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Josefine Rieks

Serverland

Adriana Hidalgo editora

Traducción de Claudia Baricco

Rieks, Josefine

Serverland / Josefine Rieks.- 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires: Adriana Hidalgo editora, 2019 192 p.; 20 x 13 cm. - (narrativa)

Traducción de: Claudia Baricco.

ISBN 978-987-4159-77-9

1. Narrativa Alemana. I. Baricco, Claudia, trad. II. Título.

CDD 833

narrativas

Título original: Serverland

Traducción: Claudia Baricco

Editor: Fabián Lebenglik

Diseño: Gabriela Di Giuseppe

Producción: Mariana Lerner

1a edición en Argentina 1a edición en España

© 2018 Carl Hanser Verlag GmbH &Co. KG, München Rights negotiated through Ute Körner Literary Agent - www.uklitag.com © Adriana Hidalgo editora S.A., 2019 www.adrianahidalgo.com

ISBN Argentina: 978-987-4159-77-9

ISBN España: 978-84-16287-72-7

La traducción de esta obra fue subsidiada por el Goethe-Institut.

La traductora agradece el apoyo de TOLEDO, un programa de la Fundación Robert Bosch y del Deutscher Übersetzerfonds, el que hizo posible una estancia de trabajo en el Colegio Europeo de Traductores de Straelen.

Impreso en Argentina

Queda hecho el depósito que indica la ley 11.723

Prohibida la reproducción parcial o total sin permiso escrito de la editorial. Todos los derechos reservados.

Serverland

Gobiernos del Mundo Industrial, cansados gigantes de carne y acero, vengo del Ciberespacio, el nuevo hogar de la Mente. [...]

No poseemos gobierno electo ni es probable que lo tengamos, de modo que me dirijo a ustedes sin más autoridad que aquella con la que habla la misma libertad. Declaro el espacio social global que estamos construyendo independiente por naturaleza de las tiranías que pretenden imponernos.

John Perry Barlow, Una declaración de la independencia del Ciberespacio, 1996

Prólogo

En el momento en que uno de los acorazados soviéticos acertó en el pedestal, centellearon de pánico los ojos verde pátina de la Estatua de la Libertad. La sacudida fue tan violenta que a la altura del cuello se abrió una grieta con un rechinar atronador. La grieta, imparable, partió el cobre, el acero chocó estrepitosamente contra el acero, chirrió al doblarse y se quebró. Con estruendo se desplomó el lado izquierdo de la cara. La corona de acero voló disparada hacia abajo como un proyectil y atravesó a un GI que murió clavado al piso. Esquirlas de metal salieron lanzadas en todas direcciones e hirieron a otros GI como salvas de ametralladora.

Ahí murió mi sistema operativo. Un zumbido jadeante y la pantalla quedó en negro.

Era la quinta vez que se caía el sistema. Cuando por fin, en la cocina, bajo el organizador de cubiertos, encontré el CD donde tenía grabado el sistema operativo, pude cambiar la computadora de escritorio con Windows 95 por la DELL Latitude C840 para reinstalarle el Windows 98. Pero ni siquiera eso sirvió de nada. El juego siempre moría en el mismo lugar. Me quedé mirando la pantalla en negro

y tuve que reconocer que no sabía dónde estaba el error. No podía descartar que mi copia del sistema operativo tuviera una falla y tampoco que fuera un problema del hardware. Lo peor era que no se me ocurría otra idea más lógica que pensar que la culpa la tenía el juego. Desde la tarde del día anterior que venía intentándolo y no había conseguido pasar de la escena inicial en la que Romanov, el Primer Ministro de los soviéticos, derribaba con su artillería la Estatua de la Libertad e iniciaba su monólogo diciendo: “Miren su libertad, ahí la tienen, tirada delante de ustedes, hecha pedazos”.

Estaba sentado en la alfombra, destruido, a mi alrededor dispersos los microprocesadores que se me habían caído del armario mientras buscaba, cuando comenzó a sonar el infame y penetrante silbido del despertador. Ya eran las seis y media de la mañana.

