que nos escuchó entrar, apenas sí se movía. Giró un poco la cabeza hasta ubicarnos con su único ojo sano e intentó sonreír como hacía siempre al vernos. Estaba deshidratada y confusa, había enflaquecido bastante en los últimos años, se le marcaban los huesos debajo de la ropa. Movía los labios, pero ninguna palabra salió de su boca. Le dimos agua, poco a poco, para que se recuperara, y la ayudamos a que se 107


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sentara en parte apoyada sobre varios almohadones viejos y húmedos. Se habló de ir a buscar un médico, pero no sabíamos dónde podríamos encontrar uno, o si podíamos llevarla con nosotros en el auto por el mal estado del camino y la posibilidad de hacerle más mal que el bien que pretendíamos. Así que estábamos como al principio, sin saber qué hacer, cómo reaccionar o comportarnos. Un aroma extraño, mezcla de descomposición y perfumes viejos, invadía la casa. No lo percibimos antes porque la preocupación era mayor y anulaba cualquier otro sentir, pero allí estaba, penetrando nuestros poros, impregnando nuestras ropas. No era su cuerpo lo que olía de ese modo, si no otra cosa, algo que buscamos con ahínco para evitar decidir qué hacer con la abuela; para que fuera el tiempo quien decidiera por nosotros. Ella parecía tan feliz de tenernos allí, momentáneamente recuperada, como si el tenernos cerca le sirviera más que cualquier medicina que pudiéramos darle. Creo que volvimos a escuchar aquella palabra que para ella era el nombre de ese territorio mágico que formaba parte de sus historias, donde todo había comenzado. Sonreímos al escucharla, pero, para ella, ya no estábamos allí. Buscábamos algo de ropa con la que prepararla para llevarla con nosotros, cuando encontramos la mítica caja de té decorada por las hábiles manos del bisabuelo. Allí estaba, a simple vista, sobre el mueble que revisáramos por lo menos mil veces y sobre el que, sin embargo, nunca la habíamos visto. Una pequeña caja de madera, de unos diez centímetros de lado, con una pequeña bisagra para levantar la tapa; decorada con motivos geométricos en cada una de sus caras, preciosa, negra, compacta, y olorosa. De allí provenía el olor que ocupaba 108

la casa por completo. No entendíamos cómo era posible que algo pudiera apestar tanto. Tan fuerte era aquel olor que comenzó a dolerme la cabeza y tuve que salir de allí, de la habitación, de la casa, cuando Luis decía que lo mejor era abrir la caja y tirar lo que fuera que hubiera allí dentro. Porque me encontraba afuera, porque realmente no quería estar allí, es que el último tramo de la historia forma es parte de mi recuerdo. Conozco las palabras que mis hermanos utilizaron para contármelo, pero no lo que realmente sucedió. Cuando Luis estaba por abrir la caja la abuela se irguió en la cama hasta sentarse casi por completo y extender sus manos hacia adelante. Gritó algo que supusimos un No, o alguna otra negación en su lengua. El grito y la sorpresa hicieron que Luis soltara la caja, que terminó, previsiblemente, estrellándose contra el suelo, abierta boca abajo. La caja golpeó el suelo y la abuela volvió a tenderse en la cama, a caer, mejor dicho, sobre el colchón viejo. Ya no volvió a despertar. Logramos que un médico se acercara a la casa en una ambulancia varios días después. Y sólo porque la guiamos durante el camino yendo delante de ellos con nuestro auto, de otro modo no lo hubieran hecho. Ya era tarde entonces, no puedo decirlo de otro modo, lo sabíamos bien. Todos y cada uno de nosotros lo sabíamos. La casa misma parecía, también, saberlo. El día en que llegó la ambulancia, las paredes tan descascaradas como siempre recordaron, al parecer, que en tiempo pasaba también para ellas. Comenzaron a combarse bajo el peso de lo que quedaba del techo, algo que asustó sobremanera al médico y sus ayudantes. Los muebles, de madera vieja y vetusta, se derrumbaban cuando queríamos correrlos de lugar; las sillas se volvieron


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astillas; las ropas guardadas en los cajones y las gavetas, de nada servían. Si algo podía rescatarse de aquello, no podíamos verlo. Ni siquiera nos atrevimos a pensar en lo que pudiera haber en el sótano, ninguno quería entrar allí. Tan rápido como se fue la ambulancia, hicimos lo propio. Cuando el automóvil se alejaba por el camino cubierto de polvo, no pude evitar mirar hacia atrás, hacia la casa, de la que poco se mantenía en pie. Creí ver algo moviéndose entre las últimas vigas del techo que permanecían en su lugar. Algo que se movía de aquí para allá, algo como un pájaro que la distancia me impedía reconocer. Ignoro si mis hermanos miraron hacia la casa al igual que lo hice yo. Llevando la caja de té sobre mis rodillas, en el mismo sitio que ahora la tengo, me resultó imposible no hacerlo. La caja olía a madera y tiempo; si había contenido algo que la hiciera apestar de ese modo, ya no quedaba ni su recuerdo. Me obligué a creer que aquello que vi era un simple trozo de mampostería cayendo, desgranándose de la construcción. No quería creer que pudiera ser algo más. La historia de la abuela muere conmigo, lo sé. Mis hermanos hace años que no se cuentan entre los vivos, soy el último eslabón de una fina, tenue y quebradiza cadena formada por mi familia. A nadie importa este tipo de cosas, las historias de fantasía, del tiempo en que la tecnología aún no invadía cada minúsculo rincón de la vida. El tiempo

fluye demasiado rápido ahora como para detenerse en los detalles. Desde hace años, muchos más de los que quiero realmente acordarme, para que la edad no me pese como algo intolerable en mi pensamiento, guardo en la caja de té, una hoja fresca, lista para preparar la preciada infusión. No una de esas bolsitas con el té triturado en su interior, sino una hoja completa, fragante como la que más, porque allí, dentro de la caja, se conserva mejor que en cualquier otro sitio. Como si en aquel pequeño espacio el tiempo careciera del espacio suficiente para transcurrir; porque, a menos que recuerde mal, guardo en ella la misma hoja que coloqué al volver a mi casa luego de despedirnos, definitivamente, de la abuela. Mis propias nietas creen que soy tonta, que estoy enloqueciendo; lo mismo que solía pensar de mi propia abuela, es cierto. Pero eso no me impide dejar una rendija de la ventana de mi habitación abierta cada noche, durante el verano o en ese extenso otoño que ahora ocupa medio año. Mi edad no permite que me olvide de dejar, junto a la ventana, la caja de té, abierta de par en par, con la esperanza de que su fresco aroma atraiga, una vez más, a su antiguo y verdadero dueño a quien ansío, por fin, conocer. Porque siempre supe que, de existir, la caja pertenecería a alguien más y que las hábiles manos de mi abuelo tan sólo la decoraron, al igual que la abuela con su certidumbre, la conservó a la espera de su regreso.

José A. García (Argentina) Web: www.proyectoazucar.com.ar 109


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Inspiración fallida Fernando

De Gregorio Nada... EL AUTOR está en busca de inspiración. Lo he seguido por veinte cuadras, y he registrado cada mirada atenta, cada detención en el paseo y cada suspiro echado al viento. Observó a la gente cruzando la calle con el semáforo parpadeando como si cruzaran la meta de una maratón; al limpia parabrisas esperando la luz roja como un gato, listo para saltar a la acción; a la pareja de liceanos que escaparon de clases para besarse apasionadamente en una plaza. Nada. Empuña el lápiz contra su libreta y no escribe una sola letra. El mundo hoy se le presenta obvio, sin historias salvajes y sabrosas con las que emocionar a sus lectores. Cuando al fin se deja caer abatido en una banca, me acerco a él y le digo que lo entiendo, que siga buscando, que todo saldrá bien, que al menos hoy nadie —ni siquiera yo— podrá copiarle una idea.

Fernando De Gregorio C. (Chile) 110


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Canción de cuna Héctor Núñez

Mientras me cantaba en voz baja la misma canción de cuna... DURANTE MUCHOS AÑOS escuché lastimeras voces infantiles. Escuché gritos de sangre llamándome desde los estrechos corredores de mi casa. Por eso cultivé una sorda hostilidad durante mi caótica adolescencia. Aunque siempre seguí, sin verdadera vocación, las liturgias nocturnas impuestas por mi madre. Sumé una buena dosis de amargura en el ámbito secreto de mis fantasmagóricas enseñanzas. Guardé mi insatisfacción en oscuras gavetas por no tener una verdadera proclividad al mal. Mi hermano no tuvo la misma atención debido a su condición de hombre. No recibió caricia alguna ni el doloroso placer del abrazo materno, pues mi madre cada noche me acunaba para que me durmiera mientras me cantaba en voz baja la misma canción de cuna. 111


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Nunca a ti llegara el desamparo ni el atemorizante miedo guarda tus temores infundados pues gozaras de un mundo eterno.

Las palabras, como despojos silenciosos, se grabaron intrusas en mis oídos. Cada una permaneció imperceptible como una enfermedad persistentemente opresiva. Se convirtieron en ahogados recuerdos del llanto de recién nacidos. Permaneciendo al despertar como fragmentos de una pesadilla. Mi madre guardaba un luto perpetuo. Siempre vestida de sombras por la rememoración obsesiva del esposo e hijo muertos. Por lo que cada noche escuchaba gritos que llegaban como mutilados ecos desde los más alejados rincones del huerto. Escucha ajena los gemidos que el viento ha recogido por la bendición del cuchillo y de almas que ha desprendido.

Estas estrofas solían acompañarme en las soledades de mi infancia. Evitaba la realidad imaginando cosas irreales. Escapando de la mirada maternal como heroína satinada de blanco. A veces desnuda. Siempre acompañada. Siempre instruida. Nuestra relación madre e hija era producto de la repetición y el hábito. En los paseos diurnos mi padre y mi hermano nos seguían con la frágil docilidad de los maniquís. Mi madre miraba de reojo la capitulación y la mediocridad emocional de aquel hombre. Él aceptó la infelicidad con obstinada melancolía. Había perfeccionado esa claudicación como sombra embrujada hasta su misteriosa muerte. 112


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Niños de sangrante destino que su alma han perdido siguen caminando sin sentido atemorizando el sueño a recién nacidos.

A la muerte de mi madre busqué, con mi cara pálida y ojos tristes, aires menos viciados. Me casé con un apocado solitario en un impulso de irresistible fecundidad. Lo intoxiqué con mis miedos. Llené su alma con amenazadores improbables hasta convertirlo en un ser igual a mi padre. Procreamos un hijo y una hija. Repetí la fragmentaria rutina grabada en mi memoria. Recreé la ceremonia aprendida y fue cuando mi esposo despertó del sueño. Se convirtió en un guiñapo aterrorizado de mirada alucinada. La primera herida pareció una tenue cicatriz en su piel albugínea. Recordaba que algo similar había sucedido muchos años atrás. Cada detalle había estado hibernando en mi mente y hasta ese momento estaba recobrando su sitio exacto. La delicada oquedad de las sombras materializó el sacrificio. Mi pequeño dejó un profundo hueco en la almohada, entonces sucedió el milagro, y me sumergí en un delirante y frenético espasmo. Finalmente, me fueron revelados los misterios de la agonía. Sonámbula y dormida observé cómo decenas de mujeres, junto con mi hija, salieron de la oscuridad con una sonrisa maquiavélicamente idéntica. Todas ellas canturreando en un asonante coro mi vieja canción de cuna. Los niños deambulan mudos más pequeños e ingrávidos con sus cuerpos mutilados y sus corazones encendidos.

Héctor Núñez (México) 113


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Trail extremo

Aurora

Rapún

La meta permanecerá abierta hasta las once en punto... SON LAS SEIS DE LA MAÑANA. Paula se despierta nerviosa. En la carrera de hoy se juega mucho. Es una nueva experiencia. Especial. Se sienta en la cama y revisa cuidadosamente el material: las zapatillas con tacos para no clavarse las piedras y no resbalarse en las bajadas, las mallas más cómodas que tiene para evitar rozaduras y molestias, la camiseta del equipo con su nombre en letras fluorescentes, la gorra de la suerte para evitar el sol y los malos augurios, la botella de agua con la correa ajustable a la muñeca, el cronómetro y el gel. Ha estado pensando en la posibilidad de llevar música pero la ha desechado. Quiere saborear cada momento, escuchar las respiraciones entrecortadas de los corredores y la suya propia. A la misma hora, un par de casas más abajo, Mamen se despierta con un nudo en el estómago. Lleva mucho tiempo entrenando, muchos madrugones y duras jornadas de trabajo. Hoy tendrá la oportunidad de demostrar lo que vale. Pone todo el material en fila encima de la mesa y lo repasa con cuidado. Se viste con esmero: las botas bien ceñidas, pantalón y chaleco cubiertos de bolsillos. La gorra bien calada para que no se le escape el pelo. Paula toma un desayuno equilibrado compuesto por un zumo de naranja natural, un vaso de leche desnatada y una tostada de pan con jamón serrano. Cuando termina, empieza a beber agua a pequeños sorbos. Hay que controlar bien la hidratación. 114


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Mamen se sienta a la mesa que ha dispuesto su madre. Su padre y ella van a compartir hoy la experiencia más importante de su vida. Se merecen unos huevos con jamón y un café bien fuerte que los mantenga despejados. Cuando terminan, los tres se funden en un abrazo. Paula es corredora. Mamen es limpiadora. La carrera empieza a las ocho y media. Quince kilómetros de montaña con subidas, bajadas y llanos, con un desnivel de 600 metros. Cientos de personas animarán la salida y la llegada de los corredores con vítores, aplausos y música. Una batucada sonará con ritmo para marcar el esprint final. La meta permanecerá abierta hasta las once en punto. A esa hora el gran arco hinchable con el cronómetro que marca las llegadas, se recogerá y desparecerá todo rastro de competición deportiva. En ese preciso momento, llegará el turno de los limpiadores. Varios Land Rover descapotables, llenos de personas vestidas con ropas de caza repasarán todo el recorrido de la carrera. Hay que respetar y cuidar nuestros montes y bosques. No debe quedar ni un rastro de presencia humana invasiva: ni un envoltorio, ni una botella de agua, ni un papel, ni nada. Ni nadie. Los limpiadores serán exhaustivos, limpiarán sin descanso hasta que se lo permita la luz del sol. Al atardecer darán por concluida su tarea y volverán a casa para disfrutar de un merecido descanso. Paula tiene una buena salida. Empieza bien. El primer tramo es un llano que invita a mantener un ritmo vivo. La primera subida es dura pero aguanta el tirón. El recorrido es espectacular. Una pinada gigantesca ofrece sombra a los corredores, los altos de montaña permiten disfrutar de unas vistas excelentes, los avituallamientos están perfectamente colocados y provistos. Hay muchos

voluntarios indicando los cruces y cientos de cintas de colores marcan sin duda el camino a seguir. Todo parece indicar que el entrenamiento va a dar sus frutos. El final está cerca. Tres kilómetros de bajada entre pinos en los que se puede incrementar la velocidad para lograr una buena marca. Una raíz, una piña, una rama cruzada en el camino. —¡Ay! Paula cae rodando con un fuerte dolor en un tobillo. No es capaz de andar. Ha caído en un lado del sendero de difícil acceso. Los corredores pasan cerca. Oye sus respiraciones, sus pisadas. Pide ayuda pero no se paran. Sabe que no lo harán. Esta carrera es especial. No permite retrasos. La meta desaparecerá a las once y se abrirá la veda para los limpiadores. Mamen, su padre y los demás saldrán a hacer su trabajo. No puede quedar ningún rastro de la presencia humana en el bosque. Está perdida. Tiene que esconderse. Se arrastra sobre la pinocha intentando borrar sus huellas. Quiere alcanzar un tronco caído y ocultarse tras él. Lo logra a duras penas. Lo alcanza, se agarra fuerte con los brazos, se impulsa y cae al otro lado. Dos ojos aterrados la miran fijamente. Un corredor se sujeta la pierna torcida. Ha buscado cobijo en el mismo escondite. No se hablan. Solo se miran y sudan en silencio. Tiene ganas de vomitar, pero resiste. Ahora solo queda esperar. Mamen toma asiento en la parte de detrás del Land Rover. Sujeta con firmeza la escopeta y respira intentando relajarse y concentrarse. Tiene por delante una larga jornada de trabajo. Quiere que su padre se sienta orgulloso de ella. La protección de los montes ha sido una tradición familiar desde hace décadas. Lo lleva en la sangre. Grandes plásticos cubren el suelo de los coches para poder ir recogiendo todos los desechos que encuentren en el camino. La hora ha 115


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llegado. Rugen los motores. Se ponen en marcha. ¡Adelante! En la pinada ya no se oyen pisadas, ni jadeos, ni ramas partidas. La naturaleza empieza a resurgir. Se escuchan algunos aleteos y el trino de los pájaros. Ahora empiezan a oírse los ecos lejanos de un motor. ¡Pam! Acaba de sonar un disparo. Se acabó el tiempo. La carrera ha terminado. Cuatro ojos horrorizados se miran fijamente mientras dos cuerpos humanos empiezan a temblar. Los limpiadores han emprendido su labor. Y son muy buenos. Hay que aguantar hasta la noche. ¡Pam! Ya llegan…

Aurora Rapún (España)

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La Mezquindad según Marcelo

Plinio

el Bizco 117


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Nadie protestaba... CAMINAR DANDO UN PASEO podría parecer un hecho inocente, pero lo cierto es que era un delito tipificado en las leyes de la nueva Esparta que podía ser duramente castigado, a menos que se fuese miembro del Partido «Aspa». Los juristas del régimen alegaban que denotaba una clara ociosidad con tendencia al individualismo y, por tanto, fácil el que cualquier persona se descarriara hacia el inconformismo. Por lo demás, la ciudadanía acataba esta y otras normas sin despeinarse, casi con dicha de vivir amancebados en un sabbath perpetuo, empleando para los desplazamientos el transporte público o el patín suspendido que llevado en bandolera podía servir, en caso de amenaza, como un AK-47. Y si caminar era algo estrictamente necesario, lo hacían gustosamente al paso de la oca. Marcelo terminaba su jornada de trabajo casi al anochecer y aprovechaba los tonos ocres, cianes, magentas, de los últimos rayos del día para proyectar sus ensoñaciones; lo hacía sobrecogido por el ocaso, sintiendo algo parecido al misticismo en cada composición celeste, impasible a los esguinces que sufría por el mal estado de conservación de las aceras que aguardaban a los peatones como trampas movedizas colmadas de baldosas rotas. Mientras, la gente a su alrededor avanzaba a paso ligero conducida por el navegador de sus gafas inteligentes; salían de trabajos inestables felizmente cosificados hasta el día siguiente para dirigirse al estadio o a los templos del comercio a descargar sus tarjeteros, marchando, eso sí, con el corazón en un puño porque un ataque no adelantara el 118

toque de queda y les impidiese tomar unas cervezas. Había una ley de gasto mínimo por la que cada ciudadano debía consumir lo asignado, el sistema admitía cualquier gasto ya fuera en ropa, tecnología o esparcimientos apócrifos. Con el paupérrimo sueldo que Marcelo ganaba como mozo de almacén le daba para darse pocas alegrías después de alcanzar el consumo mínimo que exigía el Estado, así que optaba por evitar cualquier tentación que pudiera comprometer su bolsillo, en especial las de las calles más concurridas que estaban invadidas por terrazas atestadas de gentío vocinglero y las sillas desplegadas como hiedras descaradas en colonización del espacio transeúnte. En cambio, por las calles más silenciosas y plazas solitarias lo que proliferaban eran las patrullas antidisturbios de drones en escuadrilla cayendo en picado sobre cualquier sospechoso antes de soltarle una ración de descargas eléctricas; después aterrizaban para identificarlo. Sobre todo, se cebaban con los yonkis, vagabundos y emigrantes, se decía que aquellas máquinas eran capaces de olfatear cualquier sustancia psicotrópica en la orina. De la nada podía surgir, de repente, como un mal encuentro en la tercera fase, un dron escoba con su parafernalia colorida de luces alternas llevándoselos consigo de inmediato. Nadie protestaba. Los noticiarios hacían un trabajo de mina deshonesto, alimentando el miedo de la población con rumores sobre masas informes de migrantes que llegaban en oleadas e iban ocupando los arrabales de la metrópoli casa por casa.


