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Título original: O Tubarão na Banheira

© 2020, David Machado, Paulo Galindro y Editorial Caminho

© Del texto: David Machado

© De las ilustraciones: Paulo Galindro

© De la traducción: Rita da Costa

© De esta edición: Nórdica Libros, S.L.

C/ Doctor Blanco Soler, 26 · 28044 Madrid

Tlf: (+34) 917 05 50 57 info@nordicalibros.com

Primera edición: mayo de 2024

ISBN: 978-84-10200-16-6

Depósito Legal: M-10876-2024

IBIC: YF

Thema: YFB

Impreso en España / Printed in Spain

ARLEQUIN & PIERROT

Barberà del Vallès (Barcelona)

Corrección ortotipográfica: Victoria Parra y Ana Patrón

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

Un tiburón en la bañera

David Machado

Ilustraciones de Paulo Galindro

Traducción de Rita da Costa t

Por raro que parezca, la historia del tiburón no empezó la mañana que lo pescamos, sino unos días antes, cuando mi abuelo entró en la sala de estar, fue hasta el sillón y se sentó como un rey desplomándose sobre su trono. Yo estaba en la otra punta de la habitación, copiando palabras difíciles del diccionario en mi «libreta de palabrejas», y oí perfectamente cómo crujieron las gafas al romperse bajo su trasero. Él también lo oyó. Se levantó de un brinco, miró hacia abajo y vio la montura toda torcida y los cristales hechos añicos. Lo raro es que no hubiese pasado antes: el abuelo siempre andaba dejando las gafas por todas partes.

Busqué en mi libreta de palabrejas la que mejor describía la expresión del abuelo en ese momento: PERPLEJO. Sin embargo, enseguida me miró y le cambió la cara por completo. De pronto, parecía RADIANTE.

—No pasa nada —me dijo—. Tengo otro par por algún sitio.

El verdadero problema era que no veía ni torta sin las gafas y me necesitaba para buscarlas sin darse de morros con las paredes ni tropezar con los muebles. El otro problema era que, tras rebuscar por toda la casa, no encontramos las gafas de recambio.

Sin embargo, mientras poníamos la buhardilla patas arriba buscando las gafas, encontré una pecera vacía. Froté con la manga la capa de polvo marrón que recubría el cristal y vi mi cara reflejada en él. Según mi libreta de palabrejas, me quedé

DESLUMBRADO.

El abuelo también intentó ver su propio reflejo en el cristal de la pecera, pero, como no llevaba gafas, lo único que encontraron sus ojos fue un borrón de colores ondulantes, sin formas definidas. Aun así, me miró como preguntándome: «Y bien, ¿qué piensas hacer con esta pecera?».

En mi libreta, la palabra que mejor se ajustaba a su expresión era: INQUISITIVA.

Me encogí de hombros, porque lo único que podía hacer era llenarla de agua y soltar a un pez en su interior para que nadara de aquí para allá.

Lo que pasa es que no tenía ningún pez.

Debí de poner «cara de quien no tiene ningún pez», porque el abuelo me dijo:

—No te preocupes, mañana nos vamos los dos a buscar un pez para tu pecera.

Al día siguiente nos fuimos a la playa.

Tuvimos que coger un taxi, porque el abuelo no podía conducir sin las gafas. Creo que podría haberse comprado unas nuevas, pero se emperró en que no valía la pena gastar dinero cuando tenía un par de gafas en buen estado, solo había que averiguar dónde estaban.

En la orilla, echamos el anzuelo y nos quedamos sentados en perfecto silencio, esperando notar un tirón en el hilo. Cerca de media hora después, mi caña se estremeció. El abuelo se había quedado dormido en la arena, así que tuve que vérmelas yo solo con el pez que se debatía al otro lado del hilo.

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