

Publicado por
Dharma Books + Publishing
Colección: La palestra
La pequeña ignorancia Wallace Stevens Primera edición, 2022 ©Hernán Bravo Varela, por la selección, traducción, prólogo y nota. isbn: 978-607-99590-1-2 d.r. © 2022, Dharma Books Dharma Books + Publishing Arquitectos 51 Escandón, 11800 Miguel Hidalgo, cdmx. www.dharmabooks.com.mx
Diseño de portada: Raúl Aguayo
Diseño editorial: Jorge Fernández
Impreso en México
Se prohíbe la reproducción total o parcial de esta obra, incluido el diseño tipográfico y de portada, sea cual fuere el medio, electrónico o mecánico, sin el consentimiento por escrito de la editorial.


“La poesía, señora, es la ficción suprema”, escribe Wallace Ste-vens (1879-1955) al inicio del poema “Una mujer mayor, pretenciosa y cristiana”. El concepto se exhibe a lo largo de su obra como una declaración de principios. No es que la poesía se desentienda de lo real. Por el contrario: la realidad se funda en la imaginación y sus plenos poderes. Así, y a diferencia del filósofo, el poeta no debería aspirar a la verdad, sino a lo verosímil: el cuento que nos hacemos de lo verdadero. “…para ser verdaderamente poeta —advertía Sócrates en el Fedón— no basta hacer discursos en verso, sino que es preciso inventar ficciones”.
Los padres irreconciliables de la poesía moderna estadounidense, Walt Whitman y Emily Dickinson, encarnan a la perfección aquella disyuntiva socrática. El primero, por un lado, anuncia el evangelio de su joven país. El discursivo Whitman le da voz y voto a los Estados Unidos; para él, no hay diferencia alguna entre celebrar la naturaleza o el cuerpo hu mano y exaltar la democracia o el cuerpo social. Dickinson,
por otra parte, diseña y habita una realidad que puede definirse, en términos de Virginia Woolf, como una habitación propia. Para Dickinson, la naturaleza es un paisaje interior, y el cuerpo, la entrada a un espacio sin fronteras y a un tiempo inmemorial. A las garantías civiles defendidas por Whitman, Dickinson opone valores tan íntimos como metafísicos. Del encontronazo entre ambos poetas nace, ni más ni menos, la poesía estadounidense del siglo xx y, en particular, la de Ste vens: si en esta última hay discursos, se trata de “extractos de discursos”, “prólogos a lo posible”; de haber ficciones, son “la de un absoluto” y poseen una condición “suprema”. Los discursos colectivos se contienen para que la ficción individual se desborde. Las ideas se aceptan como metáforas del contenido, y las metáforas, como formas de pensamiento. La poesía es la única realidad posible, por eso hay que inventarla.
Stevens trabajó buena parte de su vida como abogado en compañías de seguros. Nada más lejano a estas labores, en las que destacó por su capacidad ejecutiva, que la escritura poética —especialmente de la suya, sustentada en paisajes de chocolate con una “obesa máquina / del océano” al fondo, en frascos animados de cristal, en emperadores del helado y del tabaco, en trovadores de guitarra azul, en pabellones de sandías y palacios habitados por bebés, en planetas girando sobre una mesa o en niños salvajes de un mundo postapocalíptico—. Mayormente incomprendido por su excéntrica suntuosidad hasta
no mucho antes de morir; acusado por Robert Frost de redactar “fruslerías”; opositor a la búsqueda pacata de una “reali dad objetiva”, Stevens fue siempre fiel a uno de sus adagios: “El realismo es la corrupción de la realidad”. De ahí que se tilde a su poesía de barroca. Y aunque tal opinión no resulte descabellada —sobre todo a la luz de José Lezama Lima, con quien Stevens comparte una “abun dancia justa”—, el adjetivo debe matizarse. Estamos ante un barroco mental, donde el horror al vacío de los metafísicos ingleses y sigloristas españoles se actualiza en la angustia frente al progreso y la razón. Consciente de las caídas de su época, Stevens no celebra las facultades técnicas de la inteligencia, que descansa en el ego, sino el esplendor sensorial de la mente, que participa del mundo. No hay paradoja: una fiesta privada de la imagen no equivale a un simposio públi co de ideas. El poema “debe de resistir la inteligencia / casi exitosamente”: esto es, combatir la lógica cartesiana —un “discurso del método” poético en blanco y negro— para abra zar la intuición, una conciencia holística que revela matices ahí donde solo se advertían polos opuestos.
