27449c

Page 1


VALERIO EVANGELISTI

TODO HAN DE SER

TRADUCCIÓN DE FRANCISCO ÁLVAREZ

Sensibles a las Letras, 113

Título original: Noi saremo tutto

Primera edición en Hoja de Lata: octubre del 2025

© Arnoldo Mondadori Editore S.p.A., 2004

© de la traducción: Francisco Álvarez, 2025

© de la imagen de portada: Alberto Peral, 2025

© de la presente edición: Hoja de Lata Editorial S. L., 2025

Hoja de Lata Editorial S. L. Camino del Lucero, 15, bajo izquierda, 33212 Xixón, Asturies [España] info@hojadelata.net / www.hojadelata.net

Edición: Hoja de Lata Editorial S. L. Diseño de la colección: Trabayadores Culturales Glayíu/Iván Cuervo Berango

Corrección: Tania Galán Álvarez

ISBN: 979-13-87554-10-1

Depósito legal: AS 02166-2025

Impreso y encuadernado en Imprenta Mundo, Cambre, A Coruña [España]

Questo libro è stato tradotto grazie a un contributo del Ministero degli Affari Esteri e della Cooperazione italiano.

Este libro ha sido traducido gracias a la Ayuda a la traducción del Ministerio de Asuntos Exteriores y de la Cooperación italiano.

La traducción de este libro se rige por el contrato tipo propuesto por ace Traductores.

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo las excepciones previstas por la ley. Diríjase a cedro (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

Hoja de Lata emplea tipos de papel que garantizan el manejo ambientalmente apropiado, socialmente benéfico y económicamente viable de los bosques del mundo.

ÍNDICE

Prólogo. Número 106 9

Primera parte. Años treinta

1. El Libro Azul 27

2. Todo han de ser 41

3. Eddie da un mitin 55

4. Cambio en la dirigencia 69

5. Amanda 83

6. El barco de los esquiroles 97

7. Contratación 111

8. Nuevos encargos, nuevas esperanzas 125

9. La ocasión perdida 139

10. El «divorcio» de Eddie 153

Segunda parte. Años cuarenta

11. Amigos importantes 169

12. Hoboken 183

13. Asuntos de familia 197

14. Un peligro inesperado 211

15. El café Sociedad 225

16. Eddie y su sobrinita 239

Número 106

El barco de vapor, negro y muy alto, dominaba desde hacía semanas la calle Harford y toda la zona central del puerto de Seattle. Las paletas de las ruedas estaban inmóviles y las chimeneas no exhalaban humo. Los pocos miembros de la tripulación del Delight que quedaban a bordo mataban los días observando con aburrimiento a la muchedumbre que se reunía a diario en el muelle número 5 para insultarlos. Los oficiales incluso se habían resignado a la presencia de las pancartas que habían colgado a la fuerza en el costado del buque, y ya debían de saberse de memoria las leyendas: «¡Boicoteemos el barco de la muerte!», «¡Vivan los compañeros rusos!», «¡Viva la revolución!», «¡Un único y gran sindicato!»… Frases análogas figuraban en los carteles de los manifestantes.

Eddie Lombardo estaba sentado en el borde de un vagón volcado y semienterrado, sujetando entre las rodillas su propio cartel, con las siglas UITTM-TIM, mientras liaba un cigarrillo. No reparó en el hombre que tenía al lado hasta que este le ofreció una cerilla. Volvió la vista hacia él, pero el sol lo obligó a entrecerrar los ojos.

—Gracias —susurró.

El desconocido se adelantó unos pasos y giró la cabeza a un lado y a otro. Vestía un traje gris con rayas negras y llevaba un sombrero blanco de ala ancha.

—Menudo espectáculo —comentó con las manos en las caderas—. Todos los días una multitud clamando contra el Delight. Tal vez por una causa muy justa, eso no lo sé, pero el caso es que ya no se trabaja en los muelles de Seattle.

—La causa es más que justa —se sintió obligado a decir Eddie Lombardo mientras daba la primera calada—. Quieren enviar armas al almirante Kolčak, que está luchando contra el Ejército Rojo. No lo conseguirán, puede usted jurar que ese barco no se moverá de aquí. No hay ni un solo trabajador portuario dispuesto a ayudar a esos cabrones reaccionarios.

