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DE LA MISMA MADERA

Traducción

de Íñigo Jáuregui

Nørdicalibros

Título original: Du même bois

Esta obra se benefició del apoyo de los Programas de Ayuda a la Publicación del Institut français

© Éditions Gallimard, París, 2024

© De la traducción: Íñigo Jáuregui

© De esta edición: Nórdica Libros S. L.

C/ Doctor Blanco Soler, 26 · 28044 Madrid

Tlf: (+34) 917 055 057 · info@nordicalibros.com

Primera edición: mayo de 2025

ISBN: 979-13-87563-54-7

Depósito Legal: M-9842-2025

IBIC: FA

Thema: FBA

Impreso en España / Printed in Spain

Imprenta Kadmos (Salamanca)

Diseño: Filo Estudio y Nacho Caballero

Maquetación: Diego Moreno Corrección ortotipográfica: Victoria Parra y Ana Patrón

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

A mi familia

LA GRANJA

La construcción es completamente alargada, con una habitación en un lado, otra en el otro y en medio un establo. El ala izquierda para los jóvenes, que se hacen cargo de la granja, y la derecha para los viejos. Trabajan, se agotan, y un día se mudan al otro lado. Es más práctico, hay una habitación en la planta baja, las escaleras son menos empinadas, los cuartos parecen diseñados para envejecer. Y además, cuando uno de ellos muere, generalmente el marido, los hijos están en el otro lado, y eso tranquiliza, evita la soledad, miran al pasar si hay luz, si las persianas están abiertas, si la ropa está tendida, se paran un momento para ponerse las medias compresoras, contar las pastillas para la tensión y enfadarse un poco por unos oídos que ya no oyen. Y un día notan que se ha vuelto difícil levantarse por la noche cuando pare una vaca, que el cuerpo les duele. Saben que pronto les tocará trasladarse al ala derecha y ocupar las habitaciones del final de la vida. Pero mientras siga estando la abuela, están tranquilos, porque eso significa que todavía tienen tiempo por delante. Todavía hay un establo ante ellos, antes del otro

lado. De modo que sí, a veces la abuela es cansina, no entiende nada, se mete en todo y habla del buen Dios, pero la cuidan porque no tienen prisa en que deje su lugar, que el tiempo que pasa los haga trasladarse al ala derecha y dormir en la cama donde murieron sus padres, sus abuelos, sus bisabuelos y sus tatarabuelos.

Los niños corren para conectar ambos lados, y llevan los huevos frescos a sus padres y cazuelas vacías a la abuela. Tropiezan en el empedrado y miran el futuro a través de las ventanas.

Aquí se hace todo bajo el mismo techo, se nace en la cama del ala izquierda, se muere en la de la derecha y, entre tanto, se cuidan los animales en el establo. Ellos también son alineados y ordenados, también siguen un ciclo. A la entrada, los pequeños terneros, más allá las vaquillas, a continuación las madres y, al fondo, las vacas viejas que pronto se irán. Los niños aprenden pronto el oficio y deambulan con bastones detrás de esa colección de traseros. Saben lo que cuentan sus vulvas, cuándo se hinchan, cuándo sangran, cuándo las colas se levantan, cuándo los lomos se arquean, cuándo deben llamar a sus padres, cuándo la vaca extraña a su ternero. Ven nacer y ven morir, porque a veces sucede y hay que endurecerse.

También ven envejecer a la abuela, no la esconden en una residencia de ancianos, y tendrán que ser fuertes si son ellos quienes la encuentran inerte un día al regresar con algunas cacerolas vacías. La muerte de

los terneros, tan pequeños y tiernos, los entrena para aceptar la muerte de los ancianos, como dicen.

LA NIÑA

Es una de sus mejores vacas, ningún vicio, partos siempre fáciles, nunca tiene mamitis, terneros que se desarrollan bien. Pero ahora está irreconocible. El padre le acerca el ternero, ella da coces y menea los cuernos. Pero qué mala es, apartaos, niños, no os quedéis ahí. Le habla en dialecto y la amansa. No se sabe por qué no quiere ver al ternero. Si no estuviera amarrada, lo mataría, está seguro. Pero qué mala es. Si fuera su primer ternero, él no la mantendría ni tendría ningún remordimiento en separarse de ella, pero es su preferida, la que siempre ha sido tan buena que incluso acogía a los gemelos de su vecina cuando le faltaba leche. ¿Te acuerdas?, le dice a su mujer, ¿recuerdas lo maternal que era el invierno pasado? ¿Qué tiene ese ternero para que ella se niegue a amamantarlo? Es grande, de acuerdo. Hubo que sacarlo con fórceps, a ella le costó expulsarlo. Él se echa la culpa, no eligió bien el toro, ese engendra terneros demasiado robustos y eso destroza a las vacas, no podía saberlo, pero ahora todo salió bien, el ternero no ha sufrido, la madre se encuentra perfectamente. Entonces, ¿por qué no quiere

