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Eter

© 2023, Lydia A. Benavent

© 2024, Editorial del Nuevo Extremo S.L. Rosellón, 186, 5º- 4º, 08008-Barcelona, España

Tel (34) 930 000 865 e-mail: info@dnxlibros.com www.dnxlibros.es

Diseño e ilustración de cubierta: Carolina Bensler

Iustración del mapa: Andrés Aguirre

Maqueta: Iguazel Serón

© de los separadores, portadilla y diseño de pergamino: Harry Arts, Vecteezy

Upklyak, Freepik Anton Dzyna, Vecteezy

Primera edición: marzo del 2024

ISBN: 978-84-19467-28-7

Depósito legal: B 21521-2023

Impreso en España - Printed in Spain

Reservados todos los derechos. Ninguna parte de esta publicación puede ser reproducida, almacenada o transmitida por ningún medio sin permiso del editor. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (Art. 270 y siguientes del Código Penal).

Lydia A. Benavent
Eter

Para mi madre. Eres mi refugio en mitad de la tormenta.

«Si vis pacem, para bellum.

Si quieres la paz, prepárate para la guerra»

(De re militari), FLAVIO VEGECIO

Prólogo

ERIK

Contuve el aliento y apreté los músculos, ya de por sí tensos, esperando el momento crucial: el momento del salto. Ese en el que todo lo que sucede a tu alrededor se ralentiza a expensas de que desgarres a tu presa.

—Explicadme, Alteza, ¿para qué os necesito viva ahora? —la voz del Canciller retumbó en la sala y penetró en mis huesos.

Apenas fui capaz de reprimir el escalofrío que llevaba minutos asediándome. Me mantuve estático, helado. El soldado que me sujetaba hacía rato que había aflojado su agarre ante mi aparente docilidad. Me daba miedo respirar. Debía ser una sombra, tenía que conseguir que nadie se percatara de mi presencia para poder actuar en el momento idóneo, en el instante preciso.

Mi detonante no fue la amenaza, no. Lo que había puesto mi vida patas arriba había tenido lugar muchos días antes, sin apenas darme cuenta. Un gas silencioso.

El Canciller derribó a Alesh y sacó una daga granate. Si alguien hubiera podido escuchar el estruendo de mi pulso, habría delatado la forma en la que el corazón me golpeaba contra las costillas.

Ella se liberó.

Alesh sacó una pequeña daga, de un tamaño tan reducido que no merecía tal nombre, y se colocó en posición de ataque. Una parte de mí gritaba orgulloso por su valentía, la otra simplemente aullaba de impotencia. Un mar de cristales y ella perdió el arma. Cerré los ojos un poco más de la cuenta, alargando el parpadeo. Debía evitar que mi cuerpo reflejara la tensión que sentía. Debía

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confiar en ella. Aunque el Canciller le hubiera quitado el anillo yo sabía que era poderosa, sabía que podía defenderse sola. Entonces él la aplastó contra el suelo y le clavó un cuchillo en la mano.

Comencé a verlo todo rojo. Su grito de dolor se grabó en mi inconsciente. Me paralizó. Jamás podría sacarlo de mis pesadillas. Un nuevo aullido y la sangre brotó de su muslo, cálida, espesa. Había visto mucha sangre en toda mi vida pero nada me había preparado para ver la de ella.

¿Por qué demonios no se defendía? ¿Dónde quedaba su magia? ¿Dónde estaban nuestras horas de entrenamiento en el bosque?

El sabor ferroso de mi propia sangre me embargó la boca cuando me mordí la lengua. El Canciller colocó la daga en su garganta y ella levantó sus preciosos ojos hasta los míos.

El mundo se hizo trizas.

Sabía que no me perdonaría dejar atrás a Helia, pero no iba a esperar un segundo más.

Otro chillido de dolor.

Solo que esta vez no provenía de Alesh. Veneno aulló de agonía, aguzando todos mis instintos, aquellos que me advertían de que el momento estaba cerca. Helia se soltó y le lanzó a Alesh la daga, que traspasó la muñeca del Canciller.

Ahí estaba. La distracción que había estado esperando. Me solté con un movimiento brusco del soldado que me sujetaba y hundí mi codo en su nariz. Corrí. Corrí como no había corrido en mi vida, y dibujé en la carrera la runa de equilibrio.

No sabía si iba a poder transportarlas a las dos. Necesitaba un poder que me seguía resultando extraño. Pero no había más alternativas. Me abalancé hacia ellas, con el ruido sordo de decenas de soldados persiguiéndome. Aterricé en plancha sobre el suelo y con los dedos extendidos rocé el hombro de Alesh y la mano de Helia.

