119008 Miralejos - colección Alandar _ muestra EDELVIVES código 119008

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Miralejos Daniel Hernรกndez Chambers

E D E LV I V E S



Novela ganadora del XVII Premio Alandar de Narrativa Juvenil

El jurado se reunió el 20 de enero de 2017. Estaba compuesto por Andrea Villarrubia (profesora), Pablo Barrena (crítico literario), Mónica Rodríguez (escritora), M.ª José Gómez-Navarro (editora) y Luisa Mora (bibliotecaria).


A Martin y Nicolรกs, que cada vez miran mรกs lejos


DOS ÁRBOLES

jóvenes, en lo profundo del bosque, entrelazan sus ramas como si quisieran abrazarse o sostenerse el uno al otro. Sus troncos no son muy gruesos aún, ni sus ramas muy numerosas, pero ya algún pájaro ha decidido hacer su nido en lo alto de sus copas. A su alrededor, en diversos puntos, se ven asomar sus raíces tiernas, y uno puede imaginar que lo que pretenden es huir, escapar de la tierra y echar a correr más allá del linde, hacia el pueblo, hacia la civilización. No lo conseguirán.

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JULIO

no podría olvidar el día que Mauro, un amigo de su abuelo Gustavo, le regaló aquel prodigioso instrumento extensible de metal. —Es un catalejo —le dijo. Estaban en un local que hacía tanto de almacén como de bar improvisado frente al muelle de poniente. Hedía a pescado, a humedad y a tabaco de mascar. A unos metros de la puerta, un grupo formado por varias mujeres y dos o tres hombres se afanaban en remendar redes de pesca. Julio sintió la mano áspera y enorme de su abuelo sobre su hombro. —Sirve para ver cerca lo que está lejos —le explicó. —¿Es para mí? —Sí, si lo quieres —dijo Mauro. 11


Julio asintió una sola vez y acompañó el gesto con un «sí» apenas audible. Cuando volvieron a la casa del abuelo, en lo alto de la colina, ya no recordaba con exactitud el nombre del objeto. En su mente se había transformado en miralejos, y aunque más tarde se percató de su error, para él aquello siempre fue un miralejos. Durante lo que quedaba de aquellas vacaciones de verano, no se despegó del instrumento. Miraba a través de él en todas direcciones: hacia el mar y las montañas; hacia los tejados de tejas anaranjadas del centro de Gorgos, visibles desde el jardín de la casa del abuelo; hacia los rostros todavía felices de sus padres, Jorge y Helena, y el otro, siempre serio y poblado de surcos, de Gustavo; hacia los árboles que ocultaban el cementerio o hacia las nubes que los vientos arrastraban más allá del horizonte. Y cuando llegó el día de marcharse, se aseguró de que lo llevaba consigo y contempló a través de él el pueblo hasta que dejó de verse tras una curva de la carretera. Con él descubrió montones de cosas. Entre ellas, el rastro de un monstruo, un fantasma y también un tesoro.

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DOS AÑOS DESPUÉS

regresó con sus padres a aquella casa antigua en lo alto de la colina, a aquel verano en el que se mezclaban los días calurosos con los tibios e incluso con los fríos, a aquella playa que miraba al norte, a aquel abuelo que miraba el mar. No se olvidó de llevar consigo su miralejos. Todavía no había descubierto nada realmente interesante, pero ese verano de sus nueve años fue cuando vio por primera vez un fantasma y también cuando encontró el tesoro, aunque de eso no se daría cuenta hasta algún tiempo más tarde. A pesar de su edad, disfrutó de una libertad sin limitaciones. Toda la comarca de Gorgos se convirtió en su territorio, no solo el pueblo en sí, sino también los alrededores, el bosque de hayas que amanecía día 13


tras día envuelto en brumas, como los sueños al despertar, el prado salpicado de vacas que siempre parecían inmóviles, las ruinas de la granja de los Orgaz o La Colmena, la montaña de cima achatada y laderas perforadas de pequeñas cuevas. Salía después de desayunar y vagaba a su aire hasta que se cansaba de patear los senderos de tierra o las callejuelas mal asfaltadas que ascendían por la colina en cuestas de vértigo, volvía para comer y luego se marchaba de nuevo con la merienda en una pequeña bolsa de plástico hasta que caía la tarde. Uno de sus lugares favoritos era el puerto, donde, de vez en cuando, divisaba a Mauro conversando con algún pescador o simplemente apostado en el muelle, con las manos en los bolsillos, la pipa imantada a los labios y los ojos a algún barco que partía a faenar en altamar. Julio buscaba el objeto de esa mirada, extraía su miralejos y lo perseguía hasta que el horizonte se lo tragaba. Entonces soñaba con el destino de aquella nave. Sabía que la flota de Gorgos estaba compuesta por pesqueros y alguna que otra embarcación de recreo, pero prefería imaginar que alguno de los barcos que veía partir se dirigía hacia el sur de Inglaterra o el norte de Europa, Holanda quizá, o Dinamarca. O mucho más allá, a la mismísima América. En ocasiones descubría a su abuelo Gustavo también allí. Mauro y él se sentaban sobre sendas cajas de madera y a Julio le daba la impresión de que el tiempo se estancaba a su alrededor. Los dos viejos hablaban con una parsimonia que al niño se le antojaba insoportable. 14


