Abrevado en las más hostiles cimas de la desesperación y las fuentes de la desdicha, rondando el hastío, el insomnio y el suicidio más allá de lágrimas y éxtasis, de esperpentos filosóficos, vanidades literarias y arideces políticas, Cioran se vale de un pensamiento intemporal, lúcido y letal que va auscultando y sondeando la conciencia y el espíritu maltrechos de nuestro tiempo (del siglo que dejamos atrás y de éste que comienza) para escribir su propio breviario de podredumbre, abriéndose paso entre la selva oscura de los holocaustos y los apocalipsis -internos y externos- de la condición humana. A través de esta páginas, la voluntad y la tentación de existir afirman su derrotero a partir de la caída en el tiempo y de la herida del pecado original en manos de un aciago demiurgo, medrando entre los desvaríos de la mente y la atrofia del verbo, en pos de una frágil sabiduría y de los fulgores recónditos del alma en los cuales dialogan los antiguos filósofos griegos, los románticos europeos, Hegel, Kierkegaard y Nietzsche. En este libro -suerte de breve palimpsesto alejandrino-, un Cioran oral va dictaminando y apuntalando ideas y tópicos de su imaginario y a la vez otro Cioran escritor va demoliendo las categorías culturales, las supersticiones sociales e individuales, las fantasías literarias e ideológicas, el magisterio de la historia, las quimeras de la utopía, los estragos de la razón y las pretensiones de la filosofía en un entramado donde se dan la mano Harold Bloom, Albert Camus, Octavio Paz y Juan Liscano, cobijados en la particular y escéptica visión del mundo del pensador rumano.
Ennio Jiménez Emán
ENNIO JIMÉNEZ EMÁN. Ensayista venezolano. Nació en Caracas en 1952. Licenciado en Letras en la UCV. Artista plástico. Premio “Miguel Otero Silva”, Mención Ensayo, de la Escuela de Letras de la Universidad del Zulia, Maracaibo, 1987. Premio “Tierra del Agua”, Mención Ensayo, Delta Amacuro, Tucupita, 1993. Autor de los libros de ensayo: Aracné, cuatro ensayos literarios (1984); Notas apocalípticas (temas contraculturales) (1988); Las voces ocultas (1992) Diario nómada (2001). Poesía: Rito de desvelo (2010).
CIORAN EL ESCÉPTICO
Ennio Jiménez Emán
CIORAN EL ESCÉPTICO
Ennio Jiménez Emán
CIORAN EL ESCÉPTICO
© Ennio Jiménez Emán Cioran el escéptico.
© Gabriel Jiménez Emán Ediciones Fábula. Primera Edición, 2016 Diseño y Diagramaciòn: Jesús Castillo Obra de portada: Collage de Ennio Jimènez Emán Foto de contraportada: Wilkar Rìos San Felipe, Yaracuy, Venezuela Correo electrónico: eseman@hotmail.es Depósito Legal: lf 05420168001812
A mis padres: Elisio JimĂŠnez Sierra y Narcisa EmĂĄn
5 “Sin nuestras dudas sobre nosotros mismos, nuestro escepticismo sería letra muerta, inquietud convencional, doctrina filosófica.” E.M. Cioran “El escepticismo imparte demasiado tarde sus bendiciones sobre nosotros, sobre nuestros rostros deteriorados por las convicciones, sobre nuestros rostros de hienas idealistas.” E.M. Cioran “La historia de las ideas es la historia del rencor de los solitarios.” E.M. Cioran “Hay más honestidad y rigor en las ciencias ocultas que en las filosofías que dan un ‘sentido’ a la historia.” E. M. Cioran “Pero no olvidemos que la filosofía es el arte de disimular los tormentos y los suplicios propios.” E.M. Cioran “La filosofía es la meditación poética de la desdicha.” E.M. Cioran “Sueño entonces con un pensamiento ácido que se insinuase en las cosas para desorganizarlas, perforarlas, atravesarlas, un libro cuya sílabas, atacando el papel, suprimiesen la literatura y los lectores, un libro, carnaval y Apocalipsis de las Letras, ultimátum a la pestilencia del Verbo.” E.M. Cioran
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Del año 1976 data mi interés por la obra del filósofo y pensador rumano E.M. Cioran (1911-1995), cuando cursaba yo Letras en la Universidad Central de Venezuela. En la biblioteca de un compañero de estudios estaba el volumen de Fernando Savater, Ensayo sobre Cioran que leído a saltos, estimuló mi entusiasmo por buscar su obra. En 1977 compré La caída en el tiempo, publicado por la editorial Monte Ávila de Caracas y luego leí alguno que otro artículo suyo. En los puestos de libros de las caminerías de la Facultad de Humanidades vi algunos de su autoría en editoriales españolas, inaccesibles para mi bolsillo en ese tiempo. Un día que deambulaba por los pasillos de la Escuela de Filosofía, me encontré en un cesto de basura La tentación de existir, ejemplar que todavía conservo. El libro estaba todo maltratado, todo rayado y subrayado con alguna anotación, como si su dueño lo hubiera arrojado allí peleado con su autor. Y no es para menos, ya que éste es un libro provocador como todos los de Cioran. Las opiniones demoledoras sobre la religión, el misticismo, el judaísmo, el escepticismo, la literatura; la filosofía, ideología, la ciencia, la civilización occidental que allí se ventilan sacuden nuestras ideas convencionales sobre estos tópicos. Por los subrayados me pareció entender que el lector reaccionó contra los duros, contundentes y acerbos juicios que expresa en sus páginas el pensador rumano contra los poetas y literatos, y sobre todo saturado por el ambiente cultural francés de sus tiempos de juventud y madurez, cuando había mucha vanidad, pose, esnobismo, petulancia en la escena intelectual parisina. En esas páginas arremetió también con ironía y cinismo contra las modas literarias, la miseria de la filosofía, las terapéuticas religiosas o profanas, el análisis psicológico, el parloteo vacuo de la escritura. No olvidemos que durante la estadía de Cioran en París -desde 1937 hasta
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1995, año en que falleció-, prácticamente se dieron cita y ocurrieron todos los acontecimientos esenciales de la cultura francesa del siglo XX: el existencialismo, el surrealismo, el cubismo, el estructuralismo, la poesía objetual, el nouveau roman, la nueva ola del cine francés, el teatro del absurdo, el mayo francés y por supuesto con el trasfondo de la Segunda Guerra Mundial. En La tentación de existir, escribe Cioran entre otras cosas, que, saturado al máximo por ciertos letrados que inundaban la intelectualidad parisina, donde existía mucha pose, esnobismo, “un día a la salida de un almuerzo literario, vislumbré la urgencia de una Noche de San Bartolomé de gentes de Letras.” A los poetas o seudo poetas engreídos que fanfarronean y se vanaglorian con su obra, les espeta en estas páginas: “Justo es añadir que he cometido el error de frecuentar a buen número de poetas. Salvo pocas excepciones, eran inútilmente graves, infatuados u odiosos, monstruos también ellos, especialistas, juntamente verdugos y mártires del adjetivo, y de los cuales había yo sobreestimado el diletantismo, la clarividencia, la sensibilidad para el juego intelectual.” (Cioran, 1979) Justo también es afirmar que en sus textos siempre menciona a los buenos poetas, grandes o no, que han enriquecido la cultura en todas las épocas. Igualmente, Cioran sostuvo su creencia en la poesía como consoladora del hombre frente al vacío de la palabra convencional. Así, escribió en un ensayo: “Desanclados, lejos de nuestras evidencias, conocemos de repente este horror del lenguaje que nos precipita en el mutismo. Momento de vértigo en que tan sólo la poesía viene a consolarnos de nuestras certezas y de nuestras dudas.” Agregaría yo también que entre sus buenos amigos se contaron poetas de todo el mundo:
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varios surrealistas, Michaux, Supervielle, Celan, Octavio Paz, poetas rumanos. Así las cosas, a mediados de los años ochenta, cuando ya había leído parte de su obra, le dediqué un collage titulado “Viva Cioran” y un ensayo breve: “Lawrence, Cioran y el paganismo”, incluido después en mi libro Notas apocalípticas (1988). De sus libros siempre me han gustado sus tentadoras ideas, su escritura exaltada y pasional, dueña de una fuerza y una vitalidad contagiosa que resulta de una especie de desgarradura interior para su autor. Estos textos nunca han pasado desapercibidos para mí y siempre me han contagiado e insuflado ánimo a la hora de escribir. Desde sus ensayos largos hasta sus muy breves aforismos, algo hay en Cioran que me impulsa a poner en movimiento mis ideas, algo contagioso que me mueve a lanzarme sobre la página en blanco. El escepticismo Leía pues, con avidez, sus ensayos y aforismos buscando sus frases y juicios lapidarios sobre la literatura, el suicidio o el escepticismo. Este último fue una actitud y una forma de reflexión que marcó su actividad vital, su pensamiento y su escritura. Ya sabemos que el escéptico es el hombre de la duda radical, el que pone en tela de juicio toda certeza, el que observa con cautela. Nada se salva a su mirada corrosiva. Para Cioran las certezas “se marchitan, envejecen, mientras que las dudas conservan una frescura inalterable”. Para el escéptico, entonces, nada de lo existente tiene consistencia: ni el saber, ni la verdad o la verosimilitud; ni el conocimiento, ni las teorías, métodos o dogmas. El escepticismo conlleva, pues, un rechazo instintivo de toda certidumbre: “El interés de la vida estriba en que no hay respuestas (…) El destino del
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hombre es, como el de Rimbaud, fulgurante, es decir, breve”, apuntó Cioran en una meditación. Todo es aparente. Incluso la misma filosofía es puesta en tela de juicio por el escepticismo, tratando de socavar sus fundamentos. Así, pasaba el tiempo y me encontraba yo inmerso poco a poco, de manera inevitable, en las ideas de Cioran. Estaba en sintonía con ese escepticismo corrosivo presente en sus libros y con la exaltación que me provocaban sus ideas y su pensamiento fragmentario. Luego descubrí que el escepticismo se me hacía una condición familiar. Sin darme cuenta vivía inmerso en esa “escuela de discreción” que es la actitud escéptica. Me mantenía clavado en la duda acerca de la vida que llevaría, la certeza de mis estudios. No en la duda metódica de los filósofos, sino digamos en una duda ontológica espontánea y visceral. Y esto no ha cambiado en mí a lo largo del tiempo; sigo evidenciando mis dudas y mis contradicciones hasta la actualidad. En torno a esto, Cioran precisó: “Yo creo que la idea más sencilla, más directa, más directa, pero más difícil, es la de vivir con sus propias contradicciones. Es necesario aceptarlas.” Yo personalmente no soy un escéptico radical -más bien moderado- pero así y todo no creo mucho en la perfectibilidad del hombre y en un futuro superior de la humanidad, cosas así. Con toda razón el pensador rumano señaló que la interrogación permanente y el rechazo instintivos que conlleva el escepticismo, no son parte de un proceso, sino que son algo innato y espontáneo. Se nace escéptico, afirma Cioran. Aunque, como escribí en mi libro Diario nómada (2002), cuando afirmo mi escepticismo, no quiere decir que no deposite una buena dosis de optimismo, tolerancia o confianza en las relaciones personales cotidianas con mis semejantes: amigos, conocidos, vecinos, compañeros de trabajo, la comunidad, la gente en general.
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Por otro lado, no encontramos en Cioran (como quedó claro en sus entrevistas, conversaciones, escritos) un escéptico rígido, dogmático, siniestro o achacoso, sino al contrario a uno jovial con un gran sentido del humor, sensual, apasionado como buen rumano, fascinado por la música clásica y popular –incluso por el tango-, aunque sí a ratos desengañado, vigilante y muchas veces cínico. El escritor y pensador Fernando Savater, amigo suyo y traductor de sus libros en España, quien lo frecuentó por más de dos décadas, apunta en un artículo publicado en el diario El País de Madrid en el año 2010, a propósito de cumplirse el aniversario noventainueve (99) del nacimiento de su nacimiento, que, en efecto, Cioran no fue un escéptico dogmático o maniqueo, sino que ejercía un pragmatismo escéptico fundado en el humor, el asombro y la amistad: “A veces los escépticos adoptan la arrogante superioridad y la suficiencia desdeñosa de los peores dogmáticos: están convencidos de que nada se puede saber con la misma altanería que otros muestran al afirmar su convicción de que saben cuanto puede saberse. En ambos casos lo malo no es ignorar o conocer, sino el estar tan radicalmente convencidos que ya nada puede asombrarles. Cioran pertenecía a la tierra del asombro, perplejo incluso en sus negaciones o rechazos más viscerales.” Cioran nació en 1911 en Rasinari, Rumania, y murió en París en 1995. Precisamente (a finales del año 2011y comienzos de 2012), pasé yo unos días en París y me alojé en el cuarto piso tipo buhardilla-mansarda de un pequeño y viejo hotel del Barrio Latino, en la calle Saint-André-des-Arts, en el distrito VI, muy cercano al Boulevard Saint-Michel, al Sena y al Louvre. Precisamente Cioran vivió por más de cuarenta años en varias habitaciones de hotel y mansardas de esta zona del Barrio Latino que hoy no existen o existen con otros nombres
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(en la Rue du Sommerard, Rue Racine, Rue Monsieur Le Prince), próximos a la Sorbona, al Jardín de Luxemburgo, a Cluny y al Teatro Odeón (donde vivió hasta el final de sus días, en un apartamento en la Rue de l’Odèon). Por allí caminé, paseé y tomé fotografías; visité cafés, restaurantes, bares, librerías, galerías, imaginándome al pensador rumano deambulando por todos estos sitios atestados de gente. Cioran afirmó sobre París: “Es la pasión de mi vida (…) Es una de la ciudades más tristes, más melancólicas del mundo.” Viene al caso un texto suyo en prosa escrito en rumano recién llegado a París, a comienzos de los años cuarenta y contenido en su libro Breviario de los vencidos, donde expresa también su desarraigo y su soledad en la Ciudad-Luz, trajinando cotidianamente por el Bulevard Saint-Michel: “Pero cuando los desarraigos del mundo penetraban en el Barrio Latino y tú ibas con tu exilio a cuestas entre tantos Ahasverus, ¿de dónde sacabas fuerzas para soportar las malditas servidumbres del corazón y el zumbido de la soledad en medio de la niebla soñadora de los bulevares? ¿Ha habido en el bulevard Saint-Michel algún extranjero más extranjero que tú y al que cualquier puta o algún pedigüeño le haya aspirado con más fruición su perfume barato?” (Cioran, 2010) Cioran, el último moralista del siglo XX (moralista en el sentido nietzschiano, es decir, más bien, un inmoralista que antes que predicar la moral, la invalida, la estudia y la diseca), el filósofo de la existencia, de la Nada y del Absurdo, ejerció el escepticismo de una forma personal y encarnó igualmente al escéptico que vive con sus contradicciones hasta el final. Así, desde sus delirios insomnes de juventud, pasando por su misticismo ateo, Cioran desembocó en un escepticismo obstinado, impenitente y corrosivo que le sirvió incluso como una forma de autocrítica permanente: “Mi existencia demuestra
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que el mundo no tiene sentido alguno”, reza un aforismo suyo, condenando su propia existencia al fracaso y a la nada. Él, que vivió toda su vida a contracorriente, al margen de la filosofía, de la literatura, de la religión, del trabajo, de la política, de su lengua originaria, de la existencia convencional, aferrado a la realidad de su pensamiento. Dice Hegel en sus Lecciones de historia de la filosofía que ciertamente el escepticismo: “En todos los tiempos, y todavía hoy, ha sido considerado como el más temible adversario de la filosofía, teniéndolo incluso por invencible, en cuanto al arte que consiste en disolver todo lo determinado, demostrando su nulidad”. El escéptico razona así: esto o esto encierra una contradicción; por tanto, se disuelve y es como si no existiese. Escribe Hegel: “Su resultado consiste ciertamente en la disolución de la verdad y, por tanto, de todo contenido; es decir, es la más completa negación.” En el referido libro, Hegel afirma que el escepticismo antiguo se inicia con el pensador griego Pirrón (365-275 a. C.), nacido en la ciudad de Elis en la época de Aristóteles, quien argumentó sus dudas sobre la verdad inmediata, haciéndose ella una doctrina y una actitud más consistente con Sexto Empírico (s. II-III d.C.), médico, filósofo y escritor griego que, como su nombre lo indica, no se guiaba en su práctica por ninguna teoría o creencia establecida. A la vista de este filósofo no se salva nada ni nadie: Platón, Aristóteles, los epicúreos, los estoicos (con la excepción de algún cínico) son tildados de dogmáticos, inflexiblemente encerrados en sus preceptos; en el otro extremo, los que dicen que es imposible captar la verdad son tildados por él de académicos, igualmente enjaulados en conceptos establecidos. Los escépticos, por el contrario, continúan dudando y buscando. Pero estos no tiene piedad ni con ellos mismos: la tesis de que todo es falso, sostenible,
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también es falsa. Escribe Sexto Empírico: “Por consiguiente, en todas las tesis escépticas debemos tener presente que no afirmamos en modo alguno que esas tesis sean verdaderas, puesto que decimos que pueden destruirse a sí mismas, puesto que se hallan limitadas por aquello de que se predican.” (Hegel, 1985) Así las cosas, el pensamiento no puede -y no debe- asirse a nada, tampoco los juicios. El escepticismo pone de manifiesto las contradicciones: lo que es verdadero o verosímil para uno, puede ser falso o inverosímil para otro. Lo bueno o lo malo, lo bonito o lo feo que frecuentemente son separados, pueden ir juntos en algo o alguien o diferir según el punto de vista de cada quien. Lo que para una persona es bueno, para otra puede ser malo. Lo que uno considera feo, a otra le puede parecer bonito, y así sucesivamente. Sobre la contradicción, Cioran declaró en una conversación que quien evidencia sus contradicciones asiduamente, permanece en las aguas turbulentas de la crispación interior: “Yo creo que la idea más sencilla, más directa, pero más difícil es la de vivir con sus propias contradicciones. Es necesario aceptarlas (…) ya que, por temperamento, cambio constantemente de humor, no puedo construir un sistema. Un sistema no soporta la contradicción. Por eso escribo fragmentos, para poder contradecirme. La contradicción forma parte de mi naturaleza.” (Cioran, Conversaciones)
(De aquí en adelante, todas las citas de las conversaciones que aparecen en este trabajo, corresponden a dicho libro y están señaladas con el número de página donde aparece la cita). En esta serie de diálogos que Cioran sostiene con variados interlocutores (escritores, filósofos, pensadores, periodistas)
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y que abarcan de forma intermitente desde 1977 hasta 1994, está presente o expuesta de forma coherente lo que pudiera llamarse su doctrina vital o “sabiduría”, tal es el bagaje de ideas, creencias, reflexiones, pensamientos, esgrimidos, ventilados o expuestos por Cioran. Este libro contiene y condensa, pues, casi toda la meditación reflexiva expuesta en sus libros, a los cuales sirve de guía o complemento, iluminando o enriqueciendo sus reflexiones escritas. Anécdotas de su juventud, madurez y vejez, influencias, precisiones sobre el arte y el oficio de escribir, descripción de sus manías y obsesiones; relaciones con escritores, viajes, pasiones, reflexiones filosóficas surgidas de forma ocasional o sugeridas por el diálogo que se realiza. Básicamente, el escepticismo de Cioran se nutre de los filósofos antiguos. En las páginas de sus libros continuamente cita o nombra a los ya mencionados Pirrón -asiduo practicante de la indolencia filosófica y la indiferencia existencial-, a Sexto Empírico y otros filósofos de esta escuela. Sobre el primero, anotó apelando a la duda existencial y filosófica que: “La duda no franquea el Rubicón, la duda no franquea nada; su fin lógico es la inacción absoluta -extremo concebible en pensamiento, inaccesible de hecho. De todos los escépticos, sólo Pirrón se acercó realmente a este extremo.” (Cioran, 1977). En efecto, según el escritor del siglo II d. C. y biógrafo de muchos filósofos griegos de la antigüedad, Diógenes Laercio, tal y como lo presenta en su ameno libro Vidas de los más ilustres filósofos griegos, el filósofo Pirrón es nombrado por varios cronistas e historiadores viejos, entre ellos Apolodoro, Alejandro y Arcanio Abderita, quienes cuentan que estuvo con los gimnosofistas y magos de la India en compañía de su maestro Anaxarco, asimilando probablemente varios elementos nihilistas del hinduismo, incorporándolos a su visión escéptica. Asevera Laercio que Pirrón vivió y enseñó
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de acuerdo a varias premisas, introduciendo una suerte de “incomprensibilidad e irresolución de las cosas”. Expuso que “nada hay realmente cierto, sino que los hombres hacen todas las cosas por ley o por costumbre, y que no hay más ni menos en una cosa que en otra” El escritor Enesidemo, afirmó que Pirrón “filosofó según su sistema de irresolución e incertidumbre, pero que no hizo todas las cosas inconsideradamente.” Uno de sus biógrafos, Antígono Caristio, en su Vida de Pirrón, comenta sus preceptos filosóficos y forma de vida a través de anécdotas y exposición de sus teorías. Cuenta que el mismo Epicuro admiraba su conversación. Pirrón hizo escuela en su tiempo, ganando adeptos en varios amigos y discípulos filósofos, pensadores, escritores, historiadores, biógrafos, cronistas. Apunta Diógenes Laercio que por sus diversas tendencias de pensamiento y actitud, “Todos éstos se llamaron pirrónicos por el nombre del maestro, y por el dogma aporéticos, escépticos, efécticos y zetéticos. La filosofía zetética se llamó así porque siempre va en busca de la verdad. La escéptica, porque siempre la busca y nunca la halla. La eféctica, porque después de haber buscado queda sin deliberación alguna. Y la aporética, porque sus secuaces lo dudan todo” Por el contrario, y como contraparte, otros comentaristas del escepticismo pirrónico niegan a éste la autoría de tal escuela o modo de pensar, exponiendo que hay visos de escepticismo en algunos filósofos materialistas y escritores anteriores, y ponen ejemplos concretos ilustrándolos con citas de Zenón de Elea, Empédocles y Heráclito, y entre los poetas y dramaturgos cita a Homero, Arquíloco, Jenófanes y Eurípides. Por ejemplo, escribe Laercio que Teodosio en su obra Capítulos escépticos, apunta “Que la secta pirrónica no debe llamarse escéptica, porque si la agitación del entendimiento a una y otra parte es
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incomprensible, tampoco sabremos la habitud (sic) de Pirrón; no sabiéndola, de ningún modo nos llamaremos pirrónicos. Además, que ni Pirrón fue el inventor del escepticismo, ni éste tiene dogma alguno. Así, que mejor se debería llamar secta parecida al pirronismo. En efecto, algunos hacen su inventor a Homero, pues éste habla con más variedad que ningún otro acerca unas cosas mismas, y nada resuelve definitivamente. (…) y Eurípides diciendo: ¿Y qué cosa es, en suma/ lo que saben los míseros mortales? (…) Zenón niega el movimiento, diciendo: Lo que se mueve, ni se mueve en el lugar en que está ni en aquel en que no está. Demócrito, excluyendo las cualidades, cuando dice: Nada sabemos de cierto, pues la verdad está en lo profundo. (…) Empédocles dice que muchas cosas ni las ven los hombres ni las oyen, ni las comprenden con su entendimiento (…) Y Heráclito, que de las cosas grandes nada se ha de resolver temerariamente. (…) Los escépticos, pues, procuran aniquilar todos los dogmas de las demás sectas, y no definir ellos dogmáticamente cosa alguna.” (Laercio, 1985) Además de los antiguos, Cioran también se nutre de los escépticos modernos. Menciona varias veces en algún escrito suyo al filósofo e historiador inglés David Hume (1711-1776), y a Montaigne (1533-1592). A este pensador y ensayista del renacimiento francés, lo consideró Cioran como el último sabio inscrito en la tradición antigua de la filosofía vitalista, de una filosofía basada en la experiencia vivida. En una conversación de 1982, sostenida con el escritor Léo Gillet en Amsterdam, incluida en el libro mencionado más arriba explica Cioran que los grandes sistemas de la filosofía griega (los de Platón y Aristóteles) y del pensamiento moderno (la teoría de Hegel) constituyen ejercicios intelectuales divorciados de una práctica vital, al contrario del budismo y el
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hinduismo, donde desde siempre existen sabios que practican dichas filosofías. Por el contrario, en sus Ensayos (escritos luego de la muerte de su padre en 1571 -cuando se retiró a sus propiedades en Périgord y se dedicó a un fecundo ocio creativo- y publicados los dos primeros Libros I y II en 1580), Montaigne expone amenamente una filosofía impregnada de escepticismo, epicureísmo y estoicismo que está afincada en su propia vida, matizada con certeras reflexiones personales, pensamientos y sentencias tomadas del mundo clásico griego y latino, citas del Eclesiastés, de algunos cristianos primitivos y padres de la iglesia y pasadas por su íntimo tamiz. Por esta razón, el pensador rumano observa que, en Occidente (en el Occidente moderno, supongo yo), con excepción de algunos cínicos, epicúreos o escépticos, sólo algunos cuantos hombres alcanzaron sabiduría. Confiesa a Gillet que: “Nadie pedía a un filósofo que fuera también un sabio y, por otra parte, en Occidente no hay sabios, ya que, si reflexionamos un poco: ¿quién es sabio? Montaigne. Pero cite usted otro sabio después de Montaigne…Después vendría Goethe, si se quiere, pero no es un buen ejemplo. Montaigne, sí, es un sabio. Pero en la literatura francesa o alemana o inglesa, no hay sabios. No es una especialidad occidental.” (Cioran, 1997: 63)
Ahora bien, mucho se ha escrito sobre la ideología, la religión y el pensamiento de Montaigne. En sus ensayos se extiende profusamente sobre nociones y concepciones religiosas o filosóficas tales como Dios o los dioses, la Divinidad, el Creador, el Destino, la Naturaleza, la filosofía, la sabiduría, la ignorancia; la salud y la enfermedad del cuerpo y el alma, las pasiones, las virtudes, los arrebatos, las tentaciones, siempre con un dejo de pesimismo o escepticismo por la estrechez de la comprensión humana. El escritor español José
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María Valverde opina que Montaigne es “escéptico, pacifista, tolerante, independiente en sus criterios, resignado frente a la idea de la muerte, temeroso ante el dolor, egoísta y razonable.” En este sentido, Montaigne esgrime en su extenso tratado o ensayo (Núm. XII) del Segundo Tomo de su libro mencionado, e intitulado “Apología de Raimundo Sebond”, que: “Parece, en fin, que la filosofía, que debiera armarme para combatir el Destino, endureciendo mi valor y haciéndome pasar por todas las adversidades humanas, da en la flaqueza de hacerme apelar a rodeos cobardes y ridículos.” De ahí que quienes quieran buscar algún consuelo en su obra, primero deben enfrentarse a estas groseras certidumbres, innatas en nosotros, que solemos evadir o por las que transitamos a diario y usualmente nos negamos a reconocer. Escribe igualmente en el mismo ensayo: “Volviendo a mi tema, los hombres sólo tenemos como partes propias la inconstancia, la irresolución, la incertidumbre, el duelo, la superstición, la inquietud del porvenir, incluso después de nuestra vida; la ambición, la avaricia, los celos, la envidia, los apetitos desarreglados, locos e indomables, la guerra, la mentira, la deslealtad, la curiosidad y el robo. El buen discurso de que nos gloriamos y la capacidad de juzgar y conocer, los hemos adquirido al precio de este infinito número de pasiones con las que luchamos incesantemente.” Por supuesto que en los ensayos encontraremos igualmente reservorios de madurez, juicio, cordura, razón, ecuanimidad, mesura, ponderación, tranquilidad de espíritu, pero sólo al precio de aceptar su contraparte. Sobre el tema de la sabiduría al que aludí más arriba, continúa Montaigne esgrimiendo en el ensayo que vengo
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citando, que la tal “sabiduría” es mejor no realzarla, sino asumirla con simplicidad y sin envanecimiento, tal como la practicó Sócrates, uno de sus filósofos predilectos: “Cuando Sócrates supo que el dios de la sabiduría le otorgaba el nombre de sabio, quedó perplejo. Indagando y buscando, no hallaba fundamento alguno de aquella decisión divina, porque conocía personas justas, temperantes, valientes, tan sabias como él y más elocuentes y aún más buenas y útiles al país.” Montaigne consideraba a Sócrates como “El hombre más sabio que nunca ha existido”, y sin embargo había proclamado que sólo sabía que no sabía nada. “Él demostraba ese aserto de que la mayor parte de lo que sabemos es la menor de lo que ignoramos, o sea que lo que pensamos saber es una pieza, y harto diminuta, de nuestra ignorancia”, precisa el ensayista francés. Igualmente pone el ejemplo de Cicerón, que debía su mérito al saber y en su ancianidad desestimó un tanto las Letras, siendo asiduo a una filosofía en la que no se obligaba a cosa alguna, admitiendo sólo lo que le parecía probable de una secta de otra, y permaneciendo siempre “bajo la duda académica.” Su lema lo definió así en uno de sus escritos académicos (De la adivinación): “Hablaré, mas sin afirmar nada, buscando siempre, dudando a menudo y desconfiando incluso de mí mismo.” Sin duda, los Ensayos de Montaigne constituyen un libro esencial, y de hecho el volumen que uno llevaría a una isla desierta. En el ensayo titulado “De los libros”, número X del Tomo II, aún siendo él uno de los fundadores de este genero en la modernidad, refiere con humildad y sinceridad que su libro trata de asuntos que han manejado con más sapiencia y pericia los maestros de la antigüedad, afirmando de paso que quien note su ignorancia no se la echará en cara sólo a
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él, sino también a todos los autores citados, aduciendo que el reconocimiento de dicha ignorancia le “parece uno de los mejores y más seguros testimonio de buen juicio.” Igualmente declara que no hay en sus discursos ciencia alguna propia. “Quien ande en busca de ciencia, cójala donde se aloje, que yo no profeso tenerla”, precisa. Como lector, simplemente se considera, no un erudito, sino uno normalmente aventajado y de mala memoria que no garantiza “certeza en nada.” Hace uso profuso de citas de otros autores, declarando que él no es un escritor precisamente original, quejándose de no haber podido utilizar más, con lo que da una lección a ciertos llamados “ensayistas” que roban las ideas de otros y nunca ponen comillas o suelen creerse geniales y puros, cuando en verdad lo que hacen es robar, piratear o parafrasear a otros autores. Refiere, pues, que: “En las citas que aduzco, me atengo al peso y no a la cantidad, pues si número hubiese querido, habría doblado los pasajes ajenos que introduzco.” (Montaigne, 1984) Igualmente expone Montaigne que en sus temas y argumentaciones: “Hay razones, comparaciones y argumentos que trasplanto a mi solar, confundiéndolos con los míos y ocultando adrede a su autor.” Sobre sus ideas filosóficas, expresa su poca originalidad, casi siempre nutrida de todas las escuelas antiguas, sin llegar a conclusión alguna: “Homero puso los cimientos de todas las escuelas filosóficas, para mostrarnos lo indiferente que es seguir uno u otro camino. Se dice que de Platón nacieron diez sectas diversas, y a mi juicio nunca hubo enseñanza más vacilante y poco aseveratoria que la suya.” Sobre todas las ideas expuestas por Montaigne en su libro, campea la duda escéptica de la ilusión y la vanidad humana ante la comprensión de las cosas, de Dios y del mundo. Así lo han dejado escrito gran cantidad de autores estudiosos de
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los Ensayos, desde su época hasta nuestros días. Aunque para otros sea un agnóstico, incrédulo del entendimiento humano ante el conocimiento de lo divino y de lo que trasciende la experiencia, hecho que no contradice su escepticismo. En sus páginas cita con frecuencia las nociones del idealismo platónico y cristiano en su defensa de la inmortalidad del alma, la cual trasciende al cuerpo luego de la muerte benefactora y accede en un más allá a la Belleza, al Bien Supremo y la máxima felicidad. Pero por otro lado Montaigne tiñe su pensamiento con ideas del materialismo antiguo, como explica la ensayista Menene Gras Balaguer: “Que el principio y el fin de la vida son indisociables es una premisa elemental y orientadora adoptada por Montaigne, tal como había hecho Lucrecio en su poema De rerum natura. (…) Montaigne se hace continuador de la tradición materialista que iniciaron Epicuro y Lucrecio”. Por modestia, se inclina a aceptar que alma y cuerpo son una sola y misma sustancia pero igualmente cree que, debido a su indivisibilidad, el alma y cuerpo mueren juntos. Aunque también es verdad que no se sabe a ciencia cierta cuál religión profesaba Montaigne -el protestantismo, el cristianismo o el catolicismo-, lo cierto es que aparte de la naturaleza de su pensamiento escéptico, su espiritualidad estaba teñida de tranquilidad y serenidad ante el sufrimiento y la muerte y “la necesidad de disipar el dolor y el miedo inútiles, de aprender a vivir y aprender a morir, gozando de la vida y preparándonos recíprocamente para la muerte.” (Gras Balaguer, 1988) Por su parte, el ensayista Harold Bloom cree que el Dios de Montaigne es un Dios gnóstico, o afín al gnosticismo hebreo, que plantea una “teología negativa”. Para Bloom, la otredad de Dios -como una entidad distante- en Montaigne, guarda afinidad “con el Dios ajeno de los gnósticos y los herméticos.” (Bloom, 2005) Por cierto que esta idea gnóstica es afín a la que yo sostengo sobre Dios: un Dios retirado, oculto e íntimo
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(que parece buscar igualmente el encuentro del hombre) con el que se puede mediar a través “del individual entusiasmo y éxtasis.” Volviendo a Cioran, en dos ensayos contenidos en su libro La caída en el tiempo, se pone en evidencia la filiación y deuda permanente con el escepticismo. Los ensayos son “El escéptico y el bárbaro”, y “¿Es escéptico el demonio?”. En el primero mencionado, sostiene que el escepticismo como tendencia aparece cuando una cultura o una civilización (o incluso una persona) se encuentra en decadencia o en crisis. El escéptico, escribe Cioran: “conocerá la suspensión del juicio y la abolición de las sensaciones, solamente en el seno de una crisis (…) si existen escépticos aislados en cada época, el escepticismo como fenómeno histórico no se encuentra más que en momentos en que una civilización ya no tiene ‘alma’, en el sentido que Platón da a la palabra” (…) La nostalgia por la barbarie es la última palabra de una civilización; y es, por lo mismo, la del escepticismo.” ¿No les suena conocido? Para Cioran, entonces, el escéptico vive instalado en la duda y en la desgarradura de la soledad y el tormento interior como fines últimos. En el segundo ensayo afirma que el escéptico: “lo que busca no es la verdad, es la inseguridad, la interrogación sin fin, (…) él, el más desengañado de los mortales, sin ninguna ilusión sobre el prójimo y sobre sí mismo.” (Cioran, 1977) Ahora bien, como no conoce finalidad, ni se apega a nada, la ruptura entre él y el mundo se agudiza con cada acontecimiento y con cada situación o problema que tiene que afrontar. La duda escéptica tiene un poder devastador que puede igualarse a una enfermedad. En el caso particular de Cioran, se siente afectado casi por una capacidad orgánica para creer
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cosa que le induce a una imposibilidad de superar la duda. De ahí que la asidua, tormentosa y destructiva familiaridad con la duda tenga también visos de tentación demoníaca o luciferina: “Si nos adentramos en ella es quizás porque nos determina una fuerza destructiva. (…) Así, esa búsqueda a la cual nos condena se reduce a una metódica caída en el abismo”, argumenta en el último ensayo antes mencionado. Ahí mismo expone igualmente que la duda siempre se revela incompatible con la vida, así, el escéptico consecuente, obstinado, “ese muerto-vivo, termina su carrera en una derrota sin analogía con ninguna otra aventura intelectual.” Apunta que en medio de un universo de engañados, el escéptico se sostendrá y percibirá como un solitario, “sin poder hacer nada por nadie, así como nadie podrá hacer nada por él”. “El drama del que duda es mayor que el del negador, por la razón de que vivir sin finalidad es más incómodo que el vivir por una mala causa.” A diferencia del pesimismo, que se basa en la cómoda y evidente negación, el escéptico se afinca en la duda sin ninguna certeza o certidumbre: “Cuando se niega, se sabe lo que se quiere; cuando se duda, se termina por no saberlo.” Así, el escéptico “No se apega, no se fija a nada; la ruptura entre él y el mundo se agrava con cada acontecimiento y con cada problema que tiene que afrontar.” El escéptico es, pues, en última instancia, un solitario tentado por el abismo, y por ello mismo, un espíritu nómada, un pensador de la intemperie.
Dos influencias tempranas Dos pensadores -entre varios de los que entusiasmaron a Cioran en sus lecturas iniciales- que ocuparon un lugar importante en la formación del joven Cioran, fueron sin duda el filósofo espiritualista ruso León Chestov (1866-1938), y el
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pensador, teólogo y escritor danés Sören Kierkegaard (18131855). Chestov estudió en las universidades de Moscú y San Petersburgo y abandonó Rusia luego del triunfo de la revolución bolchevique para terminar sus estudios en París. Algunos críticos lo consideran un pensador existencialista preocupado por la fe y la razón, imbuido de religiosidad y premisas éticas y filosóficas un tanto similares a las de Kierkegaard. Incluso Chestov escribió un libro sobre el pensador danés titulado Kierkegaard y la filosofía existencial. En efecto, Cioran le confesó a la periodista y escritora Sylvie Jaudeau su cercana afinidad con el pensador ruso en su juventud: “Chestov era muy conocido en Rumania, donde incluso hizo escuela. Era el filósofo de la generación a la que yo pertenecía, que no lograba realizarse espiritualmente, pero conservaba la nostalgia de semejante realización. Chestov (…) desempeñó un papel importante en mi vida. Le guardé una gran fidelidad sin haber tenido la suerte de conocerlo personalmente. Pensaba con razón que los filósofos eluden los verdaderos problemas. En efecto, ¿acaso hacen otra cosa que escamotear los verdaderos tormentos?” (Cioran, 1997: 166)
Es muy probable que Chestov, al igual que Nietzsche, lo haya influido igualmente en el rechazo y el abandono de la filosofía sistemática asumido por Cioran a comienzos de los años treinta. (En efecto, Cioran anotó -1967- en sus Cuadernos: “Chestov me liberó de la filosofía.”) Uno de los principales temas o asuntos de la obra chestoviana es el rechazo y la crítica del racionalismo, tanto secular como religioso o teológico, y una puesta en discurso de la imposibilidad de alcanzar alguna certeza por medio de la razón, sustentado en la duda y el escepticismo. Una reflexión típica suya argumenta que: “El saber al que aspira tan ávidamente nuestra razón es el más grande y el más mortal de los pecados.”(Philonenko, 2004) Un
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libro de Chestov al que Cioran tuvo entre los más influyentes de su vida, fue sin duda Las revelaciones de la mente, que el propio Cioran hizo que reeditaran en Rumania cuando fue por corto tiempo director de una colección de filosofía en la Editorial Plon, igualmente en los años treinta. Para el escritor y crítico ruso Alexis Philonenko (como lo expone en su libro La filosofía de la desdicha), que estudia al aludido pensador y a algunos escritores rusos, Chestov se planteó una lucha paradójica, cuerpo a cuerpo, contra la razón, a través de la propia razón y la pasión y llevada hasta sus últimas consecuencias. Luchar contra la filosofía sistemática utilizando la propia filosofía. El pensamiento de Chestov constituye una lucha apasionada contra la razón que petrifica la existencia humana. Para Philonenko, Chestov es el último escéptico en la historia de la filosofía. (Para mí, en todo caso, sería Cioran.) Era muy difícil, sino imposible, destituir a Sócrates y destronar a Platón como paradigmas de la razón occidental. Ir contra la razón, elevada por Sócrates a la realeza absoluta, “que detentaba el poder del saber”, no es asunto baladí, pero, indudablemente, es una guerra perdida. Sin embargo, como no podía vencer la razón en el mundo, “por lo menos quería vencerla en él.” Argumenta Philonenko que, en algún momento de optimismo, “De hecho Chestov comparaba a la razón con Circe y con el diablo, por lo que estaba entonces cerca de reconocer su derrota.” Pero, al final, “Vencido, maldijo la razón como la víctima que, moribunda, puede maldecir al criminal. Tal es el discurso escéptico esencial”, apunta el ensayista ruso. Chestov arremete, pues, contra Sócrates y luego contra Platón y contra sus mitos racionales del pensamiento, tratando socavar y contradecir el espíritu geométrico helénico. Pero si Platón busca colocar o elevar la razón como sustituto del mito (y lo irracional y religioso)
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griego en el alma humana, Chestov, a través de la dialéctica, intenta en sus libros erradicar de cuajo a la razón: “Platón escandaliza al hombre para dar a la razón la hegemonía en el alma humana, Chestov, escandaliza al hombre para liberar el alma humana del despotismo de la razón.” Si Platón cree que la vida odia la razón, al contrario Chestov cree que por naturaleza la razón odia la vida. Al igual que Cioran, Chestov utilizó el aforismo en algunos de sus libros, como forma para expresar concisamente su pensamiento y evadió todo tipo de filosofía sistemática. Chestov no quiere razonar: quiere detener el curso del pensamiento. Escribe por impulsos, por fogonazos. Expone su filosofía “bajo el aspecto de una serie de pensamientos sin ningún lazo exterior, corriendo el riesgo de provocar el enojo de los lectores y, sobre todo, de los críticos.” De esta lectura se desprende que Chestov fue un provocador lúcido y rara vez habla como “filósofo”. Increpa a los profesores y a la filosofía académica de este modo. Escribió el filósofo ruso que el hecho de que los destinos de la filosofía hayan sido puestos en manos de los profesores, sólo pude explicarse por la envidia de los dioses, “que no quieren conceder la omnisciencia a los mortales.” Para los profesores de filosofía, argumenta Chestov acerbamente: “Nietzsche es un escritor brillante pero no un filósofo. Es decir, que como Nietzsche expresamente no quiso ser sistemático por ende quedaría excluido de la filosofía.” Aunque creo yo que a Nietzsche no le preocupaba ni le atormentaba eso para nada. Al final, Chestov se atrincheró en sí mismo y asumió la desesperanza y la soledad, como queda expresado en su libro Sobre los confines de la vida o la apoteosis del desarraigo, comentado en el referido libro por Philonenko. Permaneció, pues, en este dilema: “Todo pensamiento profundo debe comenzar por la desesperanza.”
