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Leslie Stephen ELOGIO DEL CAMINAR

Ilustraciones de Manuel Marsol Traducción de Andrés Catalán

Nørdicalibros 2024

Título original: In praise of walking

© De las ilustraciones: Manuel Marsol

© De la traducción: Andrés Catalán

© De esta edición: Nórdica Libros, S. L.

Doctor Blanco Soler, 26 -28044 Madrid

Tlf: (+34) 917 055 057 info@nordicalibros.com

Primera edición: febrero de 2024

ISBN: 978-84-10200-08-1

Depósito Legal: M-2412-2024

IBIC: DN

Thema: DN

Impreso en España / Printed in Spain

Gracel Asociados (Alcobendas, Madrid)

Diseño de colección y maquetación: Diego Moreno

Corrección ortotipográfica: Victoria Parra y Ana Patrón

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

Dicen los moralistas que cuando un hombre empieza a envejecer podría hallar algún consuelo a los crecientes achaques si echa la vista atrás a una vida bien aprovechada. No hay duda de lo grata que debe resultar esa retrospección, pero la pregunta que se hará más de uno es si habrá en su vida suficientes motivos para la autocomplacencia. ¿Qué parte de la misma, de haber alguna, ha sido bien aprovechada? Me parece pertinente contestar que, por lo que a mi respecta, cualquier parte en la que hubiera un verdadero disfrute. Si alguien propusiera añadir el adjetivo de «inocente», no pondría reparos a la enmienda. Es posible que me arrepienta en algún momento de algunos placeres que no merecen tal calificación, pero el placer que aquí me ocupa es señalada y fundamentalmente inocente. Caminar es a las actividades lúdicas lo que labrar y pescar son a la industria: es primitivo y simple; nos pone en contacto con la madre tierra y la sencilla naturaleza; no requiere de un equipo complejo ni de un entusiasmo fuera de lo común.

Resulta adecuado incluso para los poetas y filósofos, y quien quiera disfrutarlo de verdad ha de estar al menos predispuesto a convertirse en un devoto de la «quer úbica Contemplación». 1 Ha de ser capaz de disfrutar de su propia compañía sin el estímulo añadido de las actividades físicas más intensas. Siempre he sido un humilde admirador de la excelencia atlética. Sigo profesando, a pesar de que los doctos pedagogos se echen las manos a la cabeza, la misma veneración que antaño por los héroes del río y del campo de críquet. A mis ojos conservan aún el aura que los rodeaba en los días en que el «cristianismo muscular» 2 empezó a predicarse por primera vez y el único deber del hombre se reducía a sentir temor de Dios y a caminar mil kilómetros en mil horas. Me alegro de ver cómo últimamente las oleadas de ciclistas vuelven a animar las desiertas carreteras o al comprobar cómo incluso nuestros más respetados contemporáneos se entregan con juventud renovada a los absorbentes placeres del golf. Y si bien respeto que se disfrute genuinamente de los ejercicios

1 Expresión del poema «Il penseroso», del célebre poeta y ensayista inglés John Milton (1608-1674), escrito en c. 1631. (Todas las notas son del traductor).

2 Movimiento filosófico inglés de mediados del siglo XIX asociado a autores como Thomas Hughes o Charles Kingsley que promovía la conjugación de los ideales cristianos con el amor a la patria y una práctica activa del ejercicio físico.

varoniles, solo lamento la ocasional mezcla de motivaciones menos nobles que acaben conduciendo a su degeneración. Ahora bien, uno de los méritos de caminar es que sus verdaderos devotos no están demasiado expuestos a semejantes tentaciones. Por supuesto, se da el caso de caminantes profesionales que establecen «récords» y buscan el aplauso de las masas. Cuando leo las maravillosas hazañas del inmortal capitán Barclay3 siento una respetuosa admiración, pero me temo que su motivación se deba más a la vanidad que a las emociones que disfrutan las inteligencias más elevadas. El verdadero caminante es alguien a quien el empeño le resulta en sí mismo placentero; que ciertamente no es tan petulante como para sentirse por encima de cierta complacencia en la capacidad física necesaria, pero que subordina el esfuerzo muscular de las piernas a las «elucubraciones» que este le suscita; a las tranquilas reflexiones e imaginaciones que surgen de forma espontánea al caminar, y que producen la armonía intelectual que es el acompañamiento natural del ruido monótono de sus pasos. El ciclista o el jugador de golf, según me cuentan, puede mantener esa relación consigo mismo