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Propagada la oscuridad, anunciada ya la noche, en las azoteas de los edificios se discernían con la habitual puntualidad pequeñas luces, faros misteriosos que ardían al anochecer como infiernillos iluminando un horizonte estrellado a la manera de un nocturno alucinado de Van Gogh. Marcelo esperaba en la puerta de su piso alquilado, una antigua torre de apartamentos amenazada de ruina por haber caído en las garras de «Craso&Ca», una corporación de fondos buitre que por medio de extorsiones se iban haciendo con el sector inmobiliario con el propósito de… bueno todo el mundo sabe la intención de un carroñero. De espaldas, sobre el marco, aguardaba que «el felpudo de pensamiento único» terminara de escanear los pasos dados durante la jornada, el «cómo», «cuántos», «dónde», y enviase un informe a la Cancillería. «Seguramente tendré que alegar que mis tobillos no me permiten caminar más deprisa», pensó Marcelo. Cuando pudo entrar al piso ya se oía el chisporroteo en el pasillo de unos huevos fritos, por el informe paralelo que había recibido el router de la cocina con las calorías que debían ser repuestas. Fue voraz, se lo comió todo mientras veía un documental del «Canal Nostalgia» en sus gafas opacas: «El triunfo de la voluntad». Marchó a la cama ignorando las habituales broncas, músicas étnicas y lloros infantiles que subían como manifestaciones de vida local a través de los patios. Antes de ponerse las smartglass en modo onanismo mandó alguna idiotez por las redes sociales. Un GIF publicitario le recordó que era la hora de «Hammurabi 2.0». Este era un programa enlatado de formato prehistórico para ser visto con toda la familia, del tipo «Un, dos, tres». Tenía el mismo estilo de paternalismo televisivo que se llevó

en el siglo anterior. Marcelo vivía solo pero buscó el televisor que guardaba semienterrado en un armario y lo conectó para verlo sentado en el sofá, junto al espíritu familiar de la mesa camilla. En cada una de las ciudades estado que habían sobrevivido al gran cataclismo se emitían programas similares que consistían básicamente en aplicar las leyes particulares de cada colonia por medio de votaciones populares. Sin otra intención de las autoridades que la pretensión no disimulada de que los ciudadanos de segunda clase y trabajadores esenciales tuvieran la sensación de que vivían en una democracia. Podía votarse desde cualquier gafa inteligente o en el mismo plató si se quería ver de cerca el espectáculo, sólo tenía que estar el votante al corriente de consumo. Además se sorteaban viajes insípidos por el «ager rústico» de la colonia y regalos inútiles de esos que no llegan a sacarse nunca de la caja, tipo gorro frigio para ver las ejecuciones como un jacobino. Las azafatas eran modelos despampanantes de androides humanizados a falta de alma que iban llamando candorosamente por sus nombres a los que iban a ser juzgados en primer grado; estos solían ser golfillos cazados en alguna torpeza: pícaros hambrientos, noctámbulos, grafiteros, «paseantes solitarios» o propietarios de libros no autorizados. Todos ellos eran reconducidos a campos de adoctrinamiento y penados además en el escrutinio con varios meses de ostracismo en redes sociales. La vida sin esparcimiento en la Nueva Esparta podía ser un largo purgatorio. La pequeña delincuencia como camellos, carteristas, conductores temerarios, etc., o simples seres violentos ya sufrían la aplicación de unas leyes determinadas con otros criterios más depurativos que solían traducirse en largos años de trabajos forzados. Pero el plato fuerte lle119


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gaba al final del programa, con el «ojo por ojo», cuando azafatas T34 aparecían como cawgirls en minifalda moviendo el chasis sinuosamente, chasqueando el látigo o disparando revólveres y tirando de una correa inmovilizadora de corruptos, asesinos, violadores, pederastas… Los comparsas presos solían implorar discursos vehementes atados de pies y manos, en un patíbulo previamente enfangado, sobre la revisión de su pena. Cosa que nunca se daba porque el emoticono para tal fin siempre estaba desactivado. Marcelo, después de mandar a «un corrupto sin escrúpulos» a sisar en el infierno, se sintió mejor, casi eufórico, borracho de justicia y verbo divino, lamentando no haber participado antes en ese «jodido» programa. Sirviéndose un copioso brandy para celebrarlo buscó «la muerte cristalina» de la duermevela en el sillón orejero. Poco después, cuando estaba a punto de domar el insomnio, escuchó señales de actividad virtual. Con sus gafas opacas visionó diversos mensajes. Uno de ellos le hablaba de que las ejecuciones eran un montaje. Los casos de corrupción tenían truco, bien se mostraba un individuo que nada tenía que ver con el desfalco en cuestión o si este era un personaje público nunca se le enfocaba cuando le crujía el gaznate, como se hacía con el resto. En realidad, la mayoría de las ejecuciones correspondían a vagabundos, drogadictos e inadaptados detenidos días antes. Todo era un montaje institucional de la diarquía: la corrupción, la pederastia, el terrorismo eran excusas para aplicar «la solución final» a todo el que estuviera al margen del sistema. Aquello le hizo reflexionar; recordó que le sonaba aquel tipo canoso que había votado para que le dieran garrote. Su identidad le pasó como un fogonazo, se aterró: era el mendigo al que en el día 120

de su boda dio una generosa limosna. Recordó su expresión de gratitud antes de que esta comenzara a martirizarle. Marcelo se sobrepuso al golpe y consiguió apartar de su mente la mueca final del desdichado. Borró el mensaje y eliminó el contacto que le había hecho la revelación, una relación fluida durante años desapareció sin más en la red. Pensó en que al día siguiente le esperaban los análisis quinquenales de la empresa, y que le iban a controlar entre otras cosas su nivel de «mezquindad en sangre». Si este le volvía a dar negativo estaría condenado a seguir secuestrado sin ver el sol, preparando pedidos en un paisaje artificioso de luces eléctricas durante otra temporada indefinida. La obstinación le hizo aventurarse en busca del triunfo de su mezquindad. Para conseguir este propósito subió a la azotea arrastrando un baúl de madera que ocultaba desde hacía años en el piso. Pesaba como un muerto ya que lo tenía lleno de libros no permitidos, autores prohibidos por la diarquía, sólo por eso Marcelo podría ser deportado de por vida con los enfermos crónicos, ancianos y migrantes llegados ilegalmente, más allá del mundo civilizado a la isla de los Plásticos. La noche palpitaba, el espectáculo sobrecogía como un fondo de oscuridad resplandeciente pintado por el Bosco, un horizonte urbano bajo la luna sembrado de luces anaranjadas mostrando misteriosas galerías desveladas por intermitentes llamaradas semejando ser altares improvisados donde vivaquea el fuego purificador de la Inquisición. En silencio, entre el barrunto de las sombras, Marcelo fue sacando las obras que había reunido, no sin sacrificios, a lo largo de su vida. Los simbolistas franceses, los diarios de Bloy, Chautebriand y Kafka, fueron la base de una pira escalonada.


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A continuación, las obras de escritores como Orwell, Roth, Céline, Lowry, se sumaron al holocausto... Cada página antes de prender se retorcía transformándose los libros en bucles ardientes de pensamiento inútil. Marcelo sintió por última vez el alumbre del conocimiento; fue una ráfaga fatua que atravesó su cabeza entre la oscuridad en ciernes y dejó tras de sí eclosionado el huevo de la sierpe entre una miríada de cenizas alzadas sobre la levedad de la nada.

Plinio el Bizco (España) 121


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Los mil y un puntos de la RAE Isidro Moreno Para José Antonio Barrionuevo y Fina Nieto

SEGÚN últimas declaraciones de la RAE acerca de la no obligatoriedad de usar el punto como signo separador en las cifras, además de otras exenciones, el PUNTO, indignado, se ha declarado en rebeldía y ayer, ante las puertas de la RAE, con representantes de casi todas las clases y especies de puntos, reivindicaban su ancestral labor y sus puestos de trabajo. Reporteros y periodistas nacionales e 122

internacionales asistimos a tan insólita cita, si bien, no se trata de la primera ya que, el pasado año, Isidro Moreno nos narró fielmente la concentración reivindicativa de signos ante la RAE, en su popular relato «Manifestación Lingüística» (Relatos para ratos, Ed. Letrame). En los alrededores de tan insigne academia, a través de las múltiples pancartas redondas, pendones oblongos y otros distintivos, pudimos conocer a


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muchos representantes sindicales de las diferentes clases, estratos y labores de los puntos. Mi primera entrevista al punto de la mañana, fue decepcionante pues no obtuve contestación alguna y con gestos, me indicó que preguntase al siguiente pues él era solo un punto y seguido. Tampoco obtuve mucho con la siguiente pareja, ya que se trataba del punto y coma, que tal y como se viene sospechando, su relación es algo más que una mera relación laboral, al fin y al cabo, el roce hace el cariño y no quise interrumpir su idilio. Lo mismo me ocurrió con el dueto «Dos puntos» que mantenían una amanerada discusión sobre la fiesta del orgullo gay. Colgados en la rama de un árbol, jugaban tres jóvenes puntos mientras que desde abajo, un punto y aparte les voceaba con autoridad: Os he dicho que sois suspensivos, no suspendidos. ¡Bajad del árbol! Aquello más parecía una feria que una manifestación reivindicativa. Unos palitroques desfilaban presurosos hacia unas cajas de cartón de las que cada cual sacaba un punto y se lo colocaba a modo de cabeza. Eran los puntos sobre las íes. No pude entrevistarlos pues corrían y reían como auténticas hienas, jiiii, jiii. También, además de unas cursis Ues buscando su diéresis, acudían a dicha caja muchos signos de admiración e interrogación, que como pollos decapitados y desnortados, buscaban un punto que ponerse por cabeza. En el suelo, se había dibujado una

cruz y en cada extremo se situaba un punto cardinal para orientación de los asistentes. En el punto N, junto al Punto Limpio, una barbacoa vendía chuletas al punto. El punto Este estaba despuntado y el Oeste, lejano. En el punto Sur, se concentraba el colectivo del Punto textil por el que descubrí puntos que desconocía, pues estaba el punto de cruz, punto de arroz, punto de ganchillo, punto nido de abeja, punto roma, punto gotas, punto calado… mareado por tanto punto, me dirigí al punto de encuentro donde encontré un desesperado punto de fuga buscando al punto G. Ni qué decir que no me hizo ni punto caso. A punto de empezar la lectura de reivindicaciones y queriendo rehacer punto por punto mi índice de los puntos asistentes, a punto estuve de tropezar con un puntillo musical de esos que, aun siendo pequeñitos, son capaces de añadir la mitad de su duración incluso a toda una redonda en el pentagrama musical. De pronto recordé que tenía mi Fiat Punto mal aparcado y peligraban mis puntos del carnet con otra nueva multa. Gireme rápidamente y por encontrarse en mi punto ciego, no vi un hermoso árbol a mi izquierda con el que me partí la ceja, afortunadamente un samaritano punto llamó a los puntos de sutura que rápidamente me cosieron y pude abandonar el lugar no sin antes dar las gracias al samaritano y ¡qué puntazo!, pues resultó ser el punto final.

Isidro Moreno Carrascosa (España) isidroantonio.wordpress.com isidromorenocarrascosa.blogspot.com 123


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Un ángel aburrido

Ilustración ángel: Humberto Nieto L. UN ÁNGEL, aburrido de la anodina paz celestial, escuchó la conversación de dos sabios recién llegados al paraíso. Hablaban sobre las ventajas de una buena lectura. Así que decidió descender por las noches a la Tierra para ir leyendo algunas obras literarias. Cada noche se colaba en una gran biblioteca y escogía un libro que leía hasta que el día empezaba a clarear. En cada ejemplar, y a modo de marcapáginas, colocaba una pluma que arrancaba de sus sedosas alas blancas. Hasta que una fatídica madrugada no pudo regresar al cielo. Sus alas eran frágiles, casi transparentes, y no aguanta-

Juana María

Igarreta

Escogía un libro... ban su peso. Tras múltiples intentos fallidos para remontar el vuelo, cayó al suelo extenuado, quedándose profundamente dormido. Ulises, el bibliotecario, llamado así porque su llegada al mundo fue toda una odisea, se encontró aquella mañana al serafín durmiente. Se le acercó con sigilo para evitar que despertara y recuperó el libro que todavía permanecía entre sus angelicales manos: La Odisea, de Homero. En sueños, ajeno a la realidad y bajo la mirada perpleja de Ulises, el ángel volaba una vez más, como cada noche, de regreso a su Ítaca celeste.

Juana María Igarreta Egúzquiza (España) Blog: palabrasquedanjuego.blogspot.com.es 124


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Huérfanos de Agatha (1890‐1976) Salvador Esteve Como un bodegón de muerte...

LA ANCIANA Y SOLITARIA SRA. BRIDGES, rica e influyente, abrazaba la mesa de su escritorio; estaba muerta. El joven policía local insistía en que se trataba de un suicidio, pero el comisionado, que tenía un apego inusitado a su cargo y viendo que este peligraba, mandó llamar a los más famosos detectives de la época.

Hércules Poirot se acercaba a la mansión con andar lento y ceremonioso, como si su cuerpo fuera una peana que portara el más preciado de los tesoros, su cerebro. Entró en el edificio con la parsimonia de un cirujano dispuesto a extirpar la verdad. Se despojó de su abrigo y, con mimo, lo colocó en el perchero. Un policía lo acompañó a la esce125


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na del crimen, pero sus ojos ya habían empezado a observar cada detalle de su alrededor. Miss Marple se apeó del automóvil ayudada por el chófer, al que ofreció una sonrisa, y, tan rápidamente como sus piernas le permitieron, se dirigió a la mansión; ansiaba esparcir su materia gris en cada rincón indagando mentes y comportamientos. Sus sentidos comenzaron a analizar cada elemento del entorno. Al dejar su sombrero, advirtió el abrigo de su colega, y un rictus de rabia ensombreció su angelical rostro. Al encontrarse, Poirot y Miss Marple se saludaron con frialdad, eran dos mentes en busca de una muesca más de justicia en sus afamados nombres. El cuerpo de la difunta estaba recostado hacia delante, la cabeza ladeada a la derecha, su brazo descansaba en la mesa esgrimiendo todavía una pluma entre sus dedos; al lado una carta con su firma.