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Chestov se mantuvo a flote en las profundidades del alma humana, en la noche del Ser, asumiendo una vena y un carácter místicos en sus últimos escritos. Escribió así, que: “Y como todo hombre tarde o temprano está condenado a ser infeliz, la última palabra de la filosofía es, pues, la soledad.” Tratando de buscar la gracia oculta de las tinieblas, se sumergió en su noche oscura del alma: “Ninguna creencia, ningún arte nos puede ofrecer lo que nos conceden las tinieblas.” (Philonenko, 2004) Otra influencia o afinidad espiritual muy patente en los años de juventud del pensador rumano, fue la de Sören Kierkegaard, nacido en Copenhague y graduado en teología y artes en esa ciudad, con una tesis sobre la ironía en Sócrates. Kierkegaard atravesó o experimentó varias crisis religiosas, enfermedad y derrumbamiento existenciales y polemizó contra las ideas hegelianas presentes en su tiempo en Dinamarca, que como afirma José Ferrater Mora en su Diccionario de filosofía, “se ocupaban de lo universal, menospreciando lo individual, subjetivo y concreto”, a lo cual opuso Kierkegaard una filosofía más existencial basada en el postulado de que la existencia no es ideal sino real; igualmente postuló los tres niveles de conciencia: el ético, el estético y el religioso, basado este último en ataques frontales a las iglesias católica y protestante luterana y a la “cristiandad”, en nombre de un cristianismo más visceral y terreno sustentado en la fe, lo cual hace que el pensamiento del filósofo danés sea enmarcado más en el contexto de la religión, que en el de la filosofía propia. Cioran, en el mencionado libro Conversaciones, le confiesa a François Fejtö en un diálogo sostenido en 1986, que: “Era en 1932. Yo estudiaba entonces filosofía. Estaba a punto de terminar mis estudios. Leía a Kierkegaard apasionadamente: en alemán, por supuesto.” (Cioran, 1997: 145)
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También precisa en el referido libro, en la conversación con Savater, que por esos mismos años: “(…) leí mucho a Kierkegaard entonces, cuando aun no era moda. En general, lo que más me ha interesado siempre es la filosofíaconfesión. Lo mismo en filosofía que en literatura, lo que me interesa son los casos, en el sentido casi clínico de la expresión. Me interesan todos aquellos que van a la catástrofe, y también los que a punto de derrumbarse, lograron situarse más allá de la catástrofe. No puedo admirar más que a aquel que ha estado a punto de derrumbarse.” (Cioran, 1997: 22)
En el “Prólogo” a su libro Temor y temblor, Kierkegaard puntualiza que nuestra época está signada por el apresuramiento; asistimos a “una verdadera liquidación en el mundo de las ideas como en el mundo de los negocios”. Arguye que el profesor, el maestro, el estudiante, el aficionado a la filosofía quieren pasar por encima de todo olímpicamente sin detenerse a pensar y menos a dudar. Pasan por encima de ambos estados y hacen creer que, en apariencia, han dudado. “Sería sin duda imperativo preguntarles adónde van a ese paso”, escribe Kierkegaard. Igualmente para el filósofo danés el hombre moderno -y más hoy en nuestros días-, vive en tiempo de angustia, miseria y paradoja. Cree que, sin embargo, que es en esta angustia y miseria donde los grandes hombres hallarán consuelo. Remarca también la importancia que debería tener de la duda racional, e igualmente de la duda escéptica, como contenido del espíritu moderno: “Aquello que los antiguos griegos, algo conocedores de filosofía adoptaban como tarea de toda una vida, porque la práctica de la duda no se adquiere en pocos días o en pocas semanas (…) en medio de todas las acechanzas, después de haber negado infatigablemente la certeza de los sentidos y del pensamiento, después de haber
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arrostrado sin cobardía los tormentos del amor propio y las insinuaciones de la simpatía; esta tarea es la que sirve como iniciación para todos.”
Otras ideas espigadas en este libro tienen que ver con la filosofía, la religión o la tarea del escritor. Declara aquí, al igual que Chestov y Nietzsche, que no se considera filósofo, no comprende el sistema, y no posee uno. Es un escritor aficionado “que no escribe sistemas ni promesas de sistema.” Y declara que para él “escribir es un lujo y tanto más gana en evidencia en placer cuanto menos compradores y lectores tiene de sus producciones. No teme prever su destino en una época en que la pasión se borra de un trazo para beneficio de la ciencia (…) El autor prevé su suerte: pasará completamente inadvertido.” Cosa que por suerte en su caso no ocurrió. En este libro mencionado, igualmente habla de la fe, “esa paradoja inaccesible al pensamiento”, poniendo como ejemplo la fe de Abraham con el sacrificio de Isaac: “cuya vida no es únicamente la más paradójica que pensarse pueda sino que es tan paradójica que resulta absolutamente imposible pensarla.” La fe comienza precisamente donde acaba la razón, escribe. Para Kierkegaard la filosofía ha sustituido “pura y simplemente lo inmediato por la fe. (…) La filosofía no puede ni debe dar fe; su tarea es comprenderse a sí misma, saber qué ofrece; de ninguna manera debe ocultar, ni, sobre todo, escamotear.” (Kierkegaard, 1947) Es claro que el pensamiento de Kierkegaard atrajo e influenció a Cioran en lo que respecta a una existencia asediada por la angustia, la soledad, la impotencia, la paradoja, la contradicción, la lucidez. La existencia del filósofo danés estuvo signada por la enfermedad, la tensión y el desasosiego
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(padecía de los nervios, de insomnio y malformaciones físicas; y particularmente de impotencia o discapacidad sexual, que Kierkegaard llamaría “su secreto”, “su cruz privada”, “la astilla en la carne.”) También hay cierta afinidad entre Cioran y Kierkegaard en el cuestionamiento a la razón, a la filosofía; pero no precisamente por su idea o concepción de la fe. Kierkegaard se sustenta en la fe y la moral que ella conlleva (el deber absoluto hacia Dios); la reclama y hace ver su necesidad en un mundo carente de sentido. El hombre de fe es el hombre que cree, más allá de la razón, en algo incomprensible que le da razón de ser, y a la vez lo aísla y convierte en solitario, ya que no tiene otro apoyo que el que le da él mismo, he ahí la paradoja: “La fe no es el inmediato instinto del corazón, es la paradoja de la vida”, escribe. También reflexiona en tono escéptico: “La fe es esa paradoja, y el Individuo no puede absolutamente hacerse comprender de nadie.” Aún así, es en esa paradoja donde encuentra su consuelo. Como lo señaló acertadamente Harold Bloom, el tema esencial de Kierkegaard radica en la dificultad de ser cristiano en una sociedad “supuestamente cristiana”. Al contrario, Cioran fue un hombre religioso, aunque imposibilitado esencial y existencialmente para la fe, y que vivió en un mundo aún más desacralizado o descreído. La pregunta que le cabría hacer y definiría a Cioran sería, como afirma Savater: “¿Sabríamos perdurar sin ningún tipo de fe? Sin fe en la vida ni fe en la muerte; ni fe en la historia ni en la eternidad; ni fe en la carne ni en la razón; ni fe en el arte, ni en la política o la filosofía. Cioran pasa revista cruel a nuestras convicciones y nos va alejando a zarpazos de ellas.” (Savater, 1989) Que, en otras palabras, es un rasgo esencial del escepticismo. Cioran precisa también que, sin la fuerza de la fe, el escéptico es más vulnerable ya que tiene que vivir en sus perplejidades, como
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el creyente en sus certezas. Por otro lado, Cioran confirmó igualmente en un diálogo sostenido con Sylvie Jaudeau, que: “No fue la fe, sino el tedio, lo que me hizo vislumbrar el reino de lo esencial.” A propósito del tedio y del hastío, en un aparte de su ensayo “Fulgores y resignaciones”, perteneciente a su ya citado libro La tentación de existir, Cioran refiere que, al final de sus días, el novelista ruso Gogol -un hermano espiritual de Kierkegaard que también padeció de impotencia sexual-, no pudo escribir más y se sumió en un letargo “atravesado de trecho en trecho por sobresaltos (…) Cuando perdió su genio, quiso salvarse” buscando la protección y la guía de un director espiritual y comenzó a experimentar el vacío, el tedio y el hastío. Escribe Cioran que, andando el tiempo, el hastío substituyó en Gogol a la fe, llegando a convertirse casi en una sensación absoluta, religiosa. Pues bien, esto ocurre un poco con Cioran: el tedio y el hastío sustituyeron a la fe. El tedio es la presencia más familiar en Cioran, su faceta enfermiza. Y también observa que, en el éxtasis místico, “Si estás hastiado y harto, no puedes proyectarte más allá de ti, sino que caes más bien por debajo”. Más que de Abraham, Cioran está cerca, no de los que obedecen, sino de los que inquieren o increpan a Dios: se siente más un discípulo de Job y de Lutero. Sobre el primero afirmó: “Si he sido discípulo de alguien, ha sido sin duda de Job.”; sobre el segundo escribió, en el ensayo antes mencionado, resaltando su rasgo valiente, “que hace falta para vérselas tanto con las fuerzas del bien como con las del Mal. Lutero reza polémicamente, increpa a Dios sin timideces (…) A veces, le arma una bronca y le trata de igual a igual.” Y puntualiza que en Lutero, no basta tener fe sino que habría que sufrirla como una maldición para “ver en Dios un enemigo, un verdugo, un monstruo, amarle pese a todo, proyectando en él toda la
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inhumanidad de que se disponga, de la que se sueñe.” (Cioran, 1979) Nos refiere Cioran en La tentación de existir que el religioso alemán fue un hombre angustiado y tironeado por convicciones e impulsos contradictorios, y que, sin embargo, revigorizó el cristianismo: “Su piedad era negra. Incluso la de Pascal, incluso la de Kierkegaard palidecen al lado de la suya: el uno es demasiado escritor, el otro demasiado filósofo.” Por su parte, en un texto de su libro inicial En las cimas de la desesperación (escrito a los 22 años en Rumania), ya plantea Cioran la idea (gnóstica) de un Dios cristiano extraño y poco familiar para él, y a la vez igualmente escondido e inaccesible para el creyente cristiano asiduo: “Pero tampoco Dios se ha preocupado particularmente de mí. Los cristianos continúan sin comprender que Dios está más lejos aún de los hombres de lo que ellos lo están de él. Yo imagino perfectamente a un Dios exasperado por la trivialidad de su Creación, hastiado tanto de la tierra como de los cielos.” (Cioran, 2009) Veamos algunas ideas y opiniones de Cioran sobre la religión y la mística, tomadas al azar del mencionado libro Conversaciones: “Siempre ha existido en mí una vocación religiosa: mística más que religiosa, de hecho. Me resulta imposible tener fe, como también me resulta imposible no pensar en la fe.” “Me di cuenta de que era la mística, y no la religión, lo que me interesaba: la mística, es decir, la religión en sus momentos de exceso, su vertiente extraña.” “Todos los místicos han conocido grandes extravíos, próximos al hundimiento.” “Entonces comprendí que yo nunca pertenecería a la raza de los creyentes. No tenía ni tendría nunca la fe. Cosa curiosa, estaba fascinado por Teresa de Ávila.” “¿De qué sirve tener fe, si se sufre todo el tiempo?” “Y comprendí que yo no estaba hecho para la religión. Pero siempre me ha interesado, sin que yo crea.” “La presencia de la religión en mí es real.” “La
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mística va más lejos. La mística, es decir, el éxtasis. Yo mismo tuve cuatro, en total, en mi época de intenso desasosiego. Son experiencias extremas que pueden vivirse con o sin fe.” “Sin duda la mística me interesa más que la santidad; sin embargo, ésta tiene algo extraño para mí que excita mi curiosidad. Los excesos de los santos me atraen por su vertiente provocadora. (…) Sólo me estaba permitido vivir experiencias más acá o más allá de la fe.” “Yo puedo pasar por todas las crisis, salvo la fe misma, que es una crisis también, pero una forma de crisis que no es la mía. Es decir, que puedo conocer la crisis, pero no puedo conocer la fe.” “En general, quienes no tienen ninguna religión, tienen una, que es la negación. (…) El tipo que no tiene religión ataca a Dios una y otra vez, por tanto, Dios está presente.” (Cioran, 1997) Cioran piensa que toda experiencia religiosa seria, comienza donde termina el imperio del demiurgo. Por eso cree que la mística, en su renuncia al mundo, consigue mayor credibilidad. En el éxtasis místico se busca una suerte de esencia indeterminada de Dios, no un atributo específico. De tal forma que el místico rompe con el demiurgo, mientras que la teología cristiana, negando la imperfección de la creación, recurre al subterfugio de sofismas y eufemismos. Los gnósticos fueron muy lejos en esto, al considerar al mundo y al hombre como entidades imperfectas, caídas; y al demiurgo como un aciago y malévolo personaje, artífice y creador de ese mundo caído. Las ideas y el pensamiento religioso de Cioran están impregnados de gnosticismo. El pensador rumano leyó mucho a los gnósticos y abrazó varias nociones suyas. Éstos se caracterizan por plantear principios opuestos al cristianismo. Creen, por ejemplo que Uno (el Ser) se establece en un momento estelar de la creación, perdido en el origen y en la caída de la materia. Recordemos que dos de sus libros llevan
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títulos que aluden a conceptos del gnosticismo, más que a conceptos cristianos, a saber, La caída en el tiempo (publicado en1964), y El aciago demiurgo (publicado en1969). En todo caso el tema de la “caída” es una concepción común a ambas especulaciones filosófico-religiosas. Ya sabemos que las concepciones y especulaciones de los Bogomilos y los Cátaros, están consideradas como herejías del cristianismo. En la conversación con J. L. Almira, datada en 1983, Cioran aclara este tópico y confiesa que: “No soy creyente, pero estoy obligado a admitir la existencia del pecado original como idea, pues quien la tuvo dio en el clavo. La historia del hombre comenzó con una caída. Sin embargo, no puedo aceptar que antes existiera un paraíso, creo más bien que algo se resquebrajó cuando el hombre comenzó a manifestarse, algo se rompió en él, quizás al convertirse en hombre propiamente dicho.” (Cioran, 1997: 96)
Los filósofos o religiosos gnósticos (Bogomilos, Cátaros), provienen de una zona de Europa muy rica en herejías y en interpretaciones propias -los Balcanes, el sur de Francia-, planteando igualmente que todo lo que proviene de Dios conduce al error y es fraudulento, empezando por la creación. Como escribió Savater, refiriéndose al concepto del Dios bíblico que sustentan los gnósticos, “Dios es el gran falsificador. Como vieron los gnósticos, un dios que tiene la necesidad de crear al mundo, es imperfecto.” Aunque de origen búlgaro en su etimología: Bog: Dios, y milvi: apiadaos (los bogomilos se decían “amados de Dios”), la secta irrumpió en el siglo XII en Constantinopla, durante el reinado de Alexis Comneno. Exponían que el mundo había sido creado por Lucifer. Éste habría seducido a Eva en el Edén, procreando a Caín, quien tras el crimen de Abel, habría expandido el mal
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sobre la tierra. Acerca de estas ideas gnósticas y su inclinación por el misticismo asumidos por el escritor rumano, en la conversación con François Bondy llevada a cabo en 1970 en París, Cioran precisa que los sustentos filosóficos de su concepción de la creación del hombre: “Están más emparentados con la secta gnóstica de los Bogomilos, los antecesores de los cátaros, cuya influencia fue intensa, sobre todo en Bulgaria. (…) me reconozco próximo a la creencia profunda del pueblo rumano, según la cual la creación y el pecado son una y la misma cosa. En gran parte de la cultura balcánica, nunca ha cesado la acusación contra la Creación.” (Cioran, 1997: 13)
Aún así, y con todas sus coincidencias y referencias positivas en lo concerniente a esas sectas, Cioran continuamente dudaba, reflexionaba con lucidez guardando distancia. En un aforismo del año 1968, correspondiente a sus Cuadernos. 1957-1972, anota: “Tomo partido por los cátaros y por cualquier herejía perseguida por la Iglesia. Pero, si una de esas sectas hubiera triunfado, habría sido tan intolerante como el cristianismo oficial. Los cátaros, algunos puntos de cuya doctrina tanto me gustan, habrían superado, de haber vencido, a los inquisidores. (…) Tengamos piedad sin ilusiones de toda víctima en general, si queremos mantenernos en la verdad.” (Cioran, 2004)
Literatura, escritura, aforismo, estilo, melancolía, tedio, suicidio Pese a ese escepticismo orgánico que como rumano, como hombre y como pensador profesaba Cioran, ello no le impidió que buscara soporte en las palabras, en la escritura, al intentar alcanzar una especie de catarsis mental, de alivio
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espiritual al vaciar sus obsesiones. Teniendo facilidad para el lenguaje escrito, ¿de qué otro modo podía concretar su pensamiento y sus obsesiones sino a través de la escritura? El pensador rumano escribió a los veintidós años (1933), en rumano, su primer libro: En las cimas de la desesperación, que contiene el germen de todos sus libros posteriores, jurando no escribir nada más. Así, en una conversación que sostuvo con Fernando Savater en 1977 y que apareció en el diario El País de Madrid, le confesó que “la expresión es una liberación” y que todo libro conlleva una parte de nuestra vida, enfatizando que: “Se desprende uno de todo lo que ama y sobretodo de todo lo que detesta en uno mismo.” Pero este proceso no es nada fácil, ya que la escritura implica también un hecho doloroso. Para Cioran todo libro es igualmente una herida; los suyos han sido escritos en un estado de “negra exaltación”. En su caso, “hay que sentirse extenuado, desalentado, desconsolado, melancólico hasta el exceso, extraordinariamente triste para escribir”, le confirmó a Savater. Al periodista y escritor François Bondy le refirió en 1970: “Nunca he podido escribir de otro modo que con el desaliento de las noches de insomnio y durante siete años apenas pude dormir.” A la periodista y ensayista italiana Lea Vergine, le confesó en 1984 que era un hombre permanentemente sujeto a la melancolía y que desde los 17 años estuvo acompañado por ese estado de espíritu. Aquí cabría una rápida digresión sobre la melancolía. Como escribió el ensayista inglés Robert Burton en su clásico estudio sobre el tema, Anatomía de la melancolía (1621), existen básicamente dos tipos de melancolía: la de bilis negra, producto de un humor maligno, sin fiebre, que distorsiona la imaginación, conduce a la pérdida de la razón y hace desvariar al enfermo creándole frenesí y delirio (Burton precisa que ésta se asienta primero en la imaginación, luego corroe la razón y
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finalmente trastorna “la facultad de expresión, las opiniones y creencias del individuo”); y otra, más atenuada, suerte de bilis blanca, que es producto de un humor en su mayor parte frío, igualmente sin fiebre, y que conlleva temor y tristeza “sin causa aparente” y una permanente angustia del alma. En este estado se podría encuadrar la melancolía del pensador rumano, aunque en su caso esa bilis blanca, es verdad, muchas veces se vire al negro. No obstante ambos tipos de humor melancólico son producidos por diversos factores como el clima, la comida, trastornos fisiológicos, anomalías anatómicas, pasiones desenfrenadas o hechos hereditarios y presentan características particulares dependiendo de la predisposición o constitución física y anímica de cada individuo. Burton escribe que hay que diferenciar la melancolía de la tristeza, el mal humor o la cachaza. “Hemos dicho que la melancolía se manifiesta en la tristeza, pero no por ello se ha de confundir aquélla con ésta”, anota en Anatomía de la melancolía. (Burton, 1947) En un aforismo mínimo anotado en sus Cuadernos. 1957-1972, Cioran apunta: “Vivir es segregar bilis”. Como forma de la melancolía, de manera intermitente Cioran fue huésped temporal de la tristeza a lo largo de su vida. En su libro El ocaso del pensamiento, anota en una reflexión: “la tristeza es un aislamiento sustancial de nuestra naturaleza, a diferencia de la dispersión ontológica de la felicidad”. En otra reflexión del mismo libro precisa que, aparte del carácter profundo y revelador que conlleva, sin embargo la tristeza lleva implícita igualmente la ambigüedad e incomodidad existenciales: “En la tristeza todo tiene dos caras. No puedes estar ni en el cielo ni en el infierno, ni en la vida ni en la muerte, ni se puede ser feliz ni infeliz. Un llanto sin lágrimas, un equívoco sin fin.” (Cioran, 1996) Y también declara: “Yo me sobrevivo después de cada tristeza”. Igualmente, en un
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texto de su libro inicial, En las cimas de la desesperación, apunta que en la tristeza reside un misterio a la vez cotidiano, sublime y enigmático: “La tristeza abre una puerta al misterio (…) no deja nunca de ser enigmática. Si se estableciera una clasificación de los misterios, la tristeza pertenecería a la categoría de los misterios sin límites, inagotables.” (Cioran, 2009) De igual manera, en una observación que aparece en Conversaciones, apunta que, en su caso particularmente, tiene que estar él muy triste para poder escribir: cuando se está más triste, paradójicamente, ello le induce a escribir y se produce una lucidez liberadora. Ratifica que durante ese estado: “es cuando se produce una reacción biológica saludable. Entre el horror y el éxtasis, practico una tristeza activa.” Sin embargo, aunque la tristeza le seduce y lo visita de vez en cuando, es más asiduo a la práctica de una intolerable amargura: “Nosotros nos sentimos más poseídos por la amargura que por la tristeza, ya que no conocemos el orgullo de la suerte triste, sino las sombras del destino cruel.” (Cioran, 1996). Recordemos que no por casualidad un libro suyo lleva por título Silogismos de la amargura. En sus mencionados Cuadernos, sin embargo, Cioran precisa: “Yo no soy ‘amargo’ por bilis o por espíritu de venganza, sino por avidez, por voluptuosidad de la amargura precisamente.” O sea que todos estamos propensos, en mayor o menor grado, a ser afectados por la melancolía ya que ella constituye, según el escritor inglés, “el carácter inalienable de todo mortal”. Pero indudablemente, puntualiza Burton en su libro: “Los más predispuestos a esta afección son los misántropos por naturaleza, los grandes estudiosos, los amantes de la vida contemplativa, los poco activos.” Éste sería el caso de Cioran. En El ocaso del pensamiento formula estas dos sutiles reflexiones: “La melancolía es una religiosidad que no precisa
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de lo absoluto, un deslizamiento fuera del mundo sin la atracción de lo trascendente, una tendencia por las apariencias del cielo pero insensible al símbolo que éste representa.” Igualmente escribe que: “La melancolía es el límite de poesía que podemos alcanzar en el interior del mundo. No sólo contribuye a nuestra elevación, sino también a la de la propia existencia.” Otro estado muy frecuente y caro a Cioran que habría que anotar aquí, que signó igualmente su escritura a la par con la melancolía, y ya antes mencionado, fue el del tedio. Ya me referí este tema o asunto páginas arriba. El tedio, pues, se convierte en influencia y leit motiv a lo largo de toda su obra. En alguna parte afirmó que la melancolía es una especie de tedio refinado, “el sentimiento de que no se pertenece a este mundo.” Cioran precisó que su tedio era parte de su naturaleza fisiológica, y que constituyó “la plaga de su vida”. Le confesó al escritor y periodista J. L. Almira en 1983: “Hablo del tedio esencial, que es una toma de conciencia extraordinaria de la soledad del individuo. Me resulta un sentimiento tan ligado a mi vida, que estoy seguro que podría sentirlo hasta en el paraíso. (…) El tedio es la gran amenaza espiritual, una especie de tentación diabólica.” (Cioran, 1997: 93)
Aquí se trata del tedio como un malestar esencial, una experiencia terrible que hace percibirse al hombre fuera del tiempo. El tiempo se desprende de la existencia, se nos vuelve exterior, dice Cioran, y esto es algo terrible porque la vida y los actos humanos sólo tienen sentido si están insertos en el tiempo. Somos tiempo, y con el tedio percibimos que ya no estamos en el tiempo. El tedio, entonces, es la experiencia “del tiempo que no corre, del tiempo que carece de objeto.
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Es el tedio rayano en la desesperación.” Cioran se refiere al tedio continuo, que puede durar meses, el cual habría que diferenciar del simple aburrimiento que es algo breve y pasajero, que dura un instante. De ahí que durante esa experiencia de tedio continuo, y para huir de él, el pensador haya tenido que plegarse a la literatura, a la lectura y escritura como una forma de evadir su influencia destructiva. Igualmente Cioran aludió reiteradas veces al llamado Weltschmerz, el tedio romántico, un sentimiento del cual, según él, nunca se curó, un estado del espíritu muy cónsono o afín con el romanticismo alemán y con la literatura rusa del siglo XIX. Muchas páginas de Cioran parecen provenir del hastío, al igual que una gran parte de sus aforismos tratan de ese estado y su naturaleza. De su aludido libro El ocaso del pensamiento, presentamos algunas reflexiones suyas tomadas al azar, que evidencian la presencia del tedio: “De qué estratos de la inexistencia proviene el tedio de los días, para desentumecernos hasta el horror del sopor de la existencia.”, dice en una de ellas. Esta otra da cuenta del mismo estado: “Durante noches infinitas el tiempo trepa a los huesos y la desdicha campea a sus anchas por las venas. Y ningún sueño detiene el enmohecimiento del tiempo, ni aurora alguna suaviza la fermentación del tormento”. En esta, anota: “El tiempo es la cruz donde nos clava el hastío”. En esta última, se pregunta: “Hace ya un tiempo que no meditas sobre el tedio sino que dejas que él lo haga sobre sí mismo. En la vaguedad del alma, el hastío tiende hacia la sustancia. Y se vuelve sustancia de vacío.” En La tentación de existir, apunta Cioran que esto sólo se vive realmente y en profundidad a fuerza de romper las formas aparentes ordinarias de vivir e ir al límite, para intentar hacer la vida verdaderamente nuestra. Y, paradójicamente, estas instancias de intensos estados
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negativos, nos dan fuerzas para seguir viviendo. Escribe que el hastío, la desesperación, incluso la abulia, nos ayudarán a ello, a condición siempre de hacer la experiencia completa, “de vivirlas hasta el momento en que, a punto de sucumbir, nos erguimos y las transformamos en auxiliares de nuestra vitalidad. ¿Qué hay de más fecundo que lo peor para quien sabe desearlo?” Escribir para Cioran se transforma, entonces, en un hecho instintivo, visceral, en un imperativo orgánico diríamos. Escribir implica, pues, un combate permanente con uno mismo y con los demás. Se escribe por indignación, para suavizar la rabia y para diferir la agresión. Así lo deja sentado en un texto suyo titulado: “A modo de reflexión”, recogido en su libro Ensayo sobre el pensamiento reaccionario. Allí expresa: “Solo tengo ganas de escribir en un estado explosivo, en la fiebre de la crispación, en un estupor metamorfoseado en frenesí, en un clima de ajuste de cuentas en que las invectivas sustituyen a las bofetadas y a los golpes.” Y en esto tiene mucha razón, porque en lo que a mí concierne, la escritura funciona muchas veces contra las ofensas, las afrentas y las vulgaridades y necedades de mucha gente engreída y mediocre que vocifera por doquier, y también como un conjuro contra la opresión del medio. Aquí concuerdo con Cioran, quien refiere también en el mencionado ensayo: “La indignación es menos un estado moral que un estado literario, es incluso el resorte de la inspiración. (…) Yo nunca he escrito una línea a mi temperatura normal. (…) He dejado prácticamente de escribir cuando, al sosegarse mi delirio, me he convertido en la víctima de una modestia perniciosa.” (Cioran, 2000) Eso por una parte, pero de igual forma cuando se escribe bajo el imperativo de la indignación no se piensa en alguien en particular. La soledad del escritor al momento de la escritura
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no asume a otro o a alguien específico como víctima de sus invectivas. Se escribe en abstracto y ello conlleva una suerte de trance terapéutico, de cura psicológica ante la depresión, con estas ideas estoy de acuerdo. Responde Cioran en una conversación con Jean-François Duval, en 1979: “Cuando escribes no piensas en nadie: cuando escribes lo que yo he escrito. Para mí la humanidad no existe cuando escribo. Me tiene sin cuidado.” (Cioran, 1997: 40)
Pero no nos engañemos con creernos grandes y endiosados personajes. Cioran, incluyéndose él mismo, baja del pedestal al escritor y le restringe su aureola, constituyendo así, en su caso, “un espécimen ambiguo, desgarrado”. No se creía poeta, ni siquiera escritor en un sentido. Ha dicho: “Me considero un marginal, fuera de la literatura. Tan sólo quería decir lo que sentía. Soy, como dije un día, metafísicamente marginal”. El escritor rumano Ion Agheana, amigo y discípulo suyo, esgrime en un ensayo contenido en el libro Cioran, el pesimista seductor, que nuestro autor nunca instrumentalizó el estilo. Utilizaba un lenguaje voltairiano de una rara perfección formal: “La complejidad de la frase de Cioran, la presencia ordenada del matiz, del adjetivo insólito y del signo en cursiva obedecen (…) a la necesidad de desarmar el andamiaje conceptual erigido por la teología y la filosofía. (…) Él quiere desbaratar las certidumbres organizadas de la cultura. (…) La obra de Cioran es el calco negativo de los sueños idealizados de la filosofía y de los paraísos utópicos de la religión.” En este último libro el crítico español Carlos Cañeque escribe que: “la literatura de Cioran, amplificando enormemente el sentido de crisis individual, llevando la lucidez hasta sus últimos límites y diseminando inquietud ontológica, podría ser tomada como un antídoto contra el dogmatismo, la desesperación y el miedo
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colectivo.” Igualmente en este libro, otro ensayista rumano y amigo de Cioran, Matei Calinescu, expone en su escrito: “Los años rumanos”, que en esa época sus libros eran su arena, su escenario, “desde ellos insulta, aconseja, se contradice e ironiza.”(Cañeque, 2007) El mismo Cioran, como vimos, se considera un marginal, fuera de la literatura y que sólo escribió como un mecanismo terapéutico para liberarse del suicidio; afirmó estar convencido de que, si no hubiera escrito, se hubiera suicidado. Algunos opositores y críticos de Cioran han señalado que, en su caso, el acto del suicidio jamás se consumó por temor o falta de valentía y que se trató simplemente de una forma retórica de teatralidad, de una impostura y una trampa para justificar la escritura de sus libros y mantener vigente la atención sobre su ego y su persona. Repetidas veces, pues, fue tildado de tramposo, de embaucador filosófico. Él les salió al paso en diversas oportunidades aclarando y exponiendo su idea del suicidio, afirmando que éste constituye una de las formas más válidas y seguras de que dispone el hombre para soportar la existencia, y superar la desesperación. Es un estado que se lleva dentro como el de la muerte. Contrario a lo que se cree, la mayor parte de los suicidios lo ejecutan más las personas optimistas que las pesimistas. Escribe Cioran que la mayoría de los suicidios se llevan a cabo por exceso de optimismo. En 1982 le confesó a Léo Gillet que sin la idea del suicidio en algún momento se hubiera matado, ya que la vida es soportable tan sólo cuando sostenemos la idea de que podemos abandonarla cuando queramos. Más adelante, en el mismo diálogo, le precisa Gillet: “Sin el suicidio la vida sería, en mi opinión, verdaderamente insoportable. No necesitamos matarnos. Necesitamos saber que
45 podemos matarnos. Esta idea es exaltante. Te permite soportarlo todo. Es una de las mayores ventajas que se le han brindado al hombre. No es complicado. Yo no abogo por el suicidio, sino sólo por la utilidad de esa idea.” (Cioran, 1997: 74)
Revisemos parte de sus reflexiones sobre la escritura, las cuales le llevan incluso a cuestionar y a tratar de invalidar su propia obra. Cioran argumenta que al escribir prosa fragmentaria y aforística como la suya se está asumiendo una escritura conclusiva, terminal y lapidaria que avade el proceso y la confesión. En su caso particular, para ser un verdadero escritor, le responde a Duval: “Habría que escribir confesiones, escribir una confesión lo expresaría todo, pero no es ésa mi opción. No puedo. Esos son mis límites, evidentemente. No soy un verdadero escritor, en mi opinión, porque el escritor verdadero habría intentado dar todos los grados, revelarlos, formular lo que ha ocurrido en él.” (Cioran, 1997: 42)
En su dolorosa experiencia como oficiante de la palabra y de la escritura, su instinto escéptico igualmente le hace dudar de la literatura. Conversando sobre sus libros, le confiesa a la mencionada Lea Vergine: “No creo en la literatura, sólo creo en los libros que expresan el estado de ánimo de quien escribe. La necesidad profunda de liberarse de algo. Cada uno de mis escritos es una victoria sobre el desánimo. (…) por tanto, no se trata de literatura sino de terapéutica fragmentaria: son venganzas.” (Cioran, 1997: 104)
La literatura de nuestro tiempo, tantas veces inflamada de retórica, de nimiedades y de imaginación viciosa también es víctima de sus dardos: “prolija por naturaleza, la literatura
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vive de la gran abundancia de vocablos, del cáncer de la palabra.” En otra reflexión, observa: “En las letras en general asistimos a la capitulación del Verbo, el cual, por extraño que ello pueda parecer, está todavía más gastado que nosotros”. Y esta otra: “Las palabras tienen el mismo destino que los imperios.” Estas son reflexiones típicas suyas cuando señala el naufragio de cierta literatura vacua, desprestigiada y sin vida. George Steiner, en un artículo de 1998 publicado en Madrid en la revista Cuadernos Hispanoamericanos, refiere que las asperezas y juicios contundentes de Cioran al respecto de otros escritores y pensadores, vivos o muertos, fueron pregonadas por todo París. Arremetió en varias oportunidades, en sus ensayos y aforismos, y también en sus póstumos Cuadernos.1957-1972, contra Barthes, Camus, Bataille, Blanchot, Valéry, Sartre, Thomas Mann, Rousseau, Kierkegaard, Freud. Pero el pensador rumano deja siempre en claro su admiración y su familiaridad con la gran literatura de la tradición occidental y oriental, desde los griegos, latinos o chinos hasta la actualidad. Su obra está salpicada de estudios y citas de los moralistas franceses, los románticos alemanes e ingleses, los místicos españoles, los memorialistas europeos, los dramaturgos clásicos franceses, los poetas hispanoamericanos. La lista incluye, entre otros autores, a los líricos griegos y latinos, Tácito, Shakespeare, Cervantes, Swift, Montaigne, Pascal, Goethe, Dostoievski, Tolstoi, Gogol, Chejov, Racine, Saint-Simon; Rilke, Valéry, Mallarmé, Baudelaire, Rimbaud, Claudel, Celan, Simone Weil, Mircea Eliade, Beckett, Borges, Vallejo, los poetas chinos, los místicos orientales.