3 Robert Barclay (1779-1854), caminante escoces que logró un premio de mil guineas por caminar mil millas en mil horas. Este tipo de competición se conocía por el nombre de pedestrianismo, y fue muy popular en los siglos XVIII y XIX en Inglaterra: era en parte profesional y normalmente había implicado un mercado de apuestas.

en los intervalos en que no golpea la bola o acciona los pedales. Pero el verdadero paseante ama caminar porque, lejos de distraerle, propicia la uniforme y abundante fluidez de una meditación apacible y semiconsciente. Por lo tanto, sería de lamentar que los placeres del ciclismo o de cualquier otra actividad lúdica hicieran que pasara de moda el hábito de emprender una buena caminata a la antigua usanza. Por mi parte, cuando trato de hacer memoria y recordar los momentos «bien aprovechados», me doy cuenta de que suelo adoptar una postura en cierto modo invertida hacia el pasado; invertida, digo, en cuanto que lo contingente se convierte en lo esencial. Si hojeo las páginas del álbum que la memoria no deja nunca de recopilar, descubro que las imágenes más nítidas que contiene son las de los viejos paseos. Otros recuerdos de valor intrínseco incomparablemente mayor se funden en un todo. Son más grandes pero menos nítidos. El recuerdo de una amistad que ha iluminado toda una vida sobrevive no como una serie de episodios, sino como una impresión general de las propias cualidades del amigo, producto de la superposición de incontables imágenes olvidadas. Lo recordamos a él, no a las conversaciones concretas en las que se mostró tal y como era. Los recuerdos de los paseos, por otro lado, están todos localizados y fechados; están ligados a momentos y lugares concretos; forman espontáneamente una suerte de calendario

o de hilo conductor al que atar otros recuerdos. Al echar la vista atrás se me aparece una larga serie de pequeñas viñetas, cada una de las cuales representa una etapa concreta de mi peregrinación terrenal, resumida y plasmada en un paseo. Al fondo cada paisaje evoca lugares en su día familiares, y las ideas asociadas a los lugares reavivan ideas propias de las ocupaciones de entonces. La labor de la escritura por suerte no deja ninguna impresión definida, y olvidaría siquiera que alguna vez la acometí; pero la imagen de una excursión placentera incorpora indirectamente una referencia a la pesadilla de las fatigas literarias de las que me aliviaba. El autor no es sino un apéndice casual de la caminata. Mis días están unidos unos a otros no por una «devoción natural»4 (o no, digamos, solo por una devoción natural) sino por un entusiasmo pedestre. El recuerdo de los días escolares, si uno ha de fiarse de las reminiscencias habituales, generalmente gira en torno a unos azotes, o a las palabras solemnes del maestro espiritual que nos inculcaba la semilla de los principios que debían regir la vida. Recuerdo un sermón o dos no sin pesar; y confieso que no me olvido de algunos azotes tan injustos que incluso ahora me escuece solo de pensarlo. Pero lo que me viene de forma más espontánea a la

4 Los dos últimos versos de «Mi corazón salta», de Wordsworth rezan: «Y desearía que mis días estuvieran / ligados entre sí por una devoción natural».

memoria es el recuerdo de ciertos paseos «por terrenos vedados», cuando podía olvidarme de la gramática latina y disfrutar de las bellezas naturales en la medida en que puede hacerlo un niño en un estanque donde a veces había ratas de agua, o en un campo al que la amenaza de «trampas y cepos»5 daba cierto aire romántico. Así, de forma un tanto cruda, uno se iba convirtiendo en un individuo más o menos reflexivo, no en un mero autómata movido según los dictados de la maquinaria pedagógica. El momento en que me convertí del todo en un iniciado en estos misterios está marcado con un círculo en el calendario. Fue el día en que me eché un morral al hombro y emprendí desde Heidelberg una marcha a través de la selva de Oden. Conocí entonces por primera vez esa deliciosa sensación de independencia y desapego que uno disfruta durante un viaje a pie. Libre de los engorros de los horarios de los trenes y la maquinaria superflua, uno decide confiar en sus propias piernas, se detiene cuando le apetece, se desvía por cualquier sendero que le dicte el capricho, y acierta a dar con pintorescas variedades de vida humana en cada una de las posadas en las que decide pasar la noche. Uno comparte durante ese tiempo el estado de ánimo

5 El uso de trampas y cepos —a menudo con consecuencias fatales— para disuadir a los posibles allanadores de los cotos de caza y otras propiedades fue frecuente en la Inglaterra de los siglos XVIII y XIX.