—¿Tú eres trabajador portuario? —preguntó el desconocido, sin girarse hacia él—. Aparentas quince o dieciséis años, como mucho.

—Hago algún trabajillo —respondió Eddie Lombardo, ligeramente mosqueado—. Pero mi padre y mis hermanos son estibadores, y mi hermano Vincent también es uno de los organizadores del sindicato.

El hombre de sombrero blanco no hizo comentario alguno. Parecía estar contemplando atentamente la escena que tenía ante los ojos. La multitud que abarrotaba el muelle no estaba estática, se iba canalizando muy lentamente en un movimiento circular, girando alrededor de un eje invisible. A intervalos irregulares levantaba los carteles y gritaba a coro y a plena voz: «¡Un único y gran sindicato!». Eso no interrumpía su movimiento, que rozaba las líneas de los agentes desplegados entre las hileras de almacenes y una gran grúa tan potente como inerte. Llegaba desde el mar un penetrante olor a aceite podrido con un toque salino. En el cielo azul, de una pureza septembrina, las gaviotas volaban también ellas en círculo, como si quisieran parodiar a los manifestantes. El desconocido se giró finalmente. Tenía una cara ancha, un bigote fino y una nariz prominente. Sus ojos eran grises y rasgados, y su mirada vagamente irónica. Al sonreír mostró dos dientes de oro.

—Es insólito que haya italianos abrazando la causa del sindicato, ¿no te parece? Sobre todo aquí, en Seattle. Eddie se levantó como si lo hubieran tocado con un hierro candente y se le cayó al suelo el cartel.

—¿Usted cómo sabe que soy italiano? —preguntó con hostilidad—. ¿Y quién diablos es? ¿Qué hace aquí conmigo?

—Calma, calma… —respondió el desconocido ampliando su sonrisa, con lo que los dos dientes de oro pasaron a ser tres—. No tienes aspecto de escandinavo. Y supongo que estarás de acuerdo con lo que acabo de decir —añadió, tras lo cual hizo una pausa—. ¿No es cierto, Eddie?

¡Ese hombre encima sabía su nombre! Eso ya era demasiado.

—¡Vete de aquí ahora mismo, pedazo de mierda! —Eddie Lombardo arrojó al suelo con rabia su cigarrillo y echó mano al bolsillo en el que llevaba la navaja—. ¿O acaso quieres que te raje la barriga? ¡No serías el primero!

—Lo sé, lo sé… Pero yo estoy aquí por tu chica, por Anna.

—¿Qué tiene que ver Anna?

—La he visto y me he informado. Me han hablado de ti y de ella, me gusta y sé que la vendes.

La agresividad de Eddie se apagó al instante y le sobrevino una gran amargura.

—Anna es testaruda. No da el brazo a torcer, ni por las buenas ni por las malas. ¡Pero tengo otra entre manos, señor! ¡Una negra! —La mirada del chico, que se había ensombrecido, se iluminó de golpe—. Aún debo terminar de domarla, pero estoy seguro de que servirá. Basta con que yo…

El desconocido dejó de sonreír, al tiempo que se acentuó su mirada irónica.

—Así se habla, Eddie. Pero es mejor que tratemos este asunto tomando una cerveza. Vamos, invito yo.

En el muelle 5, como cada mañana, la tensión iba en aumento. Los policías, pertenecientes a la unidad especial reclamada por el alcalde, Ole Hanson, en respuesta a la recomendación del presidente Wilson de garantizar que se cargara el buque, comenzaban a dar muestras de nerviosismo. Y lo mismo se podía decir de los milicianos agrupados detrás de ellos, bajo la plataforma desde la que la poeta socialista Anna Louise Strong arengaba de cuando en cuando a los trabajadores.

Los soldados de la milicia, casi todos estudiantes de la Universidad de Washington, volvían a vestir el uniforme de los días

calientes de la huelga general, que habían llevado por primera vez pocos meses antes. Esperaban un pretexto para recurrir a las porras, o incluso a las pistolas. Sin embargo, el piquete que tenían delante no era ilegal. De hecho, en teoría ni siquiera era un piquete.

