Barroco Tropical de José Eduardo Agualusa

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José Eduardo Agualusa

Barroco tropical

Traducido por Ana María Iglesias

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Publicado por acuerdo con el agente literario Dr. Ray-Güde Mertin Inh. Nicole Witte, e. k., Frankfurt am Main, Germany.

Derechos reservados © 2014 José Eduardo Agualusa © 2014 Editorial Almadía S.C. Avenida Independencia 1001 Col. Centro, C.P. 68000 Oaxaca de Juárez, Oaxaca Dirección fiscal: Calle 5 de Mayo, 16 - A Santa María Ixcotel Santa Lucía del Camino C.P. 68100, Oaxaca de Juárez, Oaxaca © De la traducción: Ana María Iglesias www.almadia.com.mx www.facebook.com/editorialalmadia @Almadia_Edit Primera edición: junio de 2014 isbn: 978-607-411-156-9 Queda rigurosamente prohibida, sin la autorización de los titulares del copyright, bajo las sanciones establecidas por las leyes, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento. Impreso y hecho en México.

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Como si no fuera suficiente con haberse equivocado sobre el conocimiento de Dios, los hombres, viviendo en la violenta guerra de la ignorancia, le dieron el nombre de paz a tan grandes males. Biblia sagrada, Sabiduría, Idolatría de los navegantes, 14, 22 No me interesa ordenar el caos: lo que quiero es hacerlo florecer. Mouche Shaba, en una entrevista a Malaquias da Palma Chambão, publicada en el semanario El Impoluto, de 10 de mayo de 2008 El Infierno es la imposibilidad de la razón. Chris Taylor (Charlie Sheen), en la película Platoon

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Una mujer cayendo del cielo

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Conté los segundos entre el instante del relámpago y el del trueno: uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete. Después multipliqué por trescientos cuarenta la velocidad del sonido en metros por segundo, para calcular la distancia a la que había caído el primer rayo: dos kilómetros y trescientos ochenta metros. Calculé el segundo, el tercero, el cuarto. La tempestad avanzaba rápidamente hacia nosotros. Sabía dónde iba a caer el quinto rayo un instante antes de que el cielo se abriera. Kianda estaba a unos cien metros delante de mí y avanzaba, avanzaba sin parar, como en un escenario, empujada por la luz. Sus zapatos se hundían en la tierra, rojo-laca sobre rojo-viejo. A lo lejos bailaban las palmeras. Aún más lejos se levantaba la sólida silueta de un baobab. Kianda caminaba muy derecha, con el rostro hacia arriba y con las bellas manos, de dedos larguísimos y finos, cruzadas sobre el pecho. La luz era una sustancia dorada y densa, casi líquida, a la cual se pegaban las hojas secas, los papeles viejos y el fino polvo resplandeciente, una materia que el viento levantaba en sus brazos torcidos. Mi amor continuaba avanzando hacia la masa negra de las nubes. Recordé las palabras de un famoso crítico de música,

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un viejo inglés algo excéntrico, cuando intentaba explicar el éxito de Kianda: “Lo que primero nos cautiva es el contraste entre la fragilidad de su silueta, extrañamente angulosa, extrañamente elegante, y la altiva ferocidad de su mirada; su voz poderosa y delicada. Apetece al mismo tiempo protegerla y golpearla”. Kianda entró en la lluvia. El leve vestido de seda, de un rojo muy vivo, se aferraba a su piel mientras iba cambiando de color, a un tono oscuro, casi violeta. El amplio escote en su espalda dejaba ver dos alas azules que Kianda se había tatuado en un viaje a Japón. A mí siempre me impresionan, por mucho que las conozca, debido al detalle de las plumas y a la técnica en trompe-l’oeil, que crea una sensación de relieve. Las alas se movían al ritmo de su respiración y su furiosa cabellera en llamas, que tantas mujeres intentan imitar, se apagó, perdió el volumen y el brillo, extendiéndose sobre la firme línea de sus hombros. Abrí la puerta y salí del coche, un Chrysler antiguo amarillo tostado, una pieza de colección. El viento húmedo me golpeó el rostro. Grité su nombre, más alto que el rugido de la tormenta. Kianda se giró hacia mí, al mismo tiempo que levantaba los ojos, con un asombro mudo. (Me doy cuenta, mientras releo lo que he escrito, que parece el guión de un anuncio. Éste es el momento en el que debería surgir el frasco de perfume. Tendría un nombre apropiado, algo así como La tempête. Pero no, a partir de este instante la película cambia.)

