El Hechizo
Le soltaron el amarre a Octavio y no va a volver a la casa.
Un negro canoso curó a la moza de Sergio.
La suegra se salvó con la infusión que le dio ese tal Ismael.
Hablo en nombre de la encrucijada y el camino...
Te están trabajando Ismael
... en nombre del río y de la lluvia, en presencia del caminante y en el silencio del caído.
Cantora, ¡déjame que lo mate!
No puedo permitirlo
... Y hoy vuelvo a mi pasado enfrentándome al dolor.
Sólo cenizas quedaron de las leñas de mi corazón...
Me volviste a salvar, mamá.
EL ULTIMO TRAGO DE RON
El vaho que se elevaba de la calle evocaba ese tortuoso miércoles de agosto, en el que obligado por un calor sofocante, me coloqué en camino a aquel bar que se hallaba en la esquina próxima de la carrera octava con calle setenta. Las luces de los postes apenas se encendían cuando entré a la pequeña taberna de escasas mesas, luz de neón y retrato de Héctor Lavoe colgado en lo alto de la pared, que también se adornaba con botellas de guaro y ron; y cuyo cantinero se hartaba de Coca-Cola, ponía un cd en un viejo equipo de sonido y dejaba escuchar el verso “Recoge mijo, mira que vas pa' la calle”.
El Cerra’o
Dos compadres bebían una cuarta ronda de aguardiente cuando me coloqué en la mesa del fondo, la más distante a ellos, para pedir una cerveza. El cantinero, solícito, entregó la bebida mientras me sentaba en el chirriante asiento de madera. Un sorbo y el calor se disipó por unos instantes.
Acababa la tercera botella cuando advertí la llegada de un hombre alto y viejo, de mirada apesadumbrada y caminar lento. “Ever, la misma de siempre” exclamaba con voz ronca a la vez que se sentaba en la mesa contigua. El cantinero bajó una de las botellas de ron del anaquel y de la cómoda sacó una copa de vidrio, se dirigió al extraño, lo saludo de mano, destapó la botella y sirvió el trago. El extraño lo bebió con presteza mientras los dos compadres, sin quitar sus miradas de recelo, murmuraban entre ellos.
Llevaba mi quinta cerveza y el extraño ya había agotado la mitad de su botella. Él, taciturno, con mirada perdida, se ocultaba en sus tribulaciones, y yo, con los billetes ajados, cancelaba los diez mil pesos de mi cuenta. Ya me aproximaba a la salida cuando el extraño profirió: “vecino ¿se toma uno?”. Extendió la invitación y pidió otra copa al cantinero. Aún era prematuro marcharse y resultaba grosero negarse a tal cortesía.
Cerra’o No. 3
En el bar resonaba la voz de Edulfamid Molina y el pregón “A la memoria del muerto”, mientras, los dos compadres se marchaban presurosamente. El más viejo de ellos me lanzó una mirada de advertencia y a la vez de resignación.
El extraño se presentó simplemente como Mosquera, sirvió la copa de ron, y sin cambiar el afligido semblante, me invitó a beberla. Tragué el alcohol, que se deslizó ardiente por el gaznate, “el primer trago siempre es el que entra más duro” era un adagio justo y apropiado. Guardamos silencio hasta que Mosquera decidió inaugurar la charla con las preguntas ordinarias respecto a trabajo y familia. No había mucho que decir salvo que mi oficio era la contaduría y que en casa me esperaba una esposa disgustada con mi tardanza. Mi corta locución dio paso a las respuestas de Mosquera: no tenía esposa ni hijos y, en lo concerniente al trabajo, requería de un aliciente para la extensa descripción que preparaba. Él, un tanto entonado con la media de Ron que llevaba encima y quién sabe que otros licores, se sirvió una copa colmada y la bebió como el elixir que animara su relato.
El
Comenzó su narración explicando que existen fuerzas desconocidas en la naturaleza, y que esas fuerzas, pueden conducir por caminos de luz o de sombra. Él, decía, había escogido recorrer los últimos. De niño, en su calurosa Buenaventura, su madre le recriminaba por tener la mirada “fuerte”, por no dejar subir la masa de las tortas y por enfermar a los bebes del barrio. Rememoraba también las quejas por los gatos sarnosos que siempre lo seguían y por los perros que le ladraban y le rehuían. Recordó como de adolescente, arrogante y consciente de sus dones, invocó ciertos poderes para “secar” a un vecino que había injuriado a su madre. La invocación, que requería tierra de cementerio y la foto de la victima, funcionó, y a los tres días de lanzar el maleficio, que un amigo albino le enseñó, el vecino moría boqueando como epiléptico, botando sangre por las orejas y ahogado en una sustancia oscura y viscosa.
Una cuarta ronda de trago cerraba aquella parte de la historia. Mosquera, más agitado, habló de como desató el mal sobre sus enemigos, de odios que acrecentó; habló de la ruina, del mal de ojo, del fallecimiento de nonatos y de amores amarrados. Las hierbas, conjuros y pactos que describió daban luces de sus oficios, así como me ponían un tanto inquieto y preocupado. Mosquera, sabiendo lo escabroso de su confesión, me decía con un tono más sosegado, que tales porquerías, le cobrarían esta vida y la otra, y que no debía de preocuparme. “Brindo por su vida y brindo por mi muerte” exclamó en un apasionado e inusitado tono.

El brindis dio paso a la última parte de su relato. Sin entrar en el detalle de nombres y lugares, se refirió a como el más reciente de sus trabajos había causado la muerte de un joven, cuyo padre vengativo y supersticioso, a través de los oficios de una comadre, descubrió que Mosquera era aquel que había preparado los menjurjes que la novia del muchacho le daba en venganza por sus engaños. Mosquera, tras un largo silencio, se refirió a un incesante pulular de moscas, al hedor de carne putrefacta y otros sin sentidos que lo alteraron, y que para Ever, quien observaba desde la barra, y para mi, no tenían razón alguna. El hombre entonces sorbió de la botella y disipó así su tensión con el efecto anestésico del alcohol. Se calmó y quedó nuevamente en silencio.
Ya no quedaba mucho del ron cuando Mosquera se levantó atontado, pagó el monto de la cuenta, se despidió del cantinero; y se me dirigió, sirviendo una copa, agradeciendo la atención a sus confesiones e insinuando que era mejor salir antes o se arruinaría la prestancia del lugar. Pasó la acera, se quedó al frente y esperó como quien llega temprano a una cita. El cantinero Ever y yo nos quedamos contemplándolo desde el cobijo del bar, cuando el rugido de una motocicleta distante se acrecentó y dio paso a la rápida aparición de dos muchachos. El menor de ellos, con la confianza que porta un profesional, sacaba un revolver de cañón brillante y hacia sonar tres tiros contra la humanidad de Mosquera. El viejo caía sangrante al piso y Ever corría a llamar a la policía, mientras yo me bebía el último trago de Ron.