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Kevin era un chico callado y fornido, un geek de la banda de música. En realidad no lo conocía, aunque nos saludábamos con la cabeza entre clases. Y como era uno de los pocos chicos negros que se encontraban en el Programa para Jóvenes Dotados y con Talento, tenía más o menos en cuenta su presencia. Por lo menos hasta nuestro penúltimo año cuando, unos cinco meses antes de que ocurrieran los brutales eventos que llevaron su nombre a los periódicos, Kevin hizo algo que me pareció… admirable, quizás ésta sea la mejor palabra para definirlo. O quizá no admirable, porque es atrevido admirar a alguien con quien no hablas de manera regular. Pero poco comprometedor. Sucedió en febrero. La señorita Prather, nuestra maestra de inglés del año pasado, hablaba sin parar con un tono superartificial sobre lo que se llama “historia afroamericana”. Febrero, como seguramente ya lo saben, es el Mes de la Historia Afroamericana, una ocasión de mucho recelo y nervioso alarde entre los maestros del Programa para Jóvenes Dotados y con Talento aquí en la Kennedy. Aprendemos, cada año, la misma historia anticuada, como una larga ronda de un juego: los fundadores fueron hipócritas, el Compromiso de las Tres Quintas Partes fue malo, la decisión de Dred Scott fue mala, Frederick Douglass fue bueno, Booker T. Washington malo, el experimento de Tuskegee malo, los aviadores de Tuskegee buenos, Langston Hughes bueno, el jazz bueno, y todavía hoy todos somos racistas. ¡Gracias por jugar! Es como una versión comprimida de la historia norteamericana, una que no logra hacer justicia a todas las complejas tonterías en las que se mete la gente dentro de la vida política, y que también fracasa completamente a la hora de expresar cualquier sentido real de lo horrible que debió haber sido la vida (y de muchas maneras todavía lo es) en Estados 14


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