«Eter. Eter. Eter», pensé, rogué.

Un planeta enemigo.

Un planeta ante el que me postraría de rodillas y rodaría por el fango, si eso conseguía ponerla a salvo.

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Capítulo 1 ALESH

«Que lo encierren en el agujero más profundo de este castillo».

Las palabras se repetían una y otra vez en mi cabeza. Intenté alejar el nudo de ansiedad que se había alojado en mi estómago, pero no había manera de sacarlo.

Fijé la vista en quienes me rodeaban.

El Consejo al completo podría haberse definido con una sola palabra: disgusto. En sus ceños fruncidos, en la forma en la que frotaban los dedos contra la piel, contra la ropa, e incluso en el toqueteo nervioso de sus pies sobre el entarimado.

Solo había una excepción a la regla. Para desgracia mía. —Creo que seremos buenas amigasss —afirmó Ophidia con una sonrisa pérfida.

Asentí tirante y salí del salón del trono aún más rígida de lo que había entrado.

Solo hacía unas horas de mi llegada a Eter. Unas horas desde que Brandon había curado mis heridas y yo me había encargado de suturar las de Helia. Unas horas desde que me había desecho de Newu, enviándolo a acompañar a la niña hasta el Sauce para eliminar los efectos de la savia que el Canciller le había obligado a beber y que actuaba como veneno al haberla tomado fuera de Eter.

Horas…

Y ya me las había apañado para meter a Ophidia en el Consejo.

Reprimí un lamento, doblé a la izquierda por el pasillo y me encontré con todo cuanto me era familiar. Bergamota,

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ficus, caladium, peperomias, buganvillas y rosas de alabastro. Las plantas crecían por todo el castillo, del exterior pasaban al interior en un encuentro primitivo y salvaje, al amparo de los pálidos rayos de luna.

Mi castillo, con su nudosa madera brillante por el polvo dorado de hada, fusionado con el bosque, como un manantial de flores. Escuché unos tambores a lo lejos, seguidos del fluir del agua. El ritmo de la magia latía en cada árbol, en cada flor, como el pulso de un corazón lleno de vida.

Me alegraba de volver a casa. Pese a la decena de basiliscos que aún flanqueaban los portones de la entrada. Sus escamas centelleaban con distintos tonos verdes, ocres y rojizos, como una armadura mortal. Enormes serpientes, capaces de matarte con solo una mirada, de envenenar el aire con una exhalación. Cada cual más grande, más orgulloso que el anterior. Una mano se posó en mi hombro y me giré bruscamente. —Tranquila. Soy yo —dijo Enna. Llevaba la misma ropa que en las minas, la misma con la que había huido a Eter tras la pérdida de memoria de Mara. Pero no había sido la primera en llegar, Newu, Gionna y Luthiel se habían adelantado para contener la furia de Ophidia—. He escuchado que habías salido de la reunión. ¿Cómo ha ido?

La desesperación de los Sabios ante la noticia de la guerra rebotó en mi cabeza como la luz sobre las ondas de un lago. Y eso que ni siquiera les había llegado a hablar de Laqua. Incluso en esas circunstancias, en poder del Canciller, seguía siendo uno de los pilares secretos del planeta. Sacarlo a la luz habría sido una catástrofe, más aún con Ophidia en el Consejo. Tampoco les había mencionado mi reciente matrimonio, aunque sí las intenciones del Canciller de casarse conmigo. Por cómo me habían mirado, era consciente de que los Sabios pensaban que había sido egoísta por mi parte no aceptar su proposición.

Había entrado en el salón del trono con la espalda recta y el mentón bien alto, los dientes apretados, el pelo enmarañado y el vestido roto y empapado en sangre. Ophidia había permanecido enroscada en el trono, olisqueando con su lengua bífida el humor que se había quedado impregnado en mi piel. La reina de los

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basiliscos tenía un tamaño descomunal. Su cuerpo de serpiente se desbordaba por la silla, con las iridiscentes escamas de un verde claro, un verde mucho más intenso que el de su hija, y una enorme cresta blanca, similar a una corona. Una reina aferrada a un trono que no le pertenecía.

Pese a lo mucho que me había preocupado que hubiera acudido al castillo para propiciar un golpe de Estado, la realidad era que había mostrado sus cartas bastante rápido.

Ophidia se enderezó con lentos movimientos ondulantes, curiosa. Dominante.

—Desagradables incidentes con los rebeldes. Muy desafortunadosss —su voz era el sonido de un cascabel agitándose a toda prisa.