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Cioran encontró en el aforismo la forma idónea de expresar su pensamiento y de exponer sus meditaciones e ideas. A través de esta forma pudo simultáneamente formular sus enunciados y dar la conclusión de manera concisa y breve. No existe, pues, en los aforismos de Cioran, un desarrollo del pensamiento sino su conclusión. Siempre afirmó que en gran parte su estilo aforístico estaba inscrito en la tradición moralista francesa de las máximas y los fragmentos, encarnada en nombres como La Rochefoucauld, Chamfort, Joubert, entre otros escritores. Más, en su afán de contradecirlo todo, de dudar y poner en entredicho hasta su misma obra, también afirmó en su conversación con Fritz J. Raddatz:
“Mis aforismos no son de verdad aforismos, cada uno de ellos es la conclusión de toda una página, el punto final de un pequeño ataque epiléptico. (…) Desecho todo y doy sólo la conclusión, como en los tribunales, cuando al final sólo hay el veredicto: condenado a muerte.” (Cioran, 1997: 140)
A una pregunta que le hiciera el ensayista Benjamín Ivry en 1989, acerca de si su estilo aforístico no estaba emparentado muy de cerca con el de su maestro Nietzsche, él respondió:
“Nietzsche se puso a escribir aforismos al comienzo de su locura, cuando empezó a perder el equilibrio mental. En mí era una señal de fatiga. (…) He escrito aforismos por repulsión hacia todo. Estoy en los antípodas del profesor. Detesto explicar y sobre todo explicarme.” (Cioran, 1997:160)
Los aforismos de Cioran son, pues, de diversa extensión y adoptan variadas formas expresivas. Pueden ir
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de pensamientos breves de una línea parecidos a enunciados poéticos, máximas o sentencias morales hasta reflexiones más largas en forma narrativa donde expone ideas filosóficas o literarias, incluye anécdotas, viñetas de sí o de otros o refiere hechos cotidianos. Desde la más remota antigüedad esta forma expresiva ha constituido un vehículo preciso para concretar el pensamiento. Hipócrates, el padre de la medicina, en el siglo V a.C. la cultivó en su libro titulado, precisamente, Aforismos, y a partir de allí se constituyó, en sus orígenes, como modalidad expresiva constituida por una breve sentencia principalmente apta para resumir ingeniosamente un saber científico, sobre todo médico o jurídico. No existe, pues, un canon genérico para caracterizar al aforismo, aunque sí ha alcanzado una autonomía propia ya que es un vehículo expresivo permanente del que han echado mano variados autores en la historia del pensamiento y la literatura. Muy certeramente el filósofo y poeta español Rafael Argullol ha escrito que el aforismo es, al mismo tiempo, poesía y pensamiento, narración e idea. Aparentemente hermético y enclaustrado en sí mismo, es, simultáneamente, escritura abierta. Por su parte Cioran precisó sobre este género en la conversación sostenida con Léo Gillet: “Los aforismos son generalidades instantáneas. Es pensamiento discontinuo. (…) Es un pensamiento que no encierra mucha verdad, pero sí un poco de futuro (…) no deja de ser una especialidad francesa, el aforismo. Pero es una mezcla de seriedad y falta de seriedad. (…) la ventaja del aforismo es la de que no hay necesidad de dar pruebas. Se lanza un aforismo como se da una bofetada.” (Cioran, 1997: 62)
El mencionado filólogo y pensador George Steiner, hace notar “el fulgor sombrío y marmóreo de las máximas más incisivas
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de Cioran.” Un aforismo de Cioran que trasunta ese fulgor y que resulta tautológico porque reflexiona conceptualmente sobre la propia naturaleza del aforismo, reza así: “Sólo cultivan el aforismo quienes han conocido el miedo en medio de las palabras, ese miedo a derrumbarse con todas las palabras.” Hay que decir que el estilo a Cioran le tuvo sin cuidado, aunque confesó y escribió en varias oportunidades que el suyo era una mezcla de espontaneidad y trabajo, ya que antes o al momento de escribir siempre reflexionaba mucho, pero que nunca éste le salía forzado. El suyo fue tildado, entre otras cosas, de anacrónico, a lo que él argumentó que eso no tenía importancia ya que a él lo leían más que todo las personas por necesidad, individuos que tenían problemas, “personas deprimidas, preocupadas, obsesionadas, personas desdichadas, y no se fijan demasiado en el estilo”, le confesó a su interlocutor Jean-François Duval en 1979, en la conversación ya citada. Sobre su estilo, también le precisó al referido Duval: “Sin embargo, no me he planteado la cuestión de si es actual o no, si está pasado de moda o no. No podemos decir que sea actual, es un estilo bastante neutro, que carece de imágenes, que no es de una época exactamente. (…) Y es evidente que tengo dos estilos. Uno es el estilo violento, explosivo, y el otro el sardónico, frío. Hay textos míos que son muy violentos, muy histéricos. Hay otros que son fríos, casi indiferentes.” (Cioran, 1997: 38)
Cioran y Nietzsche Aquí vale la pena hacer unas breves precisiones sobre la influencia de Nietzsche en nuestro pensador. Aunque es
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obvio que, sobre todo en su juventud, el ideario nietzscheano caló hondo en Cioran, también es bueno anotar que su influencia no es tan radical y profunda como se ha señalado, sino más bien formal. El pensamiento fragmentario, aforístico y sentencioso de Cioran, al igual que parte de su escepticismo, indudablemente tiene cercanías con el de Nietzsche, pero igualmente hay que reconocer sus diferencias. En el aforismo Nietzsche es irónico, satírico, emplea un humor ácido, virulento e iconoclasta. Cioran en el aforismo es sarcástico, mórbido, paradójico, imprecatorio. Nietzsche precisó en El ocaso de los ídolos, libro publicado en 1888, que: “El aforismo y la sentencia, en los que adquirido una maestría superior a la de todos los alemanes, son las formas de la ‘eternidad’. Ambiciono decir en diez frases lo que todos los demás dicen en un libro.” Por cierto que, si bien Nietzsche igualmente utilizó el aforismo (pronosticó que ésta sería la forma expresiva que se impondría en el futuro) como forma idónea para expresar sus ideas en una prosa sobria y suelta, muy cercana a la empleada por los moralistas y epigramáticos franceses que también menciona Cioran (Montaigne, La Bruyère, La Rochefoucauld, Vauvenargues, Chamfort, Fontenelle), contentiva de ironía y escepticismo, la estrategia del pensador rumano frente a dicha forma expresiva, en cuanto a estilo, tono y temperamento, difiere de la de Nietzsche. Como señaló Lou Andreas Salomé, la idea de continuidad y de trabajo sistemático eran difíciles de concebirse, de arraigarse y desarrollarse en la mente de Nietzsche, y en su última etapa, dada su constitución nerviosa, la adoptó como tal ya que encontró esta forma de escritura más adecuada para exponer sus ideas. Cierta crítica ha afirmado que, aunque ciertamente los dolores de cabeza y de ojos forzaron a Nietzsche a recurrir al aforismo para expresar su
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pensamiento, a la postre esta coacción se reveló más a tono con las exigencias de su genio y de su espíritu. En una pregunta que le formulara Fernando Savater al pensador en la entrevista ya citada aparecida en 1977, en el diario El País de Madrid, y donde le inquiere sobre su forma de abordar la filosofía luego del final de los grandes sistemas decimonónicos, precisa la influencia de Nietzsche: “Creo que la filosofía no es posible más que como fragmento. En forma de explosión. Ya no es posible ponerse a elaborar capítulo tras capítulo, en forma de tratado. En este sentido, Nietzsche fue sumamente liberador. Fue él quien saboteó el estilo de la filosofía académica, quien atentó contra la idea de sistema. Ha sido liberador porque tras él puede decirse cualquiera cosa.” (Cioran, 1997: 21)
Básicamente Nietzsche influenció todo el pensamiento, la filosofía y el humanismo de la primera mitad del siglo XX posterior a él, con el acento puesto en la transmutación de todos los valores. El expresionismo, el naturalismo, el futurismo, el vitalismo, el existencialismo, recibieron su influjo. Sus ideas calaron de manera diversa en unos y otros pensadores, intelectuales y escritores. Como ha escrito el alemán Michael Klonovsky (en un artículo publicado en 1994 en la revista Humboldt de Alemania) entre otras cosas, la idea del Anticristo tuvo gran repercusión en el pensamiento posterior europeo, como también tuvieron profunda resonancia las ideas expuestas en el Zaratustra, “condensación del simbolismo necrófilo de una élite ebria de ansias de muerte y poseída de una furia aniquiladora.” Igualmente, su crítica de la religión se inscribió en el canon neopagano del siglo XX. “La fundamentación del psicoanálisis de Freud habría sido imposible sin Nietzsche, por más que el maestro se
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complaciera en negar a sus precursores.”, arguye Klonovsky. Pero una vez pasada la euforia y la embriaguez que causaron sus ideas en el ambiente político-social que tuvo como marco las dos guerras mundiales, fue sometido a una revisión crítica que aún no termina y continúa dividiendo opiniones. Como precisa Klonovsky, de ser “Darwinista social, prefascista, glorificador de lo bélico, para los unos; espíritu ilustrado, antisemita, sismógrafo de procesos sociales de decadencia, para los otros”, advino un Nietzsche relativista, el escéptico radical. “El filósofo de esta época nuestra a la que impulsa la Nada.” (Kart Löwith). Todos estos pensadores recalcan el carácter de nomadismo intelectual y espíritu asistemático de su obra. A esto se refiere Cioran al inicio de su ensayo “El comercio de los místicos”, en su libro ya citado La tentación de existir, publicado en 1956 en París, donde advierte sobre el método y el espíritu filosófico asistemáticos de Nietzsche, que algunos quieren darle un carácter de sistema cerrado: “Nada más irritante que esas obras en las que se coordina las ideas frondosas de un espíritu que ha aspirado a todo, salvo al sistema. ¿De qué sirve dar una apariencia de coherencia a las de Nietzsche, so pretexto de que giran en torno a un motivo central? Nietzsche es un conjunto de actitudes y supone rebajarle, buscar en él una voluntad de orden, una preocupación por la unidad. Cautivo de sus humores, ha recensionado sus variaciones. En su filosofía, meditación sobre sus caprichos, vanamente quisieran los eruditos elucidar constantes que rechaza.” (Cioran, 1979) Cioran también somete a su maestro a una crítica y una reconstrucción radicales a lo largo de sus libros, reflexiones, entrevistas. En una respuesta al citado intelectual Carpat Focke en la conversación ya mencionada, donde le inquiere sobre
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si él postula superar lo humano en el hombre según la idea nietzscheana de la superación del hombre por el superhombre, expresada en el Zaratustra, Cioran le responde: “El hombre no puede ser superado, lo máximo que podemos hacer es renegar de él. Debemos renegar de él, considero esa idea del superhombre un completo absurdo. (…) Nietzsche me parece demasiado ingenuo. Era un solitario que no vivió demasiado entre sus semejantes, un hombre digno de lástima, en el fondo, un hombre aislado, al que faltaba la experiencia inmediata del otro. Toda su tragedia, sus disputas con sus amigos, las decepciones que le causaron esos mismos amigos, prueben simplemente que Nietzsche no conoció de verdad a los hombres.” (Cioran, 1997: 194)
En otra conversación precisa: “Me he alejado de Nietzsche, por el que sentí mucha simpatía, admiración. Pero me di cuenta de que había una faceta demasiado juvenil en él, para mi gusto. Porque yo estaba más corrompido que él, era más viejo. Sin embargo, yo conocía mejor a los hombres. Tenía una experiencia de la vida, del hombre, más profunda que él. No el genio.” (Cioran, 1997: 46)
Una reflexión lapidaria de Cioran acerca de Nietzsche y su influencia, constituye esta respuesta suya al mencionado Focke: “En el fondo, toda su visión de las cosas, su vida también, me parece demasiado eufórica. Nietzsche es interesante y seductor, pero sus conclusiones no me parecen ni pertinentes, ni verdaderas.” Más que un nihilista o un escéptico radical, entonces, Nietzsche parece haber sido un decadente, un solitario. El mismo Nietzsche estudió el concepto o tema de la decadencia
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y lo decadente en varios libros suyos. En su caso particular tenía un concepto de lo decadente como algo dependiente de lo fisiológico, y de la sintomatología, etiología y naturaleza de sus enfermedades, y de allí lo generalizó para la cultura y la civilización, aseverando que ésta también pasaba por etapas iguales de solidez y hundimiento. Nietzsche vivía en un continuo ciclo de dolencia, enfermedad, y de recuperación y sanación parciales, que lo llevaba poco a poco tiempo después de nuevo a la enfermedad. Padecía de dolor cerebral y de la vida ininterrumpidos -acompañados de fiebre y de vómitosdesde aproximadamente los 36 años, cuando renunció a su cátedra (que mantuvo por espacio de diez años) de profesor de filosofía clásica en la Universidad de Basilea y solicitó su jubilación, hasta su muerte a los 56. Esta enfermedad, que se hizo crónica, era en parte hereditaria y en parte producto de una sífilis adquirida en la juventud (a los 21 años) y de una caída de caballo a los 24. Durante la misma también se veían afectados sus nervios y músculos, y en dicho estado escribió muchas de sus obras. De aquí que por haber Nietzsche experimentado orgánicamente este suplicio permanente, este ciclo de enfermedad-salud-enfermedad, “este ser décadent y a la vez comienzo”, anota Nietzsche en el primer capítulo de Ecce homo, “Por qué soy tan sabio”, él se consideraba singularmente capacitado para captar dichos estados: “Para captar los signos de elevación y de decadencia poseo un olfato más fino que el que hombre alguno haya tenido jamás, en este asunto yo soy el maestro par excellence, conozco ambas cosas, soy ambas cosas.” Más adelante, afirma en el mismo escrito que fue a través de este ciclo como edificó su filosofía: “convertí mi voluntad de salud, de vida, en mi filosofía” No está demás recordar aquí que Nietzsche, quien nació en 1844, desarrolló su obra en la segunda mitad del siglo XIX y falleció en 1900, a caballo entre dos siglos, sea quizás el filósofo más
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importante del XIX y el más influyente del XX. El filósofo italiano Norberto Bobbio escribe que una de las formas en que se expresa lo que él llama el estado fofo de una cultura, es el decadentismo, en el cual se acepta y exalta la crisis. El decadentismo, es “el fruto lujurioso pero amargo de una cultura en disolución”, escribe. Anota también las diferencias entre el escéptico y el decadente, y precisa esto que puede aplicarse igualmente a Cioran como escéptico y a Nietzsche como decadente, sólo que Cioran no fue un escéptico “mundano”, sino algo misántropo: “el escéptico es el hombre de mundo por excelencia. El decadente, en cambio, es incapaz de acción en el mundo; su forma de actuar siempre es extraordinaria, extravagante, antisocial, en lucha con el mundo.” (Bobbio, 1958) Decimos algo misántropo, porque Cioran declaró una vez que los hombres le horrorizaban, pero que no llegaba a ser un misántropo. Aunque a decir verdad experimentaba largos períodos de misantropía alternados con algún contacto de sociedad o alguna amistad. A este respecto, la respuesta que Cioran le dio a una pregunta que le formulara el ya mencionado Jean-François Duval, sobre si él pensaba que el hombre era fundamentalmente malo, viene al caso: “El hombre es un abismo, podríamos decir. Por esencia. Más malo que bueno, de eso estoy seguro. Nietzsche era de la misma opinión. Pero Nietzsche es un tipo puro, como todo solitario. Por eso me siento mucho más próximo a La Rochefoucauld, a los moralistas franceses, a autores así. En mi opinión ellos fueron los que comprendieron al hombre, porque vivieron en sociedad. Yo no he vivido en sociedad, pero he conocido mucho a los hombres, tengo, pese a todo, una gran experiencia del ser humano. Nietzsche no la tenía.” (Cioran, 1997: 46)
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Aquí habría que precisar también que Cioran se consideraba un pensador (un pensador privado), más que un filósofo. Para él la tarea del pensador es ver, comprender y atestiguar su tiempo, más nunca juzgarlo soberana o enfáticamente. Pensar supone un efecto terapéutico y también implica quitarse un peso de encima, aligerar las tribulaciones del alma. Por otro lado, tampoco se consideraba Cioran un pensador iconoclasta. Cioran anatemiza, increpa, discrepa, vitupera, pero no es un destructor de ídolos –como sí intentó serlo Nietzsche-, sino más bien de ilusiones. En otra conversación refirió a su contertulio que él no intentaba destruir nada, sino anotar lo inminente, la sed de un mundo que se anula y que sobre la ruina de sus evidencias corre hacia lo insólito y lo inconmensurable. En cierta forma, el pensador piensa, o debería pensar más con los sentidos y el cuerpo que con el intelecto, buscando igualmente una forma verbal más acorde para expresar la vida. En esto sí coincide con Nietzsche. Cioran expone que existencialmente hay que pensar con los sentidos, que el cuerpo piensa con los sentidos. Llevando esta opción a su extremo, Nietzsche postulaba que el filósofo, el pensador o el escritor deberían elaborar sus ideas partiendo de estados fisiológicos: a partir de situaciones o estados de crisis y euforias. Igualmente, Nietzsche dedicó varias de sus reflexiones al tema del cuerpo y elaboró casi una pequeña teoría sobre él. En el aforismo titulado “La belleza no es un azar”, perteneciente a El ocaso de los ídolos, postula que: “Una disciplina dirigida solamente a los pensamientos y a los sentimientos no sirve de nada (…): hay que empezar persuadiendo al cuerpo. Resulta decisivo para la suerte de los pueblos y de la humanidad comenzar la cultura por el sitio justo (…) El sitio justo es el cuerpo, el ademán, la dieta alimenticia,
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la fisiología; lo demás es un resultado de esto. Ésta es la razón de que los griegos sigan siendo el primer acontecimiento cultural de la historia: supieron lo que había que hacer, y lo hicieron.” (Nietzsche, 2005) En este tema, pues, coinciden bastante ambos pensadores. En la conversación con J. L. Almira, datada en 1983, Cioran argumenta que: “Dependemos del cuerpo, es como un destino, un hado mezquino y penoso al que estamos sometidos. El cuerpo es todo y no es nada: un misterio casi degradante. Pero el cuerpo es asimismo, una potencia fabulosa.” (Cioran, 1997: 91) La influencia del clima, la climatología y la meteorología en la constitución biológica humana que tanto ocupó a Nietzsche, y a la que tantas páginas dedicó, es usualmente reconocida y asumida por Cioran. Asevera en la misma conversación: “Una de las razones por las que puede negarse la libertad es nuestra dependencia del factor meteorológico. (…) Mis ideas siempre han sido dictadas por mis órganos, los cuales, a su vez, están sometidos a la dictadura del clima. (…) Nietzsche sintió muy bien ese condicionamiento del clima. Mi propio malestar, de orden climatológico, está ligado al malestar de tipo metafísico. No digo que la meteorología condicione la metafísica, pero constato cierta simultaneidad entre la interrogación metafísica y el malestar físico. Desde muy joven fui consciente de esta evidencia y, avergonzado, he tratado siempre de ocultarla.” (Cioran, 1997: 92-93)
Como buen escéptico, Cioran rechazó todas las etiquetas y
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definiciones que quisieron aplicarle. La de “pensador nihilista” fue una de las que le colocaron (igual que a Nietzsche) en algún diccionario, le refiere su contertulio Duval en el diálogo ya mencionado. A lo que él respondió: “Es una etiqueta como cualquier otra… Me deja completamente indiferente. No soy nihilista. Podríamos decir que lo soy, pero eso no significa nada. Para mí es una fórmula vacía. Podríamos decir, simplificando, que tengo la obsesión de la nada o el vacío, más bien. Eso sí. Pero no que sea nihilista, porque el nihilista, en el sentido corriente, es un tipo que derriba todo con violencia, con segundas intenciones más o menos políticas. (…) De modo que podría decirse que soy nihilista en el sentido metafísico, pero ni siquiera eso corresponde a nada. Acepto mejor el término escéptico… aunque soy un falso escéptico. Podríamos decir que no creo en nada (…) ¡Y ni siquiera eso es verdad!” (Cioran, 1997: 36)
En un fragmento de El ocaso de los ídolos, Nietzsche se refiere al nihilismo en un tono hipotético, tal como podría ser asumido por el filósofo si hubiera que hacerlo: “Si un filósofo pudiera ser nihilista, lo sería porque detrás de todos los ideales del hombre encuentra la nada; o ni siquiera la nada, sino sólo lo que carece de valor, lo absurdo, lo enfermo, lo cobarde, lo cansado, todas aquellas heces que han quedado en el fondo de la copa ya bebida de su existencia.” Aún con ciertas divergencias, con estas argumentaciones parece inevitable y legítimo considerar a Nietzsche como el más inmediato y conspicuo antecedente de Cioran en la actitud de enfrentar la filosofía académica y de anunciar su obvia decadencia o anquilosamiento. Ya sabemos que el pensador alemán “maestro en el arte de la sospecha”, empeñado en hacer despertar al hombre moderno de su “sueño
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dogmático”, fue el crítico más demoledor de todo sistema filosófico (“Desconfío de todo los sistemáticos y me alejo de ellos. El ansia de sistema constituye una falta de honradez”, afirmó en dicho libro El ocaso de los ídolos, publicado en 1888), un heterodoxo que desnudó de una manera personal la filosofía antigua y de sus contemporáneos, con la intención de cuestionar todo lo que ha sido tenido como “verdad objetiva” a través del tiempo y desde los orígenes mismos del pensamiento occidental. En un tono que él llamó “jovial” y que no es otra cosa que un desenfado malvado, satírico y cínico, va desvencijando, no sólo la filosofía sino la cultura misma, el mal gusto, la falsa moral, el lenguaje, el concepto de verdad; el idealismo, la ideología, la educación, la razón, la religión y los grotescos valores de la modernidad, tratando, al analizarlos, de subvertirlos o invertirlos o, en todo caso, señalar que son parte de una decadencia y de una crisis general del logos occidental. Nietzsche (aclara Enrique López Castellón, traductor y prologuista de El ocaso de los ídolos), no ataca la Verdad por simplismo o capricho, no trata de abrazar un escepticismo que niegue la cognoscibilidad de la Verdad; al contrario, su objetivo es proseguir su búsqueda tras haber intentado una inversión de los valores que suponga entender la verdad como la cuestión más valiosa para la vida. Así, la obra anteriormente citada de Nietzsche, se podría insertar dentro de una declaración de guerra contra el idealismo, la mediocridad, e igualmente por abandono de los ideales que él llamó aristocráticos, el mal gusto y la devaluación de los valores de la modernidad. Esta decadencia o crisis de valores y creencias, y de la “verdad objetiva”, apunta igualmente a la superación de
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la Metafísica, cuyo lugar “ocupará otro estatuto”, como ha señalado el filósofo venezolano Nelson Guzmán en su libro La crisis del logos o las utopías de la modernidad. En este sentido expone Guzmán que la crisis expuesta y analizada por Nietzsche es el Apocalipsis (o desastre de la razón), de lo que la razón ha hecho del hombre. Más allá de las ideas del bien y del mal, Nietzsche afirma el impulso de sí, apareciendo entonces “como uno de los pensadores que responden ante la crisis de la Metafísica.” Y puntualiza Guzmán certeramente las ideas del arte y del artista que expone Nietzsche, arguyendo que dicha crisis es clara, no sólo con la razón los hombres se apropian del mundo, sino que existe una voluntad participativa. Así, la cultura occidental “se nos presenta como una cultura en su racionalidad negadora de la vitalidad, de la fuerza, crisis sería entonces sometimiento, renuncia a la determinabilidad desde la individuación.” (Guzmán, 2007) De paso, afirma Nietzsche igualmente en El ocaso de los ídolos, adelantándose a Freud, que abandonarse a los instintos propios no proporciona una válvula de escape para el alivio de la psique, sino que al contrario constituye una fatalidad, ya que “esos instintos se contradicen entre sí, se estorban, se destruyen unos a otros.” Y afirma lapidariamente: “Ya definí yo lo moderno como la contradicción fisiológica con uno mismo.” Frente a esto opone, o contrapone el intento de vivir la vida tal como es y en toda su dimensión trágica. En otras palabras: “Justificados o rechazados en virtud de su relación con la vida misma (…) a fin de cuentas el carácter cíclico del tempus vital anula, a nivel global la posibilidad de hablar de progreso o decadencia.” Empecemos por anotar aquí el concepto que tenía Nietzsche del lenguaje utilitario, instrumental y comunicacional, de los modos de encubrimiento, distorsión e impotencia expresiva que conlleva el lenguaje hablado. Precisa en Más
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allá del bien y del mal, que: “Cuando nos comunicamos con los demás, no nos estimamos a nosotros mismos lo suficiente. Nuestras auténticas vivencias no son parlanchinas. (…) En todo acto de hablar hay ya un algo de desprecio. Parece que el lenguaje haya sido inventado para decir sólo lo vulgar, lo mediocre, lo comunicable. El uso del lenguaje vulgariza ya al que habla.” (Nietzsche, 1982) Igualmente desconfiaba del lenguaje escrito como forma idónea de expresar lo real. En su libro El caminante y su sombra, aforismo número 11, expone que la palabra y el concepto sólo sirven para designar las cosas y no para conocer su esencia: “Las palabras y los conceptos nos llevan incluso hoy a representarnos continuamente las cosas como más simples de lo que son, separadas unas de otras, indivisibles, teniendo, cada una, una existencia en sí y para sí. En el lenguaje se oculta una mitología filosófica, que reaparece a cada instante, por muchas precauciones que se adopten.”(Nietzsche, 2008) La fijeza del lenguaje nos engaña, ya que nos hace percibir la vida como una corriente continua, cuando en realidad vivimos una sucesión de estados discontinuos, la vida misma es discontinua. Igualmente original, iconoclasta y nada convencional fue su concepción estética y del arte en general, cuya reflexión estuvo centrada principalmente en los griegos: en la tragedia, la música, el ditirambo, la poesía cantada, la adoración orgiástica, la escultura y la arquitectura, de donde introdujo la noción de las tendencias apolínea y dionisíaca, presentes, ausentes o unidas ambas en las disciplinas antes nombradas y simbolizadas en las pulsiones de Apolo y Dioniso, tal como lo expone en El nacimiento de la tragedia. Dichas fuerzas artísticas se trasladan igualmente al plano humano, al de la cultura y al mundo real y “se objetivan en los estados fisiológicos como el sueño y la embriaguez, que forman
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una antítesis como lo apolíneo y lo dionisíaco.” Estas ideas, provenientes de sus estudios de filología clásica, de nociones de la filosofía y la concepción estética de Shopenhauer en su libro El mundo como voluntad y representación, y de la teoría de Wagner sobre el drama musical, incluían novedosamente el tema de la música, la sensualidad y la embriaguez e iban en un sentido contrario o diferente al de estéticas o interpretaciones tradicionales expuestas por compatriotas suyos como el arqueólogo y crítico de arte Winckelmann y el filósofo y esteta Lessing, autor del Laocoonte (1766), libro donde este ultimo autor refutó al primero la concepción de que la poesía clásica debía imitar a la pintura y la escultura en cuanto a idealizar y embellecer aspectos de la naturaleza. Lessing arguyó que la poesía y el drama no debían sólo estar inspirados en la imitación o copia realistas de las artes visuales, sino que eran de por sí expresiones más autónomas y libres ya que también idealizaban o trasponían la realidad, enriqueciéndola, según lo expresaron varios poetas y dramaturgos clásicos. Frente a estas ideas, Nietzsche incluye la música como alimento esencial en la cultura griega. Además, contrario a sus anteriores intérpretes, expuso que la estética no era sólo una disciplina para abordar el arte, sino un modo de asumir el problema de la vida y de justificar artísticamente la existencia. El filósofo y ensayista argentino Tomás Abraham en su libro El último oficio de Nietzsche, apunta certeramente que la oposición Apolo-Dioniso es para algunos filósofos en la actualidad un foco de posiciones encontradas. En estos estudios Nietzsche no hace filología pura, pero tampoco bastarda. Precisa el escritor argentino que: “Las ideas de Nietzsche sobre la reforma cultural guiada por un genio musical orientan su investigación sobre el origen de la tragedia. (…) El origen de la tragedia es un tema aún no develado, sigue siendo incierto,
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y éste es el mayor logro de Nietzsche, el haberse anticipado a los efectos polémicos del problema. El retorno a los griegos como inspiración trágica enmarcado en la génesis del teatro, es decir de la representación, no era una opción obvia para un filólogo. (…) Sucede que Nietzsche tenía algo que decir, y lo decía desde el interior de su especialidad. No tenía algo filológico que decir, sino filosófico. Por eso tenía algo qué decir, porque la filosofía no nace cuando no se sabe qué decir; por el contrario, cuando no hay nada qué decir se insiste en los temas de atribución y precisión.” (Abraham, 2005) Señala también Abraham en este libro una idea muy sugestiva que se desprende de dos argumentaciones sostenidas por Lou Andrea Salomé: la primera, la que ve en Nietzsche a un escritor y a un hombre de temple religioso, y a un pensador que accede a la filosofía no por su tendencia a las especulaciones metafísicas, sino “por su despertar a las vidas filosóficas que lee, por primera vez, en los escritos de Diógenes Laercio.”; la segunda, la insistencia y tendencia de Nietzsche de desembarazarse de su pasado buscando esferas nuevas y en cambiar de opiniones continuamente, señalando que la originalidad de su escritura y de su postura filosófica “reside menos en la perspectivas nuevas que se abren a su espíritu, que a las energías que irrumpen para separarse de su viejo ideal y para abrazar uno transitorio y nuevo”, lo que lo hace, como lo definió Deleuze, un pensador nómade y un pensador del presente. Esgrime Abraham que por esto Nietzsche es, además, el filósofo del presente: por su singularidad e inasibilidad y por su condición nómade, “por ser un pensador del afuera, por hacer del pensar una pasión, por involucrarse en su pensamiento (…) porque hizo de la filosofía una literatura transgenérica”. Por otro lado, en el campo filosófico, contra lo que
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embiste Nietzsche fundamentalmente, es contra una filosofía pasada agonizante por ser meramente especulativa, una suerte de mística disfrazada, “una serie de sistemas refutados y un lujo derrochador que nadie aprovecha”, alejada de lo real en la búsqueda del conocimiento, de la verdad, de la razón, del hombre libre y virtuoso. Hace una afirmación muy válida incluso en nuestros días: “La filosofía reducida a ‘teoría del conocimiento’, y que no es de hecho más que una tímida epojística doctrina de la abstinencia, (…) esa es una filosofía que está en las últimas, un final, una agonía, algo que produce compasión. ¡Cómo podría semejante filosofía dominar!” Una tarea incluso hoy muy difícil de lograr y llevar a cabo, carrera llena de obstáculos, peligros, retos, entorpecimientos, como lo hace ver muy claro en la Sección Sexta de su libro Más allá del bien y del mal. Allí expone las duras tareas que tendrá que emprender el llamado por él, “filósofo verdadero”: “Los peligros que amenazan al desarrollo del filósofo son hoy en verdad tan múltiples que se dudaría de que ese fruto pueda llegar aún en absoluto a madurar.” La tarea del filósofo y el ejercicio de la filosofía han sido trastocados por mucho tiempo llegando a ser menospreciado el oficio, y objeto de burlas las teorías. Nietzsche dice que al filósofo lo han confundido con el científico, con el docto, “con el iluso y ebrio de Dios, religiosamente elevado, desensualizado, desmundanizado.” Y aquí, con una brutal dureza afirma que la palabra “Sabiduría” está mal interpretada en la modernidad. A la gente común la “Sabiduría” (y aquí coincide un tanto con la observación hecha por Cioran sobre este asunto) le parece una huida, un artificio sofisticado y vacío para escapar de la realidad. Y afirma tajantemente: “pero el filósofo verdadero -¿no nos parece así a nosotros amigos míos?- vive de manera ‘no filosófica’, ‘no sabia’, sobre todo de manera no inteligente, y siente el peso y deber de cien tentativas y tentaciones de la vida.”
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Para Nietzsche la filosofía, desde Platón (origen del idealismo cristiano) a Kant, estaba cabeza abajo ya que presentaba un mundo ideal (la metafísica idealista) y fantasioso donde reinaba lo inmutable, cuando en verdad el mundo se revela al hombre y sus sentidos como “espacial y temporal, como múltiple y móvil.” Sobre este punto, retomemos las palabras del ya referido Castellón: “la metafísica idealista ha desvalorizado esta manifestación de lo auténtico presentándolo como ‘apariencia engañosa’, y, paralelamente ha elaborado y ofrecido como real un mundo imaginado y quimérico en el que reina la unidad y la inmutabilidad.” Lo mismo le reclama a los modernos en Más allá del bien y del mal: “Quiero decir, concebir este mundo no como una ilusión, una apariencia, una representación (en el sentido de Berkeley y Schopenhauer), sino como algo dotado de idéntico grado de realidad que el poseído por nuestros afectos.” Sócrates, su meditación y ejemplo moral, constituyen un caso aparte y especial a quien el filósofo alemán cuestiona igualmente como un síntoma de la decadencia. La “salvación” propuesta por Sócrates, al contrario del idealismo platónico, consistía en integrarse en brazos de la razón, relegando a una zona escabrosa los apetitos o deseos “oscuros” que habían quedado sometidos a la luz de la inteligencia rectora. Dueño de un lenguaje y de una argumentación dialécticos, Nietzsche va desmoronando y reconstruyendo a medias todo a su paso. Aún así, de los filósofos que cuestiona (y se le salvan pocos), satiriza o ironiza despiadadamente e igualmente señala el rasgo contrario o positivo, en el peculiar estilo antitético de Nietzsche, que contiene varios sentidos interpretativos, intentando contraponer las dos caras de dichos filósofos para luego asestarles una estocada final. Veamos varios ejemplos del discurso crítico e irónico de Nietzsche.
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En Más allá del bien y del mal, apunta sobre Platón, que su obra constituye: “La filosofía griega considerada como la decadencia del instinto griego.” Arguye que: “Respecto a Platón soy un escéptico radical, y nunca he podido compartir con los eruditos su tradicional admiración de Platón como artista. (…) los diálogos de Platón, esa especie de dialéctica satisfecha de sí misma y pueril (…) le encuentro tan alejado de todos los instintos fundamentales de los helenos, tan moralizado, tan cristiano anticipado”. Sobre su sistema filosófico, basado en el “eros sublimado”, subrayó: “¡Vaya un santo extraño que es también Platón! No hay nada menos griego que la telaraña de conceptos tejida por un solitario, el amor intelectual de Dios a la manera de Spinoza. (…) La filosofía, a la manera de Platón, habría que definirla, más bien, como una lucha erótica, como un perfeccionamiento y una interiorización de la antigua gimnástica agonal. (…) ¿Qué fue lo que terminó produciendo esa erótica filosófica de Platón? Esa nueva forma artística del agon griego que es la dialéctica.” Sobre Sócrates, apuntó también Nietzsche en el citado Más allá del bien y del mal: “Por su origen, Sócrates pertenecía a lo más bajo del pueblo: Sócrates era chusma. Se sabe, e incluso hoy se puede comprobar, lo feo que era. (…) Un extranjero experto en rostros que pasó por Atenas, le dijo a Sócrates directamente, que era un monstruo en cuyo interior se escondían todos los vicios y todas las malas inclinaciones. Y Sócrates se limitó a comentar: ¡qué bien me conoce este señor! (…) Con Sócrates el gusto griego se vuelve hacia la dialéctica: ¿qué es lo que sucede aquí realmente? Ante todo, que con ello queda vencido un gusto aristocrático: con la dialéctica lo que impera es la chusma. Antes de Sócrates, las personas de la buena sociedad repudiaban los procedimientos dialécticos: los consideraban como malos modales, como algo
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que ponía en entredicho a quien los utilizaba. (…) El dialéctico es una especie de payaso; la gente se ríe de él, no lo toma en serio. Sócrates fue un payaso que consiguió que lo tomaran en serio. (…) ¿Es la ironía socrática una manifestación de rebeldía, de resentimiento plebeyo? ¿Sacia, en su calidad de oprimido, su propia feracidad mediante las cuchilladas del silogismo? ¿Se venga de los aristócratas, a los que fascina? (…) El dialéctico reduce el intelecto de su adversario a la impotencia. ¿Será la dialéctica socrática simplemente una forma de venganza?” Sobre Kant: “El solo hecho de que los alemanes hayan podido soportar a sus filósofos, empezando por ese lisiado conceptual y extremadamente deforme que es el gran Kant, nos da una idea de lo que es el donaire alemán.” Luego de haber vapuleado sin piedad y enfilado sus baterías contra el racionalismo y el idealismo de la filosofía griega y alemana, Nietzsche arremete contra el racionalismo inglés valiéndose de los filósofos alemanes. Sobre Bacon, Hobbes, Hume y Locke, incluyéndolos a todos en el mismo saco, precisó que: “No son una raza filosófica esos ingleses. Bacon significa un atentado contra el espíritu filosófico en cuanto tal, Hobbes, Hume y Locke, un envilecimiento y devaluación del concepto ‘filosófico’ por más de un siglo. Contra Hume se levantó y alzó Kant; de Locke le fue lícito a Schelling decir (…) yo desprecio a Locke; en la lucha contra la cretinización angloamecánica del mundo estuvieron de acuerdo Hegel y Schopenhauer.” ¡Sálvese quien pueda! El carácter polémico, de confrontación, refutación y subversión de los valores presente en Nietzsche, también tocó lo religioso, tema o asunto presente a lo largo de su obra, principalmente en Así habló Zaratustra y El Anticristo. Hoy se ha estudiado y expuesto que no es tal el sacrilegio expresado en estas obras, sobre todo en esta última. El mencionado
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“Anticristo”, no es Nietzsche como tal, su persona, sino un cristiano hipotético -peo auténtico- que, asegura el filósofo, surgirá en el futuro y “nos redimirá del ideal existente hasta ahora (…) de la voluntad de la nada, del nihilismo, (…) que devuelve al hombre su esperanza, (…) Ese vencedor de Dios y de la nada, alguna vez tiene que llegar.” Está establecido que el cuerpo conceptual de esta obra, es una amalgama de influencias literarias, lecturas, refutaciones históricas y religiosas de obras de Dostoievski, Tolstoi, Ernst Renan y Jullius Wellhausen, de las cuales Nietzsche extrajo sugerencias o refutó ideas: la novela Demonios de Dostoievski, el libro Mi religión, de Tolstoi; la obra Prolegómenos a la historia de Israel, del orientalista Wellhausen y el estudio Vida de Jesús de Renan. La nueva investigación crítica, filológica e histórica sobre la obra de Nietzsche ha demostrado que él leyó estos textos de forma simultánea en Niza durante los primeros meses de 1888 y construyó así la obra, poniendo en tela de juicio la supuesta “originalidad” de la misma. Refiere Andrés Sánchez Pascual, traductor al español de esta obra, en el prólogo a El Anticristo, que el filósofo alemán “asimila las sugerencias de las obras citadas, que él leyó de manera simultánea y el modo como combina esas sugerencias y se sirve de ellas poniéndolas al servicio de su intención propia.” Habría que precisar aquí que a Nietzsche tampoco puede tildársele de pensador nihilista a secas, así como de otras etiquetas que quieren endilgársele y que fueron producto de la interpretación desviacionista que de sus textos hicieron sus albaceas: su madre y principalmente su hermana Elisabeth Forster-Nietzsche (casada con un antisemita furibundo, colaborador cercano del Tercer Reich) quien se convirtió en intérprete, divulgadora y editora de su obra, presentando una visión parcializada y determinista de la misma y aplicándola
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expresamente al contexto político-social de ese momento, queriendo justificar “las corrientes comunes y tópicas de su ambiente y de su época”, como escribe Luis Jiménez Moreno. El atrevimiento y la distorsión de esta mujer llegaron a tal extremo, que con muchas de las notas y apuntes dispersos de Nietzsche ensambló varios libros, que no eran tales o estaban incompletos. Igualmente, con una gran deslealtad e irrespeto y dispuesta a alterar la verdad con una visión personal y parcializada perneada de “deslealtad científica”, alteró datos biográficos. Igualmente, como escribe el investigador Jiménez Moreno, “interpoló fragmentos y cartas completas que hiciesen ver a los lectores que Nietzsche mismo reconocía en ella el mejor intérprete de su filosofía”; e igualmente, colmo de los colmos, presentó “cartas que efectivamente propuso la señora Förster como dirigidas a ella por su hermano, sin que él lo hiciera”. (Jiménez Moreno, 1972). Así, después de la muerte de la hermana (fallecida en 1935), hacia finales de los años cincuenta los archivos de Nietzsche que reposaban en Weimar fueron accesibles a los investigadores, pudiéndose llevar a cabo nuevos estudios histórico-filosóficos, interpretaciones y valoraciones de su obra y de sus conceptos, brindando un cambio de actitud hacia los estudios nietzschianos, más allá de las etiquetas estereotipadas y de los oportunismos políticos. El mismo Nietzsche había afirmado en Ecce homo (1888): “Yo contradigo como no se ha contradicho nunca y, a pesar de ello, soy todo lo contrario de un espíritu negativo.” Entonces, en el caso del supuesto nihilismo radical de Nietzsche, varios estudiosos han demostrado que el filósofo nunca hizo profesión de fe con esta actitud o tendencia, y sólo fue un intérprete de su momento que buscaba romper los dogmatismos donde se pretendía “encerrar al ser”, apuntando más bien su filosofía
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hacia una “superación del nihilismo”, apoyado, eso sí, en un indudable tono profético y eufórico, que busca centrarse “en una visión moderna de Europa y su destino.” Esta visión, arguye Jiménez Moreno, es la que denuncia Nietzsche con su amenaza del nihilismo y de su intento de superación, “si los hombres toman conciencia de los acontecimientos reales, de cara a los nuevos tiempos”. (Jiménez Moreno, 1972) Y el filósofo Jean Granier apunta que, a propósito del nihilismo, “Nietzsche no trata de deshacer toda especie de Verdad”, sino que más bien, como comenta Jiménez Moreno, “lleva el nihilismo hasta su acabamiento y prepara la instauración de una ontología positiva”. Sobre la supuesta “muerte de Dios” anunciada por el filósofo, las interpretaciones contemporáneas apuntan igualmente hacia una nueva valoración, ya que, aunque no se puede decir que Nietzsche defienda ni acepte ni funde religión alguna, antes bien sus escritos se enfocan en una óptica positiva, sugiriendo la posibilidad de que en nuestro tiempo se pueda “deducir si tiene alguna cabida el ámbito de lo divino”. Los textos de Nietzsche, entonces, sugieren una “divinización del devenir”. Anota el mencionado Jiménez Moreno: “De aquí que más que el repudio total de lo divino, sean los modos de abordarlo y presentarlo los que se juzgan. (…) la divinización del devenir es una perspectiva metafísica -a modo de faro en el mar de la historia- en la que se encontraron su consuelo una generación de cultos demasiado historizantes.” Sobre la divinización del mundo, ya había escrito Albert Camus en su ensayo El hombre rebelde (1951), que Nietzsche planteó en sus escritos que el mundo es divino porque es gratuito, y sólo el arte, por su gratuidad uniforme, es capaz de expresarlo y aprehenderlo: “puede enseñarnos a repetirlo, como se repite el mundo a lo largo de los eternos retornos. (…) Sólo la
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tierra (…) es verdadera. Sólo ella es la divinidad. Nietzsche proponía al hombre que se abismara en el cosmos para encontrar su divinidad eterna (…). ” (Camus, 2008) Por su parte, Heidegger ya había afirmado que “La expresión ‘Dios ha muerto’ no es una frase de doctrina atea, sino una fórmula de la experiencia fundamental de un acontecimiento de la historia de Occidente.” Igual que la noción de nihilismo, las nuevas lecturas y exégesis hacen una revisión de las consideraciones y las críticas nietzscheanas en torno al hombre, el lenguaje, la cultura, la moral, la ciencia y la técnica. No fue, pues, precisamente Nietzsche quien llevó a cabo la “muerte filosófica” de Dios, sino quien la “anunció” en nuestro tiempo. (Como ya vimos líneas arriba, varios intérpretes actuales creen que “anuncia” dicha muerte de Dios, mas no de lo Divino en el mundo). Desde comienzos del siglo XVIII, la idea de Dios estaba siendo debatida y reformulada tanto en la ciencia como en la filosofía y la religión. Para dos científicos como Descartes y Newton, Dios era considerado el principio motor y el principio ordenador del universo. El primero arguyó que la física revelaba un orden mecánico del cosmos que gira por sí mismo, pero a su vez creado por una inteligencia superior; el segundo argumentó que la naturaleza “era un conjunto de masas movidas en el espacio y el tiempo según unas leyes matemáticas.” Plantea así Newton una visión religiosa cercana al panteísmo, donde Dios, inmanente a los cuerpos, sería el Alma del Mundo, similar a la propuesta en el platonismo, donde la inteligencia suprema restablece periódicamente el orden del caos, y es inmanente y omnisciente en el espacio y el tiempo absolutos. A lo largo del siglo XVIII, estas dos concepciones contribuyeron a propagar las tendencias racionalistas y deístas
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durante el Siglo de las Luces, en un intento de la ciencia y la fe por racionalizar a Dios, refutando al cristianismo, desprestigiando a la religión y considerándola sólo como “religión natural”. Como escribe Jean-Paul Corsetti: “El debate sobre la naturaleza fue a la vez el de las Luces y del Iluminismo, respectivamente en los planos de la filosofía y de la epistemología, como el de la teosofía.” (Corsetti, 1993) Al comienzo se propagó en Inglaterra con Collins, Tindal y Locke (1632-1704). Los racionalistas (e igualmente los deístas como Rousseau) creyeron hallar en las ciencias naturales los métodos que deseaban aplicar a los problemas sociales y religiosos. Con Locke (creador, entre otras cosas, del liberalismo y del empirismo -junto a Berkeley y Hume-, de la democracia, el poder del pueblo y otros conceptos no menos importantes), la filosofía desdeñó la metafísica y se centró en el hombre como campo de estudio. Paradójicamente, este filósofo de formación científica que creía a la vez en el carácter racional del cristianismo e igualmente en la Revelación, en los Evangelios y en la misión de Jesús, propagó a través de sus escritos (fundamentalmente en el Ensayo sobre el entendimiento humano, 1690) unas ideas que contribuyeron a destruir “la fe en un poder trascendente impuesto desde fuera e imposible de entender lógicamente por la razón humana”, buscando la instauración de una “fe natural en Dios”, es decir el deísmo. En cuanto al Iluminismo, se había derivado a su vez de razones científicas tales como los estudios del sistema nervioso de Haller y del fisiognómico de Lavater, de las ideas sensorialistas de Locke, de la pedagogía gimnástica de Basedow, de variadas teorías electromagnéticas e igualmente de temas bíblicos del Génesis, de los Evangelios y el Apocalipsis, donde la luz es o aparece como “la verdad”, la
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“pureza” o “la alegría”. Su programa consistió teóricamente en una forma de identificar la luz solar a la vez como fuente benefactora de bienestar físico, espiritual y moral. La luz es la sustancia que está en todo y cubre todo (lo orgánico y lo inorgánico: las células humanas, los microorganismos y los elementos naturales) e igualmente los mismos rayos solares tienen a través de la alimentación un influjo físico de salud y vitalidad, “determinando las posibilidades de perfección del individuo”, ideas todas estas sustentadas por Goethe (quien elaboró su propia teoría de la luz y de los colores) y otros literatos y filósofos del enciclopedismo, de la Ilustración o del precisamente llamado Siglo de las Luces. Fue esta concepción racionalista del Iluminismo enfrentada al llamado “mal del siglo”, la que distanciaría a Goethe (en su última etapa) de los postulados románticos mórbidos y sombríos del grupo de jóvenes que fundan en Berlín (en 1794) el periódico “Ateneo”, quienes al principio habían sustentado ideas iluministas (Novalis, Friedrich Schlegel, Wackenroder, Tieck, incluso Hoffmann tangencialmente) pero que después, al haberse enfermado, contagiado o contaminado por enfermedades psicológicas, por pestes o epidemias como tuberculosis, tisis, paludismo, cólera, sífilis (que comenzaban a brotar como consecuencia de la revolución industrial y que habían generado “un terror colectivo a morirse”), antes que asumir el Iluminismo como estética, habían abrazado una tendencia aberrada y patológica (contraria a la moral), habiéndose extraviado buscando posiciones extremas del arte, excitando y ofuscando sin límites su entendimiento. El “mal del siglo”, estado que estaba conformado -entre otras cosas- por una mezcla de tedio, neurosis, ansiedad, miedo, angustia, pánico, melancolía depresiva, tendencias suicidas, desesperación e incertidumbre frente a las enfermedades y epidemias, había
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llevado, gracias al uso de alcohol y estupefacientes (haschich, opio, láudano, éter) a una dependencia narcótica a los autores antes citados al intentar curar sus enfermedades. Así, para tratar la tuberculosis de Novalis, la neurosis patológica de Schlegel, la tisis de Wackenroder o la angustia y las tendencias suicidas de Tieck (quien se suicidaría junto a su esposa) y Hoffmann, dichos creadores, buscando excitaciones estéticas antes que certezas o curas científicas, habían caído en el vicio y la dependencia alcohólica y farmacológica. Respecto a estos temas, Novalis, que murió tuberculosos a los 28 años, había escrito en su Diario: “toda angustia viene del Diablo y toda alegría de Dios (…) desde el instante en que un sentimiento preciso domina, el miedo cesa. El terror es una incertidumbre, una duda corporal.” (Respecto a este tema, viene al caso citar dos aforismos de Cioran, de su libro Silogismos de la amargura: “El romanticismo inglés fue una acertada mezcla de láudano, exilio y tisis; el romanticismo alemán, de alcohol, provincia y suicidio.” Y el otro que reza: “Los románticos fueron los últimos especialistas del suicidio. Desde entonces se improvisa…Para mejorar su calidad necesitamos un nuevo mal de siglo.”) Por cierto que el concepto que Goethe tenía del arte (y de la cultura en general), era el de una especie de sustituto de la religión; o viceversa, la religión (en los espíritus poco religiosos) complementaba al arte. Escribió que: “El hombre que tiene arte y cultura ya tiene religión, el que no tenga arte ni cultura, tenga religión.” (A la gran mayoría de la humanidad actual no le interesa para nada la cultura ni el arte; sólo se interesa por la religión como ritual, por los deportes, la política, el baile, el sexo o la tv.) Retornando al tema del deísmo, éste posteriormente pasó a Francia, donde los pensadores de la Ilustración
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(Montesquieu, Voltaire, D`Alembert, Diderot, Helvetius), con la práctica de una filosofía saturada de elementos francmasónicos, esotéricos, herméticos; teosofía, alquimia, historicismo y filosofía de la naturaleza (que incluso influenció -mas no instigó- a los revolucionarios franceses), prácticamente “vulgarizaron”, laicizaron y divulgaron dicho escepticismo ateo convirtiéndolo en materialismo e igualmente en ateísmo que arremetió contra la iglesia. Sobre el deísmo, el historiador Carl Grimberg precisa que: “La exégesis bíblica y el examen histórico de los dogmas abrieron paso a la formulación de esta religión depurada que, en su esencia primitiva, se identificaba con el sentimiento de la naturaleza. En contraposición al escepticismo y el ateísmo de los libertinos, los deístas proponían la idea de un Dios carente de forma humana en una naturaleza sometida a leyes y beneficiosa para el hombre, cuyos misterios debían interpretarse, según ellos, mediante el pensamiento libre y racional. (…) La fe en el progreso humano -inspirada por las ciencias naturales- y el optimismo deísta, constituyeron los fundamentos principales de la filosofía del siglo XVIII.” (Grimberg, 1988) Así, el deísmo postuló (y postula) llegar a instaurar una religión natural común a todos los hombres, que sin negar a Dios, sólo lo relega a cumplir una función creadora, o de “primer motor “de la existencia. (Por cierto, en lo que concierne específicamente a este tema, Cioran apunta en sus Cuadernos. 1957-1972 una reflexión que da en el clavo en relación al deísmo, al ateísmo y a sus relaciones con algunos escritores enciclopedistas: “Walpole escribía en 1765 que la religión en París era el ateísmo y que, en ciertos medios, el propio Voltaire estaba considerado un ‘beato’ (porque tuvo la debilidad de reconocer la existencia de un creador.”).
