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Veronica Roth Traducci贸n de Pilar Ram铆rez Tello

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Título original italiano: Divergent Autora: Veronica Roth © del texto, Veronica Roth, 2011 © de la traducción, Pilar Ramírez Tello, 2011 Diseño portada: Compañía © 2011, RBA Libros, S.A. Avenida Diagonal, 189, 08018 Barcelona www.rbalibros.com / rba-libros@rba.es © de esta edición, Editorial Océano de México, S.A. de C.V., 2013 Boulevard Manuel Ávila Camacho 76, 10° piso, Col. Lomas de Chapultepec 11000, México, D.F. www.oceano.mx info@oceano.com.mx ISBN: 978-607-400-984-2 Todos los derechos reservados. Ninguna parte de este libro puede ser reproducida, almacenada en soporte informático o transmitida por medio alguno mecánico o electrónico, fotocopiada, grabada, ni difundida por cualquier otro procedimiento, sin autorización escrita del editor. Impreso en España / Printed in Spain

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A mi madre, que me ofreci贸 el momento en que Beatrice se da cuenta de lo fuerte que es su madre y se pregunta c贸mo no lo hab铆a visto antes.

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CAPÍTULO UNO

En mi casa hay un espejo, está detrás de un panel corredizo, en el vestíbulo de arriba. Nuestra facción me permite mirarme en él el segundo día de cada tercer mes, el día que mi madre me corta el pelo. Me siento en el taburete y mi madre se pone detrás de mí con las tijeras. Los mechones caen en el suelo formando un anillo rubio pálido. Cuando termina, me aparta el pelo de la cara y me lo recoge en un moño. Soy consciente de lo tranquila y concentrada que parece, tiene bien aprendido el arte de abstraerse. Ojalá pudiera decirse lo mismo de mí. Espero a que no preste atención para echar un vistazo furtivo a mi reflejo, no por vanidad, sino por curiosidad. El aspecto de una persona puede cambiar mucho en tres meses. En mi imagen veo un rostro estrecho, ojos redondos y grandes, y una nariz larga y fina... Sigo pareciendo una niña, a pesar de que cumplí los dieciséis en algún momento de los últimos meses. Las otras facciones celebran los cumpleaños, pero nosotros no. Sería un exceso de indulgencia. 9

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—Ya está —dice cuando termina con el moño. Sus ojos se encuentran con los míos en el espejo y es demasiado tarde para apartar la mirada. Sin embargo, en vez de regañarme, sonríe a nuestra imagen. Frunzo un poquito el ceño: ¿por qué no me reprende por mirarme? —Bueno, hoy es el día —dice. —Sí. —¿Estás nerviosa? Me quedo un momento mirándome a los ojos en el espejo. Hoy es el día de la prueba de aptitud que me dirá a cuál de las cinco facciones pertenezco. Y mañana, en la Ceremonia de la Elección, me decidiré por una; decidiré el resto de mi vida; decidiré si me quedo con mi familia o la abandono. —No —respondo—. Las pruebas no tienen por qué cambiar nuestra elección. —Cierto —dice, y sonríe—. Vamos a desayunar. —Gracias. Por cortarme el pelo. Me da un beso en la mejilla y corre el panel para tapar el espejo. Creo que, en un mundo distinto, mi madre sería preciosa. Tiene pómulos altos y largas pestañas, y, cuando se suelta el pelo por la noche, la ondulada melena le cae sobre los hombros. Sin embargo, en Abnegación debe esconder su belleza. Caminamos juntas hasta la cocina. En estas mañanas en las que mi hermano prepara el desayuno, la mano de mi padre me roza el pelo mientras lee el periódico y mi madre recoge la mesa tarareando es cuando me siento más culpable por querer abandonarlos.

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El autobús apesta a humo de tubos de escape. Cada vez que da con un bache en el asfalto, me zarandea de un lado a otro, a pesar de que me sujeto al asiento para no moverme. Mi hermano mayor, Caleb, está de pie en el pasillo, agarrado a la barra que tiene sobre la cabeza para no caerse. No nos parecemos. Él tiene el cabello oscuro y la nariz aguileña de mi padre, y los ojos verdes y los hoyuelos en las mejillas de mi madre. Cuando era más joven, esa combinación de rasgos resultaba extraña, pero ahora le queda bien. Si no fuera de Abnegación, seguro que las chicas del instituto se le quedarían mirando. También ha heredado el talento de mi madre para el altruismo. En el autobús le ha dado su asiento a un maleducado hombre veraz sin pensárselo dos veces. El hombre veraz lleva un traje negro con una corbata blanca, el uniforme estándar de su facción. En Verdad se valora la sinceridad y creen que todo es blanco o negro, por eso se visten con esos colores. Los espacios entre los edificios empiezan a estrecharse y las calles a allanarse conforme nos acercamos al corazón de la ciudad. El edificio al que antes llamaban Torre Sears (nosotros lo llamamos el Centro) surge de entre la niebla como una columna negra en el horizonte. El autobús pasa bajo las vías elevadas. Nunca me he subido en un tren, aunque no paran nunca y hay vías por todas partes. Sólo los de Osadía los usan. Hace cinco años, los obreros voluntarios de Abnegación volvieron a pavimentar algunas de las calles, empezaron en el centro de la ciudad y continuaron hasta que se quedaron sin material. Las calles de mi barrio siguen agrietadas y llenas de baches, 11

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y no es seguro conducir por ellas. De todos modos, no tenemos coche. Caleb mantiene su plácida expresión mientras el autobús se agita y salta por la calle. La túnica gris se le resbala por el brazo al agarrarse a una de las barras para guardar el equilibrio. Por el movimiento constante de sus ojos, sé que está observando a la gente que nos rodea, que se esfuerza por verlos sólo a ellos y olvidarse de sí mismo. En Verdad se valora la sinceridad, pero nosotros, los de Abnegación, valoramos el altruismo. El autobús se detiene delante del instituto, así que me levanto y paso rápidamente por delante del hombre de Verdad. Tropiezo con sus zapatos y me agarro al brazo de Caleb para no caerme. Los pantalones me quedan demasiado largos y nunca he sido muy grácil. El edificio de Niveles Superiores es el más antiguo de los tres colegios de la ciudad: Niveles Inferiores, Niveles Medios y Niveles Superiores. Como los edificios que lo rodean, está hecho de cristal y acero. Frente a él hay una gran escultura metálica por la que trepan los de Osadía después de clase, retándose entre ellos a subir cada vez más alto. El año pasado vi a uno caer y romperse una pierna. Yo fui la que corrí en busca de la enfermera. —Hoy son las pruebas de aptitud —digo. Caleb no me lleva un año entero, así que estamos en el mismo curso. Asiente con la cabeza al entrar por la puerta principal y a mí se me tensan los músculos en cuanto lo hacemos; el ambiente parece querer comernos, como si todos los alumnos de nuestra edad intentaran devorar este último día. Es probable que no 12

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volvamos a caminar de nuevo por estos pasillos después de la Ceremonia de la Elección. Una vez que hayamos escogido, las respectivas facciones se harán responsables del resto de nuestra educación. Hoy reducen a la mitad la duración de cada clase para que asistamos a todas antes de las pruebas, que tendrán lugar después de la comida. Ya tengo el pulso acelerado. —¿No te preocupa nada lo que te vayan a decir? —le pregunto a Caleb. Nos detenemos en el pasillo, en el punto en el que él se irá por un lado, a Matemáticas Avanzadas, y yo por el otro, a Historia de las Facciones. —¿Y a ti? —pregunta a su vez, arqueando una ceja. Podría decirle que llevo semanas preocupada por lo que me dirá la prueba de aptitud: ¿Abnegación, Verdad, Erudición, Cordialidad u Osadía? En vez de hacerlo, sonrío y respondo: —La verdad es que no. —Bueno..., que pases un buen día —dice, devolviéndome la sonrisa. Me dirijo a la clase de Historia de las Facciones y me muerdo el labio inferior; no ha respondido a mi pregunta. Los pasillos están abarrotados, aunque la luz que entra por las ventanas crea la ilusión de un espacio mayor; éste es uno de los pocos lugares en los que se mezclan las facciones, a nuestra edad. Hoy, la multitud tiene una energía distinta, la demencia del último día. Una chica de largo pelo rizado grita al lado de mi oreja para 13