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Seguí la mirada de Kianda y vi a una mujer cayendo del cielo. Cayó –fue cayendo desnuda, negra, con los brazos abiertos– casi al mismo tiempo que el rayo. El rayo hizo que el baobab explotara. Un meteorólogo me explicó, hace muchos años, que los rayos pueden hacer que los árboles exploten al provocar la súbita ebullición de la savia. La mujer se hundió entre la hierba alta, no muy lejos del coche. Me acerqué. El cuerpo estaba enterrado en el barro. Tenía la cabeza echada hacia atrás. Reconocí aquellos ojos abiertos, muy negros, aún llenos de luz. Retrocedí aterrorizado. No dejé que Kianda la viera: –¡Vamos! –¿Vamos? ¿Y ella? –¡Ella está muerta, amor! No te preocupes. ¿Quieres llamar a la policía? –¡No, no! A la policía no. No quiero llamar a nadie. Sabes muy bien que no nos pueden ver juntos. La abracé. Kianda temblaba. La llevé al coche, la senté a mi lado, y conduje en silencio de vuelta a Luanda. Cuando llegamos la noche aún no había caído sobre la ciudad. Aparqué el coche a dos manzanas de su edificio y me incliné para besarla. Kianda apartó la cara: –¡No! ¡Nunca más! Salí y ella ocupó mi lugar, puso el coche en marcha y se fue. Yo paré un taxi. Durante muchos años no había taxis individuales en Luanda, solamente había taxis colectivos, los candongueiros, destinados a servir al pueblo. (El Pueblo, o Ellos, es como en Angola nosotros, los ricos o casi ricos, llamamos a los que no tienen nada.

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Los que no tienen nada son la aplastante mayoría de los habitantes de este país.) El conductor era un congolés obeso. La piel de su cara, muy lisa, brillaba como un espejo a la luz cobriza del final del día. Me dijo con una sonrisa enorme: –¿Adónde vamos? –No lo sé –confesé con una voz sin color, el miedo no me dejaba pensar–. A cualquier lado. El hombre volvió a sonreír: –No se preocupe, yo lo llevaré allí. Media hora después me dejó a la puerta de un pequeño bar. Me fijé en el neón que parpadeaba sobre la puerta: El Orgullo Griego. La sonrisa del taxista ahora tenía el tamaño del mundo: –Entre y pregunte por Mamá Mocita, ella le dirá adónde debe ir. Nunca se equivoca. (La mujer en caída, cinco días antes.) La vi en cuanto entré en la sala de embarque, y la mujer también me vio. Retuvo en mí la luz despiadada de sus grandes ojos negros tan intensamente que bajé los míos. Cuando volví a levantarlos, ella aún estaba allí, sentada en una de las sillas, muy derecha, con la elegante altanería de una princesa etíope. Llevaba un abrigo de piel, de un lujo arcaico, y pantalones negros de campana. Me senté dos asientos más atrás, para escapar de aquella mirada y poder estudiarla tranquilamente.