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En Alemania, algunas de estas ideas confluyen en la filosofía de Kant. Escribe el historiador y ensayista francés Hervé Rousseau en su libro El pensamiento cristiano, que: “Kant es el punto de desenlace de la racionalización del cristianismo (en eso fue la pesadilla de los católicos del siglo XIX) (…) Kant pensó en el marco de su época, es decir, de la ortodoxia luterana del siglo XVIII, un tanto endurecida y en posición defensiva; el despertar pietista tomaba un giro de devoción, el iluminismo florecía; al mismo tiempo se manifestaba una aspiración a un cristianismo importante e ilustrado. Tras Locke, Clarke y Lessing, pretendió formular un cristianismo razonable. (…) Así, puede decirse que, a su modo Kant aporta una justificación racional de la religión más allá de los límites de la razón.” De este modo, finalmente, el cristianismo se racionalizó. Continúa exponiendo Hervé Rousseau que “Jean Jacques Rousseau fue el testigo de un retorno del sentimiento religioso, pero fuera del cristianismo, lo que le valió un tremendo odio por parte de la cofradía volteriana. (…) Creía que una religión civil podría garantizar la armonía entre el civismo político y la religión cristiana. (…) Parece, no obstante, que Rousseau fue consciente de tropezar ahí con una dificultad insuperable.” (Rousseau, 1978) Voltaire y los pensadores del Siglo de las Luces, no creían en el postulado roussoniano de la “vuelta a la naturaleza” ni en el de la creación de una nueva religión a partir de ella, sino en el progreso a partir de una sociedad atea, una “sociedad sin fe”, de costumbres incluso más honrosas y que podía “ser más virtuosa que la de los cristianos”, como se exponía en el libro del filósofo francés Pierre Bayle, Diccionario histórico y crítico (1695-97), Biblia donde bebieron todos los filósofos de la Enciclopedia y las Luces. Por otro lado, es de este caldo de cultivo del ateísmo y el
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deísmo que toma D. A. F. de Sade (1740-1814), el marqués de Sade, las ideas para hacer la crítica radical del pensamiento, la religión y los valores de su tiempo y exponer su filosofía de la transgresión, fustigando por igual a Rousseau, al cristianismo y a todos los filósofos de la Ilustración. Filosóficamente, Sade postula un “sistema de la agresión” basado en la razón, el cual se opone a las ideas optimistas que sobre el hombre y la naturaleza plantearon en su época filósofos como La Mettrie, D’Holbach, Montesquieu, Voltaire y sobre todo Rousseau, sólo que tomando una dirección contraria: el “Mal” es la virtud esencial de la naturaleza, de Dios y del hombre ya que está hecho a su imagen y semejanza. Para Sade la naturaleza no es madre, sino madrastra que muestra, presenta y conlleva maldad, horror, desigualdad, crueldad, crimen. Sade negará al hombre y su moral e igualmente negará a Dios, ya que Él mismo niega al hombre. ¿En nombre de qué?, se pregunta el escritor Albert Camus en su ensayo El hombre rebelde (1951). Y responde: en nombre del instinto sexual. Precisa Camus: “¿Qué es este instinto? Es por una parte, el grito mismo de la naturaleza y, por otra parte el impulso ciego que exige la posesión total de los seres, a costa incluso de su destrucción. Sade negará a Dios en nombre de la naturaleza (…) y hará de la naturaleza un poder de destrucción. Para él la naturaleza es el sexo: su lógica lo conduce a un universo sin ley en el que el único dueño será la energía desmesurada del deseo”. Líneas más adelante en su ensayo, precisará que:”La sumisión total al mal desemboca entonces en una horrible ascesis que debería horrorizar a la república de las luces y de la bondad natural”. Esta cínica, escéptica y demoledora crítica no es precisamente una “filosofía en el tocador” (aunque el libelo de Sade La filosofía en el tocador, publicado en 1795, es una feroz requisitoria al recién creado Estado burgués), sino la fría
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y desolada argumentación del libertino libidinoso (practicando una suerte de “estoicismo del vicio”) entrenando su mente en el serrallo que mantiene en el castillo de Silling (ubicado en la Selva Negra alemana), en una experiencia límite: la negación absoluta. El disoluto marqués, patológicamente lascivo, paranoico, hedonista y misógino, es a la vez presidiario libertino del Antiguo Régimen monárquico absolutista y reo alienado de la burguesía ilustrada y revolucionaria. El escritor francés Philippe Sollers apunta en un ensayo que, como producto del clima, las tensiones y contradicciones de su época, la obra de Sade busca instaurar la subversión del lenguaje y de la moral creando una particular “Enciclopedia” que, entre otras cosas, anula en tanto que proyecto universal a la de las “luces”, limitada a un tipo de lectura mecánica y naturalista. Ciertos crímenes imaginados en las novelas del marqués, fueron luego superados con creces durante el período o reinado del “Terror” (1793-94) de la Revolución francesa, en forma de asesinatos, ajusticiamientos y decapitaciones de nobles y aristócratas, incluyendo a los propios intelectuales revolucionarios de la clase media (Marat, Danton, Robespierre, Saint-Just, Brissot, Desmoulins, Hébert) en la guillotina, por las insalvables diferencias entre jacobinos y girondinos. También se sabe que, una vez liberado de la Bastilla, Sade intercedió para salvar a una que otra persona (de diversas clases sociales) para que no fuesen procesadas o asesinadas. Observa Camus agudamente que los partidarios de la república, al asesinar al rey “por derecho divino” el 21 de enero de 1793, estaban igualmente “guillotinando a Dios”, y de esta manera, prohibiendo para siempre “las proscripciones del crimen y la censura de los instintos maléficos”, ya que la monarquía, “al mismo tiempo que a sí misma, mantenía la idea de Dios que fundaba las leyes”. En la literatura libertina
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o pornográfica de Sade, asistimos, pues, simultáneamente, a un paroxismo narrativo, al límite extremo de lo imaginario, e igualmente al límite extremo del cuerpo (algo que asombra), aunque desaprobemos el libertinaje destructivo de las escenas o situaciones narradas. Ya había señalado Octavio Paz que, aunque las pasiones del cuerpo habían sido el tema de la literatura libertina, es realmente a través de los símbolos y metáforas de los poetas prerrománticos y románticos que el cuerpo empieza propiamente a hablar, uniendo lo sublime con lo obsceno y lo sagrado con lo profano. El cuerpo habla el lenguaje de la poesía y no el de la razón, y ahí es donde las obras de los poetas románticos marcan una diferencia sustancial con los filósofos de la Ilustración. Para Paz, en la obra de Sade no habla el cuerpo. Escribe Paz en Los hijos del limo (1974), que en la obra del marqués, “el cuerpo no habla, aunque el único tema de este autor haya sido el cuerpo y sus singularidades y aberraciones: la que habla a través de esos cuerpos ensangrentados es la filosofía.” (Paz, 1981) Sobre su fustigación a la razón, al ateísmo y al deísmo, ya había observado también el escritor Pierre Klossowski, Sade se plantea que la propia razón autónoma debe mantener por sí sola las normas de la especie en el individuo, y, por ende, en la subordinación de estas funciones, “de vivir en cada uno para la igualdad y la libertad de todos”, asegurando “un comportamiento humano según esas normas”. El futuro proyecto sadiano contra la razón y el ateísmo (planteando como contraparte un “ateísmo integral”) es a la vez utópico, subversivo, cruel y atroz. Anota Klossowski: “¿Cómo llega la razón al ateísmo? Por el hecho de que decide que la noción de Dios alteraba de manera ilógica, luego monstruosa, su propia autonomía; es de la noción de Dios, declara, arbitraria en sí, de donde se desprende todo comportamiento arbitrario, perverso
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y monstruoso. (…) Para Sade ese ateísmo no es aún más que un monoteísmo invertido y aparentemente purificado de idolatría, que apenas lo distingue del deísmo, ya que, de la misma manera que la noción de Dios, garantiza el yo responsable, su propiedad, la libertad individual. (…) La razón se pretendía libre de Dios. Sade -aunque de lo más sordamente- quiere liberar al pensamiento de toda razón normativa preestablecida: El ateísmo integral será el final de la razón antropomórfica.” (Klossowski, 1969) En la filosofía alemana, luego del magisterio de Kant y de que el protestantismo echara raíces, toda la época siguiente estuvo dominada por Hegel, el verdadero “destructor” del cristianismo, “cuya situación era paradójica. Quiso ser el restaurador del cristianismo y en realidad lo destruyó. Para superar el pietismo, (…) quiso establecer una nueva relación entre religión y filosofía: una relación de identidad. (..) Se proclamó siempre cristiano y de una manera más exacta, luterano. (…) Su obra quiere ser una justificación del cristianismo. Parte del problema que dejó abierto Kant. La razón puede, sin duda, determinar un cierto contenido racional en la fe, pero subsiste más allá de la razón. Hegel quiso demostrar que no era así y que la filosofía era la posesión total de la religión. Intenta una trasmutación de la forma positiva del cristianismo en una forma filosófica”, escribe el ya mencionado ensayista Hervé Rousseau en el libro de marras. Plantea pues este autor que así, “Al pasar los dogmas cristianos de la ‘representación’ al ‘concepto’, Hegel los justifica (…) practicó en el cristianismo una operación fundamental de su dialéctica: conservación y destrucción”, lo que al final “resultó históricamente una destrucción sistemática de la filosofía cristiana y de la religión cristiana.” Hegel se constituye de este modo en el último filósofo cristiano, y a la
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vez en el “sepulturero” del cristianismo al haber eliminado su contenido religioso positivo convirtiéndolo en pura razón filosófica. Se trata aquí, entonces, de una muerte filosófica, y de un acontecimiento específicamente alemán, puesto que era protestante. El cristianismo especulativo, tal y como lo planteó Hegel, “no es en realidad nada más que una antropología.” Argumenta Rousseau con Löwith, que la heredera de Hegel fue la ciencia de la Historia, “síntoma del desgaste del espíritu filosófico.” En este punto, y ante tamaña conclusión, varios filósofos y teólogos alemanes y europeos en general, reaccionaron y valoraron tal momento como un naufragio del espíritu y el pensamiento. Así, el hegeliano Haym, pudo comprobar y afirmar que: “Nos encontramos en medio de un naufragio gigantesco y casi total del espíritu y de la fe en el espíritu en general.” El teólogo Barth, se refiere a esa época como un triunfo del espíritu científico, al afirmar que: “El siglo XIX se presenta en la historia de la teología protestante bajo el aspecto -que no precisamente muy digno- de una huida general de las mentes, sobre todo de las más inteligentes, en la Historia.” En El Anticristo Nietzsche afirma que “El pastor protestante es el abuelo de la filosofía alemana”, y entonces hizo su famosa comprobación de que “Dios ha muerto, le hemos matado” y el hombre no se atreve a asumir esa verdad. Argumenta Hervé Rousseau certeramente, pues, que “Hegel desempeñó meramente un papel contemporizador en el proceso de descomposición, por lo que Nietzsche quiso provocar una crisis, una decisión suprema en el problema del ateísmo.” Quien había muerto para Nietzsche, sobre todo, era ese Dios racional de la filosofía, e igualmente el Dios legislador y juez moral del cristianismo. Sin embargo, a mi parecer, quienes llevaron más lejos
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este tema o asunto de la “muerte” (o ausencia) de Dios, quienes plantearon en sus obras con más vehemencia la requisitoria a Dios, fueron los poetas románticos ingleses, alemanes y franceses. El ya mencionado poeta y ensayista mexicano Octavio Paz (1914-1998) estudió en varios de sus libros dicho movimiento y puso de relieve la relación ambigua, de afinidad y ruptura, de aceptación y rechazo entre los románticos en lo concerniente al cristianismo y a Dios. En su poesía y sus textos, románticos como Blake, Byron, Keats, Coleridge, Hölderlin, Jean-Paul, Wordsworh, Shelley, Hugo o Nerval crearon -y propusieron- una suerte de religión o mitología personal, siendo ésta en cada poeta, según Paz, “una mezcla de creencias dispares, mitos desenterrados y obsesiones personales”. En su ya citada obra Los hijos del limo, refiere que “Casi todos los románticos herederos de Rousseau y del deísmo del siglo XVII, fueron espíritus religiosos (…) El ateísmo de Shelley es una pasión religiosa.” Para el año 1810, ya este poeta inglés preconizaba y esperaba la disolución del cristianismo, y (sorprendentemente) adelantándose y prefigurando a Nietzsche (en una carta enviada a su amigo Thomas Hoog), aseveraba: “Si yo fuese el Anticristo y tuviese el poder de aniquilar a ese demonio para precipitarlo en su infierno nativo.” Expone Paz acertadamente en dicho libro, que el tema de la muerte de Dios es un tema romántico y religioso, más que filosófico: “Para la razón Dios existe o no existe. En el primer caso, no puede morir, y en el segundo, ¿cómo puede morir alguien que no ha existido? Este razonamiento es válido solamente desde la perspectiva del monoteísmo y del tiempo sucesivo e irreversible de Occidente. La antigüedad sabía que los dioses son mortales pero que, manifestaciones del tiempo cíclico, resucitan y regresan.” Para los románticos, videntes y profetas de una nueva religiosidad, la religión está vacía, la vida es un absurdo; y, por ende, la religiosidad romántica
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es irreligiosa.” Es este sentido religioso/irreligioso planteado, “lo que convierte a cada poeta romántico en un Ícaro, un Satanás y un payaso, no es sino respuesta al absurdo: angustia e ironía.” Según Paz fue el polígrafo, filósofo y narrador alemán Johann Paul Friedrich Richter (1763-1825), también conocido como Jean-Paul, hijo de un pastor protestante, amigo de Goethe, Schiller y Herder, el precursor de dicho tema. (Aunque habría que precisar aquí también que para el año 1939 ya el ensayista francés Albert Béguin en El alma romántica y el sueño, había señalado la originalidad de la autoría de este tema ateo en Richter). Poseedor de un inusual genio metafórico y de un “estilo mágico” que en sus vastos relatos superan el mero impresionismo narrativo valiéndose de una auténtica prosa lírica, Jean-Paul planteó el asunto en su famoso texto blasfemo sobre el “Sueño de la muerte de Dios” intitulado: Discurso del Cristo muerto en lo alto del edificio del mundo: no hay Dios. En dicho texto “no es un filósofo ni un poeta sino Cristo mismo, el hijo de la divinidad, el que afirma que Dios no existe.” Así, El Sueño -o visión- de Jean-Paul no sólo plantea la “muerte” filosófica o especulativa de Dios sustentada por los deístas, sino que igualmente refuta al orden del cosmos y de la naturaleza propuesto por la ciencia de su tiempo, y, por ende, a la visión que plantearon por los filósofos materialistas de la Ilustración. La visión de Jean-Paul muestra, por el contrario, el desorden y la incoherencia. Por esto, el ateísmo de JeanPaul es religioso y se opone al de los filósofos: “El Sueño de Jean-Paul escandaliza lo mismo al filósofo que al sacerdote, al ateo que al creyente.”(Paz, 1981) Refuta a la ciencia (como vimos más arriba, a la física y la matemática) la existencia de un orden divino o natural que regula el movimiento de los astros y los universos, y al hecho de que una necesidad
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inteligente movía al mundo y el universo era un mecanismo racional, noción o concepción en la que creyeron tanto los filósofos deístas como los materialistas de la Ilustración, a excepción del ultra escéptico Hume. Apunta Paz agudamente que la visión de Jean-Paul en el Sueño, expone y presenta a un universo informe e incoherente, un universo sin leyes y a la deriva, una visión grotesca del cosmos donde no es sólo el hombre o la naturaleza los que caen, sino que, incluso, la caída arrastra a Dios mismo: “la eternidad está sentada sobre el caos y, al devorarlo, se devora. (…) no es el mundo, caído de la mano de Dios, el que se precipita en la nada, sino que es Dios el que cae en el hoyo de la muerte. Blasfemia enorme.” En esta espeluznante visión, dicho mundo es un mundo convulso que agoniza eternamente y nunca acaba de morir. La tempestad -o la llamarada- perpetua e infinita que cae sobre el abismo sin fin, representa la imagen misma de la contingencia: “La filosofía había concebido un mundo movido, no por un creador, sino por un orden inteligente; para Jean-Paul y sus descendientes la contingencia es una consecuencia de la muerte de Dios: el universo es un caos porque no tiene creador.”, argumenta el escritor mexicano. Sobre las “iluminaciones”, “visiones” o “sueños” de Jean-Paul y su sentido del infinito, Albert Béguin precisó en el mencionado libro El alma romántica y el sueño que, superando todas sus angustias y ansiedades y después de haber encarado el pensamiento de la muerte a través de una experiencia metafísica de lo sobrenatural a los 27 años (como lo anota en noviembre de 1790 en su Diario), sus textos visionarios presentan un espacio luminoso transfigurado, en los que se amalgaman la imaginación y el éxtasis, el mundo de las grandes efusiones y de los idilios (en sus obras Titán, La logia invisible, Hesperus, Maria Wuz, Siebenkaes,
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Quintus Fixlein), de sueños nocturnos de “profundos terrores y de las más espléndidas embriagueces”, donde se opera la irrupción de la claridad después de la experiencia de las tinieblas. Sus personajes dichosos y solitarios atraviesan mundos donde pueden llegar a reunirse a través del amor o a aislarse en estancias clausuradas. Acota Béguin: “El amor aparece por todas partes; es la puerta de la Eternidad, marca el fin del Tiempo, lugar de los abrazos imposibles. (…) Pero no siempre reina, y en las visiones de terror, pobladas de fantasmas viscosos, el miedo es tan formidable que mata a los hombres.” (Béguin, 1978) Extremo terror y extrema felicidad. Las pasiones, sensaciones y percepciones humanas alternan, conviven y atisban en espacios cataclísmicos que se desmoronan y renacen, universos que se hunden en el océano de lo Eterno, donde “no hay peor pesadilla que la de la ausencia de Dios, ni más trágico horror que el de Cristo muerto, al percibir que el cielo está vacío.” (Paz, 1981) Béguin sugiere que : “Nos parece percibir entonces, al leer a Hesíodo o a Jean Paul, o al vagar por las cosmogonías de nuestros sueños, un secreto y profundo parentesco entre la gigantesca creación de los mundos y la tumultuosa profusión de formas que crea la fantasía.” Aparte de haber influenciado en su época al propio Víctor Hugo (en Las contemplaciones y La leyenda de los siglos), el Sueño (o pesadilla cósmica) de Jean-Paul tuvo repercusiones en la poesía, la filosofía y la novelística posterior: Nerval, Nietzsche, Dostoievski, Joyce, Mallarmé, Pessoa (en La tumba de Cristian Rosencreutz), entre otros. Gérard de Nerval (1808-1885), escritor francés vidente atenazado por la angustia de la muerte y el encantamiento de los sueños, autor de libros en prosa como Las hijas del fuego (1854), Aurelia (1855), entre algunos títulos, es también poeta conocido por
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sus Versos dorados (1845) y sus sonetos de Las quimeras (1854), libros estos últimos que trasuntan una exploración del misterio y de una realidad trascendente donde el propio poeta, anota Béguin, “tiende a captar en el acto mismo de la creación poética fragmentos de su propio destino”. Nerval, autor de una selecta serie de sonetos editados por primera vez en 1844, escribió uno donde aborda particularmente el tema de Jean-Paul. Se trata de un poema compuesto por cinco sonetos intitulado: “Cristo en el monte de los Olivos”, donde presenta una adaptación del Sueño pero con algunas variantes: continúa la tradición de Jean-Paul de un cosmos vacío, sin creador, donde el hombre por lo tanto también es un ser huérfano e incluso Cristo es víctima de tal orfandad. Pero Nerval introduce la variante de Cristo dialogando (más bien es un soliloquio) ante sus discípulos dormidos. Sobre este soneto de Nerval, escribe Paz en Los hijos del limo (de donde precisamente el poeta mexicano tomó el título de este último libro), que el poema plantea un misterio insoluble, porque en el Huerto de los Olivos es Cristo mismo quien increpa a un Dios-padre-fantasma mientras arriba los astros se despeñan el abismo. Los discípulos duermen y sólo Judas se despierta pero hace caso omiso de sus preguntas y se retira cabizbajo. En el IV soneto, Poncio Pilatos, que velaba por César (Tiberio), se apiada, oye su pedido y avisa al propio César, quien a su vez pide al augur consultar al oráculo de Júpiter Amón a ver si puede revelar el nombre de ese nuevo Dios. En el V soneto, particularmente en el terceto final, el oráculo calla y sólo se oye una voz que dice: “-El que dotó de alma a los hijos del limo.” En el poema, la figura de Cristo se confunde con dioses antiguos como Ícaro, Faetón o Atis: el Cristo de Nerval es una mezcla de todos ellos. Paz escribe que el asunto planteado en el texto, entre otras cosas, “Es el tema
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del eterno retorno que, aliado al de la muerte de Dios, reaparece más tarde en Nietzsche con una intensidad y una lucidez sin paralelo” Igualmente anota que, como está planteado en dicho poema, desde ese instante ya no hay Dios, sino dioses y el tiempo es circular. Plantea también, a la vez, el tema de la muerte de Dios como si fuese un mito donde cada Dios “es la criatura, el Adán de otro Dios.” Igualmente propone un misterio insoluble, “pues el que infunde un alma al Adán de lodo, es el Padre, el creador: precisamente ese Dios ausente en el altar donde Cristo es la víctima”, apunta Paz. De aquí que desde el Romanticismo, la idea o experiencia del cristianismo sin Dios y la del paganismo cristiano conviven en la literatura y la poesía de Occidente: “En uno y otro caso estamos ante una doble transgresión: la muerte de Dios convierte el ateísmo de los filósofos en una experiencia religiosa y en un mito.” Por cierto que la traducción que hiciera mi padre, el poeta y ensayista venezolano Elisio Jiménez Sierra (19191995) de este poema de Nerval (Jiménez Sierra fue elogiado por el propio Octavio Paz como excelente traductor de poesía francesa) fue publicada, junto a un ensayo sobre dicho poema en su libro Estudios Grecolatinos. Allí escribe que la génesis del mismo no sólo parte del tema de Jean-Paul, sino que el texto se nutre de otras varias fuentes filosóficas y literarias. “La cultura de Nerval era tan variada como la del autor de La logia invisible. Sabemos por un pasaje de Aurelia que sus libros eran un revoltillo tal de ciencia, historia, viajes, religión, cábala, astrología, como para regocijar las sombras de Pico de la Mirandola, Meursius y Nicolás de Cusa y volver loco a cualquiera.” apunta Elisio. Con todo lo que se ha escrito sobre la influencia de Richter, para Jiménez Sierra el poema de Nerval tiene, pues, mucho de original e introduce nuevos elementos como los ya mencionados de los dioses antiguos
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que encarnan -y a la vez mueren y renacen- en la figura de Cristo. Elisio agrega algo nuevo. Piensa Jiménez Sierra que, como un preludio al martirio del Gólgota, cuando la lanza de Longinos hizo brotar del costado de la víctima sangre preciosa de la que “la tierra se embebía”, en el momento del soneto en que el augur examinaba el costado de la víctima para obtener la respuesta del oráculo de Júpiter Amón, Dios se manifestó por un segundo ante los que allí estaban en ese momento como evidencia del fin del mundo antiguo (subrayado mío), tal como ocultamente parece sugerirlo el poema de Nerval. Escribe Jiménez Sierra que en el soneto V, último soneto del poema, especialmente en el segundo cuarteto, “hay algo así como un adiós supremo a todo aquel mundo antiguo que iba a expirar en lo alto de la cruz, para dar paso a una sociedad nueva.” Igualmente en este soneto, escribe Elisio, “Nerval, con su acostumbrado poder de síntesis, hizo caber en un solo verso toda una rica gama de sugestiones milagrosas, aficionado como era a presentir esos dramas de fin de mundo: Turbado, el universo colgaba de sus ojos,/ y balanceó el Olimpo su miedo en el abismo. El mundo antiguo, sin saberlo, había muerto. El oráculo de Apolo y de Júpiter Amón habían callado para siempre.” Sobre los tercetos finales del soneto precisa el ensayista venezolano que: “Estos tercetos finales purifican el poema de Nerval de toda mancha de blasfemia o ateísmo. (…) El hombre arquetípico de Hölderlin, de Novalis, de Goethe, de Hugo, de Nerval, no puede soportar la plenitud de la divinidad sino por breves instantes. (…) El dogma de la ciencia va ocupando poco a poco en la mente del hombre el sitio del dogma de la religión. (…) El hombre será víctima de sus propios descubrimientos. (…)No busca como Richter, el ojo de Dios en el cielo, sino el cerebro del Diablo en la tierra,
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para seguir el ejemplo de Baudelaire.” (Jiménez Sierra, 2004) Fue como una respuesta a esta sobresaturación de lo demoníaco, lo satánico, lo maléfico y lo ateo en la literatura alemana, francesa e inglesa que el sabio Johan Wolfgang Goethe (1749-1832) planteó, como contrapartida, como antítesis, la imagen de un diablo burlado en su poema filosófico Fausto. Ésta, antes que una pieza de tinte satánico y blasfemo, es, por el contrario, un drama narrado en un tono casi cómico que transcurre en un plano estrictamente humano, enmarcado en un trasfondo de mitos y fantasmagorías personales goethianos -incluso con asomos de religiosidad católica-, y encuadrado en la literatura dieciochesca europea. Así, en la primera parte(1808), ya entendemos que Mefistófeles no podrá robar el alma a Fausto ni a nadie, pues un diablo poco poderoso y seductor es quien dominará la escena, intentando, por el contrario, la anulación del pacto demoníaco (que constituye más bien una apuesta) y no esperando de los personajes tentados, ni bien ni mal, sino que más bien -como acota José María Valverde-, dichos personajes “expresan, en general, el destino humano y el ser del mundo”, donde Goethe echa mano de la leyenda fáustica medieval sólo “como un mero punto de partida para sus propios intereses de simbolismo personal.” Su Fausto constituye, pues, una ironía, un verdadero “vade retro” al tema satánico. En la segunda parte, publicada póstumamente (1833), entre acartonadas escenas de aquelarre, noches de Walpurgis o primitivas atmósferas de ambiente mágico, se desenvuelve la trama donde los contenidos e ideas de la pieza, “no son los de ningún más allá religioso, sino un orbe de genios filosóficos”, una concepción del mundo “encarnada mágicamente en monstruos sibilinos, que no afectan a ningún
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destino personal.” Su universo de fantasmagorías y mitos es aquí igualmente particular y responde más que todo a los intereses de su autor. Fausto demostrará ser libre para elegir su propio destino, ya que nunca se celebró propiamente un pacto, perdiendo el diablo la apuesta: “Por tanto, Fausto nunca ha sido ‘esclavo del demonio’, y, por otra parte, la apuesta es tal que se anula a sí misma si la razón para querer eternizar el instante es moralmente buena”. (Valverde, 2007) La pieza termina con la apoteósica salvación de Fausto, ya que el cielo siempre es “propicio”, quien termina obteniendo un cargo en la administración pública, logrando así la “salvación eterna”. Por cierto que en la última conversación que sostuvo Goethe con su secretario J.P. Eckermann (marzo de 1832), hablando sobre el tema religioso el sabio alemán le comentó a su contertulio que Cristo (para Goethe una entidad divina más que propiamente una persona) constituyó “el soplo más divino que haya aparecido sobre la tierra” (subrayado mío) e igualmente le indicó que creía que este mundo era “divino” y obedecía a un plan donde se fundó “un vivero para un mundo de espíritus.” La naturaleza toda (incluyendo la humana) era divina (le había confesado a Eckermann en febrero de 1831), puesto que “el altísimo ser a quien llamamos divinidad no se manifiesta sólo en el hombre, sino en una naturaleza rica y potente.” Aquí agregaríamos también que más de ciento cincuenta años antes que los filósofos de la Ilustración y que los poetas románticos europeos continentales expusieran la rebelión frente a Dios en sus obras, ya el poeta puritano inglés John Milton (1608-1674) había planteado este asunto en su poema El paraíso perdido (1658 y 1665). En este texto fundador, el argumento es el del hombre desafiando la autoridad de Dios a través del mal, y el de las relaciones entre la muerte y el mal.
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Expuso Milton en dicho poema que puesto que Dios reivindica el bien, el hombre convierte este bien en irrisión y reivindica el mal. Fue en este texto donde bebieron (muchas veces de forma contradictoria) todos los poetas románticos. El héroe romántico es fatal porque lleva en sí la confusión religiosa entre el bien y el mal (como también lo señaló después de forma muy personal en sus obras, el poeta prerromántico británico William Blake), y, arguye dicho personaje, sólo el Creador es responsable de este escandaloso hecho. Precisa Albert Camus en su ya aludido libro El hombre rebelde, que: “La lucha de Satán y de la muerte en El paraíso perdido (…) simboliza este drama, pero tanto más profundamente cuanto que la muerte (con el pecado) es hija de Satán. Para combatir el mal, el hombre en rebeldía, ya que se juzga inocente, renuncia al bien y vuelve a dar a luz al mal.” De la negación de Milton resultará posteriormente el concepto del bien y el mal en el propio Blake (tratado en textos como El libro de Urizen, El Matrimonio del cielo y el Infierno y en el monumental poema de más de cuatro mil versos titulado Jerusalem, ilustrado con cien grabados suyos) y en Lord Byron (en su oda Prometeo y en sus dramas líricos Manfredo y Caín), quienes arremeten a su vez con aversión en sus obras contra Locke, Bacon, Newton y la revolución industrial, consecuencia de ellos: en Blake, en Jerusalem y en otros poemas proféticos donde Locke y Newton son agentes de Urizen, la razón, el “demiurgo maléfico”; en Byron, aristócrata, poeta “maldito” (excéntrico y escéptico), en la peregrinación y errancia de Childe Harold de dos años por Grecia, Italia, España, Portugal, Suiza, Albania, Malta, Turquía y otras naciones del mediterráneo en la búsqueda de la belleza en su poema homónimo, Childe Harold’s pilgrimage. En dicho texto, Byron expresa a la vez su protesta y rechazo existenciales
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contra el caos del progreso técnico en Inglaterra, intentando plantear, como contrapartida, una (fallida) revolución cultural para elevar el nivel moral de Europa “a la altura de su poderío tecnológico”, cuyo fruto fue -y es- el utilitarismo tecnológico posterior, cuya consecuencia es el caos racionalista actual. Blake (1757-1827), protestante inconformista, poeta iluminado y visionario, gnóstico original, crea su propia abstrusa mitología y su propio cerrado cosmos para presentar y comprender a Dios y al hombre. En su ya mencionado poema visionario El libro de Urizen (1794), “la Biblia del Infierno”, donde Urizen se presenta la vez como “la razón sin cuerpo ni alas” y “el gran carcelero”, crea su propia versión de la Caída humana. Según el crítico literario estadounidense Harold Bloom (gnóstico moderno), este poema es su versión de la Caída del Hombre que es igualmente la Caída de Dios, “uno y el mismo acontecimiento que la creación de la humanidad y el universo en sus formas presentes. Urizen parodia el Génesis y El Paraíso Perdido e intenta corregir lo que Blake considera los errores imaginativos de ese mito de la creación.” (Bloom, 1974) Sin ser propiamente un romántico, Blake como prerromántico condensa sin embargo preocupaciones que trascienden el Romanticismo. El tema de la naturaleza no aparece en su obra y exalta el cuerpo, el deseo erótico y el placer como bienes supremos, tal como lo expresó en su afirmación: “Aquel que desea y no satisface su deseo engendra pestilencia.” Igualmente sucede con su concepción personal de la figura de Cristo, ya que aunque Blake se denominaba “adorador de Cristo”, la figura suya que presenta es contradictoria, pagana e incluso parece blasfema. Como escribe Paz en Los hijos del limo: “su Cristo no es el de los cristianos: es un titán desnudo que se baña en el mar radiante de la energía erótica. Un demiurgo para el que imaginar y
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hacer, desear y satisfacer el deseo, son una y la misma cosa. Su Cristo más bien hace pensar en el Satán de The marriage of Heaven and Hell (1793)”. En el caso de George Gordon Lord Byron (17881824), su drama Caín (1821) aborda a su vez el problema del bien y el mal por medio del personaje que comete el crimen de su hermano Abel y su rebelión contra Dios; y el del incesto por estar casado el personaje principal con Adah, su esposa y hermana. Blake por su parte respondió a Byron con otro drama El fantasma de Abel (1822). Como escribe Harold Bloom en su obra Los poetas visionarios del romanticismo inglés, en la pieza de Byron: “Caín sospecha que Jehovah es maligno, e identifica su propia exclusión del Paraíso con la pena capital de la muerte, la cual no cree merecer.” Lucifer tentará a Caín insinuándole que le redimirá, ya “que la muerte conduce al conocimiento más alto.” Finalmente, el drama de Byron no cae en la exaltación demonista ni en la apología del mal, ya que cuando el ser maligno tienta a Adah, ésta le hace ver su condición desgraciada y le promete a cambio compasión si la deja en paz, a lo que él acepta. Dice Adah: “Pareces desgraciado; no nos hagas serlo –y lloraré por ti.” Por otro lado, el bardo inglés en su ya mencionada obra Childe Harold, constituida por cuatro “Cantos” compuestos en diversos años entre 1812-1818, plantea una errancia hacia un paraíso y un bien desconocidos, huyendo del pecado del incesto (Byron había tenido relaciones incestuosas con una prima muy joven y con una medio hermana suya que estaba casada) y de las asfixiantes y enrarecidas condiciones industriales, políticas y sociales de Inglaterra tras el inicio y desarrollo de la revolución industrial, donde bardos como el propio Byron, Wordsworth, Coleridge, Shelley y Keats trataban, entre otras cosas, llevar a la práctica sus ideales poéticos y espirituales de una reforma
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cultural en cuanto a temas literarios y a la creación de una comunidad (comunista) basada en la pantisocracia o “gobierno de todos”. Childe Harold, héroe romántico de su obra (aunque en Inglaterra Byron es considerado poeta neoclásico) y alter ego del propio Byron, es un ser que experimenta el vacío al igual que el desosiego espiritual y, partiendo en un exilio voluntario, trata de ser afirmado en su peregrinaje y de hallar consolación e inmortalidad en el arte y la poesía. Huye igualmente del exceso de fama, ambición, lucha, tristeza, amor, que ya colmaban su espíritu. Escribe Byron que su Childe Harold sentía “la plenitud de la saciedad” (algo peor que la adversidad) y la misma debía ser exorcizada. Harold Bloom opina que este libro del poeta inglés “contiene pasión y conflicto sin equilibrio” y su propia noción “del pecado que todo lo consume”, pero que a la vez contiene un elemento terapéutico gracias a la energía visionaria y creadora, que es “lo suficientemente poderosa” para “convertir su vacío espiritual en un tema deliberado.” Byron experimentó de forma permanente las tribulaciones del amor, pasando por frecuentes ascensiones y caídas (más de estas últimas que de las primeras), llegando a pensar incluso que Eros era “el verdadero dios del mal”. (Subrayado mío) “Su inspiración es al mismo tiempo gloriosa y pecaminosa y su creación glorifica la inspiración humana (y la suya) e incrementa la culpabilidad”, argumenta agudamente Bloom desde un punto de vista personalmente freudiano. En el Canto IV, terminando el viaje, Byron llega a Roma -el final de su peregrinaje- buscando, como escribe Bloom, “identificar la afirmación de las negaciones.” Puntualiza Bloom: “En la búsqueda de una imagen para semejante inmortalidad estética, Byron se vuelve hacia el gran arte plástico que le rodea en Roma. Contemplando el Apolo de Belvedere, ve la estatua con
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los ojos aprobadores de la estética neoclásica, una doctrina del control estoico y firme, del momento e incidente elegido que será al mismo tiempo sustantivo y ejemplar.” (Bloom, 1974) Según el crítico estadounidense, es aquí igualmente donde el personaje-peregrino de Byron (Childe Harold) pone fin al exilio y al vagabundeo que signaron su viaje, brindando a su atormentado autor una catarsis a través de la propia creación. Incluso convirtiendo el valor del exilio y el vagabundeo en un bien esencial, en una época (siglo XIX) de reacción y represión, donde “el espíritu heroico debe vagar” y satisfacer “los restos de una cualidad prometeica, pero sin entregarse a ella completamente”, rasgos apropiados “para una generación cuya fuerza titánica se gasta.” (En lo tocante a mí -guiado por la gracia del arte, la inspiración o el sosiego de la belleza, particularmente mis vagabundeos, peregrinajes y derivas por ciudades como Caracas, Madrid, Barcelona, París o Nueva York, me han llevado a recorrer museos, cerrados o al aire libre, y galerías para tratar de apreciar lo sublime -y el aura, algunas veces- de las obras originales del arte plástico primitivo, antiguo, moderno y contemporáneo.) En lo concerniente a Cioran, como ya vimos más arriba, no cree en el Dios bíblico benigno creador del mundo y del hombre, pero no razona, digamos, como un ateo ortodoxo; es un escéptico y un incrédulo (religioso) y razona como tal. Cree, como en la secta gnóstica bogomila (herética del cristianismo), que un dios o demiurgo aciago y malvado, servidor de aquel Dios, creo todo: el mundo, el hombre, incluso el tiempo (todo lo que está asociado con el tiempo procede del mal) y la historia. Así, piensa que según la teología judeo-cristiana, la idea del ser humano y su relación con Dios parte del pecado original. Al comer Adán del árbol del pecado (del conocimiento), cae en el
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Tiempo creando una escisión profunda en su espíritu. La idea del pecado original es, según Cioran, una idea de nacimiento en el hombre, es “lo que permite ver que el hombre comenzó con la catástrofe”. También esta idea fatalista del pecado pone en evidencia una idea malvada y demoníaca en el propio hombre. Comenta Cioran (según lo expresa varias veces en el libro Conversaciones), que el hombre lleva un sino trágico consigo desde su creación: “Yo no creo en Dios, sin por ello ser irreligioso. Si se suprime la idea del pecado original, el hombre no sería ya sino un enigma. Naturalmente, dejo de lado la interpretación teológica del pecado original, pero sin esa idea el proceso histórico entero me resultaría absolutamente cerrado. (…) Lo que quiero decir con esto es que el hombre está maldito desde el comienzo. Hay algo quebrado en su ser. La naturaleza humana contenía desde el comienzo un vicio oculto.” (Cioran, 1997: 193)
En otra parte del mismo libro puntualiza que: “La propia vida tiene algo demoníaco. El propio hecho de vivir tiene algo demoníaco. Por tanto, es fatal que los hombres sean así. Eso significa que no hay seres puros. El demonio ha sido la obsesión continua en la historia. ¿Por qué? Es muy importante. Nunca ha quedado apartado. Se ha intentado, pero era imposible.” (Cioran, 1997: 208)
Por otro lado, nunca plantea o formula en sus textos o escritos el pensador rumano una posible “muerte de Dios”. Más bien, como lo asume la mística, o como lo formuló Job invita a familiarizarse, a dialogar con Él, a interpelarlo. En este sentido, actúa también como un gnóstico que cree en un dios personal exteriormente oculto. Cioran ha expresado
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que Dios es: “El límite hasta el que el hombre puede llegar, el punto máximo, lo que da un contenido, un sentido.” E igualmente, imaginando y suponiendo su existencia enfatiza en su ya mencionado ensayo “Carta sobre algunas aporías”, que: “Demasiado siento en mí los estigmas de mi tiempo: no puedo dejar a Dios en paz; junto con los snobs, me divierto en repetir que ha muerto, como si eso tuviese algún sentido. Por medio de la impertinencia creemos poder resolver nuestras soledades y el fantasma supremo que las habita. En realidad, al aumentar no hacen más que acercarnos a quien merodea en ellas.” (Cioran, 1979) En un aforismo de su libro De lágrimas y de santos, validando a contrapelo el ateísmo, Cioran expone que: “El más humilde los cristianos goza de momentos en los que conversa con Dios de igual a igual. La propia religión tolera esos aires pretenciosos sin los cuales el hombre reventaría de modestia. De ahí que el ateísmo halague la libertad humana, pues hablando desde lo alto a Dios eleva el orgullo al rango de demiurgia. Quien nunca ha despreciado el principio supremo está predestinado a la esclavitud.” Declara en otro aforismo del mismo libro citado, que, paradójicamente, nosotros como creaturas de Dios, validamos en Él su vacío y su nada: “El Creador ha proyectado en el hombre todas sus imperfecciones, su podredumbre y su decrepitud. Nuestra aparición sobre la tierra debería salvar la perfección divina. Lo que en el Todopoderoso era ‘existencia’, infección temporal, caída, se canalizó en el hombre, y así Dios ha salvado su nada. Gracias a nosotros que le servimos de vertedero, Él se halla vacío de todo.” (Cioran, 2012) Cioran también ponderó el paganismo antiguo como una forma válida de conectarse, o “religarse” con la naturaleza o con las fuerzas del cosmos. Espigadas a lo largo de sus libros hallamos reflexiones, pensamientos, sentencias, ensayos
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breves que elogian la virtud del acercamiento de los antiguos a sus dioses. Señala en su ya mencionado libro El aciago demiurgo, que el politeísmo incluso se corresponde mejor y está más acorde con la naturaleza de ciertas tendencias e impulsos espirituales, cada uno de estos encausado al dios que le corresponde en ese momento, en lugar de encausarlos en un solo dios. Cioran cree que, al contrario del judeocristianismo, se era más saludable anímica y espiritualmente con varios dioses, que con la tiránica existencia de uno solo. Una apreciación suya en el mencionado libro, expone que: “Bajo el régimen de varios dioses, el fervor se reparte; cuando se dirige a uno solo, se concentra, se exaspera, y acaba por convertirse en agresividad, en fe. La energía no está ya dispersa, se dirige toda en una misma dirección. Lo que era notable en el paganismo es que no se hacía una distinción radical entre creer y no creer, entre tener o no tener fe. La fe, por otro lado, es una invención cristiana; supone un mismo desequilibrio en el hombre y en Dios, arrastrado por un diálogo tan dramático como delirante.” Es decir, que en el politeísmo el creyente tiene la posibilidad de elegir el dios que quiera y no se le impone ninguno. La ventaja radica en que, como existen varios dioses, cuanto más caprichoso se hace uno, se puede sustituir por otro, o pasar de uno a otro, pudiendo igualmente un espíritu con contradicciones no resueltas, probarlos todos y sanar así su psique, “estando bien seguro de hallar el medio de amarlos a todos en el curso de una existencia. Eran por añadidura, modestos, no exigían más que el respeto: se les saludaba, pero no se arrodillaba uno ante ellos”, precisa Cioran. (Cioran, 1975) En su ya citado libro La caída en el tiempo, invita enfáticamente Cioran a recuperar y asumir parcamente y con dignidad la vitalidad del mundo antiguo: “siempre regresamos
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a los antiguos cuando se trata de ese arte de vivir cuyo secreto hemos perdido en dos mil años de naturaleza y de caridad compulsiva. Regresamos a la ponderación antigua en cuanto decae el frenesí que el cristianismo nos ha inculcado (…) y volvemos a ellos porque el intervalo que nos separa del universo es más vasto que el universo mismo y, por ello, nos proponen una forma de desapego que inútilmente buscaríamos en los santos.” Sin embargo, esta indudable salutación vitalista del politeísmo presente en varios libros suyos, en cierto momento se vio asaltada por la duda cuando, estando mal de salud, le tocó escribir (en 1965) un artículo contra el cristianismo (asunto registrado en sus Cuadernos. 1957-1972), cosa que lamentó bastante porque terminó malogrando su escrito. Así, refiere que: “En este caso, me había propuesto hacer la apología del politeísmo, situándome en la perspectiva de la tolerancia desde un punto de vista casi político, por tanto, y después, gracias a mis problemas de salud, al recuperar mis antiguas angustias, el cristianismo necesariamente me ayudó a soportarlas; el paganismo es demasiado exterior, no ofrece nada que pueda aliviarnos en los momentos de mayor desconsuelo.” Otra forma de consuelo espiritual para Cioran, fueron, sin duda, sus afinidades budistas. Retornando finalmente a Nietzsche (después de esta larga y para mí necesaria digresión), aunque tildáramos al filósofo alemán de filósofo escéptico, él no desarrolló ni puso en práctica el escepticismo de forma tan consecuente (y menos tan sistemática), ni lo llevó tan lejos vitalmente, como lo asumió, abordó y expuso Cioran a lo largo de las reflexiones expresadas en sus libros, escritos, ensayos, entrevistas y apelando a tópicos que, si bien no son originales, fueron abordados “metódicamente” de forma personal, a saber: la muerte, la enfermedad, el suicidio, la locura, el sufrimiento,
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el malestar, el temor, la insensatez, la irrealidad, la amargura, la fatiga, la desdicha, la incertidumbre, la podredumbre, la ruina, el hastío, el terror, la soledad, la infelicidad, la indignación, la desesperación, la desconsolación, el tedio, el desgano, el desánimo, el desengaño, el absurdo, el tormento, la melancolía, la tristeza, la nostalgia, la depresión, la exasperación, la ansiedad, la agonía, el dolor, la angustia, la embriaguez, la pereza, el fracaso, el fatalismo, la renuncia, la desilusión, la desesperanza, la imposibilidad, la repulsión, la desmesura; lo fúnebre, lo funesto, lo efímero, lo erótico, lo lúdico, lo poético, lo infernal, lo angélico, lo atroz, lo atávico, lo mórbido; el azar, las pasiones, el éxtasis, el amor, el vacío, la caída en el tiempo, la paradoja; el espíritu, la Nada, el sentido trágico de la vida, el alma de la mujer, el espíritu de la música, el malestar en la existencia, el instinto de destrucción, la catástrofe, el Apocalipsis. Respecto al ateísmo, éste ha sido uno de los temas básicos en Occidente, desde los orígenes del pensamiento antiguo hasta el moderno y contemporáneo. En este sentido, estudiando dicho tema en el escritor francés Georges Bataille, escribí yo en 1988 (hecho que no ha perdido vigencia en el actual siglo XXI) en mi libro Notas apocalípticas, texto ya citado al comienzo de este estudio, que, finalmente, el hombre ha perdido su auténtica capacidad de divinización. En el siglo de la supuesta y anunciada muerte de Dios (siglo XX, e incluso el XXI), pues, espíritus y voluntades como las de Nietzsche, Bataille, Cioran y otros escritores, con toda su pasión atea, parecen, más bien, instar a un endiosamiento de la vida del más acá, incluso a una manera de “ver” a Dios. El ateísmo quizá sea, entonces, la última forma que aún nos queda de credulidad. Como afirma el teólogo Manfred Kerhoff: “El ateísmo es la catástrofe de una orientación de dos mil años
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hacia la verdad, pertenece a esa corriente, no se ha liberado aún, es una actitud de transición, la última ilusión antes de la desilusión final.” Igualmente, sobre este tema del ateísmo (y aquí discrepo un tanto con Cioran) -y el de la apologética-, ya vimos que el pensador rumano opina que, al hablar o tutear a Dios, el ateísmo, al igual que la apologética, halaga la libertad humana. Arguye que, desde Tertuliano y Kierkegaard hasta nuestros días, gracias al ensanchamiento de la fe y a la voluntad antropomórfica, Dios por fin ha sido “humanizado” en ambos casos: con un cinismo grosero hemos creado un Dios a nuestra medida, con todos nuestros defectos, nuestros vicios y nuestras virtudes, asistiendo con ello a una suerte de “modernización del cielo”. Así, escribe Cioran en La tentación de existir que: “Tomarlas con Dios, querer destronarle, suplantarle, es una hazaña de mal gusto, el logro de un envidioso que experimenta una satisfacción de su vanidad al enfrentarse con un enemigo único e incierto. Bajo cualquier aspecto que se lo presente, el ateísmo supone una falta de maneras, al mismo tiempo que, por razones contrarias, la apologética, pues ¿acaso no es tanto una indelicadeza como una caridad hipócrita, una impiedad, emperrarse en sostener a Dios, en asegurarle, cueste lo que cueste, su longevidad? El amor o el odio que le profesamos revela menos la calidad de nuestras inquietudes que lo grosero de nuestro cinismo.”