con el que Borrow6 se estableció en el valle tras escapar de las servidumbres a las que lo sometían los editores en los suburbios londinenses. No hay distancias que mantener, y el traje de la vida convencional ha caído en el olvido, como la carga de los hombros del cristiano. Se encuentra uno en el mundo de Lavengro, y lo mismo se acaba tomando el té con la señorita Isopel Berners que con el predicador galés que creía haber cometido el pecado imperdonable. Borrow, por supuesto, se tomaba la vida más en serio que el literato que solo ha escapado momentáneamente de la prisión de la respetabilidad, y que no está ni mucho menos a la altura de un enfrentamiento con «el furibundo Bosville», el irascible hojalatero. No ha hecho más que meter un pie en un océano en el que su modelo se encontraba totalmente a sus anchas. Recuerdo, de hecho, a un personaje en aquel primer paseo que me recuerda a Benedict Moll, el extraño buscador de tesoros que Borrow conoció en sus caminatas por España. En mi caso se trataba de un agradable posadero alemán, que se sentó a mi lado en el banco mientras yo trataba de dar cuenta de una suerte de tortitas,

6 George Henry Borrow (1803-1881), escritor romántico e impenitente viajero inglés, autor de Lavengro, que se cita a continuación, y de otras obras donde aparecen los personajes de Bosville, Isopel Berners, Benedict Moll, etc. Viajó por España entre 1836 y 1840 vendiendo biblias para la Sociedad Bíblica, y llegaría a abrir una tienda en Madrid. Relataría la experiencia en el célebre La Biblia en España, que traduciría Manuel Azaña en 1921.

la única cena que pudo ofrecerme y cuyo recuerdo aún me espanta, pero al fin y al cabo difíciles de desdeñar tras una caminata de cincuenta kilómetros. Me dijo en confianza que, aunque era pobre, había descubierto los secretos del movimiento perpetuo. Guardaba su máquina en el piso de arriba, donde cumplía la humilde tarea de servir de limpiabotas; pero estaba a punto de viajar a Londres para ofrecérsela a algún inversor británico. Me lanzó una mirada anhelante, como si yo fuera un posible capitalista (muy) disfrazado, y me pareció sensato evitar explicaciones más pormenorizadas. No he tenido la suerte de encontrarme demasiados episodios y personajes así de pintorescos, como parecía ser la tónica general de la experiencia de Borrow; pero aquel primer paseo, aunque no fuera nada del otro mundo, permanece nítido en mi recuerdo. No llevé un diario, pero todavía soy capaz de ofrecer los pormenores de cada día: las vistas que admiré cumplidamente y el mismísimo estado de los cordones de mis botas. Los paseos a pie rescatan así algo de nuestra vida del olvido. Juegan en la memoria de cada cual el mismo papel que esos pasajes históricos en los que Carlyle7 demuestra

7 Thomas Carlyle (1795-1881), influyente escritor, humanista y matemático escocés, autor de libros de historia sobre la Revolución francesa y Federico II de Prusia, de memorias como Recuerdos y de novelas como Sartor resartus, citados más adelante.

ser un maestro sin igual; las pequeñas islas de luz en medio de la penumbra cada vez más oscura del pasado, en las que los actores de un viejo drama cobran vida y se mueven de verdad. El aficionado a otros deportes atléticos recuerda episodios específicos: la vez que golpeó una pelota de críquet por encima del pabellón de Lord’s,8 o la vez que remó a destiempo mientras su embarcación atravesaba el puente de Barnes. Pero son recuerdos de momentos excepcionales de gloria o de todo lo contrario, y proclives a teñirse de vanidad o del espíritu de la competición. Los paseos son el discreto hilo conductor de otros recuerdos, y aun así cada paseo es un pequeño drama en sí mismo, con un argumento definido de peripecias y catástrofes, de acuerdo a las reglas de Aristóteles; y se entreteje de manera natural con todas las ideas, las amistades y los intereses que constituyen los elementos básicos de la vida cotidiana. Caminar es la actividad ideal para el hombre que no desea reprimir del todo su inteligencia sino dejarla a su libre albedrío durante un tiempo. Todos los grandes hombres de letras han sido, por lo tanto, caminantes entusiastas (salvo contadas excepciones, claro está). Shakespeare, aparte de haber sido deportista, abogado, teólogo, etcétera, respetó a conciencia su propia máxima: «A trotar y trotar por el camino»; aunque para dar