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saludar a una amiga lejana. La manga de una chaqueta me da en la mejilla. Entonces, un chico de Erudición vestido con suéter azul me empuja, pierdo el equilibrio y caigo al suelo. —¡Quítate de en medio, estirada! —me dice antes de seguir andando por el pasillo. Noto calor en las mejillas, me levanto y me sacudo el polvo. Unas cuantas personas se pararon cuando me caí, pero ninguna se ha ofrecido a ayudarme; sus ojos me siguen hasta el borde del pasillo. Hace meses que este tipo de cosas ocurren con los de mi facción: los de Erudición han estado publicando informes hostiles sobre Abnegación, y eso ha empezado a afectar nuestra forma de relacionarnos en el instituto. Se supone que la ropa gris, el corte de pelo sencillo y el comportamiento sin pretensiones hacen que me sea más fácil olvidarme de mí y que los demás lo hagan también, pero ahora me convierten en un objetivo. Me paro junto a una ventana del Ala E y espero a que lleguen los de Osadía. Lo hago todas las mañanas: a las 7:25 en punto, los osados demuestran su valor saltando de un tren en marcha. Mi padre llama «demonios» a los de esa facción. Llevan piercings, tatuajes y ropa negra. Su principal misión es proteger la valla que rodea la ciudad. ¿De qué? Ni idea. Deberían desconcertarme, debería preguntarme qué tiene que ver el valor (que es la virtud que más aprecian) con ponerse un aro de metal en la nariz. Sin embargo, no puedo quitarles la vista de encima allá donde van. Se oye el silbato del tren y el sonido me retumba en el pecho. La luz fija en la parte delantera del vehículo se enciende y apaga al pasar a toda velocidad junto al instituto, chirriando sobre sus 14

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vías de hierro, y, cuando casi ha terminado de pasar, un éxodo en masa de jóvenes de ambos sexos vestidos con ropa oscura salta de los vagones en movimiento. Algunos caen y ruedan, otros dan unos cuantos pasos tambaleantes antes de recuperar el equilibrio; uno de los chicos rodea con un brazo los hombros de una chica mientras se ríe. Contemplarlos es una estupidez. Doy la espalda a la ventana y me meto entre la gente para llegar a la clase de Historia de las Facciones.

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CAPÍTULO DOS

Las pruebas empiezan después de comer. Nos sentamos en las largas mesas del comedor y los encargados de las pruebas nos llaman de diez en diez, una persona en cada sala de examen. Me siento al lado de Caleb, frente a nuestra vecina, Susan. El padre de Susan viaja por toda la ciudad a causa de su trabajo, así que tiene un coche y la lleva en él al instituto todos los días. También se ofreció para llevarnos y traernos a nosotros, pero, como dice Caleb, preferimos salir más tarde y no queremos causarle molestias. Claro que no. Los encargados de las pruebas son, sobre todo, voluntarios de Abnegación, aunque hay uno de Erudición en una de las salas y otro de Osadía en otra para hacernos las pruebas a los de Abnegación, ya que las reglas especifican que no puede examinarnos un miembro de nuestra misma facción. Las reglas también dicen que no podemos prepararnos de ninguna manera para la prueba, así que no sé qué esperar. Dejo de mirar a Susan y observo las mesas de Osadía, al otro lado del comedor. Están riendo, gritando y jugando a las cartas. 17

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En otro grupo de mesas, los de Erudición charlan entre libros y periódicos, en su búsqueda constante de conocimiento. Un grupo de chicas de Cordialidad vestidas de amarillo y rojo están sentadas en círculo sobre el suelo del comedor, en pleno juego de palmadas que va acompañado por una canción con rima. Cada pocos minutos oigo un coro de risas cuando eliminan a alguien, que tiene que sentarse en el centro del círculo. En la mesa de al lado, los chicos de Verdad hacen grandes gestos con las manos; parecen discutir, pero no debe ser nada serio, ya que algunos siguen sonriendo. En la mesa de Abnegación permanecemos sentados y esperamos. Las costumbres de la facción dictan que estemos todos tranquilos y sin hacer nada, y que dejemos a un lado las preferencias individuales. Dudo que todos los de Erudición quieran estudiar constantemente o que todos los de Verdad disfruten de un debate animado, pero, al igual que me pasa a mí, no pueden desafiar las normas de sus facciones. Llaman a Caleb en el siguiente grupo. Él avanza con confianza hacia la salida. No tengo que desearle buena suerte ni que asegurarle que no hay por qué ponerse nervioso. Él es consciente de cuál es su lugar y, por lo que yo sé, siempre ha sido así. Mi primer recuerdo de él es de cuando teníamos cuatro años y me regañó por no darle mi cuerda de saltar en el patio a una niñita que no tenía nada con que jugar. Ya no suele darme sermones, aunque tengo grabada en la memoria su cara de desaprobación. He intentado explicarle que mis instintos no son como los suyos (a mí ni se me habría ocurrido ofrecer mi asiento al hombre de Verdad del autobús), pero no lo entiende. Siempre dice: 18

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«Tú haz lo que se supone que debes hacer». A él le resulta sencillo. A mí también debería resultármelo. Noto una punzada en el estómago. Cierro los ojos y los mantengo cerrados hasta que pasan diez minutos y Caleb regresa a la mesa. Está blanco como la cal; se pone a restregarse las piernas con las palmas de las manos, como hago yo cuando me limpio el sudor, y, cuando las vuelve a sacar, le tiemblan los dedos. Abro la boca para preguntarle algo, pero no me salen las palabras. No se me permite preguntarle por los resultados, y él no puede decírmelos. Un voluntario de Abnegación recita la siguiente ronda de nombres. Dos de Osadía, dos de Erudición, dos de Cordialidad, dos de Verdad y: —De Abnegación: Susan Black y Beatrice Prior. Me levanto porque se supone que tengo que hacerlo, aunque, de ser por mí, me habría quedado sentada el resto del día. Es como si tuviera una burbuja en el pecho que se dilatara por segundos y amenazara con romperme desde dentro. Sigo a Susan a la salida. Es muy probable que las personas junto a las que paso no sepan diferenciarnos, ya que llevamos la misma ropa y el pelo rubio cortado de la misma manera. La única diferencia es que Susan no tendrá ganas de vomitar y, por lo que veo, a ella no le tiemblan las manos tanto como para tener que disimularlo agarrándose el borde de la falda. Al otro lado de las puertas del comedor nos espera una fila de diez salas. Sólo se usan para las pruebas de aptitud, así que nunca he entrado en una de ellas. A diferencia del resto de au19

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las del instituto, están separadas por espejos, en vez de por cristal. Me contemplo, pálida y aterrada, al dirigirme a una de las puertas. Susan me sonríe con aire nervioso antes de entrar en la sala 5, y yo me meto en la 6, donde una mujer de Osadía me espera. No tiene un aspecto tan estricto como el de los jóvenes de su facción que he visto. Sus ojos son pequeños, oscuros y angulares, y lleva una chamarra negra (como las de los trajes de los hombres) y jeans. Hasta que se vuelve para cerrar la puerta me doy cuenta de que tiene un tatuaje en la nuca, un halcón blanco y negro con un ojo rojo. Si no me hubiera migrado el corazón a la garganta, le habría preguntado lo que significaba; debe significar algo. El interior de la habitación está forrado de espejos. Veo mi reflejo desde todos los ángulos: la tela gris que oscurece la forma de mi espalda, mi largo cuello, mis manos nudosas y enrojecidas. El techo brilla con una luz blanca. En el centro del cuarto hay un sillón con el respaldo abatido, como el de los dentistas, con una máquina al lado. Parece un lugar en el que ocurren cosas terribles. —No te preocupes —dice la mujer—, no duele. Su pelo es negro y liso, aunque, gracias a la luz, veo que tiene algunos mechones grises. —Siéntate y ponte cómoda. Me llamo Tori. Me siento con torpeza en el sillón y me recuesto. Las luces me hacen daño en los ojos. Tori se pone a manipular la máquina que tengo al lado, y yo intento concentrarme en ella y no en los cables que lleva en las manos. 20