limpiarlo con la lengua, por qué no ha querido mirarlo ni olerlo, por qué se ha vuelto tan mala?

Él siempre se emociona un poco, mira a la madre y al pequeño encontrarse, lamerse, se felicita cuando el ternero se mantiene en pie y logra tomar la ubre. En la penumbra del establo, ese día no reconoce a su animal. Volved a casa, niños, no os quedéis ahí, no es un bonito espectáculo.

La vaca zarandea a su pequeño. Él se mantiene a duras penas sobre sus patas demasiado largas y frágiles, sobre esas patas que son como muletas y, cuando va a buscar el calor de su madre, ella se agita, lo amenaza con los cuernos, hace sonar las cadenas y empuja ese pequeño cuerpo totalmente nuevo, todavía cubierto de sangre, sobre el frío suelo del establo. Qué mala es, no os quedéis ahí, niños, entrad en casa. Mira que es mala. Lo va a matar si se la deja hacer. ¿Qué tiene ese ternero para que su vaca se haya vuelto tan mala? Una vaca tan buena, sin ningún vicio, la primera de la fila, que él colocó a propósito allí, a la entrada del establo, para poder ver sus ojos, su cabeza, sus orejas, mientras que de las otras solo se ve la cola.

El parto de las primerizas suele ser largo. Su bebé no quiere bajar, a menos que sea ella quien lo esté reteniendo. La comadrona le explica que cada contracción es un paso del bebé hacia ella, que debe recibirlo. Sí, pero ella no siente las contracciones. Con la epidural

no siente nada, quizá no empuja en el momento adecuado, empuja cuando se lo dicen y como le han explicado.

Piensa en esa vaca, debería haber escuchado a su padre, no quedarse allí, salir del establo, no mirar. Tiene miedo, no quiere volverse mala y se pregunta si es posible no querer a tu hijo.

Le dicen que se relaje, hay que llamar al médico, hará falta el fórceps, el bebé empieza a cansarse, no se sabe por qué no avanza más, por qué, entre cada empujón, retrocede tan profundamente dentro de ella.

Le ponen a su chiquilla en el pecho. A ella le gustaría lamerla, besarla, olerla, se siente tan aliviada de no tener ganas de matarla. Es justo al contrario, no puede dejar de mirarla. Hace exactamente lo mismo que las otras madres, y aún más. Todo lo necesario, la baña, le da el pecho, tararea, la acuna, mantiene al bebé contra su piel de día y de noche, aunque no lo recomienden. Le duele el desgarro, pero qué importa, quiere que el bebé esté bien, quiere estar ahí, no abandonarlo, ni siquiera para dormir.

La pequeña no coge mucho peso, y eso le preocupa. Le parece que se calma menos rápidamente que los bebés de las habitaciones contiguas, que lleva dentro de sí una especie de angustia, algo que no es normal. Un bebé nacido con fórceps no puede ser completamente sereno, ya se calmará, el parto tampoco fue fácil para ella. Se retuerce, seguramente digiere mal.

A lo mejor es su leche. ¿Y si no estuviera suficientemente dotada para amamantar a su hija?, piensa, presa del pánico. La vuelve a poner contra su seno, la niña se enerva rápidamente, no logra agarrar el pezón, se separa, hace ruidos extraños con los labios, no se duerme, mantiene los ojos abiertos, incluso sostiene la mirada, no se relaja nunca, su cuerpo se retuerce como un gusano, se enrosca y forma nudos.

Es su primer bebé, probablemente se preocupa sin motivo. Camina durante horas por los pasillos de la maternidad, lee los números que coronan las puertas de las habitaciones, observa a los niños que duermen tranquilamente, con los brazos levantados, hace lo posible por intentar calmar su pequeña bola de nervios, pero en el fondo lo sabe. Sabe que su niña lleva dentro de sí eso que tienen todos en la familia de su marido y a lo que no han puesto nombre.

