XII Domingo del Tiempo Ordinario

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DOMINGO XII DEL TIEMPO ORDINARIO

P. Miguel Carmen Hernández, SSP

(San Lucas 9,18-24) Una vez que Jesús estaba orando solo, lo acompañaban sus discípulos y les preguntó: «¿Quién dice la gente que soy yo?». Ellos contestaron: «Unos, que Juan el Bautista; otros, que Elías, otros dicen que ha resucitado uno de los antiguos profetas». Él les preguntó: «Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?». Pedro respondió: «El Mesías de Dios». Él les prohibió terminantemente decírselo a nadie, porque decía: «El Hijo del hombre tiene que padecer mucho, ser desechado por los ancianos, sumos sacerdotes y escribas, ser ejecutado y resucitar al tercer día». Entonces decía a todos: «Si alguno quiere venir en pos de mí, que se niegue a sí mismo, tome su cruz cada día y me siga. Pues el que quiera salvar su vida la perderá; pero el que pierda su vida por mi causa la salvará.

Hagamos nuestras las palabras de Pablo: «Para mí vivir es Cristo». O las de Pedro: «Señor, tú lo sabes todo; tú sabes que te amo»

Sobre el perdón

En este domingo la liturgia de la palabra en la primera lectura nos habla sobre el perdón. Perdón de Dios hacia los pecadores, pero también el perdón entre los hombres. El perdón que Dios nos otorga sana las heridas causadas por el pecado y nos reconcilia con él y con nuestros hermanos, pero no solo eso, sino que nos hace volver los ojos hacia aquel que es capaz de saciar nuestra hambre y sed de infinito. Ante el perdón otorgado por Dios, el ser humano no puede sentir otra cosa más que agradecimiento, que a su vez es expresado en la oración, en la que hablamos al Padre, pero en la que también debemos dejarnos interpelar por su palabra que es para nosotros “remedio de errores e impurezas”. En la segunda lectura el apóstol Pablo nos recuerda una vez más que “todos somos hijos de Dios por la fe en Cristo Jesús”, pues en él hemos sido bautizados, y en virtud de este bautismo, revestidos de Cristo. Es decir, los bautizados, somos hombres y mujeres nuevos, movidos y santificados por la gracia de Dios, para quien

ya no somos siervos, sino hijos. Y Dios es para nosotros Padre, que nos quiere y nos ama con un amor infinito, Padre que siempre tiene los brazos abiertos ofreciéndonos su abrazo en el que podemos sentirnos seguros. Además, el apóstol Pablo nos recuerda que todos somos uno en Cristo, pues “no hay judío ni griego, esclavo y libro, hombre y mujer”. Como discípulos y seguidores de Jesús, debemos dejar atrás y olvidar todo aquello que nos separa, todo aquello que alienta la división, el odio y rencor entre los hombres y mujeres de hoy. Como discípulos de Jesús debemos ser hombres y mujeres de unidad y amor, hombres y mujeres de comunión, siempre dispuestos a acoger al otro, sobre todo al más débil y desvalido, no solo física o económicamente, sino también espiritualmente. Roguemos con san Pablo al Padre y a su Hijo Jesucristo, que seamos hombres y mujeres verdaderamente “comunionales”. En el evangelio, Jesús plantea a sus discípulos una pregunta que nos debe interpelar a todos y buscar una


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