La crisis de la filosofía Pero regresemos ahora al escepticismo y sus relaciones con la filosofía. En el libro de Hegel mencionado al comienzo de este trabajo, se alude a éste, ya vimos, como una actitud
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y un punto de vista desde la subjetividad de todo saber por parte de cada individuo, que resulta imbatible incluso para los argumentos de la filosofía. El escepticismo pretende disolver todo lo determinado o establecido, ya que su resultado consiste ciertamente en la disolución de la verdad y por tanto, de todo contenido; es decir, es “la más completa negación”. Continúa afirmando Hegel que un escéptico jamás se dará por vencido y seguirá argumentando para tratar de invalidar a la filosofía, y que, a su vez, esta concepción o teoría, por su misma naturaleza de confrontar todo lo dogmático y establecido, dispone “de una gran incapacidad para la verdad, que sólo permite al hombre llegar a la certeza, pero no a la certeza de lo general, por lo cual se detiene en lo puramente negativo y en la conciencia de sí mismo individual”. (Hegel, 1985) Dice el filósofo alemán que aunque el escepticismo ataca a esta filosofía y se esfuerza por superarla, su acción es contundente sólo si se mantiene en lo individual, más no en lo general. Según él la filosofía llevaría dentro de sí misma, implícita, la negación del escepticismo, por lo que éste “no se contrapone a ella, ni existe fuera de ella, sino que es simplemente un momento suyo.” Argumenta Hegel en defensa de la filosofía que, de este modo, “la filosofía encierra dentro de sí lo negativo en su verdad, cosa que no hace el escepticismo”, afirmando igualmente que “la relación entre el escepticismo y la filosofía consiste en que aquel es la dialéctica de todo lo determinado”, hecho que para mí no invalida la argumentación escéptica. Mientras tanto, el escéptico continúa campante, aunque corroído por sus dudas. La actitud y el pensamiento de Cioran en relación con la filosofía constituyen más una crítica, un enfrentamiento y una revisión de ella, que una loa o un panegírico. Su obra y su actitud propugnan más bien una búsqueda de la sabiduría, pasando por -o trasvasando- la filosofía. En sus
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libros, artículos y entrevistas, expone que entre los filósofos occidentales posteriores a los griegos no hay sabios porque el hombre en este lado del mundo, incluso, está incapacitado para la sabiduría. En la citada conversación con el periodista y escritor Georg Carpat Focke en 1992, incluida en el mencionado libro Conversaciones, le confesó: “Desde mi punto de vista, la sabiduría es el término natural de la filosofía, su fin, en los dos sentidos de la palabra. Una filosofía acaba en sabiduría y por eso mismo desaparece.” (Cioran, 1997: 200)
Por eso en sus reflexiones el pensador rumano vuelve una y otra vez sobre la filosofía y la sabiduría antiguas como un sendero a seguir para la realización. En la misma entrevista confiesa: “A mí no me cabe la menor duda de que la sabiduría es el objetivo fundamental de la vida y por eso vuelvo siempre a los estoicos. Alcanzaron la sabiduría, por eso no podemos llamarlos filósofos, en el sentido propio del término. (…) Posiblemente ésa es la razón por la que la sabiduría me causó tan fuerte impresión, esa filosofía de los antiguos que cesó precisamente de ser una filosofía en el sentido en que Aristóteles, por ejemplo, la entendía. Hoy el problema del conocimiento a pasado a ser accesorio, lo que está en primer plano es la forma de abordar la vida, la cuestión de cómo se puede soportarla. A fin de cuentas sólo conozco dos grandes problemas: cómo soportar la vida y cómo soportarse a sí mismo.” (Cioran, 1997: 200)
Revisemos brevemente algunas nociones y apreciaciones de Cioran sobre el supuesto “final” de la filosofía, su crisis o su miseria e igualmente del estatuto de la “sabiduría”, a partir de algunos momentos de su desarrollo en la antigüedad occidental, hasta sus reinvenciones, reivindicaciones y
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contradicciones modernas. Como hemos visto, Cioran en su pensamiento y en sus escritos siempre apuntó su predilección por las antiguas filosofías griega y romana y su forma de abordar y asumir la existencia humana. Menciona, pues, continuamente como modelos de pensamiento y actitud ante la vida, antes que a los sistemas metafísicos y conceptuales del platonismo y el aristotelismo, a propuestas de existencia de pensadores greco-latinos tales como los estoicos, los epicúreos, los cínicos, los sofistas, los dialécticos y, por supuesto, a los escépticos. Sobre los hombres que crearon estas últimas seis concepciones del mundo y propuestas de vida, Cioran señaló en la referida conversación citada más arriba: “¡El ascetismo de que dieron prueba esos hombres y la fecundidad, la variedad de las producciones de su inteligencia! Comparados con ellos, debemos por fuerza reconocer que no somos sino esquemas, especies de espectros amaestrados.” (Cioran, 1997: 197)
Al famoso y ya mencionado Sócrates (Atenas, 469399 a. C.), uno de los filósofos más sabios de todos los tiempos, Cioran lo cita frecuentemente a lo largo de su obra en ensayos, reflexiones, prosas o aforismos. Hijo de un escultor y de una comadrona llamada Faenarete, el filósofo refería siempre este hecho, insistiendo irónicamente que se definía como “comadrón de ideas” o especialista en mayéutica, cuya estrategia consistía en persuadir y disuadir. Según Sócrates la mayéutica es, entonces, el arte de ayudar a engendrar, según se desprende de un pasaje del Diálogo Teetetes, de Platón, donde Sócrates dice a Teetetes que practica el mismo arte que su madre Faenarete, que fue comadrona. Se supone, entonces, que consiste en ayudar a engendrar pensamientos y reflexiones en el espíritu del interlocutor. Expone Sócrates
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en el referido Diálogo: “Mi arte mayéutica tiene las mismas características generales que ese arte (de las comadronas). Pero difiere de él, en que hace parir a los hombres pero no a las mujeres, y en que vigila las almas, y no los cuerpos, en su trabajo de parto.” (Platón, 1957) Expone, pues, que no puede engendrar -no puede dar una opinión propia sobre el asunto tratado- ya que los dioses le han impuesto ese papel o tarea de no procrear, sino ayudar a procrear. El filósofo se convertía en un “comadrón de ideas”, empleando un método que consistía en conducir al discípulo o interlocutor al descubrimiento de su propia verdad mediante una serie de preguntas y la exposición de perplejidades. Por ejemplo, el mayéutico procedía o argumentaba así: “Dícese que Artemisa ha dispuesto así las cosas, porque preside los alumbramientos, aunque ella no pare.” Su método de investigación filosófica, como afirma José Ferrater Mora, no es la exposición, sino el diálogo y, más que todo, la interrogación. Un texto de filosofía reseña que Sócrates no entendió la filosofía como la exposición de una doctrina preelaborada (no tenía nada para comunicar), sino que la entendió como un diálogo interpersonal. Las fuentes de la vida de Sócrates son contradictorias, ya que los tres autores en los que se basa la misma, a saber, Aristófanes, Jenofonte y Platón, suministran datos diferentes y contrapuestos. Por eso su figura constituye para los contemporáneos un problema. Generalmente se sostiene que el filósofo ateniense arremetió contra los dioses oficiales de su tiempo, tratando de suplantarlos por otros nuevos, aunque, estima Jean Humbert, Sócrates se definía como “enviado del dios de Delfos”, teniendo conciencia de su papel, de que “había sido colocado en su puesto por un dios, y en su ‘demonio’ (o daimon) reconocía personalmente a un monitor divino.” En lo político, Sócrates, “ese Sileno desconcertante,
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que conjugaba en sí tantas tendencias opuestas”, se comportó como un reformista que cuestionó las instituciones para mejorarlas en su interior. Como escribe el ya citado Humbert, “tratándose de la acción, en cambio, apenas si se interesó en otra cosa que no fueran sus aspectos políticos.” ¡Y la cantidad de cosas revolucionarias que logró! Tutor de jóvenes, a través de discusiones y diálogos acalorados, los examinaba y los enrumbaba por el buen camino. Frecuentemente a Sócrates también se le tilda de sofista, pero, como apunta Humbert, los grandes maestros de la sofística lo antecedieron en unos 15 años (Gorgias, Protágoras, Pródico) y quiso hacerse un nombre en esta disciplina entre sus treinta y cuarenta años, atraído por la “embriaguez verbal que permitía al arte de la persuasión triunfar en todas las causas.” (Humbert, 2007) Sin embargo, ellos vendían muy caro sus enseñanzas y Sócrates, como él mismo lo expresó en varios diálogos platónicos, no disponía de suficientes recursos para pagar lecciones de cincuenta minas. Es probable, pues, que Sócrates no hubiera conocido a los grandes sofistas directamente y que sólo por una cómoda ficción lo muestre Platón departiendo desde su juventud, casi sobre un plano de igualdad, con los sofistas más famosos, apunta Humbert. Así, Sócrates ha pasado a la historia de la filosofía como un símbolo ambiguo del que cada época elabora su propia lectura. Platón escribió en su referida obra Teeteto, o Teetetes: “Sócrates no creaba en los espíritus más que perplejidades.” El filósofo utilizaba juegos de palabras, ficciones dialécticas y, sobre todo, empleaba la ironía, hablaba de forma diferente a como pensaba. Estudiaba, con una argumentación disimulada, objetos determinados a través de digresiones y rodeos. Sócrates concibió “la idea de verdad como descubrimiento íntimo e individual”, que es la
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única que se puede buscar, ya que la verdad con mayúsculas no existe. Para Cioran, como para Nietzsche, Sócrates encarna una figura paradójica. Ambos pensadores lo admiraban con recelo, por ser su sabiduría a la vez creadora y destructora de mitos a través de la inteligencia, de la sofística, de la razón. En La tentación de existir, en un ensayo titulado “Furores y resignaciones”, Cioran habla de las contradicciones o paradojas que encarnó el filósofo griego en cuanto a no hacer precisiones sobre la naturaleza de su daimon o voz interior: “¿Era su demonio un fenómeno puramente psicológico o correspondía, por el contrario, a una realidad profunda? ¿Fue de origen divino o no correspondía más que a una experiencia moral? ¿Era cierto que le oía o no se trataba más que de una alucinación? Hegel lo toma por un oráculo completamente subjetivo sin nada exterior; Nietzsche por un artificio de comediante”, escribe el pensador rumano. No lo sabemos, porque sencillamente la habilidad de Sócrates estuvo en escamotear o mantener esa situación en la ambigüedad. Precisa Cioran: “Si se lo inventó de cabo a rabo, es porque sin duda se vio obligado a ello, aunque no fuera más que para hacerse impenetrable a los otros. Solitario cercado, su primer deber era escapar a los que le rodeaban, ocultándose tras un misterio real o fingido (…) ¿Cómo saber si Sócrates divagaba o empleaba su astucia?” (Cioran, 1979) Nietzsche por su parte, consideró al filósofo griego como el “sepulturero” de una metafísica “emprendida por los presocráticos, especialmente por Anaximandro y Anaxágoras. Con ello se convirtió Sócrates, según Nietzsche, en el racionalizador y, por consiguiente, en el destructor, el destructor del mito en favor de la razón.” (Ferrater Mora, 1986)
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En Sócrates seguro Cioran admiró su desprendimiento y entrega a la reflexión y práctica filosóficas y ante el saber y la sabiduría, tanto así que no dejó obra escrita. También admiró la franqueza, honestidad, valentía y humildad para asumir y ejercer el oficio de la filosofía como él la profesó y practicó en las calles, en las palestras, en las plazas públicas, en los mercados, en los estadios, en los pórticos, en los banquetes dando a entender que ésta no consiste simplemente en una especulación sobre el mundo, sino que como afirma Ferrater Mora, constituye un modo de ser de la vida por el cual es preciso, cuando convenga, dar la vida. Sócrates también interesó a Cioran no precisamente por el carácter de sus enseñanzas, sino porque el debate, la polémica y la problemática que suscitó sobre su persona, sigue interesándonos hoy. Como escribió el pensador rumano: “¿Acaso no fue el primer pensador que se planteó como un caso?, ¿y no es con él con quien comienza el inextricable problema de la sinceridad.” Como se sabe, Sócrates fue condenado a beber la cicuta por los cargos de corrupción de la juventud ateniense, por intentar destruir ciertas creencias tradicionales, e igualmente por impiedad, al atentar contra los viejos dioses y valores e intentar imponer otros nuevos. Otro de estos sabios griegos antiguos que frecuentemente menciona Cioran en sus escritos, es Epicuro (341-270 a. C.), quien propulsó una concepción sensualista de la existencia muchas veces erróneamente interpretada. Este sabio nació en la isla de Samos y diversos acontecimientos políticos y administrativos de su época lo llevaron a salir desterrado de su lugar de origen a los 19 años de edad, convirtiéndose tiempo después en un pensador que se formó -y forjó una sabiduría- por sí mismo. Al parecer, uno de los generales de Alejandro Magno lo desterró, incentivando en
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él una tendencia anti-macedónica que lo hizo mantenerse en permanente rivalidad con las escuelas de Platón y Aristóteles, que habían gozado del favor de dicho grupo o etnia griega. A esa edad se establece en Atenas, donde elabora su doctrina, que el filósofo A. J. Festugière considera menos un sistema de pensamiento que una forma de vida, puesta en práctica posteriormente (en el 306 a. C.) en lo que se llamó el “Jardín”, escuela de sabiduría posterior varios años a la fundación de la Academia y el Liceo, dirigidas por Platón y Aristóteles, respectivamente, en las cuales se preparaba al hombre, no para la vida solitaria, sino para la vida activa del político en aras de poner orden en la cosa pública y convertir a los futuros gobernantes en filósofos. En la antigüedad los epicúreos pasaban por ser los enemigos de la ciencia, para quienes no hay saber que cuente “mientras no contribuya al arte de vivir feliz.” Si Platón estudiaba la música, la aritmética, la geometría y la astronomía, Epicuro afirmaba que para el sabio estos estudios no constituyen por sí mismos la sabiduría sino que, más bien, sirven de obstáculo para alcanzar la misma o, en todo caso, no hacen sino preparar para ella. Al contrario, Epicuro nunca se interesó por los negocios o por insertarse en la vida política de su tiempo, estando más bien convencido de la miseria de vivir y buscando refugio en la “ataraxia” o ausencia de turbación, de temor o de fatiga que indica una disposición a la alegría física y espiritual. Para Epicuro, entonces, la felicidad consiste en la ataraxia, que tiene por primera condición la limitación de los deseos, de honores o riquezas y propone la “firme confianza respecto de los dioses, el sufrimiento y la muerte”, afirma Festugière. El sabio de Samos prefería el estudio de la naturaleza al de las ciencias: “El estudio de la naturaleza no hace a los hombres vanidosos ni fabricantes de frases vacías;
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no los mueve a exhibir esa cultura que parece a la multitud tan envidiable”, escribe en su libro Sentencias vaticanas. (Festugière, 1960) Así, en Epicuro la felicidad coincide con la beatitud o ataraxia, compartiendo con los discípulos los principios de la amistad epicúrea, la cual “será, pues, como una provocación constante a un amor más alto, al amor de la sabiduría.” La amistad para Epicuro no es sólo un intermedio para la sabiduría, sino que es la sabiduría misma. Frente al mal vivir y la dependencia del deseo, el Maestro de Samos opta por el desapego de la riqueza y los honores, asumiendo una vida frugal y dedicándose a los estudios de la naturaleza. Festugière escribe que “Epicuro es demasiado griego para pensar que la curación del alma puede obtenerse en soledad. Hace falta un médico; es preciso sentir en torno el calor de la amistad”, que se construye en sociedad del maestro y el discípulo. Afirmó Epicuro que “nuestra única ocupación ha de ser la curación de nuestras almas”. El placer que él promovía, anota Festugière, no es precisamente el de la carne (que turbaría o entorpecería la búsqueda de la Sabiduría) sino que a través de la beatitud o ataraxia se busca el placer de los sentidos, que “serán, pues, ante todo, placeres espirituales.” Es decir, que para él la ausencia de dolor y turbación es ya placer y “en el ejercicio de la Sabiduría (…) el placer (…) va a la par con el conocimiento. La Sabiduría es la vida espiritual, el ejercicio de la Sabiduría es la práctica de esta vía.” Y finaliza exponiendo que, sin duda el placer es para él un estado de quietud, una disposición serena que excluye todo movimiento violento. Como escribió Nietzsche en El caminante y su sombra, Epicuro fue “el hombre que sosegó las almas de la antigüedad agonizante”. La máxima forma de consolación y sabiduría que
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podía ofrecerles a las gentes atormentadas por la “inquietud de lo divino”, era decirles que “si existen dioses, no se ocupan de nosotros”, en vez de discutir inútilmente el asunto último de saber si en realidad existen o no. Es decir, que esta afirmación contiene dos formas de consolación: “primero, si es así, no nos importa; segundo, puede ser así, pero también puede ser de otra manera.” Cioran por su parte en La tentación de existir, señala precisamente ese carácter terapéutico y de sanación mental y espiritual que signa la filosofía existencial de Epicuro, en “una Grecia descalabrada y sometida, que acechaba ansiosamente una fórmula de reposo, un remedio contra la ansiedad. Él fue para su época lo que el psicoanalista es para la nuestra: ¿acaso no denunciaba él también, a su manera, el malestar de la cultura?” Y para que no quede duda de que Epicuro se aplicó dosis de su misma medicina, el pensador rumano apunta que más que con Sócrates, es con Epicuro con quien la filosofía se orientó hacia la terapéutica. Intentaba curar y, sobre todo, curarse él mismo, tal era su ambición: “aunque quisiera liberar a los hombres del miedo a la muerte y a los dioses, él mismo experimentaba ambos.” A Diógenes de Sínope, o el cínico (413-327 a. C.), igualmente lo cita Cioran y lo pone como ejemplo de sabiduría existencial. Ya sabemos que el cinismo no es propiamente una escuela filosófica sino, antes bien, una escuela de vida, una actitud vital última, tal como la enseñaban Antístenes, Crates y el propio Diógenes en el llamado Cinosargo, un gimnasio situado en los alrededores de Atenas (en el barrio del Cerámico), e igualmente en las plazas y calles. La también denominada “secta del perro” tenía franca animadversión por las convenciones sociales y sus miembros practicaban más bien el ascetismo mendicante (e incluso la impudencia), dando por sentado que las cosas del mundo les
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eran indiferentes, viviendo como lo hacían en una época de crisis religiosa, moral y político-administrativa, la misma en que vivieron y estuvieron presentes, entre otros -aparte de los dramaturgos áticos Esquilo, Sófocles y Eurípides-, Sócrates, Platón, Aristóteles, Demócrito, Epicuro, el escéptico Pirrón y Zenón de Citio, creador de la escuela estoica, de nada menos. Utilizaban, pues, la diatriba para combatir y argumentar contra sus adversarios predicando la autarquía vital, la igualdad social y el retorno a la naturaleza. La oposición a las convenciones morales de su época -oponiendo el cínico un temple ético intachable, la constancia y la parquedad-, ha hecho que muchos autores posteriores consideren al cinismo como una escuela “más entretejida con la historia que la de cualquiera de las otras escuelas filosóficas antiguas.” (Ferrater Mora, 1972) Se oponía entonces Diógenes a “la vanidad y el fasto” de Platón y los platónicos, de quienes también rechazaba los sofismas e idealismos y a quienes enfrentaba con el ejemplo de la “realidad visible y tangible” -que a su entender era irrebatible- y lo individual concreto. Repudió igualmente las ciencias (geometría, física, astronomía), argumentando que no deparaban la felicidad y la autosuficiencia, e instaba al vivir “conforme a la Naturaleza” y no conforme a los complicados comportamientos sociales. Como vemos, en todas estas escuelas filosóficas helénicas, se practicaba para esa época la discusión polémica y hasta el enfrentamiento público de unas con otras. Es sabido que para el siglo V a. C., Grecia se había consolidado (aunque aún con muchas contradicciones que resolver), como el principal centro cultural del Mediterráneo, cuando diferentes grupos familiares se habían asentado allí siglos antes, provenientes de ancestros cretenses e inmigrantes de estirpe Norte Africana y Semítica del Oeste. Dichos grupos
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fundaron ciudades-Estado independientes con su propio gobierno, sus propias costumbres, mitos, fuerzas armadas y monedas, llevando a cabo con cierta regularidad disputas y guerras por los territorios, que la más de las veces se resolvían en familia casi sin retaliaciones. Para tal fecha, también, ya en Grecia el culto a los dioses olímpicos se había debilitado, y como plantea el poeta y mitógrafo inglés Robert Graves (1895-1985) en su ensayo “La tradición griega”, recogido en su libro Los dos nacimientos de Dionisio (sic), “eran pocos los griegos que podían tomarse en serio el culto olímpico aunque éste regularizaba las relaciones públicas entre las ciudadesEstado.” Se practicaban, más bien, cultos locales y, sobre todo, el culto eleusino, cerca de Atenas. Mientras eran iniciados en el culto de Dioniso y “tenían visiones gloriosas del paraíso de Perséfone”, se les revelaba “una doctrina secreta de moral personal que les guiaría durante su vida y les aseguraría al morirse una entrada al paraíso”, apunta Graves. Igualmente las tragedias y comedias griegas (de Esquilo, Sófocles, Eurípides y Aristófanes), servían en ese tiempo de efecto terapéutico y catártico, aliviando en el espíritu y la psique colectiva ansiedades y temores. Escribe Graves que el teatro ateniense se hallaba bajo el patrocinio del mismo Dioniso, y “las tragedias parecen presentar conflictos entre la moral del público, disculpado por el código olímpico, y la doctrina secreta que se enseñaba en los misterios.” Precisa el estudioso inglés que: “Alrededor del siglo V a. J.C. el mercantilismo, la teoría filosófica y las ciencias mecánicas habían invadido el territorio de la religión.” En este sentido, y refiriéndose a ese período griego, escribió Cioran en su ensayo “Escuela del tirano”, perteneciente a su libro Historia y utopía: “Reducido el politeísmo a un montón de fábulas, había perdido su genio religioso, dos realidades indisolublemente ligadas: poner en
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tela de juicio a los dioses, es poner en tela de juicio a la ciudad que presiden. Grecia no pudo sobrevivir a sus dioses, como tampoco pudo Roma sobrevivir a los suyos.” (Cioran, 2003) Sobre este mismo hecho del declive y caída de los dioses, en Breviario de podredumbre, Cioran apunta que en esa época igualmente los misterios comenzaron a devaluarse. Cuestiona Cioran estos misterios con una mordacidad severa: si los dioses han muerto, los misterios ya no tienen nada importante que revelar: “Los iniciados sin duda estaban obligados a no transmitir nada; es, sin embargo, inconcebible que en tan gran número no se haya encontrado un solo charlatán. (…) Una vez apartados los velos, ¿qué podrían descubrir sino abismos sin importancia? No hay iniciación más que a la nada y al ridículo de estar vivo. (…) Y yo sueño con una Eleusis de corazones desengañados, con un misterio neto, sin dioses y sin vehemencia de la ilusión.” Por mi parte, en un comentario que hice a dos ensayos recogidos en la obra de Graves antes mencionada, Los dos nacimientos de Dionisio (sic), donde se refiere a los hongos alucinógenos y al vino como comida sacramental en los rituales de Eleusis -y luego incluido en mi libro Notas apocalíptica, señalo que este culto iniciático implicaba a la vez una experiencia extática y mística, la cual fue, durante dos mil años, el principal consuelo espiritual para todo el mundo helenizado. En mi comentario expongo que los misterios no eran sólo pasatiempos rituales para alcanzar el éxtasis de unos cuantos ociosos de élite, sino una profunda experiencia metafísica y espiritual, una confrontación básica con lo sagrado. Tal es el caso de que hombres como Homero (en su hermoso Himno a Deméter, el más antiguo documento literario sobre Eleusis), Sófocles, Eurípides, Platón o Aristóteles, entre muchos otros,
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nos dan cuenta en su obra de los misterios como una experiencia única, en donde se asistía a la revelación de un conocimiento incomunicable. Se sabe que a pócima sagrada de Eleusis era una mezcla de vino con sustancias enteogénicas, que estarían relacionadas directamente con los granos de cebada, centeno o trigo, ya que Deméter era la diosa de la agricultura, la tierra y las cosechas y a ellas estaba dedicado el culto. En la mitología, afirma Graves, el hongo es la “comida de los centauros”’, y hasta la palabra misterio parece provenir de esta fuente. Así que, al final del llamado “siglo de Pericles”, en el año 350 a. C. Filipo II de Macedonia disolvió algunas ciudades-Estado en territorio griego (Tracia, Tesalia, Calcidia), proclamándose rey y estableciendo alianzas con Atenas, hasta que igualmente le declaró la guerra, derrotando así a la Alianza Panhelénica, liderada por Atenas y Tebas (ya debilitada por la anterior guerra del Peloponeso) en la Batalla de Queronea, en el año 338 a. C. Apunta Graves: “Un solo hecho marcó la decadencia final de la antigua tradición griega. Alejandro invadió Asia Menor después de su imperdonable e irreligiosa destrucción de Tebas, una de las ciudades griegas más sagradas y antiguas.”(Graves, 1980) Precisamente sobre los siglos V-IV a. C., comenta el filósofo José Ferrater Mora en su libro Las crisis humanas que durante ducho período el hombre griego vivía, pues, en un mundo en crisis en el cual la filosofía y la sabiduría (platonismo, estoicismo, cinismo, entre otras) constituyeron también respectivamente, un repliegue en la huida, la resistencia y el desprecio. Los estoicos eran indiferentes al gobierno, los cínicos lo objetaban y satirizaban con burla y los platónicos se refugiaban en la contemplación y en las Ideas abstractas. Así, en dicho período se vivió en un hondo vacío que, apunta Ferrater Mora, “al igual que en nuestra época unos llaman anhelo de absoluto y otros estupidez.”
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Se asistía, entonces, lentamente en Grecia durante ese tiempo, como observamos, a la disolución definitiva del antiguo sistema de la ciudad-Estado, sumiendo al hombre en un período de angustia, inestabilidad psicológica y existencial. La preocupación del estoico y el cínico era ética, una ética consoladora, al margen, de libertad, expresada muchas veces en la diatriba, aunque dicha libertad la cuestionaran íntimamente y constituía una forma de vida. Apunta Ferrater Mora que: “como todas las éticas antiguas la estoica buscaba la felicidad, la eudomonia”, intentando ser una suerte de consuelo espiritual y de religio ultima colectiva. Por su parte, el cinismo fue un modo de afrontar la crisis, “fue la filosofía de la inseguridad total. (…) El mundo dentro del cual surgía el cinismo, era un mundo de amenazas”, y sus temas eran el destierro, la esclavitud, la pérdida de la libertad. El cínico también se replegaba en sí mismo: “Fuera de sí mismo no hay sino el vacío”, argumentaba. El tipo cínico y la escuela cínica eran un elemento extraño en la sociedad clásica y renunciando a la acción, suspendiendo el movimiento, el cínico “aspiraba a la inmovilidad por desesperación.” Igualmente, “podía ser ascético o moderadamente hedonista. Daba igual: lo único que pretendía era sobrevivir en medio del universal naufragio” que se cernía en esa época inestable, amenazada por guerras (las guerras médicas, la del Peloponeso), invasiones, epidemias, calamidades, pestes, catástrofes y desastres naturales que se cernían sobre el pueblo helénico y de hecho ocurrieron durante los siglos V-IV. “Es la época de confusión descrita por Dion Crisóstomo en el Octavo de sus Discursos”, precisa Ferrater Mora. De otro lado, una actitud diferente asume el estoico. Éste no huye o evade nada, o podría decirse que huye hacia sí mismo. Evita las muchedumbres y se sostiene en el
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contentarse consigo mismo, “el retirarse de todos los frentes (…) pero que subraya que la vida social debe practicarse -de nuevo- como si no fuera necesaria”, refiere Ferrater Mora. La libertad para el estoico no era libertinaje o liberalidad cómoda, ventaja gozosa, sino el conocimiento de cómo debe vivir el Sabio para seguir siéndolo. La máxima estoica principal era: “Obedécete a ti mismo.” En cambio, la tendencia del platónico era especulativa, teórica, afincada en la meditación y en busca del conocimiento “liberador”. El platonismo iba en pos de la verdad intangible. Escribe este autor que: “El platónico podría decir lo contrario del marxista: los filósofos no han hecho hasta ahora más que cambiar el mundo, pero lo que hace falta es contemplarlo.” Estas tres escuelas o actitudes filosóficas coincidieron durante esa época “en sentirse oprimidos dentro de un mundo en crisis, donde la sociedad en vez de constituir el terreno de la concordia, era la palestra donde luchaban toda suerte de contradicciones.” Siendo así, se echa un tanto por tierra la visión del siglo V a. C. como un bastión de bienestar, equilibrio, armonía, elevación espiritual y estabilidad económicopolítica con que a veces se suele caracterizar ese período. Por el contrario, fue más bien ese tiempo uno de ansiedad, que se fue abriendo paso, poco a poco, de la disolución de la ciudad-Estado hasta desembocar en el período helenístico, legado por Alejandro Magno, que ha sido descrito como la época del florecimiento de la cultura griega a través de la Cuenca del Mediterráneo y el Este, el cual es apreciado como el crisol greco-romano de Alejandría y más allá, visto como “una civilización caleidoscópica que fue cosmopolita y sofisticada.” En este sentido, refiriéndose al helenismo y haciendo una comparación con nuestro tiempo, Cioran apunta en La tentación de existir, que dicha época se caracterizó por
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el sincretismo y la proliferación de cultos y sistemas religiosos foráneos y locales: “Pensemos en la época helenística y en la efervescencia de las sectas gnósticas: el Imperio, con su vasta curiosidad, abrazaba sistemas irreconciliables y, a fuerza de naturalizar dioses orientales, ratificaba numerosas doctrinas y mitologías. (…) Tal fue el sentido del sincretismo antiguo, tal es el sentido del sincretismo contemporáneo. Nuestro vacío, en el que se amontonan artes y religiones dispares, llama a ídolos de otras partes, ya que los nuestros están demasiado caducos como para seguir velando por nosotros. (…) Sabemos de qué modo, en la Antigüedad, el dogma puso fin a las fantasías del gnosticismo; adivinamos en qué certeza se acabarán nuestros desvaríos enciclopédicos. Quiebra de una época en la que la historia del arte sustituye al arte y la de las religiones a la religión.” Además de los mencionados pensadores griegos, los escritos y el pensamiento de Cioran también están marcados por la impronta de sabios estoicos latinos como Séneca (Córdoba, España, 4 d. C.- Roma, 65 d. C.) y Marco Aurelio (121-180 d. C.), emperador nacido en Roma y fallecido en Vindobona (hoy Viena), considerado como uno de los estoicos imperiales de la Antigüedad tardía o del nuevo estoicismo, influido por otros del mismo período como el propio Séneca y el griego Epícteto, formado este último en la capital imperial durante el siglo I. El emperador romano, que vivió en tiempos de la decadencia del imperio, examinó en sus soliloquios una serie de tópicos ontológicos y personales destinados a ser meditados con el fin de que la conducta “encuentre una matriz duradera o un determinado acorde con el mundo circundante y sus acontecimientos”, más que abocarse al desciframiento de la “verdad”. Se trata del autoexamen donde cada quien “ha de ser su propio censor.” El pensamiento es “un reconstituyente
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o un fármaco ante lo que sucede delante, ante lo que nos turba y nos confunde”, escribe Jorge Cano Cuenca en el prólogo del libro de meditaciones de Marco Aurelio titulado A sí mismo. En dichas meditaciones el emperador-filósofo habla de la justicia, la benevolencia, la prudencia, la amistad, el deseo, la pasión, la traición, la virtud, la piedad, el dolor, la condición humana. Sobre la filosofía, escribe en el Libro IX de sus Meditaciones: “La tarea de la filosofía es sencilla y venerable: no caer en la vanagloria.” En el mismo Libro IX, refiriéndose a ciertas almas, cita a Epícteto, refiriendo que “hay almas que portan cadáveres.” Y cuestionando la vida pública, como una autocrítica, escribe en el mismo Libro: “Qué patéticos son los hombres públicos que creen que sus actos son acordes con la filosofía. (…) Haz lo que la naturaleza te pida ahora. (…) No tengas esperanza en la república de Platón, que te sea suficiente si avanza un pequeño paso y tenlo en cuenta, porque no es pequeño.” El estoicismo de Marco Aurelio exhibe aquí una constante de las “más irritantes” del mismo, a saber, la paradoja o antagonismo entre la indiferencia y la participación, la del hombre que busca progresar y la del hombre escéptico ante ese mismo progreso, el cual no le sirve para nada. El estoico no tenía nada que ofrecer, “salvo su ideal de sabio, feliz en su autarquía apática, inquebrantable ante los golpes de la Fortuna, como el peñasco ante los embates del mar.”(Marco Aurelio, 2007) Escribe el prologuista en el mencionado libro A mí mismo: “Al igual que a Séneca, a Marco Aurelio no le importa pasar furtivo de vez en cuando a las ‘líneas enemigas’, en relación a la rivalidad entre estoicos y epicúreos.” En un aforismo del libro Ese maldito yo, Cioran afirma esta misma idea de que ambas doctrinas no son necesariamente
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antagónicas. Escribe, como ya precisaba Montaigne, que: “Entre el epicureísmo y el estoicismo, ¿por cuál optar? Paso constantemente del uno al otro y la mayoría de las veces soy fiel a los dos a la vez -lo cual es mi manera de adherirme a las máximas que la Antigüedad practicó antes de la irrupción de los dogmas.” Hacia Marco Aurelio guarda Cioran un sentimiento ambiguo. Le reprocha que haya encorsetado su sensibilidad con sentimientos de segunda mano (tomando muchas ideas de Séneca y Epícteto). Le reprocha igualmente haber elaborado un sistema, y que le habría ido mejor si hubiera leído a los trágicos griegos y no a los estoicos, ya que según las ideas manifestadas por Marco Aurelio: “La concepción de la materia o de los elementos, la resignación como principio, ya no le importaban a nadie.”(Cioran, 2004) Sin embargo, lo consideraba un pensador representativo de un momento de decadencia cultural. Cioran postuló con frecuencia en sus libros su creencia de que, en la historia, sólo los períodos de decadencia son interesantes, “pues en ellos es en los que se plantean de verdad las cuestiones de la existencia en general y de la historia en cuanto tal.” Como sucede en el nuestro, y en ello estriba (a mi modo de ver) gran parte del sentido (y la trascendencia) de la obra de Cioran, que es intemporal porque toca los temas esenciales del hombre en un período de crisis, atestiguando dicha crisis. Sino veamos la decadencia y declive (y desmoronamiento) del Occidente actual. Cuando todas estas modas intelectuales pasen, su obra, sin duda, permanecerá. Así, en las postrimerías del Imperio romano, en su decadencia, cuando ya era obvio que el cristianismo se estaba afianzando en todo el Mediterráneo como doctrina salvífica de los desposeídos y San Pablo escribía sus epístolas, el estoicismo a su vez se venía abajo. Para Cioran esto constituyó una tragedia anunciada que al comienzo tuvo resistencia en
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Atenas, hasta que finalmente cedió. San Pablo, para Cioran “un judío no judío, un traidor”, impuso la nueva fe a los neófitos. En La tentación de existir, apunta que: “Si en Atenas nuestro apóstol fue mal acogido, si encontró un medio refractario a sus elucubraciones, es porque allí todavía se discutía, y el escepticismo, lejos de abdicar, seguía defendiendo sus posiciones. (…) ¡Cómo admitir ni la sombra de un progreso cuando se piensa que las fábulas cristianas lograron sin esfuerzo ahogar al estoicismo! Si éste hubiera conseguido propagarse, apoderarse del mundo, el hombre se habría logrado, o casi. La resignación, habiendo llegado a ser obligatoria, nos habría enseñado a soportar nuestras desdichas con dignidad, a hacer callar nuestras voces, a afrontar fríamente nuestra nada. (…) Esto no podía ser. Desbordado por todas partes, el estoicismo, fiel a sus principios, tuvo la elegancia de morir sin debatirse. Una religión se instala sobre las ruinas de una sabiduría; los manejos que emplea aquella no convienen a ésta. Siempre prefirieron los hombres desesperarse de rodillas que de pie.” Ante el sentimiento a la vez de desarraigo, desapego y desasosiego que embargaba al militar y filósofo, Cioran apunta en Breviario de los vencidos: “El amo de la mayor de las potencias sólo dispone de la idea del fin. Marco Aurelio es el símbolo puro de las rarezas de la decadencia, de la magia que emana de los ocasos de la cultura.” (Cioran, 2010) En La tentación de existir, recalca Cioran, comparando el futuro del filósofo estoico y del apóstol cristiano, que: “Nadie predica en nombre de Marco Aurelio: como no se dirigía más que a sí mismo, no tuvo ni discípulos ni sectarios; sin embargo, no se deja de edificar templos donde se cita hasta la saciedad ciertas Epístolas. Mientras sigan así las cosas, perseguiré con mi rencor a quien supo tan astutamente interesarnos en sus tormentos.”