—No estás en posición de exigir, Ophidia —gruñí, con los dientes apretados, señalando el trono. Chasqueé la lengua ante su impávida mirada—. Sin embargo, prometí que no resultarían heridos y, por lo que a mí concierne, habrá consecuencias. El suave brillo de sus escamas acentuaba sus movimientos. Mostró su lengua entre los dientes.

—Reinas delicadas y bonitas, eso es lo que tiene Eter, no guerrerasss.

Me tensé como la cuerda de un arco, controlando cada palabra que salía de mi boca.

—Nadie tiene más ganas de enfrentarse al Canciller que yo —dije, sabiendo que eso llamaría su macabra atención. Pareció pensarlo durante un segundo, antes de restallar su lengua contra el paladar.

—Comprenderéis que, dadas las circunstancias, solo pueda confiar en mí misma. —No apartó sus afiladas pupilas de mí mientras exigía—. Quiero un puesto en el Consejo.

—Un puesto en el Consejo —repetí—. ¿Ahora os gustan las tareas de burócrata?

Poco me había durado la broma.

Era muy consciente de que se avecinaba una guerra con Bellum. No teníamos tiempo ni medios para afrontar un conflicto interno. No con el Canciller maquinando en ese mismo instante

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cómo invadirnos. No había tenido más remedio que aceptar sus condiciones. Prefería que Ophidia enfocara sus ansias de sangre a nuestro favor a que lo hiciera en nuestra contra.

—Hemos dado instrucciones para que den la alarma en los Cuatro Reinos. No sabemos cuándo puede atacarnos el Canciller —le respondí a Enna. También habíamos mandado misivas a los otros planetas para solicitar ayuda y una reunión de emergencia. Debíamos informarles de que sus planes de conquista no se limitaban a Eter, les afectaban directamente—. ¿Cómo está Mara? La tensión en los ojos de Enna se hizo más profunda. Su relación se había complicado después de que mi amiga la trasladara con nosotros para huir a Eter. Pero antes de marcharnos habíamos entrado en las minas, donde mi magia se vio afectada por la lualita y le arrebató la memoria a Mara.

—Ya la ha visto una sanadora, pero sigue sin recordar nada. Ha dicho que necesita tiempo para recuperarse. Asentí, mordiéndome el labio inferior. —¿Qué hiciste en las minas? —inquirí.

Erik y yo nos habíamos marchado a por la heredera al trono de Eter, que había resultado ser Helia, la hija del Canciller. Mientras, Enna se había encargado de cerrar el acceso a la lualita, aquel extraño mineral con el que el Canciller estaba experimentando para ampliar el poder de la magia.

—Intenté hacer explotar la lualita, pero esas piedras son imposibles de destruir, así que se me ocurrió un plan alternativo para impedir que el Canciller llegue hasta ellas. Convertí el agua que casi nos ahoga en ácido. No los detendrá, pero les llevará tiempo recuperar el mineral. —Miró a ambos lados como si estuviera buscando algo—. ¿Y Erik?

Solté el aire de golpe. Solo escuchar su nombre me vaciaba los pulmones.

El recuerdo de Erik me pesaba más de lo que quería reconocer, en un rincón de mi inconsciente, pugnando por salir. No sabía cómo debía sentirme. No me habían preparado para enamorarme de mi enemigo y mucho menos para saber qué hacer cuando te clava un puñal por la espalda.

—En el calabozo.

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¿Cómo? —exclamó.

—En el calabozo —confirmó una voz que no era la mía.

Brandon estaba apoyado contra uno de los pilares de la entrada, por los que crecía la hiedra. Llevaba una camisa de lino, del mismo color marrón que sus ojos, y unos pantalones sueltos de tono verde oscuro. Tenía el pelo más largo que la última vez que lo había visto, se le ensortijaba a la altura de las orejas y sobre la frente. Sus rasgos eran suaves, casi tiernos.

Se despegó de la columna y echó a andar hacia nosotras. Por primera vez desde mi llegada a Eter me permití esbozar una sonrisa.

—Pensé que no volvería a veros sonreír así —comentó. Me acerqué a él y me envolvió en un cálido abrazo.

—Os he echado de menos —confesó, con sus labios rozando mi oreja.

Brandon había sido mi único refugio, la puerta de contención frente a la maldad del mundo. Él representaba todo lo que había echado de menos de Astra, de mi reino de naturaleza salvaje.

Apoyé la mano en su pecho y di un paso atrás, sintiendo la mirada de Enna.