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¿Quién sería? O mejor, ¿qué sería? Comencé a imaginar varias posibilidades: sin duda era de buena cuna, de una familia antigua de Luanda o de Benguela. Uno de sus abuelos debe haber sido funcionario público de la administración colonial. Su padre, un burócrata al servicio de la presidencia, o tal vez un empresario próspero o un general convertido en empresario en el área de la explotación minera. Ella debe haber estudiado en Lisboa, en Londres o en Nueva York. Posiblemente, en Lisboa, en Londres y en Nueva York. La forma en que estaba vestida sugería un gusto en contradicción con los actuales estándares ecológicos. Tal vez sentía placer por ofender, o tenía tanto dinero que se creía por encima del juicio de las masas. Fuera quien fuera, estaba seguro de que nunca la había visto antes. Me acordé de uno de los Doce cuentos peregrinos de Gabriel García Márquez: “El avión de la bella durmiente”. En el cuento, el escritor colombiano describe un viaje que hizo al lado de la mujer más bella del mundo, con quien nunca habla. Viajo mucho en avión, casi todos los meses, y no recuerdo nunca haber logrado estar sentado al lado de una mujer bonita. Supongo que las compañías aéreas tienen instrucciones para no sentar a mujeres bonitas al lado de hombres, cualquier tipo de hombres, a excepción de respetables señores de edad y sacerdotes. Cuando anunciaron el embarque, esperé a que la mujer se levantara para colocarme en la fila. Entonces, para mi sorpresa, se dio la vuelta, estiró el índice de la mano derecha y me preguntó: –¿Es usted Bartolomeu Falcato? –La mayor parte del tiempo sí –concordé, esforzándome por añadir un dicho gracioso, un comentario alegre, algo que me permitiera recuperar el aire y el aplomo–. Pero

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estoy dispuesto a ser lo que usted quiera, cuando y donde quiera. Lo reconozco, podía haber sido un poco más original. Mi ineptitud no pareció ofenderla: –Me llamo Núbia –dijo, con un tono de voz demasiado alto–. Sabía que nos encontraríamos, en Lisboa, en Luanda, en algún lugar del mundo, estaba segura. No me atreví a preguntarle por qué estaba tan segura. En lugar de eso, quise saber cuál era su ocupación. Ella sonrió, evasiva. Poco después alguien la llamó, ella se alejó y sólo volví a verla en el avión. Estaba a bastantes asientos delante de mí. A mi lado no había nadie. Núbia se dio cuenta y vino hacia mí. Se quitó el abrigo de piel y lo guardó en el compartimento. Por debajo llevaba una sencilla blusa blanca, muy elegante, que dejaba adivinar unos pechos amplios y firmes. Después abrió una pequeña maleta roja de plástico, sacó una pila de revistas y me las puso sobre las piernas: –Es para que me conozca mejor. Las revistas tenían nombres como Cacao, Tropical, Mujer Africana, Caras y Colores. Núbia estaba en todas las portadas. En la primera, aparecía vestida de novia, bajando por una gran escalera de caracol. En la segunda posaba en bikini, tumbada de espaldas en una toalla de playa, y al fondo, entre un friso de rocas, aparecía un mar color de esmeralda. En la tercera, sólo llevaba unos pantalones cortos vaqueros, y se reía, con una bella carcajada juvenil, mientras intentaba ocultar el pecho con ambas manos. –¡Ah, bueno! –suspiré, encantado– Entonces, es usted modelo… –Fui Miss Angola hace diez años y después comencé

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una carrera como modelo. También tuve un programa en la televisión. –¿Ya no lo tiene? –No, ¡me hicieron callar! ¡No quieren que hable! Me quitó las revistas de las manos y las sustituyó por un grueso álbum de fotos. Ella misma lo abrió. Las primeras imágenes mostraban un desfile de misses. Núbia surgía en las siguientes fotos, siempre con la misma sonrisa, al lado de la presidenta y de su marido; al lado de un famoso jugador de futbol; al lado de una actriz de cine; abrazada a un próspero empresario americano; abrazada a dos prósperos empresarios nacionales; sentada en las piernas de un conocido traficante de armas, y en el enorme yate presidencial. Señalé una fotografía suya, a caballo. Un poco más hacia el fondo, también a caballo, se veía a un hombre elegante, con bigote y perilla. Su cara me sonaba: –¿Y ése quién es? –¡Ése es el amante de la señora presidenta! –¿Qué? Ella ignoró mi asombro. Continuó mostrándome las fotos. Se fue entusiasmando. Hablaba casi sin respirar, torrencialmente, al mismo tiempo que su acento cambiaba. Ahora se podía distinguir, detrás de la suave y dolorida pronunciación característica de la vieja burguesía de Luanda, otra más amplia, más sonora y rústica. Era como si una segunda mujer, una mujer del pueblo, intentara salir del interior de aquella –de la falsa– no como una mariposa que rompe la crisálida, sino como un gusano que irrumpe de una mariposa. Le pregunté su verdadero nombre. Ella sonrió, mostrando que había adivinado mis intenciones:

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–Mi familia era muy pobre. Yo ni siquiera sabía hablar portugués. Lo hablaba mal. Fue ésta la que me enseñó a hablar. Señaló a la presidenta en una de las fotos y soltó una pequeña carcajada: –¡Es una ordinaria! Nos espiaba mientras su marido me follaba. ¿Sabes qué me obligaron a hacer? No, no lo sabes. Nadie lo sabe. A mí y a las otras chicas… Orgías con gente importante… Drogas… –¡No me lo creo! –Sí, probé varias drogas: marihuana, heroína, coca. Ahora ya no me drogo, Dios no me permite consumir drogas… –¿Dios? –Sí, Dios –bajó la voz y acercó sus dulces labios a mi oído–. ¿Sabes que han visto a Dios desfilando en el paseo marítimo? Dios habla conmigo. Un día me mostró uno de tus libros, y al día siguiente fui a una librería y lo compré. –¿Y lo leíste? –Lo leí, pero no entendí nada. Lo leí, porque Dios me dijo: “Hija, prepárate. Tú eres Núbia, la puta, y eres María, la pura. Bendito sea el furor de tu vientre”. Me dijo eso porque me voy a quedar embarazada, voy a dar al mundo un nuevo Salvador. La miré perplejo y asustado: –¿Y quién será el padre? Núbia me miró, ligeramente sorprendida: –¿El padre? El padre serás tú, evidentemente. Dios me lo ha revelado: tú serás mi José. –¿Y cómo se llamará nuestro hijo? –Emmanuel, claro. Una vez resuelto el asunto, comenzó a contarme que du-

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rante muchos años había sido un chico. Mientras tanto, se habían apagado las luces dentro del avión, ya pasaba de media noche. En el exterior las estrellas ardían en silencio. –Cuando era un chico solía coger con la señora presidenta… Yo ya no la escuchaba. Me dolía la cabeza. El sueño me iba apagando la conciencia, como un apagón que hubo en la ciudad hace mucho tiempo, durante los años de la guerra: primero se apagó un barrio y luego otro, amplias extensiones que desaparecían en el abismo. Al mismo tiempo, imágenes sueltas irrumpían no sé de qué océano oculto, desde el interior más profundo de mi cerebro: yo, besando a Laurentina; mi madre, bailando con un vestido rosa; un perro muerto, en el paseo, con la garganta cortada. Luché desesperadamente para mantenerme a flote. Por fin me dormí, me debo haber dormido, porque me acuerdo de que estaba corriendo desnudo en una playa al lado de Núbia cuando, de repente, abrí los ojos y la vi inclinada sobre mí. Se había desabrochado la blusa y se había soltado el sujetador. Allí, en la rápida noche, a once mil metros de altitud, me pareció una divinidad indudable. Una versión moderna (bastante moderna, es verdad) de la Madre del Salvador. Me desperté, sobresaltado: –¿Qué estás haciendo? –Quitándome la blusa. Vamos a amarnos. –¿Aquí? –Sí, espera un momento, me voy a quitar los pantalones. –No, no lo vas a hacer. Te vas a abrochar la blusa. –¿No te parezco bonita? –Sí me pareces bonita, sí, pero también me parece que no estás bien. Deberías hablar con un psicólogo.

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–Prefiero hablar con Dios. ¿Qué puede decirme un psicólogo que Dios no me diga? –el argumento me desarmó. Núbia consideró mi silencio como un consentimiento. Añadió con voz burlona– ¿Quieres que vaya a hablar con Bárbara Dulce? ¿Ella no es psicóloga? –¿Bárbara? Bárbara es psicoanalista. Es investigadora. Se especializó en trastornos del sueño, en los sueños. ¿De qué conoces tú a mi mujer? –Sé todo sobre ti… No lo sabía, afortunadamente. Ni siquiera sabía mi número de teléfono. Le di un número incorrecto, pero guardé el suyo. Nos despedimos con un beso rápido, en la fila de la policía de fronteras. Prometí llamarla, insistí en que debía descansar, y traté de desaparecer. Bárbara Dulce me esperaba fuera, y yo no quería un escándalo.