Además, está esa fragilidad que lleva a su marido a beber y trabajar demasiado. Ella pensaba que ser padre lo cambiaría y lo haría más fuerte y presente, pero no. Para no criar a su hija sola, pasa su tiempo en la granja y finalmente vuelve a casa de sus padres.

Nunca se ha visto una niña así, que no quiere comer nada, que no disfruta ningún plato, ni siquiera los que llevan patatas, queso fundido o azúcar. Para la abuela, comer es lo más importante: cocinar es una prueba de amor. Así que la entristece ver a la niña

quedarse durante horas delante del plato, separarlo todo, cortar los bordes de la carne porque le parecen demasiado duros, y retirar el más mínimo nervio. Una carne buena como esa, de animales de granja, que se han criado allí y han tenido todo un paisaje para pastar y una vida de trabajo. Y ella los hace montoncitos, perfora la carne, quita los bordes y pincha encima para extraer el jugo. Su trozo de carne se parece al ganchillo que hacía la bisabuela, lo desmenuza y lo picotea en trozos diminutos. Es evidente que no lo hace adrede, que tiene un paladar demasiado delicado, pero aun así, es a toda su familia a quien disecciona y desmenuza en el plato. El trabajo de toda una vida que ella arruina, que escupe y no logra deglutir, todo ese amor que se niega a tragar, es sobre todo eso lo que duele en el corazón.

Pero ¿qué le pasa a esa niña, que siempre está lloriqueando?

Dan golpecitos en el barómetro. ¡Ojalá que llueva!

Venga, deja de sorberte los mocos, ya ni siquiera sabes por qué lloras. La abuela se saca un pañuelo del escote. Sécate las lágrimas, basta ya.

Consultan el barómetro, comprueban la dirección del viento, esperan la luna favorable. ¡Ojalá que llueva! Nunca se ha visto el prado tan seco. ¿Y el manantial? No debería secarse. Tranquilízate, nunca ha ocurrido.

Pero ¿qué le ocurre a esta niña? No vamos a regar el huerto con sus penas. Si no, no nos preocuparíamos.

Haría falta una lluvia fina. Pero aquí lloverá a cántaros.

Suele ser así en las mesetas, vivimos entre relámpagos. Estos resuenan y hacen vibrar la casa. Las contraventanas golpean contra la piedra, los pequeños se chocan con su madre. La tormenta tiene aún más furia que la niña.

Finalmente se calma.

El tío, el yerno de los abuelos, recorre los campos. Dos vacas tiesas bajo los grandes árboles. ¡Maldita sea!

¿Qué? ¿No antes de la próxima semana? Pero entonces empezarán a oler, hincharse y atraer a los carroñeros. ¿No quieres llamar al servicio de recogida de animales muertos para insistirles? Si la niña lo ve, no va a parar de llorar.

Llámalos por última vez. Ella estaba convencida de que fueron sus rabietas las que fulminaron a los animales.

La llevan a curanderos y brujos. Le frotan trozos de tocino en la piel antes de enterrarlos profundamente en la tierra, le hacen dibujar su enfermedad para quemarla en una gran hoguera, parece que funciona, que ayuda a librarse de lo que carcome. La niña bebe tisanas de plantas preparadas expresamente. Va a ver a un hombre que le pasa las manos por encima del cuerpo, como un masaje pero sin tocarla en ningún momento. Él atrapa con el pensamiento los demonios de la niña, y luego eso le hace bostezar. El curandero explica que

todo sale por su boca y se va. Bosteza, bosteza y bosteza, no para de bostezar. ¡Cuántas cosas tiene que sacar! Habrá que volver, tener otras sesiones para purificarla y calmarla de verdad. El hombre abre la ventana para que todo lo que acaba de salir de la niña salga también de la habitación.

Una contrariedad y se desencadena una crisis. Estalla de golpe, sin avisar. Sus rabietas agrietan el pladur, sus manos se arrancan el pelo a puñados, sus uñas se arañan la piel, agita la cabeza, repite frases como una canción. Aquello tiene que salir, derramarse, brotar. Su desesperación se extiende, baja de su cuarto, gotea entre los pisos. Sus padres no saben cómo actuar, asciende en ellos por capilaridad. Ella les devuelve la tristeza que le han transmitido. No se sabe muy bien de dónde viene pero es cosa de familia, las hermanas de su padre tienen lo mismo y seguramente lo hayan heredado de aún más atrás. La melancolía se reproduce, se replica, se fotocopia, ha debido de apoyarse fuertemente sobre el papel carbón para que traspase tanto y deje marcas en todas las hojas.

