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RECUERDOS

Me encontraba frente a la puerta principal durante el ocaso. También estaba mi tía, abrigada con uno de esos chales de tela acolchada que usan a menudo las mujeres cuando se cargan los hijos a las espaldas. La oscuridad se tragaba el camino que discurría delante de la casa. Reinaba un gran silencio. Nunca podré olvidar ese momento. Hablaba del emperador y aún recuerdo fragmentos de lo que decía: «Su Majestad… se ha recluido… un auténtico dios viviente». Fascinado, repetía sus palabras: «un dios viviente». Debí de decir algo inapropiado porque me regañó: «No, se ha recluido, eso es lo que debes decir». En realidad, ya sabía dónde estaba el emperador, pero quería preguntarlo de todas maneras. Aún me acuerdo de sus risas al escuchar mi pregunta.

Nací en el verano del cuarenta y dos de Meiji 1, por lo que, cuando murió el emperador, tan solo tenía tres años. Creo recordar que fue más o menos en la misma época cuando mi tía me llevó a visitar a unos familiares. El pueblo donde vivían estaba a unos seis kilómetros, cerca de una gran cascada que bajaba de las montañas, la cual no olvidaré nunca. Recuerdo la espuma blanca del agua al precipi-

1 Con cada emperador se inicia en Japón una nueva era que empieza a contarse de cero desde su proclamación. En este caso, se refiere al año 1909.

tarse al vacío, el musgo verde en las paredes de roca. No conocía al hombre que me llevó hasta allí a hombros para que la contemplara. Cuando me mostró las tablillas votivas del templo que había al pie de la cascada, de pronto me sentí muy solo. Rompí a llorar. Al parecer, la llamaba: «¡Ga-cha, Ga-cha!».

Mi tía y el resto de familiares habían colocado a cierta distancia unas esteras. Hacían mucho ruido, pero ella me oyó enseguida y se acercó deprisa. Al parecer, dio un traspiés con una estera y se cayó hacia delante como si hiciera una reverencia. «¡Fijaos, ya está borracha», bromearon los demás. Yo había visto lo ocurrido y sentí una enorme rabia. Rompí a gritar a pleno pulmón.

Aún siendo un niño, una noche soñé que mi tía me abandonaba: sus grandes pechos tapaban una pequeña puerta que había al lado de la principal. Estaban hinchados, rojos, sudaba a chorros. «Estoy harta de ti», susurró. Corrí hacia ella y me apretó la cara entre sus pechos. Sin dejar de llorar, le imploré que no se marchara. Cuando me desperté, descubrí que lloraba en la cama con la cara contra su pecho. Incluso despierto, no logré detener mi llanto durante un buen rato. No le dije nada a nadie de mi pesadilla, ni siquiera a ella. Conservo muchos recuerdos suyos de aquellos días lejanos, pero ninguno de mis padres. En la casa siempre había mucha gente. Allí vivían mi bisabuela, mi abuela, mis tres hermanos mayores, cuatro hermanas también mayores y mi hermano pequeño. Por otro lado, estaba mi tía con sus cuatro hijas. Sin embargo, apenas tenía conciencia de la presencia de nadie más excepto de ella. Así al menos hasta que cumplí los cuatro o cinco años. Había cinco o seis manzanos en el jardín de la parte trasera. Recuerdo un día nublado y a varias chicas que

trepaban a los árboles. También había un parterre sembrado con crisantemos en flor y conservo una vaga imagen de las chicas danzando alrededor con sus juegos. Corrían de aquí para allá bajo la lluvia con los paraguas abiertos. Supongo que se trataba de mis hermanas y de mis primas.

A partir de los cinco o seis años, mis recuerdos se hacen más nítidos. Debió de ser entonces cuando una de las criadas, Take se llamaba, me enseñó a leer. Disfrutaba de hacerlo y leíamos juntos toda clase de libros. Como era un niño enfermizo, a menudo tenía que leer acostado en la cama. Terminábamos uno y Take se marchaba a la escuela dominical para volver con otro montón bajo el brazo. Aprendí también el placer de la lectura solitaria, en silencio. Esa fue la razón de que pudiera terminar un libro tras otro sin cansarme.

Take también me enseñó a distinguir entre lo bueno y lo malo. Íbamos al templo a menudo y allí me mostraba una representación del infierno budista sin pasar por alto ninguno de los detalles sobre la enorme variedad de castigos infligidos allí. Pecadores condenados a llevar sobre sus espaldas cestas cargadas de fuego, adúlteros que se retorcían atrapados por una serpiente verde de dos cabezas, un lago de sangre, montañas cubiertas de pinchos, un pozo sin fondo que conducía a un abismo de donde emergía humo blanco, pálidos y escuálidos infelices que gemían por la boca apenas abierta mientras deambulaban por todas aquellas terroríficas regiones. «Di una mentira», decía Take, «y acabarás como ellos; un pecador más en el infierno donde los demonios te arrancan la lengua». Sus palabras me provocaron un terror que me hizo llorar.