—Yo también te he echado de menos. ¿Cómo han ido las cosas por aquí?

Sus ojos se desviaron hacia ella antes de volver a recorrerme.

—Ha sido un caos sin vos. El Consejo tomó la peor de las decisiones con los rebeldes. No estaba seguro de si recibiríais mi mensaje a tiempo. —Brandon me había enviado dos cartas que había apartado para no tener que enfrentarme a sus sentimientos. El problema es que en una de ellas me alertaba del comportamiento errático del Consejo—. Antes de que llegarais trajeron a una tal Mara, una nativa de Ével a la que hemos ofrecido una cama, ¿os lo podéis creer? —bufó.

Vi por el rabillo del ojo cómo Enna se crispaba e intervine antes de que lo hiciera ella.

—Lo sé, estaba con nosotros.

—¿Estáis al tanto? —preguntó con incredulidad. Hice un gesto afirmativo y continuó—: ¿Y pensáis consentirlo? Le han dado cobijo a ese monstruo y le han ofrecido una sanadora.

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Sentí la tensión manando del cuerpo de Enna. Sin embargo, no hacía mucho, yo había pensado lo mismo que Brandon. Antes de visitar Ével, antes de ver con mis propios ojos cómo sus ciudadanos se movían guiados por la manipulación implacable del Canciller.

—¿Por qué no te metes en tus propios asuntos? —le espetó ella.

Brandon la observó con el ceño fruncido, separó los labios, pero no contestó. Sabía que se conocían, pero no tenía constancia de que alguna vez hubieran hablado.

—Mara es buena, Brandon —intervine. Le cogí de las manos, sus palmas eran demasiado suaves, extrañaba unas más toscas, más ásperas. Aparté esa idea de mi cabeza—. No todos son malos —afirmé, sintiendo la amargura en mi pecho. Su mirada se fijó en mis pupilas. Su cara era el vivo reflejo de la incredulidad, pero no retiró el contacto.

—Defendéis a nuestros enemigos. —No fue una pregunta—. ¿Qué os ha pasado en Bellum? Estáis diferente. Quizá sí, quizá Bellum me había cambiado, quizás él… Quizás Erik me había cambiado. Todo mi ser clamaba por acudir a los calabozos. Necesitaba verlo, necesitaba escucharlo. Pero él se había quedado quieto, mirando mientras el Canciller me arrastraba al borde de la muerte. Cualquier esperanza que hubiera existido entre Erik y yo había desaparecido, como se aleja la grisácea ceniza de las frías brasas.

Brandon me atrajo de nuevo. Consciente de mi turbación colocó sus anchas manos a cada uno de los lados de mi cara y me besó en la frente ante la atenta mirada de Enna. Juraría que mi amiga apretaba cada vez más los dientes.

—Hablaremos más tarde. Voy a ir a ver a Mara —masculló. No me dio tiempo a contestarle, cuando volví la vista hacia ella ya se estaba marchando.

—¿Habéis estado ya en el patio interior? —me reclamó Brandon.

Negué con la cabeza y esbocé una sonrisa tímida. Él sabía que era mi parte favorita del palacio. En respuesta, me tomó la mano y avanzamos hacia su núcleo, hacia el corazón del castillo.

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Las plantas crecían por doquier y escalaban por los muros hacia el cielo. El patio era un amplio cuadrado, que se había convertido en refugio de cientos de aves exóticas. Acudían atraídas por los extraños colores de las flores, las hojas de oro y los tallos kilométricos. El olor embriagador destilaba magia con un poder calmante, húmedo, por los canalones que manaban de la fuente central. Era un remanso de paz.

Nos sentamos en uno de los bancos de mármol, del color pálido de la luna. Brandon se llevó mi mano a la boca y me besó el dorso. Un peso me revolvió el estómago al sentir sus labios de una forma tan íntima, al fin y al cabo, estaba casada. Sin embargo, no retiré la mano.

—Contádmelo todo —pidió.

Por debajo de sus iris pardos hallé un conocido brillo que hizo que las formalidades de mi educación se tambalearan.

—¿Cuánto hace que nos conocemos, Brandon?

Su gesto fue tierno cuando contestó.

—Cuando mi madre os trajo al castillo apenas erais una niñita con el pelo lleno de tirabuzones y la molesta costumbre de correr a oscuras por los pasadizos. Canté una sonrisa.

—Y por más veces que te haya invitado a mi cama nunca has dejado de llamarme «Alteza».

Quizá Bellum me había cambiado mucho más de lo que imaginaba. Ya no sentía la necesidad de mantener esa fría distancia que siempre me habían impuesto.