8 Lord’s Cricket Ground, famoso campo de críquet de Londres.

cumplida cuenta de ello haga falta un volumen en octavo. De todos modos, adivinó la conexión que existe entre caminar y un «corazón feliz»;9 se trata, por supuesto, de aceptar alegremente nuestra posición en el universo basándonos en los más profundos principios morales y filosóficos. Su amigo, Ben Jonson,10 recorrió a pie la distancia entre Londres y Escocia. Otro caballero de la época (no recuerdo su nombre) fue bailando desde Londres a Norwich. Tom Coryate11 colgó en su parroquia los zapatos que usó para venir a pie desde Venecia y luego emprendió el camino a la India (con tramos en carruaje de vez en cuando). Podríamos citar a otros caminantes de la misma época de talante más serio, como el admirable Barclay,12 el famoso apologista cuáquero, de quien heredó su valía el gran capitán Barclay. No deberíamos olvidarnos, por otro lado, del episodio de La

9 Esta y la anterior cita proceden de una canción recogida en Cuento de invierno, acto IV, escena III.

10 Ben Jonson (1572-1637), dramaturgo y poeta contemporáneo de Shakespeare, autor de la célebre Volpone.

11 Thomas Coryate (c. 1577-1617), escritor y viajero que recorrió buena parte de Europa y Asia, supuesto introductor del tenedor en la mesa inglesa y primer británico en realizar el Grand Tour. Fue un autor de populares crónicas de viajes en la época.

12 Robert Barclay (1648-1690), cuáquero escocés. Es el bisabuelo del citado capitán Barclay.

vida de Hooker, de Walton.13 Durante el viaje a pie entre Oxford y Exeter, Hooker acude a visitar a su padrino, el obispo Jewel, en Salisbury. El obispo le dice que le prestará «un caballo con el que ha recorrido muchos kilómetros y, gracias a Dios, muy a gusto», y «enseguida le pone en las manos un bastón con el que declara haber viajado por diversos lugares de Alemania». Añade diez monedas de plata y le promete generosamente otras diez cuando Hooker le devuelva el «caballo». Cuando, años más tarde, Hooker cabalga en una ocasión hasta Londres, se despacha con más pasión de la que ese apacible teólogo jamás había mostrado contra el amigo que le ha disuadido de «hacerlo a pie». El jamelgo, por lo visto, «trotaba cuando él no lo hacía», y perturbaba las ideas que el bastón había logrado calmar. Debemos incluir, me temo, a su biógrafo entre aquellos que no disfrutan de caminar por caminar sin el estímulo añadido del deporte. Sin embargo el Perfecto pescador de caña y sus amigos comienzan el día con una caminata de más de treinta kilómetros antes de tomarse su «traguito matutino». Tal vez fuera Swift14 la primera persona en reconocer cabalmente las ventajas morales y

13 Izaak Walton (c. 1593-1683), escritor inglés, autor del singular El perfecto pescador de caña y de varias biografías de John Donne, George Herbert y el mencionado Richard Hooker, teólogo inglés del XVI.

14 Jonathan Swift (1667-1745), escritor satírico irlandés, autor del célebre Los viajes de Gulliver.

físicas de caminar. No dejaba de sermonear a Stella al respecto, y ponía en práctica su propio consejo. Pero lo cierto es que su idea de viaje era un tanto limitada. Dieciséis kilómetros era la distancia que cubría cada día en su viaje de Londres a Holyhead, pero luego pasaba bastante tiempo descansando en las posadas del camino para disfrutar de la charla de los vagabundos y los mozos de cuadra. Ese detalle, por mucho que escandalice a sus biógrafos, demuestra que realmente apreciaba uno de los verdaderos encantos de las excursiones a pie. A menudo se atribuyen a Wesley15 ciertas reformas morales, pero no siempre se repara en uno de los secretos de su fuerza. En sus primeros viajes iba siempre a pie para ahorrarse el alquiler del caballo, y de esta forma descubrió que cuarenta o cincuenta kilómetros al día resultaban muy saludables para un hombre que estuviera en forma. El aire fresco y el ejercicio le daban «energía a sus sermones», sin rival entre los párrocos normales de la época que a menudo pasaban sus ratos de ocio descansando junto a la chimenea. Fielding16 se hace eco del contraste. Trulliber, que encarna la clerical

15 John Wesley (1703-1791), clérigo y teólogo inglés, inspirador del movimiento metodista.

16 Henry Fielding (1707-1754), novelista y dramaturgo inglés, conocido por sus obras humorísticas y satíricas. Es el autor de Joseph Andrews (1742), en la que aparecen los personajes mencionados posteriormente, Trulliber y Adams.

somnolencia de aquellos tiempos, nunca se aventura más allá de sus chiqueros, pero el modélico párroco Adams tiene un paso tan ágil que adelanta al coche de caballos y desaparece en la distancia, absorto en el placer conjugado de caminar y componer un sermón.