A las autoridades competentes: Escribo estas letras para que nadie especule con mi muerte. Mi vida me pertenece y, amparándome en mi libre albedrío, voy a acoger la muerte sin temor. Mi existencia ha sido larga, a mi manera he sido feliz, pero con la soledad de la vejez siento que la enfermedad consume mi cuerpo y mis recuerdos. Antes de convertirme en una sombra, emprendo con ilusión y fe mi último viaje. Por favor, cuiden de mis animales. Firmado: Scarlett Bridges

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Número 7

En el suelo, una papelina con restos de polvo de color blanco, y encima de la mesa, un tintero, una botella de vino, una copa casi vacía y un frasco de pastillas. Eran los elementos que, a simple vista, se podían percibir en el cuadro, como un bodegón de muerte. Hércules Poirot fue el primero en hablar. —La sustancia de la papelina es cianuro, como claramente nos lo muestran sus labios azulados; sin duda, ha muerto envenenada. Y lo que me lleva a afirmar que se trata de un asesinato es la carta. Si ustedes se fijan, toda su grafía es perfecta. La pluma en su mano nos dice que la muerte le sobrevino escribiendo el mensaje, por lo tanto, el desfallecimiento rápido y progresivo que produce este tipo de veneno se tendría que percibir en la calidad de su letra. Dicho en términos siempre hipotéticos, pero creo plausibles, el asesino o asesina le obligó a escribir la carta antes de hacerle consumir el cianuro, y luego, preparó la escena para que pareciera un suicidio. Poirot fue raudo, no quería que la vieja carcamal se adelantara. Miss Marple observaba al enano con cabeza de huevo y bigote irrisorio, era perspicaz, pero ella diría la última palabra. —Estoy de acuerdo con el Sr. Poirot, aunque la carta nos dice taxativamente que se trata de un suicidio, en realidad ha sido un asesinato. He observado que el tintero está muy alejado de la Sra. Bridges y su brazo no llega para sumergir el portaplumas; alguien, sin duda, lo hacía por ella. El joven policía alzó su dedo, tembloroso y cohibido ante la presencia de las

leyendas. —Perdón… Llevo un rato observando los detalles y elementos de la habitación y mi opinión difiere un poco de la de ustedes. Creo que fue, sin duda, un suicidio. —Los afamados detectives lo miraron con burlona sonrisa—. Si les parece me explicaré, y espero no resultarles muy estúpido. »Creo que el veneno no es cianuro, sino arsénico, con efectos no tan fulgurantes pero igual de letal. El arsénico produce terribles dolores abdominales, de ahí el frasco de calmantes que hay sobre la mesa. Los labios amoratados de la víctima los ha ocasionado el vino, que como se puede apreciar es un borgoña del 26, especialmente exuberante en taninos. El portaplumas que yace entre los dedos de la víctima es la novedosa estilográfica Waterman, con depósito de tinta, y tiene la autonomía suficiente para escribir la carta sin necesidad de recargar. Pero el detalle que me asevera que realmente ha sido un suicidio es el pajarillo que está junto a la ventana, más concretamente un Carduelis carduelis. La Sra. Bridget tenía fama de ser una gran amante de los animales, como su carta nos recuerda, y observo que el jilguero tiene la jaula exageradamente llena de comida y agua. Deseaba morir, pero quería que su preciosa avecilla tuviera suficiente alimento y bebida; temía que tardaran demasiado en encontrar su cuerpo. Poirot y Marple salieron de la casa cogidos del brazo. Miraban al cielo desconsolados, ansiaban la lluvia de tinta, su inspiración; se preguntaban dónde se había ido su querida Agatha.

Salvador Esteve (España) 127


El Callejón de las Once Esquinas

Avance importante Silveria

Stallone Gracias, muchas gracias...

NO, NO, mis queridos ancianitos y ancianitas. No es verdad que una presunta bajada de vuestras pensiones, por parte de los Entes Superiores, sea una noticia catastrófica. ¿Que no se oye? Por favor, sonido, aumenten el audio. ¿Ahora mejor? ¿No hay nadie que me escuche? ¿Podrían levantar la mano aquellos que puedan entenderme? ¿Nadie? ¿Usted? Bien, con uno solo que nos compren128

da será suficiente, el resto aplaudirá por imitación. ¿Dónde podría estar mejor vuestro dinero que en manos de los entes superiores que, inteligentemente, nos gobiernan? Un grupo de hombres y mujeres cumplen la Ley de Paridad, entregándose por completo a su labor, que es la nuestra, y a velar por los intereses de vuestro colectivo, esencial para nuestro desarrollo; así será premiado vuestro esfuerzo de toda una vida.


Número 7

El hombre vuelve a levantar la mano. ¿Cómo?... Sí, con una dieta más equilibrada. A vuestra edad no conviene castigar con demasiado trabajo al organismo, comiendo a diario. Es un sobresfuerzo a vuestro estómago, riñones y, sobre todo, el hígado. ¿A que en vuestra larga existencia, ustedes han tenido más de una vez algún cólico biliar? Claro, no me extraña. ¡Comiendo tres veces al día! Eso sí que es un daño catastrófico para vosotros y para el resto del mundo. De ahora en adelante, contratiempos semejantes no tendrán lugar: se ingerirán alimentos los lunes, miércoles y viernes, y los fines de semana se descansará. En este hotel de cinco estrellas, donde residís gracias a nuestros impuestos, sus prestaciones sufrirán algunos cambios a favor. El anticuado método de cuidadores físicos, que vayan en vuestro auxilio, será sustituido por estos silbatos de última generación. (Silba). ¿Por favor, quieren distribuirlos? Gracias. Con un silbido, cualquier indisposición que se os pueda presentar, será detectada por el ordenador central; este dejará el suficiente intervalo para que vuestro cuerpo, que es sabio, se recupere por sí mismo, accionando sus defensas… No, no señor, esta innovadora medida, no implica ningún peligro, todo lo contrario…. Si esta remota posibilidad que usted apunta, tuviera lugar, nos estaría indicando que, como en todo, existe un periodo de caducidad en esta vida: los humanos no somos excepción. Entonces, se dará cuenta a los Entes Superiores y se organizará una muerte digna, muy digna, digna de un héroe silencioso, donde no tendrán cabida ni el dolor ni el sufrimiento, ni esas horribles operaciones que os van cortando en trocitos como si fuerais longanizas para los perros. Y así, alcanzaréis el descanso… eterno no, no hay nada eterno y menos

el descanso, pero sí el alivio de vuestros familiares más próximos y de las Arcas de los Entes Superiores. Se organizará un ritual fin de partida, al que acudirán todos los moradores y moradoras de esta mansión increíble. Todos y todas portarán los pitos, y uniéndose en comunión, surgirá la más bella y emotiva composición musical desde el Réquiem de Mozart. Sí, sí, mi estimado interlocutor, ese sonido es el adecuado para la dignidad de una muerte digna. Os reitero, mis adorables ancianitos y ancianitas, que debéis estar alegres, no hagáis caso de esos medios de comunicación aviesos, lenguas viperinas, que tratan de manipular las noticias, presentando como una catástrofe lo que en realidad es un avance. Son maléficos, ignorantes, no entienden nada. Quieren aprovecharse de vuestros nobles sentimientos para inyectaros inquina. Un veneno muy poderoso que destruye vuestras voluntades y deseos dignos. Sí, sí, apreciado interpelante, así se silba. Deberá dar clase a sus compañeros para conseguir un ritmo adecuado. Gracias, muchas gracias, por estos aplausos tan calurosos y cariñosos, mis queridísimos y queridísimas ancianitos y ancianitas. Equipo, ya podéis ir plegando. Ni una imagen más. Mi dialogante, interlocutor interpelante acaba de caer desplomado. Este ha sido su último silbido. (Se escucha una gran pitada. Se apagan los focos).

Silveria Stallone (España) 129


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Una niña al columpio

Carmelo

Carrascal

Rasga sin piedad la luz... LA PRIMAVERA HA LLEGADO A SU FIN, el verano asoma impaciente con su estallido de luz y los días se alargan. Los parques de la ciudad y este no es una excepción, bullen con el griterío de los niños que acuden a ellos. Me siento en el único banco que permanece libre, blanco a rabiar, se nota que lo acaban de pintar. Sobre todo me llama la atención un pequeño grupo de niños y niñas, de seis o siete años, que pugnan por montarse en el único columpio que pende del brazo más robusto de un ro130

ble persa. La niña que lo ocupa en estos momentos y reina desde las alturas se llama Carla. Carla, disparada como una flecha, lanza miradas desde lo más alto para enseguida dejarse caer con tal complacencia que despierta la envidia de sus amiguitos. Al subir imita al cohete impulsado y se expande por el aire, al bajar se desliza presa de vértigo como sobre un tobogán invisible. Ríe nerviosa y grita, se agita, la melena rubia y las faldas enredándose en el aire. Se amolda discipli-


Número 7

nadamente al ritmo que marca la alternancia de subir y bajar, montada en un artilugio que por su parte obedece a un férreo patrón obsesivo compulsivo. La estampa de esta niña, Carla, montada en el columpio embellece el parque como los árboles y las flores, derrama ingentes cantidades de sentido como si fuera polen. Alegra el corazón, es la viva expresión de que la ilusión de vivir tiene ganada la partida. El columpio canta su canción swing, su sí y no, su no y sí, interminable, que lo define y lo colma. Rasga sin piedad la luz, celofán que envuelve el parque, mientras imita el movimiento telúrico. Alterna mecánicamente el momento vivaz al subir y el apático al bajar. Unos vencejos que vuelan en grupo hacen un descenso casi en picado para contemplar de cerca las piruetas de la niña del columpio, que no cesa de balancearse, y se preguntan si ella, aunque implume, aca-

so a su manera esté ensayando el vuelo. Sí, el suyo es una suerte de vuelo feliz y bullicioso, muy divertido, pero que no va a durar mucho. Tal como acostumbra, la fatalidad llega sin anunciarse. En uno de esos formidables impulsos ascendentes del columpio, reforzado por una extraña ráfaga de viento con un poder inusitado, la niña Carla sale disparada y abandona el artilugio volando en dirección a las nubes. Alucinado, alzo de inmediato los ojos pero el follaje del entorno me impide seguirle la pista. No se ha vuelto a saber de ella. El columpio, abandonado a su suerte, sometido al inevitable leve balanceo de la cuerda del recién ahorcado, permaneció allí sumido en honda pena días y noches, en insoportable soledad, hasta que llegó el otoño y de tan fatigado se desplomó. Cayó entonces al suelo como las hojas secas y estas, compasivas, acabaron sepultándolo.

Carmelo Carrascal (España) 131


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Tranvía 88

Héctor Daniel

Olivera Campos Quizás estaba viviendo la vida que a mí me tocaba vivir...

AL TRANVIARIO no le gustó saber por su mujer que el nuevo inquilino de uno de los apartamentos de la quinta planta era español. No le caían bien los españoles, hasta hacía poco pensaba —por las películas que había visto en su niñez— que todos eran gitanos; pero ya por aquellas fechas —principios de 1967— habían llegado numerosos inmigrantes procedentes de España a trabajar a Frankfurt, así que más de uno ya se había subido a su tranvía. Lo que más le molestaba de los españoles era que 132

hablasen a gritos, algo que también ocurría con los italianos, estos últimos incluso gesticulaban más. El gobierno decía que eran necesarios para el desarrollo del país, que se necesitaba mano de obra. El tranviario había visto con consternación como, desde mediados de la década de los cincuenta del siglo XX, su país se estaba llenando de extranjeros en lo que entendía como una oscura, silenciosa y amenazante colonización. Los miserables de todas las naciones llamaban a las puertas de la gran nación


Número 7

germana que resucitaba del marasmo de la postguerra. Piadosamente a aquellas hordas se les denominaba gastarbeiter («trabajadores invitados»). En 1964 el gastarbeiter un millón recibió un ciclomotor como premio al traspasar las fronteras alemanas. Ahora los españoles llegaban a su comunidad de vecinos, pronto los tendría en el salón de su hogar tomando café. El tranviario no pudo evitar mostrar una reacción de sorpresa en su rostro, al encontrarse, tras su vuelta del trabajo, a un hombre joven de cabellos negros sentado en el salón de su casa tomando té con su esposa. —Cariño, es Daniel, el nuevo vecino español del que te hablé. El tranviario, lo primero que pensó es que el nuevo vecino tenía nombre de judío y vaciló en estrecharle la mano que el joven le ofrecía con entusiasmo. Además, ¿aquel tipo no tenía apellido? En los quince años que el tranviario llevaba trabajando bajo las órdenes de Herr Müller, todavía no se le había ocurrido dirigirse a él llamándole Hans, ¿y ahora a aquel judío extranjero al que le acababan de presentar debía llamarle por el nombre de pila? —¿Daniel? —Sí, Daniel. «¡Vaya! El judío extranjero sabe hablar alemán», se dijo a sí mismo el tranviario, nuevamente sorprendido. Hasta entonces los españoles que recogía en la parada de la estación de tren, los gastarbeiter que vestían trajes de pana o americanas baratas y acarreaban maletas de cartón no sabían ni decir guten morgen. —Cariño, Daniel es estudiante universitario, ha venido a Alemania a acabar sus estudios de…, ¿cómo dijo que se llama eso que estudia? —Filología germánica. —Me ha confesado que hace días que quería conocerte. Fíjate que pensaba que el rótulo que figura en el buzón era

una broma de mal gusto —apuntó la esposa. —Y usted es el famoso… —No, yo no soy famoso, es una mera coincidencia —interrumpió el tranviario al español con una indisimulada incomodidad—. Me he visto obligado a poner el nombre, si no, las cartas no me llegan. —No quería importunarle, disculpe si yo… —No hay de qué. —¿Puedo hacerle otra pregunta, aun a riesgo de molestarle? Ya me imagino que le fastidie que los extraños hurguen en el tema. —Diga. —¿Acaso es usted familiar de…? —¡En absoluto! Es más, le contaré algo que poca gente sabe. El padre de la persona con la que comparto nombre y apellido fue inscrito al nacer como Alois Schicklgruber, que era el apellido de su madre, porque él era hijo bastardo, y se llamó así hasta a los treinta y nueve años de edad, cuando acudió al notario del distrito y declaró ser hijo biológico de su padrastro ya muerto. El notario procedió a sustituir el apellido de la madre por el del padrastro y al hacerlo cometió una errata, suprimió una e y una d sustituyéndolas por una t. Como ve, es imposible que fuéramos familia, ni siquiera tendría que llamarse como yo. —¡Caramba, qué interesante! No lo sabía. Usted debe odiar a ese notario. Su tocayo fue un gran fraude, solo hay que ver cómo les embaucó, hasta su apellido era fraudulento —el tranviario asintió con un movimiento de cabeza—. Perdone que haya insistido, siempre me ha fascinado el fenómeno de la homonimia. —«¿Homonimia? Me está llamando homosexual», pensó el tranviario que no replicó al no estar seguro de haberle entendido correctamente—. ¿Sabía que hay personas inocentes que han aca133


El Callejón de las Once Esquinas

bado en prisión sin haber cometido más crimen que el de llamarse igual que el delincuente verdadero al que buscaban? Mi interés comenzó cuando supe que había una persona en mi país con mi mismo nombre y apellidos con el que no guardo ninguna relación de parentesco: Daniel Galván Viña. Siendo adolescente recibí por error una carta dirigida a mi tocayo con el siguiente texto: «Huye. Te han descubierto». El tipo vivía en la otra punta del país a cientos de kilómetros de mi domicilio; el cómo había llegado aquella misiva a mis manos es un misterio que solo conoce la empresa de Correos. Saber que alguien se llama igual que tú, pese a que tus apellidos son poco frecuentes, causa extrañeza; algo que tú creías que era tu marca de identificación, tu patrimonio personal e intransferible y resulta que es usado por otra persona en algún otro lugar; sientes como si te usurparan parte de tu identidad. Me entiende, ¿verdad? —El tranviario asintió con un movimiento seco y rápido de cabeza—. Desde que recibí aquella carta tan sugerente especulé con ese otro yo. Aparte de nombre y apellidos, ¿habría otras concordancias? ¿Tendríamos un aspecto similar o divergente? ¿Compartiríamos gustos, aficiones, lecturas…? También fantaseé con sus andanzas y con que quizás estaba viviendo la vida que a mí me tocaba vivir en una especie de destino paralelo o quizás al realizar sus propios actos me complementaba. Me decía que él era un criminal que huía —le habían descubierto— para que yo fuese una persona respetuosa con las leyes. El haz y el envés, el yin y el yang, no sé si me sigue. El tranviario pensaba que el español tenía demasiado tiempo libre; si tuviera que conducir ocho horas diarias un tranvía acosado por el tráfico rodado, no se devanaría los sesos pensando en estupideces. No obstante, no quería ser 134

maleducado, a pesar de haberlo catalogado ya como un cretino. —Dicen que todos tenemos un doble —respondió el conductor de tranvías con condescendencia. —Eso no está científicamente demostrado, aunque hay personas con parecidos asombrosos. Pero lo que puedo asegurarle es que hay quienes comparten entre sí nombres y apellidos cuyas coincidencias son tan improbables como pasmosas. ¿Se ha percatado de que no hay ningún gran personaje histórico —salvo los reyes, claro— que repita su nombre? La Historia es sabia en singularizarlos. Tengo una teoría al respecto: cuando aparece un gran hombre, los que se llaman como él mueren en el anonimato, el hombre ilustre los eclipsa. —Así que yo no haré nada en la vida, ¿es eso lo que quiere decir? —Por favor, no se ofenda. Su mujer me ha dicho que es usted tranviario, que conduce el tranvía número ochenta y ocho. Mejor que nadie sepa de usted, un modesto tranviario, que pasar a la historia como su tocayo, la encarnación del mal. —El tranviario desvió su mirada hacia el reloj de pulsera; cada vez le disgustaba más mantener aquella conversación absurda. El invitado pareció darse cuenta de la impaciencia del anfitrión—. Bueno, ya les he entretenido demasiado con mi verborrea, ha sido todo un placer el conocerles. Señora, muchas gracias por el té. Adiós. El tranviario, que no quería pasar por descortés, se descolgó con un último comentario, cuando ya había abierto la puerta del apartamento para que saliese el joven español. —Espere. —¿Sí? —¿En su país hay gente que se llame igual que ese dictador que tienen allí? —¿Franco? Sí, claro, es un apellido común. Pero si tienes la desgracia de lla-


