Tapatío 1 de julio

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EL INFORMADOR

Domingo 1 de julio de 2012

¡Cácaroooo,

Cácar o S o ! Desde su trinchera llena de soledad y artilugios, los proyeccionistas cinematográficos hacen que la magia del Séptimo Arte se proyecte en la gran pantalla

in ellos, no hay película, así de fácil. En el Séptimo Arte los proyectos cinematográficos se pueden filmar sin estrellas en el elenco, sin actores incluso; sin un director experimentado y, a veces, casi sin dinero. Pero así sean producciones grandes o pequeñas; filmadas en Hollywood, Nueva York, India, Irán, Europa, Chapala o en el corazón de Guadalajara, sin los cácaros sería imposible verlas. En sus manos, literalmente, están las premieres, funciones especiales, de homenaje y de ópera prima, pero sus rostros son poco conocidos. Ellos han acompañado durante más de un siglo la evolución cinematográfica. Los hermanos Lumiere probablemente fueron los primeros cácaros de la historia. Claro, nadie les dijo que ese era su apodo. Aunque, quizá el cácaro más recordado en la historia es Alfredo, el proyeccionista en Cinema Paradiso, película escrita y dirigida por Giuseppe Tornatore. Ellos fueron testigos de la llegada del sonido, el color, la animación computalizada, el 3D y el aromascope (el cine que tiene olor, lo que faltaba). Ellos tienen la oportunidad de ver actuaciones de antología, pero también deben soportar los churros más insufribles. Ellos están en proceso de extinción. Pasan horas concentrados en que la proyección en la gran pantalla salga de forma correcta y pueden llegar a ver la misma película una y otra vez. Tolerancia a la soledad, mucha disciplina y un amor incondicional por el oficio son las cosas que debe tener un buen proyeccionista. El origen del peculiar apodo todavía es motivo de controversia. Prácticamente cada quien cuenta una versión diferente y la da por cierta. Incluso hay referencias de que fue en Guadalajara, por el año de 1909 cuando se comenzó a usar “cácaro”, para referirse al operador del proyector. Rafael González era el nombre de ese hoy mítico personaje con la cara repleta de cicatrices. Su jefe, José Castañeda, dueño de el Salón Azul, lo reconvenía con el grito de “¡cácaro!”, para que mantuviera el ritmo o arreglara la imagen mientras los espectadores desesperaban. Al poco tiempo, la gente comenzó a usar el mote cuando algo salía mal en la sala. Pronto todo será otra cosa. En unos años, quizá, los proyectores bajarán la película directamente de un satélite, con una calidad igual o superior a los 35 milímetros. No habrá necesidad de montar la película. De cuidarse de las quemaduras. De cerciorarse de que esté centrada. De que los créditos corran de forma correcta. La máquina lo hará todo. Quizá para la próxima generación el grito de cácaro sea incomprensible. Son ellos quienes narran su propia historia.

ILUSTRACIÓN : EL INFORMA DOR • J. LÓPE Z

Por Francisco González

“Tengo 20 años en los cines” Emmanuel Hernández se abre paso entre la selva de concreto tapatía para llegar al Cineforo de la Universidad de Guadalajara. La gorra que lo protege del sol, y disimula las canas, no se la quita ni siquiera cuando entra a la cabina de proyección. Son las 15:30 horas y en 30 minutos comienza la primera función en la sala donde él labora como proyeccionista. “O cácaro”, agrega. En el interior de la cabina parece que el pasado y el futuro chocaron de frente y los pedazos quedaron regados por todos lados. Lo mismo se aprecia un proyector de más de 30 años, reconstruido con piezas todavía más viejas y ensamblado en algún país que ya no existe; que otro, mucho más nuevo, de tecnología alemana “que jamás va a requerir mantenimiento. Bueno, su limpiadita, eso sí. Pero en Guadalajara no hay otro igual. Es uno de los mejores”. Ese día se proyecta la película Qué más quiero en el Cineforo. Emmanuel monta la cinta en el proyector desde el carrete. Lo hace rápido y seguro. “Una vez que te enseñas a hacerlo bien, lo puedes hacer hasta con los ojos cerrados”, presume. Pero no los cierra, no vaya a ser. Le queda claro que de él depende que los espectadores pasen una función placentera… o no. “Este es un trabajo que ocupa una dedicación importante, porque en uno está el éxito o el fracaso de una película. En cuestión de audio o video todo tiene que estar en su punto, tal como lo quiere el director o el productor”. “El ser proyeccionista yo lo he visto siempre como un trabajo de mucha responsabilidad. Mi papá también era operador, proyeccionista o cácaro y yo veía como, a veces, de verdad tenía que sudar para que la función saliera bien. Él tuvo que ver en la elección de mi trabajo y en el gusto que le tengo al cine”. Emmanuel rebobina entonces la cinta de recuerdos. Salta de una memoria a otra. “Tengo 20 años trabajando para los cines. Comencé en el Cine Cuauhtémoc, que ya no existe, ahora es un