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—¿Por qué un halcón? —pregunto cuando ella me coloca un electrodo en la frente. —Nunca había conocido a un abnegado curioso —responde, arqueando una ceja. Me estremezco y el vello de los brazos se me pone de punta. Mi curiosidad es un error, una traición a los valores de mi grupo. Mientras tararea un poco, me pone otro electrodo en la frente y explica: —En algunas partes del mundo antiguo, el halcón era el símbolo del sol. Cuando me hice esto supuse que, si llevaba el sol siempre conmigo, nunca temería la oscuridad. Intenté evitar preguntar otra cosa, pero no lo conseguí. —¿Te da miedo la oscuridad? —Me daba miedo la oscuridad —me corrige mientras se pone el siguiente electrodo en la frente y lo une a un cable; después se encoge de hombros—. Ahora me recuerda el miedo que he superado. Se pone detrás de mí. Aprieto los reposabrazos con tanta fuerza que mis nudillos dejan de estar rojos. Tori jala hacia ella algunos cables, me los pone, se los pone y los engancha a la máquina que tiene detrás. Después me da un frasco lleno de líquido transparente. —Bébete esto —me dice. —¿Qué es? —pregunto; noto la garganta hinchada y trago saliva con dificultad—. ¿Qué va a pasar? —No te lo puedo decir. Confía en mí. Consigo expulsar el aire de los pulmones y me echo en la boca el contenido del frasco. Cierro los ojos. 21

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Cuando los abro ha pasado sólo un instante, pero me encuentro en otro sitio. Estoy de nuevo en el comedor del instituto, aunque las largas mesas están vacías y a través de las ventanas veo que está nevando. En la mesa que tengo delante hay dos cestas: en una hay un trozo de queso y, en la otra, un cuchillo tan largo como mi antebrazo. Detrás de mí, una voz de mujer me dice: —Elige. —¿Por qué? —Elige —repite. Miro atrás, pero no hay nadie. Me vuelvo hacia las cestas. —¿Qué haré con ellas? —¡Elige! —me grita. Cuando me grita noto que el miedo desaparece y lo sustituye la tozudez. Frunzo el ceño y me cruzo de brazos. —Como prefieras —dice ella. Las cestas desaparecen, oigo el chirrido de una puerta y me volteo para ver quién es. Pero no es alguien, sino algo: un perro con un hocico alargado está a pocos metros de mí. Se agacha y avanza enseñándome los dientes; de lo más profundo de su garganta surge un gruñido, y entonces entiendo para qué me habría servido el queso. O el cuchillo. Sin embargo, ya es demasiado tarde. Pienso en correr, pero el perro será más rápido que yo. No puedo luchar con él y tirarlo al suelo. Se me acelera el corazón, tengo que decidirme. Si salto sobre una de las mesas y la uso de escudo... No, soy demasiado baja para saltar por encima y no tengo la fuerza suficiente para tirarla. 22

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El perro ladra y casi noto la vibración del sonido en el cráneo. Mi libro de Biología decía que los perros huelen el miedo por una sustancia química que segregan las glándulas humanas en momentos de tensión, la misma sustancia química que segrega la presa de un perro. Oler el miedo los impulsa a atacar. El perro se acerca más, oigo sus uñas arañar el suelo. No puedo correr, no puedo luchar, así que huelo el asqueroso aliento del perro e intento no pensar en lo que habrá comido. En sus ojos no hay blanco, solo un brillo negro. ¿Qué más sé sobre perros? No debería mirarlo a los ojos, es un signo de agresión. Recuerdo haber pedido a mi padre un perro cuando era pequeña, y ahora, mirando al suelo frente a las patas de uno, no recuerdo por qué. Se acerca más, sigue gruñendo. Si mirarlo a los ojos es un signo de agresión, ¿qué sería un signo de sumisión? Tengo la respiración alterada, aunque firme. Me pongo de rodillas. Lo que menos me apetece en el mundo es tumbarme en el suelo delante del perro (de modo que sus dientes estén a la altura de mi cara), pero es mi mejor opción, así que estiro las piernas detrás de mí y me apoyo en los codos. El perro se acerca más, cada vez más, hasta que noto su cálido aliento en el rostro. Me tiemblan los brazos. Me ladra en la oreja y aprieto los dientes para no gritar. Algo rasposo y húmedo me toca la mejilla. El perro deja de gruñir y, cuando levanto la cabeza para mirar, está jadeando: me ha lamido la cara. Frunzo el ceño y me siento sobre los talones, y el perro me pone las patas sobre las rodillas y me lame la barbilla. Hago una mueca, me limpio la saliva de la piel y me río. 23

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—En realidad no eres una bestia asesina, ¿eh? Me levanto poco a poco para no sobresaltarlo, pero parece un animal distinto al que se me había enfrentado unos segundos antes. Extiendo un brazo con cuidado, por si tengo que retirarlo rápidamente, y el perro me acaricia la mano con la cabeza. De repente me alegro mucho de no haber elegido el cuchillo. Parpadeo y, cuando abro los ojos, al otro lado del cuarto hay una niña con un vestido blanco. La niña extiende los dos brazos y grita: —¡Cachorrito! Mientras corre hacia el perro que tengo al lado, abro la boca para advertirle, pero es demasiado tarde: el perro se voltea y, en vez de gruñir, ladra y sus músculos se contraen como un muelle, listo para saltar. No me lo pienso, sólo reacciono: me lanzo sobre el perro y le rodeo el grueso cuello con los brazos. Me pego en la cabeza contra el suelo. El perro ha desaparecido, al igual que la niña. Estoy sola en la sala de la prueba, que se ha quedado vacía. Me doy la vuelta lentamente y no me veo en los espejos. Abro la puerta y salgo al pasillo, pero no es un pasillo, sino un autobús, y todos los asientos están ocupados. Me quedo en el pasillo y me agarro a una barra. Cerca de mí hay un hombre sentado leyendo el periódico. No le veo la cara por encima del periódico, aunque sí las manos, que están llenas de cicatrices, como si se las hubiera quemado, y se aferran al papel como si quisiera arrugarlo. —¿Conoces a este tipo? —pregunta, dando unos golpecitos en la portada del periódico; en el titular se lee: «¡Brutal asesino atrapado por fin!». 24

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Me quedo mirando la palabra «asesino». Hace mucho tiempo que no la leía, pero incluso su forma me aterroriza. En la fotografía, bajo el titular, se ve a un joven de cara normal con barba. Me da la impresión de que lo conozco, aunque no recuerdo de qué, y, a la vez, me da la impresión de que sería mala idea decírselo al hombre. —¿Y? —insiste, enfadado—. ¿Lo conoces? Una mala idea, no, una idea malísima. El corazón me late muy deprisa y me agarro a la barra para que no me tiemblen las manos y no delatarme. Si le digo que conozco al hombre del artículo, me sucederá algo horrible, pero puedo convencerlo de que no lo conozco. Puedo aclararme la garganta y encogerme de hombros, aunque eso sería mentir. Me aclaro la garganta. —¿Lo conoces? —repite. Me encojo de hombros. —¿Y? Me estremezco. Mi miedo es irracional; esto no es más que una prueba, no es real. —No —respondo, como si nada—. No tengo ni idea de quién es. Se levanta y por fin le veo la cara: lleva gafas de sol oscuras y tuerce la boca como si gruñera. Tiene la mejilla repleta de cicatrices, como las manos. Se inclina sobre mí, cerca de mi cara, y el aliento le huele a cigarrillos. «No es real —me recuerdo—. No es real.» —Mientes —dice—. ¡Estás mintiendo! —No. 25

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—Te lo veo en los ojos. —No puedes —respondo, poniéndome más derecha. —Si lo conoces podrías salvarme —insiste en voz baja—. ¡Podrías salvarme! —Bueno —respondo, decidida, y entrecierro los ojos—, pues no lo conozco.

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Título original: Insurgent Autora: Veronica Roth © del texto, Veronica Roth, 2012 Publicado por acuerdo con HarperCollins Children’s Book, una división de HarperCollins Publishers © de la traducción, Pilar Ramírez Tello, 2012 Diseño portada: Compañía © 2012, RBA Libros, S.A. Avenida Diagonal, 189, 08018 Barcelona www.rbalibros.com / rba-libros@rba.es © de esta edición, Editorial Océano de México, S.A. de C.V., 2013 Boulevard Manuel Ávila Camacho 76, 10° piso, Col. Lomas de Chapultepec 11000, México, D.F. www.oceano.mx info@oceano.com.mx ISBN: 978-607-400-983-5 Todos los derechos reservados. Ninguna parte de este libro puede ser reproducida, almacenada en soporte informático o transmitida por medio alguno mecánico o electrónico, fotocopiada, grabada, ni difundida por cualquier otro procedimiento, sin autorización escrita del editor. Impreso en España / Printed in Spain

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A Nelson, que se merecía todos los riesgos.

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La verdad es tan poderosa como un animal salvaje e, igual que éste, no puede permanecer enjaulada. —Del manifiesto de la facción de Verdad.