La niña no ha conocido a las hermanas de su padre. A su madre le preocupa que contagien a la pequeña, que eso la marque, que la impregne, que no se borre.

Su madre no soporta las manchas, pone manteles, fundas, posavasos. Sobre todo, las cosas no deben

estropearse. Se mantienen en estuches, dentro de los armarios y tapadas con cobertores. A veces levanta el mantel de hule para admirar cómo, debajo, han sabido permanecer intactas. De todas formas, qué bonita es esa mesa. Y la madre vuelve a colocar el hule, una funda protectora y otro mantel. Con su niña, también prefiere tener cuidado y protegerla bien. Ha visto a sus hermanas deformarse por la locura y tener la mirada perdida. No poder soportar la luz ni el ruido, creer que el mundo se ha inventado para perseguirlas. Prefiere proteger a la pequeña, mantenerla alejada, asegurarse de que haya suficientes montañas para detener sus salpicaduras, impedir que la manchen. Hace todo lo posible por hacerlas desaparecer. Aun así, la niña, sin conocerlas, las imita. Eso supera los macizos, las paredes, los manteles y el entendimiento. Supera a su madre.

Es inútil querer protegerla, siempre ha estado manchada en alguna parte dentro de ella.

Las vacas también tienen manchas. Incluso hay una a la que llaman «gamuza». La abuela emplea esa palabra para hablar de los trapos sucios, paños muy gastados y agujereados que han vivido tanto que no pueden remendarse. Sin embargo, no es el desgaste ni la suciedad, esa vaca nació así, con todas sus salpicaduras y los desgarros en su piel blanca. La niña, al mirar su pelaje, ve más bien continentes. Eso le hace pensar en el globo

terráqueo que tiene en su habitación, en tierras desconocidas y en océanos. Dar la vuelta a esa vaca es como ir de viaje. Hay, en torno a sus caderas, pequeña islas, un archipiélago de pecas. Parecen obra del mismo artista que salpicó los hombros de su padre. Puntillismo. Nadie ve que es hermoso, que esa vaca no es un andrajo viejo y sucio, sino un cuadro, una apertura al mundo, una promesa de evasión.

LA SEMEJANZA

Llaman «peques» a los niños y a los bebés. Y es verdad que son como un pequeño compendio. Tienen un poco de su madre, un poco de su padre, un poco de sus abuelos, un poco de sus bisabuelos, un poco de los que murieron hace mucho tiempo. Pequeños compendios. De todo lo que les han transmitido, escondido, inventado. Todo. Ramilletes de historias, de silencios, de emociones, de enojos, de células. Mosaicos de labios, orejas, miradas, pestañas, rasgos y olores. Desacuerdos, secretos, reconciliaciones.

No siempre es fácil ser un peque, tener dentro de sí tantas historias, tantas personas, lograr acallarlas para inventar otra cosa pequeña y personal.

LAS MADRES

La madre de la niña come enfrente de la abuela. Un cara a cara con sus propios defectos, con todo aquello en lo que se niega a convertirse. Te estoy diciendo que no es asunto tuyo, siempre te metes en todo. Su hija también le dice eso. La madre se enfada con la abuela, le guarda rencor por ser como ella, ser como no le gustaría. No es con su madre, sentada al otro lado de la mesa, con quien cena, sino con sus propias taras, y comparte la sopa con todo aquello contra lo que lucha. La abuela le vuelve a servir y ella no quería más, lo hace cada vez. Basta. La abuela no escucha, le llena el cuenco, que se desborda. Te he dicho que no quiero más. Es verdad que tiene bastantes parecidos con la abuela, que ha sido bien servida, que ahora es suficiente, que el resto puedo dárselo al perro, que espera delante de la puerta y no pide otra cosa. La madre podría volcar el tazón y la mesa, e irse; pero no, se queda ahí, exasperada delante de sus defectos, contemplándose, viendo lo que no está bien, exigiendo esfuerzos. Como si cambiar a su madre fuera a cambiarla, como si funcionara así. La madre de la niña suspira, se desespera,

eleva la mirada, no la soporta. Pero siempre viene, se preocupa por su aspecto descuidado, le da el brazo, le pone el abrigo y la lleva en coche a la peluquera. ¿Has visto lo bien que me queda este peinado? Es casi igual que el tuyo. Y aquí está la abuela imitándola, peinándose de la misma forma, calcando los rasgos juveniles de su hija y agarrándola del brazo como a un recuerdo de sí misma. Hay que ver cómo cojea su doble, lo frágil que es y lo sorda que está. Cuando la madre de la niña se enfada y dice a la abuela cosas de las que se arrepiente, solo ella las oye. Su voz, al volver hacia ella, le hace escucharse y le entristece oírse decir aquello.