Mamá Mocita me llevó a una pequeña habitación, toda pintada de verde esmeralda, a la que se accede a partir del bar por un estrecho pasillo. Me aconsejó que no regresara a casa en los próximos días. No le presté atención. Lo que me dijo a continuación –con una voz robada a no sé quién–, eso sí me dejó inquieto. Después se durmió en un viejo sofá, con la cabeza inclinada sobre el pecho. Salí de allí y volví al bar. Mi teléfono comenzó a ladrar en el momento en el que estaba a punto de salir de El Orgullo Griego. (Sí, mi teléfono ladra. Serena, mi hija mediana, sustituyó el antiguo timbre, un sonido discreto, old fashion, por un ladrido feroz. Si por casualidad me distraigo y no atiendo

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en seguida, la máquina se enfurece, o mejor dicho, el perro que hay en ella. Una vez me sucedió que estaba en la calle, alguien me llamó y de repente surgió de la nada un perro callejero, también él aullando y ladrando. He intentado volver a poner el antiguo timbre, pero sin éxito.) Era Kianda. Me dijo que su marido la había cambiado por otra mujer. Añadió que no me quería volver a ver. Nunca más. Cuando colgó, me senté en una de las mesas. Pedí una cerveza. El propietario del establecimiento, un portugués con cara de besugo, muy simpático, me trajo dos cervezas y un platito con pasteles de bacalao. Los mejores pasteles de bacalao que he comido hasta hoy. Se sentó delante de mí y comenzó a contarme la historia de su vida, después me contó cómo había conocido a Mamá Mocita. Ambas historias eran extraordinarias. Ya eran las ocho pasadas cuando me levanté. Llamé a Bárbara Dulce. El teléfono sonó y sonó, pero nadie contestó. Necesitaba hablar con ella. Tendría que decirle que había viajado con Núbia de Matos. A Bárbara le parecería extraño: “¿Por qué no me lo has dicho antes?”, preguntaría. “Pues querida, porque no te quería asustar; esa mujer está loca, loca de remate.” Después le contaría que la había visto caer del cielo, justo delante de mí, mientras me dirigía en un taxi conducido por un congolés, a la urbanización del Cajueiro. Probablemente Bárbara volvería a atacar, levantando un poco la voz. “¿Y qué es lo que ibas a hacer a la urbanización del Cajueiro, si se puede saber? En ese momento, me encogería de hombros: “¡Ah, no lo sé! A entrevistar a un campesino portugués, una especie de vidente, ¿sabes?, es para mi nueva novela”.

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Construí y reconstruí los diálogos mientras esperaba otro taxi. Bárbara hablaría con su padre. Mi suegro es un hombre muy influyente, relacionado desde la independencia, por lo tanto, desde siempre, con el Ministerio de Seguridad del Estado. Benigno sabría cómo ayudarme. Definir una estrategia me devolvió algo de tranquilidad. Un taxi se detuvo frente a El Orgullo Griego. Esta vez el conductor era un joven indio. Entré y le dije que me dejara en la Termitera. Llegamos en menos de quince minutos. La inmensa sala de la entrada principal estaba desierta. Un guardia ya demasiado viejo dormía con la cabeza apoyada sobre el escritorio, mientras que, delante de él, una pequeña televisión emitía una de mis películas favoritas: Blade Runner. Entré en el ascensor y le pedí al ascensorista que me dejara en el cuadragésimo séptimo piso. No había nadie en el departamento. Encontré una nota sobre la mesa del salón: Bartolomeu: Kianda ha estado en mi consultorio y me lo ha contado todo. Me he ido a casa de mis padres con las niñas. No me llames por teléfono, no me busques. Necesito un tiempo para pensar en lo que quiero hacer con mi vida. Bárbara.