La Unión Industrial de Trabajadores del Transporte Marítimo (UITTM), rama portuaria de los Trabajadores Industriales del Mundo (TIM), los temidos wobblies, había recurrido a la estratagema de trasladar sus secciones sindicales a la calle Harford, al interior de las barracas y almacenes en desuso. Ninguna ley estadounidense prohibía que los trabajadores se pasearan, con o sin carteles, frente a la sede de su sindicato. Que la sede en cuestión se ubicara en la calle principal de acceso al puerto era un detalle que los legisladores no habían tenido en cuenta.

Mientras caminaba detrás del hombre de sombrero blanco, Eddie iba maldiciendo en silencio a su padre y a sus hermanos, aunque sobre todo maldecía su propio carácter titubeante. Tenía ante él a un cliente adinerado dispuesto a pagar bien por Anna y sabía que estaba en lo cierto; esa muchachota alta y morena, nueve años mayor que él, tenía todo lo que les gusta a los hombres. Pero desgraciadamente ella, a pesar de que realmente lo amaba, no quería ni oír hablar de que la entregara a otro hombre por dinero, y de nada servía que la azotara con el cinturón. Encima los hermanos de Eddie estaban del lado de esa gilipollas, aunque él sospechaba que ambos se la habían follado. De modo que iba a venderle a un desconocido una mercancía que aún no estaba en el mercado. Confiaba en que el ricachón se conformara con Tilly, la negra: más bien fea y enfermiza, pero con unas tetas descomunales y muy dócil. Se preparó mentalmente para una larga negociación.

—Ese bar de ahí está hecho para nosotros. Todavía no nos hemos presentado. —El individuo sonrió y se llevó dos dedos al sombrero—. Yo me llamo Burns, William J. Burns.

—Yo soy… Bueno, ya lo sabe, por lo visto.

—Sí, eres Edward C. Lombardo. Para ser precisos, Eduardo Cosimo Lombardo. Apuesto a que cuando salgamos de ese bar tendrás otro nombre: Número 106.

—¿De qué está hablando? No entiendo.

—Nada, cosas mías. Todos tenemos un número. El mío, por ejemplo, es el 17. Lo entenderás más tarde.

El bar al que se dirigían, El Descanso del Marinero, no era de los que frecuentaban los sindicalistas. La gran pintada en rojo bajo la cristalera, «Si tocan a uno, nos tocan a todos», debían de haberla hecho para incordiar al viejo Joe Gatti, que no quería saber nada de política. Esa era una de las consignas más repetidas por los wobblies y el hostelero posiblemente se había resignado y no la había borrado para evitar que aparecieran otras peores. Ningún otro local de italianos exhibía consignas tan explícitas, salvo el Círculo Garibaldi, en el que los hermanos y el padre de Eddie pasaban las noches. Pero ese estaba lejos del puerto.

Para llegar a la barraca baja y ancha que albergaba El Descanso del Marinero tuvieron que atravesar unas cuantas vías de tren y rodear los restos de una barricada de traviesas y piedras que quedaron allí tras la huelga general, y había aún una bandera roja ondeando al viento. Parecía que estaban poniendo un pie en un subversivo nido del águila, cuando en realidad era todo lo contrario.

En el bar se respiraba el tabaco estancado en el aire desde la noche anterior. Aparte de Joe Gatti, apostado tras la barra de zinc, solo había unos pocos marineros de edad avanzada jugando a las cartas.

Gatti recibió a Eddie sin demasiada cordialidad. Le advirtió:

—Deberías decirles a tus hermanos que lo dejen ya. Mientras siga habiendo jaleo aquí no vendrá nadie. Entiendo que haya que luchar por los salarios, pero ¿a quién carajo le importa un barco ruso? Dime si tengo o no razón.

Eddie, un poco incómodo, contestó:

—Joe, no tengo nada que ver con mis hermanos, yo solo me ocupo de mis asuntos.