Uno

–Pregúntale a Reiner. Él sabe de esas cosas... ¡¿Eh, Reiner?! La pornografía online era mejor, ¿no?

Después de todo, poco me interesaba lo que dijeran, porque ese día yo había hecho el hallazgo.

Una MacBook Air.

La MacBook Air había sido el Cadillac de las portátiles. Se podía decir que era lo que faltaba en mi colección.

Sentado en mi lugar en la barra bebía a sorbos un vodka; mi regla era que cuando se acababa, me iba. Para acompañarlo bebía exactamente dos cervezas. Al lado del vaso de vodka tenía abierto el Berliner Zeitung. Lo iba leyendo como siempre desde la primera página, sin saltarme un artículo. La princesa Charlotte había perdido un bebé, pero yo casi ni me podía concentrar en eso.

Aparte de Chris, que tenía puestas sus gafas para leer y estaba haciendo un crucigrama, en el bar sólo había otros dos hombres que yo conocía de vista. Estaban sentados en la barra a la derecha, sin hablar. El salón contiguo del billar estaba vacío. En las ventanas colgaban amarillentas cortinas de encaje, detrás, publicidad de cerveza Schultheiss. A la izquierda, en la esquina, un tipo de pelo platinado había apoyado la cabeza sobre la

barra y parecía que estaba durmiendo. Todo estaba bien, pero entonces se dirigieron a mí.

–Pregúntale a Reiner. Él sabe de esas cosas... ¡¿Eh, Reiner?! La pornografía online era mejor, ¿no?

Alcé la vista. Detrás de la barra Chris asintió varias veces con la cabeza. Se había puesto un paño en el hombro. Hice como si no me hablara a mí e intenté seguir leyendo.

–¿No lo era? Más... ¿cómo se dice? ¿Sodomía? Esa basura enferma con animales y tal... –dijo con una sonrisita–. Y menos pelos. Ja ja.

–¿Qué dijo? –saltó uno de los dos hombres dándole una palmada en el hombro al otro–. ¡¿Con animales?!

Yo había cometido el error de contarle en su momento sobre la Lenovo. Hacía dos años de eso. La Lenovo Z580 con Windows XP la había encontrado encima de una pila de basura y sólo me la había llevado a casa porque en ese momento se me había ocurrido. La batería duraba exactamente quince minutos. En el escritorio tenía la foto de una rubia joven y bonita que sonreía a cámara junto a otra muchacha de pelo corto. Era una toma demasiado cerca de sus caras; sin embargo, conservé la foto como fondo de escritorio y la veía cada vez que encendía la Lenovo.

–Vamos, cuenta la historia de la rubia –dijo entonces Chris, como era de esperar. Yo me miré las manos que tenía apoyadas delante de mí sobre la barra.

–Este encontró una portátil con todas las cosas que tenía grabadas una rubia a la que una vez perteneció la

máquina. Cualquier cantidad de fotos y también pornos –dijo y rio.

No hubo ninguna verdadera reacción. Pero después en las caras de los dos tipos se trasuntó algo así como que estaban de acuerdo.

–No estaba tan mal esa época –corroboró entonces el más gordo de los dos.

El otro, en el tono del que por fin puede decir la verdad sobre un mal arquero, dijo:

–Se puede decir que no –y mientras lo hacía dejó caer la mano sobre la barra. Ambos asintieron y, también como Chris, parecieron satisfechos.

Volví a mirarme los dedos y las uñas largas. Aunque era el bar que más me gustaba, porque ahí en realidad no había nada que uno pudiera decir de lo que después avergonzarse, lo cual también era el motivo de que cada tanto contara algo sobre las portátiles y a veces también sobre los juegos, resolví no decir nada sobre la MacBook Air. Era algo demasiado valioso como para exponerlo al riesgo de la crítica destructiva de un monólogo de Chris. Y yo ahora tampoco tenía ganas de pagar otra ronda. Cuando estaba cerrando la puerta de mi apartamento, se me había ocurrido hacerlo para festejar el día.

