
13 minute read
Aprendamos a ver cine XV
Y ARTESANOS
MIRAR EL MUNDO DESDE UNA CÁMARA
Luis Ignacio de la Peña
D ib u jo: “ N anook , el es quimal” , J ul i a .

El cine nació con vocación documental. Sin embargo,
ante el inevitable aburrimiento causado por la proliferación de escenas sosas donde se veían las bodas y las fi estas de los nobles, competencias deportivas, políticos vociferando en silencio o incluso aspectos mucho más banales (no hay que olvidar que el primer gran éxito del cine lo único que registraba era la llegada de un tren), se cimentó el camino para el desarrollo y el enorme refi namiento de la fi cción cinematográfi ca.
el cine de fi cción creó un nuevo lenguaje específi co para el nuevo medio. Poco a poco se fueron superando ciertas rigideces e impostaciones que el teatro necesita forzosamente para ser efectivo (pero el cine no), paso a paso se ganó en agilidad y puntos de vista alternos que el teatro es incapaz de ofrecer. No se trataba de que un género fuera superior al otro; lo novedoso residía en una forma de expresión que amalgamaba el teatro, la fotografía y (cada vez más, aunque también marcando sus diferencias) la literatura, todo ello con acercamiento a la actuación que exigía una mesura ajena a lo que hasta entonces era el arte dramático.
A pesar del predominio del cine de fi cción, también hubo cineastas interesados en el documental y desde la época muda se fueron marcando hitos de lo que incluso en nuestros días sigue siendo el cine documental. Y es que el documental también se presta para manejos creativos. Un buen documental no es el registro plano de acontecimientos; un buen documental exige también que se imprima el punto de vista de quien lo hace y que éste nos trasmita mensajes con las imágenes captadas. Los documentales de los que se hablará ahora son el fruto de dos visiones muy diferentes de hacer este tipo de cine: Robert Flaherty y Walter Ruttmann.
Robert J. Flaherty (1864-1951) fue originalmente ingeniero de minas, como su padre. Su trabajo lo llevó en 1913 a la Bahía de Hudson, donde su jefe le solicitó que fi lmara el proceso de los trabajos que se realizaban allí. Así descubrió su verdadera vocación. En la larga presentación de Nanook, el esquimal (Nanook of the North, 1922) Flaherty mismo nos informa de su interés por los inuit, lo que lo llevó fi lmar horas de película sobre la vida y las costumbres de ese pueblo. Sin embargo, una colilla de cigarrillo tirada con descuido fue la causa de que se convirtiera en llamas y ceniza todo ese material. Para entonces Flaherty estaba convencido de cuál era el trabajo que deseaba hacer y se propuso reelaborar lo perdido, pero de manera más efi caz y contundente, pues él mismo confesó que el material del primer intento no acababa de convencerlo, ya que se trataba de escenas sueltas sin un hilo conductor.
Conseguido el fi nanciamiento, el cineasta regresó en 1920 a la Bahía de Hudson para seguir la vida de una familia esquimal típica. Llegó con una cantidad impresionante de película y un laboratorio móvil. De esa manera iba fi lmando y procesando el material, y convirtió en costumbre la proyección de esos materiales a los sujetos que fi lmaba, con objeto de ganar más su confi anza y entusiasmo en el proyecto. Luego de prácticamente dos años de trabajo terminó lo que se convertiría en la primera muestra de cine “etnográfi co”, el primer documental de largometraje y la primera aplicación de la fórmula más afortunada de Flaherty, que podría resumirse en la frase “el hombre contra la naturaleza”, eje sobre el que giran sus mejores trabajos.
Nanook nos muestra la vida de una familia esquimal durante un año. Vemos sus transacciones comerciales con hombres “civilizados” y el asombro de Nanook ante el fonógrafo; seguimos los viajes en kayak; atestiguamos la construcción de un iglú; presenciamos, en una secuencia desarrollada con una agilidad pasmosa, la caza de focas con arpón; nos enteramos de los retos que el clima extremo impone a esta familia, de las necesidades que deben cubrir. Todo con una aparente e imparcial “objetividad”, con una mirada que se convierte en testigo presencial y privilegiado. Y, desde luego, con un sentido del ritmo cinematográfi co que cautiva al espectador y lo hace copartícipe de lo que contempla.
Cuando la película estuvo terminada, Flaherty acudió a las grandes compañías estadounidenses en busca de distribución. Ninguna se animó a promocionar un documental de largometraje, pues opinaban que carecía de potencial comercial. Finalmente, la compañía francesa Pathé sí tomó el riesgo y, contra toda predicción, la película resultó un éxito enorme de taquilla. Es muy probable que ni el mismo Flaherty esperase una respuesta del público de esa magnitud.

