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Librosdel Asteroide

Prólogo

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Antes de que emprendamos esta travesía juntas, yo con mis candiles, tú siguiéndome de cerca, una luz parpadeante alumbrando nuestras caras, quiero dejar clara una cosa: esto no es una revelación total. Una revelación total requeriría una narradora omnisciente, deiforme, que planease por encima del escenario, escudriñase el interior de las casas, escuchara conversaciones y llamadas telefónicas y leyera mensajes y correos electrónicos.

Tengo celos de esa narradora que todo lo sabe, a pesar de que no existe. Yo quiero saber lo que sabe ella. No es una revelación total porque el todo es algo a lo que no tenemos acceso. Nunca obtenemos el todo. Una parte, sí. Gran parte, con suerte. El todo, no. La revelación total no existe, existe solamente la revelación parcial; la revelación semitotal, a lo sumo. Esto es una revelación de lo mío, y lo mío cambia sin cesar porque yo cambio sin cesar. Así de escurridizo es lo mío.

Esto no es una revelación total porque una parte de lo que voy a contarte es aquello que no sé. Ofrezco también las ausencias, esos espacios que sé que no están vacíos, pero cuyo contenido ignoro. Como los espacios en blanco entre los versos de un poema; ¿qué es lo que no se dice, lo que no se escribe ahí? ¿Cómo leemos esos silencios?

El libro que tienes en tus manos fue muchos libros antes de ser este. Dentro de esta versión anidan las otras: la versión que empecé, desde la tristeza más profunda, tecleándola con los pulgares en el teléfono, en la cama, en noches insomnes; la que garabateé echando chispas. Verás fragmentos de esos libros dentro de este. ¿Por qué? Porque trato de llegar a la verdad, y no lo conseguiré a menos que observe el conjunto, incluso las partes que no quiero ver. Quizás, especialmente, esas partes. He tenido que adentrarme en la oscuridad, atravesarla, para hallar la belleza.

Spoiler: está ahí. La belleza está ahí.

Sé que es posible que las personas que forman parte de esta historia, la historia de mi vida, lean el libro. Y lo que es más importante, puede que mis hijos lo lean algún día (hola, hija, hijo, os quiero). Comparto esta historia con ellos porque compartimos la vida. Pero esta revelación de lo mío no es más que eso: mi experiencia. No existe la revelación total porque solo podemos hablar por nosotros mismos.

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¿Por dónde empiezo? Podría empezar por mi niñez. Podría empezar en el aula universitaria donde me senté frente al hombre con el que más tarde me casaría; o en el Denny’s de la carretera estatal 23, donde escribimos chascarrillos privados en los sobres del azúcar; o en nuestro primer piso, en Grandview, donde un rayo me atravesó la noche en que nos mudamos; o en el hospital donde nacieron mis hijos y donde nací yo y donde nació mi madre; o en nuestras últimas vacaciones en familia, cuando metí mi tristeza en la maleta y me la llevé a la playa; o en el despacho de mi abogado, tocando un cuarzo rosa pequeño y afilado por debajo de la mesa de reuniones; o al final de todo, que fue también, en cierto modo, el principio; o en este momento en que te escribo a ti y contemplo la niebla rozando los tejados de las casas del otro lado de la calle, como si las nubes se hubieran hartado de surcar el aire y se hubieran dejado caer; o... o... o...

Esta historia podría empezar en cualquiera de esos lugares. Yo empiezo aquí.

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Era una piña extraña la que mi marido trajo a casa para nuestro hijo de cinco años, Rhett, al volver de un viaje de negocios. Parece una pequeña granada de madera, pensé.

A mi hijo siempre le ha gustado coleccionar lo que él llama «tesoros naturales»: piñas, bellotas, piedras, flores, conchas. Encuentro alguno cada vez que pongo una lavadora y le vacío los bolsillos. Los encuentro en el bolso y en los bolsillos del abrigo, donde él los desliza para que yo los descubra.

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La piña, traída a casa, a Ohio, en un avión, estaba sobre uno de los dos aparadores de nuestro comedor. Compramos la pareja años atrás, para meter la vajilla blanca del ajuar, la que incluimos en la lista de bodas, porque ni las fuentes de servicio ni los platos llanos entraban en los armarios de la cocina.

La casa se construyó en 1925. Es blanca y azul vincapervinca, como la flor, probablemente un accidente debido a que, en la lata, la pintura pareciera más bien gris. Como data de un tiempo en el que no existía el aire acondicionado central, es una casa con muchísimas ventanas, y con tan pocos tramos de pared que cuando la compramos no teníamos ni idea de dónde colocaríamos el sofá o colgaríamos los cuadros grandes.