Me dejé caer aturdido en uno de los sofás. Encendí la televisión, sin pensar, con un gesto automático, y de repente allí estaba ella, Núbia de Matos, un primer plano de su cara, con los ojos cerrados. La cámara mostró después el cuerpo visto desde arriba, en un charco de luz. Fue subiendo y mostrando otros personajes –dos policías, uno de los cuales estaba arrodillado junto al cuerpo de la modelo; el segundo, en pie, toma-

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ba notas–, y continuó subiendo mientras la voz del locutor se elevaba sobre el ruido ambiente: –El cadáver de Núbia de Matos, antigua Miss Angola, modelo y periodista, ha sido encontrado al comienzo de la noche por dos campesinos, en los alrededores de la urbanización de los Embondeiros, en Bom Jesus. Núbia de Matos se transformó en una figura nacional cuando, hace algunos años, conquistó el título de Miss Angola. A continuación, se embarcó en la carrera de modelo. Fue durante varios años la modelo preferida de los Hermanos Congo, presentando las colecciones de Congo Twins en los principales certámenes mundiales de moda. Núbia también presentó, durante dos años, un programa sobre gente famosa en la Televisión Independiente de Angola. Su desaparición, a los treinta y dos años, deja de luto al mundo de la moda. La policía no ha adelantado ningún detalle sobre la muerte de la modelo, que vivía sola en un departamento alquilado, en Luanda Sur. El teléfono volvió a ladrar en mi bolsillo. Era un número privado. Cuando aparece la referencia “número privado” suele ser Kianda. Respondí. Escuché una voz de hombre, oscura, sumergida en lo que parecía ser un rumor de fiesta: –¿Es usted Bartolomeu Falcato, el escritor? –Sí… –¡Huya! Si está en casa, salga ahora mismo. Van a matarlo. Advirtió y colgó. Yo me levanté y cerré las persianas. Apagué las luces. Volví a sentarme, pero esta vez en el suelo, apoyado contra una esquina. Me quedé allí, temblando en la oscuridad, como un pequeño animal acosado. No me había tomado en serio nada de lo que Núbia me había dicho. Aquella noche era tan alta, tan rápida y tan convulsa, y yo

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estaba tan soñoliento, a la deriva entre mis sueños y sus pesadillas. Si solamente dos o tres de las afirmaciones que Núbia había hecho eran verdaderas, eso ya justificaba que la hubieran lanzado desde un avión o desde un helicóptero. Supongo que la interrogaron antes de empujarla, no cuesta imaginar que Núbia había mencionado mi nombre. Entre los diversos documentales que he hecho, me gusta mucho uno sobre prisioneros de conciencia en África. Entrevisté a veintisiete. Algunos confesaron que se habían sentido, en algún momento, a punto de perder la razón. –Yo paseaba por allí –me dijo un cura de Zimbabue, bajando los ojos–. Paseaba por ese otro mundo, era un extranjero. Muchas veces, mientras me golpeaban, cerraba los ojos y me dejaba ir. Huía. Un día comprendí que quizá no podría volver nunca, y entonces tuve miedo, mucho miedo. Debe haber sido en ese momento en el que denuncié a mis compañeros. No fue el dolor el que me hizo hablar, fue el miedo de enloquecer. Al cabo de algunas horas, lo más difícil para un interrogador es resistir al contagio de la locura. Mi suegro me contó el caso de un disidente, un joven estudiante de economía, que después de treinta horas en pie, bajo la intensa luz de un foco, comenzó a hablar en un idioma alado que uno de los guardias, devoto de Simon Kimbangu,1 aseguró que era arameo, la lengua de Jesucristo (lo había escuchado en una visita a Etiopía). El estudiante pasó del arameo al francés de las Antillas y después a un umbundo suculento, lo que sorprendió a todos, Simon Kimbangu, nacido en la República Democrática del Congo, fue el fundador de la Iglesia Kimbanguista o Iglesia de Jesucristo en la Tierra.