Robert Joseph Flaherty.
www.nysun.com
commons.wikimedia.org

Escena de cacería con arpón en el documental Nanook, el esquimal, de 1922.
commons.wikimedia.org

Nyla (esposa de Nanook en el documental) y su hijo.

www.jonathanrosenbaum.com

Escena y anuncio publicado por el New York Times (07 de febrero de 1926) para el estreno de Moana.
blogs.nyu.edu
En busca de sacar provecho de ese súbito interés en el cine documental, Paramount contrató a Flaherty para realizar un nuevo proyecto. El cineasta se fue a los mares del sur para realizar Moana, que no se estrenaría hasta 1926. La compañía le exigía prácticamente un reporte del trabajo de cada día, pero Flaherty tenía su propia forma de realizar: primero vivía con sus sujetos y observaba su vida diaria, además de ganar su confi anza, y luego, a partir de lo observado, pensaba en una presentación articulada y coherente. Tardó un año y medio (abril de 1923 – diciembre de 1924) en fi lmar una película sobre los ritos de pasaje a la edad adulta en Samoa, y sólo hasta 1925 estuvo lista. Si bien visualmente resultaba impactante, Moana se convirtió en un rotundo fracaso de taquilla.
Sus siguientes dos proyectos implicaban fi cción y en ambos se retiró antes de terminarlos. El primero fue Sombras blancas en los mares del sur (White Shadows in the South Seas, 1928), que fue iniciado por Flaherty con su habitual parsimonia, incompatible con los propósitos comerciales de la productora, por lo que fi nalmente fue realizada por W. S. Van Dyke. El otro fue Tabú (1931), de la que ya se habló antes1 y en la que su visión de carácter antropológico chocó con el lirismo de la de su codirector, el gran F. W. Murnau.
En 1934, Flaherty volvió demostrar su maestría con otro documental: El hombre de Aran (Man of Aran). En esa ocasión se trasladó a unas islas irlandesas para presentar a un pescador de tiburones y a su la familia. Sus descripciones de las duras condiciones de vida son, por decir lo menos, impactantes, no por sórdidas, sino por el admirable esfuerzo que esos seres humanos invierten para enfrentar al mar y la mala tierra
1 Ver: Luis Ignacio de la Peña, “Aprendamos a ver cine XI. Entre realismo y poesía”, Correo del Maestro, núm. 175, año 15, diciembre de 2010.

Escena con tiburón ballena en El hombre de Aran, de 1934.
www.lacinemathequedetoulouse.com
(que hay que abonar con algas para sembrar papas) donde viven. Los constantes contrapuntos, por ejemplo, entre las escenas de olas furiosas que rompen en los acantilados y la lucha por sacar del mar una barca son más que elocuentes. Una vez más asistimos a una muy bien montada secuencia de pesca, en esta ocasión de un enorme tiburón ballena. Una vez más vemos a la familia como un núcleo en el que cada miembro contribuye con su parte para seguir adelante. Flaherty también tardó dos años en realizar la película, pero esta vez todo estuvo bajo su control y el resultado fue una indudable obra maestra, que además tuvo éxito de taquilla y ganó un premio en el Festival de Venecia. Hay que reconocer que ésta ya no es una película muda, pero los diálogos apenas existen y el rugido del mar es una presencia constante que llena todo y opaca los otros sonidos. ¿Cuál era el secreto de Flaherty para lograr esos extraordinarios documentales? La respuesta es digna de Perogrullo, pero es así de sencilla: su efi cacia reside en la aplicación de técnicas de fi cción al cine documental. Siempre nos cuenta una historia, tanto o más dramática que las que el espectador encontraba en el cine de fi cción, sin importar que sus “actores” fueran gente común y corriente que encontraba en las locaciones, gente que sabía lo que era la lucha contra la naturaleza por sobrevivir. Sus películas siguen una cuidadosa puesta en escena que justamente permite narrar la historia con soltura y dinamismo, con encuadres bien elegidos y secuencias redondas. En el fondo, la objetividad de Flaherty no era real y hay muchos elementos que lo demuestran: Nanook en realidad se llamaba Allakariallak; la que aparece como una de las dos mujeres era la amante de Flaherty (más fotogénica que la esposa real del protagonista); los esquimales ya no cazaban con arpón sino con rifl es, las escenas del interior del iglú se fi lmaron con uno construido sólo a la mitad para lograr la iluminación necesaria; en cuanto a Aran, ninguno de los miembros de la familia que vemos estaban emparentados entre sí en la vida real; el personaje principal no era pescador sino herrero, la captura de tiburones no se practicaba desde hacía años (ya no era necesario el aceite que se obtenía de hígado del animal). Brillan también por su ausencia los aspectos sociales y políticos en aras de presentar a un hombre más “natural”, lo que no deja de ser una idealización muy cercana a la del “buen salvaje”.
Así pues, los documentales de Flaherty no son una imagen que capture la realidad objetiva y desnuda, sino una escenifi cación. Es curioso que nunca haya logrado adaptarse cuando se trataba de hacer películas de fi cción abiertamen-
www. lmreference.com