Él frunció el ceño un segundo y un brillo acuoso se extendió por sus pupilas. Se parecía demasiado a la esperanza y yo arrugué la frente, abatida.

—Alesh… —La intensidad con la que pronunció esa única palabra me hizo sentir incómoda. A pesar de todo, entre Brandon y yo siempre había existido un muro de contención que nos mantenía irremediablemente separados. Los dos sabíamos lo que significaban nuestros encuentros, aunque en algún punto nuestros sentimientos hubieran tomado caminos distintos—. No es fácil desprenderse de las viejas costumbres.

Él se acercó aún más y su rodilla chocó con suavidad contra la mía. El contacto me resultó familiar pero también extraño. No

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tenía claro que aquello fuera lo que necesitaba y mi corazón latió abatido.

—Cuando llegaste tenía celos de ti —reconoció, bajando los ojos al suelo—. Mi madre nunca me había prestado mucha atención, pero a partir del instante en el que pisaste este castillo todo comenzó a girar en torno a ti. Mi padre solo es un Donante, un hombre sin rostro que formaba parte del harén de la reina. —A Brandon nunca le habían permitido conocer a su padre. Esas eran las reglas: los Donantes no tenían más función que dejar a la reina embarazada, en caso de que buscara descendencia—. Siempre estaba solo, siempre, hasta que dejé de verte como a una rival y te convertiste en algo mucho más importante.

Tenía la sospecha de que Brandon se había fijado en mí porque buscaba llamar la atención de su madre, pero lo que decía era cierto: siempre habíamos estado él y yo. Y entonces él había comenzado a desear más.

Forcé una sonrisa.

—Patme te quería. A su manera, habría hecho cualquier cosa para protegerte.

Él frunció el ceño como si mis palabras fueran aguijones.

—En la vida hay más cosas que proteger… o reinar —añadió, contemplando mi boca.

Yo bajé la mirada al suelo, incapaz de enfrentarlo. Por más que quisiera negarlo necesitaba otra voz, otras manos… Mi cabeza no desconectaba, no podía dejarme llevar.

Y me enfurecí.

Me enfurecí porque no había nadie esperando para luchar a mi lado, nadie que fuera a abrazarme por las noches, ningún sueño que defender. Ese cuento no era más que eso: una mentira. Una de tantas.

Brandon era un puerto seguro, siempre lo había sido. Mi paño de lágrimas, mi desahogo frente a un mundo demasiado exigente, con demasiadas expectativas. Sentí que Erik también me había arrebatado aquello, la posibilidad de elegir, porque yo ya había escogido, lo había escogido a él… y me había equivocado.

Brandon carraspeó y me devolvió a la realidad.

—Debió ser aterrador estar en el mismo castillo que el Canciller —dijo para recuperar mi atención.

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—En ocasiones lo era. —Recordé la noche en que me había encontrado vagando por los pasillos, después de que Laqua se iluminara.

Era muy probable que el Canciller hubiera ocultado la lualita en las catacumbas y que la hubiera trasladado con el objetivo de que yo no la encontrara; eso explicaría el brillo del anillo aquella noche.

Me estremecí.

—Estuve esperando que respondieras a mis cartas, cualquier noticia tuya me hubiera dado la ilusión que se evaporó cuando te fuiste —confesó, reclinando la cabeza—. No perdí la esperanza, cada mañana bajaba a esperar al mensajero. Pero nunca llegó.

Miré mi regazo con culpa.

—Lo siento.

—¿Qué más sucedió en el castillo? ¿Por qué pareces tan distinta? —su voz era amable pero también sonaba ansiosa.

«Porque me enamoré, y me siento como si tuviera espinas de acero en el pecho».

Pero ¿qué ganaba hablándole de Erik? Nada, solo reabrir viejas heridas. Y bastantes tenía ya. Brandon sentía una necesidad de afecto que yo no podía suplir. Atrapó mi mentón con sus dedos y me obligó a mirarlo, escrutando mi rostro y deteniéndose en mis labios. Tenía los ojos brillantes, como la madera encerada. Sus anchos hombros estaban crispados por la tensión contenida. Alzó la vista al cielo nocturno. Hacía una noche preciosa.

—Mira cómo brillan las estrellas. Parpadean como si pensaran estallar.

Mi subconsciente recuperó la voz de Erik de una forma tan dolorosa que lo sentí como si me hubieran golpeado el pecho. «Somos estrellas colisionando». Exhalé, dejando escapar el dolor con brusquedad.

—¿Qué estás pensando? —su voz sonó ahogada.