Fielding, sin duda, compartía el gusto de su héroe, y eso explica el contraste entre su enérgico naturalismo y el sentimentalismo de Richardson,17 al que solía verse, como él mismo nos cuenta, «andando con paso cansino desde Hammersmith a Kensington con la mirada puesta en el suelo, apoyando sus miembros temblorosos en un bastón». Incluso el corpulento doctor Johnson18 acostumbraba a aplacar su temprana hipocondría haciendo a pie el recorrido de ida y vuelta desde Lichfield a Birmingham (cincuenta y un kilómetros), y su posterior melancolía se habría convertido en una actitud más alegre hacia la vida de haber mantenido esa práctica en sus amadas calles londinenses. El movimiento literario de finales del siglo XVIII se debió obviamente en una gran parte, si no completamente, a la entonces renovada costumbre de caminar. La autobiografía poética de

17 Samuel Richardson (1689-1761), novelista inglés, autor de la novela Pamela, parodiada en varias ocasiones por Fielding.

18 Samuel Johnson (1709-1784), poeta, ensayista, biógrafo, crítico y lexicógrafo inglés, autor del primer diccionario de lengua inglesa y protagonista de la célebre biografía Vida de Samuel Johnson, de James Boswell.

Wordsworth19 da fe de cómo cada una de las etapas de su primera evolución mental guarda relación con algún paseo por los Lagos. El amanecer que le sorprendió al volver a casa a pie tras una noche de baile lo distinguió como un «alma entregada». 20 Su caminata por los Alpes —entonces una proeza novedosa— le inspiró su primer poema importante. Su proeza principal es el relato de una excursión a pie. Nunca perdió la costumbre, y De Quincey21 llegó a calcular en algún lado el múltiplo de la circunferencia de la tierra que había recorrido con sus piernas, asumiendo, según parece, que hacía de media unos dieciséis kilómetros al día. El propio De Quincey, según nos cuentan, era un buen caminante a pesar de ser delgado y frágil, y subía corriendo las colinas «como una ardilla». El consumo de opio no es muy compatible con la afición a dar paseos, pero incluso Coleridge,22 tras caer en el hábito, mencionaba que caminaba más de sesenta kilómetros al día en Escocia, y, como es bien conocido, el gran manifiesto de la nueva

19 William Wordsworth (1770-1850), poeta romántico inglés, uno de los lakistas junto a Coleridge y Southey, llamados así por inspirarse en los paisajes del distrito de los Lagos, al norte de Cumbria.

20 Verso 344 del canto IV del Preludio de Wordsworth.

21 Thomas De Quincey (1785-1859), ensayista inglés, autor de Confesiones de un comedor de opio (1821), y admirador de Wordsworth.

22 Samuel Coleridge (1772-1834), poeta romántico inglés. Como su amigo Wordsworth, con quien escribió Baladas líricas (1798), es uno de los lakistas. Es autor de la célebre «Rima del anciano marino».

escuela poética, las Baladas líricas, tiene su origen en el famoso paseo con Wordsworth en el que compuso las primeras estrofas del Anciano marino. Los casos de Scott y Byron23 pueden servir perfectamente de ilustración de esta saludable influencia. A Scott, a pesar de su cojera, le encantaba dar paseos de treinta o cuarenta kilómetros al día, además de escalar por los peñascos, compensando con la fuerza de sus brazos los tropiezos de su pie. Sus primeros paseos le permitieron empaparse de las tradiciones locales, y su empeño por caminar pese a las dificultades sacó a la luz la naturaleza viril que le ha granjeado el cariño de tres generaciones. La cojera de Byron era demasiado grave para que pudiera caminar, de modo que todos los perniciosos humores que habría disipado una buena caminata a campo través se acumularon en su cerebro y causaron los defectos, la mórbida afectación y la perversa misantropía que estuvieron a punto de frustrar los logros del intelecto más varonil de su tiempo. Es innecesario seguir acumulando ejemplos de una doctrina que sin duda será aceptada en cuanto la enuncie. Caminar es la mejor de las panaceas para las tendencias mórbidas de los escritores. Baste observar

23 Walter Scott (1771-1832), escritor escocés célebre por sus novelas históricas; Lord Byron (1788-1824), poeta romántico inglés, conocido por su vida escandalosa y sus múltiples viajes.

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