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marte Franco y le pones al niño de nombre Francisco, es que eres muy… franquista. Conozco a varios Francisco Franco e incluso a un Amado Franco. El tranviario rió con aquello de Amado Franco. «Desde luego —pensó— había gente aduladora y servil». —Un judío curioso —proclamó el tranviario apenas salió por la puerta el vecino español. —¿Y por qué tiene que ser judío? —preguntó Herta, la esposa del tranviario. —Llamándose Daniel… —Esos que vienen a molestar los domingos por la mañana también les ponen nombres judíos a sus hijos. —Sí, esos…, los Testigos de Jehová. Tampoco me gustan —dictaminó el marido. —Además en España no hay judíos, allí lo que hay son muchos gitanos. —Me extraña que allí no los haya, judíos hay en todas partes. —Los reyes de España expulsaron a los judíos pero se quedaron con los gitanos. Lo leí hace poco en una revista en la consulta del dentista. —Hicieron un extraño negocio. —El joven me cae bien, habla nuestro idioma. —Con un acento espantoso. —¿Y cómo hablarías tú español? Además, en la nueva Alemania se supone que hemos superado esos prejuicios de la época del Tercer Reich. —Sí, claro. Pero desconfío de los españoles, sólo hay que ver cómo torturan a los toros y cómo disfrutan con ello, ¡son tan bárbaros! Dos días después de la visita del español, Herta informó con alborozo a su marido que el vecino extranjero no solo no era judío, sino que era católico al igual que ellos dos, bávaros de nacimiento. El vecino le había dicho que España era un país muy monótono en cuestión de creencias religiosas. «Allí to-

do el mundo es católico; hasta los ateos son católicos». El tranviario y su vecino español se cruzaron repetidas veces subiendo o bajando las escaleras en los meses que siguieron a aquella singular visita. Para alivio del chófer, el joven nunca volvió hacer mención al nombre del tranviario y las breves conversaciones que mantuvieron giraron en torno al tiempo que hacía y otras intrascendencias. No obstante, en una ocasión el español le preguntó al tranviario la razón por la que no singularizaban a los tranvías de la ciudad por un nombre relacionado con la ruta que efectuaban, «como en Nueva Orleans que hay uno llamado Deseo y otro Cementerios», en vez de seguir utilizando una cifra, algo que le parecía aséptico, impersonal y difícil de memorizar. El tranviario le recordó que aparte de identificarse cada ruta con un número —él conducía el ochenta y ocho— todos los convoyes llevaban en su parte delantera un cartel indicando el nombre de las dos paradas extremas entre las que circulaba la línea. A principios de septiembre, Herr Müller, el encargado del tranviario, amonestó al conductor por no llevar visible la placa con su nombre grabado prendida en la chaqueta de su uniforme, tal como era preceptivo. El tranviario se disculpó y prometió a su supervisor que en adelante la llevaría. A mediados de octubre, una matrona ancha y espléndida subió al tranvía número ochenta y ocho que conducía el tranviario, parapetado detrás de ella, y sin que le diera tiempo al chófer a reaccionar, subió la figura delgada y encorvada —córvida— de Herr Müller, que se percató de inmediato con su mirada torva de que el tranviario conducía nuevamente sin lucir su placa identificativa pese a que le obligaba el reglamento de la empresa. Müller no se anduvo con rodeos, no solo le amonestó, sino que le 135


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dijo que le abrirían un expediente por la infracción y que esperase como mínimo una sanción equivalente a una semana de suspensión de empleo y sueldo. Cuando Müller se apeó en la siguiente parada, el tranviario sentía que le hervía la sangre. ¿Acaso aquel cerdo no sabía de sobras cómo se llamaba? Entonces, ¿cómo podía exigirle que llevase la chapa de mierda? La última vez que la llevó, un viajero de aspecto truculento le enseñó un brazo tatuado con números y le escupió en el rostro. Se oyó protestar a un pasajero, el incidente había desconcentrado al tranviario y este se había saltado una parada. Sin darse cuenta, el conductor pisaba el acelerador más de la cuenta, el tranvía cabalgaba sobre el camino de hierro despidiendo chispazos de furia en la catenaria. El tranviario siguió maldiciendo su suerte: claro que había estado en las juventudes hitlerianas, como todos los chicos de su edad, era obligatorio; y por supuesto que había servido en el ejército durante la guerra, como otros muchos millones de alemanes más, de no haberlo hecho lo habrían fusilado por desertor. En cambio, Herr Müller había estado en las SS y solo el diablo sabría a cuántos judíos, gitanos y polacos había exterminado su supervisor y nadie osaba molestarle; era alguien respetable al que había que dirigirse con deferencia. El tranviario se sentía tan culpable del pasado infame de su país como el más inocente de los alemanes; entonces, ¿por qué debía acarrear aquella cruz que nadie más llevaba? ¿Por qué debía él ofrecer unas explicaciones y esbozar unas disculpas que no exigían al resto de sus compatriotas? Todos los alemanes supervivientes se afanaban en culpar a Hitler de lo ocurrido, pero él solo no llevó a cabo la guerra y el Holocausto; todos fueron culpables… o todos fueron inocentes. Significarle a él —un humilde tranviario— por encima de los demás 136

era un acto hipócrita, un ejercicio de fariseísmo nominativo. Se oyó protestar a un segundo viajero, y a un tercero y a un cuarto; el chófer se había saltado una segunda parada y todo el pasaje le recriminaba su conducción en una tumultuosa tertulia típicamente latina pese a que todos ellos eran genuinos alemanes. El día acabo mal, hasta muy avanzada la noche el tranviario no pudo regresar a su hogar. En el zaguán de su edificio se tropezó con el vecino español que al ver su cara desencajada le preguntó si se encontraba bien. —Vengo de declarar en la comisaría de policía. Acabo de matar a un hombre —respondió el tranviario. —¿Qué? —Disculpe, me he explicado mal, aún estoy aturdido por lo ocurrido. Quiero decir que he atropellado a un peatón. —Lo siento mucho. —Creo que salió de un hotel. No lo vi, cuando me di cuenta ya fue demasiado tarde. Ha sido un lamentable accidente. Era español como usted. Al día siguiente, el joven español detuvo al tranviario que en aquel momento descendía por las escaleras. —¿Sabe cómo se llamaba el hombre al que atropelló ayer? —Lo siento, me dijeron el nombre, pero ahora mismo no lo recuerdo. —Era Víctor Seix, de la editorial Seix y Barral. —¿Acaso ese señor era famoso en su país? —¡Ya lo creo! El mayor editor de España; cada vez que se le recuerde y se aluda a su muerte, saldrá su nombre a relucir, es un dato demasiado llamativo como para omitirse. Vecino, acaba usted de entrar en la Historia…, bueno, más bien en la anécdota que es la fase embrionaria del hecho histórico. Apenas unos meses antes aquel españolito había pronosticado al tranviario que sus actos y el recuerdo de su


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persona terminarían sepultados bajo la densa corteza del olvido y ahora le aseguraba que sería conocido con motivo de aquel atropello. El tranviario no pudo evitar sonreír quedamente. Si era cierto lo que aquel español contaba, Adolf Hitler —que así se llamaba el tranviario— acababa de ingresar en la Historia y, al igual que el Führer, lo había hecho matando.

Héctor Daniel Olivera Campos (España) Blog: hectoroliveracampos.blogspot.com.es

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El libro

Esparvero

«Sólo eran falsas las circunstancias, la hora y uno o dos nombres propios» .

«Emma Zunz» Jorge Luis Borges

ESTO SE ACABA. Mi vida también, pero no importa; soy algo viejo y cada movimiento de mi cuerpo es un dolor. Y estoy acabando mi libro. Soy un buen hechicero y espero que su profunda sabiduría me perdure. He gastado, que no tirado, mi vida en su desarrollo. Poco es de mi cosecha; ha habido muchos sabios antes y de ellos he tomado su saber. Lo he escrito con mi sangre. He teni138

do miedo de que no me quedase bastante, pero los Dioses Antiguos cuidan a sus fieles. Hay en él algo de Historia de la Magia y al final están los conjuros más terribles. Quien lo lea completo enloquecerá. Yo ya estaba loco antes de acabarlo, pero no por su poder sino por los desvelos de un falso inquisidor en España. No lo mencionará la historia. Torquemada, a su lado, era un clérigo


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demasiado celoso de su tarea. Cuando tras la suficiente tortura la bruja o el hereje confesaban, la hoguera los llevaba al cielo. Este otro, cuyo nombre no escribo para que no perdure, fue expulsado por Torquemada de la orden dominica, pero el sacerdocio, aunque fuese comprado vergonzosamente, no es retirable. Su inmensa fortuna le permitió construir una iglesia en medio de su feudo, con aspecto de santo monasterio. Un altar sin consagrar presidía la gran capilla. En él se realizaron sacrificios, la mayoría humanos, a los dioses nuevos y antiguos, pero la columna de humo jamás se elevó hacia lo alto indicando la aceptación del sacrificio por la deidad. Eso incrementó su odio a todo y a todos. No estaba loco. Personificaba la maldad pura y perfecta, la que actúa sin motivo. Torturaba a los infelices que sus esbirros le traían hasta hacerles abjurar de su herejía, luego hasta volverla a aceptar y así hasta que ya no podían contestar y él disfrutaba con su dolor y lenta agonía. Acababan en una profunda fosa común, no siempre muertos. Yo fui uno de ellos. Mi fortísima alma de hechicero, curtida en una vida dura, fue quebrada por el dolor, ¿os lo imagináis? ¿Sabéis la de conjuros y sortilegios que puedo invocar en mi protección? Cuando casi enloquecido de dolor invoqué el «Conjuro Último», que los magos evitamos pues quita la razón a quien lo lanza, mi locura franqueó ya el límite. Funcionó. Se intercambiaron nuestros estados, yo quedé libre y él, encadenado. El precio fue alto pero lo pagué a gusto. Veo desde entonces a los ángeles y demonios de todas las religiones, a los espíritus de los muertos y a todo lo horrible sin nombre que circula entre los

mundos intermedios. Perdida hace mucho mi alma, perdida también mi cordura, me esforcé en acabar el libro antes de que mi vida terminase. Los siervos del clérigo habían huido aterrados del feudo que ahora era prácticamente mío y ni los ladrones se atrevían a entrar. Encerré en la mazmorra más profunda a mi enemigo y le dejé agua, pero no comida. Su piel iba a ser el forro de mi libro y necesitaba que no estuviese tensa. Con este tema de la «encuadernación» incorporé dos pecados a mi colección que aún no había podido experimentar. Uno, la venganza, dulce por cierto. Mi conjuro para que la piel humana, estando aún vivo el dueño, se traslade a un libro, no lo he escrito. Es un proceso largo y MUY doloroso. La rabia y el odio del sujeto fluyen así hasta la piel del libro, y allí permanecen para siempre, ahuyentando a polillas y roedores ávidos de pergamino. Su ausencia en el texto equivale a que nadie sabrá hacer un libro similar. Estúpido orgullo, otro pecado nuevo para mí. Para completarme pequé algo de impiedad. Algunos dioses no quieren esclavos sumisos, sino siervos fieles que obedecen cuando quieren y porque quieren. He desechado ya la parte sobrante del libro que, viva aún, ha bajado a su infierno particular. Pobres diablos, cuánto van a aprender. El volumen ha quedado perfecto; su tacto frío y húmedo, como piel de sapo, recuerda a su dueño. Ahora, los diablos de muchas religiones me rodean, anuncio de mi próxima muerte, y me urgen a elegir por qué infierno me decanto. Me queda sangre para llenar una vez más la pluma. ¿De qué me olvido? ¿Vienes ya? Me queda poca vida y se me llevarán estos advenedizos... 139


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Llega por fin mi guía, Nyarlathoteph, el Caos Reptante, el avatar del dueño del espacio y el tiempo, Yog-Sothoth. ¿Qué me dice? No oigo con este bullicio loco de diablillos y espíritus. Ah, me indica que firme. Perfecto, con letras grandes y así peco además contra la humildad. Con mis últimas gotas de tinta: Abdul Al-Azhred

Esparvero (España)

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Pena de daño Giancarlo Andaluz Queirolo Ypor si fuera poco el estar trabado de flaco, vivía, si es que todavía vive, aplastado por el odio como por una piedra; y válido es decirlo, su desventura fue la de haber nacido.

Juan Rulfo

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SEGURO QUE NO HAN DE SABER toda la verdad, sino aquella ficticia que inventara el joven Juan cuando pasó por este endemoniado pueblo allá por los años cuarenta, tomando fotos a diestra y siniestra con su cámara Leica. De eso han pasado ya muchísimos veranos y es lo más seguro que yo esté seis pies bajo tierra, viendo a las dalias crecer desde la raíz. Y de ser así pues bien merecido lo tengo, por lo que hice y por lo que pensaba hacer si tiempo me daban. Para una vida así de azarosa hubiera preferido morir como mis hermanos, aun si mamá se hubiera quedado en la total ruina celebrando mi entierro entre coros infantiles, alabanzas y tibias canelas para los invitados a mi velorio. Pero no fue así y para mi mala suerte tuve que sobrevivir a esa maldición, y peor aún, para que vayan entendiendo bien mi vida maldita, en lugar de que mamá me pariera muerto como estaba previsto después de varios hermanos no nacidos, fui yo el que le di muerte al nacer y no mi hermana, que es mayor que yo y no como ustedes suponían. Sépase que no hago esto para excusarme de ningún modo, si estoy acá en este momento es porque mi propia vida me condujo a este paraje agreste y terroso de donde ahora les cuento estas cosas, que tal vez no deseen oír pero igual me da, pues ya comencé y como saben los que me llegaron a conocer, no puedo detenerme ahora. Testigos son este infernal sol encaramado en lo más alto de la celeste bóveda que envuelve este olvidado pueblo y que no descansa nunca, y esta agreste tierra que me parió hace ya veintitantos años. Y me parió así, resignado por pobre y por inútil; porque uno nace para 142

ser algo y yo nací para ser ambas cosas. Todos mis problemas comenzaron cuando chico, la noche aquella que tío Fidencio llegó a casa del abuelo con sus dos hijas, la Dorita y la Lupe, a quedarse por un tiempo que resultó ser todo el tiempo del mundo. Las dos eran totalmente distintas la una de la otra, y ambas ni por asomo tenían algún rasgo, por más mínimo que fuera, que hiciera pensar que eran hijas del tío Fidencio. Dorita, la chaparrita, o como le decíamos acá en la casa y luego en el pueblo, la arremangada, era la que algo tenía de la familia, y eso era, además de la redonda cara de plato, el entrecejo siempre arrugado, como si un aire fuerte del desierto le hubiera paralizado la cara en el momento exacto de un enojo frenético. En cambio la Lupe, que era más bien todo lo contrario a la Dorita por ser muy alta y muy delgada, parecía haber sido recogida de algún sueño robado, pues no tenía ni el mínimo rasgo de un Gómez en su más bien condescendido y esbelto cuerpo. Hice amistad inmediata con la Dorita, porque a los dos nos unía la repulsión que sentíamos por los constantes ataques de hipo de mi prima la altota. Parábamos de arriba abajo como socios de la soledad, compartíamos de todo, y ese todo incluía hasta nuestra privacidad. Con ella tranzábamos negocios para llevarnos algunas monedas al bolsillo; apostábamos centavos en la rayuela y en las trácalas con los otros niños del pueblo y siempre ganábamos. Me ayudaba a juntar clavellinas y mangos del jardín de atrás de la escuela que vendíamos luego a la salida o al recreo. También le pedía plata a su padre para comprar naranjas con chile en la portería a dos centavos y luego se la re-


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vendíamos a los niños mensos a cinco. Buenos tiempos aquellos. Recuerdo que solíamos pasear de tarde por las calles menos concurridas del pueblo buscando rejas abiertas, para luego entrar y robarnos cuanta chuchería encontráramos; trompos, zumbadores, canicas y hasta mayates verdes, que luego rifábamos los viernes a la salida de la escuela entre los incautos que pagaban hasta dos centavos por una rifa mal hecha. Eso lo hicimos unas cuantas veces nada más porque la gente comenzó a sospechar que eso de la rifa estaba arreglado, pues solo ganaban nuestros amigos más cercanos, que a decir verdad no eran muchos que digamos. Entonces el llorón de Segismundo, que se había gastado toda su mesada en rifas para una bolsa de canicas ágatas no supo explicarse cómo fue que no ganó si casi tenía el talonario completo en la mano, y así estalló la patraña y se acabaron las rifas de los viernes. Pasábamos bastante tiempo juntos, tanto que la gente comenzó a hablar mal de nuestra amistad. Pero cuando crecimos, esa amistad fue decayendo y nuestra unión ya no era tan fuerte como al comienzo. Aprendí a darle su espacio y ella a darme el mío. La solía ver de reojo alejándose por los cañaverales en compañía de su hermana la Lupe y otras niñas de la escuela que nunca llegué a conocer. Hasta que se alejó también de la tonta de Lupe por eso de sus ataques de hipo y terminó juntándose con dos chicas chaparritas como ella y revoltosas como ninguna. Armaban desmadres por todas partes; en los mercados, en las juguerías, hasta en la peluquería de don Refugio. Yo, en cambio, comencé a parar con ustedes, a pesar de todas las jugarretas que les hice. Pero bueno, eso es tiempo pasado, y del pasado es mejor no hablar. Recuerdo que solíamos ir donde mi cuñado, el idiota de Nachito, que quedó

tarugo después de su casamiento, por lo que la Inés tuvo que abrir un tepache allá en el camino real, donde solíamos ir a escuchar las desafinadas canciones que Nachito tocaba en la mandolina y a beber hasta el momento justo de huir sin pagar la cuenta. Las cosas habían cambiado mucho, pero estaban bien, o al menos lo estuvieron hasta la tarde aquella en que nos encontraron a la Dorita y a mí metidos en un aljibe seco junto a los lavaderos de la escuela, que era donde solíamos escondernos y pasar las primeras horas vespertinas explorando nuestros cuerpos, con el calor de nuestra edad y la maña de nuestra sangre. Fue en ese instante que se acabó todo, hasta los buenos tiempos tienen un mal fin, decía mi abuelo Dimas desde su mecedora rota, y tenía razón, no porque le creyera, sino porque me tocó vivirlo. La vergüenza no se borra con nada, Dorita. Ni el tiempo pudo sanar este dolor de orejas que aún tengo desde la tarde que me descubrieron jugando torpemente bajo tus calcitas blancas. Tampoco borró las burlas de los compañeros reunidos en el patio de recreo —todos con sus trajes oscuros bajo el fuerte sol del desierto—, apuntando sus índices contra nosotros, que no pudimos hacer nada más que mirarlos llenos de vergüenza y de rencor. Tampoco sanó la paliza que me propinara tío Fidencio cuando llegué luego a casa, una tunda que por poco y me mata. Entonces no tuve más opción que huir. Estuve un tiempo vagando sin rumbo como un coyote por desiertos desconocidos, viviendo malamente con las mañas que había aprendido de niño y que traté de olvidar de joven. Recibí muchas golpizas que casi me llevaron a la muerte. Escapé muchas veces de sus brazos, tantas que pensé que nunca me alcanzaría. Hasta hoy. Como me habían echado sin terminar 143


