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Agradecimientos

ve. No son cosas separadas, sino expresiones de una misma fuerza, una especie de océano de energía radiante que constituye su esencia y fluye a través de ellos. Son uno, y la fuerza que los convierte en uno y lo mismo resulta tan armoniosa y benevolente que siento que el mundo es un lugar milagrosamente bello y relevante.

Tres años más tarde, mi evolución como músico me lleva a Alemania, donde me gano la vida actuando aquí y allá con mi banda y dando unas cuantas clases de inglés a la semana. Muchas veces, los conciertos que damos conllevan largos periodos de inactividad en los que no tenemos nada que hacer, salvo beber cerveza y fumar cigarrillos. Luego, después de cada concierto, sigue una fase de sobrexcitación en la que tratamos de relajarnos hablando con nuestros «fans» (especialmente con las mujeres) y bebiendo y fumando aún más. Yo antes acostumbraba a meditar con cierta regularidad y a practicar ejercicios de chi kung casi a diario, pero durante todo este último año he abandonado por completo ambas actividades. También solía encontrar inspiración en los libros sobre misticismo (tenía la costumbre de llevar siempre conmigo una copia de los Upanishads, el antiguo texto indio, allá donde fuese), pero parece que últimamente también he perdido el interés por ellos.

Esta noche en concreto no actuamos, pero, como de costumbre, me he acercado a uno de los bares de la zona para echar un trago. Aquí los bares están siempre abiertos hasta altas horas de la madrugada, por lo que me acuesto sobre las tres de la mañana un poco borracho. Me despierto tan solo un par de horas más tarde, sin ninguna razón aparente. Sé que debería sentirme fatal, pero lo cierto es que me embarga una maravillosa sensación de bienestar. Estoy tumbado de espaldas, mirando hacia el techo. Todo está oscuro, pero no se

trata de una oscuridad normal; está completamente permeada de algo, algo vivo que le confiere una intensa energía armoniosa.

Esta fuerza es tan espesa y tupida que me da la impresión de que con tan solo estirar el brazo podría tocarla. Es casi sólida, como si de pronto el aire tuviese una concentración de oxígeno mil veces superior a la habitual.

Pero esta fuerza no se encuentra tan solo en mi habitación, sino que se expande por todas partes. Es como una especie de esencia, algo fundamental que satura por completo todo el espacio, el universo entero. Siento que es el corazón mismo de las cosas, la fuente de todo lo que existe. Hace que me embargue una sensación de euforia tranquila, que perciba que todo está bien en el mundo, que no hay nada por lo que preocuparse. Independientemente de lo caótica, desordenada y frustrante que pueda ser la vida, independientemente de cuántos problemas haya en el mundo, de algún modo todo eso constituye tan solo la superficie, y por debajo de ella el universo entero vibra de forma suave y apacible con un resplandor cálido y lleno de armonía. Y, de alguna manera, yo mismo también formo parte de esta fuerza; no hay ningún «yo», ningún «ello». Me transporta, me lleva en volandas por el espacio y yo me limito a surfear las olas de este océano de felicidad.

Ahora mis días de músico rebelde ya han quedado atrás y me he convertido en un miembro más o menos respetable de la sociedad que ejerce como profesor, conferenciante y escritor, y también soy padre de dos niños pequeños. Estamos de vacaciones en Anglesey, una isla que se encuentra cerca de la costa norte de Gales. En la última noche que pasamos aquí decido explorar algunas de las tierras de cultivo que circundan el bungaló en el que nos alojamos. Salto una verja de la