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La educación emocional
from Recoletas Salud nº15
by editorialmic
Unidad de Psicología
Sra. Rosa Criado Herrero
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Desde nuestros primeros pasos en el camino de la vida, aprendemos a pensar, sentir y comportarnos según las experiencias de las que seamos partícipes directa o indirectamente, y sobre todo, de las emociones que sintamos en cada una de ellas, lo que generará una imagen más o menos positiva de nosotros mismos, y en función de ésta percibiremos el mundo que nos rodea, con todo lo que ello conlleva (aprendizaje, relaciones sociales, etc.), como un entorno accesible y seguro, o como un medio amenazante. Por ello, además de los diversos aprendizajes (observación, aprendizaje vicario, modelado), modelos de referencia (parentales- iguales), y las continuas pruebas de ensayo-error, las emociones tienen un papel fundamental y determinante a lo largo de nuestra vida, y con mayor incidencia en las edades adultas, ya que vamos adquiriendo más experiencias pero también miedos mayores.
La experiencia nos ayuda a aprender a vivir, pero cuando surgen emociones que desconocemos o nos desestabilizan por sentir algún tipo de malestar (tristeza, alta activación fisiológica, nerviosismo, angustia, euforia, etc.) la reacción inmediata es de miedo. Nos asustamos e incluso en determinadas situaciones se produce un bloqueo, lo que origina el desarrollo de esquemas de pensamiento de carácter anticipatorio y negativo relacionados con situaciones que ya han sucedido, pero que en el momento en el que se activan dichos esquemas no están aconteciendo. El miedo a no controlar lo que pensamos ni lo que sentimos nos conduce a la desestabilización a todos los niveles (fisiológico-neurológico-cognitivo-emocional), lo que conlleva a
patrones de conducta de evitación.
Las emociones que etiquetamos como negativas o ciertas reacciones o mecanismos de defensa están orientados a la protección de nuestra vida, sin embargo, cuando los padecemos o dichos mecanismos se activan, sentimos todo lo contrario, nos percibimos inseguros, incapaces de saber qué es lo que nos sucede, ni cómo conseguir controlar o al menos gestionarlo. Así es cómo la mente generaliza, establece relaciones ante situaciones análogas y desarrolla esquemas de pensa-
miento desadaptados y orientados a evitar aquellas que generen la mínima emoción negativa o similar. Es por ello que los niños tienden a comportarse de manera impulsiva e imprudente, porque no conocen la sensación de miedo y tampoco anticipan pensamientos ni emociones negativas hasta el momento en el que sucede el hecho en sí. El miedo a sentir las emociones y a la desestabilización, y más concretamente el miedo en sí mismo, son mecanismos con los que nacemos, nos ayudan a preservar nuestra vida y son indicadores de cambio, de que algo no se está realizando bien o disfuncionalidad. Nuestra cabeza y nuestro cuerpo están “programados” para mantener la estabilidad. Cuando ésta se rompe, ambos “hablan” a través de diferentes síntomas que suelen asustarnos, cuando en realidad deberíamos de interpretarlos como señales de alerta pero orientadas a una solución o cambio, y no a un miedo irracional y a conductas de evitación, que concluyen en un estancamiento en nuestra zona de confort que tanto daño nos produce, y distorsionando profundamente la imagen que tenemos de nosotros mismos. Esa voz interior de nuestros pensamientos, que a todos nos acompaña como ayuda y complemento a nuestro ser en situaciones de inseguridad, se alimenta del miedo, adquiere el control por completo y nos domina hasta minar nuestra moral.
Por ello, es determinante desde la infancia realizar una educación emocional como medida preventiva de posibles patologías tan comunes y frecuentes en nuestro día a día, como sucede con los trastornos de ansiedad, del estado de ánimo, del sueño, etc. Una óptima educación emocional orientada a la identificación, aprendizaje y función de las emociones a lo largo de la vida, de los diferentes mecanismos y reacciones de los que disponemos para fomentar y perseverar nuestra salud a todos los niveles, nos ayudaría a entender que hay situaciones en las que es natural, adaptativo y necesario el estar desestabilizados y sus respectivas sensaciones físicas y psíquicas, e incluso una puesta a punto o una energía para afrontarlas de una manera óptima. Así potenciaríamos habilidades y recursos que mejorarían nuestra autoestima y la seguridad en uno mismo, de manera que ese crecimiento personal ante situaciones de inestabilidad, permitiría percibir las oportunidades de superación, accesibles y superarlas con un alto porcentaje de éxito.
La educación emocional tiene como objetivo primordial identificar las diferentes emociones y mecanismos de defensa que subyacen a las mismas para conocer y gestionarlas de una manera saludable. Comprender las emociones y cómo funcionan facilita nuestra autorregulación, ya que éstas fluyen a través de esquemas de pensamiento acordes a dicha emoción, y viceversa. Es decir, cuando por ejemplo nos sentimos tristes, de manera inmediata surgen pensamientos que armonizan y refuerzan esa emoción, e incluso “contaminan” el resto de procesos cognitivos. Y, sobre todo, nos sucede con aquellas emociones que hemos aprendido a etiquetar por desconocimiento como negativas.
La educación emocional se centraría en identificar qué sentimos, por qué y cómo reaccionar ante ello, e incluso aceptar que determinadas situaciones (cambios, pérdidas, contratiempos, enfermedades) están unidas de manera inherente a ciertas emociones, pero es necesario y saludable sentirlas, exteriorizarlas, darnos permiso y aceptar que forman parte de un proceso de crecimiento personal.