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el colegio, no tuve más opción que malvivir como fuera. Buen tiempo la pasé de aventado, hasta que un buen día del Señor, decidí que esta no era la manera correcta de vivir, y así de decidido, enfilé directo hacia la gendarmería a inscribirme en el cuerpo. Así lo hice. Tuve muchos problemas para formarme de policía. Pleitos, denuncias, encierros, castigos. Después de unos años pude enderezarme y hasta logré graduarme de gendarme. Me desempeñé como tal en algunos pueblos del interior del estado de Colima, como en la cofradía de Juárez, en El Chical de Coquimatán, y antes de regresar aquí, en Salagua, Manzanillo. Pero la tierra llama, y a pesar de todo lo que me tocó vivir en este infierno abandonado, hice hasta lo imposible para salir destacado a Comala. Entonces, una mañana del Señor regresé por este mismo caminito dispuesto a rehacer mi vida. Y así fue por un tiempo, hasta que ocurrió lo de Nachito y todo se fue al diablo. Tenía la idea de llegar al pueblo como un forastero y comenzar una nueva vida desde cero. Papá había fallecido ya, y tío Fidencio había regresado a Michoacán con sus dos hijitas. Sólo quedaba Inés con el menso de su marido y los viejos amigos que como ustedes no habían logrado escapar de este lugar. No se lo echo en cara pero es la verdad; este lugar te atrapa, como arena movediza que imposibilita el escape. Y en el fondo no es más que un mero pueblito triste y abandonado a su suerte. Yo logré escapar, aunque más cierto es que me echaron como a un perro de aquí después de descubierto lo mío con Dorita. Error de cálculos, si no aún seguiría aquí, o seguro ya hubiera muerto por ahí, y a nadie le hubiera importado mucho, como ahora. Por eso no me explico que hacen ustedes acá en mitad de mi camino, atrasando mi plan. Que yo sepa, nunca fuimos 144

muy amigos que digamos. A ti, Anastasio, si mal no recuerdo, hasta antes de que me echaran de Comala me querías matar por lo que pasó con la Prudencia, tu mujer, y sí, fue verdad que tuvimos algo allá en El Remate, aunque sólo una vez nomás. Y tú Cuauhtémoc, no logró entender qué haces tú acá si a ti fue al que más jodí. Ya olvidé cuántas veces te molí a golpes después de clases en el descampado atrasito de la escuela, donde los mangos y los naranjales crecían libres de la amenaza del tiempo y la sequía. Y todo porque siempre te estafaba con las rifas y jugando a las canicas y tú terminabas llorando todo sucio arrinconado junto a la choya en el círculo de tierra, tratando de taparla con tus estúpidos dedos. Un desastre. Y qué puedo decir de ti, Segismundo Flores, hermano de Estelita Flores, la niña más linda de la escuela y de todo Comala, la niña que a todos dijo no, salvo a uno y ese fui precisamente yo, el peor partido del pueblo. ¿Qué están haciendo acá, muchachos? Ya bastante tengo con lo de Nachito como para soportarlos ahora a ustedes. Saben que estoy robando aire en este mundo, ya va llegando la hora de partir y la rama espera, así que por favor, déjenme solo. Yo que pensaba que nada volvería a ser como antes, qué equivocado estaba. Era dejarse llevar por los leves vientos del oeste de vuelta a casa otra vez, pero ya no igual, nunca más como antes. Había cambiado, ahora era un hombre distinto a ese que tuvo que abandonar el pueblo un tiempo atrás. Ese hombre ha crecido y ha cambiado su manera de ver el mundo, y ha decidido regresar para darle otra oportunidad a los suyos. Pero no, este pueblo sigue igual que antes. En mis visiones me veía por la plaza del pueblo vestido con mi uniforme azulino, andando de un lado a otro, viendo cómo me miraban, ya no con


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burla, sino con respeto. Ha regresado hecho un hombre de bien, dirían las chismosas del pueblo antes de entrar a la peluquería de don Refugio, los ojos voltearían a verme desde el mercadillo, de la juguería. Entonces me sentiría bien, complacido por primera vez conmigo mismo, y regresaría a la escuela a visitar a los viejos maestros, y todo lo pasado se hubiera perdido en sus memorias sólo con verme convertido en lo que ahora soy. Y regresaría también a la iglesia para darme una oportunidad más con el Altísimo, porque es bueno estar bien con Dios. Buscaría al padrecito de turno para confesar mis pecados y ahora sí que me escucharía. Cómo no, señor, es usted bienvenido a la casa de Dios, diría. Y luego de unas horas saldría yo con el alma limpia y con la conciencia tranquila, en paz con Dios y conmigo mismo. Entonces al fin podría ir a la tumba de papá Urbano a llevarle las dalias que tanto le gustaban y le pediría perdón por haber sido el hijo que fui. Y estaría loco de contento al oír mi nueva voz y por supuesto que me perdonaría porque si Dios me perdonó por qué no él, un simple mortal muerto. Todo eso tenía pensado hacer a mi regreso. Trabajaría duro para limpiar mi apellido, porque eso es algo con lo que he tenido que vivir siempre. Al volverse mamá loca, no tuvimos más remedio que dejarla a su suerte. Hartos de verla husmear entre la basura decidimos deshacernos de ella, y como estaba reloca ya, no fue un problema dejarla en el basurero de junto al mercado, donde tantas malas tardes pasé buscando qué comer. Me daba asco vivir de esa forma; removiendo la basura, juntando rabos de cebolla, ejotes y cañutos de caña para comer. La pobre berenjena, como le decían a mamá en el pueblo, cada hombre en su vida significaba un nuevo embarazo y eso también un nuevo muerto en la familia. Poco a poco fue perdiendo

su dinero montando grandes velorios, fastuosos entierros a mediodía para sus hijos muertos. Pobre mujer, bastante loca ha de haber estado para enterrar a sus hijos nacidos muertos. Ella creía que hacía bien, y lo que hizo que perdiera la poca cordura que tenía fue que le sobreviviera su primer hijo, les hablo de mi hermana la mayor. Y peor se puso cuando oyó el llanto de un segundo niño, o sea el mío, aquella noche en casa, y cuando al fin me callaron los chillidos de recién nacido, su corazón no aguantó más, y ahí nomás dejó de latir. Pobre, pobre mamita mía. Entonces papá tuvo que llevarnos a casa del abuelo y ahí crecimos como pudimos pues papá trabajaba como mula todo el día, y trabajó igual hasta su muerte en pleno campo de frijoles, que fue donde su corazón se detuvo para siempre. Luego el abuelo se quedó a cargo de nosotros, pero estaba como muy ausente de todo alrededor de lo loco que estaba el pobre. Andaba de un lado a otro dirigiendo pastorelas y recitando ese condenado poema de rezonga ángel maldito, infestado hasta la canícula de la influenza. 145


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Y volvimos a estar solos otra vez, solos mi hermana y yo en esa gran casa lúgubre y lastimera. Hasta que apreció, como uno de los tantos fantasmas de Comala, el tío Fidencio con las dos niñas de sus ojos; entonces todo terminó yéndose al diablo definitivamente. Aunque esa parte ya la saben al detalle, así que no ahondaré más en esa parte de la historia que acabó hace mucho tiempo atrás. Uno de los motivos que me trajo de vuelta al pueblo fue, aunque no me crean, la niña Dorita. Como sabrán, ella y yo pasamos mucho tiempo juntos aplanando las calles, haciendo de las nuestras, y no es de extrañarse que al final de nuestra niñez el motivo oculto de nuestro alejamiento haya sido la atracción que sentíamos el uno por el otro. Y ese día del aljibe fue nada más la gota que colmó el vaso de nuestra pasión, que fue volteado de manera tan abrupta que ni tiempo tuvimos de arreglar las cosas de ese desmadre provocado por el maestro Candelario. Luego la paliza que me propinara tío Fidencio fue nada más que la cereza del pastel, porque después de esa retahíla de golpes, además del descanso obligado, me esperaba el destierro de estas mis tierras de siempre. Pero nunca pude hablar con Dorita, y a eso es lo que he venido. No he tenido ningún tipo de comunicación con ella desde que abandoné Comala hace ya varios veranos. Pero me he enterado que está ahora en su tierra, en Michoacán, y como que ya es muy tarde para explicarle las cosas. Y todo por culpa del idiota ese de Nachito, y sus sonseras de siempre. Como se le habrá ocurrido que lo que yo quería era escuchar su poco melodiosa voz y ese insoportable sonido de la mandolina justo a las ocho de la noche, en el momento que se oía el toque de ánimas. Y lástima que tuviera yo una mala tarde en el pueblo, donde todo el mundo me miraba como un 146

apestado, un advenedizo indeseable al que exigían los ojos mudos que se largara de una vez y para nunca más volver. Y más lástima que aún yo tuviera mi máuser para darle de culatazos con toda mi rabia, porque era rabia y no nostalgia lo que me había dejado el pueblo esa primera tarde en la plaza. Uno tras otro se dieron los golpes, golpeaba sin mirar y Nachito se defendía sin noción alguna de saber si lo que estaba haciendo estaba bien hecho. Y así le rompí la mandolina al décimo culatazo, y así también su cabeza como al cuarto y su nariz al sexto. Al decimoquinto golpe presentía que Nachito ya no estaba con los vivos pues juro que lo vi de pie en una esquina solitaria al lado del mismísimo fantasma de Pedro Páramo. La ira contenida me había vuelto loco, no sabía lo que hacía allí dándole de golpes al infeliz de Nachito, pero la cuestión fue que no me detuve en ningún momento, cegado por no sé qué sentimiento oculto salido intempestivamente a flote, hasta que apareció aquel fulano de entre la muchedumbre que rezaba tranquilamente en la iglesia y las cosas se sosegaron, pues aquel tipo que hasta ahora no logro ubicar en mi memoria, me despojó de mi carabina y… bueno ustedes estaban allí presentes, así que saben lo que ocurrió luego. Por eso es que al amanecer me he despertado todo adolorido y con mis pocas fuerzas he logrado ponerme de pie y emprender mi segunda huida, sabiendo que he perdido la guerra al fin. Ya no habrá reivindicación alguna que me libere de esta cruz que cargo desde mi nacimiento, ni perdón público, ni los ojitos de la Dorita ilusionados después del primer beso de verdadero y aceptado amor. Ahora sólo me queda este camino a las afueras del pueblo, lleno de tierra y sol, abrazado por ese silencio que es como de tumba, tan diferente al silencio que vaga por las callejuelas de la triste


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Comala, silencio que ustedes también conocieron y odiaron, silencio que los condujo a correr hasta darme alcance bajo este coposo guayacán de hojas rosas para ser testigos de mi última voluntad en vida, ya que dentro de poco pasaré a formar parte de ese universo paralelo que convive aquí en el pueblo. La soga ya está lazada en la rama más cercana de este hermoso árbol, me he soltado el nudo de la corbata y un botón de la camisa para estar más libre, ustedes no harán nada al respecto pues es mi voluntad que así sea, además de ser simples observadores, nada más les permito que una vez dé mi último suspiro, me descuelguen de aquí y me entierren bajo esta pálida tierra, para contar mis desventuras a los caminantes sin rumbo que pasen por este sendero. La muerte ya no me asusta, y salvo por la infructuosa reivindicación del nombre de mi madre y el amor que nunca le declaré a Dorita, hace buen rato que la andaba buscando.

Giancarlo Andaluz Queirolo (Perú) Blog: elcuentarium.blogspot.pe

Ilustraciones basadas en fotografías de Juan Rulfo 147


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Carta de un espermatozoide reumático a los humanos Enrique

Angulo ¿Qué podemos responder nosotros a esas mismas preguntas?...

USTEDES, LOS HUMANOS, se quejan de la competitividad, es cierto que tienen países con altas tasas de paro y una pobreza tan lamentable que conmocionaría hasta a las piedras; cierto es que su codicia no conoce límites, de modo que unos pocos pueden disponer de casi toda la riqueza del mundo para ellos solitos, mientras millones se mueren de inanición y viven en unas cons148

trucciones chapuceras y miserables, y en unos lugares insalubres y deprimentes, pero ¿qué es eso al lado de la competitividad que existe entre los espermatozoides, de lo breve e intrascendente de nuestras vidas? Nuestro destino es fecundar un óvulo, no nacemos para otra cosa; pues bien, de las decenas de millones que solemos ser en una eyaculación —nosotros he-


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mos dado en llamarla colonia—, sólo, en el mejor de los casos, pueden conseguirlo unos pocos en alguno de esos embarazos excepcionales, pero lo más normal es que lo consiga sólo uno. ¡Uno de entre decenas de millones! Pero eso no es todo, lo ínfimo de nuestro destino en la vida es aún más aberrante; de todas las eyaculaciones que tienen los hombres, sólo unas pocas dan como resultado el nacimiento de un ser humano, aunque en algunas épocas, o en países atrasados y pobres, quince o más espermatozoides del mismo individuo pueden fecundar sendos óvulos; o quizá un conquistador, un donjuán, que lo llaman ustedes, pueda ir por ahí haciendo hijos a troche y moche, superando ese número; o un jeque árabe, un sultán poseedor de un serrallo pueda lograr que algunas decenas, o hasta algunos cientos de sus espermatozoides den como resultado un nuevo individuo; por poner un ejemplo, creo que un tal Ramsés II, que fue faraón en el Antiguo Egipto, tuvo más de cien hijos, pero reconocerán conmigo que eso no es lo usual. Por otra parte, incluso esos casos extraordinarios, teniendo en cuenta la superpoblación de nuestras colonias, tampoco suponen nada, son una ridiculez, una gota de agua en el océano, un despilfarro casi infinito por parte de la naturaleza, algo así como si Estados Unidos utilizase a la Séptima Flota para matar a una mosca. Porque, un suponer, cojamos a un individuo desde que comienza a eyacular en los albores de su existencia hasta que deja de hacerlo debido a alguna enfermedad, la vejez o la muerte; pues bien, esa criatura podrá realizar una media de entre cinco mil y diez mil eyaculaciones en su vida. Sí, ya sé que algunos dirán que han tenido o piensan tener muchas más, ya sabemos que la mayoría de ustedes, señores machos, son fogosos, y

quieren comerse el mundo en todos los aspectos, aunque luego casi todo se les queda en agua de borrajas, pero obviemos lo anterior, lo cual, por otra parte, redunda en favor de mi tesis. A lo que voy es a que, de todas esas miles de eyaculaciones, sólo una ínfima parte habrá servido para fecundar un óvulo. Así que lo usual es que la mayoría de nuestras colonias se vayan de este mundo habiendo sido completamente inútiles. ¡Millones y millones de generaciones de espermatozoides malogradas! Hagan cuentas y verán entonces que la probabilidad de que un espermatozoide, de la ingente cantidad que habrá producido un hombre en toda su vida, consiga fecundar un óvulo es tan remota como que a un vagabundo que en toda su existencia juegue una sola vez a la lotería le toque el premio gordo, o quizá menos, no sé las matemáticas suficientes para calcularlo, de hecho, no sé casi nada de matemáticas. Eso para empezar; luego, está el aspecto metafísico. Ustedes se quejan de su insignificancia en el universo, de que si no saben quiénes son, ni de dónde vienen, ni adónde van, pero ¿qué me dicen de nuestras circunstancias? ¿Qué podemos responder nosotros a esas mismas preguntas? De entrada, ya es angustioso interrogarse sobre el porqué nacemos tantos miles de millones para nada, ustedes por lo menos pueden montar en globo, hacerse coleccionistas o jugar al baloncesto, por poner algunos ejemplos banales. Cierto es que hemos ido aprendiendo algunas cosas y, poco a poco, hemos conseguido tener algo similar a lo que ustedes llaman cultura. Tenemos nuestra tradición, hemos ido almacenando conocimientos y pasándoselos a las nuevas colonias; así, nos hemos enterado de todo lo anterior que les he dicho y de algunas cosas más. Hemos sabido algo 149