Hay tantas ventanas que la casa tiene luz natural durante todo el día, y puede una seguir la trayectoria del sol desde que

aparece en la parte de atrás, al amanecer, hasta que se pone por la fachada. Hay tantas ventanas que no me quise tomar la molestia de colgar estores y cortinas largas en todas ellas. Con los visillos de media altura que cubren la mitad inferior de todos los cristales, de noche, desde la calle, se ve mi cabeza flotar de habitación en habitación. Hay tantas ventanas que vivir en esta casa es como vivir en una vitrina de cristal, sobre todo cuando anochece. Hay pocos rincones donde esconderse.

Unas semanas después del último viaje de trabajo de mi marido, uno de varios que había hecho a la misma ciudad en los últimos meses, me asaltó la sensación de que algo no cuadraba. Algo había cambiado, quizá solo ligeramente, pero de un modo perceptible.

Una noche fue a acostarse y yo me quedé escribiendo en el sofá modular marrón que no nos había quedado más remedio que plantar en medio del salón. El maletín de piel que llevaba al trabajo estaba en su sitio habitual, encima de una silla en el comedor, abierto, con la solapa desabrochada colgando por encima del respaldo.

En la casa todos dormían menos yo; hasta la perra, nuestra Boston terrier blanca con manchas, Phoebe, roncaba en el sofá. Yo la llamo «el bollo marmolado» porque cuando se enrosca parece una densa hogaza de pan.

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Todos dormían, de modo que nadie vio lo que hice después, aunque me sentí observada. Hay tantas ventanas que cualquiera que pasara por delante de nuestra casa esa noche pudo haberme visto desde la acera; sin embargo, no era eso lo que me incomodaba, lo que casi me mareaba, como si acabara de bajarme de un barco. Fue como si una narradora omnisciente —la que imagino ahora, la narradora cuyo conocimiento envidio— me observara en el momento en que dejé a un lado el portátil y me acerqué a la silla. Ahora me estremezco al recordarlo, mi mano dentro del maletín, hurgando entre las carpetas de papel manila y los blocs de notas. Me dio —me da— vergüenza, sí,

haber husmeado. Pero más vergüenza me daría si no hubiese encontrado nada. Nada no fue lo que encontré.

Había una postal. Vi el nombre de una mujer. Una dirección en la ciudad donde había estado mi marido por trabajo. Su dirección. Leí lo que él le había escrito. No sabía qué clase de piña era la que habían cogido durante su paseo juntos.

Después de leer la postal y dejarla donde la había encontrado, seguí buscando. ¿Qué más había en la cartera? Saqué su cuaderno de hojas sin pautar, idéntico al que yo llevo siempre encima para anotar ideas de poemas, listas, números de teléfono, ocurrencias de mis hijos.

Fui hasta la última anotación, la que iba seguida de páginas en blanco. Deseé que lo que acababa de leer —la historia de un paseo, una mujer, una casa, sus hijos dormidos en el piso de arriba— fuesen notas para una novela o una obra de teatro en la que él estuviera trabajando. Pero yo sabía que no eran personajes. Eran personas de verdad. Yo sabía que aquello no era ficción. Era su vida. Mi vida. La nuestra.

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Así lo imagino: Esa vida —el pasado, la vida anterior, lo previo a las consecuencias— era un barco. Yo iba en él con mi marido, y más adelante se nos unió nuestra hija, y más adelante aún, nuestro hijo.

A veces el mar estaba en calma y veíamos lo que contenían las aguas. Veíamos todo lo que había bajo nuestros pies. Era como si todo lo que veíamos nos sostuviera, nos mantuviese a flote, nos hiciera de salvavidas. Otras veces, el mar estaba picado y gris, y las olas fruncían la superficie al encresparse y romper. Hay polizones en muchísimas historias sobre largas travesías en mar abierto. Hay tempestades; el agua que roe el casco deseando desesperadamente dar con la manera de entrar. Hay naufragios. Pero a veces ocurre algo menos espectacular pero más tenso. Hay algo que se mueve, oscuro y lento, en el agua bajo el barco; algo que no quieres ver, pero no te queda más remedio que verlo.

Si no, ¿cuál sería la trama?

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Aquella noche, de pie en mi comedor, nuestro comedor a la sazón, en la casa donde vivíamos, la casa donde aún vivo con nuestros hijos, devolví tanto la postal como el cuaderno al maletín, tratando de dejarlos exactamente donde los había encontrado.