Erik.

Erik.

Erik.

Maldito Erik.

No pude reprimir el escalofrío que me recorrió. Sin embargo, Brandon lo malinterpretó y se acercó lentamente a mi

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boca. Me congelé entre sus dedos, al tiempo que me forzaba a permanecer quieta.

«Solo es un beso. Necesitas demostrarte que Erik no te importa».

Cerré los ojos para no ver lo que estaba a punto de hacer y sentí su respiración cada vez más cerca, hasta que entre nosotros solo quedó un suspiro con sabor a silencio y culpa.

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Capítulo 2

Brandon se inclinó contra mí, con sus labios a milímetros de los míos.

Inspiré hondo para calmar los ánimos y dejarme llevar. Me forcé a recordar todos los momentos en los que sus manos me habían acariciado y había sentido que estaba bien. Sus manos tomaron mi nuca. Estaba demasiado cerca. Pero en cuanto su olor penetró en mi nariz, sin poder evitarlo, me aparté de él de un salto y eludí el contacto de sus ojos. No olía como yo anhelaba, a aquella mezcla de chocolate y levadura.

Lo que había estado a punto de hacer me destrozó, revolvió mis tripas y me entraron ganas de vomitar. No fue solo por mí, Brandon tampoco se merecía nada de aquello. Rota. Estaba tan rota que ni toda la magia del mundo podía recomponer los pedazos. Me volví hacia él, con una disculpa sobre mi lengua, cuando unos pasos nos interrumpieron. Newu y Helia aparecieron tras la fuente, con aspecto agotado. La niña llevaba el bajo del vestido mojado. No conocía demasiado bien a Helia, pero la desconfianza pendía en la forma en la que sus ojos vacilaban por todas las flores que encontraba a su paso.

Eché un último vistazo a Brandon antes de dirigirme hacia ellos.

—Alteza —saludó Newu, y ambos tratamos de disimular una mueca de desagrado—, la niña ha bebido de la savia y se encuentra recuperada.

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Observé con detenimiento la pálida tez de Helia. Se le marcaban las ojeras bajo el flequillo rubio y despeinado. El vestido no tenía mejor aspecto, aún estaba manchado de mi sangre.

Necesitaba tener una conversación con ella.

Contemplé el rostro demudado de Brandon. No me devolvió la mirada.

Cuadré los hombros y me forcé a reponerme. Helia era solo una niña que se había visto obligada a abandonar su hogar, debía de sentirse sola y perdida. En aquel momento se convirtió en mi prioridad.

—Por favor, dejadnos solas —les pedí.

Brandon pasó junto a mí para retirarse, yo alargué la mano para tocarle el brazo en señal de despedida, sin embargo, él eludió mi contacto y se marchó.

Mis ojos ardieron por el dolor que le estaba causando. Fruncí el ceño y me centré en Helia, que esperaba paciente a mi lado.

—¿Cómo te encuentras? —le pregunté. Ella miró a su alrededor antes de responder.

—Confundida. ¿Dónde está Erik?

Erik era el único amigo que Helia tenía en Eter. Debería haber esperado que me preguntara por él, sin embargo me pilló desprevenida y sentí como si una decena de clavos me estuvieran traspasando el vientre.

—Encerrado, Helia. ¿Comprendes la situación en la que te encuentras?

Ella asintió con gesto grave.

—No soy estúpida. Sé que mi padre va a intentar atacar Eter después de lo que ha pasado esta noche. Lo que no sé es cuándo.

«Pronto», pensé. Sabía que el Canciller no permitiría que nos organizáramos y cuanto más tiempo pasara más ventaja tendríamos nosotros. Solo esperaba que mi pueblo estuviera a salvo cuando sucediera.

—¿Y tú…? ¿Sabes a lo que te enfrentas? —le pregunté.

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—Creo que voy a ser la próxima reina… —Frunció el ceño al mirar las paredes colmadas de flores—. De todo esto.

Sofoqué una débil sonrisa ante sus dudas.

—Acompáñame.

Eché a andar esperando que me siguiera. Deshice los pasos que había recorrido con Brandon y volví al salón del trono. Nos adentramos en la fastuosa sala. Desde donde tendría que haber estado el techo caían miles de campanillas blancas. El trono de hojas plateadas nos esperaba vacío, anhelante. Le tendí una mano a Helia, ofreciéndole acompañarme. La guié frente a él y con un movimiento de cabeza le indiqué que se sentara. Ella me miró, indecisa.

—Adelante. Es tuyo si lo quieres. Es tu derecho —dije al tiempo que daba un paso atrás.