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CAPÍTULO UNO

Despierto con su nombre en los labios. Will. Antes de abrir los ojos, lo veo derrumbarse de nuevo sobre la acera. Muerto. Obra mía. Tobias está agachado frente a mí, con una mano apoyada sobre mi hombro izquierdo. El tren salta sobre los rieles, y Mar­ cus, Peter y Caleb se encuentran junto a la puerta. Respiro pro­ fundamente y contengo el aliento para intentar liberar parte de la presión que se me acumula en el pecho. Hace una hora, nada de lo ocurrido me parecía real. Ahora, sí. Dejo escapar el aire, aunque la presión sigue ahí. —Tris, vamos —dice Tobias, buscando mi mirada—, tene­ mos que saltar. La oscuridad nos impide ver dónde nos encontramos, pero, si nos bajamos, será porque estaremos cerca de la valla. Tobias me ayuda a ponerme en pie y me guía a la puerta. Los otros saltan de uno en uno: primero Peter, después Mar­ cus y luego Caleb. Le doy la mano a Tobias. Se levanta más 11

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viento cuando nos ponemos al borde del tren, como si una mano me empujara hacia el interior, hacia la seguridad. Sin embargo, nos lanzamos a la oscuridad y nos damos un buen golpe al aterrizar en el suelo. Noto el impacto en la herida de bala del hombro y me muerdo el labio para no gritar mientras busco con la mirada a mi hermano. —¿Bien? —pregunto cuando lo veo sentado en la hierba, a pocos metros de mí, restregándose la rodilla. Él asiente con la cabeza, aunque lo oigo sorberse los mocos, como si intentara reprimir las lágrimas, y no me queda más re­ medio que mirar hacia otro lado. Hemos aterrizado en la hierba cercana a la valla, a varios me­ tros del desgastado camino que recorren los camiones de Cor­ dialidad para repartir comida a la ciudad y de la puerta que los deja salir..., la puerta que está cerrada en estos momentos, impi­ diéndonos entrar. La valla se yergue ante nosotros, demasiado alta y flexible para treparla, demasiado resistente para derribarla. —Se supone que debería haber guardias de Osadía —co­ menta Marcus—. ¿Dónde están? —Seguramente estaban en la simulación —dice Tobias—. Y ahora están... —empieza, pero hace una pausa—. Quién sabe dónde haciendo quién sabe qué. Detuvimos la simulación (me lo recuerda el peso del disco duro que llevo en el bolsillo de atrás), pero no nos paramos a ver los resultados. ¿Qué ha pasado con nuestros amigos, nuestros colegas, nuestros líderes y nuestras facciones? No hay forma de saberlo. Tobias se acerca a una cajita metálica situada en el lateral de la puerta, la abre y deja al descubierto un teclado numérico. 12

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—Esperemos que a los eruditos no se les ocurriera cambiar la configuración —dice mientras teclea una serie de números; se detiene en el octavo, y la puerta se abre. —¿Cómo sabías eso? —pregunta Caleb; se le nota tal emo­ ción en la voz que me sorprende que no se ahogue al decirlo. —Trabajaba en la sala de control de Osadía, supervisando el sistema de seguridad. Sólo cambiamos los códigos dos veces al año —explica Tobias. —Qué suerte —dice Caleb, mirándolo con recelo. —La suerte no tiene nada que ver con esto. Sólo trabajaba allí porque quería asegurarme de poder salir. Me estremezco. Habla de salir como si pensara que estamos atrapados. Nunca se me había ocurrido analizarlo desde ese pun­ to de vista, y ahora me siento tonta. Caminamos muy juntos, Peter con el brazo ensangrentado pegado al pecho (el brazo en el que le pegué un tiro) y Marcus con la mano en el hombro de Peter para ayudarlo a mantener el equilibrio. Caleb se seca las mejillas cada pocos segundos, y sé que está llorando, aunque no sé cómo consolarlo; ni siquiera sé si yo también lloro. En vez de acercarme a él, lidero la marcha con Tobias a mi lado y, aunque no me toca, su presencia me mantiene firme.

Los primeros indicios de que nos acercamos a la sede de Cordia­ lidad son unos puntitos de luz. Después se transforman en cua­ drados de luz que, a su vez, pasan a ser ventanas iluminadas: un grupo de edificios de madera y cristal. 13

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Antes de llegar, tenemos que atravesar un huerto. Se me hun­ den los pies en el suelo, y las ramas se montan unas sobre otras formando una especie de túnel por encima de mi cabeza. Unos frutos oscuros cuelgan entre las hojas, listos para caer. El olor acre y dulce de las manzanas pasadas se mezcla con el aroma de la tierra mojada. Cuando nos acercamos, Marcus se aparta de Peter y se pone delante. —Sé adónde ir —afirma. Dejamos atrás el primer edificio y vamos hacia el segundo por la izquierda. Todos los edificios, salvo los invernaderos, es­ tán construidos con la misma madera oscura sin pintar, basta. Oigo risas a través de una ventana abierta. El contraste entre las risas y el silencio pétreo de mi interior es inmenso. Marcus abre una de las puertas. Me habría sorprendido la falta de seguridad de no encontrarnos en la sede de Cordialidad; a menudo cruzan la línea entre la confianza y la estupidez. En este edificio está todo en silencio, salvo los chirridos de nuestros zapatos. Ya no oigo llorar a Caleb, pero tampoco es que antes hiciera mucho ruido. Marcus se detiene delante de un cuarto abierto, donde Jo­ hanna Reyes, representante de Cordialidad, está sentada, miran­ do por la ventana. La reconozco porque es difícil olvidar su cara, así la hayas visto una o mil veces. Una gruesa cicatriz le recorre la cara desde encima de la ceja derecha hasta los labios; por culpa de ella está ciega de un ojo y cecea un poco al hablar. Sólo la he oído hacerlo una vez, pero me acuerdo. Habría sido una mujer preciosa, de no ser por la cicatriz. 14

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—Oh, gracias a Dios —dice cuando ve a Marcus; camina hacia él con los brazos abiertos, pero, en vez de abrazarlo, le toca los hombros, como si recordara que los abnegados no aprecian mucho el contacto físico—. Los otros miembros de su grupo llegaron hace unas horas, pero no sabían si lo habrían conseguido —explica. Se refiere al grupo de Abnegación que estaba con mi padre y Marcus en el refugio. Ni siquiera se me había ocurrido preocuparme por ellos. Johanna mira más allá de Marcus, primero a Tobias y a Caleb, después a Peter y a mí. —Oh, no —dice al detener la mirada en la sangre que empapa la camiseta de Peter—. Iré por un médico. Puedo darles permiso para pasar la noche aquí, aunque mañana habrá que reunir a la comunidad para tomar una decisión conjunta. Y... —añade, mirándonos a Tobias y a mí— seguramente no les entusiasmará la presencia de osados en nuestro complejo. Por supuesto, les pido que entreguen las armas que lleven encima. De repente, me pregunto cómo sabe que soy osada. Todavía tengo puesta una camisa gris. La camisa de mi padre. En ese momento me llega el olor de mi padre, que es una mezcla de jabón y sudor a partes iguales; su recuerdo me llena, me inunda. Aprieto los puños con tanta fuerza que me clavo las uñas. Aquí no, aquí no, me repito. Tobias entrega su pistola, pero cuando me llevo la mano a la espalda para sacar la que llevo oculta, me coge la mano para apartármela y entrelaza sus dedos con los míos, ocultando lo que acaba de hacer. 15

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Sé que lo más inteligente es quedarnos con una de las pisto­ las, aunque me habría aliviado entregarla. —Me llamo Johanna Reyes —se presenta, ofreciéndonos la mano a Tobias y a mí, un saludo de Osadía; me impresionan sus conocimientos sobre las costumbres de las demás facciones, siem­ pre se me olvida lo considerados que son los cordiales hasta que lo veo en persona. —Éste es T... —empieza Marcus, pero Tobias lo interrumpe. —Me llamo Cuatro —dice—. Estos son Tris, Caleb y Peter. Hace unos días, yo era la única osada que conocía su verda­ dero nombre; me había entregado esa parte de él. Una vez fuera de Osadía, recuerdo por qué ocultó ese nombre al mundo: por­ que lo unía a Marcus. —Bienvenidos al complejo de Osadía —nos saluda Johanna, mirándome fijamente con una sonrisa torcida—. Permitan que nos ocupemos de ustedes.