Se acuerda de la abuela, que cuidaba de su madre, le preparaba las comidas y la ayudaba a ponerse las pinzas en el moño, que quizá no la soportaba pero no lo decía. O tal vez se haya olvidado.

No conoce otras mujeres tan generosas y amorosas como la abuela. Parece que las dos se asemejan. La abuela resulta entrañable, de espaldas, removiendo las cazuelas, como si no hubiera oído que su hija no quería quedarse.

Fuera, los niños quedan, se van a los bosques, se escabullen entre los árboles, buscan un rincón para sus cabañas. Aquí está bien. ¿Estás seguro? Ya hay un tragaluz, creado por las ramas. Han recuperado algunos palés, que servirán de paredes. Las manitas se ponen manos a la obra, unas sostienen, otras ponen clavos,

otras hacen nudos. Y en cuanto al techo, podríamos trenzar retama, conozco un lugar donde hay un montón. La niña traza planos en las libretas. Tiene muchas ideas, es lo que dice la abuela. Podríamos construir una habitación para la perra y otra para los gatos. La carretilla chirría, es el otro equipo el que trae grifos sin agua, cacerolas sin fondo, botes sin conservas. Los antepasados tiraban todo eso a la escombrera de piedras, detrás de la granja, para alimentar los escombros, como si la montaña supiera deleitarse con sus detritus. Las manitas pescan en ese torrente de rocas, se deslizan entre los grumos de la tierra, hacen emerger la chatarra, descubren recuerdos apenas escondidos en las fallas. Hacen vomitar al suelo y escupir a las piedras. Un zapato que ha perdido su gemelo, asientos de máquinas, muchas sartenes, marmitas, objetos que han sobrevivido a los antepasados. Sus padres les han prohibido que vayan allí. Es allí donde el tío tira los animales muertos, donde se hinchan y esperan igualmente que la montaña los engulla. O más bien los zorros y las rapaces, no se sabe muy bien. Es peligroso, niños, no vayáis a que os muerdan, se agitan en los agujeros, viven en las cuevas, está lleno de culebras, vais a torceros el tobillo. Pero es demasiado tentador ir a preguntar a las piedras, cazar furtivamente en el pasado y llenar carretillas con él. Los niños ponen la mesa, cocinan en las cazuelas oxidadas sopas de musgo, piedrecitas, retazos de bosque. Huele bien. Podemos ir a buscar a los invitados.

La tía, el tío, la abuela, el abuelo se sientan en troncos, la perra inspecciona su cuarto, parece que le gusta. En cambio, a sus padres no les gusta nada cuando adivinan de dónde vienen todas esas escudillas y esos grifos. Se enfadan mucho y les hacen prometer que no volverán a hacerlo.

Luego los invitados beben la sopa al tiempo que la tiran al suelo. ¡Qué rica! Actúan igual que si fuera domingo, discuten, cantan, toman café. Ya tienen que volver para dar de comer a los animales. Los niños les hacen señas entre los muros de palés, como si vivieran allí, como si esa noche fueran a dormir en el bosque, como si se hubieran hecho lo bastante grandes para alejarse de ellos. Y es cierto que son grandes en su pequeña casa, obligados a agacharse para no traspasar el techo. Vamos, está anocheciendo, hay que regresar, que os van a devorar los jabalís.

Los padres temen que, un día, los niños no vuelvan, que ninguno de ellos se ocupe de la granja, que se vayan todos, que se muden a los valles, que se peleen, se divorcien y la familia se rompa como se rompe la roca. El paisaje se agrieta, se desgarra, los bloques de basalto se sueltan la mano, se abandonan en las pendientes, se despeñan en solitario. Qué tristes son esas montañas que miran a la granja mientras lloran piedras.

La madre de la niña está atenta, observa las fisuras, impide que tiemblen. Dice que la montaña se

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