Lo miró un instante más y, como si fuera de cristal, se sentó. Sus pies apenas rozaban el suelo.

Apoyé una mano en cada brazo y me acuclillé frente a ella.

—No es solo un derecho, también es una responsabilidad. Algo que llevarás contigo hasta la muerte. Es un legado, es tradición, poder y sacrificio.

Ella vaciló, como si no se atreviera a hablar.

—Yo… no sé si quiero todo esto, Alteza.

Traté de no fruncir el ceño y me incorporé. Comprendía sus dudas, yo también las había mostrado en mis inicios cuando Patme me acogió, cuando me explicó lo que suponía tener la corona. Pero yo no había tenido adonde ir, no tenía una vida en otra parte como Helia.

Pasé una mano por su pelo y aparté los mechones apelmazados de su cara.

—Llámame Alesh, por favor —le pedí—. Eter no está pasando por un buen momento, Helia. Pero respetaremos lo que decidas, sea lo que sea. Aquí siempre podrás escoger. ¿Echas de menos a tu hermana? —cambié de tema.

Ella asintió bruscamente, casi con desesperación.

—No nos gusta separarnos. Es como si cada una formara la mitad de la otra. Me siento incompleta cuando no está conmigo y temo lo que puedan contarle.

Medité durante un segundo sus palabras.

—¿Cómo crees que el Canciller justificará tu ausencia?

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La niña me devolvió la mirada con los ojos anegados de tristeza.

—No lo sé. Solo me preocupa lo que pueda pensar mi hermana. Debe de sentir que la he abandonado, que la he dejado atrás con nuestro padre. Nadie le explicará lo que pasó aquella noche, que tuve que irme. Y si hubiera podido escoger, yo jamás la habría dejado atrás.

Su voz se rompió y a mí se me congeló el aire en los pulmones. Contemplando sus ojos apenados alcé la mano derecha y, con la muñeca rígida, formé dos círculos en el aire. Puesto que el hechizo no afectaba a mi cuerpo, no me hizo falta ninguna runa. Dos azucenas violetas se desplegaron en el aire. El polen de los pistilos brilló y se esparció por el aire.

—¿Te gustaría aprender a hacer magia? —cambié de tema otra vez para alejar sus sombríos pensamientos.

Ella dudó largo rato, como si buscara la respuesta correcta. Entre asustada y curiosa tomó la flor que le tendía. Se encogió de hombros, con los ojos muy abiertos, me escrutó y asintió temerosa.

Yo había aprendido a hacer magia bajo el tutelaje de Patme. Ella me había enseñado todo cuanto sabía de las distintas runas, sus hechizos y su poder. Ahora yo debía hacer lo mismo por Helia. Tenía que mostrarle cómo acceder a su magia, los hechizos que podía usar sin las runas, los que no modificaban su cuerpo, y los que requerían de alguna de las cinco runas básicas: visión, equilibrio, aliento, velocidad y fuerza, para el caso de que sí lo transformaran.

La magia era compleja. Cada hechicero nacía con una energía, con una fuerza que le permitía imponer su poder sobre el resto, pero lo que realmente marcaba la diferencia era el estudio de los conjuros. Conocer el hechizo apropiado era nuestra responsabilidad, más aún después de la pérdida de Laqua.

Lo usual era que los hechizos más complejos desgastaran tanto que tuvieran que valerse de runas, pero había un paso más dentro de la magia que, además, implicaba el uso de hierbas, sangre, huesos o cristales, elementos que la dotaban de un poder mayor. Nosotros la conocíamos como magia omnia, un poder

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más salvaje, más incontrolable; fuera de Eter, sin embargo, era conocida como magia negra.

—Te enseñaré todo lo que pueda —prometí. Con la guerra expandiéndose como una telaraña frente a los Cuatro Reinos, no podía ofrecerle nada más—. ¿Cómo ha sido el primer contacto con el Sauce?

Ella frunció profundamente el ceño.

—No es como esperaba. —Nunca lo era—. ¿Dejaré de envejecer ahora que he tomado la savia?

—No, en esta ocasión te ha servido como antídoto. La magia del Sauce es poderosa, si hubieras acudido a beber de él sin el veneno en tu organismo sí habría detenido el paso del tiempo, pero al detectar su presencia se centra en eliminar la toxina.

—Entonces si mañana fuera de nuevo…

—Estarías algún tiempo aparentando tener once años —asentí, interrumpiéndola.

Parpadeó un par de veces y esquivó mi mirada antes de hablar.

—¿Qué pasará con Erik?