—Pamplinas, estás todos los días en el puerto con algún cartel. Te he visto con mis propios ojos, no puedes negarlo. Tú en otro tiempo eras un buen chico, un italiano honesto. Nunca hubiera imaginado que algún día te vería entre anarquistas.

—Hago lo que me dice mi padre. —Eddie se encogió de hombros—. Además, el sindicato me paga, con eso me basta.

Burns los interrumpió en ese momento.

—Dos cervezas —le pidió al hostelero—. No sé de qué calidad tiene, pero queremos la mejor.

—Solo hay una, y no sé siquiera quién la produce. ¿No sabe usted que hay una ley vigente que prohíbe cualquier bebida alcohólica? En unos meses se aplicará en Frisco1 e inmediatamente después también aquí.

—Nos vale la cerveza que tenga. En cuanto a las leyes, cuando son absurdas, siempre se encuentra el modo de burlarlas.

Burns y Eddie se fueron con sus jarras a una pequeña mesa apartada, bajo una ventana con el cristal polvoriento. El chico lio otro cigarrillo, el hombre posó su sombrero blanco en una silla y le ofreció fuego. Seguidamente comentó:

—Por el aspecto pareces siciliano, pero apenas se te nota el acento. ¿Cómo es eso?

—Soy calabrés, no siciliano, aunque nací en Buenos Aires, en Argentina. Mis padres emigraron allí con mi hermana Assunta, que al casarse se fue a vivir a Nueva York. Buenos Aires está llena de italianos de Emilia-Romaña y de Piamonte, calabreses no hay muchos.

—¿De dónde provienen tus padres?

—¿Quién se acuerda de eso? Además, esas cosas no son de su incumbencia —replicó Eddie, más bien tenso.

—Está bien, hablemos de Anna. Es ella la que me interesa, no la negra. ¿Cuánto pides?

Había llegado el momento delicado de la conversación.

—Por una cantidad razonable se la presento, luego usted decide. Eddie pensó que esa era la mejor opción e incluso estuvo a punto de sonreír. Burns, por el contrario, acogió la propuesta con descarada sorna.

1 Forma abreviada con la que se conoce coloquialmente a la ciudad de San Francisco. (Todas las notas son del traductor).

—Y puedo llevarle un ramo de flores, ¿eh? Muchacho, ¿con quién crees que estás tratando? ¿Cuánto quieres por dejar que me folle a esa putilla?

Eddie se quedó desconcertado, de modo que echó una calada y dijo lo primero que se le pasó por la cabeza.

—Mucho, mucho más. Está muy solicitada, ¿sabe? Por eso le he ofrecido a la negrita, que en cambio…

—¿Mucho más respecto a qué? Habla claro. ¿Qué es para ti una suma alta?

Eddie calculó mentalmente. Contaba con poder obligar a Anna a que cumpliera su voluntad a base de carantoñas y de bofetones, aunque para ablandarla necesitaría al menos dos días. Pensó en una cifra que no fuera desorbitada pero que superara lo que ese tipo pudiera llevar en el bolsillo en ese momento.

—No sé, digamos… ¿cincuenta dólares? Me los paga esta noche y en unos días se la llevo a un hotel.

—Puedes traérmela ahora mismo. —Burns sacó la cartera y la abrió, estaba repleta de billetes. Extrajo uno con los dedos pulgar e índice—. Del hotel me encargo yo, tengo el coche aquí al lado. Tú solo debes traérmela, en un par de horas te devuelvo a tu chica.

Eddie enmudeció por la sorpresa. ¿Cómo iba a salir de esa? Tardó un poco en poder decir algo.

—Bueno, no sé exactamente por dónde anda ahora mismo… Tendría que ver si está en casa, vive por la avenida de Denny.

Mintió deliberadamente sobre la dirección.

—Te acabo de decir que tengo coche. Vamos juntos.

Eddie no respondió, mojó los labios en la cerveza para ganar tiempo. Posó de golpe la jarra en la mesa cuando vio que Burns, con una especie de sonrisa burlona, devolvía el billete a la cartera. Eddie se secó la espuma con la lengua, alargó la mano hasta rozarle la muñeca y le preguntó:

—Eh, ¿qué hace? Yo no he dicho que no.