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porque el muchacho, nacido en Luanda e hijo de humildes colonos portugueses, nunca en la vida había ido más lejos de Cacuaco. Insistió, en todos esos idiomas, en insultar al Padre de la Patria, al mismo tiempo que afirmaba ser capaz de transformar a sus torturadores en lagartijas. Uno de ellos, el kimbanguista con conocimientos de arameo, se negó a continuar después de que al tercer día le apareciera en las manos una extraña enfermedad de la piel. Más tarde, también a él lo detuvieron y enloqueció, convencido de que se había transformado realmente en una lagartija. (Permítanme, mientras tanto, una corrección: mi suegro no utilizó en ningún momento la palabra disidente. Benigno es minucioso con los vocablos. A los exiliados, en general, mi suegro los llama emigrantes políticos. A los disidentes del partido en el poder los llama partidistas. El individuo en cuestión ocupó altos cargos en la dirección del partido hasta 1977. En ese momento se unió a un grupo que se oponía al liderazgo del presidente Agostinho Neto y fue detenido y torturado. Una vez en libertad, se refugió en Portugal. Benigno se refirió a él tanto como emigrante político como partidista.) ¿Qué quiero decir con todo esto? Bueno, imaginen a Núbia sometida a un interrogatorio duro, para usar otro eufemismo que mi suegro apreciaría. Imagínenla mezclando, desde el principio, las intrigas íntimas de la corte con las revelaciones que le hizo el Señor Dios. Puede ser que los interrogadores pensaran que Núbia se hacía la loca, o que sólo era una extranjera, como el hombre de Zim-

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babue; o puede ser que les fuera indiferente. Loca o no, sabía demasiado y se le había ido la lengua. Me serví un whisky y me puse a caminar por el salón a paso largo. Lo más probable es que ya me estuvieran buscando. Una brigada de exterminio, algo así, como en las películas. Sobre mi querido suegro, Benigno dos Anjos Negreiros, me parecía ahora muy improbable que estuviera dispuesto a ayudarme. No después de que Bárbara Dulce irrumpiera en su casa llorando y con las dos niñas de la mano. El día en que me casé, minutos antes de que Bárbara apareciera en la iglesia, radiante, Benigno me arrastró a una arcada sombría, se inclinó para colocarme la pajarita y me susurró, sin dejar de sonreír, mientras me miraba a los ojos: –Se va a llevar mi mayor tesoro, señor Bartolomeu Falcato. No le dé nunca ningún disgusto. Si algún día veo a mi niña llorando por su culpa, si algún día le veo en la cara una mínima lágrima, le juro que lo mato. Detrás de mí, San Sebastián sufría atado a un peñasco, con el blanco pecho lleno de flechas. Intenté bromear: –Si Bárbara llora, será de felicidad. Benigno se enderezó: –Estoy seguro de ello. El timbre de la puerta me trajo de vuelta al presente. Me levanté sin hacer ruido y miré a través de la mirilla. Vi el rostro severo de un hombre, en la treintena, con un bigote y una perilla muy bien recortada. Me miraba directamente aunque, claro, no pudiera verme. A continuación, se alejó algunos pasos. Llevaba un traje oscuro que le sentaba muy bien, y una corbata de seda con la imagen de una geisha tocando shamisen. Me alejé de la puerta. El hombre no tenía aspecto de asesino

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profesional, y mucho menos de agente de la policía política. He conocido desde simples chivatos hasta altos directivos de la Seguridad del Estado y ninguno usaría una corbata de seda con la imagen de una geisha tocando shamisen. Tal vez las nuevas generaciones se hayan sofisticado. Salí por la puerta de la cocina y corrí por las escaleras de servicio. En el piso de arriba vive Mouche Shaba, la arquitecta que diseñó la Termitera. Mouche es mi amiga y pensé que podría ayudarme.

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Índice 1. Una mujer cayendo del cielo, 9 2. Los personajes principales de presentan, 29 3. los personajes secundarios se presentan, 51 1. Sangre Fría, Humberto Chiteculo y los ángeles negros, 53 2. Esaú y Jacó, 57 3. Benigno dos Anjos Negreiros y Bárbara Dulce, 59 4. Lulu Banzo Pombeiro, 63 5. Mouche Shaba y la Termitera, 64 6. Frutuoso Leitão, conocido como El Lechón Volador, 66 7. Ramiro, el artista, y su hermana, la bella Myao, 68 8. El Ratón Mickey, ex maestro, Antonio Taborda, 74 9. Halípio Onrado y El Orgullo Griego, 76 10. Mamá Mocita, 79 11. Tata Ambroise y su laberinto, 83 12. Malaquias da Palma Chambão, 87