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Argumentó Cioran que la sabiduría, tal como se la plantearon y vivenciaron esos pensadores y filósofos de la Antigüedad, ya no existe para nosotros. Tampoco existen sabios entre los humanistas o escritores, incluyéndose en esta afirmación el propio Cioran: “Somos todos la negación para la sabiduría. (…) Hay gente que ha tenido un destino interesante, pero entre los filósofos no hay sabios. El hombre se ha vuelto fundamentalmente incapacitado para la sabiduría.” (Cioran, 1997: 80)
En nuestro tiempo, la “sabiduría” fue secuestrada por la ciencia y devaluada en el “saber”, el cual cimenta su prestigio en las actividades científicas, pasando a manos de la epistemología y la metodología. Las ciencias puras, naturales, históricas y sociales detentan dicha categoría, y ahora los “sabios” son matemáticos, físicos, químicos, biólogos, astrónomos, cibernéticos, ecólogos, psicólogos, arqueólogos, antropólogos. Sólo que estos sabios, asépticos, impasibles y solitarios, parecen vivir abstraídos en una isla mental, en una cápsula de vidrio perfumado, ajenos al goce, a los temblores y revelaciones de la existencia Así, refiriéndose a la sabiduría y al sabio, en La tentación de existir enfatiza Cioran con un sarcasmo feroz, que es demasiado tarde para ser sabio y que ninguna época estuvo más lejos de la sabiduría que la nuestra: “es decir, que nunca el hombre fue más él mismo: un ser rebelde a la sabiduría. (…) Éste es, pues, hombre de segundo grado. El sabio, por su parte, es hostil a lo nuevo. (…) ¿Hacia qué tiende? A superar o neutralizar sus contradicciones. (…) El sabio, al elevarse por encima de ellas, se acomoda a ellas, no las sufre, no gana nada con morir: es, vivo, un semimuerto. En otros tiempos era un modelo; para nosotros no es más que
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un desecho de la biología, una anomalía sin atractivo.” Páginas más atrás, vimos como Cioran se refirió al hombre de letras y pensador renacentista Michel de Montaigne, como el último sabio de Occidente. Montaigne, un escéptico que emplea sutilmente la ironía, igualmente es un pensador que persuade indirectamente al lector con un estilo aparentemente modesto y sobrio, pero contundente, y que, valiéndose de un humanismo elevado (la antigua sabiduría greco-latina), como apunta Harold Bloom en su libro ¿Dónde se encuentra la sabiduría? da paso a la vida corriente (y al lector corriente). Montaigne se inspira en su vida e indaga incesantemente en la naturaleza humana, y “nos da fuerzas para vivir nuestra vida.” Precisa Bloom: “Montaigne habla con astucia, conoce el mundo, y los libros, y a él mismo, y siempre es positivo: nunca chilla, ni protesta, ni reza: no muestra debilidad, ni convulsión, ni superlativos (…) En su escritura no hay entusiasmos, ni aspiración; satisfecho, respetuoso consigo mismo, se mantiene en un término medio. Con una sola excepción: su amor por Sócrates.” (Bloom, 2005). Ya señalamos que para Montaigne, Sócrates fue el pensador que bajó la sabiduría del cielo para devolvérsela al hombre. El filósofo griego era dueño de una fuerza espiritual dirigida hacia sí misma: “Esa fuerza, y no el temor a Dios, es el comienzo de la sabiduría”, añade Bloom. En el magistral y último ensayo de su libro, intitulado “De la experiencia”, el más íntimo de sus ensayos, Montaigne asevera que es en nuestra propia experiencia de la vida donde debemos buscar la sabiduría. (Lo mismo expone el budismo). Allí radica el sentido de la sabiduría para Montaigne. Escribe irónicamente que: “En la experiencia que tengo de mí mismo hay lo bastante para hacerme sabio, si fuera un buen erudito.” En la propia experiencia está la sabiduría: “Nuestra obra de arte grande y gloriosa, es vivir convenientemente.”, afirma con lucidez sosegada. Vivir convenientemente, pero con
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entusiasmo y alegría. Por ello, apoyándose en el poeta latino Horacio, entona esta vital plegaria al dios Apolo: “Permíteme, ¡oh Apolo!, gozar de lo que tengo,/ conservar, te lo ruego, mi salud y mi cabeza,/ y que pueda en una digna vejez tocar aún la lira.” Para Cioran particularmente, un atisbo de sabiduría se podría obtener cuando se es independiente a la hora de pensar, actuar y solventar los problemas vitales. Declaró al escritor Focke en su diálogo de 1992: “Yo no tengo profesión ni obligaciones, puedo hablar en mi nombre, soy independiente y no tengo una doctrina que enseñar. Cuando escribo, no pienso en el libro futuro. Escribo para mí. (…) Me parece que, cuando reflexionamos sobre un problema, deberíamos hacerlo independientemente de nuestra profesión, mantenernos por completo al margen. Yo no soy en modo alguno un precursor, a lo sumo un… ¿un marginal tal vez?” (Cioran, 1997: 199)
En este hecho es donde se encuentra la clave de cierta sabiduría, según Cioran. Continúa el pensador rumano exponiendo en la misma conversación, que precisamente son los decepcionados de la filosofía quienes recurren a la sabiduría: “Es totalmente apropiado. Si bien es cierto que hay que comenzar por la filosofía, hay que poder también separarse de ella.” En muchas formas, Cioran coincide y concuerda con Montaigne en el sentido de asumir su vida y su obra: hay que retomar la contemplación, hay que aislarse un tanto, o distanciarse un tanto, para poder reflexionar en perspectiva sobre uno mismo y sobre las cosas. Reflexiona en Conversaciones: “Nuestros contemporáneos han perdido la facultad de
125 contemplar las cosas. Han olvidado el arte de perder el tiempo inteligentemente. Si tuviera que hacer mi propio balance, debería decir que soy el resultado de mis horas perdidas. (…) Sólo el hombre que se mantiene al margen, que no actúa como los demás, conserva la facultad de comprender algo de verdad. No resulta nada moderno esto que digo, pero toda la Antigüedad vivió con esta idea. Hoy eso nos resulta imposible. Es una posición que ya no tiene sentido para el mundo de hoy. Pero ese mundo, a pesar de todo, perecerá, de eso no cabe la menor duda.” (Cioran, 1997: 200-201)
Retornando al tema de la crisis de filosofía, no se trata de que la misma vaya a desaparecer -o que ya desapareció- como ejercicio del pensamiento y del espíritu, sino, más bien, que como la ejercitaron, asumieron y vivenciaron los ya nombrados pensadores antiguos, dicha filosofía deja de ser teórica al convertirse en praxis vital y en sabiduría. Incluso algunos estudiosos, eruditos y helenistas modernos especializados en temas filosóficos, arguyen que los orígenes de la filosofía (y del pensamiento) occidental son misteriosos. El famoso “amor a la sabiduría” que la define según Platón, está sólo referido a su naturaleza educativa y a su expresión escrita literaria en forma de diálogo, siendo esta última forma expresiva un fenómeno de decadencia en relación con la verdadera sabiduría anterior (tesis que también sostuvo Nietzsche, como vimos más arriba). Es por esto que el amor a la sabiduría, es algo inferior a la propia sabiduría que por ejemplo habían alcanzado los verdaderos sabios antiguos como Tales de Mileto o Anaximandro. El ensayista Giorgio Colli en su libro El nacimiento de la filosofía, argumenta que “no existe un desarrollo continuo, homogéneo, entre sabiduría y filosofía”, puesto que gran parte de la tradición oral de los siglos VII y VI a. C. de la filosofía ya era oscura y lejana en tiempos de Platón
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(siglos V y IV), aunque el origen más remoto se escapa y está mezclado con formas y manifestaciones espirituales como la religión y la poesía (en el período minoico-micénico de Creta, introducido cinco siglos antes de la instauración del culto a Apolo en Delfos), resultando de este modo “que para nosotros aparece así falsificada también por la inserción de la literatura filosófica.” Así, cuando se estudia el origen de la sabiduría griega, comenta Colli, hay que remontarse al culto de dioses como Dionisos y Apolo, sobre todo a este último en su santuario délfico ya que allí se expresaba la inclinación de los griegos al conocimiento. De este modo: “sabio no es quien cuenta con una rica experiencia, quien descuella por la habilidad técnica, por la destreza, por la astucia, como lo era, en cambio, en la era homérica.” En esa época arcaica la sabiduría estaba asociada al conocimiento del futuro del hombre, de predecir el porvenir y manifestar profecías y Delfos constituía una imagen unificadora, algo así como una síntesis de la propia Grecia. La adivinación se convirtió en un elemento decisivo en la polis griega al recibir la palabra del dios a través del oráculo, manifestando por medio de ella su sabiduría: “Apolo simboliza ese ojo penetrante, su culto es una celebración de la sabiduría. (…) Otros pueblos conocieron y exaltaron la adivinación, pero ningún pueblo la elevó a símbolo decisivo, por el cual, en el grado más alto, el poder se expresa en conocimiento, como ocurrió entre los griegos.” Hay que agregar, igualmente, que esta revelación manifiesta y esclarecedora conllevaba también un carácter oscuro, ambiguo y difícil de descifrar. En este sentido: “el dios conoce el porvenir, lo manifiesta al hombre, pero parece no querer que el hombre lo comprenda.”
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Colli argumenta que Apolo tiene una naturaleza doble, como dios del arte y como dios de la violencia y la locura, expresada en sus dos atributos o símbolos: el arco y la lira. El primero expresando su acción hostil o guerrera y el segundo su acción benévola. De allí que: “La sabiduría griega es una exégesis de la acción hostil de Apolo.” El estudioso italiano incluso ve a Apolo y Dionisos como dos dioses “fundamentalmente afines”, en lugar de considerarlos entidades antitéticas o contrapuestas, según la interpretación de Nietzsche, donde Apolo es por esencia el dios de la mesura y la armonía en contraposición a Dionisos como divinidad de la locura y embriaguez. Para Colli ambos dioses caracterizan completamente la esfera de la locura. Apolo abarca el conocimiento y la palabra y Dionisos la inmediatez de la vida. En tal sentido, no hay duda “de que la locura poética sea obra del primero, y la erótica del segundo.” Sustenta en definitiva que, en tal sentido, la locura es la matriz de la sabiduría, siendo, por supuesto, una locura enmarcada en el contexto de una experiencia mística y mistérica como lo era la exaltación pítica, la “manía”, expresada en el oráculo de Delfos. De igual manera, hay que poner de relieve el carácter enigmático de lo que se expresa en la adivinación, e igualmente el sentido contradictorio del enigma. Colli recalca que, desde el período arcaico, hay una conexión primigenia entre enigma y adivinación, manteniendo incluso el primero una importancia autónoma ya desde sus fuentes más antiguas de los siglos VIII o VII a. C. Quien resuelva un enigma como el de la Esfinge, por ejemplo (que ya sabemos resolvió Edipo), accede al conocimiento y la sabiduría evitando caer en el abismo, o ser presa de una deidad cruel. Apunta el ensayista: “Todavía en plena época arcaica el enigma se presenta como algo más separado de la esfera divina de que procede, tiende a convertirse en objeto de una lucha humana por la sabiduría.”
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Algunas formas del enigma también se encuentran, en esa época, en los poemas homéricos y en Hesíodo y posteriormente en la poesía lírica de Teógnides y Simónides. En el siglo V a. C. Heráclito se convierte en el primer filósofo (y sabio) “en cuyo pensamiento el enigma es algo central”, planteando de forma antitética en sus fragmentos filosóficos una suerte de pathos de lo oculto, “es decir, la tendencia a considerar el fundamento último del mundo como algo escondido”, queriendo igualmente expresar con esto que todo en el mundo está constituido -ilusoriamente- por un par de contrarios (día-noche, invierno-verano, guerra-paz, saciedadhambre, ser-no ser) que producen una unidad, la unidad de los contrarios: “Todo par de contrarios es un enigma cuya única solución es la unidad, el dios que está tras ellos.”, esgrime el filósofo griego. O sea, la unidad es la sabiduría y a la vez es la expresión de un dios oculto. Luego de Heráclito los sabios se enfocan más en las consecuencias del enigma que en el enigma mismo. Empédocles, por ejemplo, también nombra (y define) en sus fragmentos al dios Apolo de forma velada y antitética (como deidad benévola y terrible, distante y a la vez presente en el mundo humano como encarnación de la guerra) y conjuntamente expresa un enigma. Así que, habiendo nacido en un contexto religioso, la sabiduría y el logos griego evolucionaron hasta convertirse en un pensamiento abstracto a la vez racional, lógico y discursivo y en “un desarrollo teórico de alto nivel” que sólo fue posible lograr, expone Colli, mediante la dialéctica, “uno de los elementos culminantes de la cultura griega”, no como la entendemos hoy en día, sino “con el significado de arte de la discusión” y de la deducción entre dos o más personas vivas de carne y hueso, no creadas, forjadas o imaginadas por una “invención literaria.” Andando el tiempo en el mismo siglo V (un poco
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más adelante del magisterio de Heráclito), la búsqueda de la sabiduría en Parménides, en su discípulo Zenón de Elea (con sus paradojas y aporías) y en el nihilista Gorgias (con sus argumentaciones destructivas, y con quien se considera acabada “la era de los sabios”), ya ha abandonado el campo de lo sagrado, avanzando en el desarrollo de la dialéctica por medio de un refinamiento expositivo de conceptos abstractos como vehículos de categorías universales, aunque no es equivocado afirmar que su origen igualmente está referido a un período anterior arcaico. Gorgias fue el autor de aquella formulación nihilista (que incluso parece poner en duda la naturaleza de los dioses y de la realidad) según la cual: nada existe y si existiera no sería cognoscible; y aún siendo cognoscible no sería comunicable. En una época en la que todavía no existían “escuelas filosóficas”, y cuyas discusiones se movían en un ámbito privado, “mistérico” y de atmósferas refinadas, Gorgias expresa la dialéctica mediante intercambios “cada vez más ruidosos y frecuentados”, en donde, en la confrontación “con las formas del arte y con los productos de la razón vinculados a la esfera política, el lenguaje dialéctico entra en el ámbito público.” Colli afirma de manera explícita que la dialéctica nace en el ámbito o el terreno del agonismo (de la lucha, la contienda o la discusión intelectual), lo cual quiere decir que: “Cuando el fondo religioso se ha alejado y el impulso cognoscitivo ya no necesita el estímulo de un desafío del dios, cuando una porfía entre hombres ya no requiere que éstos sean adivinos, entonces hace su aparición un agonismo exclusivamente humano.” En este sentido, el derrotado no va a perecer (simbólicamente) en las manos de una deidad tenebrosa (como sucedía con el enigma antiguo), sino que resultará aplastado por el argumento de su contendor. En el plano de la contienda
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entre dos personas, el enigma es sustituido por un problema y la discusión y competencia por el conocimiento se realiza sobre un tema cualquiera, donde el que interroga propone una pregunta presentando las dos opciones de una contradicción. El interrogado elige una opción, afirmando con su respuesta cuál es la verdadera: esta respuesta inicial constituye la tesis de la discusión. Ante ello, el interrogador trata de demostrar, por medio de una serie de preguntas al interrogado, el argumento que contradice y refuta la tesis inicial. Al final, todas las respuestas a esas preguntas vendrán a ser otras tantas afirmaciones del interrogado, buscando que él mismo refute su propia tesis inicial. En esta contienda no hay jueces ya que la victoria es producto de la propia discusión. De este modo, el interrogador triunfa en cuanto que es el interrogado quien afirma la tesis y luego la refuta. Por el contrario, la victoria es del interrogado cuando logra impedir la refutación de la tesis. Asienta Colli que: “Esa práctica de la discusión fue la cuna de la razón en general, de la disciplina lógica, de cualquier refinamiento discursivo”, siendo incluso ella la que ha permitido al hombre plantear las abstracciones poderosas del pensamiento. En lo concerniente al propio (y oscuro) nacimiento de la dialéctica, parece estar ligado igualmente al “fondo religioso de la adivinación y del enigma”. El ensayista italiano aduce que hay un punto de encuentro entre ambas manifestaciones, a saber: “la esfera del agonismo relativo al conocimiento y a la sabiduría.” Como vimos, al humanizarse, el enigma se torna agonístico; y, también por otra parte, la dialéctica surge del fondo tenebroso del enigma. “Y, de hecho, el enigma es una prueba, un desafío al que el dios expone al hombre. (…) el enigma es la intrusión de la actividad hostil del dios en la esfera humana, su desafío”. De todo este contexto religioso
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de la dialéctica, pasando por el agonal argumentativo, se desemboca en el contexto literario, teórico y discursivo de Platón y Aristóteles, siendo este último quien, finalmente, elaborará un tratado completo y una “teoría general de la deducción dialéctica”. En lo tocante a Platón, en sus diálogos ya este método constituye un tema literario y retórico que está retocado por un barniz artístico, “que se superpone al ideal del sabio”. En su época el enigma es utilizado como juego de sociedad, en los banquetes o para adiestrar el intelecto de niños y jóvenes, quedando vacío de su sentido originario. Por su parte, para Colli, Sócrates es considerado decadente no precisamente a causa de la dialéctica, “sino, al contrario, porque en su dialéctica el elemento moral va afirmándose a expensas del puramente teórico.” Aquí lo que intentamos es subrayar el nacimiento de la sabiduría en un contexto religioso-metafísico, donde, poco a poco, se fue pasando de la era de los sabios a la era de los filósofos y trasladarse dicha sabiduría, de un ámbito sagrado, a uno agonal dialéctico. De hecho, para Colli: “La ‘filosofía’ surge de una disposición retórica acompañada de un adiestramiento dialéctico, de un estímulo agonístico incierto sobre la dirección que tomar, de la primera aparición de una fractura en el hombre de pensamiento, en que se insinúa la ambición veleidosa del poder mundano”. (Colli, 2009) Siguiendo este razonamiento, podemos deducir que, mientras los pensadores dialécticos antiguos se van alejando paulatinamente de la sabiduría en aras de un pensamiento discursivo racional y teórico, el cual va a alcanzar finalmente una forma retórica y literaria en las obras de Platón y Aristóteles durante el siglo V a. C, como lo expone Colli, en el siglo posterior (IV a. C.) los estoicos, cínicos y epicúreos la van convirtiendo en una forma de vida, de praxis vital (distanciándose igualmente de los postulados platónicos y aristotélicos), como lo expone Cioran.
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Saltando de este contexto al de la modernidad, lo que sí es cierto, es que en la contemporaneidad le es cada vez más difícil a la filosofía alcanzar un estatuto de praxis crítica, independiente o autónoma, asediada como está por la ratio o razón moderna, tironeada por diferentes fuerzas o direcciones que provienen de las realidades políticas o académicas y por los imperativos científicos o tecnocráticos que impone la sociedad. Precisamente esto fue lo que el filósofo y músico alemán Theodor Adorno (1903-1969) analizó y puso en el tapete, cuando refirió que vivíamos un tiempo dominado por una racionalidad cada vez más abstracta e instrumental, en vías hacia un futuro hipertecnologizado y masificado. En su ensayo Dialéctica negativa, Adorno expone el estatus de la filosofía en nuestro tiempo, apartado de todo tipo de ideología política, incluso de la interpretación marxista de la filosofía como simple praxis, o la que quiere hacer de ella un mero reflejo de la superestructura económica, resaltando, más bien, el carácter “contemplativo” de la misma y superando aquella etiqueta de que “la filosofía no ha hecho más que interpretar el mundo, lo que se trata es de cambiarlo”, en aras de rescatar para sí el estatus de un pensamiento libre y autónomo. Para Adorno el tiempo actual tiene como fetiche y como fin la racionalidad instrumental y el optimismo hedonista del progreso, y por eso entonces la filosofía debe internalizar que se mueve sobre un campo minado y, al contrario, debe ir, como apunta Ricardo Forster estudiando la obra del filósofo alemán, “contra la tendencia imperante a la consolidación de visiones universales, al impulso arquitectónico como modo de edificar sistemas autosuficientes”, a la concepción de “que es posible articular un orden de verdad capaz de dar cuenta de la pluralidad de la vida histórica”; y por otro lado, debe también “abandonar su coqueteo con la epistemología (una
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nueva forma de esclavitud, más trágica aún que la que sufrió a manos de la teología”). (Forster, 1991) Igualmente, para Adorno la filosofía debe desligarse de la noción de “Totalidad”: “La adecuación del pensamiento acerca del ser como totalidad se ha desintegrado, y con ello la idea del ser existente se ha tornado impreguntable (…) desde que las imágenes de nuestra vida están garantizadas sólo por la historia.” De esta forma, la filosofía debe, como dijimos, deslastrarse sin tapujos de la llamada acción transformadora de la realidad. En este sentido, escribe Adorno que: “Sólo el pensamiento que, sin reservas mentales, sin ilusiones de reinado interior, confiesa su carencia de función y su impotencia, alcanza quizás una visión del orden de lo posible, del no-ente, en el que los hombres y las cosas estarían en su sitio propio. Porque no sirve para nada, por eso no está aún caduca la filosofía.” La filosofía está, pues, abandonada a su propia suerte. Como apunta Forster, la obra de Adorno está envuelta en un pesimismo civilizatorio, incluso en un despiadado escepticismo, “ante a la alucinada verborragia de los cultores del optimismo progresista”, donde la filosofía como actividad del crítica del espíritu “impulsa al pensamiento desesperanzado del cual no puede sustraerse”, generando una evidente sospecha frente al estado del mundo que empuja a la catástrofe, lo cual se puso en evidencia en la cultura de su tiempo tanto en la sociedad burguesa como en los movimientos totalitarios. Por otra parte, en muchos pasajes de su obra, el pensador alemán alude a la problemática real de la filosofía, echando por tierra la acusación marxista en la “tradición revolucionaria” (que ya anotamos), cuyos teóricos no han querido aceptar que dicha “teoría crítica”, finalmente se convirtió en “ideología”
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plegándose a los dictados de la “modernización capitalista.” Precisa Adorno que: “La filosofía, que antaño pareció superada, sigue viva porque se dejó pasar el momento de su realización. El juicio sumario de que no ha hecho más que interpretar el mundo y mutilarse a sí misma de pura resignación ante la realidad se convierte en derrotismo de la razón, después de que ha fracasado la transformación del mundo.” Como sabemos, pues, la crítica a la razón (aunque evitando sustentar un abyecto y errático irracionalismo) y la modernidad ilustrada y su derivación en la cultura de masas, constituyó la directriz principal del pensamiento de la Escuela de Frankfurt, cuyos miembros fueron, entre otros, Adorno, Horkheimer, Wiesengrund, Benjamin y Marcuse. Estos pensadores, a pesar de presentar ciertas diferencias en cuanto al marxismo y otros conceptos filosóficos, estuvieron de acuerdo en propugnar una teoría crítica iluminadora, como oposición al ejercicio de una filosofía idealista y oscurantista. Contrario al legado racional ilustrado proveniente de la Revolución francesa, y a la defensa a ultranza de la razón asumidos por ideologías de derecha y de izquierda, en sus planteamientos y análisis de la situación de la filosofía Adorno se inscribe y se hace heredero de la tradición romántica del siglo XIX europeo (sobre todo alemán) y de la crítica a los sueños de felicidad y promesas de libertad de la Ilustración, donde la racionalidad, como escribe Ricardo Forster, “se constituye en el árbitro de lo verdadero y lo falso, que proclama la irreversibilidad de una empresa que deberá culminar en la conquista del mundo.” Llegando al dramático momento en que dicha racionalidad ha invertido sus proyectos fundadores y presupuestos, dando como resultado la actual pobreza y malestar del espíritu, en el cual: “Un mundo enteramente racionalizado se entrelaza directamente con una sociedad administrada. La naturaleza convertida en objeto de
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conocimiento se homologa a un individuo extrañado de sí, carente de independencia.” No es que Adorno (e igualmente Horkheimer y el resto del grupo) fuera un “romántico”, sino que su visión estética y filosófica están imbuidas y permeadas por el Romanticismo y su crítica negativa del progreso y la Razón, y expresada (al igual que Cioran) a través de un pensamiento -y una filosofíasin ataduras. Además de los románticos alemanes como Goethe (en su primera etapa), Schiller, Novalis y Hölderlin, el pensamiento de Adorno también se nutre de la actitud crítica de Sade, Kant, Hegel, Shopenhauer, Kierkegaard, Marx, Spengler, Nietzsche, Simmel, Weber, Lukács, Benjamin y Bloch, y de ideas del judaísmo y del psicoanálisis. La filosofía romántica -e igualmente su sensibilidad- da cuenta, entre otras cosas, del sufrimiento humano, de un ser que aspira al infinito y al orden del universo y que experimenta que está aprisionado en los límites de su cruda y burda cotidianidad social, política e industrial, “entre los estrechos márgenes de su propia limitación.” Hay en Adorno, igualmente, una evidente desconfianza (simultáneamente anunciada por Thomas Mann y otros pensadores y artistas de entreguerras), frente al economicismo desmedido de la cultura burguesa alemana en un clima de tensión y hostilidad bélicas, obsesionada por la ideología del dinero y el progreso, e igualmente por una política chapucera, una cultura que, como expone Forster, evidenciaba el fracaso de un proyecto civilizador fundado en la expansión del mercado y la conjunción demiúrgica de ciencia y tecnología. De la misma forma, el progresismo voraz había propiciado así la industrialización del arte y liquidado su autonomía. El fondo trágico que signaba a la cultura alemana con su exacerbado
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politicismo ya había sido anunciado mucho antes por el poeta alemán Friedrich Schiller (1759-1805), cuando señaló, cien años atrás, que había que estetizar la vida, humanizarla a través del arte para poder insuflarle un alma. El arte es hijo de la libertad, clamaba Schiller en 1793, en sus Cartas sobre la educación estética del hombre: “La utilidad es el gran ídolo del tiempo, para el que trabajan todas las fuerzas y al que han rendir homenaje todos los talentos. En esta ruda balanza no tiene ningún peso el mérito espiritual del arte y, privado de todo estímulo, desaparece del mercado ruidoso del siglo. Incluso el espíritu filosófico de investigación arranca a la imaginación una región tras otra, y los límites del arte se estrechan a medida que la ciencia amplía los suyos.” (Garrido Pallardó, 1968) En el abordaje por parte de Adorno de la filosofía y del arte, subyace, pues, una desconfianza crítica contra la tradición racionalista y su “despliegue planetario”, y una postulación de las fuerzas vivas del humanismo, de la filosofía y del arte como formas de atrincherarse en “una reflexión independiente y crítica.” Por otra parte, Adorno, al igual que Walter Benjamin, rechaza la idea de una “historia homogénea y continua” que progresa triunfalmente, negándose por otra parte a plegarse a los lineamientos de una “filosofía de la historia”, pero a la vez sabe que debe necesariamente batallar y contar con ella, que no se pude deslastrar de ella. Ya vimos más arriba como Hegel invalidó al cristianismo y se transformó en su “sepulturero”, cuando convirtió su contenido religioso en razón filosófica, entronizando a su vez a la Historia como dueña y señora de la escena del mundo. La filosofía crítica de Adorno parece estar signada por este hecho ambivalente, a la vez paradójico y trágico. Como afirma Mercé Rius, el criticismo adorniano sólo cuenta consigo mismo: “Carece de un fundamento sólido
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al que aferrarse, de meta a la que dirigirse. El último bastión, herencia del idealismo hegeliano, la historia, empieza a desdibujar sus contornos. Ya no es posible interpretarla como un progreso hacia el Espíritu Absoluto, como una mejora de la humanidad. Y sin embargo sigue imponiéndose, podemos y tenemos que contar con ella.” De otra parte, la más feroz y mordaz crítica a la miseria de la filosofía especulativa, no sólo a la antigua, sino también a la moderna y actual, no fue hecha precisamente por el pensamiento marxista (cuyo origen está en las famosas Tesis sobre Feurbach de Marx, publicadas en 1845) sino que procede del “positivismo lógico” (también llamado “empirismo lógico”), originado en Viena en la segunda década del siglo XX. El llamado Círculo de Viena, liderado por Moritz Schlick y secundado por Rudolf Carnap, Otto Neurath y Hans Hahn, haciéndose eco del pensamiento empirista de David Hume, de ideas de la Principia Mathematica de Bertrand Russell y del Tratado lógico-filosófico de Ludwig Wittgenstein, sustentándose así en la lógica y las matemáticas, ganó inmediatas adhesiones en otras ciudades de Europa y Estados Unidos convirtiéndose en un pensamiento internacional propugnado por filósofos y hombres de ciencia. Del libro Investigación sobre el entendimiento humano, del filósofo escéptico escocés David Hume (Edimburgo, 17111776), pensador ilustrado, amigo de Locke y Voltaire (varias veces citado por Cioran en sus reflexiones como uno de los epítomes del escepticismo moderno), toman los positivistas lógicos su crítica a la filosofía escolástica y la teología, en el sentido de que en ambas especulaciones no se halla nada concreto relativo a la experiencia real y al ser humano de carne y hueso. Condena Hume, pues, a arrojar a la basura a
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los libros que contengan tales disquisiciones filosóficas, ya que están repletas de enunciados sin sentido, tales como: ¿Cuál es el sentido de la vida? ¿Cuándo comenzó el mundo? ¿Existe Dios? ¿Qué es el ser?, enunciados que jamás podrán ser verificados y, por lo tanto, carecen de sentido. “Las proposiciones filosóficas no son fácticas, sino lingüísticas, (…) expresan definiciones, o las consecuencias formales de definiciones. Por tanto, podemos decir que la filosofía es una rama de la lógica”, expreso A. J. Ayer. Para Wittgenstein (1889-1951), padre máximo de la filosofía analítica, la filosofía no es una doctrina, sino una actividad. Toda la actividad de dicha escuela -y de sus diversas ramificaciones, a saber: formalistas, atomistas lógicos, positivistas lógicos, lógicos simbólicos, construccionistas, constructivistas, filósofos del lenguaje corriente, filósofos de Oxford- se basa en el “Análisis”, el cual por su parte tampoco constituye una doctrina, sino un “punto de vista” y una “actitud filosófica” que examina los textos a través de ciertas expresiones lingüísticas. Frente a los sistemas metafísicos o escuelas que creen alcanzar la verdad absoluta y exponerla e imponerla a través de sofismas y dogmas, escribe José Ferrater Mora: “el Análisis filosófico no puede definirse del mismo modo que se definen, o describen, otras escuelas (…) el Análisis es una actividad clarificadora ejercida sobre el único tema que todos los filósofos analíticos están siempre dispuestos a debatir: el lenguaje.” Wittgenstein examinó el lenguaje como fuente de perplejidades filosóficas, buscando obtener “certidumbre”. Anota F. Mora que las tendencias analíticas son terapéuticas o sistemáticas, en oposición a la metafísica, considerada como “vivero de generalizaciones.” Si la tarea del filósofo es sólo poner en claro los enunciados y examinar las proposiciones filosóficas, escribe Ferrater Mora, entonces “El hechizo que
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había dominado (y adormilado) a los filósofos durante más de dos milenios parecía haberse evaporado; desde entonces el mundo de entidades ficticias que habían creado los filósofos reveló su verdadera naturaleza: la de un espejismo.” (Ferrater Mora, 1995) Reconociendo el avance y la imposición internacional del positivismo lógico como método de análisis e investigación filosófica en los países anglosajones, y de la especulación heideggeriana del Ser en Alemania, en un escrito de 1962, titulado: “¿Para qué aun la filosofía?”, planteaba Adorno que lanzaba esta pregunta al ruedo, pero que sabía que desconocía la respuesta al querer defender algo que el espíritu de la época echó de lado como cosa pasada y superflua, e igualmente como un medio de formación cultural. Ello, arguye, es producto de la crisis del concepto humanista de la cultura, lo cual hace de la filosofía una actividad sospechosa “por sus malas relaciones con las ciencias positivas, por lo menos con las de la naturaleza.” Si por un lado, en el proceso general de especialización, y al estar purificada de todo contenido objetivo, la filosofía también se ha especializado, por otro lado igualmente “la filosofía ha declarado su quiebra frente a fines sociales efectivos.” Al habérsele añadido a través del tiempo nuevos dominios objetivos de parte de la ciencia, afirma irónicamente Adorno, no le quedó más remedio que convertirse también ella en una ciencia, pues, incluso la física de Newton era llamada filosofía en su época. Entre el positivismo y la ontología, la filosofía se encuentra en una encrucijada. El positivismo sólo incorpora un residuo de la metafísica, de una mitología inconsciente. Por otra parte, “el pensamiento positivista parece, a los ontólogos de origen heideggeriano, haber olvidado el ser,
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profanar los interrogantes auténticos.” Adorno afirma que la ontología y el positivismo, son entre sí, anatemas. Los primeros, autónomamente, han elevado el pensamiento “significativamente sobre los hechos.” Para Heidegger, el pensamiento configurado por la historia occidental, “falla en sentido profundo a la verdad. Esta es algo que de por sí aparece o se oculta; el pensamiento legítimo no es capaz de percibirla. En consecuencia, la filología se convierte en una instancia filosófica.” Haciendo la crítica de la cultura ilustrada y de las fórmulas mágicas de las concepciones del mundo y del trabajo especializado científico-teórico, la filosofía igualmente, según Adorno, se pone en contraposición irreconciliable con las formas de pensar corrientes. Ante este escenario, la filosofía, pues, ha renegado de lo que involucraba su propia definición: “libertad espiritual, que no es equiparable a conocimientos especializados. Sea por su carencia de contenido determinado; sea como leyenda de un ser que se escabulle ante todo ente”; así, “el pensar se convierte para ambas direcciones en un mal necesario, desacreditado por su parcialidad.” (Adorno, 1969) Por cierto que Cioran consideraba a Heidegger como un nuevo pensador oscurantista, como un muevo sofista o embaucador filosófico, un manipulador dueño de una verborrea que no insufla vida al ser humano o al lector de carne y hueso, abotagando igualmente el pensamiento. Este tipo de teoría filosófica, es contraria a la que para Cioran deberían sustentar la escritura o el discurso filosóficos. Una escritura clara y legible, pero también reveladora. En la conversación ya citada con Sylvie Jaudeau, apunta Cioran que en sus inicios filosóficos en Rumania, se apartó de los excesos verbales de Heidegger: “Ese exceso precisamente fue lo que suscitó mis dudas, cuando
141 en 1932 leía Sein und Zeit. Me saltó a la vista la vanidad de semejante ejercicio. Me pareció que intentaban engañarme con palabras. Debo agradecer a Heidegger que lograra, mediante su prodigiosa inventiva verbal, abrirme los ojos. Vi lo que había que evitar a toda costa.” (Cioran, 1997: 166)
¿Qué queda entonces para Adorno? La crítica. Argumenta que en la historia de la filosofía occidental, la crítica a sí misma jugó un papel esencial en su desarrollo. Jenófanes plantea el ser como opuesto al pensar. El concepto de Idea platónico fue revisado por Aristóteles. Descartes retomó la escolástica de la dogmatización de la opinión. Leibniz criticó al empirismo. Kant criticó a Leibnitz y al mismo tiempo a Hume. Hegel fue el crítico de Kant, Marx el de Hegel. Escribe Adorno que: “la crítica vivía en el argumento decisivo. Aquellos pensadores encontraron en la crítica su propia verdad. Ella sola, en cuánto unidad del problema y de sus argumentos, y no como mera recepción de nuevas tesis, ha fundado lo que puede valer como unidad productora en la historia de la filosofía.”
Por su parte, el filósofo George Steiner (París, 1929) llevó a cabo una lectura -diferente a la de Adorno y encontrándole rasgos positivos- de esta filosofía lingüística de la lógica simbólica, la cual, según su criterio, trajo consigo varias ideas fructíferas a la discusión sobre el pensamiento, la filosofía, la psicología y la literatura del siglo XX. Esgrime Steiner que esta lectura del lenguaje realizada por el positivismo lógico, es el producto final de dicho siglo XX, a partir de una crisis del humanismo que había alimentado la conciencia europea desde el Renacimiento. Así, en su libro Extraterritorial, escribe que: “estamos seguros de un hecho: durante los primeros veinticinco años del siglo XX se produjo
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una crisis del lenguaje y un análisis renovador a la luz de esa crisis.” Incluso, para Steiner, esta idea aparece en una pregunta que se hizo en nuestro tiempo Vladimir Lenin: “¿La historia del pensamiento es la historia del lenguaje?”, a la que Steiner le agrega otra que ya se había formulado en el siglo XI Pedro Damiano, según la cual argumentaba que el paganismo en el que había caído el hombre era consecuencia “de un error gramatical”. Así, escribe Steiner, Damiano exponía que: “debido a que el lenguaje tenía un plural para la palabra ‘divinidad’, la desgraciada humanidad llegó a concebir una multitud de dioses.” (Steiner, 2002) Siguiendo los razonamientos de esta concepción lingüístico-filosófica, exponen algunos teóricos, entre ellos Steiner, que se puede dividir o concebir la historia de la filosofía entre dos epistemologías: unas que parten de la substancialidad, verificación y objetividad concreta de la experiencia, y las que sostienen y privilegian la totalidad creadora o autónoma de sus propios medios expresivos. Siendo estas últimas, “las epistemologías que sostienen que el hombre capta la realidad y su propio ser en la medida en que el lenguaje se lo permite (o quizás la lengua particular en la que piensa)”, puntualiza Steiner. Así, se identifica plenamente al ser con el enunciado, constituyendo una misma cosa la realidad y la summa de las palabras. Los enunciados sobre uno mismo y sobre lo “otro”, o sobre lo “exterior” con relación al ser son ante todo enunciados. La cuestión para esta filosofía está en averiguar cómo se hacen dichos enunciados, “en las reglas que gobiernan su utilización y traducción y en sus defectos”. Por otra parte, con el habla, el ser humano da vida a todo lo que es accesible en el mundo para nuestros sentidos y entendimiento. Steiner pone de relieve la identificación entre las palabras y
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las cosas: “Para Isidoro de Sevilla la etimología es historia porque los orígenes de las palabras y las cosas que designan se relacionan ontológicamente. (…) La utilización del lenguaje humano vuelve a representar -a escala microscópicamente humilde- el Reflejo Divino de la creación, el logos o creación por la palabra del universo.” Como lo expusieron también los poetas románticos europeos. Expuso el filósofo holandés de origen judío Baruch Spinoza (1632-1677), luego de haber observado la importancia del lenguaje “en la exégesis talmúdica y cabalística”, diseñar un lenguaje que funcionaría como una suerte de álgebra, un conjunto de axiomas y demostraciones matemáticas. El mismo a su vez se utilizaría como un lenguaje universal (una suerte de esperanto o lengua común de la humanidad), discurso o instrumento filosófico “en el que todos los hombres alcanzarían (…) conclusiones precisas utilizando un código significante y básicamente aceptado.” Muchas de estas ideas son retomadas por la lógica simbólica contemporánea con la intención de recuperar “la semántica edénica, la coincidencia total entre palabra y objeto que caracterizaba el lenguaje antes de la Caída y la maldición de Babel”, expone Steiner. Ese es el carácter lingüístico que ha prevalecido en un gran sector de la filosofía contemporánea -después de las “epopeyas verbales” del siglo XIX, de Kant, Leibniz, Hegel, Shopenhauer y por supuesto de Nietzsche-, filosofía ésta que asume “un carácter ascético y riguroso, a menudo de aspecto matemático.” Steiner defiende y aúpa esta filosofía, aunque también reconoce la dificultad con la que se encuentra la misma al constatar que en ella la sustancia -y la vida misma- han desaparecido en un juego formal abstracto. La existencia es un fantasma y ya no cuenta para esta filosofía “pura”: le falta carne
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y hueso. “Para un filósofo-lingüista, la mayor parte de lo que escriben Sartre o Ernst Bloch sencillamente carece de sentido. El costo intelectual y social de este divorcio es probablemente muy alto. Sin embargo, la revolución del lenguaje en el campo de la filosofía es poderosa y no se la pude derrotar. (…) No volveremos a encontrar leviatanes en letra de imprenta que se consideren a sí mismos portadores indiscutibles de la verdad revelada.” Para Steiner, sin embargo, esta filosofía mantendrá su discreta vigencia como “terapia verbal”, aún cuando permanezca alejada de los problemas morales tradicionales. La paradoja y la certeza de la filosofía lingüística se basa en el hecho de que, al desdeñar y evitar las grandes cuestiones de la teología, planteó el asunto de que no se puede hablar de lo que existe fuera del lenguaje, sin caer al mismo tiempo en una “burda falsificación, pero tampoco podemos negarlo”. Ya lo había formulado Wittgenstein en 1917: “Nada se pierde si uno no trata de decir lo indecible. Por el contrario, aquello de lo que no se puede hablar está -indeciblemente- contenido en lo que se dice.” Sobre Wittgenstein, precisamente anotó Cioran en sus Cuadernos esta observación: “Diario filosófico de Wittgenstein. En cuanto aborda la ética, se vuelve vulnerable e…improbable. No basta con ser sutil para abordar las realidades humanas.” Luego de esta necesaria digresión, y volviendo a la filosofía y a Cioran, a los veintidós años planteó en su primer libro En las cimas de la desesperación, “libro explosivo y barroco”, una fuerte requisitoria contra una filosofía “sin la menor eficacia en los momentos graves”, y, por ello, igualmente contentivo de una suerte de despedida llena de desprecio y rabia hacia una actividad y una forma de pensamiento que no es capaz de dar fuerza al hombre, ni de consolarlo frente a los problemas esenciales de la vida. Luego, poco a poco, a
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medida que maduraba, Cioran fue internalizando esta idea. En su ya mencionado diálogo con el escritor Focke, citado líneas arriba, argumentaba que: “Sin pretender buscar modelos, creo que sólo los griegos fueron verdaderos filósofos, los que vivieron su filosofía. Por eso ha admirado siempre a Diógenes y a los cínicos en general. Esa unidad desapareció posteriormente. Yo me digo que la Universidad liquidó la filosofía. No totalmente tal vez, pero casi…No voy a llegar hasta el punto de exagerar como Shopenhauer, pero tiene mucha razón en sus críticas. En mi opinión, la filosofía no es en absoluto un objeto de estudio. La filosofía debería ser algo personalmente vivido, una experiencia personal. Debería hacerse filosofía en la calle, imbricarse la filosofía y la vida. En muchos sentidos me considero efectivamente un filósofo de la calle.” (Cioran, 1997: 199)
Imaginamos a Montaigne -en soledad- en su torre de Perigord, Burdeos, meditando, escribiendo y a la vez compartiendo y fraternizando con la gente sencilla y sabia de su comarca; y a Cioran, en París –ciudad luz-, en la celda de su mansarda en el Barrio Latino, velando e instigando con lucidez el pensamiento y la palabra, para luego debatir y celebrar en camaradería filosófica con los alucinados y los outsiders en los cafés, en las aceras y los bulevares. En su breve disertación sobre el discurso filosófico intitulada “Adiós a la filosofía”, contenida en Breviario de podredumbre, pone a Immanuel Kant como ejemplo de lo que no debe ser el filósofo: “Me aparté de la filosofía en el momento en que se me hizo imposible descubrir en Kant ninguna debilidad humana, ningún acento de verdadera tristeza; ni en Kant ni en ninguno de los demás filósofos. (…) Por otra parte, la filosofía -inquietud impersonal, refugio junto a ideas
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anémicas- es el recurso de los que esquivan la exuberancia corruptora de la vida.” Así, la filosofía especulativa se apartó de lo esencial, de las meditaciones medulares de la existencia y de la condición humana al imponer teorías del hombre y del mundo que sólo son simulacros de vida, a diferencia de los primeros filósofos de la naturaleza. En el mismo Breviario expone que: “Si la filosofía no hubiera hecho ningún progreso desde los presocráticos, no habría ninguna razón para quejarse. Hartos del fárrago de los conceptos, acabamos por advertir que nuestra vida se agita siempre en los elementos con los que ellos constituían el mundo, que son la tierra, el agua, el fuego y el aire los que nos condicionan, que esta física rudimentaria delimita el marco de nuestras pruebas y el principio de nuestros tormentos (…) Al haber complicado estos datos elementales, hemos perdido (…) la comprensión del Destino, el cual, sin embargo, inmutable, es el mismo que en los primeros días del mundo.” Arguye que casi todos los filósofos han acabado bien, lo cual a su vez es el argumento más destructivo contra la propia filosofía: con Sócrates sólo murió un pedagogo; con Nietzsche murió un poeta y un visionario “que expió sus éxtasis y no sus razonamientos.” La vida, la existencia, se deben soportar desde el ser; temerla, adorarla, odiarla o amarla y no eludirla con explicaciones. Para Cioran la originalidad de la filosofía sólo consiste en inventar términos. Ante el mundo, sólo existen para el hombre tres o cuatro actitudes y otras tantas maneras de morir, que la filosofía magnifica y reproduce con la invención de nuevos vocablos: un universo “pleonástico” que sustituye al lenguaje claro, sin ambages ni retórica, como un ardid para evadir los problemas y asuntos reales. Planteó Cioran igualmente que, al contrario de la música, la mística y la poesía, “la actividad filosófica proviene de una savia disminuida y de
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una profundidad sospechosa”, especial para ser la expresión de cierta gente tibia y tímida. Así, precisa lúcidamente en su Breviario de podredumbre: “El ejercicio filosófico no es fecundo, sólo honorable. Se es siempre impunemente filósofo: un oficio sin destino que llena de pensamientos voluminosos las horas neutras y vacantes, las horas refractarias al Antiguo Testamento, a Bach o a Shakespeare. (..) ¿Y acaso esos pensamientos se han materializado en una sola página equivalente a una exclamación de Job, a un terror de Macbeth o a una cantata? El universo no se discute, se expresa. Y la filosofía no lo expresa. (…) No comenzamos a vivir realmente mas que al final de la filosofía, sobre sus ruinas, cuando hemos comprendido su terrible nulidad, y que era inútil recurrir a ella, que no iba a sernos de ninguna ayuda.”