El pescador de tiburones con su familia, en El hombre de Aran.
te declarada (además de las mencionadas más atrás también comenzó los trabajos de Elephant boy, de 1937, con base en un relato de Rudyard Kipling, que terminó realizando Zoltan Korda y lanzó al estrellato a Sabú). No obstante las objeciones que se puedan poner a estas películas en cuanto a su veracidad, son lecciones de hacer cine y los neorrealistas italianos de la posguerra las asimilaron bien, lo mismo que el Buñuel contemporáneo de Las Hurdes, tierra sin pan (1932), el único documental del maestro español. Por su parte, el cine de fi cción también aprendería a usar métodos del documental para dar mayor verosimilitud a sus contenidos, como sucede, por ejemplo, en dos películas de intenciones muy disímiles: La sal de la tierra (Salt of the Earth, 1954), de Herbet J. Biberman, y Zelig (1983), de Woody Allen.
Walter Ruttmann (1887-1941) tenía otra visión de lo que debería ser un documental. Tal vez su formación de arquitecto, lo mismo que su afi ción a la música, infl uyó en su manera de concebir el cine. Perteneció a una corriente del cine alemán que se asumía como la vanguardia, y la mayor parte de sus obras son cortos, pero se le recuerda por una maravillosa obra de largometraje fuera de serie: Berlín, sinfonía de una gran ciudad (Berlin: Die Sinfonie der Großstadt, 1927).
Esta película, dividida en cinco partes, que son el equivalente a los movimientos de una obra sinfónica, nos presenta el transcurso de un día en Berlín. No hay personajes individuales ni ambientes privilegiados, sino todo lo que abriga una gran ciudad: sus habitantes, sus casas, las ofi cinas, las fábricas, las diversas actividades, las escuelas, las pausas para almorzar y comer, los centros de diversión nocturna… Es difícil hablar de manera sintética sobre ella por la cantidad de elementos que contiene y el dinamismo infatigable con el que los presenta. No hay una narración de hechos en el sentido estricto, pero sí una secuencia muy precisa y armada con
www.maj.cndp.fr

Primera escena de Berlín, sinfonía de una gran ciudad, de 1927.
www.smallsight.wordpress.com

Berlín, sinfonía de una gran ciudad, de 1927.
sumo cuidado para bridar una amplia mirada panorámica. Para darse una idea en abstracto, basten algunos jirones de muestra: la película empieza con un tren que llega en la madrugada a la ciudad, todo está aún en penumbra y las calles desiertas; sin embargo, empiezan a abrirse puertas y ventanas (como los ojos de quien despierta) y todo empieza a ponerse en movimiento, cada vez más vivaz (las calles se animan de manera extraordinaria, en las ofi cinas las mecanógrafas se afanan, las máquinas de las fábricas mueven sus engranes y rodillos), hasta llegar la hora del almuerzo, en la que se contrastan la actividad bullente de cocineros y meseros frente a la calma provisional de los comensales que retomarán sus labores hasta el atardecer y en la noche, ya con las innumerables luces encendidas, acudirán a cabarets, salas de concierto y otros sitios de esparcimiento que desembocarán en la oscuridad y el sueño de una nueva noche.
Pocas películas como ésta son un producto puramente visual. Las palabras casi no existen en ella como punto de apoyo y el espectador capta todo a través de los ojos y la intuición. Lo que vemos es un abigarrado tapiz de imágenes de la más diversa índole que señalan contraposiciones y coexistencias, pero todas tomadas de un día laboral común y corriente. La clave de su efi cacia la hallamos no sólo en la deslumbrante fotografía y sus encuadres de composición impecable, sino también en el ritmo que le da el montaje, que va de lo caleidoscópico a lo moroso, de la pausa momentánea al vértigo. Ese ritmo, siempre sostenido y variante de acuerdo con las situaciones, le da su carácter y tesitura a cada uno de los movimientos en que está dividida la película. Su tono, a causa de la elección de una presentación fría, casi abstracta, excluye también el contexto político-social de la época de entreguerras en Alemania, lo que no obsta para pregonar su calidad de refi nado postre visual

www.andreadicastro.com
Walter Ruttmann.
para delicia de los glotones de la vista. Lástima que la carrera que se vislumbraba con Berlín, sinfonía de una gran ciudad haya terminado en la realización de propaganda pro nazi.
Entre esos dos extremos expuestos (la mirada testigo que quiere presentar situaciones reales y el registro creativo de elementos del entorno) se ha debatido el documental desde entonces. Y aunque es un género muy descuidado por los espectadores en general, hay bastante tela de donde cortar. Piénsese tan sólo en los insólitos documentales del alemán Werner Herzog (El país del silencio y la oscuridad, El gran éxtasis del escultor Steiner, Grizzly man, entre muchas otros) o, en caso de México, en Q. R. R. (1968), garbanzo de a libra de Gustavo Alatriste sobre Ciudad Nezahualcóyotl, y Etnocidio: notas sobre el Mezquital (1978), cinta de Paul Leduc organizada en temas que se presentan en orden alfabético.