El Callejón de las Once Esquinas #7

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Número 7

germana que resucitaba del marasmo de la postguerra. Piadosamente a aquellas hordas se les denominaba gastarbeiter («trabajadores invitados»). En 1964 el gastarbeiter un millón recibió un ciclomotor como premio al traspasar las fronteras alemanas. Ahora los españoles llegaban a su comunidad de vecinos, pronto los tendría en el salón de su hogar tomando café. El tranviario no pudo evitar mostrar una reacción de sorpresa en su rostro, al encontrarse, tras su vuelta del trabajo, a un hombre joven de cabellos negros sentado en el salón de su casa tomando té con su esposa. —Cariño, es Daniel, el nuevo vecino español del que te hablé. El tranviario, lo primero que pensó es que el nuevo vecino tenía nombre de judío y vaciló en estrecharle la mano que el joven le ofrecía con entusiasmo. Además, ¿aquel tipo no tenía apellido? En los quince años que el tranviario llevaba trabajando bajo las órdenes de Herr Müller, todavía no se le había ocurrido dirigirse a él llamándole Hans, ¿y ahora a aquel judío extranjero al que le acababan de presentar debía llamarle por el nombre de pila? —¿Daniel? —Sí, Daniel. «¡Vaya! El judío extranjero sabe hablar alemán», se dijo a sí mismo el tranviario, nuevamente sorprendido. Hasta entonces los españoles que recogía en la parada de la estación de tren, los gastarbeiter que vestían trajes de pana o americanas baratas y acarreaban maletas de cartón no sabían ni decir guten morgen. —Cariño, Daniel es estudiante universitario, ha venido a Alemania a acabar sus estudios de…, ¿cómo dijo que se llama eso que estudia? —Filología germánica. —Me ha confesado que hace días que quería conocerte. Fíjate que pensaba que el rótulo que figura en el buzón era

una broma de mal gusto —apuntó la esposa. —Y usted es el famoso… —No, yo no soy famoso, es una mera coincidencia —interrumpió el tranviario al español con una indisimulada incomodidad—. Me he visto obligado a poner el nombre, si no, las cartas no me llegan. —No quería importunarle, disculpe si yo… —No hay de qué. —¿Puedo hacerle otra pregunta, aun a riesgo de molestarle? Ya me imagino que le fastidie que los extraños hurguen en el tema. —Diga. —¿Acaso es usted familiar de…? —¡En absoluto! Es más, le contaré algo que poca gente sabe. El padre de la persona con la que comparto nombre y apellido fue inscrito al nacer como Alois Schicklgruber, que era el apellido de su madre, porque él era hijo bastardo, y se llamó así hasta a los treinta y nueve años de edad, cuando acudió al notario del distrito y declaró ser hijo biológico de su padrastro ya muerto. El notario procedió a sustituir el apellido de la madre por el del padrastro y al hacerlo cometió una errata, suprimió una e y una d sustituyéndolas por una t. Como ve, es imposible que fuéramos familia, ni siquiera tendría que llamarse como yo. —¡Caramba, qué interesante! No lo sabía. Usted debe odiar a ese notario. Su tocayo fue un gran fraude, solo hay que ver cómo les embaucó, hasta su apellido era fraudulento —el tranviario asintió con un movimiento de cabeza—. Perdone que haya insistido, siempre me ha fascinado el fenómeno de la homonimia. —«¿Homonimia? Me está llamando homosexual», pensó el tranviario que no replicó al no estar seguro de haberle entendido correctamente—. ¿Sabía que hay personas inocentes que han aca133


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