Por mi parte, debo precisar aquí sin muchos ambages, que esta monografía ensayística se inscribe en ese espíritu alejandrino que señala Harold Bloom, al apuntar que, en nuestro tiempo, la modernidad y el modernismo literarios están signados por una conciencia de lo ilusorio y el autoengaño como consecuencia de haberse desacreditado la ciencia, la religión y la filosofía: hemos sido arrojados nuevamente a una cultura literaria, tiempo el nuestro que a la vez es hondamente escéptico. El mencionado alejandrinismo de nuestra época ya había sido señalado igualmente a finales del siglo XIX y comienzos del XX por críticos como SainteBeuve, Matthew Arnold y Thomas Mann. En efecto, dicho sentimiento comienza en Alejandría en el siglo II antes de nuestra era, cuando el mundo clásico se anquilosó y los temas científicos, religiosos, mitológicos y filosóficos pasaron a un segundo plano del conocimiento, el espíritu y la cultura del momento. En la física y la matemática, las teorías y teoremas
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de Pitágoras, Euclides y Arquímedes fueron cuestionados; la religión mistérica órfica y pitagórica igualmente fueron puestas en cuestión; en mitología se desplazaron las creencias en los dioses olímpicos; en filosofía los sistemas de Platón y Aristóteles se modificaron y criticaron abriendo así el camino hacia una estética nueva (ciertamente literaria) y ecléctica: helenística, a partir de la instauración del Imperio romano y su posterior desarrollo. En este período, pues, las obras no muestran sólo preocupaciones profundas sino igualmente intereses contingentes. En filosofía, el hombre se repliega sobre sí mismo al cuestionar los temas meramente especulativos, tratando de evitar las perturbaciones y buscando proporcionar seguridad y certidumbre. El tratado sistemático es sustituido por el sermón popular. Se avanza hacia un cuestionamiento de la razón, coincidiendo con el auge de las religiones orientales e igualmente se profundiza en el desarrollo de la mística. La literatura se afirma con lenta solidez dando nacimiento al relato y a formas incipientes de la novela; la poesía pone de relieve la plasticidad del lenguaje en lugar de hacer énfasis en la inspiración divina, los temas son más coloquiales y la escritura prefiere la forma breve o epigramática al poema largo de tema heroico. De igual forma, los temas mitológicos, religiosos y artísticos se vuelven literarios, insertándose en una estética donde se ponen de relieve las formas expresivas y las preocupaciones artísticas que mezclan lo sagrado y lo profano. Otros rasgos: interés por la expresión estilística a la par que por el contenido. Nacen los estudios sobre poética y estética griegas; la filología, la gramática y la etimología en ciernes contribuyen con variados aportes a dichos estudios, poniéndose de relieve igualmente la erudición. Entre los autores más representativos de dicho período, destacan los
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poetas Calímaco, Teócrito y Apolonio de Rodas; el crítico Aristarco de Samotracia, los filósofos -y místicos- Plotino y Porfirio, y el escéptico Carnéades, pensador este último que para mí vendría siendo algo así como el equivalente helenístico de Cioran, salvando, por supuesto, las evidentes y marcadas distancias y diferencias entre ambos. Estos temas también signan nuestro tiempo. Nuestra cultura es literaria más que otra cosa. De este modo, para Bloom ese alejandrinismo es el rasgo de cualquier cultura literaria. Así, estima que: “Cuando las formas occidentales del conocimiento y de la autoridad han fracasado, cuando ya no constituyen ni una cultura religiosa ni una científica, nos volvemos alejandrinos. (…) Y toda cultura literaria es necesariamente alejandrina.” (Bloom, 1991) Ciertamente, y como la caracterizó igualmente Cioran más arriba, este mismo período helenístico alejandrino, al igual que el nuestro, estuvo, pues, signado por el escepticismo y en él abrevaron todo tipo de sectas gnósticas que desplazaron y pusieron en tela de juicio la religión y la filosofía institucionales.
Historia y utopía En otro ámbito de su pensamiento, refiriéndose al cuestionamiento permanente que hizo el pensador rumano de las verdades establecidas, de la historia, de la filosofía, de la literatura, un amigo escritor refirió una vez a Cioran: “Usted está contra todo lo que ha ocurrido desde 1920.” A lo que él respondió: “¡No, desde Adán!” Afirmó que el pueblo rumano es por naturaleza escéptico y fatalista, ya que no espera gran cosa del destino. Los rumanos han sido vapuleados por la vida, destrozados por la historia y “han trascendido la desesperación” por la cantidad de circunstancias negativas y
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calamidades que han tenido que soportar y superar, sobre todo en su relación con las naciones vecinas y particularmente con Rusia en las dos guerras mundiales, y lidiando con el auge de ideologías como el fascismo y el comunismo durante el siglo XX: “Las ideologías exigen ilusiones. Los rumanos carecen de ilusiones”, remarca. Sobre el comunismo europeo, afirmó que para los rumanos: “Después de la guerra el comunismo era ‘el porvenir’. La ilusión era posible, pero en seguida se disipó.”, le confesó al referido periodista Ivry en 1989. Refiere en la misma conversación su terrible relación con Rusia: “Los rumanos no tienen tradición revolucionaria. Por tanto, no tienen libertad. (…) Rumania no tenía un partido comunista serio, como en Hungría con los intelectuales. Rusia inspira pavor en Rumania. El miedo a Rusia fue lo que impidió el éxito del comunismo en nuestro país. (…) En Rumania, país escéptico, no hubo tradición revolucionaria antes de la guerra. Rumania era aliada de Alemania. Cuando Alemania perdió, Rumania decidió aliarse con Rusia. Hubo setecientos mil muertos en Rumania, un país de veinte millones de habitantes. Los rusos siempre ponían a los rumanos en primera línea. No podían desertar. Setecientos mil muertos, sacrificios inauditos, para perderlo todo.” (Cioran, 1997: 158)
La diatriba de Cioran, pues, también abarcó ácidas, corrosivas y lúcidas meditaciones sobre su tiempo, y en algunos ensayos y escritos esbozó o expuso sus ideas, concepto y manera de entender la historia y la utopía. Precisamente uno de sus libros se titula Historia y utopía Estas categorías, al igual que las ideologías y sistemas políticos como la democracia o el socialismo, fueron objeto de su crítico escepticismo. La utopía para Cioran tiene una doble cara. Por una parte, expresa un lado optimista, necesario para sacudir el estancamiento de la historia, planteando el sueño o
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el deseo de lograr en el futuro sistemas sociales perfectos, y por el otro, contiene una carga negativa. Cualquier conflicto desaparecería en la ciudad o el país perfectos. Por eso Cioran precisa que la utopía conlleva una mezcla de “racionalismo pueril y de angelidad secularizada”. Afirma Cioran: “El ansia de utopía es un ansia religiosa, un deseo de absoluto. La utopía es la gran fragilidad de la historia, pero también su gran fuerza. En cierto sentido la utopía es lo que rescata la historia. A su vez, la práctica y el sentido de la historia son esencialmente antiutópicos. La utopía estimula la historia y la hace marchar, evitando su esclerosis y su rutina temporal.” En contraparte, la historia es el “antídoto” de la utopía. El interés de Cioran por la historia, también lleva implícito consigo el fatalismo y el escepticismo ante su desarrollo moderno. Ha afirmado que seguro “la historia no es el camino del paraíso”. E incluso escribió que en la actualidad estamos viviendo un tiempo posthistórico. De hecho, estamos viviendo “la demolición de la idea de progreso”, que es la clave para entender el discurso de la historia: “Mientras más nos hayan marcado las utopías, más esperamos nuestra salvación de fuera, del curso de las cosas o del de las colectividades. Así se configuró el Sentido de la historia cuya moda iba a suplantar a la del Progreso, sin agregarle nada nuevo.” (Cioran, 2003) Es más, el pensador rumano afirmó que cargaba consigo un pesimismo innato contra la historia como una sucesión progresiva, teleológica y moral. Como hombre nacido en los países del Este de Europa y, como señalábamos antes, sobre todo en un país que había sido sojuzgado, invadido y oprimido por varias naciones vecinas, el pueblo rumano “es el pueblo más fatalista del mundo.” Por eso también el campesino rumano tiene un sentido trágico y desconfía de la historia:
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“Ese campesino que no cree en nada, que piensa que el hombre está perdido, que no hay nada que hacer, que se siente aplastado por la historia. Esa ideología de víctima es también mi concepción actual, mi filosofía de la historia”, le precisó Cioran a Savater en el diálogo del año 1977 (Cioran, 1997: 19)
Más adelante en el mismo diálogo, añade que: “Si se profundiza en la historia, si se reflexiona sobre ella, resulta estrictamente imposible no ser pesimista. Un historiador optimista es una contradicción en los términos. No puedo en modo alguno concebirlo. (…) Es la mayor lección de cinismo que concebirse pueda. (…) La historia es un desarrollo fatal, que el hombre se imagina poder dominar. (…) La historia tiene un curso, pero carece de sentido. Tome usted el Imperio Romano: ¿por qué había de conquistar el mundo para después verse invadido por los germanos?” (Cioran, 1997: 23)
En un aforismo de su libro Silogismos de la amargura, escribe en tono sarcástico: “Hay más honestidad y rigor en las ciencias ocultas que en las filosofías que dan un ‘sentido’ a la historia.” De todo esto se desprende, como señalé, un cuestionamiento radical de Cioran hacia ideologías y sistemas como el socialismo o el comunismo, tal y como se pusieron en práctica en algunos países europeos en el siglo XX. Escribe el filósofo: “No olvidemos que el socialismo es a fin de cuentas hijo de los utopistas. Pero se basan en una idea errónea, la de la perfectibilidad indefinida del hombre.” Atribuir un sentido al proceso histórico y su devenir, es atribuirle un carácter providencial, que es lo que hace básicamente el materialismo
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dialéctico. Para Cioran la utopía en nuestra civilización está desacreditada y moribunda, y a la vez ha sido trivializada y secuestrada por el comunismo o el socialismo. Como observa el filósofo rumano Ion Agheana, el comunismo, al instaurarse como utopía “concreta” y “decretada”, ha trivializado la utopía. La otra cara de las utopías actuales es el aburrimiento y el proyecto de un hombre que sólo se realiza en el trabajo. Escribe Cioran en Historia y utopía: “Si la utopía era la ilusión hipostasiada, el comunismo, que va más lejos aún, será la ilusión decretada, impuesta: un reto a la omnipresencia del mal, un optimismo obligatorio, (…) en esta época en la que nadie tiene suficiente candor para ser un verdadero revolucionario.” Así, pues, “Situados en las antípodas de La Rochefoucauld, los inventores de utopías son moralistas que sólo perciben en nosotros desinterés, apetito de sacrificio, olvido de sí. Exangües, perfectos y nulos, azotados por el Bien, desprovistos de pecados y de vicios, sin espesor ni contorno, sin iniciación a la existencia.” En una clara alusión al concepto marxista de la historia y a la concreción de su utopía, afirma que ésta constituye una cárcel de rutinaria pesadilla estandarizada, sino pensemos, por ejemplo, en el cruel modelo de utopía concreta y de “paraíso” de hiperfelicidad puesto en práctica durante el siglo anterior (hasta el actual siglo XXI), en Corea del Norte, por poner un ejemplo. Apunta Cioran con agudo tono desesperanzado que los sueños y anhelos utópicos se han realizado en su mayor parte, pero con un espíritu distinto a como fueron concebidos: “lo que para la utopía era perfección, para nosotros resultó tara; sus quimeras son nuestras desgracias. El tipo de sociedad que la utopía imagina con tono lírico, nos parece intolerable.” La utopía como la concibieron y diseñaron Tomás Moro, Campanella
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o San Agustín, tenía como referencia nostalgia y añoranza, el regreso al edén o al Paraíso bíblico. La de hoy tiene como referencia la nostalgia de un futuro ominoso e impredecible, desprovista de la dimensión de añoranza: nostalgia vuelta al revés, “falseada y viciada, tendida hacia el futuro, obnubilada por el ‘progreso’, réplica temporal, metamorfosis gesticulante del paraíso original.” Lo que resultó finalmente fue, pues, una pesadilla desoladora: “La idea misma de una ciudad ideal es un sufrimiento para la razón, una empresa que honra al corazón y desacredita al intelecto.” Expone Cioran en el libro mencionado, que después del Renacimiento y acicateados por la Revolución francesa y la Ilustración, las ideologías y sistemas modernos se apropiaron de las imaginaciones y sueños utópicos. Las ideologías son el subproducto de las visiones mesiánicas y utópicas, y su expresión vulgar, incluso las del comunismo, “que lejos de ser un producto circunstancial, un accidente histórico, es el heredero de los sistemas utópicos y el beneficiario de un largo trabajo subterráneo: primero capricho o cisma, adquiriría más tarde el carácter de un destino y de una ortodoxia.” Finalmente, la visión contemporánea de Cioran sobre la utopía no podría ser menos catastrófica y escéptica en esta época macerada y abrevada en su “breviario de podredumbre”. Escribe el filósofo, íngrimo y solo, sin ilusiones: “Hoy en día, reconciliados con lo terrible, asistimos a una contaminación de la utopía por el apocalipsis: la nueva tierra que se nos anuncia afecta cada vez más la figura de un nuevo infierno.” La utopía y el apocalipsis se compenetran y se influyen uno con el otro (subrayado mío), “para formar un tercero maravillosamente apto para reflejar la clase de realidad que nos amenaza y a la que, no obstante,
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diremos sí, un sí correcto y sin ilusión. Será nuestra manera de ser irreprochables ante la fatalidad.” El concepto sustentado por Cioran acerca de la “revolución”, o de las revoluciones en la historia, tuvo frecuentemente en sus escritos y reflexiones un tinte paradójico y antinómico. En la citada conversación de 1986 con François Fejtö, expuso que las revoluciones tienen al comienzo un sentido como fin de un ciclo, como resolución de una crisis histórica, pero al mismo tiempo están signadas o condenadas por un destino aciago y fatal. Analizando y pensando sobre los acontecimientos de las dos guerras mundiales del siglo XX, y el papel de derrota que jugó Francia en ese momento después de haber producido, un siglo atrás, la Revolución Francesa, Cioran reflexiona en una conversación que: “Si analizamos a fondo los problemas, creo que la decadencia de Europa comenzó con los jacobinos y Napoleón. Es decir, con el desvarío de la Revolución francesa y las guerras que siguieron y que debilitaron al pueblo francés. Al decir eso puedo parecer un poco reaccionario. El hecho es que, por una parte, estoy totalmente de acuerdo con los principios de la Revolución y, por otra, creo que los jacobinos y Napoleón fueron una catástrofe para la historia europea. (…) La paradoja es que incluso la lengua francesa, que era la lengua de la Europa civilizada, debe su decadencia a Napoleón. Por culpa de éste, los ingleses dejaron de reconocer la universalidad del francés.” (Cioran, 1997: 148-149)
Por cierto que esta idea o noción paradójica de la revolución, también la sustentaba Nietzsche, quien en el aforismo 221, titulado “El lado peligroso de la Ilustración”, de su referido libro El caminante y su sombra, reza de modo
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crítico, en un tono más duro y acerbo que el del rumano, que: “Todas esas cosas medio locas, (…) embriagadas de sí mismas que, juntas, constituyen la verdadera sustancia revolucionaria y que antes de la Revolución se habían encarnado en Rousseau (…) y la Ilustración que, en su esencia es tan ajena a todas estas cosas, (…) contentándose durante largo tiempo con transformar sólo a los individuos, de forma que, con su impulso, hubieran ido cambiando muy lentamente las costumbres y las instituciones de los pueblos. Pero vinculada a un organismo violento e impetuoso, la Ilustración acabó siendo también violenta e impetuosa. De ahí que el peligro que ofrece sea casi mayor que la utilidad liberadora y la claridad que imprime al vasto movimiento revolucionario. Quien entienda esto sabrá qué confusión debe evitar la Ilustración, de qué impurezas hay que lavarla, para ahogar inmediatamente, en su germen, la revolución, para hacerla invisible.” Nietzsche arguyó que por llevar en sus raíces a la vez un tinte romántico e irracionalista, e igualmente una propuesta burguesa ilustrada y racionalista, al intentar plantear un cambio y una transformación ecuménica de los valores humanos nacionales e internacionales en Europa, la Revolución francesa no se constituyó en un proyecto general positivo y uniforme de cambio, ni en Francia, ni en el resto de los países donde echó raíces. Esto, claro está, porque llevaba en su seno la separación -y la crítica- de las dos lecturas y propuestas de quienes la aupaban y de quienes se contraponían a ella. En cuanto a América, el modelo revolucionario no caló como proyecto unitario de Estado, aunque varios de sus decretos, algunas leyes, proclamas, reformas jurídicas y constitucionales y modelos institucionales influyeron en las nacientes repúblicas durante el siglo XIX. Por esta razón, no hay duda de que la noción de Ilustración es de carácter complejo y polémico ya que la misma ha generado en el pensamiento y la filosofía posterior, una tradición tanto de aupadores
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como de detractores a ultranza, llegando unos a aliarla con el totalitarismo (Adorno) y otros a proponerla como “el talante y la actitud ética de la modernidad” (Foucault). Durante los siglos XIX y XX, no pudo, pues, Occidente concretar de forma duradera una revolución en ninguno de sus países, llegando más bien dicha ideología a imponerse y concretarse en Oriente: “Debiendo poner en práctica el comunismo, ajustarlo a sus tradiciones, humanizarlo, liberalizarlo, y proponerlo después al mundo, dejó a Oriente el privilegio de realizar lo irrealizable y derivar así poder y prestigio de la más hermosa ilusión moderna”, escribe el pensador rumano. Piensa Cioran que con esto Occidente traicionó a todos los cismáticos, desde Lutero a Marx, al creer que desde fuera vendrían a hacer su revolución y a devolverles sus utopías, sueños y esperanzas. En este sentido, reflexiona en Historia y utopía, señalando hasta dónde han llegado las consecuencias de la puesta en práctica de dichas utopías de forma aberrada, al desembocar en la civilización tecnológica en Occidente, dando como producto a un hombre puramente mercantilista, concreción del paroxismo racionalista que nació y se derivó de la Ilustración: “Habiendo abandonado la realidad a favor de la idea, la idea a favor de la ideología, el hombre ha resbalado hacia un universo desviado, hacia un mundo de subproductos donde la ficción adquiere las virtudes de un dato primordial. Este resbalón es el fruto de todas las rebeliones y de todas las herejías de Occidente, y, no obstante, Occidente se niega a sacar las últimas consecuencias: no ha hecho la revolución que le incumbía hacer y que todo su pasado reclamaba, ni ha ido hasta el final de los trastornos que promovió.” Sí, éste es el hombre que soñó la Ilustración y que finalmente triunfó, luego del fracaso de la utopía revolucionaria, un hombre unidimensional, chiflado por los negocios, las
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máquinas (hoy por las computadoras y los aparatos digitales), uniformado, masificado, que encontramos en todas partes, no sólo en Occidente, sino en el mundo entero. Reflexiona Cioran en dicho libro para 1957: “¿Qué maldición le cayó para que al término de su desarrollo no haya producido más que esos hombres de negocios, esos abarroteros, esos tramposos de mirada nula y sonrisa atrofiada que uno encuentra en todas partes, tanto en Francia como en Inglaterra y en Alemania inclusive?” Pero tampoco se le salva a Cioran (a la vez un liberal desencantado e “intratable”), la crítica mordaz y acerba contra los sistemas democráticos y contra los demócratas -quienes le parecen “demasiado ambiciosos y demasiado delirantes”e igualmente contra la propia praxis política. Recordemos aquella definición de Flaubert, según la cual el sueño de la democracia consiste en elevar al proletario a la estupidez del burgués. Para Cioran (y su código fatalista) la democracia es otra de las supersticiones modernas, que a su vez encarna una paradoja imprescindible: en su esencia ideal es quizás el modelo político perfecto, pero que por la charlatanería y mediocridad política de ambiciosos actores ineficaces, ignaros y corruptos, se convierte en un modelo poco fiable a corto plazo. La democracia institucionaliza la mediocridad: “La democracia, maravilla que no tiene ya nada que ofrecer, es, a la vez, el paraíso y la tumba de un pueblo.”, acota Cioran. En este sentido, escribió en el mismo libro antes mencionado: “Para no ceder a la tentación política, hay que vigilarse a cada momento. Pero ¿cómo conseguirlo en un régimen democrático en el que el vicio esencial es permitirle a cualquiera aspirar al poder y dar libre curso a sus ambiciones? De ello resulta una enorme abundancia de fanfarrones, de agitadores sin destino, de locos sin importancia que la fatalidad ha rehusado marcar,
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incapaces de verdadero frenesí, tan inadecuados para el triunfo como para el hundimiento. Sin embargo, es su nulidad lo que permite y asegura nuestras libertades amenazadas por las personalidades excepcionales. Una república que se respete debería trastocarse ante la aparición de un gran hombre y proscribirlo de su seno, o impedir al menos que se cree una leyenda a su alrededor.” Yo creo que, ante un pensamiento de la intemperie como el de Cioran, incluso la idea o el concepto de Estado, es algo ineficaz e inútil. Cioran apuntó en sus Cuadernos. 1957-1972, un aforismo que da en el clavo acerca de su percepción en torno a este asunto: “La verdad no está ni en la reacción ni en la revolución. Radica en la puesta en entredicho de la sociedad y de quienes la atacan.” Más adelante -en la misma conversación ya citada con Fejtö-, Cioran cuestiona la ya mencionada idea del “progreso”, como vimos líneas más arriba, que no es tal, y que ya está obsoleta, decadente y superada. Expone que los grandes errores en la historia de las naciones están, precisamente, en la falta de moderación en las pasiones, en su pérdida de control. Le asevera al periodista y escritor Fejtö: “La falta de autocontrol, de moderación, es el pecado mortal. (..) El hombre desaparecerá por culpa de un instinto que le impide detenerse a tiempo. Está convencido de que lo imposible no existe. En los siglos XVIII y XIX nació la idea de que el progreso de la humanidad sería ilimitado. (…) La idea del progreso infinito es el mal. Con frecuencia pienso en la suerte de Condorcet (…) escribió su obra Esbozo de un panorama histórico de los progresos del espíritu humano. (…) Ahora bien, la historia no tardó en desmentir su pensamiento. Cuando la Convención votó las leyes que iban a llevar a los contrarrevolucionarios a la guillotina, Condorcet, reformador cándido y moderado, se sintió amenazado. (…) Condorcet se mató envenenándose para evitar la
160 guillotina. Esa es la tragedia de uno de los espíritus responsables de la gran ilusión moderna del progreso ilimitado.” (Cioran, 1997: 149)
Y remata con esta reflexión terrible: “Mi tesis es que la humanidad desaparecerá el día en que se hayan descubierto remedios para todas las enfermedades.” Para el pensador rumano, entonces, pareciera que existe un fatum o fatalidad secreta que destruye todo lo que el hombre hace, recordándole que en la vida no hay sentido. Igual en la antigüedad que en la modernidad, en lo que atañe al hombre corriente o al rey, al pobre o al rico: “El hombre ensucia todo lo que le rodea.” Todo lo que hace el hombre termina bloqueado, toda la aventura humana se vuelve contra él mismo, “sigue una ruta que ha de conducirlo por fuerza a la ruina”, recuerda Cioran. En su ensayo “El decorado del saber”, perteneciente al libro Breviario de podredumbre, sostiene Cioran que la idea de “progreso” es un espejismo y que nuestras verdades actuales convertidas en conceptos, no valen más que los mitos antiguos expresado en símbolos. Igual, si los mismos dioses no están expresados en los acontecimientos actuales, no hace que los mismos sean menos desconcertantes o más explicables: “una retahíla de fórmulas reemplaza la pompa de las antiguas leyendas, sin que por ello las constantes de la vida humana se encuentren modificadas, pues la ciencia no las capta más íntimamente que los relatos poéticos.” Continúa Cioran argumentando que debemos desembarazarnos de esa idea progresista de una vez por todas. Los grandes problemas y los temas esenciales del hombre y del pensamiento, han sido tocados y tratados en todas las civilizaciones: “la filosofía moderna no añade nada a la filosofía china, hindú o griega. (…) En lo tocante al juego de las ideas, ¿quién igualó jamás a un sofista chino o griego, quién llevó más lejos que él la osadía
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en la abstracción?” Sostiene que con Hegel se introduce en la filosofía esta idea de optimismo, al no aclarar en sus escritos que la conciencia sólo cambia en modos y formas, pero no progresa en nada: “Hegel es el gran responsable del optimismo moderno. (…) El devenir excluye una realización absoluta, una meta: la aventura temporal se desarrolla sin un objetivo exterior a ella, y acabará cuando sus posibilidades de caminar se hayan agotado. El grado de conciencia varía con las épocas, sin que dicha conciencia aumente con su sucesión.” En La caída en el tiempo se pregunta Cioran que si el llamado “progreso” se convirtió en el peor mal de la civilización, porqué no se hace nada para detener su marcha, deduciendo entonces que, inconscientemente, en realidad es lo “máximo”, nefasto y perverso que el hombre contemporáneo desea. Escribe así, que uno no avanza ni se “perfecciona” impunemente: “Sabemos que el movimiento es una herejía, y por eso mismo nos atrae y nos lanzamos en él, depravados irremediablemente, prefiriéndolo a la ortodoxia de la quietud. (…) Mientras más se reduce nuestro futuro, más nos dejamos sumergir en lo que nos arruina. Estamos tan intoxicados con la civilización, nuestra droga, que nuestro apego a ella presenta todos los síntomas de una adicción, mezcla de éxtasis y de odio.” Es así que todo esto lo arrastra consigo la “superstición de la Historia”. Como señalé líneas atrás, el rumano expuso que la historia tenía un curso, más no un sentido. Igualmente, la propia Historia parece burlarse del hombre y de todo lo que cree que hace en lo tocante a ella, como queda explícito en Breviario de podredumbre: “La Historia es la ironía en marcha, la risotada del espíritu. Hoy triunfa tal creencia; mañana, vencida, será maldita y reemplazada: los que la creyeron la seguirán en su derrota. (…) Contemplad las polémicas de cada siglo: no parecen motivadas ni necesarias. Sin embargo,
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fueron la vida de ese siglo. Calvinismo, quietismo, Port Royal, la Enciclopedia, la Revolución, positivismo (…) Desde los concilios ecuménicos hasta las controversias políticas contemporáneas, las ortodoxias y las herejías han asaltado la curiosidad del hombre con su irresistible sinsentido. (…) La visión de un desenlace paradisíaco supera, por su absurdo, las peores divagaciones de la esperanza. (…) El universo comienza y acaba con cada individuo, sea Shakespeare o Don Nadie; pues cada individuo vive en lo absoluto su mérito de nulidad.” Cree Cioran, pues, finalmente, que estamos extraviados en nuestras certidumbres, nuestras locuras tienen más solidez que nuestras ideas, la civilización es un dechado de martirios, calamidades, suplicios, ruina y desolación, antes que de confort, bienestar, paz o liberación. En La caída en el tiempo se torna implacable: “Nadie salva a nadie; no se salva uno más que a sí mismo. (…) La venganza asoma bajo la alegría del misionero y del apóstol.” Aquí el escepticismo de Cioran se vuelve crudo, descarnado: “¿Quién vendrá en nuestra ayuda? ¿Un Antístenes, un Epicuro, un Crisipo que ya encontraban demasiado complicadas las costumbres antiguas? ¿Qué pensarían de las nuestras, y quién de ellos, transportado a nuestras metrópolis tendría suficiente temple como para conservar la serenidad? Más sanos y más equilibrados en todos los aspectos, los antiguos podrían haber prescindido de una sabiduría que, no obstante, elaboraron: lo que nos descalifica para siempre es que a nosotros ni nos importa ni tenemos la capacidad para elaborar una.” Concuerdo totalmente con Cioran en las siguientes apreciaciones (tomadas del libro Conversaciones) sobre el sentido trágico, catastrófico y apocalíptico de la historia
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universal y del hecho de que es la historia la que hace al hombre, y no al revés. Veamos estas reflexiones sobre el tema: “La historia es en sus tres cuartas partes la historia de las tiranías, de la esclavitud humana.” “Cuando se acaben las guerras de agresión, estaremos civilizados.” “Prefiero a un tipo que cambia de opinión, (…) a un ideólogo. Las catástrofes de la historia son provocadas por los que están demasiado convencidos.” “La historia universal no es más que una repetición de catástrofes, a la espera de una catástrofe final.” “Mire usted, yo no podría ser político porque creo en la catástrofe. Por mi parte, estoy seguro de que la historia no es el camino del paraíso.” “Mi sentimiento profundo me dice que no es el hombre quien ha creado la historia, sino que, al contrario, él mismo es sin duda obra de la historia. (…) Si no tenemos en cuenta los acontecimientos concretos, el momento psicológico, y consideramos sólo las concatenaciones por períodos, vemos enseguida que el hombre está convencido de ser el autor de su propia historia. Pero si examinamos la historia mundial en sí misma, no podemos por menos de sentir que es su víctima y nada más.” En mi libro Diario nómada comenté el sentido de la historia en el ensayista y crítico alemán Walter Benjamin (18921940), que no es lineal ni cíclico y sobre todo el concepto de esta última como “catástrofe” que, al igual que el de Cioran, se orienta en un rechazo radical de lo que en la ideología de Occidente se llama progreso. Escribí allí que el llamado progreso histórico es más bien un proceso de decadencia que depende de situaciones discontinuas e imprevistas que rompen con su carácter lineal: fracturas del tiempo, revoluciones, relevo de generaciones, mutaciones. No existen nexos, escribe Benjamin, entre los diversos momentos históricos (como cree el historicismo), sólo existen rupturas y la noción
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de continuidad es pura ilusión. La noción de continuidad solo existe en la mente del historiador. Así que -anoté en el mencionado libro-, lo único válido para el historiador es el presente; sólo en el presente se puede engendrar algo nuevo. Con el añadido de que dicho presente está transversalmente atravesado por la presencia de una catástrofe permanente que conlleva una perversión irremediable del tiempo, lo cual confiere a esa historia un sentido trágico de derrotas, más que de triunfos. De otra parte, no se trata de que la historia no sea importante como disciplina para la valoración del pasado y de la memoria de los pueblos. La historia nos hace ver que somos herederos del pasado y de todas las edades. Pero el llamado progreso histórico es una ilusión, paradójicamente, porque dicho progreso se fundamenta en el olvido de la historia. La historia no tiene un sentido o una “meta” a la que llegar, y muchos de los que se dicen predestinados por ella para conducir a la humanidad, más bien la han arrastrado a desastrosas (y trágicas) consecuencias para la historia misma y para la propia humanidad. Expongo en Diario nómada (siguiendo a Benjamin) que detrás de esta historia triunfalista, lo que se esconde finalmente es la ruina y la tragedia, una historia supuestamente heroica, triunfante, que continuamente va sembrando a su paso guerras, masacres, destrucción, ruina. Es más, al final los derrotados son los verdaderos vencedores de esa historia de holocaustos, ya que ellos se inscriben en el curso de una “historia del alma humana” que sí se desarrolla como un proceso continuo “y que a fin de cuentas tiende de forma irresistible hacia la Redención.” De lo que no está muy seguro Cioran, es del sentido “angélico” de la historia, tal como la planteó o concibió Benjamin. En este sentido, escribe el pensador rumano en su ensayo “Escuela del tirano”, perteneciente a su citado libro Historia y utopía: “Tras
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los monstruos acantonados en una ciudad, en un reino o en un imperio, es natural que aparezcan otros más poderosos en pro del desastre, de la liquidación de las naciones y de nuestras libertades. La Historia, marco donde realizamos lo contrario a nuestras aspiraciones, donde las desfiguramos sin cesar, no es, evidentemente, de esencia angélica. Al considerarla, sólo concebimos un deseo: promover la agrura a la dignidad de una gnosis.” Así las cosas, ante este escenario moderno desacralizado, sin paternidad divina para el hombre y con la historia como única heredera, escribe Camus en El hombre rebelde, se le abre camino expedito al nihilismo y el terrorismo por medio de una filosofía que puede servir para todo, incluso “para cambiar los criminales en jueces.” En un mundo “desembarazado de Dios y de las ideas morales, el hombre vive ahora solitario y sin dueño.” De aquí que, “por una lógica inevitable, la historia entera acaba significando premio y castigo: desde entonces nace el mesianismo colectivista”, tanto de izquierdas como de derechas. Para Camus la rebelión legítima del hombre se convirtió en una institucionalización de lo opuesto al hombre concreto e individual. La lógica del nihilismo no razona, como Karamázov, que “Si nada es verdad, todo está permitido”; sino que lo sustituye por un “Si nada es verdad, nada está permitido.” Así, la libertad se constituye en el más grande ideal al que aspira el hombre. Escribe Camus respecto a esta lógica, que: “Donde nadie puede decir ya qué es negro y qué es blanco, la luz se apaga y la libertad se convierte en prisión voluntaria.” Según la tesis de Camus, en los nuevos tiempos (finales del siglo XIX y comienzos del XX), la rebelión humana estuvo encarnada en el revolucionario (Marx), el anarquista (Bakunin), el dandi (Baudelaire), el nihilista (Nietzsche), el surrealista (Breton).