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de dónde estábamos y qué hacíamos en esta vida, porque, en un principio, todo era miedo, confusión e incertidumbre. Pero, a lo que iba, ustedes viven en un planeta variado, con montañas, llanuras, ríos, lagos, mares, con un cielo por techo, todo lo cual, según dicen nuestras crónicas, es un espectáculo maravilloso; nosotros, por el contrario, vivimos dentro de esa bolsa arrugada y con pelos que ustedes llaman escroto y en otros lugares igualmente tenebrosos, y estamos a oscuras, excepto aquellas colonias que viven en alguno de esos individuos que ustedes llaman salvajes, o de esos otros a quienes les gusta practicar el nudismo, y que suelen llevar sus colgaduras al aire; en tales casos, nos llega algo de la iluminación solar, pero el resto de nuestras colonias vive casi en una noche perpetua, pues no hemos inventado nada para tener una iluminación artificial, tal y como lo han conseguido ustedes por medio de la corriente eléctrica. Y en lo que a la brevedad de nuestra vida se refiere, no hay color en comparación con la de ustedes, pues algunos seres humanos llegan e incluso sobrepasan los cien años, y en nuestro caso, muchas de nuestras colonias, apenas han nacido ya son expulsadas de esa bolsa cavernosa como si fuesen un inquilino moroso. En cuanto a nuestro destino final, es de lo más variado, aunque en esa cuestión nos ganan, pues ustedes pueden irse de este mundo de multitud de maneras, hasta pueden quitarse la vida, algo que para nosotros resulta imposible, pues no hay forma de liquidarse dándose de cabezazos contra las paredes del escroto o de la uretra, un suponer. En nuestro caso, algunas colonias se estrellan contra el suelo u otros sitios duros y áridos, y allí se van secando hasta que mueren, o acaban en ese artilugio demoníaco que ustedes llaman 150

inodoro, y luego, un tsunami se las lleva por una serie de recovecos malolientes y atroces; otras, a pesar de encontrarse en alguna parte cálida de un cuerpo humano, se vuelven locas buscando el ansiado óvulo, vuelta para aquí, vuelta para allá, pero nada, se extravían en ese laberinto, se agotan como los salmones cuando van a desovar, y mueren frustrados en alguno de sus paisajes interiores. ¡Anda que no son ustedes raros ni nada por dentro! Bueno, y por fuera. Como que no me extraña que con semejantes componentes el resultado final de lo que es un humano no sea como para tirar cohetes, pero no quiero meterme en honduras, no es lo mío criticarles, eso ya lo saben hacer ustedes muy bien, lo de despellejarse unos a otros se les suele dar de maravilla, por no hablar de cuando se lían a tortas y no dejan títere con cabeza; si hiciésemos eso los espermatozoides, si nos liásemos a garrotazos cada dos por tres por un quítame de ahí esas pajas —y creo que aquí he hecho un chiste—, los hombres se pasarían la vida con dolores permanentes de testículos, pero no podrán decir que les damos guerra, somos unos habitantes pacíficos. Pero sigamos, nuestras crónicas cuentan tales horrores de esos periplos por los vericuetos de sus cuerpos, que mejor no saberlo, si uno, cuando le toque realizar ese primer y último viaje, tiene que enfrentarse a tal destino, pues ya apechugará en tal momento con lo que sea, ya que, según parece, el secreto de la vida, como enseñan algunos de ustedes, es centrarse en el presente. También tenemos relatos acerca de las colonias que acaban estrelladas contra una barrera de algo que se parece al plástico, condón o preservativo lo llaman, ¿no?, que, al parecer, sirve, aparte de para fastidiarnos a nosotros al final de nuestras vidas, para evitar que sus hembras se queden embarazadas. En tales situaciones, ustedes que son tan in-


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dolentes con todo, nos dejan encerrados en tan claustrofóbico habitáculo hasta que nos morimos, o nos ahogan de forma inmisericorde por el método que antes les he contado, el del inodoro, que tiene una variante igualmente horrible que se llama lavabo. Así que ya me dirán si nuestro destino no es mucho más penoso que el suyo, ya les digo. Tenemos colonias, sobre todo las que viven en cuerpos de adolescentes, que apenas han nacido y ya las arrojan al exterior; otras duran más, es cierto, porque hay entre ustedes —cada vez menos— individuos que han hecho voto de castidad, aunque eso no asegura nada y, por otra parte, existe lo que se llama polución nocturna, y también hay quienes no consiguen encontrar pareja, aunque estos no por eso nos dejan vivir tranquilamente en sus cuerpos, sino que ya se encargan de expulsarnos a su manera, y muchas veces con mayor frecuencia que quienes tienen pareja; por no hablar de esos crápulas rijosos que van por ahí en busca de lo que caiga, o se gastan los dineros pagando a esas mujeres que los hombres parecen despreciar pero que no consiguen quitarse de la cabeza. Otros de ustedes, según van envejeciendo, dejan que sus colonias de espermatozoides tengan una vida más duradera. Yo, por ejemplo, vivo en uno de esos individuos, llamémosles más estables; el pobre hombre es un burócrata lleno de achaques, que si ardores de estómago, que si migrañas, que si meteorismo, que si hipertensión, que si piedras en la vesícula..., aparte de eso, las horas de oficina se las pasa delante de un ordenador haciendo tareas absurdas —que mira por dónde en ese y en otros muchos aspectos ustedes no son de envidiar en absoluto, pues suelen complicarse la vida hasta límites insospechados, y en vez de disfrutar, se pasan los días haciendo tareas que les desagra-

dan para ganar cuatro cuartos—, lo cual le deja la cabeza como un erial, y las fantasías sexuales aparecen en tan desolado páramo de uvas a peras; el desdichado lo único que desea cuando llega a su casa es apoltronarse en el sofá para ver la televisión y leer el Marca. Así que, como muy pronto, suele tardar en expulsarnos más de un mes. Pero aquí viene también la parte negativa, pues, nosotros, a los treinta días de nuestro nacimiento, empezamos ya con el proceso de deterioro, los llamados achaques, de los que tanto se quejan entre ustedes las personas viejas y no tan viejas. Sí, eso también existe entre los espermatozoides, la naturaleza no ha dejado a nadie al margen de sus jugarretas; es una cachonda la madre naturaleza, siempre fastidiando por el mero hecho de fastidiar, vamos que no sé qué sentido tiene el que te duela todo y tengas que jurar en hebreo cuando parece que te han clavado una aguja, encima de vivir poco hay que sufrir durante una parte de esa vida. Además, nuestra medicina es muy rudimentaria, total, para lo que vivimos, ni tenemos farmacias, ni hospitales, ni nada de nada, así que nos aliviamos con unas friegas de líquido seminal y algún masaje que pueda darte un espermatozoide bondadoso, que tampoco se puede decir que estemos sobrados en este asunto, pues también hay cada borde entre nosotros que es como para mosquearse; no estamos a la greña cada dos por tres como suele pasar entre los humanos, pero tampoco somos un ejemplo de altruismo, vamos, que lo que suelen decir ustedes al respecto: en todas partes cuecen habas. En mi caso concreto, ya estoy sufriendo dolores reumáticos que, por lo que cuentan nuestras crónicas, deben de ser algo parecido a lo que sienten ustedes en similares circunstancias; en lo que me atañe, ya tengo que utilizar bastón, pues 151


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no puedo manejarme sólo con mi colita, así que buen papel voy a hacer cuando salga al mundo exterior. Como tenga mala suerte me las van a dar todas en el mismo carrillo, pues no estoy para salir corriendo si se cierne sobre mí algún peligro; aunque, por otra parte, estoy deseando salir, pues ese es el único viaje que hacemos en toda nuestra vida, la única oportunidad que tenemos de ver algo del mundo de fuera, es nuestra mayor esperanza, nuestra fantasía más anhelada, la gran expectativa de todo espermatozoide, pues ninguno se atreve a soñar con que fecundará un óvulo. Nosotros, los de mi colonia, quizá tengamos algo de suerte, pues el burócrata en cuestión no utiliza preservativo, dado que su mujer ya pasó la menopausia, así que veremos algo del interior de un cuerpo femenino, aunque hubiésemos preferido eso que ustedes llaman tirarse en marcha, a pesar de la incertidumbre que tal evento supondría, pues hubiese existido la posibilidad de caer en algún lugar más interesante que ese conducto de acceso al cuerpo de una mujer. Sabemos de colonias que aterrizaron en unos lugares selváticos que se llaman sábanas, mantas y alfombras, y pudieron ver unos bichos enormes y monstruosos que se llaman ácaros, y otras tantas cosas extraordinarias y misteriosas que, dado lo efímero de nuestra existencia, no sabemos qué pueden ser. Sea como fuere, en esos últimos momentos, es cuando vemos algo, cuando rozamos de lejos la vastedad del mundo que nos rodea, justo poco antes de morir, no como muchos de ustedes, que

cuando les llega la hora de palmar han tenido vidas ricas en experiencias de todo tipo, aunque también es verdad que muchos otros viven vidas tan miserables que morir debe de parecerles casi un alivio. Y eso es poco más o menos el destino y la vida de un espermatozoide, excepto la de aquel privilegiado que se une con un óvulo, aunque quizá habría que profundizar en si es una suerte o una maldición tal destino casi único; pues, para empezar, tal espermatozoide pierde su identidad, como el oxígeno la pierde al combinarse con el hidrógeno para formar el agua. En nuestro caso, de entrada, no sé lo que será esa metamorfosis, pero muchas veces, el resultado de nuestra unión con el óvulo puede servir para que nazca un necio, un granuja, un trepa, un criminal incluso, individuos que mejor que se hubiesen quedado para siempre en el limbo de los inexistentes. Así que, después de todo lo que les he contado, y si juzgan con ecuanimidad, convendrán conmigo en que les resultaría difícil encontrar en todo el universo —aunque eso nunca se sabe— un destino más insignificante y absurdo que el de un espermatozoide. Pues si vivimos poco, mal; si vivimos mucho, también mal. Nuestra patria es nuestro exilio, y nuestra realización, que es ver el mundo exterior, puede convertirse en una cruel pesadilla, además de suponer la cercanía de nuestra muerte. Así que, para acabar, me atrevo a pedirles que alguno de sus más eximios dramaturgos y poetas escribiese alguna obra en la que fuésemos los protagonistas.

Enrique Angulo Moya (España) 152


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Mágicos Hombres Verdes Esperanza

Tirado

Nadie en el pueblo quería hablar...

SI TIENES PROBLEMAS, los pastores de los árboles te los solucionarán. Son seres mágicos. Tan solo has de dejarles una ofrenda delante de sus raíces. Pero hay que tener cierto cuidado. No te acerques demasiado a ninguno, sea alto o bajo, tenga más o menos hojas. Todos tienen su poder dentro. Si te acercas o los tocas te atraparán y te sacarán tu alma y tu energía. Sobre todo si eres mujer, como era mi caso. Porque crecerían más y más y su verdor se multiplicaría. Y se harían tan poderosos que devorarían a los pueblos de la comarca. Los humanos no existiríamos. Ellos lo invadirían todo. Hemos de respetar sus espacios. Así está escrito. 153


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Desde mi más tierna infancia había escuchado esa leyenda de boca, primero de mi abuela, y después de mi madre, mujeres temerosas de las tradiciones. Siendo adolescente quise indagar en aquellas historias terribles y fascinantes. Nadie en el pueblo quería hablar. Quizá tenían miedo de que sus palabras fueran devoradas por algún ser ignoto de hojas verdes. Tan solo el viejo boticario quiso prestarme su atención y sus palabras. Y averigüé algo que quizá no debería haber sabido jamás. Pero la curiosidad era más fuerte que mis extendidos temores infantiles. Y descubrí que se parecía a un saco que, una vez abierto, te hace meterte más y más adentro. Mientras preparaba sus ungüentos y remedios para los enfermos del pueblo, me contó la historia. Los Hombres Verdes pertenecían a una orden sagrada; vivían en una comarca boscosa de difícil acceso, entre montañas, en el interior del continente. A veces organizaban complicadas expediciones y compraban jóvenes mujeres para su placer y sus artes oscuras. Nadie se atrevía a batallar contra ellos, temiendo sus hechizos, ya que se

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decía que los árboles obedecían su voluntad. Por ello, muchas jóvenes doncellas desaparecían para siempre del hogar. En una de esas expediciones se llevaron a su tierra a una joven doncella, la más bella que hasta entonces hubiera nacido. Todas se habían resignado a su futuro salvo esta, que plantó cara a los invasores. A pesar de sus negativas no tuvo más remedio que viajar al bosque de los pastores de los árboles. Y se negó a comer o a colaborar, intentando incluso escapar de sus captores. Hasta que uno de los pastores arbóreos hizo un trato con ella. —Vive con nosotros durante un año y te enseñaremos a realizar nuestras tareas y hechizos. Nadie te forzará a hacer algo que no desees. Si para esa fecha quieres volver con los tuyos, serás libre. Y sellaron su pacto, escrito con tinta verde, hecha de savia y hojas trituradas. Cada día que pasaba en el bosque una hoja se adhería a su cuerpo sin que ella le diera importancia, ya que estaba demasiado ocupada intentando seguir las enseñanzas de aquellos con los que había firmado el pacto. Hasta que sus piernas y sus brazos se tornaron tan verdes y tan elásticos que no pudo verse la


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piel. Para entonces apenas recordaba su hogar. Las hojas verdes se habían adueñado también de su pensamiento. Incluso de su corazón. Se había enamorado de aquel con el que había firmado el pacto. Se convirtió en una de ellos. Hasta su voz había desaparecido. Un día quiso gritar de felicidad, pero solo salieron de su boca pequeñas hojas verdes que bailaron a su alrededor y coronaron su frente. Aquel Mágico Hombre Verde se había apoderado de todo su ser. Tanto era su poder.

Por eso, el boticario entonces bajaba la voz con tono reverencial y temeroso: «Nunca debes ir tú sola a los bosques a realizar tus ofrendas. Los Hombres Verdes te apresarían sin remedio y acabarías siendo devorada por su verdor. Nunca los desafíes. Esa frondosidad tan hermosa se debe a que parte de nuestra alma vive ahí dentro». Se cuenta que cuando el Viento del Norte sopla en estas tierras moviendo las ramas de los árboles es señal de que aún hay una mujer humana atrapada, intentado escapar del hechizo de los Mágicos Hombres Verdes.

Esperanza Tirado Jiménez (España) 155


El Callejón de las Once Esquinas

Pepe y Pepa no saben Sonia

Serna Tampoco hace falta más... PEPE Y PEPA son pareja; una pareja de adultos, concretamente. Ambos tienen más o menos la misma edad, unos cuarenta y pico años, y también la misma estatura. Su aspecto es el de una pareja normal, corriente, muy corriente, en absoluto sofisticada, incluso algo descuidada y vulgar en algunas ocasiones.

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Pepe tiene la boca torcida por culpa de una cicatriz que le atraviesa el lado derecho de la cara, pero la cicatriz no sólo no le queda mal, sino que le otorga cierto atractivo, cierto aire de bandido que cae simpático a pesar de ser bandido, pero esto Pepe no lo sabe, seguramente porque nadie se lo ha dicho, y porque las burlas e insultos que ha sufrido siempre a cuenta de la cicatriz no han alimentado precisamente su autoestima. Pepe no sabe de esta seducción varonil en su rostro, y se empeña en ocultarse tras un mechón de pelo que hace tiempo que dejó de ser mechón. A Pepa le ocurre algo parecido, pero con su cuerpo entero. Su cara, su cabello, sus piernas, su pecho... le piden a gritos que los atienda un poquito, que los mime, que no se avergüence de ellos, que no los castigue bajo enormes prendas aburridas, pero Pepa no sabe que no es pecado quererse, ni sabe que se lo merece, porque tampoco se lo ha dicho nunca nadie. Pepe y Pepa no son mala gente, aunque el parecer humildes no los convierte en santos, ni en lo contrario. Ellos presumen de ser honrados y trabajadores, y probablemente lo sean, pero nadie es buen juez de sí mismo, así que cabe la posibilidad de que no sea para tanto. Ni Pepe ni Pepa destacan por nada en especial, ni en las distancias cortas ni en las muy cortas, quizás porque no sepan que no pasaría nada por destacar de vez en cuando, aunque fuera para desafinar o disentir. Pepe y Pepa se han encontrado en la madurez, cuando ya no esperaban milagros entre los cubatas llenos de hielo las noches de los sábados, y además se han encontrado en su mismo pueblo, quién se lo iba a decir. De haber sabido antes que acabarían apañándose el uno con el otro se habrían juntado hace años y les habría dado tiempo a tener hijos, que

era el mayor deseo de Pepa, que ella recuerde, ¿o no...?, ¿o ese era el deseo de su padre...?, ya no sabría decir ella, pero de haber tenido hijos no habría llorado a solas cada vez que sus amigas le decían con muy poca delicadeza que se le estaba pasando el arroz, eso sí lo sabe. Tal vez si los padres de Pepa no hubiesen sido desde siempre tan enfermizos no habría tenido que dedicarles tantos cuidados y no se habría olvidado de sí misma como lo ha hecho. Sus enfermos padres aún viven, resulta que no estaban tan enfermos, resulta que tienen más calidad de vida que su hija, resulta que más que enfermizos eran absorbentes, tanto como egoístas, pero el caso es que Pepa ha vivido sin vida propia, aunque eso ella aún no lo ha deducido, su cerebro oxidado no sabe gestionar este tipo de emociones ni llegar a este tipo de conclusiones. O sí, y lo que no quiere es admitirlo. Pepe, por su parte, no echa de menos tener hijos, ni no tenerlos. Ni siquiera lo ha pensado. Sí sabe que echa de menos a su madre, a la que vio por última vez diciéndole adiós, sonriente ella como siempre, a la puerta del colegio cuando él tenía seis años, y de la que no se ha podido despedir aún porque aquella misma mañana desapareció del pueblo sin dejar rastro. Nadie la ha vuelto a ver, y Pepe no quiere volver a tener que echar de menos a nadie más. Eso sí lo sabe. Pepe y Pepa han logrado sobrellevar su desatención emocional no prestándole atención, no queriéndola reconocer. Ahora, sin embargo, dan la impresión de haber claudicado, de haber admitido el paso del tiempo, tan estéril sentimentalmente para ellos, y han decidido conformarse con un semejante, tampoco hace falta más; han renunciado a soñar con lo que saben que no está a su alcance a cambio de no seguir solos en lo que quede de camino, y es posible que ha157


