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Introducción

que no me había percatado antes porque estaba oculta tras la hierba crecida y de pronto me encuentro contemplando un valle, con campos labrados que llegan hasta donde se pierde la vista y cientos de ovejas que salpican las colinas.

En la última semana el tiempo ha sido bastante desapacible, pero esta noche el cielo está despejado. Camino durante unos minutos y, mientras estoy contemplando los campos y el cielo, me asalta el mismo sentimiento que tuve aquel día, hace ya dieciséis años, cuando regresaba a casa del trabajo, y que he tenido regularmente durante los últimos años: de pronto, como si alguien hiciese clic en un interruptor, la escena se vuelve intensamente real. Los campos, los árboles, los arbustos, las nubes..., todos ellos parecen estar vivamente ahí, incluso parecen haber adquirido su propia clase de identidad, casi como si se tratase de seres sintientes. La contemplación de esta vasta extensión de tierra que yace frente a mí, así como de todo este inmenso cielo claro y despejado, hace que empiece a pensar en el planeta en cuya superficie me encuentro, y que recuerde que, en este preciso momento, a una enorme distancia del Sol, la Tierra está girando sobre su eje y por esa razón está empezando a oscurecer.

Intento imaginar mi situación real: me concibo caminando en una isla rodeada por el mar, con la isla mayor que es Gran Bretaña hacia el este y sobre la superficie de un planeta esférico que viaja por el espacio, con la totalidad del universo por encima de mí y a mi alrededor. Y mientras lo imagino me embarga una profunda sensación de unidad con el espacio que hay sobre mí. Miro el cielo y de algún modo puedo sentir que el espacio que lo llena es el mismo que llena mi propio ser. Lo que está dentro de mí como mi propia conciencia es también lo que está ahí fuera. Ambos son la misma sustancia. Mi sensación normal o habitual de dualidad (es decir, de ser un «yo» dentro de mi cabeza que mira hacia el exterior, hacia