Y eso hacemos. Una enfermera de Cordialidad me da un un­ güento (desarrollado por los eruditos para acelerar la curación) y me recomienda que me lo ponga en el hombro; después acom­ paña a Peter a la zona de hospital para mirarle el brazo. Johanna nos lleva a la cafetería, donde nos encontramos con algunos de los abnegados que estaban en el refugio con Caleb y mi padre. Susan está aquí, y también algunos de nuestros antiguos vecinos, además de unas cuantas filas de mesas de madera tan largas como la misma habitación. Todos nos saludan (sobre todo a Marcus) con lágrimas contenidas y sonrisas reprimidas. 16

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Me aferro al brazo de Tobias; flaqueo bajo el peso de los miembros de la facción de mis padres, de sus vidas, de sus lágri­ mas. Uno de los abnegados me pone una taza de líquido humean­ te bajo la nariz y dice: —Bébete esto, te ayudará a dormir, igual que nos ayudó a algunos de nosotros. Sin sueños. El líquido es rojo rosáceo, como las fresas. Acepto la taza y me lo bebo rápidamente. Por unos segundos, el calor del líquido me hace sentir llena de nuevo. Al apurar las últimas gotas, me relajo. Alguien me conduce por el pasillo hasta una habitación con una cama. Y ya está.

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CAPÍTULO DOS

Abro los ojos, aterrada, aferrada a las sábanas. Pero no estoy corrien­ do por las calles de la ciudad ni por los pasillos de la sede de Osa­ día, sino que me encuentro en una cama de la sede de Cordiali­ dad y el aire huele a serrín. Me muevo y hago una mueca cuando algo se me clava en la espalda. Me llevo la mano a la espalda y rodeo la culata de la pis­ tola con los dedos. Veo a Will frente a mí durante un segundo, veo nuestras ar­ mas entre nosotros (la mano, podría haberle disparado en la mano, ¿por qué no lo hice, por qué?) y estoy a punto de gritar su nombre. Entonces, desaparece. Salgo de la cama, levanto el colchón con una mano y me lo apoyo en una rodilla para mantenerlo ahí. Después meto la pis­ tola debajo y dejo que el colchón la oculte. Una vez fuera de mi vista y lejos de mi piel, pienso con mayor claridad. Como ya no cuento con el subidón de adrenalina de ayer y el efecto del líquido para dormir ya ha pasado, el hombro me duele mucho y me punza. Llevo la misma ropa que anoche. El 18

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pico del disco duro asoma bajo mi almohada, donde lo metí justo antes de dormirme. En él se encuentran los datos de la si­ mulación que controló a Osadía, así como la grabación de lo que hicieron los eruditos. Es tan importante que ni siquiera me atrevo a tocarlo, aunque tampoco puedo dejarlo ahí, así que lo saco y lo meto entre el tocador y la pared. Parte de mí piensa que sería buena idea destruirlo, pero sé que contiene la única grabación de la muerte de mis padres, así que me conformaré con mantenerlo escondido. Alguien llama a la puerta. Me siento en el borde de la cama e intento peinarme con las manos. —Adelante —digo. La puerta se abre y Tobias entra a medias, dejando medio cuerpo fuera. Lleva los mismos vaqueros que ayer, aunque con una camiseta rojo oscuro, en vez de negra; seguramente se la ha prestado un cordial. En él resulta un color extraño, demasiado brillante, pero cuando echa la cabeza atrás para apoyarla en el marco de la puerta, veo que así el azul de sus ojos parece más claro. —Cordialidad se reúne dentro de media hora —anuncia, ar­ queando las cejas mientras añade, con una pizca de melodra­ ma—: Para decidir cuál será nuestro destino. —Jamás habría pensado que mi destino estaría en manos de un puñado de cordiales. —Ni yo. Ah, te he traído una cosa —dice, y desenrosca el tapón de una botellita para sacar un cuentagotas lleno de líquido transparente—. Es para el dolor. Tómate el contenido de un cuentagotas cada seis horas. 19

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—Gracias. Aprieto el cuentagotas y el líquido me cae en el fondo de la garganta. La medicina sabe a limón rancio. —¿Cómo te encuentras, Beatrice? —pregunta tras meter el pulgar en la presilla del cinturón. —¿Me acabas de llamar Beatrice? —Se me ha ocurrido probar —responde, sonriendo—. ¿No te parece bien? —Puede que en ocasiones especiales. En los días de la Inicia­ ción, los días de la Elección... Hago una pausa, estaba a punto de añadir unas cuantas fiestas más, pero sólo las celebran los abnegados. Supongo que los osa­ dos tienen sus propias fiestas, pero no las conozco y, de todos modos, la idea de celebrar algo en estos momentos resulta tan ridícula que no sigo hablando. —Trato hecho —responde, y pierde la sonrisa—. ¿Cómo te encuentras, Tris? No es una pregunta extraña, teniendo en cuenta lo que he­ mos pasado, pero me tenso cuando me la hace, temiendo que me lea los pensamientos de algún modo. Todavía no le he con­ tado lo de Will. Aunque quiero hacerlo, no sé cómo. El mero hecho de pensar en decirlo en voz alta hace que me hunda tan­ to como para atravesar los tablones del suelo. —Estoy... —empiezo, y sacudo la cabeza unas cuantas ve­ ces—. No lo sé, Cuatro, estoy despierta. Estoy... Sigo sacudiendo la cabeza. Él me acaricia la mejilla y ancla un dedo tras mi oreja. Después se agacha y me besa, consiguiendo que un dolor cálido me recorra el cuerpo. Le rodeo el brazo 20

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con las manos para mantenerlo junto a mí el mayor tiempo po­ sible. Cuando me toca, no noto tanto el vacío en el pecho y en el estómago. No tengo que decírselo, puedo limitarme a intentar olvidar­ lo..., él me ayudará a olvidar. —Lo sé —me responde—. Lo siento, no debería haber pre­ guntado. Por un instante sólo puedo pensar: «¿Y cómo vas a saberlo tú?». Sin embargo, algo en su rostro me recuerda que sí sabe algo sobre la pérdida. Perdió a su madre de niño. No recuerdo cómo murió, pero sí que asistimos al funeral. De repente lo recuerdo agarrado a las cortinas de su salón, con unos nueve años, vestido de gris y con los ojos cerrados. La imagen es efímera y la podría estar inventando en vez de recor­ dando. Me suelta. —Te dejo sola para que te prepares.

El baño de mujeres está dos puertas más allá. El suelo es de bal­ dosas marrón oscuro, y todas las duchas tienen paredes de ma­ dera y unas cortinas de plástico que las separan del pasillo prin­ cipal. Un cartel en la pared de atrás dice: «Recuerden: para conservar nuestros recursos, las duchas sólo funcionan durante cinco minutos seguidos». El chorro de agua es tan frío que no querría cinco minutos más, aunque los tuviera. Me lavo rápidamente con la mano iz­ quierda y dejo la derecha colgando. La medicina contra el dolor 21

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que me dio Tobias me ha hecho efecto muy deprisa: en el hom­ bro ya sólo siento una que otra punzada. Cuando salgo de la ducha veo que me han dejado una pila de ropa en la cama. Hay prendas amarillas y rojas, de Cordialidad, y algunas grises, de Abnegación, colores que no suelo ver juntos. A decir verdad, diría que me las ha traído uno de los abnegados. Es la clase de cosas que se les suelen ocurrir. Me pongo unos pantalones rojo oscuro de mezclilla (tan lar­ gos que tengo que darles tres vueltas) y una camisa gris de Ab­ negación que me queda demasiado grande. Las mangas me lle­ gan hasta las puntas de los dedos, así que también me las remango. Me duele cuando muevo la mano derecha, por lo que mis movimientos son pequeños y lentos. Alguien llama a la puerta. —¿Beatrice? —pregunta la suave voz de Susan. Le abro la puerta. Me deja en la cama la bandeja de comida que lleva. Busco en su expresión una señal de lo que ha perdi­ do (su padre, un líder de Abnegación, no sobrevivió al ataque), pero sólo veo la plácida determinación que caracteriza a los ab­ negados. —Lamento que la ropa no te sirva —comenta—. Seguro que podemos encontrarte algo mejor si los cordiales permiten que nos quedemos. —Están bien, gracias. —He oído que te dispararon. ¿Necesitas ayuda con el pelo? ¿Con los zapatos? Estoy a punto de negarme, pero lo cierto es que necesito ayuda. 22