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yan acertado, porque son tal para cual, un roto para un descosido, un apaño piadoso del destino. Pepe y Pepa pasean aliviados su relación sintiéndose parte legítima, por fin, de ese inmenso grupo de personas a las que en secreto envidiaban por vivir aparente y felizmente emparejados, por llevar vidas cotidianas, previsibles y mediocres, insoportablemente mediocres en muchos casos, pero esto último aún no lo sospechan, porque no todo se ve, sobre todo lo que no se quiere ver. Ya pasean reconfortados su tardío emparejamiento. Ya son como el resto de parejas que conocen. Ya no se sienten excluidos de su propio entorno. Ya tienen una familia política, criticable y criticada, pero familia política. Ya puede darse prisa Pepe en adecentar la caseta de la barbacoa. Ya tienen cuñados en las barbacoas, no sólo amigos. Ya hay cuñados a quienes abrasar con las excelencias de la nueva pistola de silicona, con demostraciones prácticas a diestro y siniestro incluidas, en el caso de Pepe; y ya hay cuñadas a las que aburrir con la receta perfecta de las croquetas, en el caso de Pepa. Hablan de estas cosas porque no saben que se puede hablar de otras. No saben que saben hablar de otros temas, algo que descubrirían si cambiaran de interlocutores de vez en cuando. Pepe y Pepa ya no se van a quedar con las ganas de saber cómo será eso de vivir en pareja. Ya son tándem, dos a la par, y eso les hace sentir bien, atrevidos y valientes. —¿Y ya para qué quieres novio, a estas alturas? Con lo a gusto que estabas ahora, con la vida resuelta... Lo has hecho al revés, hija. Y otra cosa te digo, podías haber picado un poco más alto, porque Pepe a nuestro lado..., pero claro, ya con la edad que tienes... —le dice a Pepa su madre, que no sabe qué soporta menos, si emparentarse con Pepe o que158

darse sin criada. Lo segundo, evidentemente. —Pues yo creo que estás a tiempo de darnos nietos, Pepa. Mira que no haber tenido hijos... ¿Por qué no quisiste a aquel Pablo? Sí que lo has hecho al revés, sí —remata el padre de Pepa. A pesar de estos apoyos envenenados, Pepe y Pepa tienen la sensación de cumplir al fin con lo que se esperaba de ellos. Lo que esperan ellos de sí mismos ya lo averiguarán en otro momento. En la otra vida, a este paso. Así son Pepe y Pepa, una pareja intrascendente, y lo son porque ellos creen que lo son. Cada fin de semana pasean con devoción por el centro comercial, como si esa jaula gigante de silueta imprecisa contuviera todos sus sueños y pudieran alcanzarlos sólo por recorrer una y otra vez la hilera de comercios cuyos productos creen que se pueden permitir a fuerza de mirarlos y desearlos. —¡Mira, Pepe, así me gustan los anillos, como esos...! —le comenta pícara Pepa a Pepe en el escaparte de una joyería, pero ni ella sabe ser pícara ni Pepe sabe ser galán. —Buah, pues anda que no estorba eso en los dedos... Todo esto son sacacuartos —ataja Pepe ante la posibilidad de que Pepa entre a preguntar precios. —Sí...eso sí, que a ver quién friega con eso, je, je, je... — contesta resignada Pepa, una vez más, un escaparate más. Pepe y Pepa pasean ataviados con ropa poco sospechosa de haber estado a la moda en los últimos diez años y, entusiasmados con su reciente apareamiento, saborean la tarde del sábado siendo ahora ellos la envidia de los demás, eso lo tienen claro, sobre todo la envidia de aquellas pobres almas que deambulan impares y solas por los establecimientos de la vida, no como ellos, que felices y emparejados, más emparejados que felices, pueden exhibirse sábado tras sábado


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por los modestos dominios que su perímetro social y mental les permite, que no es otro que el que ellos mismos se imponen, pero esto aún no lo saben. —Mira, Pepe, cómo me quedan estos vaqueros… ¿me están bien, verdad? —le dice Pepa a su hombre en un tienda de ropa mientras se pone de espaldas a él para mostrarle lo supuestamente sexy que luce su trasero. —Pues sí… oyesss… ¡A ver si te vas a hacer ahora modelo y te vemos por la tele! —grita Pepe a la puerta de los probadores mientras le guiña el ojo a la perpleja señora de al lado— . ¡Te quedan de vicio, chica…! No es cierto, no le quedan bien. Ni mal. Le quedan grandes, eso sí. Pepa parece un saco con esos vaqueros, y con cualesquiera otros, porque tiene la extraña habilidad de elegir siempre lo que menos le favorece, algo que consigue invariablemente. Sus años le ha costado aprender a ir tapada desde el cuello hasta los tobillos para complacer a la beata de su madre: «Hija mía, desde luego has sacado las rodillas de tu padre, las tienes no sé cómo... —le recuerda siempre su madre con cara de asco—. Y los escotes también se tapan, a ver si vas a dar a entender otra cosa, que nosotros no somos así, ¿eh?», le dice cerrando los ojos y meneando la cabeza; ojalá pudiera borrar de su memoria que fue ella la que hace cincuenta años se tuvo que casar embarazada, para vergüenza de su familia. También el cuerpo de Pepe merece mejor trato por parte de su dueño: «¡Niño, que vean tus tíos cómo te comes media tarta tú solo!», «¡Niño, que vean tus abuelos cuánto vino te bebes del tirón!», le ordenaba su padre ante las visitas para tener espectáculo asegurado. Y Pepe se lo comía y se lo bebía, y se lo sigue comiendo y bebiendo, porque son las únicas ocasiones en las que ve un

minúsculo brillo de orgullo en la mirada del bestia de su padre. Pepe acaba de enamorarse de una camiseta de rayas anchas, y además fluorescentes, y además horizontales; la camiseta es de corte estrecho y para que le entre a lo ancho tiene que elegir la talla que le llega hasta las rodillas. Pepa, seguramente cegada por las rayas, le ha dicho que le queda muy bien, lo que es un embuste de enormes proporciones, pero sus mutuas mentiras piadosas consiguen que Pepe se sienta normal y moderno, por fin, y se compre esa camiseta, aunque le haga parecer un bolardo gigante, y esas mismas mentiras consiguen que Pepa se sienta deseada y se compre los pantalones vaqueros con los que no se sabe si va o viene, tan grandes como le están. Como quiera que ambos se sienten ahora mejor que cuando entraron por la puerta de la tienda, dan por concluido el periplo textil por sus tarjetas de crédito. Con la autoestima varios puntos por encima de lo habitual, ya era hora, Pepe y Pepa recorren los pasillos del hipermercado a conciencia, disfrutando con entusiasmo momentos memorables, como cuando descubren el litro de leche más barato de la estantería, y lo celebran como si hubieran encontrado el Santo Grial, básicamente porque es lo más interesante que les ha ocurrido y vaya a ocurrir en todo el día, aparte de haber encontrado la camiseta y el pantalón que revolucionarán su ropero. Estar de acuerdo en que esa marca de leche, y no otra, es la mejor opción láctea en el día de hoy les hace experimentar un regocijo desconocido para ellos, acostumbrados como están a que en sus respectivas familias les afeen cada opinión, cada decisión. No sabían ellos de este tipo de gozo sencillo, recatado, inocente. Es providencial sentirse al fin en comunión con alguien, 159


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efectivamente, aunque sólo sea a la hora de hacer la compra. Y, sin embargo, hoy las dichas parecen no tener fin, porque cuando Pepe encuentra en el pasillo de ferretería la broca del ocho que tanta falta le hacía, cree morir de éxtasis, y así se lo hace saber a todos los clientes en varios metros a la redonda. —¡Pepa, Pepa, mira, ven! ¡Que sí que la tienen! Pepe grita porque cree que tiene que gritar, porque cree que así es como tiene que cumplir con su papel de macho gracioso, grita porque a él siempre le han gritado y porque no sabe que no tiene por qué gritar. Pepa corre solícita desde un pasillo más allá, interrumpiendo su excursión por entre las sartenes. Y Pepa estaba de excursión por entre las sartenes, aunque no necesite ninguna, porque ella cree que es donde Pepe quiere que esté, y corre solícita a los bramidos de Pepe porque teme que siga berreando, y porque prefiere contentarle ahora que aguantarle después. Pepe es un manazas, funde las bombillas antes de colocarlas y, por cada grifo que intenta arreglar, revienta dos, pero coge emocionado la broca del ocho porque la necesita para terminar de perpetrar un andador a su anciano padre, el mismo padre que hace años, cuando Pepe era niño, le dio al crío una paliza de muerte con una barra de hierro abriéndole la cara y dejándole esa cicatriz en el rostro, amén de otras que no se ven, y todo porque pisó un rectángulo de flores y maleza que hay al fondo de una finca a la que tiene absolutamente prohibido acercarse, aunque nunca ha sabido por qué. Pero Pepe quiere a su padre, o le teme, o le quiere complacer porque le teme, o a quien no quiere es a sí mismo, o todo a la vez, y le fabrica un andador por la misma razón por la que se ennovia con 160

Pepa. —Esa Pepa, la de los beatos, tiene casa propia y algunas tierrecillas en el monte al lado de las nuestras. Nos conviene. Es fea como un demonio, pero tú tampoco puedes pedir más. Así sólo destrozáis un matrimonio —le soltó un día su padre en el desayuno. Pepa no es fea, Pepe lo sabe, y Pepe no necesita otra casa ni la quiere, eso también lo sabe, pero el padre de Pepe no sabe, no quiere, hablar sin herir a su hijo, y su hijo no sabe que puede no estar de acuerdo con su padre y que puede sacar a pasear su dignidad de vez en cuando sin morir en el intento, pero prefiere callar y contentarle porque ya no sabe proceder de otro modo, porque se ha instalado en la comodidad de la cobardía, aunque esto él no lo sabe, y porque junto a su padre anda siempre por su casa todo un séquito de tíos y tías, primos y primas, alcahuetas y entendidos varios a los que nunca supo esquivar y con los que no quiere discutir, así que, dicho y hecho, sentenciado y ejecutado. ¿Pepa? No se hable más. Pepe corteja a Pepa, a su manera, o pese a su falta de maneras, pero triunfa en su misión, para asombro del propio Pepe. Probablemente nunca lleguen a quererse, o sí, pero la aventura promete más que el hecho de no embarcarse en ella. Pepe y Pepa huyen de lo mismo y buscan lo mismo, y el no quererse no es razón suficiente para despreciar este salvavidas. Pepe busca desesperado una aprobación paternal que, bien lo sabe él, nunca obtendrá, y le está llevando toda una vida comprobarlo, y el día que le regale el bendito andador, lo volverá a comprobar, porque se lo tirará a la cabeza. Pepa, por su parte, sólo se busca a sí misma, o lo que queda de ella, que empieza a no ser mucho, y en su casa no lo va a encontrar. Una vez hecha la compra ya sólo que-


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da bordar tan fantástica tarde, y Pepe, al que hoy han bendecido los dioses con una camiseta espantosa y una broca que seguramente no le servirá para nada, se siente espléndido, con lo avaro que es él, con lo avaro que le han enseñado a ser, y decide echar la casa por la ventana sentando a Pepa en un bar del centro comercial y pidiendo nada menos que dos cañas de cerveza y una ración de tortilla, y que sea lo que Dios quiera. —No me apetece cerveza, Pepe. Estoy por pedirme una manzanilla… —¡Vamos, no jodas, una cerveza aquí te sienta como Dios! ¡Que sean dos cervezas…! Y Pepe pide a voces —otra vez con las voces— las dos cervezas mientras Pepa, resignada, busca en su bolso una aspirina. Que su hombre quiera hacerla sentir como una reina le está costando muchas jaquecas. Pero tiene hombre, lo que le proporciona una sanísima y hasta ahora desconocida distancia con sus padres. Pepa no sabe que hay otras formas de conseguir esa distancia sin recurrir a ennoviarse, aunque si Pepe no cambia el registro de sus aullidos quizás se vea obligada a buscarlas. Acaban sus consumiciones, pagan y antes de alejarse de la mesa Pepe hace unos aspavientos exagerados para que quede claro que va a dejar propina. Él sí deja propina, lo tiene todo este chico, y coge nada menos que siete monedas, que suman ocho céntimos en total, pero eso no se ve de lejos, y las lanza con tanta fanfarronería que las siete monedas rebotan en el platillo y caen al suelo. Lo han visto y oído todos los clientes del bar; si es lo que quería, lo ha conseguido. Pepa, que aún estaba tragando la aspirina, se lanza apurada a recoger las monedas del suelo, hasta que Pepe la agarra de un brazo, la levanta de un tirón y le dice en voz muy alta, cómo no, en voz alta, que las princesas no recogen cosas del suelo y que las recoja

quien las tiene que recoger, es decir, el camarero, según él. Él, según todos los demás testigos, incluida Pepa. Pepe sale de la cafetería sintiéndose John Wayne, completamente seguro de haber salvado a su chica de un momento humillante. Otra muesca más en su nueva vida de Romeo. Ha estado muy ingenioso, desde luego. Lástima que no le haya visto su padre. Lástima que nunca le vea su padre, por más que le mire. Pepa, además del estómago revuelto por la cerveza, tiene su propia opinión sobre la anécdota de la propina, o cree que la tiene. ¿La tiene? No lo sabe. ¿Qué ha ocurrido? ¿Pepe la ha defendido o la ha avergonzado? No está segura, no suele entender este tipo de cosas a la primera, ni a la segunda, a veces ni a la tercera, y para cuando cree que al fin tiene su propio criterio sobre la gesta de su macho, resulta que ya es tarde, porque se sorprende a sí misma sola descargando la compra en el maletero del coche, mientras Pepe, apoyado en la puerta del conductor, se premia con el primer cigarro de la tarde, y para entonces ya da igual su opinión. Pepe y Pepa se complementan, se soportan, se vienen bien el uno a la otra, y la otra al uno, y se convencen a sí mismos de que algo sí se quieren, o de que ya se querrán con el tiempo, porque alguien como Pepe no podría aspirar a una mujer que valiese más que Pepa, y Pepa no podría aspirar a un hombre que valiese más que Pepe. Una sola virtud extra en cualquiera de ellos y ambos estarían fuera del alcance del otro. Así de justitos andan de méritos, por más tierras que sumen entre los dos. Así de justitos se ven ellos de méritos, que es lo peor. A Pepe y Pepa les ha venido Dios a ver, bien lo saben, y han aprovechado tan divina visita porque agradecen no andar solos por este centro comercial, 161


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artificial y sin sentido que es la vida, sobre todo para ellos. Pepe y Pepa duermen tranquilos porque ya tienen con quién bailar en las bodas y con quién plañir en los entierros, dichosos porque ya no van a la compra solos y ya no se acuestan y levantan solos, y porque no saben que se puede ser libre en soledad, bendita ignorancia. Se siguen creyendo insignificantes y elementales, así se ven el uno al otro y así se ven a sí mismos, pero es conformismo compartido, y les compensa. Ahora son dos y ya no están solos. Eso sí lo saben.

Sonia Serna San Miguel (España) Blog: missoniadas.blogspot.com.es 162


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El pañuelo de seda Carmen Martínez Marín Aromas y colores de una larga vida...

TIENE LA VOZ DULCE, habla con serenidad. Sus manos deslizan palabras, flores, hojas y sentimientos sobre la seda. Su taller es un huerto de ideas lleno de árboles y macetas repletas de tallos verdes y plantas singulares. En el jardín se respiran aromas y colores de una larga vida. Rosa dibuja: rosas, orquídeas, geranios, margaritas, jazmines con colores de vida. Es mujer sabia a la vez que tenaz, disfruta con lo que hace y lo vive con verdadera entelequia, pericia y sensibilidad. Los bocetos podría llevarlos en su sempiterno sombrero que luce con elegancia. 163


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Posee una mirada inteligente. No la detienen ni los días de sol, ni los días de lluvia. Maquina lances que después plasma con elegancia y sencillez. Su porte bohemio pasea por calles y callejones, sendas y senderos, montes y valles, mar y montaña. Y, como el arcoíris, brota color de su paleta que abarca toda una existencia. Su figura menuda tiene la vibración de un molinillo de viento al girar. Si no tiene nada que hacer, lo inventa. Conocer a Rosa es enamorase de ella. A Pepe así le pasó. Todavía se hablan con dulzura. Pronto cumplirán cincuenta años juntos. Él siempre lleva un pañuelo de seda al cuello, ella lo pintó con pinceladas de palabras delicadas.

Carmen Martínez Marín (España) Blog: aymaricarmen.blogspot.com Fotografías de la autora 164


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Entre luces y sombras Ana María Palacios Para mi hija, mi único amor.

HA TRANSCURRIDO DEMASIADO TIEMPO desde mi última carta. Tú respondiste enojada y yo no te comprendí. Desde entonces, el silencio ha sido nuestro medio de comunica-

ción, roto solo por alguna breve llamada en fechas señaladas. No sé en qué momento comenzó a entibiarse nuestra relación, ni cómo nos hemos ido distanciando, pero sé que 165


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estás muy presente en la vorágine de sentimientos que llevo dentro. Tras horas de reflexión, alguna noche sin dormir y bastantes lágrimas derramadas, he decidido no escribir más cartas y utilizar estas páginas para pedirte perdón por las cosas que no debí decir y, sobre todo, por la información que mantuve silenciada y que hoy, sin saber la razón, aflora a mi mente exigiendo protagonismo. Es mi última oportunidad y quiero aprovecharla. De niña creciste creyendo una historia que nunca existió y que con el paso de los años solo pude mantener a medias. Las circunstancias hicieron que me encontrara en el lugar inadecuado y en el momento inoportuno. Creo que no es así la frase, pero seguro que entenderás el significado. Nunca conocí su nombre, nadie lo publicó. Eran otros tiempos. Demostró ser muy macho, pero muy poco hombre. Pese al «atropello», y sabiendo que aquella traumática experiencia me marcaría para siempre, quise conservar la vida que me dejó dentro. No me arrepentí. Pese a llegar entre ortigas, tu existencia me ayudó a perdonar y tu sonrisa fue el motor de mi vida. Por aquel entonces… no sé cómo explicarlo…Bueno, con amables palabras, que olían a engaño, deseaban separarnos. Gracias a una buena persona conseguí mantenerte conmigo y poner tierra de por medio. Estas fueron las razones, y no otras, por las que nunca quise volver a la tierra donde nacimos, tal vez ahora comprendas mi tozudez y entiendas mis motivos.

conmigo. Por primera vez percibí mi fragilidad y resignada acepté sus consejos. No, esta vez no fui sola, esta vez me acompañaron. ¿Sabes lo primero que pensé al salir de la consulta? Me compraré una libreta y escribiré para recomponer mis pedazos. No será un diario, porque habrá días que no me veré con ánimo, pero cuando encuentre fuerzas y algún rayo de luz alumbre mi cerebro, tomaré el papel y jugaré con las palabras para aligerar un poco mi carga y para que puedas saber lo que pienso y siento. Imagino tu enfado por no informarte antes, pero sé que tienes muchas cosas que atender, allá donde la vida te ha llevado. No ha sido fácil asumir la enfermedad, pero poco a poco y con ayuda, lo voy consiguiendo. Como sabes, siempre disfruté imaginando y escribiendo y hoy estoy muy cerca de perder esa capacidad. En la actualidad mi escritura es desordenada y mis letras parecen garabatos. No puedo hacer más, de unas cosas me voy a otras. Es como si las ideas se diluyeran en la nada. Podría decir que ya vivo entre luces y sombras, pero sé que pronto entraré obligada en un túnel sin salida y, pese a estar ávida de luz, deberé aceptar vivir en la penumbra. ¡Cómo son las cosas! Siempre te dije que mi último pensamiento estaría dedicado a ti, y ahora veo que no podré cumplir mi promesa, porque el deterioro me impedirá conectar con el mundo de las ideas.