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¿Que si subí directa arriba a pedirle explicaciones a mi marido? No, volví al sofá, abrí el portátil e introduje en Google el nombre de La Destinataria. Tenía que verle la cara. Y ahí estaba. Y —pincha, pincha, baja— ahí estaba de nuevo, sonriendo con sus hijos, sobre los que yo acababa de leer en el cuaderno. Eran todos de verdad, nada de personajes de un relato o una obra. Tienen nombres que no usaré aquí.

Eran ya más de las doce cuando cerré el portátil y subí y entré en nuestro dormitorio a oscuras. Me senté en nuestra cama y noté que se movía. ¿Qué recuerdo del momento en que lo desperté? Recuerdo que mi marido estaba desubicado. Por supuesto que estaba desubicado: su mujer lo despertaba pronunciando el nombre de otra mujer en la oscuridad, un nombre que ella presuntamente no debía conocer. Quizá desees aquí una escena —un no lo expliques, muéstralo, deseas verlo, que la autora te meta en el dormitorio—, pero no soy capaz de construir una escena a partir de esta amnesia. No te lo puedo mostrar

porque yo misma no lo veo ni lo oigo. Pero, ya que estamos: ¿por qué te gustaría estar en el dormitorio con nosotros? ¿Por qué te gustaría ver la colcha turquesa desvaída de nuestra cama, y la cesta de la ropa llena de ropa limpia y doblada junto a las puertas del armario, y la franja estrecha de luz de la farola colándose a través de una rendija en las cortinas? Quizá te estoy ahorrando algo.

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Granada

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víspe cuidado

La noche posterior al hallazgo de la postal y el cuaderno, la noche siguiente, reincidí: inspeccioné el maletín de mi marido después de que subiera a meterse en la cama. Esta vez me dio igual quién me viera, si un vecino paseando al perro después del tercer turno o la narradora deiforme planeando por encima de la casa. Saqué el cuaderno y lo abrí por la entrada más reciente, pero... ¿dónde estaban las páginas que yo había leído la víspera? Habían desaparecido. Vi que las habían cortado cuidadosamente, como con un cúter. Eliminadas con afán quirúrgico. Extirpadas.

Solo puedo imaginar lo que la narradora omnisciente habría comentado al respecto. Esa noche sostuve en mi mano la piña que parecía una granada y luego la tiré. Tiré la piña, aunque la piña no era el problema.

Un apunte sobre convenciones

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Cuando por fin leí Se acabó el pastel, la novela de Nora Ephron, le comenté de guasa a mi agente: «¿Por qué no se me ha ocurrido hacer eso? ¿Por qué no se me ha ocurrido novelizar mi vida?». Habría sido menos vulnerable, menos complicado que escribir este libro. Sí, esto podría haber sido una novela; una revelación de lo de ella, no de lo mío. La Esposa, nuestra protagonista, rebusca en el maletín del trabajo de El Marido y encuentra una postal dirigida a una mujer en otra ciudad, en otro estado. O quizás en la novela es una carta, porque con las novelas puedes hacer eso, cambiar cosas. La Esposa sigue registrando el maletín y encuentra un cuaderno. Lo abre por las últimas páginas escritas y lee sobre la mujer en esa otra ciudad, en ese otro estado. La Esposa sabe más de lo que le han contado, pero menos de lo que debería.

Tú ya sabes lo que pasa entonces: La Esposa pide explicaciones a su marido. Lo despierta en la cama, gritando o sin gritar. La lectora se inclina hacia la página y se pregunta: ¿Le contará que ha encontrado el cuaderno?

No. La Esposa no quiere pillarlo, quiere que él le cuente la verdad. Y la verdad no valdrá si hay que sacársela a la fuerza; solo valdrá si él se la entrega. Ella quiere tender la mano con la palma abierta y recibirla, a pesar de que sabe que la verdad le quemará la mano.

La noche siguiente, La Esposa vuelve al cuaderno, igual que si apretara un moratón para reactivar el dolor. Pero las páginas que busca están arrancadas; no de un tirón, sino eliminadas cuidadosamente. La palabra que se viene a la cabeza, una palabra que no existe, es cuterizadas. El público ve hacia dónde va esto. No va a ninguna parte. Ninguna parte es el único lugar al que puede ir.

Hay versiones de esta historia por todos lados. Cuando vi The Crown, contuve el aliento durante la escena en la que Isabel encuentra algo en el portafolios de su marido: la fotografía de una mujer. Ella no dice nada. En virtud de su papel, nada puede cambiar.

Yo no puedo cambiar lo que pasó —no es una novela, es mi vida—, pero me alegro al menos de vivir ahora, y aquí, libre de hacer mía esta vida. Me alegro de no ser reina.

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