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—Sí, gracias. Me siento en un taburete frente al espejo, y ella se coloca detrás de mí con la vista fija en la tarea entre manos y no en su reflejo. No levanta la mirada ni un instante mientras me peina, y tampoco pregunta por mi hombro, ni por cómo me dispararon, ni qué pasó cuando salí del refugio de Abnegación para detener la simulación. Me da la impresión de que si pu­ diera pelarla capa a capa, descubriría que es abnegada hasta la médula. —¿Has visto ya a Robert? —pregunto; su hermano, Robert, eligió Cordialidad cuando yo escogí Osadía, así que debe estar en algún lugar de este complejo. Me pregunto si su reencuentro será como el de Caleb y yo. —Brevemente, anoche —responde—. Lo dejé para que llo­ rara su pena con los suyos mientras yo lo hago con los nuestros. Aunque ha sido agradable volver a verlo. Su tono es tan irrevocable que me deja claro que el tema está cerrado. —Es una pena que esto haya pasado ahora —comenta—. Nuestros líderes estaban a punto de hacer algo maravilloso. —¿Ah, sí? ¿Qué? —No lo sé —responde Susan, ruborizándose—. Sólo sé que estaba pasando algo. No pretendía ser curiosa; es que me daba cuenta de algunas cosas. —No te culparía por ser curiosa, ni siquiera aunque fuera cierto. Ella asiente con la cabeza y sigue peinando. Me pregunto qué estaban haciendo los líderes abnegados, mi padre incluido, y me 23

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maravilla la hipótesis de Susan de que, fuera lo que fuese, sería ma­ ravilloso. Ojalá yo volviera a creer así en los demás. Si es que lo he hecho alguna vez. —Los osados lo llevan suelto, ¿no? —pregunta. —A veces, ¿sabes trenzarlo? Así que sus hábiles dedos recogen mis mechones en una tren­ za que me hace cosquillas en la espalda. Me quedo mirando fija­ mente mi reflejo hasta que termina. Le doy las gracias, y ella se marcha con una diminuta sonrisa en los labios y cierra la puerta al salir. Me quedo mirando el reflejo, pero ya no me veo. Todavía noto sus dedos en la nuca, tan parecidos a los de mi madre en la última mañana que pasé con ella. Con los ojos llenos de lágri­ mas, me balanceo en el taburete, adelante y atrás, intentando qui­ tarme el recuerdo de la cabeza. Si empiezo a llorar, temo no ser capaz de parar nunca y acabar reseca como una pasa. Veo un costurero sobre el tocador; dentro hay hilo de dos colores, rojo y amarillo, y unas tijeras. Me deshago la trenza tranquilamente y me vuelvo a peinar. Después divido la melena por la mitad y me aseguro de que esté lisa y plana. Me corto el pelo a la altura de la barbilla. ¿Cómo voy a parecer la misma si ella ya no está y todo es distinto? No puedo. Lo corto lo más recto posible, guiándome por la mandíbula. Lo más complicado es la parte de atrás, ya que no la veo muy bien, así que hago lo que puedo al tacto. Los mechones rubios forman un semicírculo en el suelo, a mi alrededor. Salgo del dormitorio sin volver a mirarme en el espejo. 24

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Más tarde, cuando Tobias y Caleb van a buscarme, se me que­ dan mirando como si no fuese la misma persona de ayer. —Te has cortado el pelo —dice Caleb, arqueando las cejas. Es muy erudito por su parte ceñirse a los hechos en plena conmoción. Lleva el pelo de punta por un lado, el que estaba apoyado en la almohada, y tiene los ojos inyectados en sangre. —Sí —respondo—. Hace demasiado... calor para llevar el pelo largo. —Me parece bien. Recorremos juntos el pasillo. Los tablones del suelo crujen bajo nosotros, y echo de menos el eco de mis pisadas en el com­ plejo de Osadía; echo de menos el fresco aire subterráneo; pero, sobre todo, echo de menos los temores de las últimas semanas, que se quedan pequeños comparados con mis temo­ res actuales. Salimos del edificio. El aire del exterior me oprime como una almohada, me ahoga; huele a verde, igual que una hoja cuando la partes por la mitad. —¿Todo el mundo sabe que eres hijo de Marcus? —pregun­ ta Caleb—. En Abnegación, me refiero. —No, que yo sepa —responde Tobias, mirándolo—. Y te agradecería que no lo mencionaras. —No hace falta que lo mencione, cualquiera con ojos se dará cuenta —dice Caleb, frunciendo el ceño—. ¿Cuántos años tie­ nes, por cierto? —Dieciocho. —¿Y no te parece que eres demasiado mayor para estar con mi hermana pequeña? 25

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—No es tu «pequeña» nada —dice Tobias tras soltar una carcajada. —Déjenlo los dos —los regaño. Una multitud vestida de amarillo camina delante de nosotros hacia un edificio chato y ancho de cristal. La luz del sol se refle­ ja en las paredes y me hace daño en los ojos, así que me protejo la cara con la mano y sigo caminando. Las puertas del edificio están abiertas de par en par. Por todo el borde del invernadero circular crecen las plantas y los árboles en artesas con agua o pequeños estanques. Las docenas de venti­ ladores colocados por la sala sólo sirven para mover el aire ca­ liente de un lado a otro, y yo ya estoy sudando. Sin embargo, se me olvida cuando se dispersa un poco la multitud que tengo delante y veo el resto de la sala. En el centro crece un árbol enorme. Sus ramas se extienden por encima de casi todo el invernadero, y las raíces salen del sue­ lo formando una densa red de corteza. En los espacios entre las raíces no veo tierra, sino agua, y barras de metal que las mantie­ nen en su sitio. No debería sorprenderme: los cordiales dedican sus vidas a lograr proezas agrícolas como ésta con la ayuda de la tecnología de Erudición. De pie en un grupo de raíces está Johanna Reyes, con el pelo sobre la mitad marcada de su rostro. En Historia de las Facciones aprendí que los cordiales no reconocen a ningún líder oficial, sino que lo votan todo y el resultado suele ser prácticamente unánime. Son como varias partes de una sola mente, y Johanna es su portavoz. Los cordiales se sientan en el suelo, casi todos con las piernas 26

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cruzadas, formando grupitos que me recuerdan vagamente a las raíces del árbol. Los abnegados se sientan en apretadas filas a unos cuantos metros a mi izquierda. Los examino durante unos segundos hasta que me doy cuenta de lo que busco: a mis pa­ dres. Trago saliva como puedo e intento olvidar. Tobias me pone la mano en la parte baja de la espalda para guiarme al borde del espacio de reunión, detrás de los abnegados. Antes de sentarnos, me pone los labios cerca de la oreja y dice: —Me gusta tu pelo nuevo. Consigo esbozar una sonrisita para él y me apoyo en su cuer­ po cuando me siento, con un brazo contra el suyo. Johanna levanta una mano e inclina la cabeza. Las conversa­ ciones cesan en un abrir y cerrar de ojos. Todos los cordiales que me rodean guardan silencio, algunos con los ojos cerrados, otros moviendo los labios para formar palabras que no oigo y otros con la vista fija en un punto lejano. Cada segundo me desgasta. Cuando Johanna por fin levanta la cabeza, estoy deshecha. —Hoy tenemos ante nosotros una pregunta urgente —dice—, como personas que persiguen la paz, ¿cómo nos comportaremos en esta época de conflicto? Todos los cordiales de la sala se vuelven hacia la persona que tienen al lado y empiezan a hablar. —Pero, ¿así cómo van a hacer algo? —pregunto al ver que pasan los minutos de cháchara. —No les preocupa la eficiencia —dice Tobias—. Les preocu­ pa el consenso. Mira. 27

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Dos mujeres con vestidos amarillos que están sentadas cerca de mí, se levantan y se unen a un trío de hombres. Un joven se mueve para que su circulito se convierta en un gran círculo, uniéndolo al grupo que tiene al lado. Por todas partes, los gru­ pos pequeños crecen y se amplían, y cada vez se oyen menos voces en la sala, hasta que sólo quedan tres o cuatro. Sólo me llegan fragmentos de conversaciones: «Paz», «Osadía», «Erudi­ ción», «refugio», «implicación»... —Esto es muy raro —comento. —A mí me parece precioso —responde él, y le echo una mirada—. ¿Qué? —pregunta, riéndose un poco—. Todos par­ ticipan por igual en su gobierno; todos se sienten igual de res­ ponsables. Y eso hace que se preocupen, que sean amables. Creo que es precioso. —A mí me parece insostenible. Sí, funciona en Cordiali­ dad, pero ¿qué pasa si no todo el mundo quiere tocar el banjo y cultivar? ¿Y si alguien hace algo terrible y no se soluciona hablando? —Supongo que estamos a punto de averiguarlo —responde, encogiéndose de hombros. Al final, una persona de cada uno de los grupos se levanta y se acerca a Johanna, caminando con cuidado entre las raíces del gran árbol. Aunque esperaba que se dirigieran al resto de no­ sotros, lo que hacen es formar un círculo con Johanna y los demás portavoces, y ponerse a hablar en voz baja. Empieza a darme la sensación de que nunca me enteraré de lo que están diciendo. —No nos van a permitir discutirlo con ellos, ¿verdad? 28