Recorrió con la mente varios escenarios improbables: él sujetando a Anna mientras el otro la montaba, él drogándola… Joder, tenía que idear algo.

No fue necesario. El semblante de Burns se relajó con una expresión plácida, casi de satisfacción, y la billetera reapareció.

—Muchacho, me parece entender que estás necesitado de dinero. En los muelles no debes de ganar mucho, y encima ahora el trabajo está paralizado por ese asunto del barco de Rusia…

Eddie recuperó la esperanza. Le propuso:

—Escuche, hagamos una cosa… Deme ahora diez dólares y el resto más tarde, me encargo yo de Anna. Dígame dónde tiene el coche y le llevaré a la chica en un par de horas. Ella posiblemente fingirá que está en contra, pero le aseguro que…

Burns volvió a sonreír.

—Sí, no hay duda de que estás necesitado de dinero. Y es evidente que ciento cincuenta dólares es una suma considerable.

Eddie se sobresaltó.

—¿Ciento cincuenta dólares? Yo había dicho… —Interrumpió la frase a tiempo y se mordió con los incisivos el labio inferior—. Bueno, seguramente Anna vale mucho. Es una nena que no está nada mal, de eso no hay duda.

—No, tu Anna no vale ciento cincuenta dólares —aseguró Burns, que definitivamente era el hombre de las sorpresas—. Esa cifra está bien para pagar labores delicadas, de responsabilidad, que no tienen nada que ver con putas.

Todas las sospechas anteriores de Eddie volvieron a él de repente. Se olvidó de su cigarrillo, que acabó quemándole los dedos. Lo tiró al suelo.

—No le sigo. ¿De qué está hablando? —preguntó, hosco.

—Si tu propósito es convertirte en un rufián será para ganar dinero, ¿verdad? Bien, pues hay formas más rápidas y seguras.

—¿Por ejemplo?

Ahora Eddie estaba totalmente a la defensiva. Pensándolo bien, era extraño que ese tal Burns estuviera al tanto de sus intenciones respecto a Anna. Solo había hablado de ello con amigos cercanos, alternando en los bares más alejados de casa y de su padre. Y ahora este fulano cambiaba completamente de tema, como si Anna hubiera dejado de interesarle. Lo miró fijamente y Burns

lo observó con un asomo de sarcasmo mientras se ajustaba el alfiler de oro que sujetaba su corbata azul.

La conclusión lógica solo podía ser una. Decidió enunciarla él, en vista de que Burns guardaba silencio.

—Ya entiendo. Anna era solo una excusa para entrar en contacto conmigo. Usted debe ser de la policía, de la milicia o de algún departamento gubernamental, quizá uno de esos que se crearon durante la Gran Guerra y que ya infestan Estados Unidos.

Eddie alzó tanto la voz que los marineros sentados en la mesa más cercana se irguieron y dejaron las cartas que tenían en la mano. Eso no le gustó nada a Burns. Le contestó en voz baja, aunque su entonación vibraba por la indignación.

—Muchacho, no te voy a consentir ninguna otra calumnia como esa —le advirtió—. Yo no tengo nada que ver con el jodido gobierno. Si le haces ascos al dinero podías haberlo dicho antes. También podías haber dicho que las chicas a las que pretendes prostituir no quieren saber nada de eso. ¿Crees que no me había dado cuenta? ¡Otras dos cervezas!

Burns se giró hacia Joe Gatti al hacer esa petición incongruente, porque apenas habían probado las que tenían en la mesa. Tal vez era una forma de distraer la atención de los demás clientes.

Eddie pensó que en ese momento debería levantarse e irse. No lo hizo, porque tenía aún en la retina la visión de la billetera llena a reventar. Así es que preguntó:

—En resumen, ¿quién es usted? ¿Anna le interesa o no?

—Podría interesarme, entre otras cosas. —Burns alzó la jarra y finalmente trasegó más de la mitad de la cerveza. Se secó los labios con un pañuelo que sacó del bolsillo superior de la americana. Tenía bordadas las iniciales W. J. B., de modo que no había mentido sobre su identidad—. Te diré enseguida quién soy. ¿Has oído hablar del señor Broussais C. Beck?