estacionamiento. Era un cine muy bonito, como un Teatro Degollado pero en chiquito. También tenía sus galerías, sus lunetas y era como de ocho pisos. Estaba compactito, pero a la vez muy bonito. Después le pusieron un domo y dejaron la pura entrada del público, lo que viene siendo la pura luneta. Ahora es un cascarón”. Emmanuel combinó un tiempo el ser cácaro con sus estudios. Era joven y pensaba que sería “un trabajo de mientras”. Pero como en las películas, el destino caprichoso alargó su plan temporal de vida durante 20 años. Eso sí, no ha dejado de mudarse de un proyector a otro desde entonces. “Del Cuauhtémoc me fui al cine Colón, allí estuve un tiempo breve, no pasé del año en ambos dos cines. De allí marché a lo que eran Multicinemas de la Normal, después a Multicinemas Independencia y después a Cinépolis la Gran Plaza cuando se inauguró, luego a Centro Magno, a Plaza Galerías, y aquí en el Cineforo ya tengo cinco años”. ¿Qué cualidades debe tener el proyeccionista del siglo XXI? Emmanuel mira hacia el techo antes de responder. No es que dude, pero sí teme que sean pocos los valientes que se atrevan a seguir su camino. “Hay que tener mucha disciplina en los horarios y hay que estar aquí al pie del cañón, checando y manejando la máquina, se trabaja mínimo ocho horas diarias, sin descanso, todos los días. También tiene que ser alguien que no se desespere, que tenga, sobre todo, mucha paciencia. En especial cuando ocurre un imprevisto con el manejo de carretes de 35 milímetros”. El proyeccionista enumera los Va a cambiar imprevistos. Los que le han tocado. Los que le han platicado. Los que ha completamente visto. “Pueden pasar muchas cosas. la forma en que Se puede atorar la cinta, se puede se desarrolla romper y hay compañeros a los que se les ha caído incluso, entonces hay que nuestro trabajo tener paciencia para poderla arreglar en el menor tiempo posible… ah, y sin Emmanuel sudar, porque en este trabajo se suda Hernández

como loco (risas)”. Con 20 años de usar todo tipo de proyectores, Emmanuel no le tiene miedo a la tecnología, sabe que tratar de obstruir su avance sería inútil. “Va a llegar el día en que esto se va a automatizar completamente, ya no va a haber ese problema de que las películas tengas rayas o se noten los cortes de escena, o inclusive fallas de sonido en cuestiones de altos, bajos, normales”. Mientras tanto, su trabajo va a seguir siendo necesario. La charla se interrumpe brevemente. Un hombre que viene de la sala toca la puerta de la cabina y le pregunta a Emmanuel si no se encontraron una cartera que olvidó el día anterior. El proyeccionista sólo alza los hombros y le promete que informará al resto del personal del Cineforo. Y no, no le dijeron cácaro cuando se dirigieron a él. “Jamás me han dicho. Me han recordado el 10 de mayo (ríe), pero no me

han dicho cácaro”. Emmanuel Hernández se considera un amante del cine. Es más, va cuando puede, con todo y que su trabajo sea ver películas. ¿Su cinta favorita? “Cinema Paradiso. Yo reflejo mucho de mi vida en esa película, y también a mi padre. Es más, él cada que la veía, lloraba. Yo no tanto así (risas), pero sí me conmovía mucho. Me gusta el mensaje y me hace valorar mi trabajo”. Se acaba el tiempo. Pero aun queda una pregunta en el aire. ¿Oiga, y cuál es el origen de la palabra cácaro? “Hay muchas versiones, con la que yo me quedé es que uno de los primeros operadores que hubo en Guadalajara tuvo una falla en su máquina. Como el operador era conocido como ‘cacarizo’ por las marcas de espinillas que tenía en la piel, el apodo se deformó en ‘cácaro’. Así le comenzaron a decir y bueno, nos lo heredó”.


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