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Expone entonces Camus, que fue precisamente de Hegel que durante el siglo XX el socialismo y el fascismo tomaron la idea o visión de una historia sin trascendencia divina (ya vimos su génesis más arriba), tratando, incluso, de echar por tierra la virtud formal de la divinidad, “de matar la moral de los principios donde se encuentra todavía el recuerdo de Dios”, concepto que permanece vigente, siendo uno de los resortes de la historia actual. Escribe que: “Nada es puro, este grito convulsiona el siglo. Lo impuro, pues, la historia, se convertirá en la regla y la tierra desierta será entregada a la fuerza desnuda que decidirá o no de la divinidad del hombre.” Muerto Dios, no quedan más que la historia y el poder, apuntó. De este modo, huérfanas de trascendencia, en Occidente las ideologías contemporáneas, inspiradas en Hegel, pensaron y asumieron la historia “en función de la dialéctica de dominio y esclavitud” para justificar la voluntad de poder en el siglo XX, que ya vimos que terminó en regímenes dictatoriales, en masacres y finalmente en dos guerras mundiales. Pero igualmente de aquí, nace otra clase de nihilismo individual, práctico y violento que implica la entrega de la propia vida a un ideal vacío. En su fuente originaria, dichas ideas parten de Hegel y Nietzsche, pero en ambos pensadores constituyen una crítica a la vida presente en provecho de un “más allá histórico” en el cual se pretende creer, incluso buscando la superación de dicho nihilismo (como también se lo planteó Camus personalmente en su obra) en una idea positiva. El nihilista para Hegel “era únicamente el escéptico que no tenía más salida que la contradicción o el suicidio filosófico”. El terrorismo, concreción del nihilismo, en cambio, parte del vacío y del tedio, haciendo de este último un principio de acción, identificando su suicidio “con el crimen filosófico” y pareciera, más bien, provenir de una lectura radical de las
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tesis e ideas de Feuerbach (quien invitó a sustituir la teología por una religión del hombre y de la especie), según la cual: “La verdadera filosofía es la negación de la filosofía. Ninguna religión es mi religión. Ninguna filosofía es mi filosofía.” El no absoluto impulsa al nihilista-terrorista a divinizar el crimen al mismo tiempo que al propio hombre. Así, escribe Camus con precisión y lucidez: ”El cinismo, la divinización de la historia y de la materia, el terror individual o el crimen de Estado, estas consecuencias desmesuradas van a nacer ahora, armadas de pies a cabeza, de una equívoca concepción del mundo que remite a la historia sola el cuidado de producir los valores y la verdad.” En cuanto a Cioran, ya vimos más arriba cómo el sentido del nihilismo nunca le preocupó mucho, ya que para él tenía siempre un trasfondo político al tratar de negar por negar y destruir por destruir, en oposición al orden establecido. Se consideraba Cioran (irónicamente) como un “nihilista metafísico”, aunque ese término no significara nada para él. Su preocupación fundamental era el escepticismo (aunque muchas veces dudara del mismo). Luego del Romanticismo y su rebelión luciferina contra Dios y el cosmos, calaremos en nuestro tiempo con los dandis y los surrealistas (herederos directos de la rebeldía romántica en muchos aspectos), que centran su atención en el mal y el individuo, enfrentando lo social convencional pero, más que todo, “la ley moral y divina”. Precisa Camus que en todas las fases de la rebeldía en Occidente, se encuentra contradictoriamente a la vez “la lucha entre la voluntad de ser y el deseo de aniquilamiento, el no y el sí.” Tratar de rebelarse e igualarse con Dios, buscando una unidad personal a través del arte (el arte como una nueva moral) y crear de este modo un personaje armado de excentricidad, esa es otra de las divisas del dandi. El culto a la personalidad y a la apariencia (fundando
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así la estética del creador solitario) más que al individuo como ser utilitario y constructivo, e igualmente el frenesí (contrario al tedio), es otra de sus armas predilectas. A Baudelaire la sociedad burguesa de su tiempo le parece insípida y a la vez malévola. Opina que: “Todo en este mundo transpira crimen, el periódico, el muro y la cara del hombre.” Aún así, para Camus la tradición libertaria del dandi no pasó de ser más que en un grito desgarrado. La rebeldía no ha podido fundar una filosofía. Pero, con todo y esto, sostiene Camus, el hombre debe rebelarse. Escribe que: “Baudelaire, pese a su arsenal satánico, su afición a Sade, sus blasfemias, era demasiado teólogo para ser un verdadero rebelde. (…) Cuando los dandis no se matan o no se vuelven locos, hacen carrera y posan para la posteridad. Hasta cuando gritan, como Vigny, que callarán, su silencio es estrepitoso.” Sobre la rebelión (o la rebeldía), consignó precisamente Cioran en sus Cuadernos (en el año 1970) la siguiente anotación paradójica: “La rebelión es una señal de vitalidad, al tiempo que de indigencia metafísica. Cuando hemos ido al fondo, no ya de las cosas, sino de una sola cosa, podemos aún rebelarnos, pero ya no creemos en la rebelión.” De la herencia visionaria de Rimbaud (“el poeta se hace vidente por un largo, inmenso y razonado desajuste de todos los sentidos”) y el nihilismo paródico de Dadá se nutren el surrealismo y sus creadores e instigadores. La impaciencia, el furor, la intransigencia, la desesperación, el espíritu que no encuentra asidero en el más acá ni en el más allá, el suicidio (al cual cedieron surrealistas como Vaché, Crevel y Rigaut) nutren el evangelio surrealista. La búsqueda de la unidad y de un principio universal, la restitución o restauración de lo sagrado, el intento de “cambiar la vida” y a la vez la presencia de una tendencia a negarlo todo, son igualmente metas o imperativos
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aupados por el movimiento. El surrealismo no pudo congeniar con la ideología marxista, porque, antes que al materialismo y a lo racional puro, antes que a un desmesurado y prometeico impulso de transformar la sociedad, optó por el principio poético y analógico: por la fusión del sueño y la realidad, de lo maravilloso y lo real; por el abrazo de lo ideal y lo imaginado: por el principio creativo de la surrealidad capaz de abolir las contradicciones. Escribe Camus que entre las dos tendencias: “La ruptura definitiva se explica finalmente si se piensa que el marxismo pedía la sumisión de lo irracional, mientras que los surrealistas se habían levantado para defender lo irracional hasta la muerte.” Si el surrealismo no cambió la vida, por lo menos la nutrió y embelleció en base a nuevos mitos, a nuevos misterios, a nuevas parodias, a nuevos sueños, a nuevas instigaciones espirituales, a nuevas formas de imaginar, de crear y recrear la realidad: “El pensamiento de Breton ofrece además el curioso espectáculo de un pensamiento occidental en que el principio de analogía es favorecido incesantemente en detrimento de los principios de identidad y de contradicción. Precisamente se trata de fundir las contradicciones bajo el fuego del deseo y del amor, y de hacer desplomarse los muros de la muerte.” Luego del absurdo de dos guerras mundiales, más que en el nihilismo, el espíritu y la existencia de Camus se atrincheran en el estoicismo y el escepticismo (superando la apuesta del optimismo y el pesimismo), escepticismo que reinaba en Europa tras las dos conflagraciones bélicas, dando sólo credibilidad y validez a la cultura, al arte, a la poesía, al drama, a la literatura para expresar fidedignamente el anhelo y el sueño humanos. A una duda visceral y existencial, antes que a una “metódica”, responde Camus para afinar su escepticismo: “Tampoco la duda cartesiana, que es metódica,
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basta para hacer de Descartes un escéptico.”, escribió en uno de los ensayos de El verano. (Camus, 1996) Es cierto que la metafísica del absurdo es tema central de sus obras de teatro: El malentendido (1944), Calígula (1945), El estado de sitio (1948), Los justos (1949); y de su ensayo El mito de Sísifo (1942) y su novela El extranjero (1942). Sin embargo, Camus parte del absurdo y el sinsentido (y otras veces del nihilismo) pero sólo para trascenderlos. El mismo Camus deja claro que se puede escribir sobre “la noción del absurdo”, pero éste “no puede ser considerado más que como una situación de partida.” Sobre el nihilismo -que Camus estudió ampliamente en El hombre rebelde- el escritor refiere que, en este sentido al igual que no hay materialismo absoluto, tampoco hay nihilismo total: “En lo más negro de nuestro nihilismo, he buscado tan sólo razones para superar ese nihilismo.” Así, sustentada por un escepticismo lúcido y vigilante y por un estoicismo basado en el equilibrio clásico, la obra de Camus, más allá del chato sinsentido, abre un resquicio a la esperanza de la que se nutren las virtudes elementales del hombre: la amistad, la fraternidad, la igualdad, el honor, al amor, la creación, el ideal de libertad, como formas de enfrentar y contrarrestar la infamia, la ignominia, la envidia, la traición, la crueldad, el deshonor. El tema central subyacente de El hombre rebelde es, sin duda, el de la libertad. Para Camus, el hombre que se rebela, es un hombre que dice no, pero al rebelarse dice igualmente que sí, y que extiende su derecho más allá de una frontera, presto a construir otra realidad. Se rebela contra algo exterior, contra un intruso y al mismo tiempo se adhiere a cierta parte de sí mismo, la cual se convierte en un bien supremo: la conciencia nace a la luz con la rebeldía y de esta conciencia nace la idea de libertad. Así, el hombre se rebelará simultáneamente contra la mentira y contra la opresión en aras de afianzar su
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libertad (y la del otro). Todo o Nada. Escribe Camus que: “En la rebeldía, el hombre se supera en otro y, desde ese punto de vista, la solidaridad humana es metafísica.” El hombre se rebela, pues, ante unas condiciones que no acepta y se propone su lograr su libertad. Así, andando la historia desde Grecia y Roma, pasando por la edad media y el Renacimiento hasta las sociedades modernas, expone Camus siguiendo a Scheler, que: “por la teoría de la libertad política, hay, en el seno de nuestras sociedades, un incremento en el hombre de la noción de hombre y, por la práctica de esta misma libertad, la insatisfacción correspondiente. La libertad de hecho, no se ha incrementado proporcionalmente a la conciencia que de ella ha adquirido el hombre.” Resultando como conclusión que la idea de la libertad es producto de una conciencia dada cada vez mayor que de sí misma adquiere la especie humana a lo largo del tiempo. Según esta lógica, escribe Camus: “la rebeldía es propia del hombre informado que posee la conciencia de sus derechos.” Precisamente la actualidad del problema de la rebeldía radica en el hecho de que muchas sociedades se han distanciado de lo sagrado y se vive en una historia desacralizada. Acota Camus: “El hombre no se resume ciertamente en la insurrección, pero la historia de hoy día, con sus críticas, nos obliga a decir que la rebeldía es una de las dimensiones esenciales del hombre. Es nuestra realidad histórica.” Viviendo en sociedad, el hombre quiere (y exige) libertad ideológica, política, religiosa, histórica, artística. Que quiere decir: individualidad, identidad, singularidad, autodeterminación, libre albedrío, poder de decisión, autonomía. Para Camus (como lo expone con sutileza y lucidez en El verano), en el fondo, el tema de la libertad va unido al tema de la belleza. Como bien lo ejemplarizaron los griegos, gracias al arte, el hombre ya
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no se encuentra solo en el mundo. Por eso (y para eso) fue creado el arte, para acompañar al hombre. El hombre no puede prescindir de la belleza y la belleza no puede prescindir del hombre: “Todos cuantos luchan hoy por la libertad, combaten en último término por la belleza. (…) tal es el terreno en el que volveremos a unirnos con los griegos. (…) En cierta manera, el sentido de la historia de mañana no es aquel que se cree. Está en la lucha entre la creación y la inquisición.” (Camus, 1996) Para Cioran, por el contrario (como ya hemos visto), toda rebeldía o rebelión humana (y sus intentos de libertad), son una tentativa fallida, inútil, ilusoria. Nada en este mundo merece nuestro sacrificio, ninguna abstracción, religión o ideología puesto que lo más importante es la vida. El hombre es víctima de un destino o un fatum nefasto, y está signado y predeterminado por éste a hacer las cosas de una manera que termina perjudicándolo o volviéndose contra él. Así las cosas, incluso el ideal de libertad (el más preciado del hombre) es cuestionado por Cioran. En un aforismo de Silogismos de la amargura, anota con sarcasmo: “La libertad es el bien supremo solamente para aquellos a quienes anima la voluntad de ser herejes.” Refiere, en la ya varias veces aludida conversación con Focke, del año 1992, que: “El gran problema sigue siendo para mí el de la libertad. Filosóficamente, es insoluble. Y estoy convencido de que, si tuviera una solución, toda la filosofía quedaría sin objeto. Pero es insoluble y es mejor así. La cuestión de la libertad en la historia sigue siendo también insoluble. Ese problema es precisamente el que produce la historia.” (Cioran, 1997: 192-93)
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Cree Cioran que con la irrupción del Pecado Original comenzó la libertad y comenzó la historia: “Yo no creo en el pecado original al modo cristiano, pero sin él no se entiende la historia universal. La naturaleza humana estaba corrompida en el huevo.”, precisó. Escribió en sus mencionados Cuadernos. 1957-1972 que: “El drama de la curiosidad (Adán), del deseo (Eva), de la envidia (Caín): así comenzó la Historia, así continúa y así acabará.” Pareciera, pues, existir un determinismo en todas las acciones del hombre, algo que ya está estipulado y el ansia o aspiración a la libertad constituye otra ilusión. Precisa Cioran en la mentada conversación: “Cuando actuamos, estamos convencidos de que somos libres, pero, en cuanto examinamos nuestra acción, comprobamos que, al fin y al cabo, hemos sucumbido a una ilusión o a una semiilusión. Si fuéramos plenamente conscientes de que nuestras acciones, nuestros actos, están determinados, dejaríamos de poder actuar lo más mínimo. Toda iniciativa presupone la ilusión de ser independiente. (…) he tomado una decisión. Perfecto. Pero cuando analizamos esa decisión (…) no nos resulta difícil reconocer que hemos sido como nuestro propio esclavo. (…) Cada cual no es, a fin de cuentas, sino su propia víctima. (Cioran, 1997: 192)
A raíz del conflicto del Pecado Original, algo se perdió o se quebró en el hombre, hay un sino trágico en la vida humana. Por esta razón el hombre no puede alcanzar sino la ilusión de la libertad y no la libertad misma: “Pero incluso la ilusión de la libertad ya es algo. Basta con tenerla. Si se pierde, ya no queda en verdad nada.” Igualmente, con anterioridad, en la conversación con Léo Gillet (1982) aseveraba que, al sentirnos libres, tenemos sólo la ilusión de la libertad, ya que
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todo lo que es profundo niega la libertad y que existe como una fatalidad secreta que lo dirige todo. También la historia cumple un desarrollo fatal que el hombre cree poder controlar. Algo parecido planteaba Ortega y Gasset, cuando afirmaba que el hombre está condenado a ser libre. Al final de su conversación con François Fejtö (1986), Cioran remata el diálogo con esta reflexión: “A veces imagino la historia universal como un gran rio del pecado original. Leo y releo el Libro del Génesis y tengo la sensación de que en unas pocas páginas está todo dicho. Es muy emocionante. Aquellos nómadas del desierto tenían una visión completa del hombre y del mundo.” (Cioran, 1997: 154)
Por cierto que en nuestro país, el poeta, escritor y filósofo venezolano Juan Liscano (1915-2001) meditó sobre estos temas del historicismo, el arte y la política presentes en la escena de nuestro tiempo. (A Liscano le conocí, le traté, aprecié y compartí algunas de sus ideas). En su libro El horror por la historia pasa revista lúcida, puntual y concisa a las teorías históricas del siglo XX y a los acontecimientos que permearon esa propia historia, la política, el pensamiento, la filosofía, el espíritu y las artes en Europa y América. Para Liscano (siguiendo muchas veces a Camus en El hombre rebelde, obra en la que, reconoce el propio Liscano, está sustentado en gran parte dicho ensayo), tal y como lo han reconocido muchos historiadores actuales, asistimos a la insuficiencia de la metodología de los estudios históricos: el puro enfoque racionalista e ideológico de la historia basada en el registro del pasado; ceñirse específicamente a la arqueología; narrar o describir hechos con cierta veracidad o exactitud; construir utopías racionalistas; aupar el nacionalismo mediante una historiografía “heroica y enfática”; limitar el estudio “a las
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instituciones políticas de los pueblos” o invocar el tema de la conciencia histórica “como si se tratara de un dogma gnóstico”, no bastan para dar cuenta de la situación histórica compleja y diversa en la que estamos inmersos (sometida a constantes descubrimientos e innovaciones) y en la que se plantea para el futuro, después de la destrucción ecológica, la contaminación de ríos y mares, el daño de la capa de ozono o deshielo de los polos que ha traído la civilización industrial, situación de la cual son culpables por igual países capitalistas o comunistas como Estados Unidos, China, Rusia, India, Inglaterra, Japón, Irán y otras naciones. Aquí coincide Liscano con Cioran (y con Camus, por supuesto) en cuanto a sustentar una idea o visión catastrofista y escéptica de la historia. Para Liscano, ante un presente ruinoso y angustioso, más que a las ideologías políticas, hay que acudir a diferentes o diversas disciplinas intelectuales o espirituales para encarar “las tendencias y tensiones” de esta época y “para registrar la esperanza de renovación o el pánico ante el fin que estremecen a la colectividad occidental.” Ante un panorama apocalíptico signado por la sobrepoblación, la contaminación y destrucción del planeta, las matanzas en masa o guerras sistemáticas (y la posibilidad de una guerra nuclear), pues, más que de mitos como “el de la revolución y de los paraísos prometidos” (mito para Liscano sólo respetable en la medida “en que puede colmar de sacrificio o heroísmo una vida individual”, pero que se torna “insuficiente desde el punto de vista escatológico tradicional o no”), hay que armarse con una espiritualidad renovada desde la aspiración tenaz de “no sentirse de más, ni transeúnte sin rumbo en el mundo.” En los países occidentales donde impera una libertad de información exacerbada, es donde igualmente se experimenta esta “neurosis de fin de mundo, de babelismo, de embotellamiento.” En tal sentido, para atenuar
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este sentimiento de apocalipsis, Liscano cree que es necesario, en ciertos casos, aconsejar un control de información como se aconseja el control de natalidad. Escribe que: “En sociedades tradicionales, en cambio, la información tiene menos efecto y difusión, lo cual se traduce en sentimiento de estabilidad. El porvenir no incita a la prospección ni el presente parece un piso de alto que se hunde.” (Liscano, 1980) Liscano enfatiza que, por otro lado, tanto para los pueblos que fueron colonizados, como para los propios occidentales, el fluir histórico de Occidente viene cargado de furor destructivo y de pánico milenarista, lo cual ha creado a nivel mundial una tendencia de antioccidentalismo basada en los valores que sustentaron su predominio: técnica, cristianismo, historicidad, cambio: “La historia es, entonces, vía hacia la muerte. (…) Es la muerte provocada, ilegítima en cierto modo, desprendida de un tumulto de gente, de agonías, sin preparación sabia, es el cadáver triunfante. (…) En esta sociedad de muerte, nada prepara, a la misma, con la sabiduría espiritual de quien espera un advenimiento de continuidad en el más allá.” Ante un enfoque racionalista (y catastrofista) de la historia y del porvenir, se ha creado entonces, de una parte, como alternativa, una parareligiosidad sustentada en las doctrinas orientalistas, en “la subcultura de la droga (forma degenerada del chamanismo) (…) en el resurgimiento del ocultismo, la astrología y el gnosticismo, en el rechazo de la estructura misma social occidental.” Igualmente, por otra parte, indica Liscano, es en el renovado interés por la magia y en la religiosidad tradicional que algunos antropólogos, historiadores y estudiosos como Mircea Eliade o Elemire Zolla “logran superar hasta intuir el esoterismo del pasado, es decir, penetrar en las motivaciones profundas de comportamientos,
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ritos, símbolos y pensamientos.” Ideas estas con las que estoy plenamente de acuerdo. La idea de utopía sustentada por Liscano en estas páginas, coincide bastante con la que sostiene Cioran, expuesta páginas atrás. La utopía guarda dentro de sí un doble lado peligroso. A partir de Moro, Campanella o Bacon fueron formuladas como recintos perfectos donde podrían convivir la moral privada y la colectiva, la razón pública y la razón de Estado en aras de salvaguardar a la humanidad; se intentaba conjugar “razón y felicidad, obediencia y libre albedrío, sabiduría e inocencia”, pero finalmente terminaron convirtiéndose en escenarios de sojuzgamiento y opresión. De aquellas iniciales utopías un tanto inocentes se concretaron (y se “decretaron”) luego las crueles pesadillas del nacionalsocialismo, el nazismo y el comunismo tipo Corea del Norte. El sueño de la razón, al igual que el del irracionalismo, produce monstruos. Escribe Liscano: “El infierno, ya lo dije, está detrás de la utopía (…) Ninguna ‘salvación’ puede ser obligatoria ni ningún orden de justicia y fraternidad puede fundarse sobre el sacrificio de muchos en aras de todos, ni sobre la idea de que la causa social está por encima de los valores últimos. (…) Se debe luchar por un hombre mejor, por un orden mejor, pero a sabiendas de que la perfección y el absoluto no son humanos. (…) El absoluto le está vedado al hombre, no la elección de la muerte, umbral del único futuro posible, porque no le puede penetrar el presente.” En este libro, Liscano agrega algo personal al planteamiento de la historia como escenario o espacio temporal intrascendente. Señala que, en contraposición a lo temporal, mediante la experiencia metafísica, mágica, onírica, mística o artística el ser humano puede anular (o detener) el
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tiempo sucesivo que se cumple como presente, pasado y futuro (tiempo contado hacia la muerte). “La conciencia histórica, que es tiempo, se opone a la aspiración metafísica, que es intemporalidad.”, escribe. En estas páginas coincide con Cioran (es muy probable que haya leído Historia y utopía), al comentar que el llamado “mito del progreso ascendente” sostenido en el desarrollo tecnológico, concebido y cimentado durante los siglos XVIII y XIX, fue contradicho en el XX, entre otras cosas, por la destrucción ecológica y la sobrepoblación que trajo consigo. Precisa el filósofo venezolano en el libro aludido: “La creencia en el progreso ascendente convertía la historia en ciencia-ficción, situaba sus dominios en la previsión y prospección del futuro. Así se perdió interés en la contemplación del pasado como fuente de conocimiento. (…) Lo cierto es que la conciencia de la historia en nuestro tiempo, parece proyectarse más hacia el futuro que hacia el pasado.” Liscano advierte que al trasladar la idea del paraíso o de la Edad de Oro, del pasado al futuro, el mismo queda hipotecado antes de alcanzarlo la historia. Los antiguos, que concebían la Edad de Oro en el pasado, tenían despejado el futuro; los modernos concibieron el paraíso como “un más allá cercado, una metafísica burocratizada, un porvenir delimitado.” Razona Liscano en El horror por la historia, cosa cierta, que la conciencia de la historia es una herencia judaica y grecorromana que el cristianismo asimiló y a la que la Iglesia dio idea (o ideología) de sustentación. Cristo no trasmitió esta idea directamente, sino sus seguidores: “su doctrina nos ha llegado por segunda mano, la de los apóstoles”, la de San Pablo y San Agustín, consolidándose estas ideas en el cristianismo ortodoxo (o heterodoxo) en el dominio de lo temporal, pero en detrimento de una debilidad en el campo intemporal de la espiritualidad: “Tan sólo escaparon a esa secularización
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historicista los místicos, fauna rara del cristianismo (…) el misticismo no podía darse dentro del ámbito racionalizante que quería reducir la religión a una suerte de ley natural. La mística no pertenece a la historia sino al impulso metafísico, al signo de la revelación. (…) El realismo historicista de la Iglesia respondía, en el fondo, a la filosofía racionalizante de las Luces.” De esta forma, la Iglesia se debate aún en esa dualidad de conciliación imposible entre la vía contemplativa y la vía mística (individuales) y “la consciencia histórica que comprende y acepta las razones del poder y las promesas de la revolución. La iglesia refleja a Occidente y al occidental oscilando siempre entre la realidad de sus sueños y el sueño de la realidad (…) la práctica del poder histórico y social, la elaboración de una ideología que llegó a apoyarse bárbaramente en los dogmas, las excomuniones, la Inquisición, las cruzadas mortíferas, las intrigas de palacio, el detestable juego político.” (Liscano, 1980) En cuanto a la Revolución francesa (¿se escribe en minúsculas o en mayúsculas?, se pregunta irónicamente Liscano), acontecimiento con el que empieza la modernidad, su evolución no deja de ser contradictoria. Producto de la filosofía de las Luces, del enciclopedismo y el racionalismo de su época, al sustituir al Dios cristiano por la diosa Razón, Diderot, Voltaire y los demás (como ya vimos) restauraron un culto de pretensiones religiosas teniendo como resultado las persecuciones a la Iglesia por los jacobinos y la feroz ejecución de matanzas. De aquí que, apunta Liscano, la diosa Razón, como modelo deforme e inconsciente del culto a la Gran Madre, “cumplió sus obras de genocidio engendrando a la diosa Revolución, con sus paraísos remotos. (…) Socialistas utópicos o científicos como burgueses embebidos en el mito del gran progreso lineal y del positivismo coincidían en repudiar
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las doctrinas de revelación, la metafísica y por ende la Iglesia y sus dogmas seculares.” Así, toda esta llamada “evolución histórica” asociada “al beatífico ideal de la ciencia”, sólo ha traído y arrastrado hasta nuestro tiempo el caos y el desastre de las guerras y la secularización del nihilismo. Para Liscano ya no se puede volver atrás imaginando superhombres, deificando a la razón y sus “luces”. Plantea que habría que volver a un nuevo ateísmo que ya no sería doctrinario sino vivencial. El mismo “consistiría en una actitud sin ideología, en una expectativa y una organización de las decepciones, dudas, ilusiones, en una suerte de constante balance lúcido. El ateísmo pasa hoy por la lucidez y ésta no permite la negación ideológica de Dios.” (Por cierto que esta misma preocupación por el ateísmo la observo yo, como lo expuse líneas arriba.) Con un cristianismo en perpetua crisis, hundido en un marasmo de dogmas que no terminan de renovarse, afincado cada vez más en la acción social, se plantean como alternativas de sosiego y dirección espiritual las doctrinas orientales y su libre religiosidad -budismo, tantrismo, gnosticismo, hinduismo-, e igualmente la visión del esoterismo y las posibilidades de la revelación. “La muy pobre historia de la espiritualidad occidental empieza a enriquecerse con esas fuentes de intensa vida interior contemplativa, en búsqueda de liberación psíquica”, escribió Liscano para 1980. Habría que buscar y abrir el espíritu hacia nuevas formas de sustentación ontológica y metafísica. Para Liscano (y para mi también) esa metafísica no se refiere a un “capítulo” de la filosofía occidental, ni a los cielos prometidos de las doctrinas de salvación, sino a la exploración hacia adentro del en sí, “al cosmonauta interior, a las posibilidades que tienen la conciencia, la psiquis y el
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espíritu, de sustraerse al tiempo histórico, sucesivo, de descubrir otras instancias de la realidad, otras potencias del ser.” Habría que apelar a nuestra vocación contemplativa y a la opción espiritual como sustento de una experiencia mística personal. En esta experiencia (emparentada también con la experiencia poética y artística) lo fundamental es estar igualmente abierto a la vacuidad y la soledad, para sustraerse, “aunque sea por un momento real”, de la historicidad cronológica: es un estar siendo. Lo mismo pensaba Cioran, para quien la mística, la poesía y la música siempre están más cerca de nuestro misterio esencial que la filosofía convencional y la religión institucionalizada. Así, Liscano acota con lucidez en estas páginas que: “En este campo, el cristianismo ya nada tiene que aportar. Su acción tiende a una revaloración ética que pasa por la dignidad y quizás la bondad, pero que se obliga a una sumisión cada vez mayor a la conciencia histórica.”
Música, estoicismo, budismo
Retomando a Cioran en estas ideas sobre la música, la poesía y la pintura (y sobre la belleza y el arte en general) ya vimos cómo nuestro pensador cree que ellas encierran una clave esencial para sustentar al ser, y para hacer más llevadera la existencia. Para Cioran, el solo hecho de existir ya constituye una catástrofe y entonces el arte es una forma de sustentarnos y alimentarnos espiritualmente. A través de una intimidad especial, la poesía y la música unen y vinculan a la obra y al lector en un mismo universo, aproximando a ambos a algo esencial: “como una gracia, una complicidad sobrenatural con lo indefinible.” La música constituye un lenguaje sin
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palabras, una concreción del tiempo. “La música es tiempo sonoro.”, meditó. Ella nos ayuda a llenar (y a soportar) el vacío existencial. En la conversación con Michael Jakob (1994) le confesó a su interlocutor: “Creo que la música es en verdad el único arte que puede crear una complicidad profunda entre dos personas. No es la poesía, es sólo la música. Alguien que no sea sensible a la música padece una imperfección enorme. (…) La vida sin la música es verdaderamente un absurdo para mí.” (Cioran, 1997: 234-235)
Las composiciones de los grandes músicos europeos, las consideró Cioran como uno de los más invalorables aportes de Occidente a la cultura mundial, cosa cierta. El pensador rumano era un verdadero melómano, conocedor y escucha de todos los compositores clásicos e igualmente gran asiduo de la música folklórica mundial. Apasionado de la música barroca y de autores como Bach, Händel, Haydn, Mozart, Schumann, Schubert, Brahms estos compositores le parecían la perfección del lenguaje sonoro, y también seres casi sobrehumanos, diríamos. Le confesó a Sylvie Jaudeau que la música: “Es el único arte que confiere un sentido a la palabra absoluto. Es un absoluto vivido, si bien por mediación de una gran ilusión, ya que se disipa en cuanto se establece el silencio. Es un absoluto efímero, una paradoja, en una palabra. (…) La música es el lenguaje de la trascendencia. (…) es un universo infinitamente real, aunque inasible y evanescente.” (Cioran, 1997: 175-76)
Muchas veces afirmó que gran parte del auténtico sentido de su vida había consistido en escuchar (y disfrutar casi hasta el éxtasis) a Bach. Así, un aforismo de Silogismos de la amargura
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reza que: “Sin Bach, la teología carecería de objeto, la Creación sería ficticia, la nada, perentoria. (…) Si alguien debe todo a Bach es sin duda Dios.” Otro sobre Bach, tomado de sus Cuadernos. 1957-1972: “Sólo Bach puede reconciliarme con la muerte. (…) En él siempre está presente la nota fúnebre, incluso en la alegría.” Precisamente en la conversación con Benjamin Ivry (1989), nuestro filósofo rumano refirió sobre Bach cosas muy parecidas a las escritas en los anteriores aforismos. Refirió, pues, que: “Sin Bach, Dios quedaría disminuido. (…) Dios sería un tipo de tercer orden. Bach es la única cosa que te da la impresión de que el universo no es un fracaso. Todo en él es profundo, real, sin teatro. Después de Bach, Liszt resulta insoportable. Si existe un absoluto, es Bach. (…) da un sentido a la religión. (…) compromete la idea de la nada en el otro mundo. Cuando escuchamos su llamada, no todo es ilusión, pero Bach es el único que lo hace. (…) Sin Bach yo sería un nihilista absoluto.” (Cioran, 1997: 160)
Sobre Händel, anotó en los Cuadernos: “Escuchando El Mesías: ¿cómo es posible semejante dechado de invención desde el comienzo al fin, sin decaer lo más mínimo? Es milagroso. Además, hay un júbilo y una alegría que no existen en Bach. ¿En qué obra literaria podríamos encontrar un logro tan constante, un nuevo universo en cada capítulo?” Sobre Mozart, igualmente apuntó en los Cuadernos: Estoy escuchando el quinteto para clarinete…que ha marcado mi vida. Siempre que lo escucho no puedo olvidar que Mozart lo escribió al mismo tiempo que el Réquiem…es decir, durante el
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último año de su vida.” Sobre Mozart, Chopin y Beethoven, apuntó también en los referidos Silogismos: “De algunos andantes de Mozart se desprende una desolación etérea, como un sueño de funerales en otra vida.” “Chopin elevó el piano al rango de la tisis.” “Beethoven vició la música: introdujo en ella los cambios de humor, dejó que penetrara en ella la cólera.” Ahora bien, como la música es un sentimiento tan fuerte, tan sublime y soberano roza (o linda) por momentos a la vez con la locura, con el éxtasis y con la enfermedad, con lo fúnebre o trágico de la vida, tal como se aprecia en las citas anteriores. Cioran igualmente expresa este estado en varios aforismos de El ocaso del pensamiento, quizás su libro mejor logrado desde el punto de vista de un ejercicio lírico del pensamiento (a la vez lacónico, esencial y elegante), depositario de una poderosa lucidez reflexiva y reveladora. En uno de ellos estima que: “Hay tantas posibilidades de morir en la música interna, que nunca encontraré mi fin…Sólo se es cadáver en ausencia de sonoridades internas. Pero cuando los sentidos gimen por ellas, el imperio del corazón supera al del ser y el universo pasa a desempeñar la función de un acorde interior y Dios se vuelve la prolongación infinita de una tonalidad. (…) las ondas de una vertical locura nos impulsan hacia el estado divino.” En otro aforismo del libro, reflexiona metafísicamente sobre este hecho: “La música, justamente como los pensamientos, se instala en los vacíos de la vida. Una sangre fresca y una carne sonrosada resisten las tentaciones sonoras, no tienen espacio para ellas; la enfermedad, sin embargo, les hace sitio. A medida que roe la vida, lo absoluto avanza. ¿No resulta revelador que en lo infinito de la música y en lo infinito de la muerte todo se funda en nosotros, que la materia pierda sus límites, que derribemos
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nuestras fronteras para dejar campo libre a la invasión del sonido y de la muerte?”(Cioran, 1996) Pero no sólo la creación musical, poética o artística colindan con la muerte, sino que la belleza misma y el amor a ella están envueltas en una suerte de lazo fúnebre. En el mencionado libro vuelve Cioran a demarcar y apuntalar este aspecto: “El amor por la belleza es inseparable del sentimiento de la muerte. Pues todo lo que cautiva nuestros sentidos con escalofríos de admiración nos eleva a una plenitud de fin, que no es otra cosa sino el deseo abrazador de no sobrevivir a la emoción. ¡La belleza sugiere una imagen de inanidad eterna!” Igualmente, el amor a la música está ligado al sentido del caos, ya que aquel (el amor) es un sentimiento abstracto que recae en la sonoridad musical, que a su vez constituye un lenguaje abstracto que pareciera separado del mundo: “Todos llevamos, en grados diferentes, una nostalgia del caos, la cual se expresa en el amor a la música. ¿No es eso el universo en estado puro de la virtualidad? La música lo es todo, menos el mundo.” Precisamente, es esta afinidad del arte con la muerte lo que hace de él un aliciente espiritual (terapéutico) para el hombre, y a la vez una forma de familiarizarse con la misma muerte. Vemos así, que Cioran (como buen escéptico) no propone alternativas (positivas o negativas) para afrontar la vida o para superar el temor a la muerte. Simplemente analiza, observa y señala hechos que a él le han servido para vivir, para soportar la vida. (A mí particularmente, la lectura de sus libros escépticos y sarcásticos me ha ayudado a sobrellevarme en muchos momentos y situaciones difíciles, y me han reconciliado, al punto, con la sal de la vida). Para el pensador rumano la música y el amor a la belleza constituyeron parte de estos alicientes y acicates. Aparte de la escritura de sus libros (que le sirvieron como sucedáneo terapéutico, como una forma de curarse ya
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que escribir un libro para él era como deslastrarse, sobrevivir a una catástrofe, quitarse un peso psicológico de encima), o la sostenida lectura de sus poetas, místicos y novelistas favoritos, Cioran también dedicaba tiempo a la contemplación de obras de arte en las galerías de pintura y escultura del Louvre, a dar paseos nocturnos por París (para subsanar su insomnio) o a la meditación. Con relación a esta última actividad, anotó Cioran en sus Cuadernos, que siendo él un practicante asiduo del ocio y del arte de no hacer nada (echado en una cama o en una tumbona) fue esencialmente por medio de la meditación (practicada consecuentemente a lo largo de su vida) que logró percibir que era, que existía, pudiendo a la vez experimentar realmente el tiempo. Una reflexión aforística tomada del mencionado libro, precisa este hecho: “Nada supera a la meditación, que es la forma suprema de ocio. El tiempo vacío de la meditación es, a decir verdad, el único tiempo lleno. (…) instantes, horas, en que no me manifestaba, en que no necesitaba actuar ni producir, pues era. Eso es meditar: no hacer otra cosa que ser.” Otra anotación en los Cuadernos, da cuenta de la percepción del vacío (como experiencia metafísica positiva -shunyatacercana al budismo hindú) propiciado gracias al ejercicio de la meditación: “De nuevo esta mañana he logrado, también en la cama, hacer el vacío en mí y en torno a mí. Nada ya, salvo esa nada. Exaltación sosegada. Gozo de la abolición. Lo que se llama absoluto podría ser esta forma de gozo. Delicia de la ausencia de todo. Y, sin embargo, nada falta, puesto que nada se desea. ¡Qué voluptuosidad cuando te dices que ya no deseas nada!” Esta otra, también tomada de sus Cuadernos, da cuenta de su experiencia positiva del vacío: “La experiencia fundamental que he tenido aquí abajo es la del vacío: el vacío
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de todos los días, el vacío de la eternidad. (…) Sin embargo, gracias a ella he vislumbrado estados que harían palidecer de envidia al místico más puro o más furioso.” El vacío (o Vacuidad) en Cioran tiene, pues, afinidad con el del budismo mahayana (una de las tres escuelas budistas originadas en la India; las otras son la hinayana y la tántrica), que considera esa instancia (el vacío o Vacuidad) como “la única realidad”. Una vez destruidos todos los conceptos y todas las supersticiones, a través de ella se obtiene “consuelo y fuerza para dominar nuestras pasiones”: se aniquila todo para encontrar la paz final (y la suprema felicidad) avanzando hacia la liberación al acceder a una suerte de “éxtasis vacío.” Al experimentar esto, se descubre que igualmente todo es fantasmal, que se vive entre ruinas, que nada existe ni fuera ni dentro de nosotros. O viceversa, que sólo la Nada existe dentro y fuera de nosotros. (Cioran se adhiere igualmente al budismo en su visión del mundo como ilusión, en su denuncia del sufrimiento, la vejez, la enfermedad y la muerte, más no en su renuncia al deseo -absoluto momentáneo- o la destrucción y superación del yo). Por otro lado, viene al caso también agregar que Cioran sustentaba una concepción paradójica del ocio y el trabajo (de contenido igualmente budista), según la cual, cuando estaba trabajando de verdad (leyendo o escribiendo un libro, tomando notas, investigando), no estaba haciendo nada o sólo se encontraba persiguiendo una ilusión; y cuando yacía ocioso en la cama perdiendo el tiempo, estaba trabajando de verdad. (Percepción que yo también sostengo). En 1992, conversando con Carpat Focke, le aseveró:
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Cioran es un pensador europeo cuya obra está asentada básicamente en la filosofía (y la sabiduría) grecolatina; principalmente encarna al escéptico que se resuelve existencialmente (y se sostiene cotidianamente) manteniéndose en un término medio entre lo estoico y epicúreo. Podría aplicársele la observación hecha más arriba a Marco Aurelio (una de las influencias estoicas más sensibles y cercanas al pensador rumano, como vimos más arriba), en el sentido de buscar en su pensamiento y en sus escritos una matriz duradera o un determinado acorde con el mundo circundante y sus sentimientos, más que abocarse al desciframiento de la verdad. El estoico se hace un autoexamen y es su propio e implacable censor, manteniéndose fiel a la premisa de obedecerse sólo a sí mismo. Evita, pues, las muchedumbres retirándose de todos los frentes pero a la vez subrayando “que la vida social debe practicarse como si no fuera necesaria.” Un solitario particularmente radical, sí. Más no un misántropo: “Los hombres me horrorizan, pero no soy un misántropo”, recalcó nuestro pensador rumano. En cierta forma, Cioran también es un estoico a la manera de Cicerón, sostenido en esa actitud y siempre buscando y dudando. Por otro lado, Cioran se diferencia del estoicismo porque, particularmente en su caso, no busca, digamos, la eudomonia, la felicidad (o el simple placer de los sentidos, el bienestar) como un fin sino que al contrario, la infelicidad le parece el estado de inspiración perfecto. Tampoco fue un asiduo de
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la ataraxia o beatitud (estado equivalente a una ausencia de turbación, ya que su ansiedad, sus nervios y su carácter le impedían conseguir la serenidad de una manera sostenida), el ascetismo o la abstinencia totales. Asumía un estoicismo parco que le pudiera servir como un ejercicio para soportar la vida. En la conversación referida con Georg Carpat Focke, de 1992, Cioran explica su cercanía filosófica con Marco Aurelio: “Siempre me he sentido próximo a Marco Aurelio. A decir verdad, no intento imitar a los estoicos, pero los apruebo, en parte al menos. En todo caso, admiro la posición de los estoicos romanos respecto de la vida. (…) La posición de los estoicos es admirable y sigo sintiéndome bien en compañía de todos aquellos hombres que estaban en las despiadadas manos de aquellos locos, aquellos autócratas, aquellos chiflados que gobernaron el Imperio romano.” (Cioran, 1997: 197)
En su diálogo con Helga Perz (1978), el mismo Cioran se encargo de definir este asunto: “La paradoja de mi naturaleza es la de que siento pasión por la existencia, pero al mismo tiempo mis pensamientos son hostiles a la vida.” Aún así, en los Cuadernos apunta que, de manera permanente, su ejercicio vital apuntaba hacia la serenidad: “Desde hace años mi único propósito se reduce a esto: no agitarme más. Vivir sin agitación y casi sin acto.” Igualmente en sus Cuadernos, varios aforismos, anotaciones y reflexiones dan cuenta de este distanciamiento crítico hacia el estoicismo: “Si tuviera que elegir entre la ascesis y el desenfreno, me inclinaría por este último. Por lo demás, también el desenfreno es una lucha contra la ‘carne’; abusa de ella, la extenúa y la empobrece. Además, llega a los mismos resultados que la ascesis por medios diametralmente opuestos.” En el mismo libro, en una reflexión sobre dicho tema, anota: “Si nos educamos para llegar
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a ser indiferentes a las cosas que no dependen de nosotros y logramos soportarlas sin afligirnos ni alegrarnos por ello, ¿qué nos queda por hacer, por experimentar, dado que casi todo lo que sobreviene es independiente de nuestra voluntad? (…) Los estoicos tienen razón en teoría. En la práctica todo juega contra ellos. De la mañana a la noche, no hacemos otra cosa que tomar posición a favor o en contra sobre cosas sobre las que nada podemos hacer. La ‘vida’ es eso, es un intento demencial de salir de nuestra impotencia (…)”. En otra parte de los Cuadernos, refiere que, al haber dejado el cigarrillo (después de treinta años), dejó también de experimentar su principal fuente de inspiración, y el “placer mayor”, que era encender un cigarrillo: “Puedo decir que hay dos períodos de mi vida: antes y después de haber dejado de fumar. (…) Es el único triunfo verdadero sobre mí mismo, mi única victoria.” (Creo que aquí triunfó la voluntad de Cioran, más que cualquier otra cosa.) Y esta otra (del año 1970), que parece ser la crítica más radical: “Acabo de escribir a mi hermano que lo único que me queda es escurrirme entre dolencias antiguas y recientes, encontrar, en una palabra, un modus vivendi con la muerte.” ¿Es este convivir con la muerte un estado estoico (soportar el dolor), o su negación? Más adelante, y para consolarse, anota esta otra reflexión de índole estoica: “Habría que habituarse a que no se gana nada con vivir ni, por lo demás, con morir. A partir de esa certeza, podríamos organizar decentemente nuestra existencia.” Pocos meses después de estas certidumbres, gracias a la meditación, Cioran descubre (vislumbra, más bien, o internaliza) otra intuición sobre la misma muerte (y ello no constituye un simple enunciado existencialista), que es igualmente reveladora y aterradora: “Esta mañana en la cama, certidumbre luminosa: sólo vivimos con vistas a la muerte. Ella
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lo es todo: la vida no es nada. Y, sin embargo, la muerte carece de realidad, quiero decir que no existe algo que sea la muerte, independiente de la vida. Pero precisamente esa ausencia de autonomía, de realidad distinta, es lo que vuelve universal, omnipresente, la muerte: está en verdad por doquier, porque no tiene límites y se resiste, como Dios, a toda definición.” Y esta otra reflexión o percepción (también desolada) anotada en esa misma época: “A veces tengo la sensación de que mi demonio me ha abandonado. A eso conducen los abusos de calmantes, la frecuentación del budismo y la voluntad de sabiduría.” Así, pues, meditar es pensar intensamente, cavilar hondamente, explorar la subjetividad con una densa energía emocional, concentrarse en una o varias ideas (o una situación, un asunto) y dejarse llevar por el soberano interior, “como si estuvieras a punto de dejar la vida”. (Así habría que pensar según el imperativo de Marco Aurelio, expuesto en sus desoladas meditaciones). Para Cioran, precisamente al retraerse uno en la introspección (o meditación), sólo una idea ocupa la mente. Consigna en sus Cuadernos que: “Meditar es oponerse a la abundancia de las ideas, hacer que una sola te retenga durante mucho tiempo y tenga el privilegio de ocupar exclusivamente la mente.” Lo que equivale a decir, que la meditación es el monopolio de una sola idea en la mente. O en otras palabras, es establecer en la mente “una monomanía profunda”, acota en esa reflexión. Terminamos estas ideas con la siguiente observación tomada de sus mencionados Cuadernos: “Mi posición ‘filosófica’ se sitúa en algún punto entre el budismo y el Vedanta. (…) Sin embargo, por todas mis ‘apariencias’ pertenezco a Occidente. ¿Por mis apariencias sólo? Por mis taras también. Y de estas últimas procede mi incapacidad para optar por un sistema, para encerrarme en una definición o en un sistema salvífico.” A lo largo de toda su obra (y a través de este paseo
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a trancos a través de sus escritos y conversaciones), Cioran enfatiza su condición escéptica. Dice ser “congénitamente escéptico.” Afirma que no cree “en Dios ni en nada”. En el diálogo que sostuvo con Fritz J. Raddatz (publicado en el semanario alemán Die Zeit en 1986) enfatizó: “…yo nunca he creído de verdad en nada. (…) Yo nunca ha creído de verdad en cosa alguna. Eso es muy importante. Nada hay que yo me haya tomado en serio. Lo único que me he tomado en serio ha sido mi conflicto con el mundo. (…) Entonces no me preocupo de las posibles consecuencias de una frase, de un aforismo, me siento libre de toda categoría moral. Por eso, no hay que juzgar mis adhesiones o mis rechazos conforme a esas categorías.” (Cioran, 1997: 137-38)
Si el escepticismo es “la elegancia de la ansiedad” (y el escéptico es un mártir de la sensatez), también es verdad que sin las dudas, dicho escepticismo sería letra muerta, doctrina filosófica. En sus Cuadernos esgrime que, para el escéptico, la duda lo es todo, es su certidumbre; y sucumbiera si tuviera que renunciar a ella. “El escéptico caería en una postración completa, si le quitaran las razones para dudar.”, escribe. En tal sentido, vuelve a remarcar allí su creencia de que: “La duda, como la fe, es una necesidad. El escepticismo es tan inquebrantable y duradero como la religión. A saber si no habrá de tener una carrera más larga que ella.” Puntualiza en este libro igualmente su condición de la duda como alimento y estimulante vital o existencial: “Todos los días necesito mi ración de duda. Me alimenta, literalmente. Nunca hubo un escepticismo más orgánico. (…) Dadme dudas y más dudas. Son -más que mi alimento- mi droga. No puedo prescindir de ellas. Estoy intoxicado para toda la vida.” En Silogismos de la amargura (su libro más personal) puntualiza:
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“Derrochado mi dogmatismo en juramentos ¿qué puedo hacer sino ser escéptico?” Así, a medida que envejecía Cioran matizaba, precisaba y pulía (e igualmente arraigaba más) su escepticismo. En los Silogismos, por otro lado, matiza: “El escepticismo imparte demasiado tarde sus bendiciones sobre nosotros, sobre nuestros rostros deteriorados por las convicciones, sobre nuestros rostros de hienas idealistas.” En sus mencionados Cuadernos, anota esta frase: “Me lancé al escepticismo como otros al desenfreno o a la ascesis.” Allí mismo, le remarca a un amigo (en 1969), que no había encontrado nada que lo hiciera salir de su escepticismo. Sin embargo, en otra parte (del referido libro) y con un estado de ánimo y en una situación diferentes, le asalta también la duda en su propia actitud escéptica, a lo que él (auto) riposta (y precisa) con esta reflexión: “Aunque esté bastante ‘blindado’, no ceso de admirar todo lo que ocurre; voy de sorpresa en sorpresa, de consternación en consternación: ¿para qué me ha servido, entonces, mi escepticismo? Para asombrarme un poco más y comprender la inutilidad de mis asombros.” Finalmente, como ya hemos visto (y recalcado) en el recorrido de estas páginas, si el escéptico no puede prescindir de sus dudas, ciertamente tampoco puede dejar de ser presa cotidiana de la contradicción. (Precisamente Cioran escribió en fragmentos para poder contradecirse.) Así, el pensador rumano refiere con tono ligeramente cínico e irónico: “Me gusta el campo…y vivo en una metrópolis; me horroriza el estilo y cuido mis frases; soy un escéptico empedernido…y leo principalmente a los místicos…y así podría seguir indefinidamente.”
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ÍNDICE
El escepticismo ………………………………………..........9 Dos influencias tempranas.....................................................24 Literatura, escritura, aforismo, estilo, melancolía.................36 Cioran y Nietzsche .……………………………………….49 La crisis de la filosofía.........................................................101 Historia y utopía..................................................................149 Música, estoicismo, budismo..............................................181 Referencias bibliográficas...................................................195