—Y quién no. Es un pez gordo, un hombre de negocios, el más importante de Seattle.

—Exacto. —Burns apuró su jarra un instante antes de que Gatti les sirviera las otras dos cervezas. Esperó a que el viejo volviera

a la barra antes de seguir hablando—. Yo trabajo para él. El señor Beck está muy interesado en saber todo lo que sucede en los puertos, en el de Seattle y en otros. Pertenece al consejo de administración de diversas compañías de seguros. Me encarga que busque lo que necesita.

—¿Es el señor Beck el que quiere a Anna? —preguntó Eddie, ojiplático.

—¡Claro que no, qué te has creído! —Burns estuvo a punto de echarse a reír, se contuvo apretando el pañuelo contra los labios—. Él solo busca agentes de seguros, como lo soy yo y como puedes serlo tú, si quieres. Ha quedado libre el puesto del agente Número 106, que podría ser tuyo. Me pareces el tipo apropiado, a pesar de que eres demasiado joven. Tienes ambición, ganas de ganar dinero y además eres italiano. Necesitamos italianos.

—¿Para qué?

—Podríamos necesitarte para que vayas a Nueva York, allí los portuarios son en su mayoría italianos, concretamente sicilianos. Nuestra profesión está bien pagada, pero requiere viajar de vez en cuando. Me imagino que eso no será un problema para ti.

La emoción de Eddie fue tal que apuró de un trago la primera cerveza y seguidamente atacó la espuma de la segunda. Su sueño era irse lo más lejos posible de su padre, de sus hermanos y de su asfixiante moralismo. Se relacionaba con los peores canallas del centro de Seattle porque, al igual que él, aspiraban a irse a Nueva York para hacer dinero fácil aprovechando las mil y una oportunidades de una metrópolis. Hasta el momento Eddie y sus amigos solo habían pensado en la trata de mujeres como actividad con la que enriquecerse; por lo general era un buen negocio, pero hacer carrera como agente de seguros también…

—¿Qué tendría que hacer? —preguntó—. ¿Vender pólizas?

—No, eso es lo más bajo en el escalafón, eso es para los peones. —Burns torció los labios en un gesto de menosprecio—. En una posición más alta lo que hay que hacer, sobre todo, es escribir, observar aquí y allá para redactar informes. ¿Tú sabes escribir?

—Me defiendo.

—Bien, entonces te resultará una labor sencilla. Las navieras quieren saber, a través del señor Beck, en qué puertos se mantiene la calma y en cuáles no. Cuando se producen circunstancias que la perturban, nosotros debemos informar al respecto detalladamente. —La nueva sonrisa de Burns, afable y cautivadora, dejó al descubierto los tres dientes de oro—. Yo mismo reconozco que es pan comido. Al principio me costaba creerlo: ciento cincuenta dólares a la semana, ¡a la semana!, por no hacer otra cosa que tener los ojos bien abiertos. Y además viajando con todos los gastos pagados. Acabé convenciéndome de que un trabajo así existe. Ahora puedo permitirme coches de lujo, abrigos de doscientos dólares y las mejores nenas del mercado, prácticamente tengo una distinta cada noche. Te aseguro que comparar a tu Anna con ellas es como comparar a Blancanieves con Theda Bara.2

Eddie ya casi no le prestaba atención, desde hacía un par de minutos se dedicaba a soñar. ¡Ciento cincuenta dólares semanales a su edad! Ninguno de sus hermanos ganaba tanto, a pesar de que se deslomaban en las bodegas de los barcos. El único pero era precisamente la remuneración, que le parecía exagerada. Entrecerró los párpados tratando de adoptar un aire astuto y exclamó:

—¡Venga, está usted bromeando, señor Burns! ¡Todo ese dinero por escribir cuatro gilipolleces! ¿Cómo voy a creerle?

