


Ilustraciones de Leticia Ruifernández
Nørdicalibros
© De los poemas: Julio Llamazares
© De las ilustraciones: Leticia Ruifernández
© De esta edición: Nórdica Libros, S. L.
Doctor Blanco Soler, 26 -28044 Madrid
Tlf: (+34) 917 055 057 info@nordicalibros.com
Primera edición: marzo de 2025
ISBN: 979-13-87563-07-3
Depósito Legal: M-5464-2025
IBIC: DCF
Thema: DCF
Impreso en España / Printed in Spain
Gracel Asociados
Alcobendas (Madrid)
Diseño de colección y maquetación: Diego Moreno
Corrección ortotipográfica: Victoria Parra y Ana Patrón
Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.
En la primavera de 1978, frente al mar de Gijón, donde vivía aquel año, el último de mi etapa de estudiante en la Universidad de Oviedo, escribí este libro de poesía que fue el primero de los míos y que ahora reedita, bellamente ilustrado por Leticia Ruifernández, la editorial Nórdica. Han pasado, pues, cuarenta y siete años desde entonces, lo que me hace recordar aquel tiempo como si fuera otro su protagonista y no yo salvo por este libro de título tan simbólico como las imágenes que pueblan sus versos, todas surgidas de una memoria campesina que ya en aquel momento estaba desapareciendo no solo de mi imaginario personal sino del colectivo de una sociedad europea que se había transformado por completo en poco tiempo.
La imagen de unos bueyes caminando sobre la nieve con lentitud tiene una interpretación simbólica: la de los bueyes bíblicos o de las mitologías griega y egipcia, incluso de los bisontes pintados en Altamira en la prehistoria, que algunos han querido ver en mi poesía, pero para mí representa simplemente un recuerdo de mi infancia, el de los bueyes que un vecino de mis abuelos maternos sacaba cada día a beber agua en una presa de las afueras del pueblo y que yo veía caminar sobre la nieve como en un sueño, pues solía verlos en Navidad sobre todo. Ese recuerdo lejano con su atmósfera nevada y casi irreal por borrosa es el embrión de este libro y de mi poesía misma, pues todo parte de él.
No seré yo quien aventure teorías sobre ella ni quien la analice de forma crítica, pues soy quien la escribió y no alguien ajeno a su creación, así que el lector no espere de mí en este prólogo ninguna interpretación más allá del relato de su nacimiento y de las circunstancias en las que se produjo. Así, diré que los veinte fragmentos que lo componen (y subrayo la palabra fragmentos, puesto que se trata de eso y no de poemas independientes, de ahí que no lleven título, simplemente un número diferenciador, como también haría en mi segundo y por el momento último libro de poesía, titulado Memoria de la nieve) son partes de un único texto o poema, que escribí, además, en un solo mes, es decir, no como una sucesión de poemas diferenciados entre sí sino como una composición con vocación unitaria y casi operística. Los bueyes lentos que, como los del vecino de mis abuelos maternos, pasaban sobre la nieve envueltos en el vaho de sus hocicos y en la vaporosidad del sueño del niño que los miraba desde la ventana de su habitación siguen pasando por mi memoria desde que los recordé en Gijón frente al mar, un mar que, como alguien señaló con acierto, en ningún momento aparece en el libro pese a que fue escrito delante de él. Tampoco la ciudad, que aún no formaba parte de mi imaginario, de esa memoria que es la sustancia de la que me alimento como escritor y como persona.
La memoria (de la nieve) y los recuerdos (esos bueyes que pasan con lentitud sobre ella echando vaho y vapor sobre un paisaje cada vez más desdibujado y borroso) son todo mi patrimonio poético y sobre el que se sustenta toda la arquitectura de mi literatura y de mi identidad. Por eso este libro es para mí tan importante, tan inseparable de mi condición humana, una condición humana que impregna mi imaginario y me atrevería a decir que mi misma conciencia. Porque yo soy esos bueyes que caminan con pesadez hacia la nada y que para mí son la imagen de la humanidad que se fue de
este mundo con ellos y como la que se irá cuando yo no esté ya en él sin dejar sus pisadas en la nieve más que durante unos fugacísimos instantes temblorosos.
Julio Llamazares 2025
Nuestra quietud es dulce y azul y torturada en esta hora.
Todo es tan lento como el pasar de un buey sobre la nieve. Todo tan blando como las bayas rojas del acebo.
Nuestro abandono es grande como la existencia, profundo como el sabor de las frutas machacadas. Nuestro abandono no termina con el cansancio.
No es un error la lentitud, ni habitan nuestra alma las oquedades del conocimiento.
En algún zarzal lejano anida un pájaro de aceite que nace con el día. Siento su sed granate algunas veces. Su abandono es tan dulce como el nuestro.
Su lentitud no está desposeída de costumbre.
En el origen fue el silencio de las jaras encendidas, los pórticos de agua y los racimos de dátiles amargos.
Aquel fue el único momento ciertamente memorable.
Y, si la nada crece sobre el brocal de espuma de la historia, cuando las llamas se concierten bajo las bóvedas de piedra, ¿de qué valdrá asomarse al corazón metálico del tiempo?
¿Cómo parar el viento el día en que las ruecas enloquezcan?
Los espinos silvestres no podrán arañar la primera palabra, ni las lluvias podrán restañar las heridas que el vapor que se eleva del miedo depositó sobre el gesto.
Porque es aquí donde nacen las arenas movedizas del olvido.
Porque es aquí, en la acidez helada del beso originario de la mujer que tiene el vientre hinchado de tristeza, donde se incuba el pájaro invisible de la desolación.
Y, sin embargo, nadie bajará hasta las norias a beber agua amarga. Nadie recordará el primer grito.
Con la primera palabra nace el miedo y, con el miedo, se incendia la hojarasca del conocimiento y del olvido.
Pero no basta con doblar la cabeza como tiernos girasoles.
No es suficiente con esparcir las brasas de la última fogata.
La primera ley está escrita sobre la corteza de los abedules y existe una medida convenida de antemano por si el cansancio llega.
Qué importa, pues, que el paisaje se rompa antes de tiempo o que zarzales rojos obstruyan las salidas a los lados.
Llega un momento en que la duda no sirve de moneda.
Llega un momento en que el silencio más dulce y más helado se escurre como un gato por el angosto tragaluz del miedo.
Y, para esa hora de las nueces arrugadas y vacías, las señales grabadas en el barro ya habrán sido borradas.
No quedará por tanto ninguna perspectiva de retorno: pues los espesos bosques de cucañas no pueden ser talados en un día.