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13. Embajador Pascal Adibe, 91 14. El Miedo (y una de sus variantes, el temor reverencial), 92 15. São Paulo da Assunção de Luanda, 98

4. Volviendo al principio, 101 5. Mamá Mocita y la habitación color esmeralda, 115 6. Más elementos para un breve ensayo sobre el amor impropio, 127 7. Un DESCENSO a los infiernos, 141 8. Primera conversación con Santa Cecilia, 161 9. El mito del ángel negro, 169 10. Otro haikú, 179 11. Segunda conversación con Santa Cecilia, 183 12. Fragmentos del último diario de László Magyar, 187 13. Los remordimientos del terrorista, 197 14. La noche es un privilegio de los ciegos, 205

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15. Desde el otro lado, o la pequeña vida de Núbia de Matos, 225 16. Breve historia de la luz y de la oscuridad, 245 17. La calavera hablante, un cuento africano muy popular, 265 18. Un ratón en el laberinto, 271 19. El taller mesiánico, 281 20. El vendedor de espejos, 293 21. A continuación, 311 22. ¿Aún recuerdan a Humberto Chiteculo?, 319 23. La reina de los abysmos, 331 24. Relato de cómo Lulu Banzo Pombeiro me entregó el elucidario de Kianda, 343 25. Las últimas páginas del Elucidario, 353 Epílogo, 361

Aclaraciones y agradecimientos, 375

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José Eduardo Agualusa nació en Huambo, Angola, en 1960. Escritor y periodista, es hijo de colonos blancos portugueses. Estudió agronomía y silvicultura en el Instituto Superior de Agronomía, en Lisboa. En 1998 se mudó a Río de Janeiro, y radica en Luanda desde 2004. Colabora en el diario Público. Realiza el programa de radio La hora de las cigarras en rdp África, en el cual trata temas sobre música y poesía africana. En 2006 lanzó en conjunto con Conceição Lopes y Fatima Otero, la editorial brasileña Língua Geral, dedicada exclusivamente a autores de lengua portuguesa. Fue beneficiario de tres becas de creación literaria: la primera, concedida por el Centro Nacional de Cultura en 1997, para escribir Nación criolla; la segunda, concedida por la Fundação Oriente en 2000, que le valió una estancia de tres meses en Goa, India, donde escribió Un extraño en Goa; y la tercera, concedida por el Deutscher Akademischer Austauschdienst en 2001, gracias a la cual radicó un año en Berlín, durante el que escribió El año en que Zumbí tomó Río de Janeiro . Fue invitado por la fundación holandesa Fonds voor de Letteren a pasar dos meses en la Residencia de Escritores de Ámsterdam, donde escribió Barroco tropical. Ha publicado las novelas La conjura (1989), La feria de los asombrados (1992), Estación de lluvias (1996), Nación criolla (1997), Un extraño en Goa (2000), El año en que Zumbí tomó Río de Janeiro (2002), El vendedor de

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pasados (2004), Las mujeres de mi padre (2007); los libros de cuento Don Nicolau Água-Rosada y otras historias verdaderas e inverosímiles (1990), Fronteras perdidas, cuentos para viajar (1999), Extrañoles y bizarracos, historias para adormecer ángeles (2002), El hombre que parecía un domingo (2002), Catálogo de sombras (2003), Manual práctico de levitación (2005), Pasajeros en tránsito (2006) y Los hijos del viento (2006); así como del volumen de poesía Corazón de los bosques (1991) y del de teatro Generación W (2004).

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barroco tropical de José Eduardo Agalusa se terminó de imprimir y encuadernar el 5 de junio de 2014, en los talleres de Litográfica Ingramex, Centeno 162, Colonia Granjas Esmeralda, Delegación Iztapalapa, México, D.F. Para su composición tipográfica se emplearon las familias Bell Centennial y Steelfish de 11:14, 37:37 y 30:30. El diseño es de Alejandro Magallanes. La edición estuvo a cargo de Karina Simpson. La impresión de los interiores se realizó sobre papel Cultural de 75 gramos y el tiraje consta de tres mil ejemplares.

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