—Para empezar, contando estos. —Burns, con gesto elegante, se humedeció las yemas de los dedos y buscó en la cartera tres billetes de cincuenta dólares. Los colocó en la mesa y los deslizó hacia Eddie—. Y después, midiendo tus palabras. No son «cuatro gilipolleces» lo que se te está pidiendo. La agencia necesita informes extensos y minuciosos: qué buques corren el riesgo de quedarse sin carga, por qué, quién amenaza con bloquear la estiba… —Se inclinó hacia delante y bajó la voz—. Te desvelaré un pequeño truco, pero tiene que quedar entre nosotros. Incluso a mí me aburre tener que llenar páginas y páginas de descripciones y análi-

2 Actriz estadounidense, una de las grandes divas de la época del cine mudo.

sis, como querría el señor Beck. ¿Sabes qué hago? Principalmente recopilo listas de nombres, eso es fácil: sindicalistas, alborotadores, agitadores de la Federación Estadounidense del Trabajo, del Partido Socialista, de los TIM… No te lo vas a creer, pero nadie ha descubierto que uso esa treta, y yo sigo ganándome el pan y todo lo demás.

A Eddie le vinieron a la mente ciertas conversaciones que había oído en su familia, por lo que preguntó:

—Pero, dígame, ¿eso no me convertiría en un soplón?

—Parece ser que no me estás entendiendo. —Burns se puso en tensión—. No te estoy hablando de la policía, sino de aseguradoras, de honrados empresarios que protegen sus intereses. Están en su derecho, ¿no crees? Y quieren pólizas honestas que tengan en cuenta todos los factores.

—Ya, pero…

—Pero nada. Veo que me has malinterpretado, muchacho. Pago yo las cervezas, pero solo eso.

Burns, con gesto severo, amagó con volver a guardar el dinero en la cartera. Eddie se apresuró a tapar con la mano los billetes.

—Tranquilo, tranquilo… Tal vez le haya entendido mal o quizá usted no se ha explicado bien.

—¿Entonces cuento contigo?

—¿Debo darle una respuesta ahora mismo o tengo tiempo para pensarlo un poco?

—Piénsatelo todo lo que quieras, pero sin ningún anticipo de dinero. Como comprenderás, sería un regalo estúpido por mi parte.

Las dudas de Eddie duraron una fracción de segundo. Expulsó el humo que tenía aún en los pulmones y transformó su exhalación en un suspiro de resignación.

—Está bien, acepto la tarea. ¿Y ahora qué?

Burns guardó su billetera y volvió a mostrarse amable. Apartó las jarras de cerveza y extendió su mano derecha sobre la mesa.

—Entre gente de bien un apretón de manos tiene más valor que cualquier contrato —aseguró.

Eddie aferró los dedos gordos de su interlocutor. Aunque estaba algo confuso, en líneas generales le parecía un acuerdo positivo.

—¿Qué debo hacer ahora?

—Meterte en el bolsillo estos dólares y esperar instrucciones, las recibirás mañana mismo. Estás contratado por un periodo de prueba de una semana, te confirmaremos en el puesto cuando hayas presentado el primer informe. No creo que haga falta que te pida que mantengas en secreto nuestro pacto, no hables de ello ni siquiera con tu padre o con tus hermanos. Todas las compañías aseguradores tienen la misma regla: cuanto menos se sepa sobre ellas, a nivel de agentes, mejor funcionan.

—Pero notarán que dejo de ir al puerto con los carteles. Conozco a mi padre, me acribillará a preguntas: que por qué estoy de brazos cruzados, que por qué ya no apoyo la causa del proletariado, etcétera. Y Vincent es todavía peor que él.

—¿Quién te ha dicho que dejes de ir al puerto? —replicó Burns mientras movía la silla para levantarse—. ¡Tienes que seguir yendo! Es más, debes ser el más asiduo. Acude a todas las asambleas y toma nota de quiénes van, intégrate en los piquetes y quédate con los nombres de los más exaltados. Y queda tranquilo, a ellos no les pasará nada, a las aseguradoras solo les preocupa el dinero, no los ideales. Lo importante para ellas es poder contar con gente de confianza en los muelles.