Como señala Harold Bloom en La escuela de Wallace Ste vens (2011), este último ha marcado la pauta de la gran lírica estadounidense del siglo xx: John Ashbery, Anne Carson, Loui se Glück, Charles Simic, Mark Strand… Pese a sus diferencias —la epifanía casual y distorsionada en Ashbery, el archivo
pirata y la memoria escalable de los clásicos en Carson, los estudios clínicos o forenses de la intimidad en Glück, la fábula de la vigilia y el espionaje de los sueños en Simic y Strand—; pese a sus diferencias, los cinco heredaron de Stevens el rechazo al chantaje emocional, la metamorfosis del recuerdo o de la anécdota en antropología, la arbitrariedad como técnica indagato ria y la asimilación de la alta cultura y de la naturaleza a ras de suelo en un mismo caldo de cultivo. Pero, sobre todo, estos autores heredaron una lección central: nada es lo que parece y aparece, al menos en poesía. Ya sea que aborden sensaciones arcanas, universales o particulares filosóficos, datos o cosas en concreto, los poemas parten rumbo a “una nueva noción de realidad”, que rehúye al sedentarismo del sentido. No siempre los límites del mundo son los del lenguaje; bien mirado, el lenguaje poético sugiere y transfigura lo que la prosa del mundo comunica y expone. De acuerdo con Helen Vendler:
Decir que un poema trata sobre escapar a la muerte, otro sobre un velorio en casa, uno más sobre ser es tadounidense, algún otro sobre resistir el desánimo suicida y otro más sobre envidiar la amnesia de la naturaleza, es solo para recordarle a los lectores que los poemas de Stevens atañen a experiencias emo cionales en general que nos son comunes a todos (…) aquel mundo interior, nuestro concepto del mundo
y el mundo que tenemos es uno de gran viveza y realidad. También se trata de un mundo que cambia ra dicalmente con el tiempo mientras envejecemos, de modo que la labor de registrarlo resulta interminable.*
Siguiendo las palabras de Vendler, la riqueza y la felicidad ex presivas no son sinónimos de completud, sabiduría e ingenuidad vitales, sino un modo de advertir espejismos y carencias, y de hacerlo sin titubeos (es decir, sin la solemnidad de las vacilaciones). Se trata de una suficiencia basada en la suma de sus antónimos. Como Góngora, Wallace Stevens prefiere constelar la noche para no internarse a ciegas en ella. Esos y otros artilugios “Ayudan a enfrentar el aplastante abismo / que hay entre nosotros y el objeto, el origen / exterior, la pequeña ignorancia que es todo”.
* “Introducción” a Words Chosen Out of Desire [Palabras escogidas del deseo]. Knoxville: Universidad de Tennessee, 1984, pp. 4-5.
NOTA
Los siguientes poemas provienen de dos compilaciones: The Collected Poems of Wallace Stevens [Los poemas reunidos de Wa llace Stevens, Vintage Books, 1982] y Opus Posthumous [Obra póstuma, Vintage Books, 1989]. Para facilitar una lectura con tinua, se eliminó toda mención a los volúmenes originales de donde fueron extraídos: Harmonium [Armonio, 1923], Ideas of Order [Ideas de orden, 1936], Parts of a World [Partes de un mundo, 1947], Transport to Summer [Viaje al verano, 1947], The Auroras of Autumn [Las auroras de otoño, 1950], The Rock [La roca, 1950] y el ya mencionado Opus Posthumous (1957).
El traductor agradece a Luis Miguel Aguilar, Alejandro Crotto, Jorge Esquinca, Alberto H. Tizcareño, Daniel Lipara, Tedi López Mills, Robin Myers y Ezequiel Zaidenwerg. Sin ellos, este proyecto —e incluso, su legibilidad— jamás se hubiera concretado. En carta a José Rodríguez Feo, fechada el 26 de enero de 1945, Stevens confiesa “con todo el entusiasmo de un genuino deseo” haber querido “saber español mejor de lo que sé. (…) Es, sin embargo, demasiado tarde como para intentar
familiarizarme con otra lengua”. La pequeña ignorancia aspira, en la medida de sus posibilidades, a cumplir dicho afán.
Hernán Bravo Varela Ciudad de México, 14 de febrero de 2021
The Snow Man One must have a mind of winter
To regard the frost and the boughs Of the pine-trees crusted with snow; And have been cold a long time
To behold the junipers shagged with ice, The spruces rough in the distant glitter
Of the January sun; and not to think
Of any misery in the sound of the wind, In the sound of a few leaves, Which is the sound of the land Full of the same wind That is blowing in the same bare place For the listener, who listens in the snow, And, nothing himself, beholds
Nothing that is not there and the nothing that is.
El muñeco de nieve Uno debe tener mente de invierno para considerar la escarcha y el ramaje de pinos con corteza nevada.
Y haber tenido frío un largo tiempo para ver los enebros gastados por el hielo, los abetos rugosos en el brillo distante del sol de enero. Y no pensar miseria alguna en el sonido del viento, la manera en cómo algunas pocas hojas suenan
es decir, el sonido del lugar lleno del mismo viento que está soplando en ese mismo sitio, vacío para el escucha que en la nieve escuchara y puede ver, él mismo siendo nada, la nada que no está y la nada que es.