Hoy, creo que es sábado, pero no podría asegurarlo, tengo la sensación de estar fuera del tiempo y casi del espacio. Durante unos días la libreta ha reposaEl médico especialista me confirmó el do en el cajón de mi escritorio. diagnóstico. Fue delicado y cariñoso Desde hace… he perdido la cuenta del 166


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tiempo, estoy viviendo en una residencia especializada. Tomé la decisión aconsejada por profesionales, ya que la enfermedad afectará en breve a las pocas actividades que todavía podía desempeñar en mi día a día. ¿Estás llorando, pajarillo? ¿Recuerdas cuando te llamaba así? No te sientas culpable por nada. Pese a nuestras diferencias, nunca dudé de tu amor, como creo que tú tampoco habrás dudado del mío. Así que, seca tus lágrimas y disfruta recordando las risas, las conversaciones, los juegos y la complicidad de otros tiempos. Yo ya tengo mis vivencias enturbiadas y tan lejanas que parecen de otra vida. Sé fuerte y no dejes que te atrape la tristeza y si vienes a verme y no te conozco, abrázame fuerte y dime al oído que me amas, por si algún resquicio de luz me permite recordar tu sonrisa y tu cara. He de dejarlo por hoy, las sombras de nuevo me reclaman.

Ana María Palacios Vallespín (España) Blog: anapalaciosv.es

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A los autistas no les gustan los helados Armando Cervantes Aquel niño tenía una mueca de tristeza...

EL VIEJO CARRITO DE LOS HELADOS se había estacionado en la esquina habitual, a solo unos cuantos metros de aquel parque. Una pequeña masa de niños corría de un lado a otro persiguiéndose, mientras otros hacían pequeñas figuras de arena mojada, y un tanto más jugaba en los columpios envueltos en un bullicio que llenaba de vida aquella tarde de domingo. Madres y nanas platicaban de diferentes cosas sen168

tadas en las bancas de las orillas desde donde podían ver el panorama y así cuidar a sus retoños sin tener que preocuparse. La clásica canción que anunciaba la llegada del carrito inundaba los sonidos del ambiente. Sam, el viejo heladero, tras años de vender aquellos conos multicolores, era bien conocido por los niños y en algunos casos por padres más jóvenes. Tras su llegada había todo un


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ritual donde los niños se acercaban al mostrador y encargaban su cono favorito; momentos después Sam bajaba y entregaba a cada uno de los pequeños su pedido. Al final volvía a darle play a la típica canción para anunciar que se iba y recordar a los padres que debían pasar a pagar las golosinas que para aquel momento sus pequeños ya habían devorado. Una pequeña fila se había formado en el mostrador: un puñado de niños se alistaba para hacer su pedido, el viejo anotaba todo en un cuaderno usado; después de unos minutos los niños habían regresado a sus juegos y el heladero preparaba con esmero los conos para entregarlos a sus nuevos dueños. Bajó del carrito y se dispuso a hacer las entregas; tuvo que caminar un poco más para alcanzar a un trío de niños que jugaban a las escondidas detrás de unos árboles de tronco grueso apartados del bullicio y de los otros chicos. Caminaba de manera torpe y pausada; de pronto se detuvo contrariado pues no alcanzaba a ver a los chiquillos. Aquel era el último pedido de la tarde, quería terminar e irse a descansar un poco. Un niño apareció de pronto. Sam conocía ese rostro, pero le parecía imposible, habían pasado tantos años desde entonces. Su nombre era Pit, su mirada no se inmutaba, el rostro de aquel niño tenía una mueca de tristeza, dolor y desesperación. El viejo comenzó a temblar, una fuerte opresión en el pecho comenzó a invadirlo, el aire comenzaba a faltarle y un hormigueo comenzaba a subir por su brazo izquierdo. De pronto las voces de los tres chiquillos lo sacaron de su letargo, al voltear pudo ver la cara de aquellos niños jugueteando; se acercaron pronto para tomar sus conos y alejarse para seguir con su juego. Sam volteó rápidamente buscando a Pit; no lo encontró. Se disponía a caminar

rumbo al carrito cuando un piquete agudo le invadió el pecho. Sin darse cuenta comenzó a dar tumbos hasta que cayó dejando una marca en el suelo. Intentó abrir los ojos; su cara estaba llena de polvo y un sabor a tierra mojada le inundaba los labios. Al abrirlos, ahí estaba Pit de nuevo. El rostro que hace unos instantes lo miraba sinuosamente ahora esgrimía una sonrisa socarrona. —Tú no puedes estar aquí, tú estás… —Muerto —dijo Pit. Una pequeña manada de niños rodeó al viejo, todos lo miraban con una cara de curiosidad y malicia, la misma que ponen los niños cuando contemplan un acontecimiento nuevo o inexplicable; estaban ahí en cuclillas mirándolo morbosamente. Otro chiquillo se abría paso entre la pequeña multitud, le faltaba la mano derecha. Sam cayó en cuenta que a todos los demás, excepto a Pit, les faltaba una mano. Aquello era imposible, pensaba que todo aquello era una pesadilla, una alucinación pre-mortem. Conocía los síntomas, hacía cinco años había sufrido otro infarto, pero esa vez no había tenido visiones. El nuevo niño se agachó y colocó su muñón sobre el rostro del viejo. Sintió como una esponja filosa le marcaba la cara. —La vez anterior no viste nada porque no era tu momento, ahora es diferente —replicó el chiquillo encajando el muñón en su rostro hasta desvanecerse. El viejo no lo entendía, conocía a todos aquellos niños, recordaba cada uno de sus rostros. De pronto, dos pequeños tomaron su mano derecha y con una espátula usada a modo de cincel comenzaron a martillar sobre su muñeca. El dolor que sintió lo paralizó, no pudo gritar… La canción del viejo carrito terminó. Los padres y las nanas se dirigieron al 169


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viejo mostrador para pagarle los helados al viejo; al no encontrarlo comenzaron a husmear por los alrededores. No tardaron mucho en encontrarlo; tumbado a unos 100 metros estaba el cuerpo tieso de aquel anciano, con una mano rota y una mirada desorbitada llena de terror. Un par de infartos le habían quitado la vida. Algunas semanas después la noticia que apareció en los periódicos conmocionó a la gente de los vecindarios cercanos: en el sótano de la casa del viejo Sam habían encontrado un estante con pequeños cubos de cristal llenos de formol con pequeñas manos finamente amputadas dentro. En total habían encontrado 20 cubos, cada uno de ellos tenía una pequeña etiqueta con un nombre, y en uno de los cajones se había encontrado un álbum de fotografías con las fotos de los niños y un

pie de foto que servía para relacionar a cada uno con su respectiva mano. Se descubrió que algunas eran izquierdas y otras derechas; al parecer Sam cortaba aquella mano con la que los niños solían tomar su cono de helado. Las investigaciones concluyeron que todo había comenzado hacía un par de décadas. Habían sido en total 21 niños; uno llamado Pit había sido el primero. Era su hijo, había nacido con autismo. En aquel tiempo era una enfermedad rara y poco tratable, siempre pensó que Pit era su maldición. Pues a los autistas no les gustan los helados.

Armando Cervantes (México) Blog: traeum-suess.blogspot.mx

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Número 7

Un invitado inesperado Marta

Navarro Si puedes recordarme, siempre estaré contigo. Isabel Allende COMO CADA AÑO, con la festividad de Todos los Santos —o Día de los Muertos, como acá en México la llaman— con puntualidad exquisita regresa noviembre y la melancolía y la tenue oscuridad del otoño, por unas horas, de color y magia con su algarabía enmascara. De luces y velas, de ofrendas y música, de aromáticos y florales altares, se visten las calles y todo lo invade de pronto el esplendor, la fantasía, el brillo, cierto alegre y fantasmagórico desconcierto, un expectante ambiente de mascarada. No es esta aquí una época triste, no, al contrario. Vence siempre en estos días la ilusión a la tristeza, a la desolación derrota sin piedad la esperanza, al reencuentro con los vivos prestos acuden los muertos y entre tequilas, tamales, pulques, pipianes y otras mil culinarias delicias —pan de muerto, tamarindos, tétricas y dulcísimas calaveras... — sólo para ocasión tan especial con amor infinito preparadas, el largo regreso a casa, todos juntos al fin, en torno a la mesa festejan. Momentos bellos y felices, sí, embrujadores y hechiceros. Y pese a 171


El Callejón de las Once Esquinas

ello ¡cuán próximas en el corazón de hombres, ánimas o fantasmas, alegría y tristeza se hallan! Mezclado, por completo confundido, entre la multitud que esta noche ríe, sueña y danza, me siento yo de pronto tan solo, tan pequeño, tan perdido... Una fragilidad repentina, una avasalladora melancolía de improviso invade mi alma, adivino bajo mis pies el abismo y sólo entonces comprendo el error que al acudir a esta cita —a la que, cierto es, por nadie fui convocado— cometí. Mas no siempre a la razón obedece el corazón y tanto me devoraba la impaciencia, tanto yo desesperaba por verla, tanto anhelaba sentir de nuevo la caricia de su voz, que incapaz fui de resistir la tentación. Sólo mía fue la culpa. «Siempre estaré contigo», se lo dije tantas veces... ¿Acaso no me creyó? ¿Cómo fue que me olvidó? Un frío de hielo atraviesa mi corazón, un vacío hondo y oscuro en torno a mí se extiende e incontenible, una lágrima furtiva, muy amarga, por mi rostro resbala. Si ya nadie en el mundo me recuerda, si una noche como esta no hay quien mi nombre —triste espectro enamorado— invoque con dulzura y de

mí no queda huella, pronto mi espíritu en la insondable bruma de la inexistencia, sin remedio, se diluirá; en la etérea dimensión de los sueños, desvanecida para siempre, mi ánima dormirá. Con la fe con que uno espera los milagros así yo espero una sonrisa, una mirada, una intuición, un presentimiento, una nostalgia, una caricia... Indiferentes a mi suerte, la luz de otros ojos un mal día los suyos absorbieron y ahora, sin verlos, sin presentir el dolorido latir de este pobre corazón atormentado, los míos traspasan. Es en este instante —vacilante, vencido e invisible vagabundo, perdido entre la alegre muchedumbre que de la muerte hoy no se espanta y en su amoroso recuerdo devuelve la vida a tantos y tantos fantasmas— que con horror comprendo que a esta Tierra sin belleza nunca más regresaré. Implacable, la noche avanza hacia el alba. Gastado y triste, abandonado en un mundo inmenso y oscuro, mi tiempo se acaba. Trágico y aciago siempre mi destino. Vacío. Ausencia y olvido. Sólo eso queda. Y un ligero rumor, mitad sollozo, mitad suspiro.

Marta Navarro Calleja (España) Blog: cuentosvagabundos.blogspot.com.es 172


Número 7

El último Plácido

Romero Debo continuar...

NO SÉ CUÁNTO TIEMPO AGUANTARÉ. Sólo puedo leer ya con la ayuda de una lupa. Cada página me cuesta un mundo. Recuerdo cuando iba a la biblioteca a sacar libros cada día. Ahora sólo acudo una vez a la semana. Antes era capaz de leer cuatrocientos, cuatrocientos cincuenta volúmenes al año. Este mes únicamente he acabado nueve libros. Pero no desfallezco. Persisto en mi lucha. Quizá no pueda salvar todos los volúmenes, pero sí lograré resguardar algunos. Incluso si al final consigo que un solo libro se salve, habré vencido. En fin, tengo que dejaros. Los bibliotecarios son despiadados: destruyen los libros que nadie lee. Debo continuar. Los demás lectores han muerto o han abandonado. Yo soy el último.

Plácido Romero (España) Blog: Placidario.blogspot.com 173


El Callejón de las Once Esquinas

CAMINO DE LAS TORRES La esquina de los libros de autoedición

EL SONIDO DE LA TRISTEZA Raúl Ariel Victoriano

Conocimos al escritor argentino Raúl Ariel Victoriano a partir de los relatos que comenzó a en-

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viarnos para participar en las convocatorias del Callejón. Sus textos nos deslumbraron tanto que nos vimos obligados a iniciar una investigación. ¿Quién era ese narrador extraordinario? Así descubrimos su libro de relatos, El sonido de la tristeza, autoeditado el año pasado. Su lectura nos fascinó, tanto por su calidad narrativa como por su habilidad para crear atmósferas propias desde una aparente vida cotidiana. Los trece cuentos que reúne el volumen tienen una característica maravillosa: respiran. Sí, son textos que inspiran y espiran. Inspiran hacia adentro, atrapando al lector hacia el interior de los secretos que encierran sus historias; hasta que espiran, lentamente, sin prisa, en finales elaborados para dejar la huella del sentimiento que arma cada una de las narraciones. La prosa de Raúl es precisa, segura, hermosa, sugerente, embaucadora. El escritor lanza la caña y el lector se engancha en un anzuelo de emociones que se clavan en la conciencia. Amor, soledad, magia, sueño, miedo, melancolía, ternura… el sonido de la tristeza: Mañana me tengo que morir Esta fue la última frase que Andrés dejó escrita, así, sin punto final.

Os invitamos a descubrir a un narrador que disfruta escribiendo y que sabe transmitir el placer de dejarse llevar por la corriente que ruge en los recovecos que la realidad se empeña en disfrazar.


Número 7

LAS IMÁGENES ONÍRICAS Raúl Ariel Victoriano

Un relato de

El sonido de la tristeza

Este invierno es desapacible. Afuera, el día está frío y la llovizna entristece la tarde. Recién he despertado y descubro con encanto otra de las magias que no te conocía. Luego me dirás que sí, que siempre sueñas doble, hilando dos historias al mismo tiempo. Pero solo sueles recordar una de ellas. Estás enredada entre los hilos del despertar, un tanto perdida, pero, tal vez, un poco alerta todavía a los sonidos delgados y sinuosos, a los leves golpeteos de las gotas de lluvia sobre el vidrio de la ventana. Hay hebras de humo recortadas en el fondo del cielo azul de tus ojos, esos que me miran ahora, detrás de tus párpados casi caídos. Me arrimo a tu rostro observándote de cerca, por debajo de tus pestañas quietas. Son dos sueños, los puedo ver porque todavía duermes. Me acerco más y veo allí dos senderos que se bifurcan y te conducen a distintas fantasías. Acostado a tu lado, te tomo la mano suavemente para acompañarte en los dos caminos que transitas desde tu mundo onírico hasta aquí, sin dejar de escudriñar, como un intruso, el fondo de tu mirada quieta. Por la senda de más aquí, se te ve cómo vas gallarda en tu recorrido, al trotecito sobre una bestia de tiro, a paso

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El Callejón de las Once Esquinas

lento por el piso polvoriento. Vas montada sobre el lomo firme de un caballo brioso que lleva un trote calmo. Tiene las crines blancas, y los cuatro cascos de sus patas retumban sobre el piso adoquinado y espantan a los pájaros que velan tu siesta. Por la senda de más allá, en las profundidades del iris, veo una figura que descansa entre brumas y gira para sumergir la mano, el brazo, el codo y el hombro desnudo en un mar de vapores color ceniza. Vacila rotando todo su cuerpo y, al mismo tiempo, baja. Me parece que este es tu sueño verdadero y la que desciende eres tú. Vas, de este modo, hundiéndote en el viento como el ala de una gaviota que se acerca, casi rozando las crestas de las olas del mar. Así vas, así te veo, envuelta en túnicas de colores transparentes, volando sin aleteos, aspirando el aroma de sales marinas cuando pasas sobre el agua. Vas olfateando los aromas de los bosques, de los árboles de hojas y de los árboles de flores cuando pasas sobre las tierras. Ves todos los colores de los estambres enhiestos que anuncian la llegada de la primavera y, con tu oído delgado, oyes los cantos de los pájaros de picos largos del trópico. Se agita un poco tu mano cuando te escucho balbucear palabras que no entiendo. Algo dices en voz baja. Son sonidos dispersos que salen de tu boca al sumergirte en las profundidades de tus pensamientos. Te arrullan los fluidos que transitan por los arroyos subterráneos, que hacen palpitar los hilos celestes de tus sienes. Tan cerca de tu rostro, puedo compartir todo lo que te sucede. Me alejo un poco de ti porque comienzas a moverte. Te veo llegar a las costas de la vigilia. Entre las sábanas espumosas, todo tu cuerpo va dejando el desmayo de la siesta al borde del silencio de la tarde agonizante. Ya estás escuchando el rumor de nuestra habitación y abres tus pulmones al aire que respiramos juntos. Este dormitorio levemente iluminado es tan grande como el Universo. Tu cuerpo sobre la sábana es tan mínimo como una semilla. Esa visión me despierta tanta ternura que quisiera acariciarte. Pero desisto, esperaré a que tengas la sonrisa plena, cuando mi presencia tenga sentido también para ti. Ahora te suelto la mano y te miro de lejos antes de dejar la cama. Tu sueño ha terminado y lo he visto. Cuando despiertes totalmente, quizás no te diga nada, tal vez no te mencione que he compartido tu mágico secreto. 176


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Fecha publicaciรณn Diciembre 2018


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