El cementerio del templo se extendía sobre una colina situada en la parte de atrás con las tablillas funerarias

agrupadas contra un rosal amarillo. Además de las habituales oraciones escritas a mano, las tablillas tenían una rueda metálica de color oscuro. Enganchadas en una muesca en lo alto, las ruedas se me antojaban una representación de la luna llena. Girando una de ellas, Take me explicó que si lograba darle vueltas y se detenía sin más, significaba que iría al cielo. Si antes de detenerse del todo se ponía a girar en dirección contraria, significaba que iría al infierno.

Cuando Take las giraba, se detenían en silencio, pero cuando lo intentaba yo, lo normal era que empezasen a dar vueltas en la dirección contraria. Creo que era otoño cuando fui al templo a probar suerte. Las ruedas parecían haberse puesto de acuerdo. Ninguna se detuvo en la posición favorable. Cansado y enfadado, a pesar de todo, no desesperé. Las hice girar tenazmente, una y otra vez.

Cuando oscureció, renuncié y me marché desesperado. Mis padres debían de vivir en Tokio por aquel entonces. Mi tía me llevó de visita a la capital. Después supe que estuve allí mucho tiempo, aunque no recuerdo gran cosa de la estancia. Sí me acuerdo, en cambio, de una mujer mayor que venía a casa a menudo. No podía soportar su presencia y en cuanto aparecía delante de mí, me ponía a llorar. Para consolarme, me regaló en una ocasión un camión de Correos de juguete pintado de rojo, pero enseguida me aburrí.

Poco después empecé en la escuela primaria del pueblo, pero mis recuerdos a partir de ese momento cambian por completo. De pronto, Take ya no estaba. Se había marchado para casarse con un hombre que vivía en una aldea de pescadores. No sé si temían que fuera a seguirla, pero el caso es que desapareció sin decir nada. Al año siguiente vino a

visitarnos durante el Obon 2. Me trató con mucha frialdad. Cuando al fin me preguntó cómo me iba en la escuela, no le respondí. Imagino que alguien se lo explicaría por mí. No me dedicó una sola palabra amable. Se limitó a decir: «Ten cuidado de no hacerte demasiado grande para tus pantalones».

Más o menos en la misma época, ciertos acontecimientos también obligaron a mi tía a marcharse. Sin un primogénito varón que continuase con el apellido familiar, había decidido casar a su hija mayor con un dentista que sería el encargado de perpetuar a la familia3. Su segunda hija también se casó y se marchó. La tercera murió muy joven. Se estableció con la mayor y su marido para iniciar una rama separada de la familia en una ciudad lejana. La mudanza tuvo lugar en invierno y yo fui con ellos. El día de la partida me acurruqué en el trineo tirado por caballos junto a mí tía. Mi hermano apareció entonces y empezó a burlarse de mí. «¡Eh, tú, pequeño novio!», dijo en tono despectivo sin dejar de golpearme en el culo. Apreté los dientes. No soportaba sus insolencias. Estaba convencido de que mi tía me había adoptado, pero cuando terminaron las vacaciones de invierno, me mandaron de vuelta al pueblo.

Después de entrar en la escuela primaria dejé de ser un niño. La niñera que se hacía cargo de mi hermano menor me enseñó algo que me dejó sin respiración. Era un hermoso día de verano y la hierba que rodeaba la casa anexa

2 Festividad en la que se honra la memoria de los ancestros. Se celebra a mediados del mes de agosto.

3 Tradicionalmente, el primogénito varón de una familia conservaba el apellido y las propiedades familiares. En caso de no haber un varón, la hija mayor se casaba con un no primogénito de otra familia que asumía así ese papel.

había crecido mucho. Debía de rondar los siete años. La niñera no tendría más de trece o catorce. Mi hermano era tres años menor que yo. Ella le dijo algo para librarse de él. «Vete a recoger bokusa» Ese era el modo en que nos referíamos en mi región a los tréboles de cuatro hojas. «¡Y asegúrate de que tienen cuatro hojas!» En cuanto se marchó, me rodeó con sus brazos y empezamos a rodar entre la hierba.

A partir de entonces, jugábamos nuestros juegos secretos en la despensa de la casa o en alguno de los armarios. Nos molestaba mucho la presencia de mi hermano pequeño. Un día se puso a berrear cuando lo dejamos fuera del armario, lo cual alertó a mi hermano mayor. Fue a ver qué ocurría y abrió las puertas. La niñera no se inmutó. Se limitó a decir que buscábamos una moneda que se nos había perdido.

Yo también andaba siempre enredado con mentirijillas. El día de la Fiesta de las Niñas4 de mi segundo o tercer año en primaria, le dije a la profesora que debía volver pronto a casa para ayudar a colocar las muñecas. No asistí a ninguna clase. En casa dije que la escuela estaba cerrada por la Fiesta de las Niñas. No necesitaban mi ayuda, pero saqué las muñecas de sus cajas de todos modos.

Me lo pasaba en grande con mi colección de huevos de pájaro. Había siempre montones de huevos de gorrión bajo las tejas del almacén, pero los estorninos o los cuervos no anidaban por allí, y no me quedaba más remedio que acudir a mis compañeros de clase para conseguirlos. (Los de los cuervos eran verdes y parecían brillar, mientras que los de los estorninos estaban cubiertos por entero de unas extrañas manchas.) A cambio de los huevos, yo les entregaba

4 Festividad dedicada a las niñas que se celebra el 3 de marzo.

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