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—Lo dudo —responde Tobias. Estamos acabados. Una vez que todos han informado, se sientan de nuevo y dejan a Johanna sola en el centro de la sala. Se vuelve hacia no­ sotros y cruza las manos delante de ella. ¿Adónde iremos cuando nos echen? ¿De vuelta a la ciudad, donde nadie está a salvo? —Nuestra facción ha mantenido una relación muy estrecha con Erudición desde que tenemos memoria. Nos necesitamos la una a la otra para sobrevivir y siempre hemos cooperado —dice Johanna—. Sin embargo, también hemos mantenido estrechos vínculos con Abnegación, y no nos parece bien retirar la mano tendida desde hace tanto tiempo. Su voz es dulce como la miel y también se mueve como la miel, lentamente y con cuidado. Me seco el sudor de la frente con el dorso de la mano. —Creemos que la única forma de conservar nuestras relacio­ nes con ambas facciones es ser imparciales y no involucrarnos —sigue explicando—. Por tanto, aunque sean bienvenidos, su presencia aquí complica la situación. «Allá vamos», pienso. —Hemos llegado a la conclusión de que convertiremos nuestra sede en un refugio para miembros de todas las facciones, con una serie de condiciones. La primera es que no se permitirá ningún tipo de arma dentro del complejo. La segunda es que si surge algún conflicto serio, ya sea verbal o físico, se invitará a todas las partes implicadas a marcharse. La tercera es que no se podrá hablar del conflicto, ni siquiera en privado, dentro de los confines del complejo. Y la cuarta es que todo aquél que se 29

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quede debe contribuir con su trabajo al bienestar de este entor­ no. Informaremos de todo esto a Erudición, Verdad y Osadía en cuanto podamos —concluye; entonces clava la mirada en To­ bias y en mí—. Pueden quedarse si y sólo si cumplen nuestras normas. La decisión es suya. Pienso en la pistola que escondo bajo el colchón, y en la tensión entre Peter y yo, y entre Tobias y Marcus, y se me seca la boca. No se me da bien evitar los conflictos. —No podremos quedarnos mucho tiempo —le digo a To­ bias entre dientes. Hace un momento seguía sonriendo débilmente, pero ha pa­ sado de la sonrisa al ceño fruncido. —No, es verdad.

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Veronica Roth Traducci贸n de Pilar Ram铆rez Tello

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Título original: Allegiant Autora: Veronica Roth © Veronica Roth, 2013 Publicado por acuerdo con HarperCollins Children’s Book, una división de HarperCollins Publishers © de la traducción, Pilar Ramírez Tello, 2014 Diseño de la portada original: Joel Tippie © del símbolo de la cubierta: Rhythm & Hues Desing, 2012 Adaptación de la cubierta: Auradigit © 2014, RBA libros, S.A. Avenida Diagonal, 189, 08018 Barcelona www.rbalibros.com / rba-libros@rba.es D.R. de esta edición, Editorial Océano de México, S.A. de C.V., 2014 Boulevard Manuel Ávila Camacho 76, piso 10, Col. Lomas de Chapultepec Miguel Hidalgo, C.P. 11000, México, D.F. www.oceano.mx info@oceano.com.mx Primera edición, enero 2014 ISBN: 978-607-735-304-1 Todos los derechos reservados. Ninguna parte de este libro puede ser reproducida, almacenada en soporte informático o transmitida por medio alguno mecánico o electrónico, fotocopiada, grabada, ni difundida por cualquier otro procedimiento, sin autorización escrita del editor. Impreso en México / Printed in Mexico

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Para Jo, mi guĂ­a y mi apoyo.

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Toda pregunta que pueda responderse debe responderse o, al menos, analizarse. Es necesario enfrentarse a los procesos mentales ilógicos cuando se presenten. Las respuestas incorrectas deben corregirse. Las respuestas correctas deben afirmarse. —Del manifiesto de Erudición.

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CAPÍTULO UNO TRIS No paro de dar vueltas por nuestra celda de la sede de Erudición mientras sus palabras me resuenan en la cabeza: “Mi nombre será Edith Prior, y hay muchas cosas que estoy deseando olvidar”. —Entonces ¿no la habías visto nunca? ¿Ni siquiera en foto? —me pregunta Christina, que tiene la pierna herida apoyada en una almohada. Recibió el disparo durante nuestro desesperado intento de revelar el video de Edith Prior a la ciudad. En aquel momento no teníamos ni idea de lo que habría en él, ni de que haría temblar los cimientos de nuestra sociedad, de las facciones, de nuestras identidades. —¿Es tu abuela, tu tía o qué? —sigue preguntando. —Ya te he dicho que no —respondo, volviéndome al llegar a la pared—. Prior es... era el apellido de mi padre, así que tendría que ser alguien de su familia. Pero Edith es un nombre de Abnegación, y los parientes de mi padre tenían que ser de Erudición, así que... —Así que debe de ser mayor —concluyó Cara por mí, re11

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costando la cabeza en la pared. Desde este ángulo se parece mucho a su hermano Will, mi amigo, el que maté de un tiro. Después se endereza, y el fantasma de Will desaparece—. De hace unas cuantas generaciones. Una antepasada. —Antepasada. La palabra me suena a viejo, como un ladrillo que se desmorona. Toco una pared de la celda al darme la vuelta: el panel es blanco y frío. Mi antepasada, y ésta es la herencia que me ha dejado: libertad de las facciones y el conocimiento de que mi identidad como divergente es más importante de lo que imaginaba. Mi existencia es una señal que nos indica que tenemos que abandonar esta ciudad y ofrecer nuestra ayuda a quien haya ahí fuera. —Quiero saberlo —dice Cara, pasándose la mano por el rostro—. Necesito saber cuánto tiempo llevamos aquí. ¿Podrías dejar de moverte un minuto? Me detengo en el centro de la celda y la miro con las cejas arqueadas. —Lo siento —masculla. —No pasa nada —dice Christina—. Llevamos demasiado tiempo aquí dentro. Hace días que Evelyn controló el caos del vestíbulo de la sede de Erudición dando un par de órdenes y encerró a todos los prisioneros en las celdas de la tercera planta. Una mujer sin facción apareció para curarnos las heridas y distribuir analgésicos, y hemos comido y nos hemos bañado varias veces, pero nadie nos ha dicho qué está pasando fuera. A pesar de que lo hemos preguntado con insistencia. 12

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—Suponía que Tobias vendría a vernos —comento, dejándome caer en el borde de mi catre—. ¿Dónde está? —A lo mejor todavía está enfadado porque le mentiste y trabajaste con su padre a sus espaldas —responde Cara. Le lanzo una mirada asesina. —Cuatro no sería tan mezquino —asegura Christina, no sé si para regañar a Cara o para consolarme—. Seguro que algo le impide venir. Te pidió que confiaras en él. En medio del caos, mientras todos gritaban y los abandonados intentaban empujarnos hacia las escaleras, me enganché al dobladillo de su camisa para no perderlo. Él me agarró de las muñecas, me apartó y me dijo: “Confía en mí. Ve adonde te digan”. —Eso intento —respondo. Y es cierto, intento confiar en él, pero todo mi cuerpo, cada fibra de mi ser, me pide liberarme, no sólo de esta celda, sino de la prisión de la ciudad que espera al otro lado. Necesito ver qué hay detrás de la valla.