Noté un nudo extenderse por mi vientre, una sensación que me hacía sentir enferma. No podía imaginarlo en el calabozo, encerrado… Sacudí la cabeza para librarme de esos pensamientos. No debía sentirme culpable. Era él quien me había traicionado, no yo.

—No puedo cerrar los ojos ante lo que ha hecho. Helia, el anillo es un secreto, algo que solo deberíamos conocer tú y yo, y Erik ha cometido la peor de las traiciones al revelarle su existencia a tu padre —mascullé, sintiendo cómo aumentaba la opresión en el pecho.

—Pero entonces, ¿por qué iba a traernos hasta aquí?

Quise alejar sus palabras de mi mente en cuanto las pronunció, pero solo eran un eco débil de lo que se fraguaba en mi cabeza. Esa no era la única pregunta que no podía responder.

Si Erik iba a traicionarme, ¿por qué se había casado conmigo?

Sabía que había frustrado los planes del Canciller y eso… Eso no tenía ningún sentido. La duda trepó de forma sibilina por mi

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inconsciente, sembrando esperanza. Una esperanza que podía destrozarme.

«Basta», me reproché.

—No tengo respuesta para eso. —Aún—. Pero te enseñaré algo, tu primera lección, por si decides volver a sentarte en ese trono algún día: el mundo está lleno de gente horrible, pero lo único que importa es lo que decidas hacer tú al respecto.

Ella bajó la vista al suelo y se levantó con pesadez.

Le sonreí con cariño.

—Debes de estar agotada. Te acompañaré a tu dormitorio. —Hice un gesto para invitarla a pasar delante de mí.

Cruzamos la entrada principal y nos dirigimos hacia la torre de la reina. La madera recreaba formas y dibujos con sus nudos, pintados en tonos tierra, rojos y azules vibrantes, y adornados por hojas y flores, redondas y afiladas. Mi castillo era una majestuosa obra de arte. Seguimos la escalera de caracol, que conducía hasta nuestras habitaciones. Helia ocuparía mi antiguo dormitorio. Abrí la puerta para que pasara y contemplé desde el marco cómo evaluaba el espacio natural que se abría ante ella, tan distinto de su hogar.

—Que pases una buena noche. Procura descansar —me despedí y, dándole intimidad, cerré la puerta.

Solo tuve que dar unos pasos para rozar el pomo de la puerta de mi propia habitación, pero vacilé en la entrada. Estaba a tiempo de bajar al calabozo. Podía ver cómo estaba Erik, podía adoptar el aspecto de algún guardia y observarlo desde las sombras. Él no tenía porqué saberlo…

Mi suspiro brotó como un aullido a la luna. Apreté con más fuerza el frío metal y me obligué a entrar.

Una soledad serena me esperaba dentro. La cama blanca y redonda ocupaba gran parte de la estancia, cubierta por suaves sedas acolchadas y mullidas. El dosel quedaba sujeto por los gruesos troncos de la hiedra, entre los que se enredaban pequeñas flores pálidas, del mismo color que los rayos de las lunas, que se filtraban tímidos e iluminaban la estancia. Con la ayuda del fuego de la chimenea, la habitación parecía una intrincada escultura extraída del vientre de un vetusto roble. Me dejé caer sobre la cama

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y sentí cómo la tela me acogía, igual que si tratara de engullirme. Noté cómo un objeto rodaba hasta chocar suavemente contra mi hombro. Me incorporé sobre los codos y lo contemplé sin tocarlo. Un hueso de dos palmos de largo. Su tono lechoso me había pasado desapercibido contra las sábanas.

Sabía lo que significaba: un mensaje del Canciller, un mensaje con el que me aseguraba que no debía sentirme segura, que, de alguna forma, podía esquivar todas mis protecciones y entrar en mi castillo, en mi dormitorio…

Un mensaje de que estaban cerca, observando.

La posibilidad de que existiera una nueva traición me perforó el pecho.

No debía olvidar que alguien le había dicho al Canciller que teníamos los planos de la lualita antes de que pudiéramos jugar nuestras cartas, alguien que estaba lo bastante cerca. Las posibilidades no eran tantas, podría tratarse de un miembro del Consejo, de Ophidia o de alguno de mis guardias. ¿Pero quién podría querer traicionarme y por qué?

Agarré el hueso y me levanté de la cama. Abrí el ventanal que daba al balcón y con todas mis fuerzas lo lancé hacia la espesura.

Contemplé en silencio cómo se perdía entre las ramas.

—El próximo te atravesará la garganta —le prometí a la oscuridad.

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