Burns se puso en pie y se dirigió a la barra para pagar. Eddie lo siguió. Poco después salieron a la calle. En el cielo de Seattle estaban acumulándose los nubarrones, que habían surgido inesperadamente. Un viento frío soplaba con fuerza. El invierno estaba llegando.

Las fuerzas del orden, ya fueran profesionales o diletantes, habían roto la formación para empezar a empujar a los integrantes del piquete sindical. Los trabajadores portuarios fingían indiferencia, pero una mirada atenta podía advertir que habían bajado muchos de los carteles y que estaban empuñando las astas de los mismos a modo de palos. También iban pasando de mano en mano unos ganchos, los enormes garfios que se utilizaban para enganchar la carga que había que bajar a las bodegas de los buques.

Eddie captó, con un breve sobresalto, una escena que no veía desde que, pocos meses atrás, Seattle acabó bajo el gobierno del llamado Consejo de Soldados, Marineros y Trabajadores, del que su hermano Ricky, veterano de la guerra de Filipinas, había sido uno de sus líderes. Por los tejados de los almacenes y de las barracas corrían ágilmente unas sombras que se mantenían agachadas. Unos destellos fugaces delataban los rifles que empuñaban. El sindicato estaba tomando precauciones.

Burns también debió de notar esos movimientos inquietantes, porque anunció, con cierta urgencia:

—Yo ya me voy. En resumidas cuentas, tenemos un acuerdo, muchacho. Nos vemos mañana.

—¿Dónde? —preguntó Eddie.

—Vendré yo a buscarte. —Le dio una palmada en el hombro—. Tal vez aún no te hayas dado cuenta, pero desde hoy mismo te sonreirá la fortuna. Ten confianza.

Burns se marchó en dirección al puente por el que se salía de Harbor Island. Eddie no estaba seguro de hacia dónde ir. En el muelle central se mascaba la gresca y a él le gustaban las peleas. Sin embargo, la presencia de armas de fuego hacía presagiar un enfrentamiento muy duro, de esos en los que los puños o los cuchillos (él llevaba dos, uno en el bolsillo y otro en el calcetín derecho) no bastaban para garantizar un buen resultado.

Decidió ir a hacerle una visita a Anna. De tanto hablar sobre ella, inútilmente, le habían entrado ganas de verla. No esperaba poder follarla a esa hora en la que ella seguramente estaría haciendo la colada, pero sí manosearla. Solo tenía que decirle que la amaba para que la chica le dejara hacer de todo, protegidos por las sábanas tendidas en la azotea del bloque de viviendas en el que vivían ambos.

Pero no había tenido en cuenta el destino adverso que lo perseguía desde niño. Llevaba recorridos unos pocos metros en el muelle cuando vio aparecer a Vincent. Su hermano frunció el ceño al instante y su fino bigote le cubrió el labio inferior en una mueca de amonestación.

—Eddie, ¿dónde diablos te habías metido? No te veo desde hace una hora, necesitamos brazos.

—Vince, aquí se van a liar a tiros y yo no voy armado.

Una sonrisa espontánea afloró en el rostro delgado de Vincent.

—No, hombre —le dijo su hermano—. Eso es lo que queremos que crean. Necesitamos brazos solamente para retirar las barricadas. Hoy mismo cargaremos el barco.

Eddie arqueó las cejas.

—¿Cómo es eso?

—Nos han telegrafiado desde Rusia para informarnos de que el Ejército Rojo ha tomado Vladivostok. Las armas del buque irán a parar a manos de los nuestros. ¿Lo entiendes ahora? —Vincent le guiñó el ojo—. Venga, ven a echar una mano.

Eddie se preguntó si esa noticia podría alterar su acuerdo con Burns, pero sacó en conclusión que no. No había duda de que era su día de suerte: dinero fácil y ninguna situación comprometedora con el sindicato. Confiaba en que la jornada siguiera de ese modo. Ahora el oficio de rufián se le antojaba mísero.

Eufórico, echó a andar tras su hermano. Si fuera un perro, habría meneado el rabo.

Turn static files into dynamic content formats.

Create a flipbook
Issuu converts static files into: digital portfolios, online yearbooks, online catalogs, digital photo albums and more. Sign up and create your flipbook.