Una o dos frases, un gesto de asentimiento, una sonrisa, un arqueo de cejas, minutos después una nueva frase apenas murmurada. Él los espiaba desde el astillero o desde el tejado de algún almacén al que se había subido improvisando una escalera de cajas vacías y palés. Pensaba que cada una de aquellas frases que tanto rumiaban debía contener más verdades que un discurso entero de otras personas. Observando a los dos ancianos fue como empezó a sospechar que las palabras no importan por su cantidad, sino por la carga de profundidad que portan consigo. Tal vez, aunque no lo supiera entonces, la visión de los dos viejos allí sentados en el muelle tuviera algo que ver con el carácter silencioso que Julio desarrolló años después, como si de forma inconsciente intuyera que los silencios pueden ser más relevantes que las palabras. Uno de los primeros días de su estancia en Gorgos decidió trazar un mapa. Él era el explorador, el cartógrafo que descubría cada jornada nuevas tierras y las añadía al mapa. Así, su dibujo fue cambiando constantemente, siempre había un elemento nuevo que incluir: una peña, una arboleda, una charca visitada por luciérnagas o un sendero poco transitado que la maleza ocultaba a la vista de todos, menos de Julio y su miralejos. Inventaba nombres para esos lugares y accidentes del terreno, poco le importaba si ya habían sido bautizados años atrás. En su mapa aparecían Los Gemelos, una curiosa formación rocosa con dos protuberancias en lo alto, 15


delgadas como hombres, en las que, sobre todo si se observaban desde el sur, podían distinguirse la cabeza y los hombros. El Bosque de los Espectros, llamado así porque cada mañana los troncos de sus árboles semejaban un batallón de espectros agazapados tras la niebla. Fuente Clara, un manantial de agua helada y cristalina que brotaba de una grieta entre piedras y creaba un estanque con forma de ocho, en el que Julio se había aventurado a zambullirse y del que había salido tiritando. La Peña del Viejo, por el roble que se erguía en su cima y cuyas raíces brotaban de la tierra para aferrarse a la roca con ansia, como si aquel árbol centenario tuviera miedo de caerse. El Mirador de los Náufragos, una terraza natural desde la que solo se podía mirar hacia delante, hacia el mar, en el que la imaginación de Julio recreaba barcos que se iban a pique, desgraciados náufragos que nadaban desesperados hacia la costa, piratas de tierra firme que los esperaban en la orilla para robarles las pocas pertenencias que habían salvado del hundimiento. El Acantilado de las Gaviotas, un precipicio que en algunos puntos alcanzaba los cincuenta metros y en el que anidaban decenas o cientos de aves que alzaban el vuelo con una algarabía de graznidos y planeaban en las corrientes de aire para, de pronto, lanzarse en picado hacia la espuma del mar. La Torre del Vigilante Invisible, una construcción medieval en ruinas que coronaba la punta más elevada del Acantilado de las Gaviotas… En cuanto a Gorgos, la versión plasmada en el mapa presentaba distintos nombres para sus calles y sus 16


plazas. A Julio no le interesaba quiénes podrían haber sido los hombres y mujeres cuyos nombres lucían en los letreros que decoraban las esquinas del pueblo; había preferido rebautizar las calles de poetas locales, antiguos alcaldes o generales vencedores de la guerra civil como calle del Pozo, calle de las Fuentes, cuesta del Loro Grosero, plazoleta del Cuervo o callejón del Gato Gris. Gracias a sus caminatas sin fin y a su miralejos, a lo largo de las semanas que pasó aquel verano en Gorgos, su mapa fue aumentando en detalles hasta el punto de que tuvo que rehacerlo en varias ocasiones, uniendo con adhesivos varios folios de papel que luego, cuando se dio por satisfecho, colgó de la pared.

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