Días sin fin

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—Venga, colega —lo llamó Dave—. ¿Estás preparado? Brian arrojó la colilla al suelo y sacó la pistola de su funda, prendida a su cinturón, con una enigmática sonrisa dibujada en el rostro. —Por supuesto —afirmó. Se pusieron en marcha. Rodearon el descampado, pasando por delante de varios edificios deshabitados y pisando las pocas hierbas amarillas que habían sobrevivido a la bochornosa primavera. Sin duda no sobrevivirían al caluroso verano, pensó Brian, pues el sol de principios de junio caía sobre ellos como una ardiente bola de fuego, a pesar de las esponjosas y sempiternas nubes que poblaban el cielo. Aquellas hierbas no tardarían en morir, y el lugar volvería a convertirse en un terreno completamente yermo y estéril. Al poco llegaron a una plaza vacía, como el resto de la barriada, y Brian retuvo a Dave para que se mantuviera escondido junto a él en una esquina. Señaló la construcción situada al fondo de la plaza: debían de haber unos cinco pisos, todos con ventanas y balcones rotos o a punto de caerse; la fachada, que en otros tiempos había sido blanca, estaba ahora llena de desconchones; las puertas de entrada al edificio se habían caído y ahora el acceso era libre, pero los dos hombres no dudaron que las personas que entraban y salían eran vigiladas. —¿Todo esto pertenece a esa banda de secuestradores? —preguntó Dave en un susurro. —Todo —afirmó Brian en el mismo tono—. Los cinco pisos al completo. El jefe de todos ellos es Hatch, un tipo odioso. Es un hombre muy peligroso, se le acusa de la desaparición de varias chicas de las que no se sabe nada desde hace meses, algunas incluso años. Ya no esperamos encontrarlas vivas —concluyó con un tenue suspiro. —¿Y su banda? —preguntó Dave. —Contando a Hatch, son seis hombres —contestó Brian—. Te pondré al corriente: está Slippereel, escurridizo como una anguila;

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