Así que acabé el resto del vodka; ese día no habría segunda cerveza. No había estado allí ni media hora, leí que me decía Chris con la mirada mientras pagaba y me iba.

Ya de camino a casa por las dos oscuras calles laterales, con las luces de los faroles reflejándose sobre el empedrado mojado, me volví a sentir muy tranquilo y volví a pensar en mi nueva MacBook Air.

Después del trabajo me había dado una vuelta por la tienda de segunda mano de la Pankstrasse. Nunca había encontrado mucho allí, las cosas estaban desde hacía mucho tiempo y raramente había algo nuevo. Había estado mirando, aburrido, preguntándome si todo ese local lleno de mercadería no se usaba sólo para lavar dinero cuando, entre una vieja tostadora y una colección de DVD de los años 2000 de la James Bond Collector’s Box, encontré la MacBook Air.

La alcé con cuidado. Era liviana como una pluma. Saqué un billete de cincuenta de la billetera y luego lo volví a guardar. De repente me sentí muy seguro de mí mismo y tuve razón en hacerlo. Con un gesto aburrido de la mano, el comerciante marroquí aceptó el billete de veinte que le extendí. No miró bien. Nueva, la MacBook Air había llegado a costar más de mil.

Cuando entré en el apartamento, pisé dos microprocesadores que estaban tirados en el suelo y que crujieron al partirse. Pero ahora me daba igual. Sin haberme siquiera quitado los zapatos me volví a sentar a la mesa de la cocina y repasé con la yema del dedo los contornos de la delgada y plateada portátil.

Era demasiado elegante como para llamarla así, pensé, y que habría sido correcto que le pusieran otro nombre.

1,7 cm de diámetro, 13 pulgadas, con batería integrada de polímeros de litio, eso significaba, nueva y optimizando el consumo, un rendimiento máximo de hasta doce horas. Me levanté y entorné la ventana, luego hice a un lado con el brazo todo lo que había sobre la mesa, acerqué la Mac y la abrí.

La MacBook Air era perfecta. Mucho más que eso. El trackpad minimalista, el diseño delgado, lo resistente que era a problemas, caídas del sistema o virus la habían convertido en algo bello. El hardware y el software eran como de una pieza, ajustados el uno al otro en un cien por ciento. Se podía decir que la MacBook Air era el producto perfecto, resultado de unas pocas décadas de cultura de computadoras. En realidad era la representante de aquella cultura en la que se habían usado las computadoras.

La Mac se encendió sin problemas. Sonó el acorde y apareció una imagen de la Vía Láctea envuelta en un resplandor rosado. Cliqueé sobre el ícono de la manzana para abrir el menú. Habían vuelto a formatear la MacBook Air. Pero espiar a los dueños anteriores era algo que ya había tenido ocasión de hacer suficientes veces y en realidad también resultaba aburrido. Al fin y al cabo, en lo esencial, los archivos de la gente no se diferenciaban entre sí.

Cliqueé en el submenú “Acerca de este Mac”, luego en “Información del sistema”, y en el submenú “Alimentación”, en “Información de la batería”, miré el número de ciclos de carga. Habían cargado la batería sólo 427

veces. Eso correspondía a un estado “bueno”. En este caso más que bueno. De cualquier otra batería, la que fuera, DELL, Samsung, Lenovo, HP, uno simplemente se tendría que haber olvidado al cabo de ese tiempo. Calculé que la batería de la Mac todavía tenía una capacidad realista de unas cuatro horas.

Después abrí la terminal. No habría sido necesario trabajar con la Mac por medio de la consola; al fin y al cabo, el manejo intuitivo era uno de sus fuertes, pero me encantaba. Me sentía como en un cockpit hacia otra dimensión. Mientras mi comando desencadenaba cascadas de combinaciones de números y letras que iban surcando la pantalla en negro no pensé en absolutamente nada. Una relajación total.

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