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CAPÍTULO DOS TOBIAS No soy capaz de recorrer estos pasillos sin recordar los días que pasé aquí prisionero, descalzo, sintiendo un dolor punzante cada vez que me movía. Y con ese recuerdo llega otro, el de esperar a que mataran a Beatrice Prior, el de mis puños contra la puerta, el de sus piernas sobre los brazos de Peter cuando me dijo que sólo estaba drogada. Odio este lugar. No está tan limpio como cuando era el complejo de Erudición; ahora se notan los estragos de la guerra, los orificios de bala en las paredes y los vidrios rotos de las bombillas destrozadas por todas partes. Camino sobre huellas sucias y bajo luces parpadeantes hasta llegar a su celda, y me permiten entrar sin hacer preguntas porque llevo el símbolo de los abandonados (un círculo vacío) en una banda negra que me rodea el brazo, además de parecerme mucho a Evelyn. Tobias Eaton era un nombre del que avergonzarse, pero ahora es poderoso. Tris está acuclillada en el suelo, hombro con hombro con Christina y en diagonal a Cara. Mi Tris debería parecer pálida y 14

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pequeña (alfi n y al cabo, es pálida y pequeña), pero nada más lejos de la realidad: ella sola llena toda la habitación. Sus ojos redondos encuentran los míos, y se pone de pie de un salto para rodearme con fuerza la cintura y apretar la cara contra mi pecho. Le aprieto el hombro con una mano y, con la otra, le acaricio el pelo, todavía sorprendido al ver que se le acaba a la altura del cuello, en vez de extenderse por debajo. Me alegré cuando se lo cortó porque era el pelo de una guerrera y no de una chica y, además, sabía que era lo que necesitaba. —¿Cómo has entrado? —me pregunta con su voz grave y clara. —Soy Tobias Eaton —respondo, y ella se ríe. —Claro, siempre se me olvida. Se aparta lo justo para mirarme. Noto su mirada vacilante, como si Tris fuera un montón de hojas a punto de acabar esparcidas por el viento. —¿Qué sucede? ¿Por qué has tardado tanto? Su voz suena desesperada, suplicante. Por muchos recuerdos horribles que me traiga este lugar, para ella es aún peor: su recorrido a pie hacia la ejecución, la traición de su hermano, el suero del miedo... Tengo que sacarla de aquí. Cara levanta la vista, interesada. Me siento incómodo, como si hubiera cambiado de piel y ya no me quedara bien. Odio tener público. —Evelyn ha cerrado la ciudad a cal y canto —respondo—. Nadie da un paso sin su consentimiento. Hace unos días pronunció un discurso sobre unirnos contra los opresores: la gente de fuera. 15

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—¿Opresores? —repite Christina. Se saca una ampolleta del bolsillo y se bebe el contenido: analgésicos para la herida de bala de la pierna, supongo. Me meto las manos en los bolsillos. —Evelyn (y muchos otros, en realidad) cree que no deberíamos abandonar la ciudad sólo por ayudar a un puñado de gente que nos metió aquí para poder utilizarnos. Quieren arreglar la ciudad y resolver nuestros problemas en vez de marcharnos para resolver los de otros. No lo dijo con estas palabras, claro. Sospecho que esa opinión le conviene mucho a mi madre, ya que, mientras estemos todos aquí encerrados, ella está al mando. En cuanto nos vayamos, dejará de estarlo. —Genial —comenta Tris, poniendo los ojos en blanco—. Era de esperar que eligiera la opción más egoísta. —Tiene parte de razón —dice Christina, con la ampolleta en la mano—. No digo que no quiera salir de la ciudad y ver lo que hay fuera, pero aquí dentro ya tenemos bastante. ¿Cómo vamos a ayudar a unas personas que no conocemos de nada? Tris se lo piensa mientras se muerde el interior de la mejilla. —No lo sé —reconoce. Veo en mi reloj que son las tres en punto. Llevo demasiado tiempo aquí dentro, lo bastante para que Evelyn sospeche. Le dije que vendría para romper con Tris y que no tardaría mucho. No estoy seguro de que me creyera. —Escuchen, en realidad he venido a advertirles: van a empezar los juicios de los prisioneros. Les inyectarán suero de la verdad y, si funciona, los condenarán por traidores. Creo que a todos nos gustaría evitar eso. 16

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—¿Por traidores? —pregunta Tris con el ceño fruncido—. ¿Cómo puede ser un acto de traición revelar la verdad a todos nuestros conciudadanos? —Fue un acto de desafío a sus líderes —respondo—. Evelyn y sus seguidores no quieren abandonar la ciudad. No les darán las gracias por mostrar el video. —¡Son como Jeanine! —exclama Tris, y hace un gesto enérgico, como si quisiera golpear algo y no tuviera nada a mano—. Están dispuestos a hacer cualquier cosa con tal de ocultar la verdad y ¿para qué? ¿Para ser los reyes de su diminuto mundo? Es ridículo. No quiero decirlo, pero parte de mí está de acuerdo con mi madre: no les debo nada a las personas que están fuera de la ciudad, sea divergente o no. No estoy seguro de querer ofrecerme a ellos para solucionar los problemas de la humanidad, con independencia de lo que eso signifique. Pero sí quiero irme, estoy tan desesperado por marcharme como un animal que desea escapar de una trampa: salvaje y rabioso, dispuesto a morder hasta el hueso. —Sea como sea —digo con cautela—, si el suero de la verdad funciona con ustedes, los encarcelarán. —¿Si funciona? —pregunta Cara con los ojos entornados. —Divergente —dice Tris, señalándose la cabeza—, ¿recuerdas? —Fascinante —responde Cara mientras se recoge un mechón suelto en el moño que le cubre la nuca—, pero atípico. Por mi experiencia, sé que la mayoría de los divergentes son incapaces de resistirse al suero de la verdad. Me pregunto por qué tú sí. —Te lo preguntas tú y se lo preguntan todos los eruditos que me han clavado una aguja —le espeta Tris. 17

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—¿Podemos centrarnos en el tema que nos preocupa, por favor? Me gustaría evitar tener que organizarles una fuga de la cárcel —digo. De repente estoy desesperado por que alguien me consuele, así que alargo la mano para coger la de Tris, y ella enreda sus dedos en los míos. No somos de los que se tocan sin más; cada punto de contacto entre nosotros nos resulta importante, un subidón de energía y alivio. —De acuerdo, de acuerdo —dice ella, ahora con más amabilidad—. ¿Qué tienes en mente? —Cuando les toque a ustedes tres, conseguiré que Evelyn te deje testificar a ti primero, Tris. Sólo tienes que inventarte una mentira que exonere a Christina y a Cara, y después contarla cuando te inyecten el suero de la verdad. —¿Qué clase de mentira serviría? —Eso te lo dejo a ti, dado que mientes mejor que yo —respondo. En cuanto lo digo, sé que acabo de tocar un tema peliagudo entre los dos. Me ha mentido muchas veces. Me prometió que no se entregaría para morir en el complejo de Erudición cuando Jeanine exigió el sacrificio de un divergente, pero lo hizo de todos modos. Me dijo que se quedaría en casa durante el ataque erudito, y después me la encontré en la sede de Erudición, trabajando con mi padre. Entiendo por qué hizo todas esas cosas, pero eso no significa que esté todo arreglado. —Sí —dice, mirándose los zapatos—. Bueno, algo se me ocurrirá. Le pongo una mano en el brazo. 18

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—Hablaré con Evelyn sobre el juicio e intentaré que lo celebren pronto. —Gracias. Siento el impulso, ya familiar, de salir de mi cuerpo y hablar directamente con su mente. Me doy cuenta de que es el mismo impulso que me hace desear besarla cada vez que la veo, porque un solo centímetro de distancia entre nosotros me resulta insoportable. Nuestros dedos, apenas entrelazados hace un instante, ahora se aferran con fuerza; la palma de su mano está pegajosa de sudor; la mía, rugosa de agarrarme a demasiados asideros en demasiados trenes en movimiento. Ahora sí que parece pálida y pequeña, pero sus ojos me traen a la memoria imágenes de cielos abiertos que, en realidad, nunca he visto, salvo en sueños. —Si van a besarse, háganme un favor y díganmelo para que mire a otro lado —dice Christina. —Vamos a besarnos —responde Tris, y lo hacemos. Le toco la mejilla para ralentizar el beso, sosteniendo sus labios en los míos para sentir cada uno de los puntos en los que se tocan y cada uno de los puntos en los que se alejan. Saboreo el aire que compartimos en el segundo posterior al beso, y el roce de su nariz contra la mía. Intento pensar en algo que decir, pero es demasiado íntimo, así que me lo trago. Un instante después decido que me da igual. —Ojalá estuviéramos solos —le digo al salir de la celda. —Yo deseo eso mismo casi siempre —responde, sonriendo. Al cerrar la puerta, veo a Christina quefi nge vomitar, a Cara riéndose y a Tris con las manos inertes junto a los costados.

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